2023/08/28

La llamada (Fredric Brown)


Título original: Knock
Año: 1948


Hay un delicioso cuento de horror que sólo consta de dos frases: 

El último hombre sobre la Tierra estaba solo en una habitación. Sonó una llamada a la puerta...

Dos frases y una elipsis de tres puntos suspensivos. El horror, naturalmente, no está en la misma historia; está en la elipsis, en la implicación: Qué llamó a la puerta. Enfrentada con lo desconocido, la mente humana proporciona algo vagamente horrible. 
Pero no fue horrible, en realidad.

El último hombre sobre la Tierra -o en el universo, es igual- estaba sentado solo en una habitación. Era una habitación bastante peculiar. Se había dedicado a averiguar la razón de esta peculiaridad. Su conclusión no le horrorizó, pero le molestó. 
Walter Phelan, que había sido profesor adjunto de antropología en la Universidad Nathan hasta el momento en que, hacía dos días, la Universidad Nathan dejó de existir, no era hombre que se horrorizara fácilmente. Ni con un gran esfuerzo de imaginación se habría podido calificar a Phelan de figura heroica. Era de escasa estatura y carácter apacible. No se hacía mirar, y él lo sabía. 
No es que ahora le preocupara su aspecto. Ahora mismo, en realidad, era incapaz de sentir gran cosa. De una forma abstracta, sabía que dos días antes, en el espacio de una hora, la raza humana había sido destruida, a excepción de él y, en algún lugar... una mujer. Y éste era un hecho que no preocupaba en modo alguno a Walter Phelan. Probablemente jamás la había visto y no le preocupaba demasiado que jamás llegara a verla. 
Las mujeres no habían constituido un factor importante en la vida de Walter desde que Martha falleció un año y medio antes. No es que Martha hubiera sido una buena esposa... Era excesivamente dominante. Sí, había amado a Martha, de una forma profunda y tranquila. Ahora sólo tenía cuarenta años, y treinta y ocho cuando Martha falleció, pero la verdad es que desde entonces no había vuelto a pensar en las mujeres. Su vida fueron sus libros, los que había leído y los que había escrito. Ahora ya no tenía objeto seguir escribiendo libros, pero disponía del resto de su vida para leerlos. 
Realmente, tener compañía habría sido agradable, pero se las arreglaría sin ella. Quizá al cabo de un tiempo llegara a disfrutar la compañía de algún zan, aunque no le parecía probable. Sus pensamientos eran tan extraños y distintos de los suyos, que la posibilidad de encontrar un tema de conversación interesante para ambos resultaba muy improbable. Eran inteligentes en cierto aspecto, pero también lo eran las hormigas. Ningún hombre ha logrado comunicarse jamás con una hormiga. Sin saber por qué, pensaba en los zan como si fueran hormigas, unas súper hormigas, aunque no se parecieran a ellas, y tenía el presentimiento de que los zan consideraban a la raza humana tal como la raza humana consideraba a las hormigas vulgares. Lo que habían hecho con la Tierra era lo que los hombres hacían con los hormigueros, aunque lo hubieran hecho de un modo más eficiente. 
Pero le habían dado gran cantidad de libros. Fueron muy amables en eso, en cuanto él les dijo lo que quería. Y se lo dijo en el mismo momento de comprender que estaba destinado a pasar el resto de su vida en aquella habitación. El resto de su vida, o lo que los zan habían expresado con las palabras, pa-ra-siem-pre. 
Incluso una mente brillante, y los zan tenían una mente brillante, tenía sus peculiaridades. Los zan habían aprendido a hablar el idioma de la Tierra en cuestión de horas, pero se empeñaban en separar las sílabas. Sin embargo, estamos divagando. 


Sonó una llamada a la puerta. 
Ahora ya está todo explicado, a excepción de los puntos suspensivos, la elipsis, y yo me encargaré de completarlos y demostrarles que no fue nada horrible.
Walter Phelan exclamó: 
-Adelante -y la puerta se abrió. 
Naturalmente, era un zan. Era exactamente igual que los demás zan; si había un medio de distinguirlos, Walter no lo había descubierto. Medía un metro y medio de altura y no se parecía a nada de lo que pudiera haber existido sobre la Tierra, es decir, nada que hubiera existido en la Tierra antes de que los zan aparecieran. 
Walter dijo: 
-Hola, George. 
Cuando se enteró de que ninguno de ellos poseía un nombre propio, decidió llamarlos a todos George, y a los zan no pareció importarles. 
Este contestó: 
-Ho la, Wal ter.
Esto era el ritual, la llamada a la puerta y los saludos. Walter aguardó. 
-Pun to uno -dijo el zan-. Ha rás el fa vor de sen tar te con la si lla de ca ra al o tro la do. 
Walter repuso: 
-Ya me lo imaginaba, George. Esa pared es transparente por el otro lado, ¿verdad? 
-Es trans pa ren te. 
Walter suspiró. 
-Lo sabía. Esa pared es lisa y está vacía, no hay ningún mueble adosado a ella. Además, parece distinta de las otras paredes. Si insisto en sentarme de espaldas, ¿qué pasará? ¿Me matarán?
Casi lo desearía.
-Nos lle va ría mos tus li bros. 
-Me has convencido, George. De acuerdo, me pondré de cara a la pared cuando lea. ¿Cuántos animales, aparte de mí, tienen en este zoológico vuestro? 
-Dos cien tos die ci séis.
Walter meneó la cabeza. 
-No está completo, George. Incluso un zoológico de segunda fila puede superar al vuestro..., podría superarlo, quiero decir, si hubiera quedado algún zoológico de segunda fila. ¿Nos han escogido al azar? 
-Mues tras al a zar, sí. To das las es pe cies ha brían si do de ma sia das. Un ma cho y u na hem bra de cien es pe cies. 
-¿Con qué los alimentan? Me refiero a los carnívoros. 
-Fa bri ca mos co mi da sin té ti ca. 
-Muy ingenioso. ¿Y la flora? También han reunido una buena colección, ¿verdad? 
-La flo ra no ha si do daña da por las vi bracio nes. Si gue cre cien do. 
-Me alegro por la flora. Así pues, no han sido tan duros con ella como con la fauna. Bueno, George, has empezado hablando del "punto uno". Deduzco que existe un punto dos. ¿Cuál es?
-Hay al go que no com pren de mos. Dos de los o tros a ni ma les duer men y no se des pier tan. Están fríos. 
-Eso ocurre hasta en los zoológicos mejor organizados, George. Probablemente no les ocurra nada a excepción de que estén muertos. 
-¿Muertos? Esto significa detenidos. Nada los ha detenido. Cada uno de ellos estaba solo. 
Walter miró fijamente al zan. 
-¿Quieres decir, George, que no sabes lo que significa la muerte natural? 
-La muer te es cuan do se ma ta a un ser, cuándo se de tie ne su vi da. 
Walter Phelan parpadeó.
-¿Cuántos años tienes, George? -preguntó. 
-Die ci séis..., no com pren de rás el sen ti do de la palabra. Tu planeta ha girado unas siete mil ve ces en torno a tu sol. Aún soy jo ven. 
Walter dejó escapar un silbido. 
-Un niño de pecho -dijo. Reflexionó un momento-. Mira, George, tienes que saber ciertas cosas respecto al planeta donde ahora estás. Aquí hay un tipo que no existe en el lugar de donde tú vienes. Es un viejo con una barba, una guadaña y un reloj de arena. Tus vibraciones no le han matado. 
-¿Qué es?
-Llámale La Parca, George. El Viejo de la Muerte. Nuestra gente y nuestros animales viven hasta que alguien, el Viejo de la Muerte, les arrebata la vida. 
-¿Ha detenido a las dos criaturas? ¿De tendrá a más? 
Walter abrió la boca para contestar, pero volvió a cerrarla. Algún indicio en la voz de George le indicó que vería un ceño de preocupación en su rostro, en el caso de que tuviera un rostro reconocible como tal. 
-¿Qué te parece si me llevas a ver esos animales que no se despiertan? -preguntó Walter-. ¿Está contra las reglas? 
-Ven -dijo el zan.

Esto ocurrió por la tarde del segundo día. Fue a la mañana siguiente cuando regresaron los zan, varios de ellos. Se llevaron los libros y los muebles de Walter Phelan. Después, se lo llevaron a él. Se encontró en una habitación mucho más grande, a unos cien metros de distancia de la anterior. 
Se sentó y esperó lo que vendría a continuación. Cuando llamaron a la puerta, supo lo que ocurriría y se puso cortésmente en pie mientras decía:
-Adelante. 


