2025/09/22

Equilibrio (John Christopher)


Título original: Balance
Año: 1951


Luigi dijo:
—¡Signor!
Max Larkin abrió los ojos, sorprendido y agradecido por milésima vez por la radiante claridad del sol. Su hamaca, colgada entre dos olivos, se hallaba en el extremo más apartado de su jardín. Debajo de él, Castellammare era una explosión de blancos y verdes: El blanco de las piedras logrado por el sol y el verde de las hojas de los naranjos. Y más allá de los verdes y de los blancos se extendía el esmaltado azul de la bahía de Napoles. Larkin se volvió en redondo. Luigi estaba de pie delante de él en actitud respetuosa.
Max dijo:
—¿Y bien?
—Alguien desea verle, signor Larkin. Al parecer, se trata de algo urgente. ¿Le hago pasar o le pongo en la calle?
Detrás de Luigi, la pequeña avenida de cipreses se extendía hasta la villa a lo largo de un centenar de metros. Max pudo ver al hombre embutido en una chaqueta de cuero que se acercaba. Le dijo a Luigi:
—Demasiado tarde. Ahí está. No te preocupes, Luigi. Sírvenos vino. Creo que el Nobile 89 estará bien.
El visitante era un hombre muy joven; tenía aspecto de estar muy acalorado bajo la chaqueta de cuero, que ostentaba insignias y galones de la United Chemicals, pero a su edad, supuso Max, la consciencia de su categoría tenía más fuerza que la simple comodidad. Hizo un gesto señalando una silla colocada a la sombra de un olivo y se reclinó en su hamaca.
El visitante dijo:
—¿El superintendente Larkin? 
Max asintió.
—El mismo. Pero ahora estoy retirado. Ya no utilizo ese título. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Me llamo Mellin. Hans Mellin. Vengo de parte del director Hewison. 
Miró a Max con expresión de reproche.
—Al director Hewison no le fue posible comunicarse con usted a través del videófono.
Max dijo:
—No me extraña. Lo tengo desconectado. La única tarea de la que me ocupo actualmente es la de recoger mi pensión, y para ello me valgo del antiguo sistema de escribir cartas. 
Mellin dijo:
—Me envía para que le recoja a usted. Desea consultarle un asunto. 
Max preguntó:
—¿Dónde está Hewison? Si el verle significa cruzar el Atlántico...
Mellin le interrumpió:
—Está en su casa de Austria. Puedo llevarle a usted allí en tres horas. Mi autogiro está aparcado enfrente de la villa.
Max sonrió.
—Prefiero ir en tren. Déme las señas para localizarlo. O quizá sea preferible que mande un automóvil a recogerme a la estación.
Mellin objetó:
—Pero el director desea que vaya usted conmigo en el autogiro...
Max dijo:
—Tiene usted que saber que pasé dieciocho años en Venus y que probablemente aún estaría allí si mi cuerpo no hubiera tenido la buena ocurrencia de contraer unas fiebres palúdicas, lo cual me dio opción para retirarme. Y ahora que estoy aquí he prometido que entre la tierra y yo no habrá nunca más de dieciocho pulgadas de separación —Miró pensativamente la hamaca en la cual estaba tendido—. Bueno..., digamos treinta y seis. Puede usted regresar en el autogiro y decirle a Hewison que me pondré inmediatamente en camino. ¿En qué estación tengo que apearme?
Con cierto aturdimiento, Mellin respondió:
—En Graz.
—¡De acuerdo! —convino Max—. Dígale a Hewison que salgo en seguida para allá. Tomaré el rápido de Viena que sale de Napoles a las ocho. ¡Oh! Aquí está el vino. ¿Quiere usted acompañarme?
Mellin miró la bandeja.
—Creo que no. Tengo un poco de prisa. Pero si no le importara desprenderse de una botella me la bebería por el camino.
Max se reclinó más profundamente en su hamaca.
—Dale al oficial Mellin una botella de vino, Luigi. Creo que el de la última cosecha será más adecuado para su... ejem... paladar.

Max pudo disponer de un coche-cama para él solo, en el rápido de Viena. En la mitad meridional de Europa seguían funcionando los ferrocarriles. El Departamento de Transportes y Comunicaciones los mantenía en servicio para los turistas, aunque cada día eran menos utilizados. A las once de la mañana siguiente llegó a Graz. El automóvil que le estaba esperando era un vehículo enorme, de color gris perla, con el banderín rojo del director en el capó. Emprendieron la marcha a través de las colinas sin que el poderoso motor se dejara oír.
La mansión austríaca de Hewison era visible a varias millas de distancia; el conductor se la señaló al pasajero del automóvil. A medida que se acercaban a ella, sus detalles eran más apreciables. Y su buen gusto era más discutible. Max recordó súbitamente que Hewison había hecho construir sus castillos unos seis o siete años antes. Era un vergonzoso maridaje de los estilos gótico y siglo XXI. En las esquinas se erguían unas altas torres, y entre ellas se levantaban unos fríos pilones de aluminio. En un espacio de muchas millas cuadradas, aquél era el único lugar donde el paisaje no estaba irremediablemente contaminado..., si se prescindía del castillo. Max dio un suspiro de alivio cuando el automóvil cruzó el puente levadizo.
