Título original: That Only a Mother
Año: 1948
Distinciones: Seleccionado en 1970 por la Asociación de Escritores de Ciencia Ficción y Fantasía de Estados Unidos (SFWA) como uno de los mejores relatos cortos de ciencia ficción antes de la creación de los Premios Nébula. Por ello fue publicado en el Salón de la Fama de la Ciencia Ficción, Volumen Uno, 1929-1964.
Margaret alargó la mano hacia el otro lado de la cama, donde tenía que haber estado Hank. Tocó la almohada, e inmediatamente despertó del todo, preguntándose por qué conservaba la antigua costumbre, después de tantos meses. Trató de encogerse, como un gato, para acumular su propio calor, descubrió que no podía hacerlo ya, y saltó de la cama con una complacida conciencia del progresivo aumento del volumen de su cuerpo.
Los movimientos matinales eran como los de un autómata. Al pasar por delante de la cocinilla apretaba el botón que ponía en marcha la preparación del desayuno —el médico le había dicho que comiera mucho a la hora del desayuno—, y sacaba el periódico de la máquina que lo imprimía por radio. Doblaba cuidadosamente la amplia hoja de papel por la sección de "Noticias Nacionales", y la colocaba en una de las estanterías del cuarto de baño de modo que pudiera leerla mientras se limpiaba los dientes.
Ningún accidente. Ningún choque directo. Al menos, ninguno acerca del cual se informara oficialmente.
Ya ves, Maggie, que no hay motivo para preocuparse. Ningún accidente. Ningún choque. Tienes que creer lo que dice este encantador periódico.
Los tres repiqueteos procedentes de la cocina anunciaron que el desayuno estaba a punto. Margaret colocó un brillante mantel y unos platos de vivos colores en la mesa, en una vana tentativa de estimular un apetito matinal que no sentía. Luego, cuando ya no hubo nada que preparar, fue en busca del correo convencida que aquel día había una carta.
Estaba allí. Estaba allí. Dos facturas, y una nota preocupada de su madre:
"Querida, ¿por qué no me has escrito comunicándomelo antes? Estoy asustada, desde luego, pero, bueno, resulta desagradable hablar de estas cosas, pero, ¿estás segura que el médico está en lo cierto? Hank ha estado manejando todo ese uranio, o torio, o como diablos se llame, durante muchos años. Ya sé que tú dices que es un proyectista, no un técnico, y que no tiene que acercarse a nada que sea peligroso, pero ya sabes que solía hacerlo, cuando estaba en Oak Ridge. ¿No crees...? Bueno, desde luego, me estoy portando como una vieja estúpida, y no quiero que estés preocupada. Sabes mucho más que yo acerca del asunto, y estoy convencida del hecho que el médico tiene razón. Tiene que saberlo…".
Margaret le hizo una mueca al excelente café, y volvió a plegar el periódico, esta vez por la sección de noticias médicas.
¡Basta, Maggie, basta! El radiólogo dijo que el trabajo de Hank no entrañaba ningún riesgo para él. Y la zona bombardeada que cruzamos... No, no. ¡Basta ya! Lee las notas de sociedad o las recetas de cocina, muchacha.
Un conocido especialista en genética, en las noticias médicas, decía que era posible afirmar con absoluta certeza, a partir del quinto mes, si el hijo sería normal, o por lo menos si el cambio tendía a producir efectos extraños. De todos modos, los peores casos podían ser evitados. Desde luego, los cambios de menor importancia, tales como las desviaciones de los rasgos faciales o las modificaciones de la estructura cerebral no podían ser descubiertos. Y recientemente se habían producido algunos casos de fetos normales con miembros atrofiados que no se habían desarrollado más allá del séptimo o del octavo mes. Pero concluyó el médico alegremente, los peores casos podían ahora ser previstos e impedidos.
"Previstos e impedidos". Nosotros lo habíamos previsto, ¿no? Hank y los otros lo habían previsto. Pero no lo impedimos. Podíamos haberlo tenido en el 46 y el 47. Ahora...