Un zan abrió la puerta y se apartó ligeramente. Una mujer entró. Walter se inclinó. 
-Walter Phelan -dijo-, en caso de que George no le haya informado de mi nombre. George intenta mostrarse educado, pero no conoce todas nuestras costumbres. 
La mujer parecía tranquila; se alegró de constatarlo. Dijo: 
-Yo me llamo Grace Evans, señor Phelan. ¿Qué significa todo esto? ¿Por qué me han traído aquí? 
Walter la examinó mientras hablaba. Era alta, tan alta como él, y bien proporcionada. Daba la impresión de tener unos treinta años escasos, casi la misma edad que Martha. Poseía la misma tranquila confianza en sí misma que siempre había admirado en Martha, a pesar de que contrastara con su propia informalidad. En realidad, pensó, se parecía bastante a Martha. 
-Creo que ya puede imaginarse la razón por la que la han traído aquí -repuso-, pero retrocedamos un poco. ¿Sabe qué ha sucedido? 
-¿Se refiere a que han... matado a todo el mundo? 
-Sí. Siéntese, por favor. ¿Sabe cómo lo hicieron?
Ella se dejó caer en un cómodo sillón cercano. 
-No -dijo-. No sé exactamente cómo. Creo que no importa demasiado, ¿verdad? 
-No demasiado. Pero voy a explicarle toda la historia, todo lo que sé después de hacer hablar a uno de ellos y unir los cabos sueltos. No son muchos..., por lo menos, aquí no hay muchos. No sé si constituyen una raza muy numerosa en su lugar de origen, que no sé dónde está, aunque me imagino que debe de encontrarse fuera del sistema solar. ¿Ha visto la nave espacial en la que vinieron?
-Sí. Es casi tan grande como una montaña. 
-Casi. Bueno, está equipada para emitir una especie de vibración. Ellos la llaman así en nuestro idioma, pero yo supongo que más que una vibración sonora es una onda radioeléctrica.., que destruye cualquier clase de vida animal. La nave está protegida contra la vibración. No sé si su radio de acción es tan amplio como para aniquilar de una vez a todo el planeta, o si volaron en círculo en torno a la Tierra, emitiendo las ondas vibratorias. Pero la cuestión es que aniquiló inmediatamente a todos los seres vivos, y confío en que lo hicieran sin dolor. La única razón por la que nosotros, y los otros doscientos animales y pico de este zoológico, no hemos muerto también, es que nos hallábamos dentro de la nave. Nos han escogido como muestra. ¿Sabía que esto era un zoológico? 
-Bueno, lo sospechaba. 
-Las paredes frontales son transparentes por la cara exterior. Los zan han demostrado ser muy hábiles al reproducir en el interior de cada cubículo el hábitat natural de la criatura que contiene. Los cubículos, como éste donde nos encontramos, son de plástico, y ellos poseen una máquina capaz de fabricar uno en menos de diez minutos. Si la Tierra hubiera tenido una máquina y un proceso como éste, no habría habido ningún problema de vivienda. Bueno, de todos modos, este problema ya no existe. Y me imagino que la raza humana -específicamente usted y yo- puede dejar de preocuparse por la bomba H y la próxima guerra. Es indudable que los zan nos han resuelto un gran número de problemas. 
Grace Evans sonrió ligeramente. 
-Otro caso en que la operación tuvo éxito, pero el paciente murió. Las cosas estaban realmente muy mal. ¿Se acuerda de cuándo le capturaron? Yo, no. Una noche me fui a dormir y me desperté en una jaula de la nave espacial. 
-Yo tampoco me acuerdo -repuso Walter-. Tengo el presentimiento de que primero usaron las ondas a muy baja intensidad, lo justo para que perdiéramos el conocimiento. Después descendieron y recogieron muestras para su zoológico más o menos al azar. Cuando tuvieron las que deseaban, o las que cabían en su nave, abrieron la espita al máximo. Y eso fue todo. Hasta ayer no supe que cometieron un error al sobreestimarnos. Pensaban que éramos inmortales, como ellos.


-Que éramos... ¿qué? 
-Se les puede matar, pero no saben lo que es la muerte natural. Por lo menos, hasta ayer. Dos de los nuestros fallecieron ayer. 
-Dos de... ¡Oh! 
-Sí, dos de nuestros animales que estaban en su zoológico. Dos especies que se han extinguido irrevocablemente. Y, por la forma en que los zan miden el tiempo, los restantes miembros de cada especie no vivirán más que unos minutos. Supusieron que tenían especies permanentes. 
-¿Quiere decir que no sabían lo que eran criaturas de corta vida?
-Así es -contestó Walter-. Uno de ellos es joven a los siete mil años, según me confesó él mismo. A propósito, ellos son bisexuales, pero no creo que se reproduzcan más que cada diez mil años. Cuando ayer se enteraron de la vida ridículamente corta que tenemos los animales terrestres, debieron de escandalizarse hasta la médula, si es que tienen médula. La cuestión es que han decidido reorganizar su zoológico: Dos y dos en vez de uno y uno. Se imaginan que duraremos más si vivimos colectivamente en vez de individualmente. 
-¡Oh! -Grace Evans se levantó y un ligero rubor cubrió su rostro-. Si usted cree..., si ellos creen... 
Se dirigió hacia la puerta. 
-Estará cerrada -dijo tranquilamente Walter Phelan-, pero no se preocupe. Quizás ellos lo crean, pero yo no lo creo. No necesita decirme que no se fijaría en mí aunque yo fuera el último hombre sobre la Tierra; sería absurdo en las actuales circunstancias. 
-¿Pero es que piensan tenernos encerrados, a los dos juntos, en esta habitación tan pequeña? 
-No es tan pequeña; nos las arreglaremos. Yo puedo dormir bastante cómodamente en uno de esos mullidos sillones. Y no crea que no estoy totalmente de acuerdo con usted. Dejando aparte todas las consideraciones personales, el mínimo favor que podemos hacer a la raza humana es permitir que se extinga con nosotros y no perpetuarla para que la exhiban en un zoológico. 
Ella dijo "Gracias" de forma casi inaudible, y el rubor desapareció de su cara. La ira se reflejaba en sus ojos, pero Walter sabía que no era por su causa. Con los ojos lanzando chispas como en ese momento, se parecía mucho a Martha, pensó. Le sonrió y dijo:
-O si no... 
Ella se levantó de un salto y por un momento él creyó que se acercaría y le pegaría. Después volvió a desplomarse en su asiento. 
-Si usted fuera un hombre, pensaría en una forma de... ¿Ha dicho que se les puede matar? -Su voz era dura. 
-¿A los zan? Oh, desde luego. Los he estado estudiando. Su aspecto difiere totalmente del nuestro, pero creo que tienen un metabolismo parecido, el mismo tipo de sistema circulatorio, y probablemente el mismo tipo de sistema digestivo. Creo que cualquier cosa capaz de matarnos a nosotros podría matarlos a ellos. 
-Pero usted ha dicho que... 
-Oh, naturalmente, hay diferencias. Ellos no poseen el factor que hace envejecer a los hombres. O bien ellos tienen una glándula de la que el hombre carece, algo que renueve las células. Más frecuentemente que cada siete años, quiero decir. 
Ella había olvidado su ira. Se inclinó ansiosamente hacia delante. Dijo: 
-Creo que tiene razón. Sin embargo, no creo que sientan dolor, de ninguna clase. 
Él había estado esperando eso. Dijo:
-¿Qué le hace pensar así? 
-Encontré un trozo de alambre en la mesa de mi cubículo y lo estiré frente a la puerta para que el zan se cayera. Así fue, y el alambre le hizo un corte en la pierna. 
-¿Observó si le salía sangre roja? 
-Sí, pero no pareció importarle. No se enfadó; ni siquiera hizo un solo comentario, lo único que hizo fue desatar el alambre. Al volver pocas horas después, el corte había desaparecido. Bueno, casi. Conseguí ver un pequeño rastro de él y por esto estoy segura de que era el mismo zan. 
Walter Phelan asintió lentamente.
-Es natural que no se enfadara. No experimentan ninguna clase de emoción. Quizá, si matáramos a uno de ellos, ni siquiera nos castigaran. Se limitarían a darnos la comida por un agujero y no se acercarían a nosotros, nos tratarían como los hombres trataban a los animales de un zoológico que habían matado a su guardián. Probablemente se limitarían a asegurarse de que no atacáramos a otro de nuestros guardianes. 
-¿Cuántos hay? 
Walter repuso: 
-Unos doscientos, según creo, en esta nave concreta. Pero, indudablemente, hay muchos más en el lugar de donde proceden. Sin embargo, tengo el presentimiento de que esto sólo constituye una avanzadilla, encargada de limpiar el planeta y preparar la ocupación de los zan. 
-Resulta indudable que han hecho un buen... 
Llamaron con los nudillos a la puerta y Walter Phelan dijo: 
-Adelante.
Un zan abrió la puerta y se quedó en el umbral. 
-Hola, George -saludó Walter. 
-Ho la, Wal ter. 
El mismo ritual. ¿El mismo zan? 
-¿Qué es lo que te preocupa?
-O tra cria tu ra duer me y no se des pier ta. U na llama da co madre ja. 
Walter se encogió de hombros. 
-Son cosas que ocurren, George. El Viejo de la Muerte. Ya te he hablado de él. 
-Al go peor. Un zan ha muerto. Esta ma ña na. 
-¿Es eso peor? -Walter le miró imperturbablemente-. Bueno, George, tendrán que acostumbrarse a ello, si piensan quedarse aquí. 
El zan no dijo nada. Se quedó donde estaba. Finalmente, Walter dijo: 
-¿Y bien? 
-Respecto a la comadreja, ¿recomiendas lo mismo? 
Walter se encogió de hombros nuevamente. 
-Lo más probable es que no sirva de nada. Pero ¿por qué no? 
El zan salió. 
Walter oyó sus pasos, alejándose. Sonrió entre dientes. 
-Quizá dé resultado, Martha -dijo. 
-Mar... Yo me llamo Grace, señor Phelan. ¿Qué es lo que quizá dé resultado? 
-Yo me llamo Walter, Grace. Dejémonos de formulismos. Verás, Grace, tú me recuerdas mucho a Martha. Era mi esposa. Falleció hace un par de años. 
-Lo siento. Pero ¿qué es lo que quizá dé resultado? ¿De qué has hablado con el zan? 
-Mañana lo sabremos -dijo Walter. Y no pudo sacarle una palabra más. 