La habitación que le fue destinada estaba situada en uno de los pilones. Desempaquetó algunas de sus cosas y esperó a que le avisaran para el almuerzo. Por algún extraño motivo, el amplio comedor estaba pintado de color verde mar. El tablero de jade de la alargada mesa estaba rodeado de un borde cuadrado de esmeralda translúcida, adornado con reproducciones de peces tropicales. El aspecto del comedor resultaba más impresionante por el hecho de que Hewison y él eran los únicos comensales.
La comida era buena. Max quedó algo sorprendido al comprobar que el plato principal era jabalí venusino. En la Tierra, su precio era de cincuenta dólares europeos la libra, pero Hewison sabía perfectamente que era un bocado muy apreciado por un oficial que hubiera estado en Venus. A menos que... Max contempló a su anfitrión atentamente. ¿Se trataba acaso de una artimaña de Hewison para evocar en él la nostalgia? Hewison le devolvió la mirada y en su expresión no había la menor sombra de malicia.
Después del almuerzo, Hewison le condujo a la biblioteca para tomar café. La estancia, decorada al viejo estilo inglés, contenía numerosos cuadros al óleo con escenas de caza. Hewison sacó unos excelentes cigarros y un coñac menos excelente. Aún no había dicho nada acerca de los motivos que le habían impulsado a reclamar la presencia de Max.
—¿Qué le parece todo esto? —preguntó Hewison. 
Max contestó diplomáticamente:
—Lo encuentro impresionante. 
Hewison dijo:
—Me gusta este castillo. Y me gusta esta biblioteca. Creo que voy a poner bibliotecas en todas mis residencias. Últimamente incluso he leído algunos libros. Muy interesantes por cierto. Hay un tipo llamado... déjeme ver... —Se acercó a una de las estanterías y regresó con un libro en la mano—... Korzybski. El título es Significados Generales. 


Dirigió una mirada penetrante a Max.
—¿Lo ha leído usted? Dice que toda la naturaleza del pensamiento humano es errónea. El hombre aprende a actuar por razonamientos superficiales... y tiene que aprender a integrarse.
Max se puso en pie. Se acercó a Hewison, el cual estaba hojeando el libro, probablemente en busca de una cita. Empezó a hablar con amabilidad.
—Director Hewison, no he venido aquí desde Castellammare para discutir con usted las opiniones de Korzybski ni de cualquier otro filósofo nominalista de tercera fila del siglo XX. Me he ganado mi retiro y estoy disfrutando de él. Si aquel jabalí que me ha servido en el almuerzo era un preludio para pedirme que haga otro trabajo en Venus para usted, temo que lo ha desperdiciado lastimosamente. Aunque yo quisiera ir allí, el Consejo Médico no me lo permitiría. Y en mi situación actual soy completamente feliz. 
Su voz subió ligeramente de tono.
—De modo que si no tiene usted nada más importante de que hablarme tomaré el tren de regreso esta misma tarde.
Hewison le contempló en silencio unos instantes y luego cloqueó, dejando el libro de Korzybski sobre una pequeña mesa de madera de nogal.
—Bueno —dijo—, entonces vamos a hablar del asunto. No deseo que regrese usted a Venus; conozco todos los pormenores de su ficha médica. El trabajo que quiero que haga para mí, no le obligará a moverse de este planeta.
Max observó, a la defensiva:
—Como usted ya sabe, disfruto de una pensión. Lo único que tengo que hacer es sentarme a tomar el sol.
Hewison dijo:
—Le explicaré la cuestión. En primer lugar, su aspecto político.
—¿No puede ahorrármelo? —inquirió Max.
—La situación es la siguiente —continuó Hewison, pasando por alto la pregunta—. Gracias a usted, la Atómica se encargó de cortar en flor la tentativa de provocar dificultades fuera de las lóbregas aguas de Venus. Se quedaron quietos. Nunca dudé de que estaban tramando algo, pero hasta ahora no nos habían dado verdaderos motivos de preocupación.
—¿De quién está usted hablando? —preguntó Max. 
Hewison dijo:
—De la División Genética. Tendré que retroceder un poco. Veinte años. ¿Se acuerda usted de De Passy?
Max asintió. Recordaba perfectamente a De Passy. Había sido el auténtico genio de la División de Genética. La televisión había aireado profusamente su rostro el mismo año en que Max había obtenido su título universitario. Sus trabajos sobre los gérmenes del plasma habían sido revolucionarios. Y luego, cuando no tenía más que treinta y cuatro años...
—Su autogiro se estrelló, ¿no es cierto? —inquirió Max—. ¿Fue en Dorset?
—En Hampshire —respondió Hewison—. ¡Lamentable! —Alzó la mirada y contempló fijamente a Max—. Pero, desgraciadamente, necesario.