Margaret decidió no desayunar. El café había sido suficiente desayuno para ella durante diez años; y lo sería también aquel día. Se abrochó los interminables pliegues de tela que, según le había asegurado el vendedor, eran la única cosa cómoda de llevar durante los últimos meses. Con una sensación de placer, olvidándose de la carta y del periódico, se dio cuenta del hecho que tenía que abrocharse ya el penúltimo botón de la cintura. Faltaba muy poco.
La ciudad, a primeras horas de la mañana, había tenido siempre un especial encanto para Margaret. La noche anterior había llovido, y las aceras estaban limpias y relucientes. El aire era fresco y oloroso, para una mujer criada en la ciudad, pese a la ocasional acritud del humo de las fábricas. Margaret recorrió a pie las seis manzanas que había desde su casa al lugar donde trabajaba, viendo apagarse las luces de las cafeterías abiertas toda la noche, y encenderse las luces de los oscuros interiores de las tabaquerías y tiendas de lavado en seco.
La oficina se encontraba en un nuevo edificio del Gobierno. Margaret subió hasta el piso catorce en el ascensor, y se instaló detrás de su mesa-escritorio, al final de una larga hilera de mesas idénticas.
Cada mañana, el montón de documentos que la esperaban era un poco más alto. Aquéllos eran, como todo el mundo sabía, los meses decisivos. La guerra podía ser ganada o perdida en aquella oficina lo mismo que en las otras oficinas y en el propio frente. La Dirección había enviado a Margaret allí cuando su antiguo trabajo en el departamento de envíos se hizo demasiado fatigoso para ella. El calculador era fácil de manejar, y el trabajo era absorbente, aunque no tan excitante como su antigua tarea. Pero en aquellos días no podía dejarse de trabajar. Todo el que podía hacer algo era necesario.
Y —Margaret recordó la entrevista con el psicólogo— yo pertenezco probablemente al tipo inestable. Quién sabe la clase de neurosis que me acometería si me estuviera sentada en casa, leyendo aquel periódico sensacionalista...
Se sumergió en el trabajo sin continuar el pensamiento.
18 de febrero
Querido Hank:
Sólo unas líneas..., desde el hospital, nada menos. Me sentí repentinamente enferma en la oficina, y el médico dijo que era algo del corazón. Me resulta insoportable la idea de permanecer tendida en una cama semanas enteras, esperando..., aunque el doctor Boyer parece creer que la cosa no será tan larga.
Sólo unas líneas..., desde el hospital, nada menos. Me sentí repentinamente enferma en la oficina, y el médico dijo que era algo del corazón. Me resulta insoportable la idea de permanecer tendida en una cama semanas enteras, esperando..., aunque el doctor Boyer parece creer que la cosa no será tan larga.
Por aquí hay demasiados periódicos. Más infanticidios cada vez, y, al parecer, no se encuentra un jurado que los condene. Los que lo hacen son los padres. Menos mal que tú no estás aquí, por si...
¡Oh, querido! Ésta no es una broma divertida, ¿verdad? Escribe tan a menudo como puedas. ¿Lo harás? Tengo demasiado tiempo para pensar. Pero, en realidad, todo marcha bien, y no hay ningún motivo de preocupación.
Escribe pronto, y recuerda que te quiero. Maggie.
¡Oh, querido! Ésta no es una broma divertida, ¿verdad? Escribe tan a menudo como puedas. ¿Lo harás? Tengo demasiado tiempo para pensar. Pero, en realidad, todo marcha bien, y no hay ningún motivo de preocupación.
Escribe pronto, y recuerda que te quiero. Maggie.
SERVICIO TELEGRÁFICO ESPECIAL — 21 de febrero de 1953 22:04 LK37G
De: Téc. Teniente H. Marwell X47-016 CGNY
A: Sra. H. Marwell Hospital de Mujeres Nueva York
RECIBÍ AVISO MEDICO PUNTO LLEGARE CUATRO DIEZ PUNTO CORTO PERMISO PUNTO ÁNIMOS MAGGIE PUNTO CARIÑO HANK.