Aquél era el tercer día de estancia de los zan. El día siguiente fue el último. Era cerca de mediodía cuando apareció uno de los zan. Después del ceremonial, permaneció junto a la puerta, con un aspecto más extraño que nunca. Resultaría interesante poder describirlo, pero no existen palabras para hacerlo. Dijo: 
-Nos mar cha mos. El con se jo se ha reu ni do y lo ha de ci di do. 
-¿Acaso ha muerto otro de ustedes? 
-A no che. Es te es un pla ne ta de muer te. 
Walter asintió. 
-Ustedes han hecho su parte. Dejaron a doscientos trece con vida, aparte de nosotros, pero esto no es demasiado entre muchos millones. No tengan prisa en volver. 
-¿Podemos hacer algo? 
-Sí. Pueden darse prisa. Dejen nuestra puerta abierta y las demás cerradas. Nos ocuparemos de los otros. 
El zan asintió y se fue. 
Grace Evans se había levantado, y tenía los ojos brillantes. Preguntó: 
-¿Cómo...? ¿Qué...? 
-Espera -le advirtió Walter-. Déjame oírles despegar. Es un ruido que quiero oír y recordar. 
El ruido se produjo a los pocos minutos, y Walter Phelan, adquiriendo súbitamente conciencia de lo tenso que estaba, se dejó caer en una silla y se relajó. Repuso apaciblemente: 
-En el Jardín del Edén también había una serpiente, Grace, y ella nos causó muchos problemas. Pero ésta nos los ha solucionado y ha compensado la acción de aquélla. Me refiero a la pareja de la serpiente que murió anteayer. Era una serpiente de cascabel. 
-Quieres decir que por su causa murieron los dos zan? Pero... 
Walter asintió. 
-No sabían nada acerca de las serpientes. Cuando los zan me llevaron a ver las primeras criaturas que "estaban dormidas y no se despertaban", vi que una de ellas era un serpiente de cascabel. Tuve una idea, Grace. Se me ocurrió pensar que las criaturas venenosas eran unas especies características de la Tierra y que los zan no debían de conocerlas. Además, cabía la posibilidad de que su organismo fuera tan parecido al nuestro que el veneno les matara. De todos modos, no se perdía nada por intentarlo. Y ambas suposiciones fueron acertadas. 
-¿Cómo lograste que la serpiente de cascabel...? 
Walter Phelan esbozó una sonrisa. 
-Les expliqué lo que es el cariño. Ellos no lo sabían. Sin embargo, descubrí que les interesaba conservar el mayor tiempo posible al miembro restante de las especies, para estudiarlo antes de su muerte. Les dije que moriría inmediatamente porque había perdido a su pareja, a menos que tuviera un cariño y afecto constantes. Se lo demostré con el pato, que era la otra criatura que había perdido a su pareja. Por fortuna, era un pato doméstico y no me resultó difícil estrecharlo contra mi pecho y acariciarlo, para enseñarles cómo debían hacerlo. Después dejé que ellos lo hicieran con el pato... y con la serpiente de cascabel. 
Se levantó y desperezó. Después volvió a sentarse más cómodamente. Dijo: 
-Bueno, ante nosotros se extiende un mundo que debemos organizar. Tendremos que sacar a los animales del arca, y antes habrá que pensar y decidir varias cosas. Podemos dejar en libertad a todos los animales salvajes que sean herbívoros, para que se las arreglen como puedan. En cuanto a los domésticos, es preferible que los conservemos y nos encarguemos de ellos; los necesitaremos. Pero los carnívoros, los predadores... Bueno, habrá que decidirse. Pero mucho me temo que todo sea inútil, al menos que encontremos y sepamos manejar la máquina que usaban para fabricar alimentos sintéticos. 
La miró fijamente.
-También hemos de pensar en la raza humana; habrá que tornar una decisión respecto a ella, una decisión muy importante. 
Ella volvió a sonrojarse un poco, como el día anterior; se sentó rígidamente en la silla. 
-No -dijo. 
El simuló no haberlo oído. 
-Ha sido una hermosa raza, incluso en el caso de que hubiera llegado a extinguirse. Ahora renacerá si nosotros hacemos que renazca, y puede que tropiece con grandes dificultades durante cierto tiempo, pero nosotros podemos reunir libros y conservar la mayoría de sus conocimientos intactos; los importantes, por lo menos. Podemos... 
Se interrumpió al ver que ella se ponía en pie y se dirigía hacia la puerta. Así habría reaccionado Martha, pensó, en la época que él la cortejaba, antes de casarse. Dijo: 
-Piénsalo, querida, y tómate todo el tiempo que quieras. Pero vuelve. 
Se oyó un portazo. El permaneció sentado, pensando en todas las cosas que debían hacerse en cuanto empezaran, pero sin prisas para empezarlas.
Y al cabo de un rato, oyó los vacilantes pasos de Grace que regresaba. Sonrió ligeramente. 
¿Ven? No fue horrible, en realidad. 
El último hombre sobre la Tierra estaba sentado solo en una habitación. Sonó una llamada a la puerta...


FIN

2023/08/21

Los nueve mil millones de nombres de Dios (Arthur C. Clarke)


Título original: The nine billion names of God
Año: 1953
Distinciones: Premio Retro Hugo 2004 al Mejor relato corto de 1954