Max dijo:
—¿Quiere usted decir que el U.C. le asesinó? 
Hewison no respondió directamente.
—Había dos o tres compañías representadas —dijo—. Verá..., teníamos que tomar alguna medida con respecto a De Passy. Afortunadamente, trabajaba con un solo ayudante... que murió al mismo tiempo que él. De Passy llevaba entre manos algo muy grande: La creación artificial de supergenios.
Max dijo secamente:
—Ésa parece ser la mejor excusa para asesinarle.
Hewison parecía un hombre cansado y sorprendentemente viejo. ¿Qué edad tendría? No más de ochenta años.
Hewison continuó hablando:
—Sí, el mejor motivo, la mejor excusa. ¿Ha pensado usted en lo que podría ser un supergenio? Piense en los genios normales, tal como los hemos conocido en el pasado. Piense en lo unilaterales que han sido. Newton el matemático y Newton el teólogo, trabajando incansablemente para poner en claro unos conceptos sin obtener resultados admisibles. Einstein el matemático y Einstein el bien intencionado, pero completamente ingenuo científico social. Aparte del estrecho campo de su especialidad, el genio se encuentra en igualdad de condiciones —y a menudo en inferioridad— con el resto de los humanos. Así ha ocurrido siempre.
Hewison se puso en pie y empezó a pasear arriba y abajo por la tupida alfombra de Axminster.
—No necesito explicarle en qué consiste el mundo directivo —continuó—. Sabe usted perfectamente cómo se mantiene el equilibrio de poderes: Cada compañía maneja su propia autoridad, dirige sus propias investigaciones, cooperando como una entidad libre e independiente con todas las demás compañías. Unidades Químicas, División de Genética, Transportes y Comunicaciones, Atómica, Cultivos sin Tierra, etc. Ahora imagine a una Compañía con los servicios de un hombre capaz de destacar poderosamente no en un solo campo de la investigación, sino en todos. Desde 1900 los científicos se han visto obligados a especializarse cada vez más, renunciando a la extensión en favor de la necesaria profundidad. Pero imagine a alguien capaz de abarcarlo todo: Todo el campo de la genética, más el campo de la química molecular y atómica, más la física subatómica, más todas las otras ramas de la ciencia que puedan citarse. Ese hombre —ese superhombre—, trabajando para una sola Compañía, haría que el equilibrio de poderes se convirtiera en un sueño. Si la Genética dispusiera de él, la Genética tendría la primacía. Y eso era lo que pretendía conseguir De Passy conociendo o no las consecuencias. Y por eso...
Hewison hizo una pausa. Max terminó por él:
—... Y por eso su autogiro cayó súbita e inexplicablemente desde una altura de cuatro mil pies, si mal no recuerdo. Comprendo. Pero supongo que no me ha hecho venir usted aquí para descargar su conciencia de ese peso.
Hewison dijo:
—Creímos que la muerte de De Passy había acabado con el problema. Revisamos su laboratorio de arriba abajo. Pero algo quedó por descubrir. Verá, De Passy estaba casado. Nunca se nos ocurrió pensar que podía haber... experimentado con su propia esposa. Ni siquiera cuando murió, al dar a luz seis meses más tarde, se nos ocurrió la idea. Sin embargo, posteriormente... Hasta nosotros han llegado ciertos rumores. No sabemos hasta qué punto podemos concederles crédito. La sección de Propaganda de la División de Genética es capaz de esparcir los rumores más inverosímiles con el fin de desconcertar a las otras Compañías y de coaccionarlas en sus tratos futuros. Y sabe dónde esparcirlos para que lleguen a nosotros. Pero, verdaderos o falsos, los rumores aseguran que la esposa de De Passy tuvo un hijo..., y que ese hijo es el primero, el único de los supergenios de De Passy.
Max volvió a sentarse. Dijo:
—¿Y la Sección de Contacto? Es tarea suya, ¿no es cierto? 


Hewison dijo en tono paciente:
—Lo sería en circunstancias normales. Pero, desgraciadamente, durante los últimos diez años hemos estado trabajando en estrecha alianza con la División Genética..., especialmente contra la Atómica. Siempre deseé conservar algunos de nuestros agentes en reserva para una eventualidad como ésta, pero no me hicieron caso. La Atómica les inspira demasiado temor. De modo que ahora no contamos con ningún agente que pueda encargarse del trabajo porque en Genética los conocen a todos. Usted, Larkin, es el único as que podemos sacarnos de la manga.
Max dijo:
—¿Qué es lo que puedo hacer yo? ¿Simular una repentina afición a los cromosomas y pedir a Genética que me admita como mozo de laboratorio?
Hewison se detuvo delante de la butaca en que estaba sentado Max.
—¿Recuerda el nombre de Linstein? Fue compañero suyo en la Universidad; se conocieron ustedes íntimamente. Hace unos meses se retiró de la División de Genética. El puede proporcionarle la información que deseamos.
Max dijo:
—¿Y no resultará sospechoso mi repentino deseo de renovar mi amistad con Linstein?