25 de febrero
Querido Hank:
¿De modo que no pudiste ver a la niña, después de todo? Parece mentira que un lugar como éste no disponga al menos de mirillas en las incubadoras, de modo que los padres puedan echar una mirada, aunque las pobres madres no puedan hacerlo. Me han dicho que no la veré hasta dentro de una semana, o quizás más..., pero, desde luego, mamá siempre me decía que me movía demasiado y que me exponía a tener la niña demasiado pronto. ¿Por qué debe tener siempre razón?
¿Viste a la enfermera que han puesto aquí? Parece un sargento. Supongo que sólo atiende a las que ya han dado a luz, y que no la dejan acercarse a las que todavía esperan..., pero en una sala de maternidad no deberían permitir que hubiera una mujer como ésa. Está obsesionada con las mutaciones y no sabe hablar de otra cosa.
¡Oh! Bueno, la nuestra es completamente normal, aunque haya llegado antes de tiempo.
Estoy cansada. Me advirtieron que no me sentara tan pronto, pero tenía que escribirte. Todo mi amor, querido.
Maggie.
¿De modo que no pudiste ver a la niña, después de todo? Parece mentira que un lugar como éste no disponga al menos de mirillas en las incubadoras, de modo que los padres puedan echar una mirada, aunque las pobres madres no puedan hacerlo. Me han dicho que no la veré hasta dentro de una semana, o quizás más..., pero, desde luego, mamá siempre me decía que me movía demasiado y que me exponía a tener la niña demasiado pronto. ¿Por qué debe tener siempre razón?
¿Viste a la enfermera que han puesto aquí? Parece un sargento. Supongo que sólo atiende a las que ya han dado a luz, y que no la dejan acercarse a las que todavía esperan..., pero en una sala de maternidad no deberían permitir que hubiera una mujer como ésa. Está obsesionada con las mutaciones y no sabe hablar de otra cosa.
¡Oh! Bueno, la nuestra es completamente normal, aunque haya llegado antes de tiempo.
Estoy cansada. Me advirtieron que no me sentara tan pronto, pero tenía que escribirte. Todo mi amor, querido.
Maggie.
29 de febrero
Querido:
¡Por fin he podido verla! Es verdad todo lo que dicen acerca de los recién nacidos y de la cara que sólo una madre puede amar..., pero allí está, querido, con ojos, orejas y narices —¡no, solamente una!— en los lugares donde tienen que estar. Hemos tenido mucha suerte, Hank.
Temo haber sido una paciente insoportable. No he dejado de importunar a la enfermera que parece un sargento y que tiene la manía de la mutación, insistiendo en que quería ver a mi hija. Finalmente vino el médico a "explicármelo" todo, y dijo un montón de tonterías, la mayoría de las cuales no conseguí entender, porque eran realmente incomprensibles. Lo único que saqué en limpio es que la niña no tendría que estar en la incubadora; pero que estaba allí porque creían que era "más prudente".
Creo que al oír eso me puse un poco histérica. Supongo que se encontraba más preocupada de lo que estaba dispuesta a admitir, pero lo cierto es que chillé un poco. Siguió una conferencia de esas susurradas detrás de la puerta, y al final la Mujer de Blanco dijo: "Bueno, a fin de cuentas, tal vez sea mejor así".
Me encuentro terriblemente débil aún. Volveré a escribirte pronto. Te quiere, Maggie.
¡Por fin he podido verla! Es verdad todo lo que dicen acerca de los recién nacidos y de la cara que sólo una madre puede amar..., pero allí está, querido, con ojos, orejas y narices —¡no, solamente una!— en los lugares donde tienen que estar. Hemos tenido mucha suerte, Hank.