—Es un pedido que se sale de lo corriente —dijo el Dr. Wagner, procurando disimular su desconcierto—. Que yo sepa, es la primera vez que alguien encarga una Computadora Automática para un monasterio tibetano. No quisiera parecer curioso, pero nunca se me hubiese ocurrido que su… ejem… establecimiento podía utilizar una máquina semejante. ¿Podría explicarme lo que pretenden hacer con ella?
—Con mucho gusto —respondió el Lama, alisando su bata de seda y apartando cuidadosamente la regla deslizante que había estado utilizando para calcular unas equivalencias monetarias—. Su Computadora Mark V puede realizar cualquier operación matemática rutinaria con cifras de hasta diez dígitos. Sin embargo para nuestro trabajo estamos interesados en letras, no en números. Por eso deseamos que modifique usted los circuitos, de modo que la máquina imprima palabras, en vez de columnas de cifras.
—No acabo de comprender…
—Este es un proyecto en el cual hemos estado trabajando durante los últimos tres siglos; desde que se fundó el monasterio, en realidad. Es algo ajeno a su mentalidad, de modo que confío en que me escuchará poniendo en juego toda su capacidad de comprensión.
—Naturalmente.
—Se trata de algo muy sencillo. Hemos estado compilando una lista que debe contener todos los nombres posibles de Dios.
—Disculpe, pero…
—Tenemos motivos para creer —continuó el Lama inperturbablemente— que todos esos nombres pueden ser escritos con un máximo de nueve letras en un alfabeto que hemos ideado.
—¿Y han estado haciendo eso durante tres siglos?
—Sí. Pensábamos que tardaríamos unos mil quinientos años en completar la tarea.
—¡Oh! —El desconcierto del doctor Wagner iba en aumento—. Ahora comprendo por qué desean alquilar una de nuestras máquinas. ¿Pero cuál es el objetivo concreto de ese proyecto?
El Lama vaciló por espacio de una fracción de segundo, y Wagner se preguntó si le había ofendido. De ser así, no hubo rastro de enojo en la respuesta.
—Llámele un rito, si quiere, pero es una parte fundamental de nuestra creencia. Todos los nombres del Ser Supremo —Dios, Jehová, Alá, etc.— son únicamente etiquetas ideadas por el hombre. Existe un problema filosófico algo complicado en esto, que no me propongo discutir ahora, pero en alguna parte, entre todas las combinaciones posibles de letras que pueden producirse, se encuentran los que podríamos llamar verdaderos nombres de Dios. Mediante una sistemática permutación de letras, hemos estado tratando de anotarlos todos.
—Comprendo. Han empezado por AAAAAAAAA… y han continuado hasta ZZZZZZZZZ.
—Exactamente, aunque nosotros utilizamos un alfabeto propio. Modificar las máquinas de escribir electromáticas para tratar con esto es un juego de niños, desde luego. Un problema más interesante es el de idear unos circuitos apropiados para eliminar combinaciones absurdas. Por ejemplo, ninguna letra puede repetirse más de tres veces consecutivas.
—¿Tres? Seguramente quiere decir dos.
—Tres —repitió el Lama—. Creo que sería demasiado largo de explicar, aunque usted comprendiera nuestro idioma.
—Desde luego —se apresuró a decir Wagner—. Continúe.
—Afortunadamente, resultará muy sencillo adaptar su Computadora Automática para esta tarea, puesto que una vez haya sido programada adecuadamente, permutará cada una de las letras en sucesión e imprimirá el resultado. Un trabajo en el que pensábamos invertir mil quinientos años, podrá quedar terminado en un centenar de días.
El doctor Wagner apenas tenía consciencia de los sonidos que llegaban débilmente de las calles de Manhattan, amortiguados por una distancia de treinta pisos. Estaba en un mundo distinto, un mundo de cumbres naturales en las que no había intervenido la mano del hombre. En aquellas remotas alturas, los monjes habían trabajado pacientemente, generación tras generación, compilando sus listas de vocablos desprovistos de significado. ¿Existía algún límite a las locuras del género humano? Sin embargo, no debía dejar traslucir lo que estaba pensando. El cliente siempre tiene razón…
—No cabe duda —dijo el doctor— que podemos modificar el Mark V para imprimir listas de esa naturaleza. Me preocupa mucho más el problema de instalación y mantenimiento. Llegar al Tibet, en esta época, no va a resultar fácil.
—Nosotros podemos arreglar eso. Los componentes son lo bastante pequeños como para ser transportados por vía aérea; ese es uno de los motivos por los cuales hemos escogido su máquina. Si ustedes pueden situarlos en la India, nosotros proporcionaremos los medios de transporte desde allí.
—¿Y desea usted contratar a dos de nuestros ingenieros?
—Sí, para los tres meses que invertiremos en el proyecto.
—Creo que la sección de Personal podrá solucionar eso —El doctor Wagner garabateó una nota en una cuartilla—. Hay otros dos extremos…
Antes de que pudiera terminar la frase el Lama había sacado una pequeña tira de papel.
—Este es el extracto de mi cuenta en el Banco Asiático.
—Gracias. Parece… ejem… correcto. El otro extremo a que me refería es tan insignificante, que casi no me atrevo a mencionarlo… aunque resulta sorprendente la frecuencia con que se pasa por alto lo evidente. ¿Qué fuente de energía eléctrica tienen ustedes?
—Un generador diesel, que proporciona 50 kilovatios a 110 voltios. Fue instalado hace cinco años, y puede confiarse en él. Ha hecho mucho más cómoda la vida en el monasterio, aunque en realidad fue instalado para proporcionar energía a los motores que mueven las ruedas de las plegarias.
—Claro —murmuró el doctor Wagner—. No se me había ocurrido.


La vista desde el parapeto producía vértigo, pero con el tiempo se acostumbra uno a todo. Después de tres meses, a George Hanley no le impresionaban ya los dos mil pies de vacío que se abrían sobre el tablero de ajedrez de los campos, allá abajo en el valle. Estaba apoyado contra la muralla de roca y contemplaba distraídamente las lejanas montañas cuyos nombres no se había molestado en descubrir.
Esto, pensó George, era la cosa más absurda que le había ocurrido nunca. Alguien de la empresa lo había bautizado con el nombre de "Proyecto Shangri-La". Durante semanas enteras el Mark V había estado llenando kilómetros de papel con un guirigay de palabras. Pacientemente, inexorablemente, la computadora había estado ordenando letras en todas sus combinaciones posibles; y a medida que la cinta de papel surgía de las máquinas de escribir electromáticas, los monjes las habían recortado cuidadosamente para pegarlas en unos enormes libros. Dentro de otra semana, gracias a Dios, terminarían su trabajo. George ignoraba qué obscuros cálculos habían convencido a los monjes de que no debían molestarse en buscar palabras de diez, veinte o cien letras. Una de sus continuas pesadillas era que se producía un cambio de plan, y que el Gran Lama (al cual ellos llamaban Sam Jaffe, aunque no tenía el menor parecido con este personaje) anunciaba repentinamente que el proyecto se prolongaría hasta el año 2060. Aquellos monjes eran capaces de todo.
George oyó cerrarse de golpe la pesada puerta de madera y vio a Chuck que se acercaba al parapeto. Como de costumbre, Chuck estaba fumando uno de los cigarros que le habían hecho tan popular entre los monjes, los cuales, al parecer, estaban dispuestos a gozar de todos los menores y de la mayor parte de los mayores placeres de la vida. Esto era algo que hablaba en su favor: Podían estar locos, pero no eran puritanos. Aquellos frecuentes viajes que realizaban al pueblo más próximo, por ejemplo…
—Escucha, George —dijo Chuck nerviosamente—. Me he enterado de algo que no me gusta.
—¿Qué pasa? ¿No funciona la máquina?
Esta era la peor contingencia que George podía imaginar. Demoraría su regreso, que era lo más horrible que podía sucederles. En su actual estado de ánimo, incluso el ver un anuncio de la televisión le parecía maná celestial. Al menos representaría una especie de lazo de unión con el hogar.
—No, nada de eso —Chuck se sentó en el parapeto, algo anormal en él, ya que el abismo solía inspirarle pavor—. Acabo de descubrir qué hay detrás de todo esto.
—¿De veras? Creí que ya lo sabíamos…
—Desde luego. Sabíamos lo que los monjes tratan de hacer. Pero ignorábamos el porqué. Es la cosa más absurda…
—Eso ya lo sabía —gruñó George.
—Pero el viejo Sam acaba de sincerarse conmigo. Ya sabes que cada tarde entra a echar un vistazo. Bueno, esta tarde parecía estar un poco excitado. Cuando le dije que estábamos en el último ciclo, me preguntó si me había interrogado alguna vez a mí mismo acerca de lo que trataban de hacer. Yo dije: "Desde luego". Y él me lo contó.
—¿Qué te contó?
—Bueno, ellos creen que cuando hayan anotado todos los nombres de Dios —y admiten que existen unos nueve mil millones—, el objetivo divino se habrá cumplido. La raza humana habrá terminado de hacer aquello para lo cual fue creada, y no tendrá ningún motivo para continuar existiendo.
—Entonces, ¿qué esperan que hagamos? ¿Suicidarnos?
—No será necesario. Cuando la lista esté terminada, Dios intervendrá y ¡zás!
—¡Oh! Comprendo. Cuando terminemos nuestro trabajo, se producirá el fin del mundo.
Chuck rió nerviosamente.
—Eso es precisamente lo que le he dicho a Sam. ¿Y sabes lo que ha ocurrido? Me ha mirado de un modo muy raro, como si yo fuera el tonto de la clase, y me ha dicho: "No es nada tan vulgar como eso".
George meditó unos instantes.
—Eso es lo que yo llamo Alteza de Miras —dijo finalmente—. Pero, en lo que respecta a nosotros, el resultado será el mismo. A fin de cuentas, ya sabemos que están chiflados.
—Sí, pero, ¿no te das cuenta de lo que puede ocurrir? Cuando la lista esté terminada y no suenen las trompetas del Juicio Final, pueden culparnos a nosotros. Han estado utilizando nuestra máquina. La situación no me gusta un pelo.
—Comprendo —dijo George lentamente—. Tienes razón. Pero no es la primera vez que pasa una cosa de estas, ¿sabes? Cuando yo era un niño, teníamos un predicador en Louisiana que estaba chiflado y anunció que al domingo siguiente se produciría el fin del mundo. Centenares de personas le creyeron, incluso vendieron sus casas. Pero cuando pasó el domingo y no ocurrió nada, no se mostraron furiosos como cabía esperar. Se limitaron a decir que el predicador se había equivocado en sus cálculos, y continuaron creyendo. Supongo que algunos de ellos siguen haciéndolo.
—Bueno, esto no es Louisiana, por si no te habías dado cuenta. Nosotros somos dos, y hay centenares de monjes. Me son simpáticos, pero preferiría encontrarme a muchos millas de aquí.
—Hace muchas semanas que lo estoy deseando. Pero no podemos hacer nada hasta que termine el contrato y llegue el avión que ha de recogernos.
—Desde luego —dijo Chuck pensativamente—, siempre podemos recurrir al sabotaje.
—¡Ni pensarlo! Eso empeoraría las cosas.
—No me has comprendido… Verás, la máquina terminará su tarea dentro de cuatro días, trabajando como ahora sin interrupción. El avión llegará dentro de una semana. Lo único que tenemos que hacer es encontrar algo que retrase el trabajo un par de días. ¿Entiendes? Si hacemos bien las cosas, podemos estar en el campo de aviación cuando el último nombre salga de la computadora. Entonces no podrán atraparnos.
—No me gusta la idea —dijo George—. Será la primera vez que no he cumplido escrupulosamente con mi trabajo. Además, pueden entrar en sospechas. No. No pienso hacer nada y aceptaré lo que venga.