—No, porque será él quien se acerque a usted. Linstein es un apasionado de la filatelia. Dentro de dos semanas se celebrará en Napoles una exposición de sellos. Al llegar allí, Linstein se encontrará con que no le han reservado las habitaciones que había pedido a un hotel. Y en el momento oportuno, alguien le recordará que vive usted en Napoles y le dará su dirección.

Otto Linstein había sido de baja estatura y muy charlatán cuando tenía una carrera ante él. Ahora, jubilado, seguía siendo de baja estatura y más charlatán que nunca, pero en su inagotable conversación había una nota de tristeza. De cualquier modo, los temores que Max había experimentado en el sentido de que pudiera resultar difícil mantenerle junto a él sin despertar sus sospechas resultaron completamente infundados. Linstein, al igual que la mayoría de los hombres que se creen víctimas de una injusticia, necesitaba amigos y no tenía ninguno. Sin gran insistencia por parte de Max, convirtió su estancia por una noche en la villa de Napoles en una semana, seguida de otra y de otra más. Cuando al fin se cansó de Italia, insistió en devolver la hospitalidad que había disfrutado. Max y él embarcaron en Napoles, atracaron en Southampton tres días después, y aquella misma tarde se instalaban en el ático habitado por Linstein.
Aquellas tres semanas habían resultado completamente infructuosas. Linstein habló mucho acerca de la División de Genética, pero solamente en una ocasión dijo algo que podía ser un indicio. Calentado por un buen vino de Orvieto, Linstein había pronunciado un brindis vagamente amenazador "por el futuro de la División de Genética". Esto sucedió el segundo día de su estancia en Napoles, y Max no había querido tirarle de la lengua a fin de no despertar sospechas. Desde entonces Linstein se había limitado a hablar de la política general seguida por la División, una política exclusivamente destinada, al parecer, a frustrar todas sus posibilidades de ascenso.
Ahora, en Londres, Max empezaba a creer que todo el asunto era una simple suposición de Hewison sin ningún fundamento real. No obstante, se había comprometido a realizar una tarea y no podía abandonarla basándose en sus propias suposiciones. Una docena de veces le tendió a Linstein pequeñas trampas para conducirle a hablar del tema deseado. Y una docena de veces Linstein, sin la menor suspicacia, eludió el tema. Ante esto Max decidió aplicar medidas heroicas. Una noche, en su segunda semana de estancia en Londres, después de cenar introdujo en el coñac de su anfitrión uno poco de Vita, la incolora, insípida y paralizadora cocción preparada por el viejo Kajan en los marjales de la Long Province, en Venus.
Linstein fijó su mirada en Max unos instantes, y luego, blandiendo histéricamente su cigarro, estalló en una incontenible carcajada. Max le dedicó la más comprensiva de sus sonrisas. Secándose los ojos, Linstein tartamudeó:
—Es curioso, Larkin. ¿Dónde diablos obtuvo el brebaje que mezcló con mi coñac? ¿En Venus?
Max asintió.
—Me vio usted hacerlo, ¿eh? Es algo para... para hacer hablar. Ahora me dirá usted todo lo que deseo saber, ¿verdad?
Linstein se echó a reír de nuevo.
—Esto es lo más divertido del asunto. Se lo hubiera dicho a usted en cuanto me lo hubiera preguntado... Adelante. Pregunte.
—Muy bien. En primer lugar, ¿es cierto que De Passy realizó con éxito un experimento con su propia esposa? ¿Ha obtenido Genética alguno de los supergenios que De Passy estaba tratando de crear?
Linstein asintió.
—Desde luego.
—¿Y se dan cuenta de lo que están manipulando?—Por descontado —fanfarroneó Linstein con la inconsciencia del borracho—. ¡La supremacía mundial! Eso es lo que vamos a obtener. Pero no queremos forzar las cosas. Maduran despacio, como usted ya sabe. En la actualidad el supergenio está todavía en la edad de jugar. Pero dentro de diez años...
Max dijo amablemente:
—Tercera y última pregunta: ¿Dónde está el supergenio?
Esperó pacientemente que Linstein terminara de reír. Por fin Linstein dijo:
—Mire, Larkin, estábamos esperando todo esto. En realidad nosotros mismos lo planeamos. Me jubilaron para provocar esta situación. Me he divertido muchísimo observándole durante el mes que llevamos juntos.
Max dijo:
—No ha contestado usted a mi pregunta.
—¡No puedo hacerlo! No se hubieran atrevido a utilizarme para este trabajo si supiera algo más de lo que acabo de decirle, Larkin. En cada una de las habitaciones de este piso hay un videófono conectado con el cuartel general de la División de Genética. Imagen y sonido. Sospechaban que la Unidad de Química podía tener otro agente... y ahora lo saben. 
El timbre de la puerta principal del piso vibró insistentemente.
—Ahí están. Vienen por usted, Larkin. Temo que vienen por usted.