Temo haber sido una paciente insoportable. No he dejado de importunar a la enfermera que parece un sargento y que tiene la manía de la mutación, insistiendo en que quería ver a mi hija. Finalmente vino el médico a "explicármelo" todo, y dijo un montón de tonterías, la mayoría de las cuales no conseguí entender, porque eran realmente incomprensibles. Lo único que saqué en limpio es que la niña no tendría que estar en la incubadora; pero que estaba allí porque creían que era "más prudente".
Creo que al oír eso me puse un poco histérica. Supongo que se encontraba más preocupada de lo que estaba dispuesta a admitir, pero lo cierto es que chillé un poco. Siguió una conferencia de esas susurradas detrás de la puerta, y al final la Mujer de Blanco dijo: "Bueno, a fin de cuentas, tal vez sea mejor así".
Me encuentro terriblemente débil aún. Volveré a escribirte pronto. Te quiere, Maggie.
8 de marzo
Querido Hank:
Bueno, la enfermera estaba equivocada si te dijo eso. De todos modos, es una idiota. Es una muchacha. Es más fácil hablar con un bebé que con un gato, y yo lo sé.
¿Qué te parece el nombre de Henrietta?
Vuelvo a estar en casa, y muy atareada. En el hospital son unos despistados. He tenido que aprender por mí misma a bañar a la niña y a hacerlo todo. Cada día es más bonita, ¿sabes? ¿Cuándo tendrás un permiso, un verdadero permiso?
Te quiere, Maggie.
Bueno, la enfermera estaba equivocada si te dijo eso. De todos modos, es una idiota. Es una muchacha. Es más fácil hablar con un bebé que con un gato, y yo lo sé.
¿Qué te parece el nombre de Henrietta?
Vuelvo a estar en casa, y muy atareada. En el hospital son unos despistados. He tenido que aprender por mí misma a bañar a la niña y a hacerlo todo. Cada día es más bonita, ¿sabes? ¿Cuándo tendrás un permiso, un verdadero permiso?
Te quiere, Maggie.
26 d3 mayo, 26
Querido Hank:
Tendrías que verla ahora..., y la verás. Voy a enviarte un rollo de película en color. Los camisones que lleva, llenos de bordados, son un regalo de mamá. ¿Verdad que está bonita? Pues, espera a verla personalmente.
Tendrías que verla ahora..., y la verás. Voy a enviarte un rollo de película en color. Los camisones que lleva, llenos de bordados, son un regalo de mamá. ¿Verdad que está bonita? Pues, espera a verla personalmente.
10 de julio
Lo creas o no, tu hija puede hablar. Y no me refiero a los balbuceos de los pequeñines. Lo descubrió Alice —está en el departamento de odontología de la WAC, ¿sabes?—, y cuando oyó a la niña soltando lo que yo creía que eran los balbuceos propios de su edad, dijo que Henrietta sabía palabras y frases, pero que no podía pronunciarlas claramente porque aún no tiene dientes. Voy a llevarla a un especialista.
13 de septiembre
¡Tenemos una niña prodigio, querido! Ahora que le han salido los dientes de leche habla de un modo absolutamente claro y —una nueva habilidad— puede cantar. Me refiero a que es capaz de seguir una melodía. ¡A los siete meses! Querido, sería completamente feliz si pudiera tenerte en casa.
19 de noviembre
... al fin. La pequeña estaba demasiado ocupada con sus habilidades, y no encontraba el momento de aprender a arrastrarse... El médico dice que el desarrollo, en estos casos, es siempre irregular...
SERVICIO TELEGRÁFICO ESPECIAL — 1 de diciembre de 1953 08:47 LK59P
De: Téc. Teniente H. Marwell X47-016 CGNY
A: Sra. H. Marwell Apt. K-17
504 E. 19 St.
Nueva York
SEMANA PERMISO EMPIEZA MAÑANA PUNTO LLEGARE AEROPUERTO DIEZ CINCO PUNTO NO VAYAS ESPERARME PUNTO CARIÑO CARIÑO CARIÑO HANK.