—Continúa sin gustarme la idea —dijo George, siete días más tarde, mientras los pequeños y resistentes mulos les conducían montaña abajo—. Y no creas que me marcho porque tengo miedo. Lo que pasa es que esos pobres monjes me inspiran lástima, y no quiero estar allí cuando descubran lo tontos que han sido. Me pregunto cómo se tomará la cosa el viejo Sam…
—Es curioso —dijo Chuck—, pero cuando me he separado de él, me ha dado la impresión de que sabía que íbamos a marcharnos, y de que no le importaba, porque sabía que la máquina estaba funcionando normalmente y que la tarea tocaba a su fin. Después de eso… Bueno, para él no hay ningún Después de Eso, desde luego…
George se volvió en su silla y su mirada ascendió por el sendero montañoso. Aquel era el último lugar desde el cual podía divisarse el monasterio. Los achaparrados y angulares edificios se silueteaban contra los arreboles del ocaso. Aquí y allá, brillaban unas luces como portañolas en los costados de un transatlántico. Luces eléctricas, desde luego, compartiendo el mismo circuito que el Mark V. ¿Por cuanto tiempo lo compartirían?, se preguntó George. ¿Destrozarían los monjes la computadora, en su rabia y decepción? ¿O se limitarían a sentarse en silencio y a empezar de nuevo todos sus cálculos?
Sabía exactamente lo que estaba sucediendo en lo alto de la montaña en aquel preciso instante. El Gran Lama y sus ayudantes estarían sentados, envueltos en sus batas de seda, inspeccionando las hojas de papel a medida que los monjes más jóvenes las sacaban de las máquinas de escribir electromáticas para pegarlas en los grandes volúmenes. Nadie diría nada. El único sonido sería el incesante golpear de las teclas sobre el papel, ya que la Mark V era una máquina completamente silenciosa. Tres meses en el monasterio eran suficientes para que el hombre más ecuánime acabara trepando por las paredes.
—¡Allí está! —gritó Chuck de pronto, señalando hacia el valle—. ¿No es maravilloso?
Lo era, desde luego, pensó, George. El anticuado DC3 estaba posado en el suelo, semejante a una diminuta cruz de plata. Dentro de dos horas estaría conduciéndoles hacia la libertad y la cordura. Era un pensamiento que valía la pena saborear, como un fino licor. George lo saboreó, mientras la mula descendía pacientemente por la ladera.
La rápida noche de los altos Himalayas estaba ahora casi encima de ellos. Afortunadamente, el camino era muy bueno, como todos los caminos de aquella región, y los dos viajeros llevaban antorchas. No había el menor peligro, sólo la molestia causada por el intensísimo frío. Encima de sus cabezas, el cielo estaba completamente despejado y brillaban en él las familiares y amistosas estrellas. No existía el riesgo de que el piloto no pudiera despegar a causa de las condiciones atmosféricas, pensó George, sintiéndose liberado de su última preocupación.
Empezó a cantar, pero se interrumpió al cabo de unos instantes. Aquel vasto anfiteatro de montañas, resplandeciendo como albos fantasmas por todos lados, no estimulaban tales expansiones. De pronto, George consultó su reloj.
—Llegaremos allí dentro de una hora —le dijo a Chuck por encima del hombro. Luego añadió—: ¿Habrá terminado su tarea la computadora?
Chuck no respondió, de modo que George se volvió en su silla. Pudo ver solamente el rostro de Chuck, un óvalo blanco levantado hacia el cielo.
—Mira —susurró Chuck, y George alzó a su vez los ojos. Siempre hay una última vez para todas las cosas.
Encima de sus cabezas, silenciosamente, las estrellas se estaban apagando.


FIN

2023/08/14

¡Arrepiéntete, Arlequín!, dijo el señor Tic-Tac (Harlan Ellison)


Título original: Repent, Harlequin!, said the Ticktockman
Año: 1965


Nunca falta quien pregunta: ¿De qué se trata?
Para los que siempre necesitan preguntar, para aquellos a quienes siempre hay que decir las cosas con todas las letras, y que necesitan saber "dónde posan los pies", va esto: 

La mayoría de los hombres sirve al estado, no como hombres principalmente, sino como máquinas, con sus cuerpos. Son el ejército en pie, las milicias, los celadores, los policías, las fuerzas de la ley. En muchos casos, no hay ningún ejercicio libre del juicio, o del sentido moral; estos hombres se ponen al mismo nivel que la madera, la tierra y las piedras; acaso tal vez puedan fabricarse hombres de madera que sirvan a los mismos fines. No inspiran más respeto que un títere o que un trozo de tierra.
Su valor es igual al de los perros o los caballos. Sin embarco, se les suele considerar buenos ciudadanos. Otros -en su mayoría legisladores, políticos, juristas, ministros y funcionarios- sirven al estado principalmente con su mente; y, dado que muy rara vez hacen distinciones morales, son tan proclives a servir al diablo, sin quererlo, como a Dios. Muy pocos, como los héroes, los patriotas, los mártires, los reformistas en el sentido más elevado, y los "hombres", sirven al estado también con sus conciencias, y así, necesariamente, se le oponen casi constantemente; por lo general, el estado suele tratarlos como a enemigos.

(Henry David Thoreau, Desobediencia civil).

Allí está la raíz de todo. Ahora comencemos por el medio, y luego sepamos el principio; el final se encargará de sí mismo.
Pero debido a que el mundo era precisamente así, precisamente como dejaron que llegase a ser, durante meses sus actividades no atrajeron la atención de Los que Mantienen la Maquinaria Funcionando Normalmente, de los que engrasaban con el mejor lubricante los resortes y muelles de la cultura. Sólo cuando fue evidente que, de algún modo, vaya a saberse cómo, se había convertido en una celebridad, en una notoriedad, acaso en un héroe ("sujeto a quien la Oficialidad inevitablemente persigue") para "un segmento emocionalmente perturbado de la población", sólo entonces fueron a ver al señor Tic-Tac y a su maquinaria legal.
Pero, por ser el mundo como era y porque no tenían forma de predecir que él llegaría a existir -posiblemente un rebrote de alguna enfermedad erradicada largo tiempo atrás que ahora volvía a surgir en un sistema donde la inmunidad había quedado en el olvido-, posiblemente por eso se le había dejado adquirir demasiada realidad. Ya tenía forma y sustancia.
Había adquirido una personalidad, algo que habían erradicado del sistema muchas décadas atrás. Pero allí estaba, con su personalidad insoslayable y definida. En ciertos círculos de la clase media se lo consideraba una vulgar ostentación. Un anarquista de mal gusto. Una vergüenza. En otros, sólo había risillas: Los estratos donde el pensamiento se reducía a la forma y el ritual, a lo apropiado y conveniente. Pero más abajo, ah, más abajo, donde la gente pedía santos y pecadores, pan y circo, héroes y villanos, se lo consideraba un Bolívar, un Napoleón, un Robin Hood, un Dick Bong (As de Ases), un Jesús, un Jomo Kenyatta.
Y arriba, donde cada temblor y vibración amenaza con arrancar a los ricos, poderosos y nobles de sus mástiles, se lo veía como a un peligro, como a un hereje, un rebelde o una desgracia. Se lo conocía en el fondo, en el centro, pero las reacciones importantes se producían mucho más arriba, y por debajo. En la cúspide y en el extremo inferior. De modo que buscaron la carpeta con su expediente, su tarjeta de tiempo y su cardioplaca, y llevaron todo al despacho del señor Tic-Tac.
El señor Tic-Tac: Muy por encima del metro ochenta, adusto, un hombre suave y satisfecho cuando las cosas sucedían a su tiempo.
Aun en los cubículos de la jerarquía, donde el temor se generaba pero pocas veces se sufría, lo llamaban el señor Tic-Tac. Pero nadie se lo decía ante la máscara. Uno no llama a un hombre con un mote aborrecido cuando, detrás de su máscara, ese hombre es capaz de revocar los minutos, las horas, los días y las noches, los años de su vida. En su presencia, había que llamarlo Maestro Custodio del Tiempo. Así era más seguro.
—Aquí dice qué es —observó el señor Tic-Tac con genuina suavidad—, pero no quién es. Esta tarjeta de tiempo que tengo en la mano izquierda contiene un nombre, pero es el nombre de lo que es, no de quién es. La cardioplaca que sostengo en la derecha también contiene un nombre, pero sólo de lo que es, no de quién es. Para poder efectuar la debida revocación, necesito saber quién es éste que es.
Y dijo a sus funcionarios, a los fisgones, a los delatores, a los soplones, a los espías, a los mirones:
—¿Quién es este Arlequín?