Contempló con expresión aturdida cómo Max se encaminaba hacia la puerta. La sorpresa que experimentó a continuación resultó casi lastimosa. Detrás de Max había dos hombres con el uniforme de la Unidad Química. Max dijo:
—La cámara está oculta en el quinto globo de plástico. Anoche esta habitación fue registrada. ¿Comprende, Linstein?
Con la garganta repentinamente seca, Linstein murmuró:
—¿Qué van a hacer conmigo? ¿Van a...? 
Max sonrió tristemente.
—No me atrevería a hacerle ningún daño a un antiguo compañero de Universidad... pudiendo evitarlo. En la Unidad Química no somos biólogos, pero tampoco somos tontos. Le sumiré a usted en una profunda hipnosis. Cuando despierte, mañana por la mañana, sólo recordará que pasamos una agradable velada en el Museo de Arte Moderno. No creo que Genética tenga cámaras instaladas allí. Vamos, Karl, ocúpese de él.


En la pantalla del videófono, detrás de Hewison, Max pudo ver, a través de una ventana abierta, el ondulado valle austríaco. Acababa de contarle al director lo que había sucedido.
—Y esto es todo —terminó Max.
—Estupendo, Max. Ha hecho usted un buen trabajo. No creo que nadie hubiese podido mejorarlo. Ahora la Sección de Contacto se ocupará del asunto, y espero que consiga algún resultado positivo.
—En su lugar yo no sería demasiado optimista, Hewison —dijo Max—. Los de Genética no son tontos, y lo han demostrado. Saben lo que tienen y lo están ocultando perfectamente.
Hewison asintió.
—Sí, lo sé.
Max dijo en tono casual:
—Supongo que no deseará usted que regrese a Europa todavía, ¿verdad? Hay un par de cosas que me gustaría solucionar.
A los ojos de Hewison asomó una expresión de inquietud.
—Max —dijo—, si va usted a intentar algo por su cuenta dígamelo, dígaselo a su viejo amigo Duncan Hewison. No intente nada sin decírnoslo. 
Hizo una pausa y luego:
—Si sucediera algo...
Max sonrió.
—... no podría comunicarle ninguna información a mi viejo amigo el director Duncan Hewison, ¿no es eso? No se preocupe. En realidad no se trata de nada concreto; la más vaga de las ideas. Si tropiezo con algo importante se lo comunicaré inmediatamente. Hasta pronto.
Desconectó el videófono y el preocupado rostro de Hewison desapareció de la pantalla. Luego, pensativamente, Max salió de la cabina pública y se encaminó hacia un puesto de periódicos.
Al día siguiente abandonó el apartamento de Linstein sin poder evitar una divertida sonrisa al ver la expresión de asombro que asomó al rostro de Linstein cuando le anunció su marcha. Evitó el hotel de moda —el Bermondsey— y tomó una habitación en un destartalado hotel de Mayfar. Identificó fácilmente al agente de la División de Genética que se dedicó a seguirle y aprovechó la primera oportunidad para charlar con él. Las Ediciones Nova le ofrecían un jugoso contrato por un libro que iba a titularse Dieciocho años entre los salvajes venusinos. El agente de la División de Genética tomó buena nota de la información.
Max permaneció en el hotel toda una quincena. Durante el día iba de editor en editor regateando precios por su proyectada autobiografía, y por la noche le contaba los resultados a su recién adquirido amigo. Un montón de editores estaban interesados en lo que iba a ser la obra del siglo; pero, a fin de cuentas, Max acabaría por aceptar el contrato de la Nova.
En las Ediciones Nova —cuyo director-gerente era un tal William Renfrew, cuyo hijo había contraído una deuda de gratitud con Max Larkin en Long Province, Venus— Max apartó la cubierta del tejado y se encaminó hacia el autogiro que estaba aguardándole. Renfrew andaba a su lado.
—Entonces, ¿servirá como doble? —preguntó Renfrew.
—Desde luego —aseguró Max—. He estado llevando gafas oscuras desde el primer día. Lo único que tiene que hacer es ir a almorzar al Central Automat. Después no importa que descubran el truco. Habrá transcurrido ya el tiempo que necesito.
William Renfrew dijo con aire de duda:
—¿Está usted seguro de que sabe lo que está haciendo? Podría ponerle en contacto con Hewison a través del videófono de mi oficina...
Max contestó:
—Éste es un asunto grave; tan grave como para inducirme a subir a un autogiro, algo que había jurado no volver a hacer durante el resto de mi vida. Demasiado grave para dejar que Hewison meta las narices en él hasta que yo lo estime oportuno. Si algo sale mal, ya sabe usted cuál es el tiempo límite.