Margaret dejó salir el agua de la bañera de plástico hasta que sólo quedaron unas pulgadas en ella, y a continuación sujetó a la serpenteante niña.
—Creo que la cosa iba mejor cuando estabas retrasada, jovencita —le dijo alegremente a su hija—. Ya sabes que no puedes arrastrarte dentro de la bañera.
—Entonces, ¿por qué no me metes en la bañera grande?
Margaret estaba acostumbrada a las salidas de tono de la niña, pero de cuando en cuando la tomaban por sorpresa. Envolvió la masa de carne sonrosada en una toalla, y empezó a frotar.
—Porque eres demasiado pequeña, y tu cabeza es muy blanda, y las bañeras grandes son muy duras.
—¡Oh! ¿Cuándo podré meterme en la bañera grande?
—Cuando la parte exterior de tu cabeza sea tan dura como la parte interior, sabihonda —Alargó la mano hacia un montón de ropa limpia—. No puedo comprender —añadió, prendiendo la tela de un pañal al camisón con un imperdible— cómo una niña tan inteligente como tú no es capaz de aprender a llevar los pañales igual que los otros niños. Han sido utilizados durante siglos, con resultados completamente satisfactorios.
La niña no se dignó contestar; había oído aquella queja con demasiada frecuencia. Esperó pacientemente hasta que su madre terminó de arreglarla. Entonces la obsequió con una sonrisa que hacía pensar a Margaret, inevitablemente, en un dorado rayo de sol acariciando un prado cubierto de rosas. Recordó la reacción de Hank ante las fotografías en color de su hermosa hija, y aquel pensamiento le hizo darse cuenta de lo tarde que era.
—Hay que acostarse, tesoro. Cuando despiertes, tu papá estará aquí.
—¿Por qué? —preguntó el cerebro de cuatro años, entablando una batalla perdida de antemano para mantener despierto el cuerpo de diez meses.
Margaret se dirigió a la cocina y reguló el cronometrador para el asado. A continuación, sacó sus ropas del armario: Vestido nuevo, zapatos nuevos, combinación nueva, todo nuevo, comprado hacía unas semanas y guardado para el día en que llegara el telegrama de Hank. Se detuvo a sacar una hoja de la máquina de imprimir y, con las ropas y el periódico, se dirigió al cuarto de baño.
Con el cuerpo sumergido en el agua tibia y perfumada —un lujo excepcional—, hojeó el periódico con cierta indiferencia. Aquel día, al menos, no tenía necesidad de leer las noticias nacionales. Había un artículo de un especialista en genética. Las mutaciones, decía, estaban aumentando de un modo desproporcionado. Era demasiado pronto para hablar de recesivas; incluso los primeros mutantes, nacidos en los alrededores de Nagasaki y de Hiroshima en 1946 y 1947, eran demasiado jóvenes para procrear. Pero mi cuerpo está en perfectas condiciones. Al parecer, la causa de aquellas anomalías había que atribuirla a algunas radiaciones liberadas por las explosiones atómicas. Mi niña es normal. Precoz, pero normal. Si se hubiera prestado más atención a las mutaciones japonesas, decía...
Apareció aquella breve noticia en los periódicos, en la primavera del 47. Fue cuando Hank se marchó de Oak Ridge. "Únicamente un dos o tres por ciento de los culpables de infanticidio son descubiertos y castigados actualmente en el Japón...". Pero MI NIÑA es completamente normal.
Margaret estaba vestida, peinada y lista para el último toque con el lápiz de labios, cuando sonó el timbre de la puerta. Margaret se quedó inmóvil, con el corazón palpitante, y por primera vez en dieciocho meses oyó el casi olvidado ruido de una llave girando en la cerradura antes que el eco del timbre se hubiera apagado del todo.
—¡Hank!
—¡Maggie!