Ya no hablaba con voz tan suave. Parecía el tictac de un reloj. Sin embargo, nunca le habían oído decir un discurso tan largo de un tirón. Ni los funcionarios, ni los fisgones, ni los delatores, ni los soplones, ni los espías. Los mirones no, porque casi nunca andaban por ahí y no sabían nada. Pero incluso ellos salieron disparados a averiguarlo.
¿Quién era el Arlequín?
En lo alto, sobre el tercer nivel de la ciudad, se acurrucó sobre la plataforma vibrante, de marco de aluminio, de la aeronave (¡Bah! ¡Aeronave, las cosas que hay que oír! ¡Es un aeropatín que parece una coctelera! ¡Barato y mal acabado!), y observó el minucioso diseño Mondrian de los edificios. Cerca de allí, oyó el metronómico izquierda-derecha-izquierda del turno de las 14:47 que ingresaba en la planta de rulemanes Tim-kin, todos ataviados con zapatillas de suela de goma. Precisamente un minuto después, oyó el derecha-izquierda-derecha, algo más suave, del turno de las 5:00 que terminaba la jornada.
Una sonrisa traviesa surcó sus rasgos bronceados y por un instante se le vieron los hoyuelos. Luego, mientras se rascaba la cabellera tupida y castaña, se encogió de hombros bajo el disfraz de bufón, como si se preparara para lo que vendría. Empujó el mando hacia delante y se inclinó hacia el viento cuando la aeronave perdió altura. Casi rozó una acera, y con toda deliberación lo hizo descender un metro para arrugar las borlas de las peripuestas damas, y tras meterse los pulgares en las inmensas orejas, asomó la lengua, miró hacia arriba y se burló de ellas sin ningún rubor.
Se divirtió un poco. Una transeúnte perdió el equilibrio y cayó, lanzando paquetes a diestra y siniestra; otra se mojó la ropa, una tercera se desmayó y cayó de lado; la cinta peatonal se detuvo automáticamente cuando intervinieron los socorristas para resucitarla. Se divirtió otro poco.
Luego giró sobre sí y se alejó montado en una ráfaga errante. ¡Hasta luego! Rodeó la cornisa del Edificio de Estudios sobre la Traslación del Tiempo, y vio que el turno de empleados partía para abordar la cinta peatonal. Con desplazamientos experimentados y absoluta conservación del movimiento, se introducían de lado en la banda lenta y (en una coreografía que recordaba una película de Busby Berkeley de la antediluviana década del 1930) avanzaban a través de las cintas con paso de avestruz hasta que quedaban alineados sobre la cinta expreso.
Una vez más, expectante, dejó asomar la sonrisa de duende. En el lado izquierdo, al fondo, le faltaba una muela. Perdió altura, se abalanzó sobre ellos y barrió el aire sobre sus cabezas. Luego, apretujándose dentro de la aeronave, soltó las hebillas que aseguraban los extremos de los sacos de factura casera para que la carga no cayese antes de tiempo. A medida que las hebillas fueron abriéndose, mientras la aeronave pasaba sobre los obreros de la fábrica, ciento cincuenta mil dólares en pastillas de goma cayeron formando una cascada sobre la cinta expreso.
¡Pastillas de goma! Miles de millones de caramelos púrpura, amarillos, verdes, con sabor a uva, fresa y menta, redondas, suaves, azucaradas por fuera, tiernas y carnosas por dentro, dulces y sabrosas. Saltando, sacudiéndose, rebotando, tintineando, repiqueteando, cayeron sobre las cabezas, los hombros, los cascos y las corazas de los obreros de la planta Timkin, ensordecedoras, saltarinas y resbaladizas sobre las cintas peatonales y bajo los pies, colmando el cielo con todos los tonos de la felicidad, la infancia y las vacaciones, cayendo copiosamente como una lluvia impenetrable, como una catarata sólida, como un torrente de color y dulzura que derramaba el firmamento para irrumpir en un universo de cordura y orden metronómico con la novedad medio lunática de lo inverosímil.
¡Pastillas de goma!
Los obreros del turno gritaron y rieron mientras los apedreaba el insólito granizo. Rompieron filas mientras las golosinas lograban abrirse paso por entre el mecanismo de las cintas. Se oyó un arañazo horripilante, como si millones de uñas rasparan un millón de pizarras. Después, algo que pareció una tos y un escupitajo. De pronto, las cintas se detuvieron y la gente salió disparada para aquí y para allá en un revuelo de piernas y brazos, mientras todo el mundo reía a mandíbula batiente y se arrojaba pastillitas de colorines a la boca. Era una fiesta, una dicha, una absoluta locura, un regalo. Pero...
El turno se retrasó siete minutos.
La gente regresó al hogar siete minutos más tarde.
El programa maestro llevaba un desfase de siete minutos. Durante siete minutos, las estimaciones de producción se retrasaron por culpa de las cintas peatonales detenidas.
Él empujó la primera ficha de dominó de la hilera y, una tras otra, fueron cayendo las demás, chic, chic, chic.
El Sistema se alteró por valor de siete minutos. Era una cuestión ínfima, apenas digna de mención, pero en una sociedad en que la única fuerza motriz era el orden, la unidad, la igualdad, la rapidez, la precisión de reloj, la atención al reloj, la veneración a los dioses que regían el paso del tiempo, fue un desastre de consideración.


Así pues, le ordenaron que se presentara ante el señor Tic-Tac. La noticia fue transmitida por todos los canales de la red de comunicación. Se le ordenó que estuviese allí a las 7:00 en punto. Ellos esperaron y esperaron, pero él sólo se presentó a las diez y media, hora en que se limitó a cantar una tonada sobre la luna en un sitio del que nadie había oído hablar, llamado Vermont, y volvió a desaparecer. Pero lo habían estado esperando desde las siete, y eso causó auténticos estragos en su programa. De modo que la pregunta siguió sin respuesta:
¿Quién era el Arlequín?
Pero lo que nadie preguntó (más importante aún que lo otro) fue: ¿Cómo hemos llegado a esta situación, en que un bufón irresponsable y jocoso, de jerga y jerigonza, es capaz de perturbar toda nuestra vida económica y cultural con ciento cincuenta mil dólares de pastillas de goma?
¡Pastillas de goma, por el amor de Dios! ¡Pero si es una locura!
¿Dónde habrá conseguido el dinero para comprar ciento cincuenta mil dólares en pastillas de goma? (Sabían que debía de haberle costado eso, pues un equipo de Analistas de Situación abandonaron cualquier otra tarea y corrieron a las cintas peatonales para recoger y contar los dulces, y para obtener evidencias, lo cual perturbó su propio programa y puso patas arriba toda su sección al menos durante una jornada de trabajo.)
¡Pastillas de goma!
¿Pastillas de goma?
¡Un segundo —segundo del que hubo que dar cuenta—, hace cien años que no se fabrican pastillas de goma! ¿Dónde las habrá conseguido?
Ésa es otra pregunta interesante. Aunque, con toda seguridad, la respuesta nunca les satisfará por completo. Pero, al fin y al cabo, ¿cuántas respuestas lo logran?

Ya conocen el medio. Aquí va el comienzo. Todo empezó así:

UN DIETARIO. DÍA POR DÍA, UNO POR PÁGINA. 9:00: ABRIR LA CORRESPONDENCIA. 9.45: CITA CON LA COMISIÓN DE PLANEAMIENTO. 10:30: ANALIZAR CON J.L. LOS DIAGRAMAS DE PROGRESO EN LA INSTALACIÓN. 11:45: ORAR PARA QUE LLUEVA. 12:00: ALMUERZO. ETCÉTERA, ETCÉTERA.