Se instaló en el autogiro y lo hizo despegar verticalmente. Debajo de él, el rostro de Renfrew fue borrándose, y los brillantes tejados nuevos de Bermondsey se convirtieron en un mar de reflejos de aluminio. Max puso rumbo al Norte. A su izquierda, muy lejos, un huso plateado, que dejaba tras sí un rastro de rojizas flores de fuego, ascendía hacia el cielo. La nave matinal de la línea de pasajeros Londres-Venusberg era un espectáculo fascinante. Max ya se había sentido fascinado treinta años antes cuando, siendo un chiquillo, vivía con sus padres muy cerca del puerto espacial y conocía su futuro con apasionada certeza. Sería navegante espacial. Resultaba muy raro que su ambición de niño no se hubiera cifrado en una profesión más novelesca. Pero su padre fue destinado a Europa, y con el paso de los años sus ambiciones infantiles se desvanecieron. Sin embargo, habían dejado en él cierto sedimento.
Max pensó que en aquel momento estaba dedicándose voluntariamente a esa profesión admirada por los niños, la de agente secreto. Pero él nunca la había admirado, y ahora sólo experimentaba una gran ansiedad por terminar aquella tarea desagradable.
Cuando llegó al pequeño pueblo, primer objetivo de su viaje, Max descendió y se encaminó a la oficina de correos. Allí le proporcionaron los informes. Puso de nuevo en marcha el autogiro, siguiendo el camino que le habían indicado.
Dejó el autogiro en la colina y continuó a pie. El centinela, apoyado en su rifle Klaberg, le observó mientras se acercaba.
El centinela dijo:
—Lo siento, señor. Está prohibido el paso. Recinto atómico. Será mejor que regrese al pueblo.
Cuidaban hasta del último detalle. Max habló:
—¿Dónde están los demás? Quiero verles a todos reunidos.
Mostró la pequeña insignia, un duplicado exacto de la que habían encontrado colgada del cuello de Linstein por una fina cadena. Era de oro, con las letras DG grabadas en el centro, rodeadas por la inscripción en letras de menor tamaño: Sección de Contacto. Había sido un provechoso descubrimiento. El centinela asintió respetuosamente y pronunció unas palabras a través del pequeño micrófono que llevaba en su muñeca izquierda. Dos hombres salieron del barracón situado ante el edificio principal. Una tercera persona salió del edificio principal; Max se dio cuenta de que era una mujer.
Se detuvieron, agrupados, delante de él.
—En lo que respecta a la paciente... —empezó a decir Max.
Alzó la mano derecha. La sacudió suavemente, rompiendo una diminuta cápsula, como si estuviera bendiciéndoles a todos. Los cuatro rostros le miraron con fijeza mientras la nubécula surgía de su mano y avanzaba hacia ellos. Casi inmediatamente se desplomaron al suelo, como muñecos inertes.
Max se encaminó lentamente hacia el edificio principal. Era mayor de lo que le había parecido a simple vista. Incluía un jardín interior con una piscina y un campo de tenis. Max cruzó el vestíbulo, se detuvo ante una puerta abierta y miró hacia el interior. Dudó durante unos segundos antes de decidirse a avanzar.
La figura tendida en el diván se volvió en redondo al oír el sonido de sus pasos.


Max inclinó gravemente la cabeza.
—Buenos días —dijo—. ¡Buenos días, miss De Passy! 
Helen de Passy habló:
—Se ha mostrado usted muy inteligente en este asunto.
Max se preguntaba en aquel momento qué era lo que había esperado encontrar. ¿Un monstruo deforme con una enorme cabeza y unos miembros débiles y delicados? Sí, había esperado algo semejante, aunque lógicamente no existían razones para ello.
Sin duda se había sorprendido al encontrar a la muchacha. Max se quedó parado ante ella. Era hermosa y perfectamente proporcionada. Estas circunstancias no debían influir en su actuación, pero influyeron. El rostro de la muchacha sonreía bajo su frente amplia. Su pelo caía sedoso sobre sus hombros. En su barbilla había un indicio de debilidad, de atractiva debilidad. Max trató de descubrir la clave de su armonía y finalmente lo consiguió. Serenidad. Y ésta no es una cualidad que se asocie de antemano con un supergenio.
Max adquirió consciencia de lo que la muchacha estaba diciendo, y encontró una respuesta.
—Fue algo que dijo Linstein —explicó—. Dijo que el supergenio estaba aún en edad de jugar. Intuí lo que aquello significaba. Linstein es un científico. Y, para los científicos, el arte es considerado como una especie de juego. Me pareció probable que el supergenio se dedicara a Keats, y a Shakespeare, y a Beethoven, antes de dedicarse a Darwin y a Planck. 
Max hizo una pausa.
—Los genios artísticos necesitan verse publicados, descargar su talento sobre el regazo del mundo. Efectué una discreta investigación. Descubrí a media docena de brillantes escritores que trabajaban con editores distintos, y entre todos ellos había una cosa en común: Su dirección, cierto pueblo de Hampshire. A partir de ahí, todo resultó fácil.
Helen De Passy preguntó:
—¿Y los centinelas?
La respuesta de Max fue:
—Leotina. Es una especie de gas adormecedor, que desprenden las plantas trepadoras de Marte. Con media docena de dosis microscópicas queda uno inmunizado. Y sus efectos duran seis horas, aproximadamente.
Helen De Passy hizo un gesto de comprensión. Max continuó:
—Todavía no comprendo cómo le permitieron que publicara esos libros. 