Y entonces no hubo nada que decir. Tantos días, tantos meses de pequeñas noticias acumulándose, de pequeñas cosas que contarle, y ahora lo único que podía hacer era permanecer en pie, mirando un uniforme caqui y un rostro pálido y desconocido. Margaret resiguió los rasgos con el dedo del recuerdo. La misma nariz aguileña, los mismos ojos pardos, las mismas cejas finamente dibujadas. El pelo un poco más escaso ahora encima de la ancha frente. Pálido. Desde luego, había vivido bajo tierra durante todo aquel tiempo.
Margaret tuvo tiempo de pensar todo esto antes que la mano de su marido llegara a tocarla, antes de corresponder a su abrazo. No había nada que decir, porque no había necesidad de decir nada. Estaban juntos, y de momento les bastaba con ello.
—¿Dónde está la niña?
—Durmiendo. Se despertará de un momento a otro.
No había prisa. Sus voces eran tan tranquilas como en una conversación cotidiana, como si la guerra y la separación no existieran. Margaret recogió el abrigo que Hank había tirado en la silla que estaba junto a la puerta, y lo colgó cuidadosamente en el perchero del recibidor. Luego fue a vigilar el asado, dejando que su marido recorriera la casa solo, recordando y adaptando su mente a los recuerdos. Le encontró, finalmente, inclinado sobre la cuna de la niña.
Margaret no podía ver su rostro, pero no necesitaba verlo.
—Creo que ya podemos despertarla.
Margaret tiró de las ropas de la cuna, destapando el pequeño bulto blanco. Unos ojos soñolientos y grises se abrieron, lentamente.
—¡Hola! —La voz de Hank tenía cierto acento de inseguridad.
—¡Hola! —La voz de la niña era más segura que la de su padre.
Hank había oído hablar de ello, desde luego, pero no era lo mismo oírlo. Se volvió ávidamente hacia Margaret:
—¿Puede realmente...?
—Desde luego que puede, querido. Pero, lo que es más importante, puede hacer incluso cosas normales como hacen los otros niños, incluso travesuras. ¡Mira cómo se arrastra!
Margaret puso a la niña sobre la cama grande.
Durante unos instantes, Henrietta permaneció tendida boca arriba, mirando a sus padres con expresión dubitativa.
—¿Arrastrarme? —preguntó.
—Eso es. Papá no te ha visto aún hacerlo.
—Entonces, dame la vuelta y ponme sobre mi barriguita.
—¡Oh! Desde luego.
—Entonces, ¿por qué no me metes en la bañera grande?
Margaret estaba acostumbrada a las salidas de tono de la niña, pero de cuando en cuando la tomaban por sorpresa. Envolvió la masa de carne sonrosada en una toalla, y empezó a frotar.
—Porque eres demasiado pequeña, y tu cabeza es muy blanda, y las bañeras grandes son muy duras.
—¡Oh! ¿Cuándo podré meterme en la bañera grande?
—Cuando la parte exterior de tu cabeza sea tan dura como la parte interior, sabihonda —Alargó la mano hacia un montón de ropa limpia—. No puedo comprender —añadió, prendiendo la tela de un pañal al camisón con un imperdible— cómo una niña tan inteligente como tú no es capaz de aprender a llevar los pañales igual que los otros niños. Han sido utilizados durante siglos, con resultados completamente satisfactorios.
La niña no se dignó contestar; había oído aquella queja con demasiada frecuencia. Esperó pacientemente hasta que su madre terminó de arreglarla. Entonces la obsequió con una sonrisa que hacía pensar a Margaret, inevitablemente, en un dorado rayo de sol acariciando un prado cubierto de rosas. Recordó la reacción de Hank ante las fotografías en color de su hermosa hija, y aquel pensamiento le hizo darse cuenta de lo tarde que era.
—Hay que acostarse, tesoro. Cuando despiertes, tu papá estará aquí.
—¿Por qué? —preguntó el cerebro de cuatro años, entablando una batalla perdida de antemano para mantener despierto el cuerpo de diez meses.