Lo siento, señorita Grant, pero la hora para las entrevistas se fijó a las 14:30, y ya son casi las cinco. Lamento que se haya retrasado, pero así son las reglas. Tendrá que esperar hasta el próximo año para poder presentar la solicitud de ingreso en este colegio.
Etcétera, etcétera.

El tren local de las 10:10 tiene paradas en Cresthaven, Galesville, Tonawanda Junction, Selby y Farnhurst, pero no en Indiana City, Lucasville y Colton, salvo los domingos. El expreso de las 10:35 para en Galesville, Selby e Indiana City, salvo los domingos y feriados, días en los cuales para en...
Etcétera, etcétera.

No pude esperarte, Fred. Tenía que estar en casa de Pierre Cartain a las 15:00, y tú dijiste que nos encontraríamos bajo el reloj de la terminal a las 14:45. Como no estabas allí, me fui. Siempre llegas tarde, Fred. Si hubieras estado a la hora convenida, habríamos podido arreglar el asunto juntos, pero como no llegaste a tiempo, pues... tuve que hacer el encargo sólo a mi nombre...
Etcétera, etcétera.

Queridos señor y señora Atterley: Con referencia a la constante impuntualidad de su hijo Gerold, nos vemos en la obligación de expulsarlo de la escuela a menos que pueda instaurarse algún método más riguroso para asegurar que llegue a sus clases a la hora debida. Dado que es un estudiante ejemplar y que sus notas son altas, su constante alteración de los programas y horarios nos impide mantenerlo en un sistema donde los demás niños parecen capaces de llegar a donde deben con puntualidad...
Y etcétera, etcétera.

NO PODRÁ VOTAR SI NO SE PRESENTA A LAS 8:45.

¡No me importa que el guión sea bueno! ¡Lo necesito el jueves!

HORARIO DE SALIDA: 14:00.

Ha llegado usted tarde. El empleo está ya ocupado. Lo siento.

SE HAN DESCONTADO DE SU SUELDO VEINTE MINUTOS DE TIEMPO PERDIDO.

¡Dios mío! ¡Qué tarde se ha hecho, tengo que salir corriendo!
Etcétera. Etcétera. Etcétera. Etcétera...

Tic tac tic tac tic tac hasta que llega el día en que el tiempo ya no está a nuestro servicio, sino que nosotros comenzamos a servir al tiempo, a ser esclavos de los horarios, pastores del paso del sol por el firmamento, sujetos a una vida tejida en torno de restricciones porque el sistema no funciona si no respetamos los programas como corresponde. Hasta que llegar tarde pasa a ser más que un pequeño inconveniente. Se convierte en un pecado. Luego, en un delito. Más tarde en un crimen que se castiga así:
EL 15 DE JULIO DE 2389 A LAS 0:00:00, el Departamento del Maestro Custodio del Tiempo requerirá que todos los ciudadanos entreguen sus tarjetas de tiempo y cardioplacas para su procesamiento. Según el Estatuto 555-7-SGH-999, que reglamenta la revocación de tiempo per capita, todas las cardioplacas se ajustarán a cada titular, y...
En realidad crearon un método para cercenar la extensión de vida de las personas. Si uno se retrasaba diez minutos, perdía diez minutos de vida. Una hora de retraso merecía idéntico lapso de revocación. Si alguien persistía en su impuntualidad, podía encontrarse con que, un domingo a la noche, llegaba una notificación del Maestro Custodio del Tiempo en la que se le informaba que su tiempo había concluido, y que sería desactivado el lunes a las doce del mediodía, y que tuviera a bien dejar en orden sus asuntos, caballero, dama o lo que sea.
Así se mantenía en funcionamiento el Sistema: Mediante ese sencillo trámite científico (que se apoyaba en procesos tecnológicos celosamente guardados por el Departamento del Maestro Custodio del Tiempo). Con ello bastaba. Después de todo, era un procedimiento patriótico. Había que cumplir los horarios. ¡Después de todo, estábamos en guerra!
Pero ¿acaso no se está siempre en guerra?


—¡Qué desagradable! —exclamó el Arlequín cuando la Bella Alice le mostró la lámina de "Se Busca"—. Desagradable, y muy poco probable. Después de todo, no estamos en la época del Lejano Oeste. ¿Una pancarta de Se Busca?
—No sé si te he dicho que hablas con demasiada inflexión —observó la Bella Alice.
—Lo siento —respondió el Arlequín, humilde.
—No tienes por qué lamentarte. Te pasas el día diciendo lo siento. Ay, Everett, cargas con una culpa tan impresionante... Es una verdadera pena.
—Lo siento —repitió, y luego frunció los labios. Los hoyuelos asomaron fugazmente. No había querido decirlo—. Debo volver a salir. Tengo algo que hacer.
La Bella Alice descargó el cuenco de café sobre el mostrador.
—¡Por amor de Dios, Everett! ¿No puedes quedarte en casa una sola noche? ¿Siempre tienes que pasearte con ese espantoso traje de bufón, corriendo como un extraviado y ofuscando a la gente?
—Tengo que... —Se detuvo y se acomodó el sombrero de payaso sobre la cabellera castaña con un tintineo de cascabeles. Se levantó, enjuagó el cuenco de café bajo el grifo rociador y lo puso un momento en el secador—. Tengo que irme.
La mujer no respondió. El fax ronroneaba. Fue hasta él, extrajo una hoja, la leyó y se la arrojó a través del mostrador.
—Se trata de ti. Como siempre. Eres ridículo.
La leyó deprisa. Decía que el señor Tic-Tac trataba de localizarlo. No dejó que la noticia lo preocupara. Saldría una vez más, para llegar tarde nuevamente. Al llegar a la puerta buscó alguna línea de salida y se volvió hacia atrás con petulancia.
—¡Para que te enteres, tú también hablas con inflexión!
La Bella Alice alzó los ojos hacia el techo.
—Eres ridículo.
El Arlequín partió y quiso cerrar de un portazo, pero la puerta se cerró por sus propios medios, suave y lentamente. Se oyó un débil toc-toc. La Bella Alice se levantó con un exasperado suspiro y abrió la puerta. No se había ido.
—Regresaré a las diez y media, ¿está bien?
Ella asomó su rostro desolado.
—¿Por qué me dices estas cosas? ¿Por qué? Sabes que llegarás tarde. ¡Lo sabes mejor que yo! Siempre te retrasas; ¿qué necesidad tienes de decirme estas tonterías? —Cerró la puerta. 
Al otro lado, el Arlequín asintió.
"Tiene razón. Siempre tiene razón. Llegaré tarde. Siempre llego tarde. ¿Qué necesidad tengo de decirle estas tonterías?"
Se encogió de hombros y partió, para llegar tarde una vez más.
Disparó los cohetes lanzahumos y dibujó en el firmamento: "Exactamente a las 8:00 acudiré a la 115a Convención Anual de la Asociación Médica Internacional. Espero que puedan acompañarme".
Las palabras ardieron en el cielo, y, desde luego, las autoridades se presentaron para esperarlo. Supusieron, naturalmente, que llegaría tarde. Llegó veinte minutos temprano, mientras sujetaban las redes que debían atraparlo. Les habló por un altavoz estruendoso que los sobresaltó y los sacó de quicio. Tanto, que sus propias redes pegajosas se cerraron sobre ellos y los dejaron pendiendo por encima del anfiteatro, entre pataleos y aullidos.
El Arlequín empezó a reír y a reír, y se disculpó profusamente. Los médicos, reunidos en cónclave solemne, estallaron en carcajadas, y aceptaron las disculpas del Arlequín con exageradas inclinaciones de cabeza y reverencias. Todos se divirtieron a más no poder y pensaron que el Arlequín era un payaso maravilloso. Todos, claro está, menos las autoridades, que habían sido enviadas por orden del señor Tic-Tac, y que quedaron colgando como carga a la estiba sobre el suelo del anfiteatro, del modo más inapropiado.
En otra parte de la misma ciudad donde el Arlequín efectuaba sus actividades, sucedía algo totalmente ajeno a lo que aquí nos concierne, pero que, sin embargo, ilustra el poder y la coerción del señor Tic-Tac. Un hombre llamado Marshall Delahanty recibía su aviso de desactivación del departamento del señor Tic-Tac. Su esposa tomó la nota de manos del empleado de traje gris que había ido a entregarla, con la tradicional expresión de condolencia estampada horrorosamente en el rostro. La mujer supo de qué se trataba aun antes de abrirla. Era una esquela que, en esos días, todos reconocían de inmediato. Contuvo el aliento y la sostuvo lejos de su cuerpo como si se tratara de un portaobjetos impregnado de botulismo; oró por que no fuese para ella.
"Que sea para Marsh", pensó, con brutalidad y realismo, "o para alguno de los niños, pero no para mí. Dios santo, por favor, que no sea para mí".
Entonces la abrió, y era para Marsh. La mujer sintió alivio y espanto al mismo tiempo. La bala había dado al soldado de atrás.
—Marshall —gritó—. ¡Marshall! ¡Te desactivarán, Marshall! ¡Ay Dios mío, Marshall, qué haremos Marshall qué haremos Dios mío!
Y esa noche, en su casa, sólo se oyó el ruido del papel hecho trizas, y el ruido del miedo, y por las chimeneas sólo subió el olor a desesperación: No había nada, absolutamente nada que pudieran hacer.
Pero Marshall Delahanty trató de escapar. Y al día siguiente, bien temprano, cuando llegó el momento de la desactivación, estaba en lo más profundo del bosque canadiense, a trescientos veinte kilómetros de allí. El departamento del señor Tic-Tac desactivó su cardioplaca, y Marshall Delahanty se hincó doblado en dos, mientras corría. El corazón se le detuvo y la sangre se secó durante el trayecto al cerebro. Se murió. Eso fue todo.
Sobre el mapa que había en el departamento del Maestro Custodio del Tiempo, se extinguió una lucecita, mientras la notificación entraba en proceso para ser reproducida por facsímil. El nombre de Georgette Delahanty fue sumado a las listas de los beneficiarios con el socorro asistencial hasta que pudiera volver a casarse. Con esto termina la digresión, y todo lo que había que aclarar, pero no se rían, pues es lo que le sucedería al Arlequín si alguna vez el señor Tic-Tac descubría su nombre verdadero. No tiene nada de gracioso.