La muchacha sonrió.
—¿Quién lee libros? Unos miles de personas. Para ellos mis libros eran una especie de juguetes. Para ellos sólo cuenta el genio científico. Por eso me permitieron publicar esos inofensivos libros, bajo un seudónimo. No creían que fuera lo bastante prolífica como para dar vida a siete personalidades distintas —se le ha escapado a usted una—, y la gente de la calle no podía apreciarlo.
Sus palabras resonaron en los oídos de Max:
"... para ellos mis libros eran una especie de juguetes. Para ellos sólo cuenta el genio científico...".
¿Sería una posible solución? Su pulso latió aceleradamente, pero el tono de su voz era completamente normal cuando preguntó:
—¿Se han equivocado acaso? Me refiero a su... genio. Usted debe saberlo. ¿Es puramente artístico?
La muchacha le miró fijamente, y Max se sintió por un instante como un chiquillo enfrentándose con el inescrutable mundo de los adultos. Aquella mirada le expresó todo lo que deseaba saber.
Helen De Passy dijo, sonriendo:
—No. Ha escogido usted el momento preciso. Empiezo a... interesarme por la ciencia. En estos momentos estoy estudiando la Teoría de Renthal acerca de la Óptica Polar.
La esperanza se desvaneció.
—¿Qué cree que va a sucederle a usted? ¿Está dispuesta a ser utilizada por la División de Genética? ¿Conoce sus planes?
La muchacha se puso en pie. Llevaba un vestido recto, que realzaba su maravillosa línea. Su pelo se agitó unos instantes en la leve corriente de aire que penetró por la puerta.
—No puede usted imaginar lo sola que me encuentro. Desde el primer momento me he sentido sola. 
Miró a Max a los ojos.
—Sólo podría imaginárselo si desde su más tierna infancia hubiese usted sido atendido, cuidado y vigilado por... simios.
Pronunció la última palabra en un tono tan despreciativo, que Max se estremeció. Helen De Passy continuó, amargamente:
—Me pregunta usted si conozco sus planes. ¿Cómo podría ignorarlos? Durante años enteros he procurado eludirlos, limitándome a escribir palabras y música que para ellos no significaban nada, sabiendo que no podían obligarme a otra cosa, y que no se atreverían a amenazarme. Pero, últimamente… —vaciló unos instantes— últimamente he llegado a darme cuenta de que no soy responsable de sus actos.
—¿Que no es usted responsable? —inquirió Max asombrado.
—Sí —respondió la muchacha—. Imagine que es usted un chiquillo, vigilado por simios. Ellos sospechan su naturaleza y su poder para poner armas en sus manos. Lo que desean de usted no es la verdad, sino el poder. ¿Cuánto tiempo, sabiendo lo que les conviene, se resistirá usted a entregarles aquellos dones? ¿Cuánto tiempo transcurrirá antes de que se olvide de la piedad y de la responsabilidad y les dé lo que le piden?
Max permaneció silencioso. La muchacha continuó:
—Mi padre... —vaciló un instante—. Mi padre sólo pensaba en los frutos del genio. Para él, era una debilidad el hecho de que Einstein, siendo un genio matemático, fuera un hombre amable y sencillo. No se daba cuenta de que, sin aquella sencillez, Einstein no podría haber vivido en este mundo. Un hombre puede superar a sus compañeros en un determinado campo del conocimiento, y seguir teniendo puntos de contacto con ellos. Para mí, para el supergenio —subrayó amargamente la palabra—, no existe ninguna posibilidad de contacto. Resulta muy difícil evitar que la compasión se convierta en odio.
Max dijo:
—Si su padre hubiera vivido... es posible que hubieran existido otros supergenios. ¿Ha pensado usted en continuar sus trabajos?
La muchacha dijo:
—Ellos me advirtieron acerca de esto. Ustedes asesinaron a mi padre, pero, si hubieran fracasado en el intento, la División de Genética se habría encargado de realizarlo. Desean un juguete que les dé el poder; no una nueva raza que pueda suplantarles.
Max dijo:
—¿Qué piensa usted hacer?
Helen De Passy sonrió soñadoramente:
—Óptica Polar de Renthal. Existe una interesante línea que puede ser aplicada fácilmente. La retina humana puede manejar prácticamente cualquier impulso luminoso procedente del espacio normal, cualquier concentración razonable. Pero la luz combada de Renthal es otra cosa. Yo puedo meterla dentro de un transmisor de bolsillo. 
Se echó a reír.
—Los simios quieren cerillas; no será culpa mía si se queman los ojos unos a otros con ellas.


Max dijo:
—Dentro de unos instantes voy a llamar al Director de la Unidad Química por su videófono. Los aviones de la Unidad Química pueden estar aquí dentro de una hora para recogerla a usted. Me ocuparé de que disponga de un lugar donde pueda hacer lo que se le antoje sin que nadie la moleste. Puede usted continuar la obra de su padre. Puede usted... tener hijos que sean como usted misma.
La miró fijamente.
—¿Quiere usted acompañarme?
Helen De Passy dijo, en tono indiferente.
—Iré con usted. Pero no por lo que me ofrece. ¿Me permitirán vivir sola? ¿Permitirán que pueble el mundo de seres semejantes a mí? Usted conoce a sus jefes. ¿Cree que tienen menos apetencias de poder que los de la División de Genética? —sonrió—. ¿Cree que si tuvieran a su alcance el medio de obtener su supremacía, renunciarían a él?
Max pensó en Hewison y en el tortuoso equilibrio de poderes entre las Compañías. Había luchado en favor de la Unidad Química cuando la Atómica primero, y luego la División de Genética, amenazaron con conseguir la supremacía en el poder. ¿Significaba su actuación el deseo de contener el poder en manos de la Unidad Química?
Max sabía que Helen De Passy estaba en lo cierto. ¿Un transmisor de bolsillo que producía ceguera? Hewison opinaría que aquel instrumento debía ser aprovechado... sólo para casos de emergencia, naturalmente. Y luego, inevitablemente, se produciría la emergencia. Hewison le recompensaría espléndidamente por aquel servicio. Le regalaría Napoles, si lo deseaba. Durante un momento, el brillo de aquella recompensa le cegó.
Le dijo a Helen De Passy:
—¿No le importa a usted lo que pueda suceder?
La muchacha sacudió negativamente la cabeza, en silencio. En el jardín, un ave canora pobló el aire de trinos.
Max habló, en tono casi suplicante:
—La analogía que usted ha utilizado entre hombres y simios no tiene sentido. Puede existir una correlación de intelecto entre usted, nosotros y ellos, pero hay algo más que eso. Un simio no es malo, ni es bueno. Los hombres son las dos cosas. Por ser lo que es, usted ha visto el mal, pero el bien también existe.
La muchacha le miró desdeñosamente.
—Está usted arguyendo al margen de la realidad. No existe ninguna alternativa. No hay ningún lugar al que yo pueda ir para vivir sola y tranquila. Los hombres me encontrarán, porque desean el poder que yo puedo darles.
—Por lo menos puede usted renunciar a una parte de su personalidad. La música, la literatura, la pintura... esas cosas no ciegan ni destruyen. Puede usted limitarse a ellas.
Helen De Passy dijo:
—La División de Genética me permitió entregarme a ellas porque creyó que no estaba aún completamente desarrollada. ¿Cree que la División de Genética o cualquier otra Compañía me permitiría reservarme otras capacidades? Existen medios de persuasión, y... —se ruborizó levemente— yo soy sensible al dolor. Tiene usted que enfrentarse con los hechos. Puedo ser un fenómeno, un accidente, pero existo, y los hombres querrán utilizarme. A mí no me importa, puesto que en mi soledad me distraigo jugando con los juguetes de mi cerebro. Para los hombres, esos juguetes pueden significar desgracia y dolor, pero eso no es asunto mío. Lo único que puede usted hacer es servir a su Compañía y cobrar la recompensa.
Helen De Passy hizo un gesto, señalando el videófono. De mala gana, maquinalmente, Max se acercó al aparato, lo conectó, ajustó los mandos... ¿Lo único que podía hacer? Contempló el rostro de Hewison en la pantalla, tan ansioso como de costumbre.
Hewison dijo:
—¿Dónde está usted? ¿Qué ha sucedido? 
Max contestó lentamente:
—Encontré al hijo de De Passy. Una muchacha. No tiene usted que preocuparse más a causa de este asunto.
Hewison inquirió ávidamente:
—¿Dónde están ustedes? Mis hombres pasarán a recogerles dentro de una hora.
—No es necesario que se moleste —dijo Max—. Dispongo de un autogiro. En cuanto a miss De Passy —vaciló una fracción de segundo— resultó muerta durante la lucha que se produjo cuando la encontré. Sólo quería tranquilizarle al respecto.
Notó la expresión disgustaba del rostro de Hewison mientras desconectaba el videófono.
Helen De Passy preguntó suavemente:
—¿Cree usted que podrá ocultarme? 
Max sacudió negativamente la cabeza.
—No —dijo—. No podría ocultarla a usted, del mismo modo que no podría ocultar al sol.
La muchacha dijo:
—¿Entonces está usted pensando en quién podrá ser el mejor postor?
Max sacó la pistola Klaberg de su funda y la sopesó cuidadosamente en su mano.
Un fugitivo rayo de sol hizo brillan el metal del arma.
Max dijo:
—Para usted hay un solo postor ahora. No me gusta tener que obrar así. Soy un hombre escrupuloso, y el hecho de que sea usted joven y bonita empeora las cosas. Pero sé que el hombre vive siempre al borde de la tiranía, y sé que la libertad no podrá existir... si usted continúa viviendo. En cierto sentido, también será mejor para usted.
Max Larkin recordaría siempre la expresión de Helen De Passy, erguida, como una diosa solitaria, sonriendo inescrutablemente, mientras él apretaba el gatillo.

FIN

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