Margaret se dirigió a la cocina y reguló el cronometrador para el asado. A continuación, sacó sus ropas del armario: Vestido nuevo, zapatos nuevos, combinación nueva, todo nuevo, comprado hacía unas semanas y guardado para el día en que llegara el telegrama de Hank. Se detuvo a sacar una hoja de la máquina de imprimir y, con las ropas y el periódico, se dirigió al cuarto de baño.
Con el cuerpo sumergido en el agua tibia y perfumada —un lujo excepcional—, hojeó el periódico con cierta indiferencia. Aquel día, al menos, no tenía necesidad de leer las noticias nacionales. Había un artículo de un especialista en genética. Las mutaciones, decía, estaban aumentando de un modo desproporcionado. Era demasiado pronto para hablar de recesivas; incluso los primeros mutantes, nacidos en los alrededores de Nagasaki y de Hiroshima en 1946 y 1947, eran demasiado jóvenes para procrear. Pero mi cuerpo está en perfectas condiciones. Al parecer, la causa de aquellas anomalías había que atribuirla a algunas radiaciones liberadas por las explosiones atómicas. Mi niña es normal. Precoz, pero normal. Si se hubiera prestado más atención a las mutaciones japonesas, decía...
Apareció aquella breve noticia en los periódicos, en la primavera del 47. Fue cuando Hank se marchó de Oak Ridge. "Únicamente un dos o tres por ciento de los culpables de infanticidio son descubiertos y castigados actualmente en el Japón...". Pero MI NIÑA es completamente normal.
Margaret estaba vestida, peinada y lista para el último toque con el lápiz de labios, cuando sonó el timbre de la puerta. Margaret se quedó inmóvil, con el corazón palpitante, y por primera vez en dieciocho meses oyó el casi olvidado ruido de una llave girando en la cerradura antes que el eco del timbre se hubiera apagado del todo.
—¡Hank!
—¡Maggie!
Y entonces no hubo nada que decir. Tantos días, tantos meses de pequeñas noticias acumulándose, de pequeñas cosas que contarle, y ahora lo único que podía hacer era permanecer en pie, mirando un uniforme caqui y un rostro pálido y desconocido. Margaret resiguió los rasgos con el dedo del recuerdo. La misma nariz aguileña, los mismos ojos pardos, las mismas cejas finamente dibujadas. El pelo un poco más escaso ahora encima de la ancha frente. Pálido. Desde luego, había vivido bajo tierra durante todo aquel tiempo.
Margaret tuvo tiempo de pensar todo esto antes que la mano de su marido llegara a tocarla, antes de corresponder a su abrazo. No había nada que decir, porque no había necesidad de decir nada. Estaban juntos, y de momento les bastaba con ello.
—¿Dónde está la niña?
—Durmiendo. Se despertará de un momento a otro.
No había prisa. Sus voces eran tan tranquilas como en una conversación cotidiana, como si la guerra y la separación no existieran. Margaret recogió el abrigo que Hank había tirado en la silla que estaba junto a la puerta, y lo colgó cuidadosamente en el perchero del recibidor. Luego fue a vigilar el asado, dejando que su marido recorriera la casa solo, recordando y adaptando su mente a los recuerdos. Le encontró, finalmente, inclinado sobre la cuna de la niña.
Margaret no podía ver su rostro, pero no necesitaba verlo.
—Creo que ya podemos despertarla.
Margaret tiró de las ropas de la cuna, destapando el pequeño bulto blanco. Unos ojos soñolientos y grises se abrieron, lentamente.
—¡Hola! —La voz de Hank tenía cierto acento de inseguridad.
—¡Hola! —La voz de la niña era más segura que la de su padre.
Hank había oído hablar de ello, desde luego, pero no era lo mismo oírlo. Se volvió ávidamente hacia Margaret:
—¿Puede realmente...?
—Desde luego que puede, querido. Pero, lo que es más importante, puede hacer incluso cosas normales como hacen los otros niños, incluso travesuras. ¡Mira cómo se arrastra!
Margaret puso a la niña sobre la cama grande.