El nivel comercial de la ciudad brillaba, abigarrado con los colores que la gente usaba los jueves para ir de compras: Mujeres con túnicas amarillo canario, y hombres con traje seudotirolés, de cuero y color jade, que les sentaban muy ajustados, salvo por los pantalones bombachos. Cuando el Arlequín apareció en la cúpula aún en construcción del nuevo Centro de Compras Eficientes con el altavoz sobre los labios sonrientes, todos lo señalaron, boquiabiertos. Pero él los amonestó:
—¿Por qué dejan que los manden como a esclavos? ¿Por qué dejan que los hagan correr y apresurar como hormigas? ¡Tómense su tiempo! ¡Entreténganse por ahí un rato! ¡Disfruten del sol, de la brisa, dejen que la vida los conduzca a su propio ritmo! No sean esclavos del tiempo, es una forma diabólica de morir lentamente, poco a poco. ¡Fuera el señor Tic-Tac!
¿Quién será ese lunático?, se preguntaron casi todos los clientes. ¿Quién será ese loc... ay, Dios, debo darme mucha prisa, o llegaré tarde...
Los obreros que trabajaban en la cúpula del Centro Comercial recibieron un aviso del Maestro Custodio del Tiempo. En él se les decía que el peligroso criminal conocido como Arlequín se encontraba en lo alto de la torrecilla, y que debían prestar su ayuda con suma urgencia para capturarlo. Los obreros se negaron: Perderían tiempo previsto para el programa de la construcción. Pero el señor Tic-Tac se las arregló para mover los hilos gubernamentales precisos: Se les ordenó que dejaran el trabajo y que atraparan a ese loco que había en la torre, a través de un altavoz. Así pues, unos doce hombres robustos comenzaron a trepar por los andamios, con las placas antigravedad, hacia el Arlequín.
Después del desorden desastroso (durante el cual no hubo víctimas graves, gracias a la consideración del Arlequín por la seguridad personal), los obreros trataron de organizarse y apresarlo, pero fue demasiado tarde. Se había esfumado. Con todo, logró atraer a una multitud nada desdeñable, y el ciclo de compras previsto se demoró durante horas y horas. Así, las demandas de compras del sistema se vieron retrasadas y hubo que tomar medidas para acelerar el ciclo durante el resto de la jornada. Pero como el primer ciclo se retrasó y luego se adelantó, se vendieron demasiadas válvulas de flotador y no suficientes cojinetes, lo cual provocó un fallo en las estimaciones, lo cual, a su vez, hizo necesario enviar cajas y más cajas de Smash-0 perecedero a tiendas que por lo general sólo necesitaban una cada tres o cuatro horas. Los envíos se trastocaron, en los transbordos se confundieron los destinos, y, por fin, hasta la industria de los aeropatines sufrió las consecuencias.
—No vuelvan hasta que no lo hayan capturado —dijo el señor Tic-Tac con voz muy serena, muy sincera, extremadamente peligrosa.
Usaron perros. Usaron sondas. Usaron entrecruzamientos de cardioplacas. Usaron señuelos. Usaron el soborno. Usaron la delación. Usaron la intimidación. Usaron tormentos. Usaron torturas. Usaron servicios de bribones y de policías. Usaron pesquisas. Usaron celadas. Usaron incentivos. Usaron huellas dactilares. Usaron el sistema Bertillon. Usaron astucias, culpas y traiciones. Usaron a Raoul Mitgong, pero no les sirvió de gran cosa. Usaron la ciencia aplicada. Usaron técnicas de criminología.
Y, qué demonios, al final lo atraparon.
Al fin de cuentas, su nombre era Everett C. Marm, y no era gran cosa, sólo un hombre sin sentido del tiempo.
—¡Arrepiéntete, Arlequín! —dijo el señor Tic-Tac.
—¡Vete al diablo! —replicó el Arlequín, desdeñoso.
—Tus retrasos suman un total de sesenta y tres años, cinco meses, tres semanas, dos días, doce horas, cuarenta y un minutos, cincuenta y nueve segundos punto cero, tres, seis, uno, uno, uno, microsegundos. Has empleado todo lo que tenías, y más aún. Voy a desactivarte.
—Vete a asustar a otro. Prefiero morir antes que vivir en un mundo opaco con un hombre del saco como tú.
—Es mi trabajo.
—Eres un tirano. No tienes derecho a mandar a las personas como si fueran esclavos y a matarlas cuando llegan tarde.
—No puedes adaptarte. No encajas en el sistema.
—Suéltame, y verás cómo te encajo el puño contra los dientes.
—Eres un inconformista.
—Eso antes no era ningún delito.
—Pues ahora lo es. Vive en el mundo que te rodea.
—Lo odio. Es un mundo atroz.
—No todos comparten tu opinión. A casi todo el mundo le gusta el orden.
—A mí, no. Y a casi toda la gente que conozco, tampoco.
—No es cierto. ¿Cómo crees que te capturamos?
—No me interesa saberlo.
—Una chica llamada Bella Alice nos dijo dónde te encontrabas.
—Mentira.
—Es cierto. Tú la sacas de quicio. Quiere formar parte de la sociedad, quiere sentirse satisfecha. Voy a desactivarte.
—Pues entonces hazlo, y déjate de discusiones.
—No voy a desactivarte.
—¡Eres un imbécil!
—¡Arrepiéntete, Arlequín! —dijo el señor Tic-Tac.
—...
Lo enviaron a Coventry. Y en Coventry lo programaron. Fue como lo que le hacían a Winston Smith en MIL NOVECIENTOS OCHENTA Y CUATRO, que era un libro del que ellos nada sabían, sólo que las técnicas eran cosa muy antigua. Eso hicieron con Everett C. Marm. Así, un día, mucho tiempo después, el Arlequín apareció en la red de comunicación con aspecto de duende, hoyuelos y ojos brillantes. No parecía que le hubieran lavado el cerebro. Dijo que había estado equivocado, que era algo bueno —muy bueno—integrarse al sistema, ser puntual y no andar perdiendo tiempo por ahí.
Todos lo miraron en las pantallas públicas que cubrían toda una manzana, de esquina a esquina, y se dijeron "ya ves, después de todo, no era ningún loco. Si así funciona el sistema, pues que siga haciéndolo. De nada sirve luchar contra la burocracia municipal, o, en este caso, contra el señor Tic-Tac". De modo que Everett C. Marm fue destruido, lo cual fue una verdadera lástima, por lo que Thoreau dijo antes, pero nadie puede hacer una tortilla sin romper los huevos, y en toda revolución mueren unos cuantos que no lo merecen; así va la cosa; a veces sucede, y uno se conforma sólo con poder imponer un pequeño cambio. O, para decirlo más explícitamente:
—Ejem, perdóneme, señor..., hum..., no sé cómo..., eh..., decírselo, pero ha llegado tres minutos tarde. El horario se nos ha..., digamos..., desequilibrado.
Sonrió con aire avergonzado.
—¡Ridículo! —murmuró el señor Tic-Tac por detrás de la máscara—. Haga revisar su reloj.
Y se marchó a su oficina, de lo más mrmee, mrmee, mrmee...


FIN