Durante unos instantes, Henrietta permaneció tendida boca arriba, mirando a sus padres con expresión dubitativa.
—¿Arrastrarme? —preguntó.
—Eso es. Papá no te ha visto aún hacerlo.
—Entonces, dame la vuelta y ponme sobre mi barriguita.
—¡Oh! Desde luego.
Margaret le dio media vuelta a la niña.
—¿Qué es lo que pasa? —La voz de Hank seguía siendo normal, pero una corriente subterránea empezaba a cargar la atmósfera de la habitación—. ¿Es que no sabe dar la vuelta sola?
—Esta niña —Margaret no parecía darse cuenta de la tensión—, esta niña hace las cosas cuando quiere hacerlas.
El padre de aquella niña contempló con ojos llenos de ternura cómo serpenteaba el pequeño cuerpo, deslizándose a través de la cama.
—¡Vaya con la granujilla! —rió—. Parece que está tomando parte de una carrera de sacos. Vamos a sacarle ya los brazos fuera de las mangas.
Se inclinó sobre el lecho y tomó el lazo que había en el extremo del largo camisón.
—Yo lo haré, querido.
Margaret trató de adelantarse a su esposo.
—No seas tonta, Maggie. Ésta puede ser tu primera hija, pero yo he tenido cinco hermanos.
La apartó, riendo, y alargó la otra mano hacia el lazo que cerraba una manga.
Después de hacerlo, introdujo la mano por la abertura, en busca de un brazo.
—Cualquiera que te viera arrastrándote —le dijo a la niña con fingida severidad, mientras su mano tocaba un inmóvil muñón de carne en el hombro—, creería que eres un gusano, utilizando tu barriguita para arrastrarte, en vez de usar las manos y los pies.
Margaret les miraba a los dos, sonriendo.
—Espera a oírla cantar, querido...
La mano derecha de Hank descendió desde el hombro en busca del brazo, y se detuvo en el muñón, cuyos músculos se pusieron rígidos mientras trataban de escapar a la presión de aquella mano. Hank dejó que sus dedos se deslizaran de nuevo hasta el hombro. Luego volvió a sacar la mano de la abertura de la manga. Con infinito cuidado, deshizo el lazo que cerraba el camisón por debajo. Su esposa estaba de pie junto a la cama, diciendo:
—Sabe cantar el Jingle Bells, y...
La mano izquierda de Hank se deslizó por debajo de la suave tela del camisón y avanzó hacia el pañal que cubría el extremo inferior de su hija. Ni una arruga. Ni..
—Maggie... —Su garganta estaba seca; las palabras surgían con dificultad, en tono ronco—. Maggie.
Hablaba muy lentamente, como si se recreara en el sonido de cada una de sus palabras. Su cabeza era un torbellino, pero necesitaba saber, tenía que saber.
—Maggie, ¿por qué..., por qué no me lo habías dicho?
—¿Decirte qué, querido?
—¿Decirte qué, querido?
La actitud de Margaret era la inmemorial actitud paciente de la mujer enfrentada con la infantil impulsividad del hombre. Su repentina carcajada resonó fantásticamente espontánea y natural en aquella habitación; Margaret había comprendido:
—¡Oh! ¿Está mojada? No lo sabía...
Margaret no lo sabía. Las manos de Hank se deslizaron arriba y abajo por el sedoso cuerpo infantil, por el sinuoso cuerpo sin extremidades. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Sus músculos se contrajeron, en un amargo espasmo de histeria. Sus dedos apretaron la sonrosada carne de su hija. ¡Dios mío! Margaret no lo sabía.
Margaret no lo sabía. Las manos de Hank se deslizaron arriba y abajo por el sedoso cuerpo infantil, por el sinuoso cuerpo sin extremidades. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Sus músculos se contrajeron, en un amargo espasmo de histeria. Sus dedos apretaron la sonrosada carne de su hija. ¡Dios mío! Margaret no lo sabía.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario