2024/10/28

Los cangrejos caminan sobre la isla (Anatoly Dneprov)


Título original: Kraby idut po ostrovu
Año: 1958


-¡Eh! ¡Vayan con cuidado! -les gritó Cookling a los marineros. Estos estaban con el agua hasta la cintura, y después de haber metido por la borda de la barca un pequeño cajón de madera, intentaban arrastrarlo a lo largo de la orilla.
Era el último cajón de los diez que había traído el ingeniero a la isla.
-¡Vaya calor! Es un infierno -se lamentó Cookling secándose el rollizo y rojo cuello con un pañuelo de colores. Después se quitó la camisa empapada de sudor y la echó sobre la arena-. Desnúdese, Bad, aquí no hay ninguna civilización.
Yo miré melancólicamente la ligera goleta, que se mecía lentamente en las olas a unos dos kilómetros de la costa. Debería volver por nosotros al cabo de veinte días. 
-¿Para qué demonios nos hemos metido con sus máquinas en este infierno solar? -le dije a Cookling cuando me quitaba la ropa-. Con este sol, mañana se podrá liar tabaco con su piel.
-No importa. El sol nos hace mucha falta. A propósito, mire, ahora es exactamente mediodía y lo tenemos verticalmente sobre la cabeza.
-En el ecuador siempre es así -mascullé sin apartar los ojos de la Paloma-, según lo describen todos los libros de geografía.
Se acercaron los marineros y se pararon en silencio ante el ingeniero. Este, pausadamente, metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un fajo de billetes.
-¿Suficiente? -preguntó alargándoles unos cuantos. Uno de ellos asintió con la cabeza.
-En ese caso, están libres. Pueden regresar a la nave. Recuérdenle al capitán Gale que lo esperamos dentro de veinte días.
-Manos a la obra, Bad -me dijo Cookling-. Estoy muy impaciente por empezar.
Yo lo miré fijamente.
-Hablando con claridad, no sé para qué hemos venido aquí. Comprendo que allá en el Almirantazgo usted quizá tuviese ciertos reparos en decírmelo todo. Ahora creo que lo puede hacer.
El rostro de Cookling se contrajo en una mueca y miró al suelo.
-Claro que se puede... Y allá se lo habría dicho, de tener tiempo.
Presentí que mentía, pero no dije nada. Mientras tanto Cookling, de pie, se frotaba el cuello rojo púrpura con la rolliza palma de la mano.
Sabía que cuando él iba a mentir, siempre hacía esto. Ahora me lo confirmaba.
-Vea usted, Bad, se trata de un divertido experimento para verificar la teoría de ese, cómo se llama... -se interrumpió y clavó sus ojos en los míos con mirada penetrante.
-¿De quién?
-Del sabio inglés... Caramba, se me ha ido de la cabeza su apellido... ¡Ah, lo recuerdo! de Charles Darwin.
Me acerqué a él hasta tocarlo y le puse la mano en el hombro desnudo.
-Oiga, Cookling. Usted seguramente cree que soy un idiota de remate y que no sé quién es Charles Darwin. Déjese de mentiras y dígame claramente para qué hemos desembarcado en esta parcela de arena ardiente en medio del océano. Y le ruego que no me mencione más a Darwin.
Cookling soltó una carcajada, abriendo la boca y mostrando sus dientes postizos. Se separó unos cinco pasos y dijo:
-Y a pesar de todo usted es un estúpido, Bad. Precisamente vamos a comprobar aquí la teoría de Darwin. 
-¿Y para ello ha traído aquí diez cajones llenos de hierro? -le pregunté acercándome de nuevo a él. Me quemaba la sangre el odio hacia este gordiflón reluciente de sudor.
-Sí -dijo cesando de sonreír-. Y en lo que se refiere a sus obligaciones, antes que nada tiene que abrir el cajón número uno y sacar la tienda de campaña, el agua, las conservas y los instrumentos necesarios para abrir los demás cajones.
Cookling me habló como lo hizo en el polígono cuando me presentaron a él. Entonces iba de uniforme militar y yo también.
-Está bien -musité entre dientes y me acerqué al cajón número uno.
En dos horas levantamos allí mismo, a la orilla, la tienda de campaña. Introdujimos en ella la pala, la barra, el martillo, varios destornilladores, un punzón y otros instrumentos de herrería. Allí mismo colocamos cerca de un centenar de latas de diferentes conservas y los recipientes con agua dulce.
A pesar de ser jefe, Cookling trabajaba como un buey. En verdad estaba impaciente por empezar. Trabajando no advertimos cómo la Paloma levó anclas y desapareció tras el horizonte.
Después de cenar la emprendimos con el cajón número dos. En él había una carretilla común de dos ruedas parecida a las que se usan en los andenes de las estaciones ferroviarias para transportar el equipaje.
Me acerqué al tercer cajón, pero Cookling me detuvo: 
-Examinemos primeramente el mapa. Tendremos que distribuir y llevar a diferentes sitios el resto de la carga.
Yo lo miré con asombro.
-Es necesario para el experimento -me explicó.
La isla era circular, como un plato vuelto hacia abajo, con una pequeña bahía en el norte, precisamente donde desembarcamos. La bordeaba una playa de arena de unos cincuenta metros de ancho. A continuación de la franja de arena empezaba una meseta de poca altura con un matorral bajo y reseco por el calor.
El diámetro de la isla no pasaba de tres kilómetros.
En el mapa había unas señales con lápiz rojo: unas a lo largo de la playa, otras en el interior.
-Lo que vamos a sacar ahora tenemos que distribuirlo por estos lugares -dijo Cookling.
-¿Qué es esto? ¿Instrumentos de medición?
-No -dijo el ingeniero y se echó a reír. Tenía la exasperante costumbre de reírse cuando alguien ignoraba lo que él sabía.
El tercer cajón pesaba terriblemente. Supuse que contenía una maciza máquina. Cuando saltaron las primeras tablas, poco me faltó para gritar de asombro. Del mismo se deslizaron y cayeron planchas y barras metálicas de diversas dimensiones y formas. El cajón estaba repleto de piezas metálicas.
-¡Como si tuviéramos que jugar al rompecabezas de cubos! -exclamé sacando los pesados lingotes: Paralelepipédicos, cúbicos, circulares y esféricos.
-¡Quiá! -contestó Cookling y la emprendió con el siguiente cajón.
El cajón número cuatro y todos los siguientes, hasta el noveno inclusive, estaban llenos de lo mismo, piezas metálicas.
Estas piezas eran de tres clases: Grises, rojas y plateadas. Sin dificultad determiné que eran de hierro, cobre y zinc.
Cuando iba a emprenderla con el décimo y último cajón Cookling dijo:
-Este lo abriremos cuando hayamos distribuido las piezas por la isla.
Los tres días siguientes los invertimos en distribuir el metal por la isla. Las piezas las poníamos en pequeños montones. Unos, sobre la arena, otros, por indicación del ingeniero, los enterrábamos. En unos montones había barras metálicas de todas clases, en otros, sólo de una clase.


Cuando terminamos con todo esto, volvimos a la tienda de campaña y nos acercamos al cajón número diez.
-Ábralo, pero con cuidado -ordenó Cookling.
Este cajón era mucho más ligero que los otros y de menor dimensión.
En él había serrín bien apisonado y, en medio, un paquete envuelto en fieltro y en papel encerado. Desenvolvimos el paquete. 
Lo que apareció ante nosotros era un aparato de forma rara.
A primera vista parecía un gran juguete metálico para niños, semejante a un cangrejo de mar. Sin embargo esto no era un cangrejo común y corriente. Además de las seis patas articuladas, llevaba delante dos pares más de finos brazos-tentáculos,  cuyos  extremos  estaban  escondidos  en  el  entreabierto "hocico" del horroroso animal. En una concavidad del dorso del cangrejo brillaba un pequeño espejo parabólico de metal pulido con un cristal rojo oscuro en el centro. A diferencia de los cangrejos, éste tenía dos pares de ojos, uno delante y otro detrás.
Durante largo rato estuve mirando perplejo este bicho.
-¿Le gusta? -me preguntó Cookling después de un largo silencio. Yo me encogí de hombros.
-Parece que en realidad no hemos venido aquí más que a jugar con rompecabezas de cubos y juguetes de niños.
-Esto es un juguete peligroso -pronunció con presunción Cookling-. Ahora lo va a ver. Levántelo y póngalo en la arena.
El cangrejo resultó ligero, de no más de tres kilogramos. En la arena se mantuvo con bastante estabilidad.
-Bueno, ¿y qué más? -le pregunté irónicamente al ingeniero.
-Esperemos un poco, que se caliente.
Nos sentamos en la arena y nos pusimos a observar el monstruo metálico. Al cabo de unos dos minutos observé que el espejito de la espalda giraba lentamente hacia el sol.
-¡Oh, parece que se anima! -exclamé y me levanté. Cuando me puse de pie, mi sombra cayó casualmente en el mecanismo y el cangrejo, de súbito, empezó a caminar con sus patas y salió otra vez al sol. De lo inesperado que fue, di un enorme brinco echándome a un lado.
-¡Vaya con el juguete! -rió a carcajadas Cookling -.¿Qué, se ha asustado? 
Yo me sequé el sudor de la frente.
-Dígame, por favor, Cookling, ¿qué vamos a hacer aquí? ¿Para qué hemos venido?
Cookling también se levantó y acercándoseme dijo ya seriamente:
-A comprobar la teoría de Darwin.
-Pero, si eso es una teoría biológica, teoría de la selección natural, de la evolución, etc... -musité.
-Precisamente. A propósito, mire, nuestro héroe va a beber agua.
Yo estaba anonadado. El juguete se acercó a la orilla y dejando caer una pequeña trampa absorbía agua. Una vez saciado, volvió otra vez al sol y se quedó inmóvil.
Miré esta pequeña máquina y sentí una mezcla de repugnancia y miedo hacia ella. Por un instante me pareció que el torpe cangrejo recordaba en algo al mismo Cookling.
Después de cierta pausa le pregunté al ingeniero: 
-¿Esto lo ha inventado usted?
-Ajá -casi mugió asintiendo, y se echó en la arena.
Yo también me eché y, callado, clavé la mirada en el extraño aparato, que parecía inanimado.
Me arrastré de bruces hacia el aparato y empecé a observarlo.
El dorso del cangrejo era la superficie de un semicilindro de bases planas, por delante y por detrás. En cada una de estas había dos agujeros de lejano parecido con los ojos. Esta impresión la acentuaba el brillo de unos cristales que había en el interior del cuerpo. Debajo del cuerpo se veía una plataforma plana, la panza. Un poco más arriba del nivel de la plataforma, y del interior del cuerpo, salían tres pares grandes y dos pares pequeños de tentáculos con pinzas.
El interior del cangrejo no se podía ver.
Mirando este juguete, yo intentaba comprender por qué el Almirantazgo le concedía tanta importancia, hasta el extremo de equipar una nave especial para su traslado a la isla.
Cookling y yo seguimos echados en la arena hasta que el sol hubo bajado tanto en el horizonte que la sombra de los arbustos que crecían a lo lejos llegó a cubrir un poco el cangrejo metálico. En cuanto esto sucedió, éste empezó a moverse ligeramente y de nuevo se puso al sol. Pero la sombra lo alcanzó allí también. Entonces el cangrejo se arrastró a lo largo de la costa, acercándose cada vez más al agua, que aún seguía iluminada por el sol. Parecía que el calor de los rayos solares le era Imprescindible.
Nosotros nos levantamos y lentamente fuimos tras la máquina.
Así, poco a poco, fuimos dando la vuelta a la isla hasta que aparecimos en la parte occidental de la misma.
Aquí, junto a la orilla, había uno de los montones de barras metálicas. Cuando el cangrejo se halló a unos diez metros del montón, de súbito, y olvidándose del sol, se lanzó precipitadamente hacia aquél y se quedó inmóvil junto a una de las barras de cobre.
Cookling me dio en el brazo y dijo:
-Ahora vamos a la tienda de campaña. Lo interesante será mañana por la mañana.
En la tienda de campaña cenamos callados y nos envolvimos cada uno en una ligera manta de franela. Me pareció que Cookling estaba satisfecho de que yo no le hiciera preguntas. Antes de dormirme oí que se volvía de un costado a otro, y a veces se reía. El sabía algo que nadie conocía.
Al día siguiente, por la mañana temprano, fui a bañarme. El agua estaba templada y nadé largo rato en el mar, contemplando cómo en el oriente, sobre la llanura de agua apenas alterada por las olas, se encendía la purpúrea aurora. Cuando volví a nuestro refugio y entré en la tienda, el ingeniero militar ya no estaba allí.
"Se habrá marchado a contemplar a su monstruo mecánico", pensé y abrí una lata de piña.
No bien me hube comido tres trocitos, cuando se oyó a lo lejos, débilmente al principio, y después cada vez más potente, la voz del ingeniero:
-¡Teniente, venga corriendo! ¡De prisa! ¡Ha empezado! ¡Corra aquí!
Salí de la tienda y vi a Cookling que, de pie, entre las matas, agitaba la mano.
-¡Vamos! -me dijo resollando como una locomotora-. Vamos de prisa.
-¿Adónde, ingeniero?
-Adonde dejamos ayer a nuestro buen mozo.
El sol ya estaba bastante alto cuando llegamos al montón de las barras metálicas. Estas resplandecían vivamente y al principio no pude percibir nada.
Sólo cuando no faltaban más de dos pasos para llegar junto al montón, percibí hilitos finos de humo azulado que se elevaban, Y después... Me detuve corno paralizado. Me restregué los ojos, pero la visión no desapareció.
Junto al montón de metal había dos cangrejos exactamente iguales al que sacamos el día anterior del cajón.
-¿Será posible que uno de ellos estuviese enterrado en la chatarra metálica? -exclamé.
Cookling se puso varias veces en cuclillas y se rió frotándose las manos.
-¡Deje ya de una vez de hacerse el idiota! -le grité-. ¿De dónde ha surgido el segundo cangrejo?
-¡Ha nacido! ¡Ha nacido esta noche!
Yo me mordí el labio y sin decir palabra me acerqué a los cangrejos de cuyos dorsos se elevaban finos hilos de humo. Al Principio me pareció que tenía alucinaciones: ¡Los dos cangrejos trabajaban con celo!
Sí, trabajaban, así como se dice, eligiendo el material con movimientos rápidos de sus finos tentáculos anteriores. Los tentáculos anteriores tocaban las barras metálicas Y, creando en sus superficies un arco voltaico, como en la soldadura eléctrica, fundían trozos de metal. Los cangrejos se metían el metal en sus anchas bocas. En el interior de estos bichos metálicos ronroneaba algo. A veces salía crepitando de las fauces un haz de chispas, después, el segundo par de tentáculos sacaba del interior las piezas elaboradas.
Estas piezas, en determinado orden, se montaban en la pequeña plataforma que iba saliendo poco a poco por debajo del cangrejo.
En la plataforma de uno de los cangrejos ya estaba casi montada la copia acabada del tercer cangrejo, mientras que en la del segundo cangrejo apenas empezaban a perfilarse los contornos del mecanismo. Estaba terriblemente asombrado ante lo que veía.
-¡Pero si estos bichos construyen otros semejantes a sí mismos! -exclamé.
-Exactamente. El único objetivo de esta máquina es construir otras semejantes -dijo Cookling.
-Pero, ¿es posible eso? -pregunté sin poder comprender ya nada.


-¿Por qué no? Cualquier máquina, por ejemplo el torno, puede elaborar piezas para otro torno igual que él. Y se me ha ocurrido hacer una máquina-autómata que pueda reconstruirse desde el principio hasta el fin. El modelo de esta máquina es mi cangrejo.
Yo me quedé pensativo, procurando comprender lo que me había dicho el ingeniero. En este momento, las fauces del primer cangrejo se abrieron y de allí se deslizó una cinta metálica ancha. Esta cinta envolvió todo el mecanismo montado en la plataforma, formando de tal manera el dorso del tercer autómata. Cuando el dorso estuvo montado, las rápidas patas anteriores soldaron las paredes anterior y posterior con los orificios y el nuevo cangrejo ya estaba listo.
Como en sus hermanos, en una oquedad de la espalda brillaba el espejo metálico con el cristal rojo en el centro.
El cangrejo productor retiró la plataforma bajo la panza y su "hijo" se plantó con sus patas en la arena. Yo noté que el espejo del dorso empezó a girar lentamente en busca del sol. Un poco después, el cangrejo se fue a la orilla y sació su sed. Luego se puso al sol, inmóvil, a calentarse.
Pensé que todo era un sueño.
Estaba yo observando al recién nacido cuando Cookling dijo:
-Ya está listo el cuarto.
Torné la cabeza y vi que "había nacido" el cuarto cangrejo.
Mientras tanto, los dos primeros seguían como si tal cosa en el montón de metal, cortándolo y tragándoselo, repitiendo lo que ya habían hecho antes.
El cuarto cangrejo también fue a beber agua.
-¿Para qué demonios beben agua? -pregunté.
-Para cargar de electrólitos el acumulador. Mientras alumbra el sol, su energía se transforma en electricidad mediante el espejo del dorso y la batería de silicio. Con esta energía basta para el trabajo del día y para recargar el acumulador. De noche el autómata se alimenta de la energía almacenada en el acumulador durante el día.
-Entonces, ¿estos bichos trabajan día y noche?
-Sí, día y noche, sin descansar.
El tercer cangrejo empezó a agitarse y también se arrastró al montón de metal.
Trabajaban ya tres autómatas, mientras el cuarto se cargaba de energía solar.
-Pero si no hay material para las baterías de silicio en estos montones de metal... -le objeté procurando llegar a comprender la tecnología de esta monstruosa autoproducción de mecanismos.
-Ni falta que hace. Aquí hay cuanto se quiera -Cookling lanzó torpemente con el pie un poco de arena-. La arena es un óxido de silicio. En el interior del cangrejo, debido a la acción del arco eléctrico, se consigue obtener silicio puro.
Regresamos por la tarde a la tienda de campaña, cuando en el montón del metal ya estaban trabajando seis autómatas y dos se calentaban al sol.
-¿Para qué todo esto? -le pregunté a Cookling durante la cena.
-Para la guerra. Estos cangrejos son una horrible arma de sabotaje -me dijo sinceramente.
-No comprendo, ingeniero.
Cookling terminó de masticar el estofado y, sin prisa explicó:
-Figúrese usted qué ocurriría si estos aparatos se dejasen subrepticiamente en territorio enemigo.
-Bueno, ¿y qué? -pregunté dejando de comer.
-¿Sabe usted lo que es progresión?
-Supongamos que lo sé.
-Nosotros empezamos ayer con un cangrejo, ahora ya hay ocho. Mañana habrá sesenta y cuatro, pasado mañana, quinientos doce, y así sucesivamente. Dentro de diez días habrá más de diez millones. Para ello hacen falta treinta mil toneladas de metal.
Al oír estas cifras quedé mudo de asombro
-Sí, pero...
-Estos cangrejos en un corto espacio de tiempo pueden comerse todo el metal del enemigo, todos sus carros blindados, cañones, aviones, etc. Todas las máquinas, mecanismos, instalaciones. Todo el metal de su territorio. Al cabo de un mes no queda ni un gramo de metal en toda la esfera terrestre. Todo el metal se invierte en la producción de estos cangrejos. Tenga en cuenta que, durante la guerra, el metal es el material estratégico más importante.
-¡Ahora comprendo por qué el Almirantazgo está tan interesado en su juguete!... -murmuré.
-Exactamente. Pero éste es solamente el primer modelo. Quiero simplificarlo considerablemente y con ello acelerar el proceso de reproducción de autómatas. Acelerarlo, digamos, en dos o tres veces. Hacer una construcción más estable y rígida. Hacerlos más móviles. Elevar la sensibilidad de los localizadores del metal. Entonces, durante la guerra, mis autómatas serán peor que la peste. Quiero que el enemigo pierda todo el potencial metálico en dos o tres días.
-Bien, pero cuando estos autómatas se traguen todo el metal del territorio enemigo, ¡se arrastrarán hacia nuestro propio territorio! -exclamé.
-Esto ya es otra cuestión. El trabajo de los autómatas se puede codificar y, sabiendo la clave, interrumpirlo en cuanto aparezcan en nuestro territorio. A propósito, de esta manera se pueden traer a nuestro territorio todas las reservas de metal del enemigo.
Esa noche yo tuve unos sueños horribles. Avanzaban arrastrándose hacia mí legiones de cangrejos metálicos, haciendo ruido con sus tentáculos y con finas columnas de humo azul elevándose de sus cuerpos.

Los autómatas del ingeniero Cookling, al cabo de cuatro días, poblaron toda la isla. De creer en sus cálculos, había más de cuatro mil.
Sus cuerpos relucientes al sol se veían por doquier. Cuando se terminaba el metal de un montón, empezaban a buscar por la isla y encontraban nuevos montones.
Al quinto día, ante la puesta del sol, fui testigo de una horrorosa escena: Dos cangrejos riñeron por un trozo de zinc.
Esto fue en la parte sur de la isla, donde habíamos enterrado unas cuantas barras de zinc. Los cangrejos, que trabajaban en distintos lugares, iban periódicamente allí para elaborar la pieza de zinc correspondiente. Y ocurrió que acudieron al hoyo de zinc al mismo tiempo unas dos docenas de cangrejos y empezó un verdadero tumulto. Los mecanismos se arremetían mutuamente. Sobre todos se destacó un cangrejo más ágil que los otros y, según me pareció, más agresivo y fuerte.
Empujando a sus hermanos y arrastrándose por encima de ellos, intentaba coger del fondo del hoyo un trozo de metal. Cuando ya había alcanzado la meta, otro cangrejo se agarró del mismo trozo con sus pinzas. Ambos mecanismos tiraban para su lado. El que, según me pareció, era más ágil, le arrancó por fin el trozo a su adversario; sin embargo éste no se avino a ceder su trofeo y, corriendo detrás del otro, se sentó encima y le metió sus finos tentáculos en la boca.
Los tentáculos del primero y del segundo autómatas se enredaron y con descomunal fuerza empezaron a destrozarse.
Ningún mecanismo de alrededor prestó atención a aquello. Sin embargo, entre estos dos se libró una lucha a muerte. Vi que el cangrejo que estaba encima de repente cayó de espaldas y la plataforma de hierro se deslizó hacia abajo dejando al descubierto las entrañas. En este momento su enemigo empezó a cortarle el cuerpo con el arco eléctrico. Cuando el cuerpo de la víctima se deshizo en partes, el vencedor empezó a arrancarle las palancas, piñones, conductores y a metérselos rápidamente en la boca.
A medida que las piezas conseguidas de esta manera iban a parar al interior del rapiñador, su plataforma empezó a desplazarse rápidamente hacia adelante, realizándose en ella un febril montaje de un nuevo mecanismo.
Unos minutos después se deslizó de la plataforma a la arena el nuevo cangrejo.


Cuando le relaté a Cookling todo lo que había visto, éste se limitó a soltar su risita.
-Esto es precisamente lo que hace falta -dijo.
-¿Para qué?
-Ya le he dicho que quiero perfeccionar mis autómatas.
-¿Bueno y qué? Coja los planos y piense cómo rehacerlos. ¿Para qué esta guerra civil? Así, van a comerse unos a otros.
-¡Eso es! Y sobrevivirán los más perfectos. 
Después de pensarlo objeté:
-¿Qué quiere decir con los más perfectos? Si todos son iguales. Según tengo entendido, se reproducen a sí mismos.
-¿Qué piensa usted? ¿Que se puede elaborar una copia absolutamente igual al original? Usted, seguramente debe saber que incluso en la producción de bolas para los cojinetes no se pueden hacer dos bolas exactamente iguales. Sin embargo, allí es más fácil de conseguirlo. Aquí el autómata productor tiene un sistema comparador, el cual compara la copia a hacer con su propia construcción. ¿Usted se figura qué va a resultar si cada copia siguiente se elabora según la copia anterior y no según el original? Al fin y al cabo puede resultar un mecanismo distinto del original.
-Pero si no se parece al original, no cumplirá su función fundamental de reproducirse -le repuse.
-¿Y eso qué? de su cadáver otro autómata hará copias más acertadas. Las copias acertadas serán precisamente aquellas en que, de manera estrictamente casual, se acumulen las particularidades constructivas que las hagan más vitales. Así deben surgir las copias más fuertes, más rápidas y más simples. He aquí por qué no pienso romperme la cabeza con los planos. Sólo me queda esperar a que los autómatas se traguen todo el metal y empiecen la guerra entre ellos, tragándose mutuamente y reproduciéndose. Así surgirán los autómatas que me hacen falta.
Esa noche estuve largo rato sentado en la arena ante la tienda, mirando al mar y fumando. ¿Será posible que Cookling realmente haya acometido una empresa de graves consecuencias para la humanidad? ¿Será posible que en esta pequeña isla perdida en el océano hayamos cultivado una terrible peste capaz de tragarse todo el metal de la esfera terrestre?
Mientras yo estaba sentado pensando en todo este pasaron junto a mí varios bichos metálicos. Caminaban sin cesar de trabajar incansablemente con el chirriar de los mecanismos. Uno de los cangrejos tropezó conmigo, y yo, con repugnancia le di un puntapié. El cangrejo volcó y quedó impotente panza arriba. Casi instantáneamente se lanzaron sobre él otros dos cangrejos, y en la oscuridad relucieron cegadoras chispas eléctricas.
¡Al infeliz lo cortaban en trozos eléctricamente! Para mí aquello era el colmo. Me dirigí rápidamente a la tienda de campaña y saqué una barra del cajón. Cookling ya estaba roncando. Me acerqué cautelosamente al grupo de cangrejos y con todas mis fuerzas le di con la barra a uno de ellos. No sé por qué me había figurado que esto espantaría a los demás pero no ocurrió nada parecido. Sobre el cangrejo que yo había destrozado se lanzaron otros, y de nuevo refulgieron las chispas.
Yo repartí unos cuantos golpes más, pero eso sólo aumentó la cantidad de chispas eléctricas. Del interior de la isla acudieron unos cuantos bichos más.
En la oscuridad sólo veía los contornos de los mecanismos y en este tumulto me pareció que uno de ellos era de dimensiones particularmente grandes.
Lo hice mi blanco. Sin embargo, cuando mi barra tocó su espalda, di un grito y salté a un lado: ¡Había recibido una descarga eléctrica a través de la barra! El cuerpo de este bicho no sé de qué manera tenía un potencial eléctrico.
"Protección originada por la evolución", cruzó por mi mente.
Con el cuerpo temblando me acerqué al ruidoso grupo de mecanismos para recobrar mi barra. ¡Eso era lo que yo pensaba! En la oscuridad, a la luz irregular de muchos arcos eléctricos, vi como cortaban en partes mi barra. El que con más porfía lo hacía era el autómata más grande, el que yo quería destruir.
Regresé a la tienda de campana y me eché en la cama.
Durante cierto tiempo logré caer en un pesado sueño. Esto, al parecer, no duró mucho. El despertar fue repentino: Sentía que por mi cuerpo se arrastraba algo frío y pesado. Me levanté de un salto. El cangrejo (en el primer momento no había caído en ello) desapareció en el interior de la tienda. Al cabo de unos segundos vi una deslumbrante chispa eléctrica. El maldito cangrejo había venido adonde estábamos nosotros en busca de metal. Su electrodo estaba cortando la lata de agua dulce.
Sacudiendo rápidamente a Cookling lo desperté, y le expliqué desconcertadamente el caso.
-¡Todas las latas al mar! ¡Las provisiones y el agua al mar! -ordenó.
Empezamos a transportar las latas al mar y a colocarlas en el fondo arenoso donde el agua nos llegaba a la cintura. Allá llevamos también todos nuestros instrumentos.
Empapados y sin fuerzas, permanecimos sentados a la orilla, sin dormir hasta el amanecer. Cookling resollaba con dificultad, y yo, para mis adentros, me alegré de que a él le hubiese tocado sufrir las consecuencias de su empresa. En aquel momento yo lo odiaba y le deseaba con ansia un castigo mayor.

No recuerdo cuánto tiempo había pasado desde que llegamos a la isla, sólo sé que un magnífico día Cookling declaró solemnemente:
-Lo más interesante empieza ahora. Todo el metal se ha consumido.
Efectivamente, recorrimos todos los sitios donde antes estaba el material metálico y allí no quedaba nada. A lo largo de la costa y entre los matorrales se veían los hoyos vacíos.
Los cubos, lingotes y barras metálicas se habían convertido en mecanismos que en gran cantidad corrían de un lado a otro de la isla. Sus movimientos ya eran rápidos e impetuosos; los acumuladores estaban cargados a más no poder, y ya no gastaban energía en el trabajo. Estúpidamente corrían buscando por la costa, se arrastraban entre los matorrales de la meseta, chocaban unos con otros y, frecuentemente, con nosotros.
Observándolos me convencí de que Cookling tenía razón. Los cangrejos efectivamente eran diferentes. Se diferenciaban por sus dimensiones, por la magnitud de las pinzas, por el volumen de su boca-taller. Unos eran más ágiles, otros menos. Por lo visto había grandes diferencias en el mecanismo interno.
-Bueno, pues -dijo Cookling- ya es hora de que empiecen a luchar.
-¿Lo dice en serio? -le pregunté.
-Claro. Para ello es suficiente darles a probar un trozo de cobalto. El mecanismo está construido de tal manera que si se introduce en él aunque sea una cantidad insignificante de este metal, aplasta, si se puede decir así, el respeto mutuo.
A la mañana siguiente Cookling y yo nos dirigimos a nuestro "almacén marino". Del fondo sacamos la correspondiente porción de conservas, agua y cuatro barras grises y pesadas de cobalto, reservadas especialmente por el ingeniero para la etapa decisiva del experimento.
Cuando Cookling salió a la playa, llevando en alto las barras de cobalto, lo rodearon inmediatamente varios cangrejos. Estos no pasaban el límite de la sombra del ingeniero, pero se notaba que la aparición del nuevo metal los había intranquilizado. Yo estaba a unos pasos del ingeniero y observaba con asombro cómo algunos mecanismos intentaban torpemente saltar.
-¡Vea usted qué variedad de movimientos! Cómo no se parecen unos a otros. Y en esta guerra civil a que los vamos a obligar, van a sobrevivir los más fuertes y aptos. Estos darán una generación más perfecta.
Con estas palabras, Cookling lanzó uno tras otro los trozos de cobalto hacia los arbustos.
Lo que siguió a ello es difícil de describir.
Sobre el metal cayeron al mismo tiempo varios mecanismos y, empujándose mutuamente, empezaron a cortarlos eléctricamente. Otros se agolpaban inútilmente detrás, intentando atrapar un trozo de metal. Varios se encaramaron sobre las espaldas de sus compañeros y se arrastraron intentando llegar al centro.
-¡Mire, ahí tiene la primera batalla! -exclamó alegremente el ingeniero militar, aplaudiendo.
Al cabo de unos minutos, el lugar adonde había echado Cookling las barras metálicas se convirtió en arena de una horrible batalla, hacia la cual acudían corriendo nuevos y nuevos autómatas.
A medida que las partes cortadas de los mecanismos y el cobalto iban a parar a las tragaderas de nuevas máquinas, éstas se iban transformando en salvajes e intrépidas fieras e inmediatamente se arrojaban sobre sus "parientes".
En la primera fase de esta batalla, los atacantes fueron los que habían probado el cobalto. Estos cortaban en partes a los autómatas que acudieron de todas partes con la esperanza de adquirir el metal necesario. Sin embargo, a medida que el cobalto lo probaban más y más cangrejos, la batalla se hacía más feroz. En este momento empezaron a tomar parte en el juego los recién "nacidos", creados en esta reyerta.
¡Era una generación de autómatas asombrosa! Eran de menor tamaño y poseían una velocidad colosal. Me asombró que no necesitasen cargar el acumulador. Les era suficiente la energía solar captada por los espejos del dorso, mucho mayores que los corrientes. Su acometividad era sorprendente. Atacaban al mismo tiempo a varios cangrejos y cortaban a dos o tres a la vez.
Cookling estaba de pie en el agua y su fisonomía expresaba una satisfacción sin límites. Se frotaba las manos y profería:
-¡Bien, muy bien! ¡Me figuro lo que viene detrás!
En lo que se refiere a mí, miraba esta lucha de mecanismos con gran repugnancia y horror. ¿Qué va surgir como resultado de esta lucha?


Hacia el mediodía, la zona de la playa junto a nuestra tienda de campaña se había convertido en un enorme campo de batalla. Aquí habían acudido los autómatas de toda la isla. La guerra transcurría en silencio, sin gritos ni gemidos, sin estruendos ni estampidos de cañones. El chisporroteo de los numerosos electrodos, zumbido y chirrido de los cuerpos metálicos de las máquinas acompañaban a esta matanza descomunal.
La mayor parte de la generación que había surgido entonces era de poca estatura y muy ágil, pero ya empezaban a surgir nuevas especies de autómatas. Estos superaban considerablemente a los demás, por sus dimensiones. Sus movimientos eran lentos, pero se percibía una gran fuerza en ellos, y se defendían con éxito de los autómatas enanos.
Cuando el sol empezó a declinar, en los movimientos de los mecanismos pequeños se inició de repente un brusco cambio: Todos se agruparon en la parte occidental y empezaron a moverse con más lentitud.
-¡Caramba, toda esta compañía está sentenciada! -dijo Cookling con voz ronca-. ¡Pero si no tienen acumuladores! En cuanto se ponga el sol, sucumbirán.
Efectivamente, en cuanto la sombra de los arbustos se alargó lo suficiente para cubrir la gran multitud de los pequeños autómatas, se quedaron inmóviles en el acto. Ya no era un ejército de pequeños rapiñadores agresivos, sino un enorme almacén de trastos metálicos.
Sin apresurarse se acercaron a ellos los enormes cangrejos, de más de medio metro de altura, y empezaron a tragárselos uno tras otro. En las plataformas de los gigantes se vislumbraban los contemos de una generación de dimensiones todavía mayores.
Cookling frunció el ceño. Estaba claro que esa evolución no le sentaba bien. Lentos cangrejos autómatas de gran tamaño eran un instrumento muy deficiente para el sabotaje en la retaguardia enemiga.
Mientras los cangrejos gigantes deshacían a la pequeña generación, en la playa se restableció temporalmente la tranquilidad.
Salí del agua y me siguió, callado, el ingeniero. Fuimos a la parte oriental de la isla para descansar un poco.
Yo estaba muy cansado y me dormí casi inmediatamente de echarme cuan largo era en la calentita y blanda arena.
A media noche me despertó un grito escalofriante. Cuando me puse en pie de un salto, no vi nada más que la franja gris de la playa arenosa y el mar que se unía al cielo negro sembrado de estrellas.
El grito se repitió por el lado de los matorrales, pero más débil. Sólo entonces me di cuenta de que Cookling no estaba a mi lado. Eché a correr hacia donde me parecía haber oído su voz.
El mar, como siempre, estaba muy tranquilo, y las pequeñas olas solamente de tarde en tarde, con un chapoteo apenas perceptible, se deslizaban por la arena. Sin embargo me pareció que la superficie del mar en donde habíamos dejado en el fondo las reservas de víveres y los recipientes de agua dulce, se agitaba. Algo se chapuzaba y chapoteaba allí.
Decidí que allí estaba Cookling ocupado en algo.
-Señor ingeniero, ¿qué hace ahí? -grité, acercándome a nuestro almacén submarino.
-¡Yo estoy aquí! -oí inesperadamente que la voz venía de la derecha.
-¡Dios mío!, ¿dónde está usted?
-Aquí -oí de nuevo la voz del ingeniero-. Estoy en el agua hasta el cuello, venga aquí.
Me metí en el agua y tropecé con algo duro. Era un enorme cangrejo que se había adentrado bastante en el agua y estaba de pie en sus largas patas.
-¿Por qué se ha metido tan adentro? ¿Qué hace ahí? -le pregunté.
-Me perseguían y me han obligado a meterme aquí -chilló lastimosamente el gordiflón.
-¿Lo perseguían? ¿Quiénes?
-Los cangrejos.
-¡No puede ser! Pero si a mí no me persiguen.
De nuevo tropecé en el agua con un autómata, di un pequeño rodeo evitándolo y por fin me puse junto al ingeniero. Efectivamente estaba con el agua al cuello.
-Dígame qué ha pasado.
-Ni yo mismo lo entiendo -pronunció con voz temblorosa-. Cuando estaba durmiendo, uno de los autómatas, inesperadamente, me atacó. Yo creía que había sido una casualidad, y me aparté, pero de nuevo empezó a acercarse y me tocó la cara con su pinza... Entonces me levanté y aparté a un lado. El detrás... Eché a correr... El cangrejo, detrás. Se le unió otro... después otro... Un pelotón... Y me han acorralado aquí...
-Es raro. Hasta ahora no ha habido nada parecido -dije-. En todo caso, si como resultado de la evolución se les ha elaborado el instinto antihumano, no me perdonarían a mí.
-No sé -gimió Cookling-. Pero temo salir a la orilla...
-Tonterías- le dije cogiéndolo de la mano-. Vamos hacia oriente paralelamente a la costa. Yo lo defenderé.
-¿Cómo?
-Ahora nos acercamos al almacén y yo cojo cualquier objeto pesado, por ejemplo, un martillo...
-¡Guárdese de que sea metálico! -gimió el ingeniero-. Es mejor que coja una tabla de un cajón o algo de madera.
Nos deslizamos lentamente a lo largo de la costa. Cuando llegamos al almacén, dejé al ingeniero solo y me acerqué a la orilla.
Se oía un gran chapoteo en el agua y el conocido chirriar de los mecanismos.
Los bichos metálicos habían despachurrado las latas de conserva. Habían alcanzado nuestro almacén submarino.
-¡Cookling, estamos perdidos! -grité-. Se han tragado todas nuestras latas de conserva.
-¿Sí? -pronunció lastimosamente-. ¿Qué vamos a hacer ahora?
-Eso corre de su cuenta. Toda la culpa la tiene su necia empresa. Usted ha sacado el tipo de arma de sabotaje que le gusta. Ahora deshaga el entuerto.
Yo di la vuelta rodeando a los autómatas y salí a la playa.
Allí, en la oscuridad, arrastrándome entre los cangrejos, recogí, palpando por la arena, trozos de carne, piñas en conserva, manzanas y algunos otros manjares, y los trasladé a la meseta arenosa. A juzgar por la cantidad que había desparramada por la playa, estos bichos habían trabajado de lo lindo mientras dormíamos. No encontré ni una lata entera.
Mientras estaba ocupado en recoger los restos de nuestras provisiones, Cookling estaba a unos veinte pasos de la orilla, metido en el agua hasta el cuello.
Estaba tan ocupado en recoger los restos, y tan disgustado, que me olvidé de su existencia. Sin embargo, pronto me lo recordó con un agudo grito.
-¡Dios mío, Bad, ayúdeme, se me acercan!
Me eché al agua y, tropezando con los monstruos metálicos, me dirigí hacia donde estaba Cookling. Y allí, a unos cinco pasos de él, tropecé con un cangrejo.
El cangrejo no me hizo el más mínimo caso.
-¡Vaya diablos!, ¿por qué lo odian tanto a usted? ¡Si usted, como quien dice, es su progenitor!
-No sé -con estertores y medio ahogándose, gimió el ingeniero-. Haga algo, Bad, para ahuyentarlos. Si sale un cangrejo más alto que éste, estoy perdido...
-Vaya, hombre, con la evolución. A propósito, ¿qué lugar de estos cangrejos es el más vulnerable? ¿Cómo se les puede estropear el mecanismo?
-Antes había que romperles el espejo parabólico o sacarles el acumulador del interior. Ahora no sé... Aquí hace falta una investigación especial...
-¡Maldito sea usted con sus investigaciones! -dije entre dientes y agarré el delgado brazo anterior del cangrejo extendido hacia la cara del ingeniero.
El autómata reculó. Le cogí el segundo brazo y también se lo doblé. Estos tentáculos se doblaron fácilmente, como un hilo de cobre.
Claramente se notó que al bicho metálico no le gustó esta operación y empezó lentamente a salir del agua. El ingeniero y yo nos fuimos a lo largo de la costa.


Cuando salió el sol, todos los autómatas salieron del agua y durante cierto tiempo se calentaron. Durante este tiempo pude romper a pedradas los espejos parabólicos del dorso de lo menos cincuenta monstruos. Todos dejaron de moverse.
Pero, por desgracia, esto no mejoró la situación: Fueron víctimas de los otros con asombrosa velocidad, y empezaron a salir nuevos autómatas. Romper las baterías de silicio del dorso de todas las máquinas era superior a mis fuerzas. Varias veces tropecé con autómatas bajo potencial eléctrico, lo cual debilitó mi decisión de luchar contra ellos.
Todo este tiempo Cookling seguía en el mar.
Muy pronto se enardeció de nuevo la lucha entre los monstruos y parecía que se habían olvidado por completo del ingeniero.
Dejamos el campo de batalla y nos trasladamos al lado opuesto de la isla. El ingeniero estaba tan aterido de frío de las largas horas de baño de mar que, dando diente con diente, se echó de bruces y me pidió que le cubriese de arena caliente.
Después regresé a nuestro primitivo refugio para coger la ropa y lo que quedaba de nuestros víveres. Sólo entonces observé que la tienda de campaña estaba destrozada: Habían desaparecido las estacas de hierro clavadas en la arena y los anillos metálicos con que se fijaba la tienda a las cuerdas.
Debajo de la lona encontré la ropa de Cookling y la mía. Allí también se podían observar huellas del trabajo de los cangrejos buscando metal. Habían desaparecido los ganchos, botones y hebillas de metal. En su lugar se veían huellas de tela quemada.
Mientras tanto, la batalla de los autómatas se había trasladado de la orilla al interior de la isla. Cuando subí a la meseta, vi que casi en el centro de la isla, entre los arbustos, se elevaban unos cuantos monstruos, casi de la altura de un hombre: Patas con pinzas. Por parejas se separaban a diferentes lados y después se embestían a gran velocidad.
Al chocar, se oían sonoros golpes metálicos. En los lentos movimientos de estos gigantes se sentía una enorme fuerza y gran peso.
Ante mis ojos se derribaron varios mecanismos, algunos de ellos fueron destrozados inmediatamente.
Pero ya estaba hasta la coronilla de estos cuadros de batalla entre las locas máquinas; por ello, cargando con todo lo que había conseguido recoger de nuestro antiguo refugio, me marché lentamente adonde estaba Cookling.
El sol quemaba sin compasión y antes de llegar al lugar donde había enterrado en la arena al ingeniero, me metí varias veces en el agua.
Ya me acercaba al montículo de arena bajo el cual estaba Cookling durmiendo sin fuerzas, después de los baños nocturnos, cuando del lado de la meseta apareció de entre los arbustos un enorme cangrejo.
Era de mayor estatura que yo, y sus patas eran altas y macizas. Se desplazaba a saltos irregulares, encorvando de manera extraña su cuerpo. Los tentáculos anteriores, de trabajo, eran enormemente largos y se arrastraban por la arena. La boca-taller estaba hipertrofiada de manera excepcional, la cual representaba casi la mitad del cuerpo.
El "ictosauro", así lo bauticé, descendía torpemente hacia la orilla y volvía el cuerpo hacia todos lados, como si reconociese el terreno. Maquinalmente agité en su dirección la lona de la tienda, como se hace cuando se quiere espantar a un animal que se haya interpuesto en el camino. No me hizo ni el menor caso, y de manera extraña, desplazándose de lado y describiendo un gran arco, empezó a acercarse al montículo de arena donde dormía Cookling.
Si yo hubiese supuesto que el monstruo se dirigía contra el ingeniero, habría acudido enseguida en su ayuda. Pero la trayectoria que seguía el mecanismo era tan indeterminada que al principio creía que se dirigía hacia el mar, y solamente cuando tocó el agua con los tentáculos y de repente se volvió y se fue rápidamente hacia el ingeniero, tiré la carga a un lado y corrí hacia allí.
El ictiosauro se paró junto a Cookling y se agachó un poco. Observé que los extremos de los largos tentáculos se movieron en la arena frente a la cara del ingeniero.
A renglón seguido, donde había habido un montículo se elevó una nube de arena. Era Cookling que, como picado por una avispa, se había puesto en pie de un salto y lleno de pánico intentaba huir del monstruo.
Pero era ya tarde...
Los finos tentáculos rodearon fuertemente el gordo cuello del ingeniero y tirando hacia arriba se lo llevaron a la boca del mecanismo. Cookling quedó impotente en el aire, agitando los brazos y las piernas.
Aunque yo odiaba al ingeniero con toda mi alma, no podía permitir que muriese en lucha con un bicho metálico cualquiera. Sin pensarlo un segundo me cogí a las altas patas del cangrejo y tiré de ellas con todas mis fuerzas; pero esto era lo mismo que derribar un tubo de acero profundamente clavado en el suelo. El ictiosauro ni se movió.
Me subí a pulso a su espalda. Por un momento mi cara estuvo a la altura de la desfigurada faz de Cookling. «"Los dientes", me cruzó por la mente. ¡Cookling tenía dientes de acero!
Con todas las fuerzas de mi puño le di al espejo parabólico que brillaba al sol.
El cangrejo giró sobre el mismo lugar. La cara azulada de Cookling con los ojos saltándosela de las órbitas estaba a la altura de la boca-taller. En ese momento ocurrió algo horroroso. Una chispa eléctrica saltó a la frente del ingeniero, a su sien. Después los tentáculos del cangrejo aflojaron y el pesado cuerpo del creador de la peste de hierro cayó a la arena sin sentido.
Cuando enterraba a Cookling, por la isla corrían, persiguiéndose, varios cangrejos enormes, sin prestarnos la menor atención.
Envolví a Cookling en la lona de la tienda y lo enterré en el centro de la isla en un profundo hoyo. Lo enterré sin sentir la menor compasión. En mi boca reseca crujía la arena y mentalmente maldecía al muerto por su ruin empresa. Según la moral cristiana, yo cometía un gran pecado.
Después, me pasé varios días seguidos acostado en la playa, mirando al horizonte hacia el lado de donde debía aparecer la Paloma. El tiempo transcurría terriblemente despacio y el implacable sol parecía que se había parado encima de mi cabeza. A veces me arrastraba hasta el agua y sumergía en ella mi tostada cara.
Para olvidar el hambre y la ardiente sed, procuraba pensar en algo abstracto. Pensaba en que en nuestros tiempos, multitud de personas inteligentes malgastaban sus energías intelectuales en causar perjuicios a otras personas. Por ejemplo, el invento de Cookling, yo estaba seguro de que se podía utilizar para fines nobles, por ejemplo, para extraer metal. Se podía haber dirigido la evolución de estos bichos de tal manera que cumplieran esta tarea con el mayor rendimiento. Llegué a la conclusión de que con el correspondiente perfeccionamiento del mecanismo, éste no se transformaría en una torpe y gigantesca mole.
Una vez cayó sobre mí una enorme sombra circular. Con dificultad levanté la cabeza y miré lo que me tapaba el sol. Resultó que estaba acostado entre las patas de un cangrejo de dimensiones monstruosas. Se acercó a la orilla y parecía que miraba el horizonte y esperaba algo.
Después empecé a ver alucinaciones. En mi excitado cerebro, el cangrejo gigante se transformó en un depósito de agua dulce, elevado a gran altura, al cual yo no podía llegar...
Me desperté a bordo de la goleta, y cuando el capitán Gale, me preguntó si había que cargar en el buque el enorme y extraño mecanismo que había en la playa, yo le dije que por el momento ninguna falta hacía.


FIN

2024/10/21

Filmando el pasado (Dudley Dell)


Título original: The biography proyect
Año: 1951


Hasta un endurecido periodista como Wellman Zatz, escritor de suplementos dominicales, estaba impresionado por la importancia del acontecimiento que debía relatar, la inauguración del Instituto Biofilm.
Arlington Prescott, obrero de una fábrica de lentes de contacto, había inventado, mientras buscaba una máquina del tiempo, la Cámara Biotempo. Parecida a una cámara de cine común, sin sonido, por supuesto, proyectaba una onda temporal, la reacumulaba y la enfocaba sobre una película sensibilizada a la luz temporal. Cuando descubrió que debía conformarse simplemente con fotografiar el pasado, sin poderlo visitar físicamente, Prescott abandonó sus inventos y se dedicó a dirigir un jardín de infantes.
Y, sin embargo, explicaba Zatz a sus lectores, dictando sus notas por persfono a un impresor de voz de la oficina de telenoticias, el Instituto Biofilm se basaba en el repudiado invento de Prescott. Mil cámaras Biotempo habían sido instaladas en un edificio inmenso, macizo, casi todo bajo tierra, estilo siglo XXIII, donación de Humboldt Maxwell, el riquísimo fabricante de las Píldoras Banquete. Había mil equipos de historiadores, biógrafos, analistas militares, etc., para el primer intento de registrar la historia tal como había ocurrido en la realidad, prestando especial atención, según había exigido Maxwell, a los pretéritos genios de la industria, la política, la ciencia y las artes, en el orden mencionado.
Al recorrer el Instituto Biofilm, Wellman Zatz sólo consiguió entrevistas cortas y de mala gana con los Bioequipos; la tarea de pescar incidentes o personajes en el tiempo los ponía nerviosos y no querían interrupciones.
Por fin se quedó con un grupo que parecía algo menos hostil. Estaban observando en la pantalla monitora lo que parecía una escena de la Inglaterra isabelina.
—Sir Isaac Newton —gruñó Kelvin Burns, el biógrafo de hombres de ciencia, en respuesta a la pregunta de Zatz—. Gran hombre. Queremos averiguar por qué se volvió loco.
Zatz estaba enterado, por supuesto.
Durante siglos los escritores baratos habían usado el caso de Sir Isaac como argumento en favor de ciertas teorías sobre los fenómenos psíquicos. Después de hacer sus asombrosos descubrimientos a la edad de 25 años, el gran dentista del siglo XVII había empleado el resto de su larga vida buscando la precognición, la piedra filosofal y otras chucherías del misticismo.
—Mi diagnóstico —dijo Mowbray Glass, el psiquiatra— es paranoia causada por un sentimiento de soledad en su niñez.
Pero la pantalla mostraba un chico feliz, en lo que parecía ser un hogar normal del siglo XVII, y una escuela adecuada. Glass se fue intrigando cada vez más, a medida que Sir Isaac iba encontrando su teorema del binomio, el cálculo diferencial e integral y se ponía a trabajar en la teoría de la gravitación, sin mostrar el menor síntoma de desequilibrio emocional.
—Tiene la mayor capacidad deductiva y demostrativa que he visto —comentó Pinero Schmidt, el integrador científico—. No puedo creer que un hombre así se haya vuelto místico.
—Pero así fue —dijo Glass, y al mismo tiempo cambió de color—. ¡Miren!
Solo, en su estudio amueblado con exceso, el hombre de la pantalla levantó de pronto la vista. Miró directamente a la onda temporal por un instante, y luego desvió la vista a las sombras del cuarto. Aferró un candelabro de plata y, sosteniéndolo como un arma, comenzó a registrar los rincones.
—Está murmurando algo —informó González Carson, el lector de labios—. ¡Espías! Cree que alguien quiere robarle sus descubrimientos.
Burns parecía desorientado.
—Es la primera señal de enfermedad que vemos. ¿Pero por qué ocurrió?
—Maldito sea si me doy cuenta —admitió Glass.
—¿Herencia? —sugirió Zatz.
—No —dijo Glas con firmeza—. Ya se ha investigado.
El Bioequipo pasó horas escrutando la vida del sabio. Al llegar a los treinta años ya era una costumbre mirar hacia arriba y sonreír secretamente. En su lecho de muerte, cuarenta años después, movió sus labios alegremente, ya sin miedo.
—Mi ángel guardián —leyó en ellos Carson en voz alta—, me has vigilado con sumo cuidado y delicadeza durante toda mi vida. Estoy contento de encontrarte ahora.
Glass se atoró. Fue a recorrer los demás Bioequipos, uno tras otro, haciéndoles una concisa pregunta. Al volver, estaba temblando.
—¿Qué pasó, doctor? —preguntó ansiosamente Zatz. 
—No podemos volver a usar la Cámara Biotempo nunca más —dijo Glass, y parecía enfermo—. Mis colegas han estado investigando las psicosis de Robert Schumann, Marcel Proust y otros que tuvieron delirio de persecución…
—Pero ¿por qué? —insistió Zatz.
—Porque todos ellos creían que alguien los estaba espiando. Y tenían razón. ¡Éramos nosotros!


FIN

2024/10/14

Mimosos se atristaban los borloros (Henry Kuttner y Catherine L. Moore)


Título original: Mimsy Were the Borogoves
Año: 1943


Es inútil tratar de describir a Unthahorsten o el lugar donde estaba, ante todo porque habían pasado muchos millones de años, y además porque Unthahorsten no estaba en la Tierra, técnicamente hablando. Hacía lo equivalente de estar en lo equivalente a un laboratorio. Se disponía a probar la máquina del tiempo.
Después de conectar la energía, Unthahorsten de golpe advirtió que la Caja estaba vacía. Así el experimento no servía de nada. El aparato necesitaba un control, un sólido tridimensional que reaccionara ante las condiciones de otra época, y cuando volviera, Unthahorsten podría medir los cambios, cualitativos y cuantitativos. Las Calculadoras se pondrían a trabajar y enseguida le dirían que la Caja había visitado fugazmente el año 1.000.000, el año 1.000 o el año 1.
No porque importara, salvo para Unthahorsten. Pero en muchos aspectos era infantil.
Había poco tiempo que perder. La Caja empezaba a fulgurar y cimbrar. Unthahorsten miró ávidamente alrededor, voló al glossatch contiguo, hurgó en un baúl. Sacó varios objetos de aspecto peculiar. Ajá. Algunos de los juguetes descartados de su hijo Snowen, que el niño había traído consigo al trasladarse desde la Tierra, después de dominar la técnica necesaria. Bien, Snowen ya no necesitaba esta basura. Estaba condicionado, y había dejado de lado las cosas de niños. Además, aunque la esposa de Unthahorsten guardaba los juguetes por razones sentimentales, el experimento era más importante.
Unthahorsten salió del glossatch y arrojó los objetos en la Caja, cerrando la tapa antes que relampagueara la señal de advertencia. La Caja desapareció. El temblor irritó los ojos de Unthahorsten.
Esperó. Y esperó.
Eventualmente desistió y construyó otra máquina del tiempo, con idénticos resultados. A Snowen no le había molestado la pérdida de sus viejos juguetes, ni a la madre de Snowen, de modo que Unthahorsten saqueó el baúl y apiló el resto de las reliquias de la niñez de su hijo en la Caja de la segunda máquina del tiempo.
De acuerdo con sus cálculos, ésta tendría que haber aparecido en la Tierra a finales del siglo diecinueve. Si así había ocurrido, el aparato todavía estaba allá.
Enfadado, Unthahorsten decidió no fabricar más máquinas del tiempo. Pero el mal ya estaba hecho. Había dos de ellas, y la primera...
Scott Paradine la encontró mientras hacía novillos de la Escuela de Gramática de Glendale. Ese día había prueba de Geografía, y Scott no le encontraba sentido a la memorización de nombres de lugares, una teoría bastante sensata en mil novecientos cuarenta y pico. Además, era uno de esos días tibios de primavera, con una brisa ligeramente fresca, que invita a un niño a echarse en un campo para contemplar las nubes desperdigadas hasta dormirse. ¡Al cuerno la geografía! Scott dormitaba.
Al mediodía sintió hambre, de modo que sus piernas morrudas lo llevaron a una tienda cercana. Allí invirtió sus pequeños ahorros con penoso cuidado y sublime desconsideración por sus jugos gástricos. Fue a comer a orillas del arroyo.
Tras dar cuenta de su provisión de queso, chocolate y galletas y beber hasta las heces la botella de gaseosa, Scott cazó renacuajos y los estudió con cierta curiosidad científica. No perseveró. Algo rodó por la ribera y aterrizó en la orilla barrosa, de modo que Scott, echando una mirada cautelosa alrededor, se apresuró a investigar.
Era una caja. En realidad era la Caja. Los circuitos que tenía significaban poco para Scott, aunque le intrigó verlos tan fundidos y quemados. Caviló. Raspó e investigó con el cortaplumas, lamiéndose la comisura de la boca con la lengua. Hm- m-m. No había nadie cerca. ¿De dónde había venido la caja? Alguien la habría dejado allí, y el suelo resbaloso la había hecho caer de su instalación precaria.
—Eso es una hélice —dedujo Scott, muy erróneamente; tenía forma de hélice, aunque no lo era a causa de la distorsión dimensional. Si el objeto hubiera sido un aeroplano modelo, habría encerrado pocos misterios para Scott, por muy complicado que fuera. Pero esto le planteaba un problema. Algo le decía a Scott que el aparato era mucho más complicado que el motor que había desmantelado diestramente el viernes anterior.
Pero ningún niño deja una caja sin abrir, a menos que lo lleven a la rastra. Scott sondeó más a fondo. Los ángulos de esa cosa eran raros. Un cortocircuito, probablemente. Por eso... ¡Ay! El cortaplumas resbaló. Scott se sorbió el pulgar y soltó una blasfemia.
Tal vez era una caja de música.
Scott no tenía por qué afligirse. Los circuitos habrían confundido a Einstein y enfurecido a Steinmetz. Claro, el problema era que la caja todavía no había ingresado del todo en el continuo espacio-temporal donde existía Scott, y por lo tanto no podía ser abierta. Al menos no hasta que Scott sacara la no-hélice helicoidal de esa posición martillándola con una roca adecuada.
De hecho, la separó a martillazos del contacto con la cuarta dimensión, y la arrancó de la suspensión espacio-temporal. Hubo un chasquido vibrante. La caja cimbró ligeramente y quedó inmóvil. Su existencia dejó de ser parcial. Y entonces Scott pudo abrirla con facilidad.
Lo primero que vio fue el casco blando, tejido, pero lo descartó sin mucho interés. Era sólo un gorro. Luego levantó un bloque de cristal cuadrangular y transparente, tan pequeño que le cabía en la palma, y demasiado pequeño para contener esa maraña de objetos. En un momento Scott había resuelto el problema. El cristal era una especie de lente de aumento que magnificaba las cosas que había dentro del bloque. Eran cosas extrañas, además. Gente en miniatura, por ejemplo.
Se movían. Como autómatas, pero menos rígidamente. Era como ver una obra de teatro. A Scott no le interesaban los trajes, pero le fascinaba lo que hacían. Estaban construyendo una casa. Scott deseó que se quemara para ver cómo apagaban el fuego.
Brotaron llamas de la estructura a medio terminar. Los autómatas, con muchos artefactos estrafalarios, extinguieron el incendio.
Scott no tardó en comprender. Pero estaba un poco preocupado. Los maniquíes le obedecían los pensamientos. Cuando se dio cuenta, se asustó y tiró el cubo.
Cuando subía por la ribera lo pensó de nuevo y se volvió. El cristal brillaba al sol, medio hundido en el agua. Era un juguete; Scott, con el instinto infalible de un niño, lo adivinó. Pero no lo recogió inmediatamente. En cambio, regresó hacia la caja y siguió investigando su contenido.
Encontró algunos artefactos realmente notables. La tarde pasó rápidamente. Por último, Scott guardó los juguetes en la caja y la cargó hasta la casa, gruñendo y bufando. Cuando llegó a la puerta de la cocina, tenía la cara completamente roja.
Escondió el hallazgo en el fondo de un armario, en su cuarto de arriba. Pero se metió en el bolsillo el cubo de cristal, donde también tenía guardado un trozo de alambre, algunos centímetros de cordel, dos monedas, un bollo de papel de aluminio, un sello de correos mugriento y un guijarro de feldespato. Emma, su hermanita de dos años, salió del vestíbulo con pasitos tambaleantes y le dijo:
—¡Hola!
—Hola, babosa —saludó Scott desde su altura de siete años y algunos meses; trataba a Emma con desdeñoso paternalismo, pero ella no distinguía la diferencia. Pequeña y rechoncha, se tumbó en la alfombra y se miró lastimeramente los zapatos con sus ojazos enormes.
—¿Me los atas?
—Torpe —le dijo amablemente Scott, pero le ató los cordones—. ¿Ya está lista la cena?
Emma asintió.
—Muéstrame las manos.
Asombrosamente estaban bastante limpias, aunque tal vez no impecables.
Scott se miró pensativamente las propias manazas, hizo una mueca reprobatoria y se metió en el cuarto de baño, donde se lavó apresuradamente. Los renacuajos habían dejado rastros.


Dennis Paradine y su esposa Jane tomaban un cóctel en la sala antes de cenar. Él era un hombre maduro, de aspecto juvenil, pelo lacio y gris y cara flaca y fruncida. Enseñaba filosofía en la universidad. Jane era menuda, pulcra, morena y muy bonita. Sorbió el Martini y dijo:
—¿Te gustan mis zapatos nuevos?
—Por el crimen —brindó distraídamente Paradine—. ¿Eh? ¿Zapatos? Ahora no. Espera a que termine esto. Hoy he tenido un mal día.
—Exámenes.
—Sí. La flamígera juventud que se remonta hacia la madurez. Que se mueran todos. Y con mucho sufrimiento. Inhs’ Allah...
—Quiero la aceituna —pidió Jane.
—Ya sé —dijo resignadamente Paradine—. Hace años que no pruebo una. En un Martini, quiero decir. Aunque te ponga seis en el vaso, nunca estás satisfecha.
—Quiero la tuya. Hermandad de sangre. Simbolismo. Por eso. 
Paradine observó sombríamente a su esposa y cruzó las piernas.
—Hablas como mis alumnos.
—¿Tal vez como la insinuante Betty Dawson…? —Jane mostró las uñas—. ¿Todavía te persigue con esa mirada ultrajante?
—Así es. Esa niña es todo un caso psicológico. Por suerte no es hija mía. Si lo fuera... —Paradine cabeceó significativamente—. Conciencia sexual y demasiadas películas. Supongo que todavía cree que podrá aprobar el curso mostrándome las rodillas. Que de paso, son bastante huesudas.
Jane se acomodó la falda con aire de orgullo complaciente. Paradine se incorporó y sirvió otra vuelta de Martini.
—Sin ironía, no veo el objeto de enseñar filosofía a esos simios. Todos tienen la edad menos indicada. Sus costumbres, sus métodos de pensar, ya están establecidos. Son espantosamente reaccionarios, aunque no lo admitan. Las únicas personas que pueden comprender la filosofía son los adultos maduros o los niños como Emma y Scotty.
—Bien, no inscribas a Scotty en tu curso —pidió Jane—. No está preparado para ser un Philosophiae Doctor. Los niños prodigio no me interesan, y menos si se trata de mi hijo.
—Probablemente a Scotty le iría mejor que a Betty Dawson —refunfuñó Paradine.
—"Murió a los cinco años, un viejo senil" —citó Jane con aire soñador—. Quiero tu aceituna.
—Toma. De paso, me gustan tus zapatos.
—Gracias. Aquí viene Rosalie. ¿La cena...?
—Sí, ya está lista, señora Paradine —dijo Rosalie con una reverencia—. Llamaré a los pequeños.
—Yo me encargaré —Paradine se asomó al cuarto contiguo y rugió—: ¡Niños! ¡Abajo!
Unos piececitos bajaron las escaleras. Apareció Scott, limpio y lustroso, un mechón rebelde apuntando al cénit. Lo seguía Emma, pisando cuidadosamente cada peldaño. A mitad del camino abandonó el intento de descender erguida y se volvió para completar la tarea como un mono, contoneando laboriosamente el pequeño trasero. Paradine contemplaba el espectáculo fascinado, hasta que se tambaleó bajo el impacto del cuerpo de su hijo.
—¡Hola, papá! —chilló Scott.
Paradine recobró el equilibrio y observó a Scott con dignidad.
—Hola. Llévame al comedor. Me has dislocado por lo menos una articulación de la cadera.
Pero Scott ya se precipitaba a la habitación contigua, donde pisoteó los zapatos nuevos de Jane en un éxtasis afectivo, farfulló unas disculpas y corrió a sentarse a la mesa. Paradine enarcó las cejas al entrar. La mano regordeta de Emma le aferraba desesperadamente el índice.
—¿En qué habrá andando este demonio?
—En nada bueno, probablemente —suspiró Jane—. Hola, querida. Muéstrame las orejas.
—Están limpias. Mickey me las lamió.
—Bien, la lengua de ese Airedale está mucho más limpia que tus orejas —dedujo Jane mientras la examinaba rápidamente—. De todos modos, si puedes oír, la mugre es sólo superficial.
—¿Fisal?
—Quiero decir que no es mucha.
Jane arrastró a su hija hasta la mesa y le acomodó las piernas en una silla alta. Hacía poco que Emma había alcanzado el honor de cenar con el resto de la familia, y como comentaba Paradine, la idea la llenaba de orgullo. Sólo los bebés desparraman la comida, le había dicho a Emma; en consecuencia, hacía esfuerzos tan penosos para llevarse la cuchara a la boca que a Paradine se le crispaban los nervios de sólo mirarla.
—Lo ideal para Emma sería una cinta transportadora —sugirió, apartando una silla para jane—. Pequeños cubos de espinaca llegándole a la cara con intervalos regulares.
La cena prosiguió sin novedad hasta que Paradine echó una ojeada al plato de Scott.
—¿Qué te pasa? ¿Estás asqueado? ¿Te atragantaste con el almuerzo? 
Scott examinó reflexivamente la comida que le quedaba en el plato.
—Ya he comido suficiente, papá —explicó.
—Normalmente comes todo lo que puedes, y mucho más —dijo Paradine—. Sé que los niños que están creciendo necesitan varias toneladas de alimento por día, pero esta noche no te has lucido demasiado. ¿Te sientes bien?
—Sí, de veras. He comido lo suficiente.
—¿Todo lo que querías?
—Claro. Ahora tengo menos apetito porque como de otra manera.
—¿Algo que te enseñaron en la escuela? —pregunto Jane. Scott meneó la cabeza solemnemente.
—Nadie me lo enseñó. Lo descubrí solo. Con el agua de la boca.
—A ver... Otra vez —sugirió Paradine—. No es la palabra correcta.
—Eh... Saliva. ¿Sí?
—Sí. ¿Más pepsina? ¿Hay más pepsina en los jugos salivares, Jane? No recuerdo.
—En los míos hay veneno —recalcó Jane—. Rosalie ha vuelto a moler mal el puré.
Pero Paradine estaba interesado.
—Quieres decir que estás aprovechando al máximo lo que comes, sin desperdiciar nada, y comiendo menos, ¿no es cierto?
Scott reflexionó.
—Creo que sí. No es sólo el ag... la saliva. Mido la cantidad que me llevo a la boca y calculo con cuánto debo mezclarla. No sé. Simplemente lo hago.
—Hm-m-m —dijo Paradine, tomando nota del asunto—. Una idea bastante revolucionaria. 
Los niños a menudo tienen ideas delirantes, pero ésa no parecía tan desatinada. Frunció los labios:
—Supongo que eventualmente la gente ha de comer muy distinto. Me refiero a la forma de comer, no sólo a qué. A qué come, quiero decir. Jane, nuestro hijo promete ser un genio.
—¿Ah, sí?
—Su observación dietética es bastante interesante. ¿Lo has descubierto solo, Scott?
—Claro —dijo el niño, y lo creyó de veras.
—¿De dónde has tomado la idea?
—Oh, yo... —Scott se retorció en la silla—. No sé. No creo que tenga mucha importancia.
Paradine se sintió defraudado sin una razón justa.
—Pero sin duda...
—¡S-s-s-saliva! —chilló Emma, soltando un berrido imprevisto—. ¡Saliva! 
Trató de hacer una demostración, pero sólo atinó a mancharse el babero.
Con aire resignado, Jane rescató y reprendió a la hija, mientras Paradine observaba a Scott con interés y perplejidad. Pero no fue hasta después de la cena, en la sala, cuando ocurrió algo más.
—¿Tienes deberes?
—N-no —dijo Scott, ruborizado. Para disimular su embarazo, sacó del bolsillo un objeto que había hallado en la caja y se puso a desplegarlo. El resultado parecía un teseracto con cuentas engarzadas. Paradine no lo vio al principio, pero Emma sí. Quiso jugar con él.
—No. Suelta, babosa —ordenó Scott—. Puedes mirarme a mí. 
Tanteó las cuentas mientras murmuraba para sí mismo. Emma extendió el índice rollizo y aulló.
—Scotty —advirtió Paradine.
—Yo no la he lastimado.
—Me mordió. Esa cosa —se quejó Emma.
Paradine alzó la mirada. Arrugó el ceño. ¿Qué demonios...?
—¿Eso es un ábaco? —preguntó—. Déjame verlo, por favor.
Un poco a regañadientes, Scott le alcanzó el objeto al padre. Paradine parpadeó.
El "ábaco", desplegado, tenía más de treinta centímetros cuadrados, y se componía de alambres delgados y rígidos que se entrelazaban aquí y allá. En los alambres estaban engarzadas las cuentas. Podían deslizarse de un lado al otro y de un soporte al otro, aun en las uniones. Pero una cuenta perforada no podía cruzar alambres entrelazados.
O sea que, al parecer, no estaban perforadas. Paradine miró con más atención. Cada pequeña esfera tenía un surco alrededor, de tal modo que podía girar y deslizarse sobre el alambre al mismo tiempo. Paradine trató de quitar una, pero parecía adherida magnéticamente. ¿Hierro? Parecía plástico, más bien.
La estructura misma... Paradine no era matemático, pero los alambres eran algo alarmante en su ridícula falta de lógica euclidiana. Eran un laberinto. Tal vez el objeto era eso, un juego de ingenio.


—¿Dónde lo has conseguido?
—Me lo dio tío Harry —Scott dijo lo primero que se le ocurrió—. El domingo pasado, cuando vino a la ciudad.
Tío Harry estaba fuera de la ciudad, y Scott lo sabía perfectamente; a los siete años un niño aprende pronto que los caprichos de los adultos siguen un patrón definido, y que el origen de los regalos los ponen fastidiosos. Además, tío Harry no regresaría en varias semanas más; la expiración de ese plazo era inimaginable para Scott, o al menos el hecho de que una mentira terminara por ser descubierta le importaba menos que las ventajas de que le permitieran conservar el juguete.
Paradine se sintió cada vez más confundido cuando intentó manipular las cuentas. Los ángulos eran vagamente ilógicos. Era como un juego de ingenio. Esa cuenta roja, si se la empujaba a lo largo de ese alambre hasta esa unión, tenía que llegar hasta allí... Pero no llegaba. Un laberinto. Extraño, pero sin duda instructivo. Paradine presentía, y con razón, que él mismo no tendría la paciencia necesaria.
Scott sí, en cambio. Y se retiró a un rincón para jugar con las cuentas entre gestos y murmuraciones. Las cuentas mordían de veras cuando Scott elegía mal o trataba de empujarlas en una dirección errada.
—¡Lo he logrado, papá! —gritó al fin, exultante.
—¿Eh? ¿Qué? Veamos. 
Para Paradine el objeto lucía igual que antes. Pero Scott lo señalaba radiante.
—La hice desaparecer.
—¿No está allí?
—Esa cuenta azul. Ha desaparecido.
Paradine no le creyó, así que se limitó a refunfuñar. Scott examinó nuevamente la estructura. Experimentó. Esta vez no hubo descargas, ni siquiera una leve. El ábaco le había enseñado el método correcto. Ahora era él quien debía darse maña. De algún modo, los ángulos estrambóticos de los alambres parecían menos desconcertantes.
Era un juguete muy instructivo.
Funcionaba, pensó Scott, en forma semejante al cubo de cristal. Recordó el objeto y lo cogió del bolsillo, luego le cedió el ábaco a Emma, que brincó de alegría.
De inmediato Emma se puso a empujar las cuentas, esta vez sin protestar contra las descargas —que en realidad eran muy leves—, e imitativa, logró hacer desaparecer una cuenta casi con la misma rapidez que Scott. La cuenta azul había vuelto a aparecer, pero Scott no se dio cuenta; se había retirado premeditadamente a un ángulo entre el canapé y un sillón muy mullido, y se entretenía con el cubo.
Adentro de la cosa estaban los hombrecillos, maniquíes diminutos agigantados por las características del cristal. Se movían como antes. Construían una casa. Estallaba un incendio, con llamas muy convincentes. Pero esta vez los hombrecillos se quedaban esperando.
—¡Apágenlo! —bufó Scott.
Pero no ocurrió nada. ¿Dónde estaba esa extraña autobomba de brazos giratorios que había aparecido antes? Aquí estaba. Apareció veloz en la imagen y se detuvo. Scott la apremió.
Era muy divertido. Los pequeñines realmente hacían lo que Scott ordenaba mentalmente. Si cometía un error, esperaban a que él encontrara la solución. Y aun más, le planteaban problemas nuevos.
El cubo también era un juguete muy instructivo. Enseñaba con rapidez alarmante, y enseñaba divirtiendo. Pero todavía no le brindaba ningún conocimiento realmente nuevo. No estaba preparado. Más tarde... Más tarde...

Emma se hartó del ábaco y fue a buscar a Scott. No pudo encontrarle, ni siquiera en el cuarto. Pero allí le intrigó el contenido del armario. Descubrió la caja. Hizo un verdadero hallazgo: Un muñeco que Scott ya había visto pero había desechado desdeñosamente. Gorjeando, Emma llevó el muñeco abajo, se encuclilló en medio de la sala y se puso a desarmarlo.
—¡Querida! ¿Qué es eso?
—¡Señor Oso!
Obviamente no era el Señor Oso, ciego y desorejado pero reconfortante en su blanda gordura. Pero para Emma todos los muñecos se llamaban Señor Oso.
Jane Paradine titubeó.
—¿Se lo has quitado a otra niña?
—No. Es mío.
Scott salió de su escondite y guardó el cubo en el bolsillo.
—Eh... Lo trajo tío Harry. El domingo pasado.
—¿Te lo dio tío Harry, Emma?
—Me lo dio a mí, para Emma —se apresuró a decir Scott, añadiendo otra piedra a su cimiento de mentiras.
—Lo romperás, querida.
Emma le dio el muñeco a la madre.
—Se desarma, ¿ves?
—¿A ver? ¡Oh!
Jane contuvo el aliento. Paradine alzó la vista rápidamente.
—¿Qué ocurre?
Ella le alcanzó el muñeco, titubeó y luego entró en el comedor dirigiéndole a su esposo una mirada significativa. Él la siguió y cerró la puerta. Jane ya había colocado el muñeco sobre la mesa.
—¿No es muy bonito, verdad Dennis?
—Hm-m-m —a primera vista era más bien desagradable. Daba la impresión de un muñeco anatómico para una escuela de medicina, pero un juguete...
El objeto se desarmaba por partes: Piel, músculos, órganos, todo en miniatura, pero perfecto, por lo que Paradine podía apreciar. Le interesó.
—No sé. Estas cosas no tienen las mismas connotaciones para un niño.
—Mira ese hígado. ¿Es un hígado?
—Claro. Mira, yo... Qué curioso.
—¿Qué?
—No es anatómicamente perfecto, después de todo —Paradine acercó una silla—. El aparato digestivo es demasiado corto. No tiene intestino grueso. Ni apéndice.
—¿Te parece que esto es para Emma?
—A mí, por lo pronto, no me molestaría tenerlo —dijo Paradine—. ¿De dónde diablos lo habrá traído Harry? No, no le veo nada de dañino. Los adultos están condicionados para reaccionar con disgusto ante las vísceras. Los chicos no. Se imaginan que por dentro son sólidos como una patata. Emma puede obtener un buen conocimiento funcional de fisiología con este muñeco.
—¿Pero eso qué es? ¿Nervios?
—No, los nervios son éstos. Aquí están las arterias, aquí las venas. Qué aorta tan rara —Paradine parecía intrigado—. Eso... ¿cómo se dice en latín? ¿Rita? ¿Eh? ¿Rata?
Jane se aventuró al azar.
—Rales…
—Eso es una especie de aparato respiratorio —dijo Paradine, concluyente—. No logro comprender qué es esta red luminosa. Atraviesa todo el cuerpo, como los nervios.
—Sangre.
—No. No es circulatorio, no es neural. ¡Qué raro! Parece conectado con los pulmones.
Desconcertados, siguieron examinando al extraño muñeco. Estaba hecho con gran perfección de detalles y por eso llamaba la atención con sus anomalías fisiológicas.
—Espera que voy a buscar el Gould —dijo Paradine, y enseguida estaba comparando el muñeco con croquis anatómicos. Lo único que logró fue asombrarse más.
Pero era más divertido que un juego de ingenio.
Entretanto, en el cuarto contiguo, Emma deslizaba las cuentas del ábaco. Los movimientos ya no le parecían tan extraños. Ni siquiera cuando las cuentas desaparecían. Casi podía seguir esa nueva dirección, así...
Scott jadeaba mirando fijamente el cubo de cristal y dirigiendo mentalmente, con muchos pasos en falso, la construcción de un edificio un poco más complejo tal vez que el que se había incendiado. También él estaba aprendiendo, condicionándose.

El error de Paradine, desde un punto de vista absolutamente antropomórfico, consistió en no librarse inmediatamente de los juguetes. No percibió la significación que tenían, y cuando entendió la situación ya se le había escapado de las manos. El tío Harry seguía fuera de la ciudad, de modo que Paradine no podía consultarle. Además, estaba en período de exámenes, lo que significaba un arduo esfuerzo mental y un agotamiento total por la noche.
Jane estuvo ligeramente enferma una semana. Emma y Scott disponían de los juguetes a su antojo.
—¿Qué es solazo, papá? —preguntó Scott al padre una noche.
—¿Solazo? ¿De sol? 
Scott vaciló.
—No. Me parece que no, aunque tal vez tenga algo que ver.
—Solazo debería ser un sol que calienta muy fuerte, ¿de acuerdo?
—Entonces no comprendo —farfulló Scott, se fue con la cara preocupada y se puso a jugar con el ábaco. Ahora ya se manejaba con toda soltura. Pero, con el instinto de los niños para eludir las interrupciones, él y Emma normalmente jugaban en privado con los objetos. No en forma evidente, desde luego. Pero los experimentos más intrincados nunca los realizaban en presencia de adultos.
Scott aprendía rápido. Lo que ahora veía en el cubo de cristal guardaba poca relación con los problemas sencillos del comienzo. Pero eran fascinantemente técnicos. Si Scott hubiera advertido que le estaban guiando y supervisando la educación —aunque de manera bastante mecánica—, probablemente habría perdido el interés. De esta manera, jamás perdía la iniciativa.


El ábaco, el cubo, el muñeco y otros juguetes que los niños hallaron en la caja... Ni Paradine ni Jane tenían idea del efecto que el contenido de la máquina del tiempo estaba ejerciendo sobre los niños. ¿Cómo iban a tenerla? Los pequeños dramatizan instintivamente, para protegerse. Aún no se han adecuado a las exigencias, para ellos parcialmente inexplicables, de un mundo maduro. Además, las variables humanas les complicaban la vida. Una persona les dice que pueden jugar en el barro, pero cuando caven no deben arrancar flores ni arbustos. Otras prohibiciones adultas se contradicen mutuamente. Los Diez Mandamientos no están tallados en piedra. Varían. Y los niños están a merced del capricho de quienes los conciben y alimentan y visten. Y tiranizan. El animal joven no reniega de esa tiranía benevolente, pues es parte esencial de la naturaleza. Pero él es, sin embargo, un individualista, y conserva la integridad luchando sutil y pasivamente.
Frente a los adultos cambia. Como un actor en escena. Cuando se acuerda, se esfuerza por agradar, y también por llamar la atención. Esos esfuerzos no son desconocidos a la madurez. Pero los adultos son menos obvios. Para otros adultos. Cuesta admitir que los niños carecen de sutileza. Los niños son diferentes de los animales maduros porque piensan de otra manera. Podemos desenmascararlos con cierta facilidad, pero ellos pueden hacer lo mismo con nosotros. Un niño puede destruir sin piedad las comedias de los adultos. La iconoclastia es una prerrogativa de los niños.
La idiotez, por ejemplo. Las amenidades de la vida social, exageradas casi hasta el absurdo. El gigoló. "¡Qué savoir faire! ¡Qué galantería!". La viuda y la beldad rubia a menudo se impresionan. Los hombres hacen comentarios menos agradables. Pero los niños van directamente al grano: "¡Qué imbécil!".
¿Cómo puede un ser humano inmaduro comprender el complejo sistema de las relaciones sociales? Imposible. Para él, una exageración de la cortesía natural es imbécil. En su estructura funcional de estilos vitales, es rococó. Es un animalejo egoísta que no puede imaginarse en el lugar de otro, y menos de un adulto. Una unidad cerrada, casi perfectamente natural, con las necesidades atendidas por otros, el niño se parece mucho a una criatura unicelular flotando en la corriente sanguínea: Le llevan el alimento, le limpian los desechos.
Desde el punto de vista de la lógica, un niño es horriblemente perfecto. Un bebé debe ser aún más perfecto, pero es tan extraño para un adulto que sólo pueden aplicársele términos comparativos superficiales. Los procesos de pensamiento de un bebé son completamente inimaginables. Pero los bebés piensan, aun antes del nacimiento. En el vientre se mueven y duermen, no sólo por instinto. Estamos condicionados para reaccionar peculiarmente ante la idea de que un embrión apenas desarrollado pueda pensar. Nos sorprendemos, sentimos ganas de reír y rechazo. Nada de lo humano es ajeno.
Pero un bebé no es humano. Un embrión es mucho menos humano.
Por eso, tal vez, Emma aprendió de los juguetes mucho más que Scott. Él podía comunicar sus pensamientos. Y desde luego, Emma no, salvo en fragmentos crípticos. Como los garabatos.
Si a un pequeño le damos un lápiz y un papel, dibuja algo que para él luce diferente que para un adulto. Los garabatos absurdos se parecen poco a una autobomba, pero para el niño son una autobomba. Quizás hasta sea tridimensional. Los pequeños piensan diferente y ven diferente.
Paradine meditaba sobre el asunto una noche, mientras leía el diario y observaba cómo se comunicaban Emma y Scott. Scott interrogaba a la hermana. A veces lo hacía en inglés. Con más frecuencia recurría a una jerigonza y a las señas. Emma trataba de responder, pero la diferencia era muy grande.
Finalmente Scott trajo un lápiz y un papel. A Emma le gustó la idea. Con mucha cautela, escribió un laborioso mensaje. Scott tomó el papel, lo examinó y frunció el ceño.
—No está bien, Emma —dijo.
Emma cabeceó vigorosamente. Tomó el lápiz de nuevo y trazó otros garabatos. Scott los estudió un rato, finalmente sonrió con cierta vacilación y se levantó. Se fue al vestíbulo. Emma volvió al ábaco.
Paradine se levantó y echó una ojeada al papel, con el imposible temor de que Emma hubiera aprendido caligrafía de golpe. Pero no. El papel estaba plagado de garabatos ininteligibles, de un tipo familiar para cualquier padre. Paradine frunció los labios.
Tal vez fuera un gráfico que mostraba las variaciones mentales de una cucaracha maníaco-depresiva, pero lo más probable es que no. Aún así, individualmente significaba algo para Emma. El Señor Oso, quizá.
Scott regresó con aire satisfecho. Intercambió una mirada con Emma y asintió.
Paradine sintió el cosquilleo de la curiosidad.
—¿Secretos?
—No. Emma... eh... me pidió que le hiciera algo.
—Oh.
Paradine, recordando ejemplos de niños que habían balbuceado en lenguas desconocidas azotando a los lingüistas, decidió guardar el papel cuando los niños terminaran con él. Al día siguiente, en la universidad, le mostró el garabato a Elkins, un profundo conocedor de muchas lenguas exóticas. Pero la aventura literaria de Emma sólo le divirtió.
—Aquí tienes una versión libre, Dennis: Comillas. No sé qué significa esto, pero le hace devanar los sesos a mi padre. Comillas.
Los dos hombres rieron y fueron a sus clases. Pero más tarde, Paradine recordaría el incidente. Especialmente después de conocer a Holloway.
Aunque antes habrían de pasar meses para que la situación se acercara, aún más, al desenlace.
Tal vez Paradine y Jane habían manifestado demasiado interés en los juguetes. Emma y Scott se habituaron a mantenerlos ocultos, a jugar con ellos sólo en privado. Nunca lo hacían abiertamente, sino con discreta cautela. No obstante, Jane estaba algo preocupada. Una noche se lo comentó a Paradine.
—Ese muñeco que Harry le dio a Emma.
—¿Sí?
—Hoy estuve en el centro y traté de averiguar de dónde venía. Nada.
—Posiblemente Harry lo ha comprado en Nueva York.
Jane no quedó convencida.
—También pregunte por los otros juguetes. Me mostraron toda la mercadería. Johnson’s es una tienda grande, tú sabes. Pero no hay nada parecido al ábaco de Emma.
—Hm-m-m. 
Paradine no estaba muy interesado. Esa noche tenían entradas para un espectáculo, y se estaba haciendo tarde. Por el momento no hablaron más del asunto.
Más tarde surgió otra vez, cuando una vecina telefoneó a Jane.
—Scotty nunca se ha portado así, Dennis. La señora Burns dice que le dio un susto tremendo a Francis...
—¿Francis? ¿Ese gordito mequetrefe, verdad? Como el padre. Una vez le partí la nariz a Burns para defenderlo, cuando éramos estudiantes.
—Deja de alardear y escucha —dijo Jane, mezclando un trago—. Scotty le mostró a Francis algo que le asustó. ¿No te parece que...?
—Supongo que sí —Paradine escuchó; los ruidos en la habitación contigua le indicaron el paradero de su hijo—. ¡Scott!
—Bang —dijo Scott, y entró sonriendo—. Los maté a todos. Piratas del espacio. ¿Me llamabas, papá?
—Sí. Si no te importa dejar a los piratas del espacio sin sepultar por unos minutos. ¿Qué le has hecho a Francis Burns?
Los ojos azules de Scott reflejaron un increíble candor.
—¿Cómo?
—Haz un esfuerzo. Estoy seguro de que podrás recordarlo.
—Eh. Oh, eso. No le he hecho nada, no. Lo juro. Simplemente le mostré mi televisor, y eso le asustó.
—¿Televisor?
Scott extrajo el cubo de cristal.
—Bueno... No exactamente... ¿Lo ves?
Paradine examinó el objeto, sorprendido por el aumento. Pero todo lo que podía ver era un laberinto de diseños de color, sin significación.
—El tío Harry...
Paradine se acercó al teléfono. Scott tragó saliva.
—¿El... el tío Harry ha vuelto?
—Sí.
—Bien. Tengo que darme un baño. —Scott se dirigió a la puerta. Paradine intercambió una mirada con Jane y asintió.
Harry estaba en casa, pero negó saber nada sobre los extraños juguetes. Con cierta hosquedad, Paradine le pidió a Scott que bajara todos los juguetes de su habitación. Finalmente, estuvieron todos alineados sobre la mesa: El cubo, el ábaco, el muñeco, la gorra que parecía un casco y otros artefactos misteriosos. Scott fue interrogado. Resistió valerosamente durante un tiempo, pero al final cedió y se puso a chillar, hipando una confesión.
—Trae la caja donde venían esas cosas —ordenó Paradine—. Después, a la cama.
—¿No... ¡hip!... no vas a castigarme, papá?
—Por hacer novillos y mentir, sí. Ya conoces las reglas. Ninguna salida durante dos semanas. Ninguna gaseosa, tampoco.
Scott moqueó.
—¿Te vas a guardar mis cosas?
—Todavía no lo sé.
—Bien... Buenas noches, papá. Buenas noches, mamá.
Después que el niño subiera, Paradine acercó una silla a la mesa y examinó atentamente la caja. Tanteó pensativo los circuitos. Jane miraba.


—¿Qué es, Dennis?
—No sé. ¿Quién dejaría una caja de juguetes junto al arroyo?
—Tal vez cayera de algún coche.
—No en ese lugar. La carretera no se acerca al arroyo al norte del puente del ferrocarril. Hay terrenos desiertos, nada más.
Paradine encendió un cigarrillo.
—¿Un trago, querida?
—Enseguida lo preparo —Jane se puso manos a la obra, preocupada; le puso un vaso a Paradine y se quedó detrás de él, pasándose los dedos por el cabello—. ¿Algún problema?
—Claro que no... Sólo que... ¿de dónde habrán salido estos juguetes?
—En Johnson’s no sabían. Reciben la mercadería desde Nueva York.
—También estuve investigando —admitió Paradine—. El muñeco me preocupa un poco —Lo palpó—. Un trabajo a medida, quizá. Pero ojalá supiera quién los ha hecho.
—¿Un psicólogo? Ese ábaco. ¿No los usan para hacer exámenes? 
Paradine chasqueó los dedos.
—¡Exacto! Y oye, la semana que viene dan una conferencia en la universidad. Es un tipo llamado Holloway, psicólogo infantil. Un personaje importante, con una gran reputación. Tal vez sepa algo al respecto.
—¿Holloway? Yo no...
—Rex Holloway. Es... Hm-m-m..., no vive lejos de aquí. ¿No crees que él mismo pudo haber encargado estos objetos?
Jane estaba examinando el ábaco. Hizo una mueca de disgusto.
—Si él los ha pedido, no me parece simpático. Pero fíjate si puedes averiguarlo, Dennis.
Paradine asintió.
—Lo haré. 
Bebió el cóctel arrugando el ceño; estaba vagamente preocupado, pero no tenía miedo... todavía.

Rex Holloway era un hombre gordo y lustroso y calvo, con gafas gruesas encima de cejas gruesas y negras como orugas velludas. Una semana más tarde Paradine le invitó a cenar a casa. Holloway aparentaba no mirar a los niños, pero no les perdía pisada. Los ojos grises, taimados y brillantes registraban cada detalle.
Los juguetes le fascinaron. Los tres adultos se reunieron alrededor de la mesa de la sala, donde habían puesto los juguetes. Holloway los estudió cuidadosamente mientras escuchaba el relato de Jane y Paradine. Al fin salió de su mutismo.
—Me alegra haber venido aquí esta noche. Aunque no del todo. Esto es muy perturbador, ¿saben?
—¿Qué? —Paradine le miró fijamente. A Jane la consternación se le pintó en la cara. Las siguientes palabras de Holloway tampoco fueron nada sedantes.
—Nos enfrentamos a la locura —La alarma que demostraron hizo sonreír a Holloway—. Todos los niños son locos, desde un punto de vista adulto. ¿Han leído Huracán en Jamaica, de Hughes?
—Lo tengo. 
Paradine sacó el librito del anaquel. Holloway tendió la mano y hojeó el volumen hasta encontrar el párrafo que buscaba. Leyó en voz alta:
—"Los niños, desde luego, no son humanos: Son animales y poseen una cultura muy antigua y ramificada, igual que los gatos, los peces y aun las serpientes; es de la misma clase, pero mucho más compleja y vívida, pues los niños son, después de todo, una de las especies más evolucionadas de los vertebrados inferiores. En pocas palabras, los niños tienen mentes que pueden funcionar en términos y categorías propias que no pueden ser traducidas a los términos y categorías de la mente humana".
Jane trató de tomarlo con calma, pero no pudo.
—¿No querrá usted decir que Emma...?
—¿Podría pensar como su hija? —preguntó Holloway—. Escuche: "Es tan imposible pensar como un bebé como pensar como una abeja".
Paradine mezcló unos tragos.
—Está teorizando demasiado, ¿no le parece? —dijo por encima del hombro—. Si le entiendo bien, usted sugiere que los bebés poseen una cultura propia, incluso un alto nivel de inteligencia.
—No necesariamente. No hay criterios de medición, ¿entiende? Todo lo que digo es que los bebés piensan en términos distintos de los nuestros, no necesariamente mejor pues ésa es una cuestión de valores relativos. Hablo de una extensión diferente —torció la boca buscando una expresión adecuada.
—Fantasías —dijo Paradine con cierta rudeza, pero preocupado por la reacción de Emma—. Los bebés no poseen sentidos diferentes de los nuestros.
—¿Quién ha dicho que sí? —preguntó Holloway—. Utilizan la mente de otra manera, es todo. ¡Pero es bastante!
—Estoy tratando de comprender —dijo lentamente Jane—. Sólo puedo pensar en mi batidora. Puede moler patatas y mantequilla, pero también puede exprimir naranjas.
—Algo por el estilo. El cerebro es coloide, una máquina muy complicada. No sabemos demasiado sobre su potencial y ni siquiera sabemos cuánto puede abarcar. Pero sí sabemos que la mente sufre condicionamientos con la maduración del animal humano. Sigue ciertos teoremas familiares, y a partir de allí fundamenta todo pensamiento en esquemas que se dan por bastante sobreentendidos. Miren esto — Holloway tocó el ábaco—. Ha experimentado usted con él, ¿verdad?
—Un poco —dijo Paradine.
—Pero no demasiado, ¿eh?
—Bien...
—¿Por qué no?
—No tiene sentido —se quejó Paradine—. Hasta un juego debe tener cierta lógica, y esos ángulos disparatados...
—Su mente está euclidianamente condicionada —dijo Holloway—. De modo que esta cosa nos aburre y nos parece sin sentido. Pero un niño no sabe nada de Euclides. Una geometría diferente de la nuestra no le resultaría ilógica. Él cree en lo que ve.
—¿Trata de decirme que este objeto tiene una extensión cuatridimensional? —preguntó Paradine.
—No visualmente, en todo caso —negó Holloway—. Todo lo que puedo decir es que nuestras mentes, condicionadas euclidianamente, no pueden ver aquí más que una ilógica maraña de alambres. Pero un niño, especialmente un bebé, podría ver más. No al principio. Sería un juego, por supuesto. Sólo que el niño no sería entorpecido por el exceso de ideas preconcebidas.
—La esclerosis de las arterias del pensamiento —exclamó Jane. Paradine no estaba convencido.
—¿Entonces un bebé podría elaborar cálculos mejor que Einstein? No, no quiero decir eso. Entiendo a dónde va usted, más o menos. Sólo que...
—Bien, mire. Supongamos que hay dos clases de geometría; no necesitamos más para ejemplificar. Nuestra clase, la euclidiana, y otra que llamaremos x. X no se relaciona mucho con Euclides. Se basa en teoremas diferentes. Dos y dos no tienen por qué sumar cuatro; podría equivaler a y2 o quizá no tenga equivalencia alguna. La mente de un bebé todavía no está condicionada, salvo por ciertos factores cuestionables de herencia y medio. Inicie al chico en Euclides...
—Pobre chico —dijo Jane. Holloway la miró de soslayo.
—La base de Euclides. Los bloques alfabéticos. La matemática, la geometría, el álgebra, vienen mucho después. Estamos familiarizados con ese desarrollo. Por otra parte, inicie al niño en los principios básicos de la lógica x.
—¿Bloques? ¿De qué tipo?
Holloway miró el ábaco.
—Para nosotros no tendría mucho sentido. Pero estamos condicionados euclidianamente.
Paradine se sirvió una buena medida de whisky.
—Es bastante terrible. Usted no lo limita a la matemática ni...
—¡Correcto! No lo limito de ningún modo. ¿Cómo podría? No estoy condicionado por la lógica x.
—Ésa es la respuesta —dijo Jane con un suspiro de alivio—. ¿Quién es? Haría falta gente muy extraña para hacer la clase de juguetes que usted al parecer sugiere que son éstos.
Holloway asintió, parpadeando tras los lentes gruesos.
—Esa gente puede existir.
—¿Dónde?
—Quizá prefiera mantenerse oculta.
—¿Superhombres?
—Ojalá lo supiera. Verá, Paradine. De nuevo tenemos el problema del criterio de medición. Según nuestras pautas, estos seres serían superdotados en ciertos aspectos. En otros, retrasados. No es una diferencia cuantitativa, es cualitativa. Piensan diferente. Y estoy seguro de que podemos hacer cosas que ellos no pueden.
—Quizá no querrían —dijo Jane.
Paradine toqueteó los circuitos chamuscados de la caja.
—¿Qué es esto? Implica...
—Un propósito, sin duda.
—¿Transporte?
—Es lo que uno piensa primero. En tal caso, la caja pudo venir de cualquier parte.
—¿De donde las cosas son diferentes? —preguntó lentamente Paradine.
—Exactamente. En el espacio o aun en el tiempo. No sé. Soy psicólogo. Y lamentablemente también estoy condicionado por Euclides.
—Debe ser un lugar extravagante, por cierto —dijo Jane—. Dennis, líbrate de estos juguetes.
—Es lo que me proponía. 
Holloway cogió el cubo de cristal.


—¿Han interrogado mucho a los niños?
—Sí —dijo Paradine—. Scott dijo que la primera vez que miró, había gente dentro del cubo. Ahora también le he preguntado...
—¿Qué dijo? —preguntó el psicólogo abriendo los ojos.
—Dijo que estaban construyendo un lugar. Palabras textuales. Le pregunté quiénes, ¿gente? Pero no supo explicarse.
—No, supongo que no —musitó Holloway—. Debe ser progresivo. Dígame, ¿cuánto tiempo hace que tienen estos juguetes?
—Unos tres meses, calculo.
—El tiempo suficiente. El juguete perfecto, verá usted, es instructivo y mecánico a la vez. Tendría que hacer cosas para interesar al niño y tendría que enseñar, en lo posible con disimulo. Al principio problemas simples. Más tarde...
—Lógica x —dijo Jane, pálida. Paradine maldijo entre dientes.
—¡Emma y Scott son perfectamente normales!
—¿Sabe usted cómo funciona la mente de ellos ahora? —Holloway no insistió. Tanteó el muñeco—. Sería interesante conocer las condiciones del lugar de donde provienen estas cosas. Pero la inducción no nos lleva muy lejos. Nos faltan muchos factores. No podemos imaginar un mundo basándonos sólo en el factor x, un medio adaptado a mentes que piensan en patrones x. Esta red luminosa dentro del muñeco. Podría ser cualquier cosa. Podría existir dentro de nosotros, aunque aún no la hayamos descubierto. Cuando encontremos la mancha correcta... —Se encogió de hombros—. ¿Qué le parece a usted?
Era una esfera carmesí de dos pulgadas de diámetro, con una protuberancia en la superficie.
—¿Qué quiere que le diga?
—¿Y a Scott? ¿Y a Emma?
—Yo no lo había visto hasta hace tres semanas. Luego Emma se puso a jugar con ella —Paradine se mordisqueó el labio—. Después, Scott se interesó.
—¿Qué es lo que hacen?
—Lo sostienen delante de ellos y lo mueven hacia adelante y hacia atrás. Ningún movimiento en particular.
—Ningún movimiento euclidiano —corrigió Holloway—. Al principio no podían entender el propósito del juguete. Necesitaban más educación para comprenderlo.
—Es horrible —dijo Jane.
—Para ellos no. Emma probablemente es más rápida que Scott para comprender x, pues la mente de ella todavía no está condicionada por este medio.
—Pero yo puedo recordar muchas cosas que hice cuando era niño —dijo Paradine—. Aun de bebé.
—¿Y bien?
—Yo... ¿Estaba loco entonces?
—Las cosas que usted no recuerda son el criterio de su locura —replicó Holloway—. Pero uso la palabra "locura" sólo como un símbolo cómodo para expresar la variante de la norma humana conocida, nuestra pauta arbitraria de cordura.
Jane puso el vaso en la mesa.
—Usted ha dicho que la inducción no nos llevaría muy lejos, señor Holloway. Pero tengo la impresión de que usted va muy lejos a partir de muy poco. Al fin y al cabo, estos juguetes...
—Soy psicólogo, y mi especialidad son los niños. No soy un lego. Estos juguetes significan mucho para mí, principalmente porque significan tan poco.
—Podría usted equivocarse.
—Bien, eso espero. Me gustaría examinar a los niños.
—¿Qué? —dijo Jane levantando los brazos.
Después de que Holloway le explicara, ella asintió, aunque todavía no muy convencida.
—Bien, de acuerdo. Pero no son cobayas.
El psicólogo agitó el aire con la mano rechoncha.
—¡Muchacha, por favor! No soy un Frankenstein. Para mí, el individuo es el factor primordial. Por algo trabajo con mentes. Si los pequeños tienen algún problema, quiero curarlos.
Paradine dejó el cigarrillo y observó lentamente cómo las volutas de humo azul oscilaban en una ráfaga imperceptible.
—¿Puede dar un pronóstico?
—Lo intentaré. Es todo cuanto puedo decirles. Si sus mentes vírgenes han sido sintonizadas en el canal x, es necesario reacondicionarlas. No digo que sea lo más sabio, aunque probablemente sí, de acuerdo con nuestras pautas. Después de todo, Emma y Scott tendrán que vivir en este mundo.
—Sí. Sí. No puedo creer que sea para tanto. Parecen bastante comunes, absolutamente normales.
—Superficialmente puede parecer así. No tienen motivos para actuar anormalmente, ¿verdad? ¿Y cómo podría usted diferenciar si piensan de otro modo?
—Los llamaré —dijo Paradine.
—Déle un carácter informal. No quiero que se pongan en guardia. Los juguetes, déjelos allí —aconsejó Holloway.
Cuando vinieron Emma y Scott, el psicólogo se las ingenió para trabar una conversación llana sin intentar un interrogatorio directo. Al dirigirse a Scott intercalaba de vez en cuando palabras clave; nada tan obvio como un test de asociación verbal, para eso se requiere cooperación.
El giro más interesante se presentó cuando Holloway tomó el ábaco.
—¿Por qué no me muestras cómo funciona? 
Scott titubeó.
—Sí, señor. Así —Hábilmente deslizó una cuenta a través del laberinto, en un curso sinuoso, y tan rápido que costaba distinguir si en verdad había desaparecido o no. Podía tratarse de prestidigitación. Luego, otra vez.
Holloway lo intentó. Scott observó frunciendo la nariz.
—¿Está bien así?
—No. Tiene que ir allí.
—¿Aquí? ¿Por qué?
—Bueno, es el único modo de hacerlo funcionar.
Pero Holloway estaba condicionado euclidianamente. Al parecer no había motivo para que la cuenta se deslizara de este alambre particular al otro. Parecía un factor azaroso. Además, notó de pronto Holloway, ése no era el camino que la cuenta había seguido anteriormente, cuando Scott manipulaba el objeto. Al menos, eso creía.
—¿Me lo muestras de nuevo?
Scott se lo mostró, y luego otra vez, cuando volvió a pedírselo. Holloway parpadeó. Sí, azaroso. Y una variable: Scott deslizaba la cuenta por un camino diferente en cada ocasión.
Por alguna razón, ninguno de los adultos podía distinguir si la cuenta desparecía o no. Si hubieran esperado verla desaparecer, quizás habrían reaccionado de otra manera.
Al final no resolvieron nada. Holloway parecía inquieto cuando se despidió.
—¿Puedo volver?
—Me gustaría que vuelva —le dijo Jane—. En cualquier momento. ¿Sigue pensando...?
Holloway asintió.
—Las mentes de los niños no reaccionan normalmente. No son nada tontos, pero tengo la extraordinaria impresión de que llegan a conclusiones de un modo incomprensible para nosotros. Como si utilizaran el álgebra cuando nosotros utilizamos la geometría. La misma conclusión, pero con un método diferente.
—¿Y los juguetes? —preguntó de pronto Paradine.
—Guárdelos. Me gustaría pedírselos prestados, si no hay inconveniente.

Esa noche Paradine durmió mal. El símil de Holloway no era apropiado. Llevaba a teorías perturbadoras. El factor x. Los niños utilizaban el equivalente del razonamiento algebraico, mientras los adultos utilizaban la geometría.
De acuerdo. Sólo que...
El álgebra puede brindar respuestas imposibles para la geometría, pues hay ciertos términos y símbolos que no pueden ser expresados geométricamente. Supongamos que la lógica x mostrara conclusiones inconcebibles para una mente adulta.
—¡Maldita sea! —susurró Paradine.
—¿Dennis? ¿Tú tampoco puedes dormir? —le preguntó Jane, volviéndose hacia él.
—No.
Paradine se levantó y entró en el cuarto contiguo. Emma dormía apaciblemente, como un querubín, el brazo rollizo alrededor de Señor Oso. A través de la puerta abierta, Paradine pudo ver la cabeza oscura de Scott inmóvil sobre la almohada.
Jane estaba a su lado. Paradine la abrazó.
—Pobrecillos —murmuró ella—. Y Holloway los ha llamado locos. Creo que los chiflados somos nosotros, Dennis.
—No. Estamos nerviosos, eso es todo.
Scott se movió en sueños. Sin despertar, articuló lo que obviamente era una pregunta, aunque no parecía formulada en ninguna lengua en particular. Emma soltó un pequeño maullido que cambió abruptamente de tono.
No se había despertado. Los niños permanecían inmóviles. Pero era exactamente eso, pensó Paradine con cierta náusea en el estómago, como si Scott le hubiera preguntado algo a Emma y ella le hubiera respondido.
¿Tenían las mentes tan alteradas que aun dormir era algo diferente para ellos? Desechó la idea.
—Acuéstate, que vas a coger frío. ¿Quieres tomar un trago?
—Creo que sí —dijo Jane, observando a Emma; tendió la mano hacia la niña en la oscuridad, la retrajo—. Vamos, que despertaremos a los niños.
Bebieron juntos un poco de brandy, pero sin decir palabra. Más tarde Jane gritó en sueños.
Scott no estaba despierto, pero la mente le funcionaba lenta y meticulosamente.
"Nos quitarán los juguetes. El hombre gordo. Listava peligroso, quizá. Pero la dirección górica no se revelará. Evankrus dun no los tiene. Intrasdección. Brillante y lustrosa, Emma. Ella está más khopranik ahora que. Todavía no veo cómo. Thavarar lixery dist...".
Algunos pensamientos de Scott todavía podían entenderse. Pero Emma había sido condicionada por x con mucha más celeridad.
Ella también pensaba.
No como un adulto o un niño. Ni siquiera como un ser humano. En todo caso, como un ser humano absolutamente extraño para el género Homo.
A veces, al mismo Scott le costaba comprenderla.


Si no hubiera sido por Holloway, la vida podría haber vuelto a la rutina casi normal. Los juguetes ya no eran recordatorios activos. Emma aún disfrutaba de sus muñecas y su arenero, con un deleite absolutamente comprensible. Scott estaba satisfecho con el béisbol y el equipo de química. Hacían todo lo que hacían otros niños, y prácticamente no manifestaban ningún síntoma de anormalidad. Holloway parecía un alarmista.
Estaba haciendo analizar los juguetes, con resultados bastante pobres. Trazaba interminables croquis y diagramas, se carteaba con matemáticos, ingenieros y otros psicólogos, y se devanaba los sesos para arrancar algún sentido al diseño de esos artefactos. La caja en sí, con su maquinaria críptica, no decía nada. El cortocircuito había reducido a escoria casi todo el mecanismo. Pero los juguetes...
Lo que desconcertaba a los investigadores era el elemento azaroso. Hasta éste era un problema semántico. Pues Holloway estaba convencido de que en realidad no era azaroso. Simplemente no se conocían todos los factores necesarios. Ningún adulto podía hacer funcionar el ábaco, por ejemplo. Y Holloway deliberadamente impedía que cualquier niño jugara con el objeto.
El cubo de cristal era igualmente críptico. Mostraba un diseño demente de colores, que a veces variaba. En esto se parecía a un caleidoscopio. Pero no lo afectaban el cambio de equilibrio ni la gravedad. De nuevo el factor azaroso. O mejor dicho, lo desconocido. El diseño x.
Eventualmente, Paradine y Jane se amodorraron en una especie de complacencia, con la convicción de que los niños se habían curado de su aberración mental ahora que el factor desencadenante había desaparecido. Ciertas acciones de Emma y Scott les daban todas las razones para no sentirse preocupados. Pues les gustaba nadar, pasear, ir al cine, jugar, todos los entretenimientos normales para niños de sus edades. Era cierto que les costaba dominar ciertos artefactos mecánicos desconcertantes que implicaban cálculos. Un rompecabezas esférico tridimensional que había adquirido Paradine, por ejemplo. Pero a él mismo le causaba dificultades.
De vez en cuando había deslices. Un sábado por la tarde Scott paseaba con el padre, y ambos se habían detenido en la cima de una colina. Debajo se extendía un hermoso valle.
—Bonito, ¿verdad? —comentó Paradine. Scott examinó gravemente el paisaje.
—Está mal —dijo.
—¿Eh?
—No sé.
—¿Qué tiene de malo?
—Caramba —Scott cayó en un perplejo mutismo—. No sé.
Los niños habían extrañado los juguetes, pero no por mucho tiempo. Emma se recobró primero, aunque Scott todavía se sentía perdido. Mantenía charlas ininteligibles con la hermana, y estudiaba los garabatos sin sentido que ella trazaba en los papeles que él le daba. Era casi como si estuviera consultándole sobre problemas difíciles que a él se le escapaban.
Si Emma comprendía más, Scott era más inteligente, y además tenía más destreza manual. Construyó un aparato con su Meccano, pero no quedó satisfecho. La aparente causa de su insatisfacción fue precisamente lo que alivió a Paradine cuando vio la estructura. Era exactamente lo que haría un niño normal, y evocaba vagamente un barco cubista.
Era demasiado normal para satisfacer a Scott. Volvió a interrogar a Emma, pero en privado. Ella pensó un rato y luego trazó más garabatos, asiendo el lápiz torpemente.
—¿Puedes leer eso? —le preguntó Jane una mañana al hijo.
—No leer, exactamente. Puedo entender lo que ella dice. No siempre, sino la mayoría de las veces.
—¿Es una escritura?
—No. La significación no tiene nada que ver con el aspecto.
—Simbolismo —sugirió Paradine mientras sorbía el café. Jane se volvió hacia él enarcando las cejas.
—Dennis.
Él le guiñó el ojo y meneó la cabeza. Más tarde, cuando estaban solos, le dijo:
—No le hagas caso a Holloway. No estoy insinuando que los chicos se entiendan en una lengua desconocida. Si Emma hace un garabato y dice que es una flor, establecen una norma arbitraria... Scott la recuerda. La vez siguiente ella hace el mismo garabato, o lo intenta... Bien.
—Claro —dijo Jane, poco convencida—. ¿Has notado que Scott está leyendo mucho últimamente?
—Lo he notado. Pero nada fuera de lo común. Ni Kant ni Spinoza.
—Pero lee como buscando algo.
—Bueno, yo hacía lo mismo a su edad —dijo Paradine, y se fue a dar sus clases de la mañana. Almorzó con Holloway, como ya se estaba haciendo cotidiano, y habló de los intentos literarios de Emma.
—¿Tengo razón en lo del simbolismo, Rex? 
El psicólogo asintió.
—Absolutamente. Nuestra propia lengua no es ahora más que simbolismo arbitrario. Al menos en su aplicación. Mire aquí —trazó una elipse muy angosta en la servilleta—. ¿Qué es eso?
—¿Quiere decir, qué representa?
—Sí. ¿Qué le sugiere a usted? ¿Podría ser una representación tosca de qué?
—Muchas cosas —dijo Paradine—. El borde de un vaso. Un huevo frito. Un pan francés. Un cigarro.
Holloway añadió un pequeño triángulo al dibujo, uniendo el ápice a un extremo de la elipse. Miró a Paradine.
—Un pez —dijo éste de inmediato.
—Nuestro símbolo familiar para representar un pez. Aun sin aletas, ojos ni boca es reconocible, pues hemos sido condicionados para identificar esta forma particular con nuestra imagen mental de un pez. La base de una representación semántica. Para nosotros, un símbolo significa mucho más de lo que realmente vemos en el papel. ¿Qué se le cruza por la mente cuando mira este boceto?
—Bueno... Un pez.
—Siga. ¿Qué más imagina usted? ¡Dígamelo todo!
—Escamas —dijo lentamente Paradine, mirando el vacío—. Agua. Espuma. Un ojo de pez. Las aletas. Los colores.
—De modo que el símbolo representa mucho más que la mera idea abstracta de pez. Fíjese que connota un sustantivo, no un verbo. Expresar acciones simbólicamente es más difícil. De cualquier modo, revierta el proceso… Suponga que quiere trazar un símbolo para cualquier sustantivo concreto. Pájaro, por ejemplo. Dibújelo.
Paradine dibujó dos arcos que se tocaban, las concavidades hacia abajo.
—El mínimo común denominador —acordó Holloway—. La tendencia natural es simplificar. Especialmente cuando un niño ve algo por primera vez y tiene pocos términos de comparación. Trata de identificar el objeto nuevo con lo que ya le es familiar. ¿Ha notado alguna vez cómo un niño dibuja el océano? —prosiguió sin esperar la respuesta—. Una serie de elevaciones irregulares. Como la línea oscilante de un sismógrafo. Cuando vi el Pacífico por primera vez tenía tres años. Lo recuerdo con bastante claridad. Parecía inclinado. Una llanura chata, ladeada en un ángulo. Las olas eran triángulos regulares, el ápice hacia arriba. Ahora bien, no las vi estilizadas de esa manera, sino que más tarde, al recordarlas, tuve que encontrar algún término de comparación conocido. Que es el único modo de llegar a concebir algo enteramente nuevo. El niño medio trata de dibujar estos triángulos regulares, pero la coordinación es pobre. El resultado es la línea sismográfica.
—¿Adónde quiere llegar?
—Un niño ve el océano. Lo estiliza. Dibuja unos trazos definidos que para él simbolizan el mar. Emma garrapatea, quizá símbolos, también. No quiero decir que el mundo tenga para ella un aspecto diferente. Tal vez más brillante, y más nítido, más vívido y con una percepción más desleída por encima del nivel de los ojos. A lo que quiero llegar es a que sus procesos de pensamiento son diferentes, que ella traduce lo que ve a símbolos anormales.
—Usted sigue creyendo...
—Sí, por cierto. La mente de ella ha recibido un condicionamiento fuera de lo común. Puede que reduzca lo que ve a diseños simples y obvios pero advierta en esos diseños una significación que nosotros no podemos comprender. Como el ábaco. En ese objeto ella vio un diseño, aunque para nosotros era totalmente azaroso.
Abruptamente Paradine decidió interrumpir los almuerzos con Holloway. El hombre era un alarmista. Sus teorías eran cada vez más delirantes, y para buscarles asidero recurría a los elementos más rebuscados.
—¿Quiere decirme que Emma se está comunicando con Scott en un lenguaje desconocido? —preguntó sardónicamente.
—En símbolos para los que no se posee equivalentes verbales. Estoy seguro de que Scott entiende muy bien esos garabatos. Para él, un triángulo isósceles puede representar cualquier factor, aunque probablemente un sustantivo concreto. ¿Entendería qué significa H2O un hombre que no supiera nada de química? ¿Captaría que el símbolo podría evocar una imagen del océano?
Paradine no respondió. En cambio, le mencionó a Holloway el extraño comentario de Scott sobre el paisaje del valle. Un momento más tarde se arrepintió de su impulso, pues el psicólogo volvió a la carga.
—Los patrones de pensamiento de Scott tienen una síntesis que no cuadra con este mundo. Tal vez subconscientemente está esperando ver el mundo de donde proceden esos juguetes.
Paradine dejó de escucharle. Ya era demasiado. Los niños eran perfectamente normales, y el único factor perturbador que quedaba era el mismo Holloway.
Esa noche, sin embargo, Scott manifestó un interés en las anguilas que más tarde sería significativo. Al parecer, no había nada de pernicioso en la Historia Natural. Paradine le habló de las anguilas.
—¿Pero dónde depositan los huevos? ¿O no lo hacen?
—Todavía es un misterio. Las zonas de desove se desconocen. Tal vez en el Mar de los Sargazos, o las profundidades, donde la presión puede ayudar a la expulsión de las crías.
—Curioso —dijo Scott reflexivamente.
—Los salmones hacen más o menos lo mismo. Se internan en los ríos para desovar. —Paradine explicó los detalles. Scott estaba fascinado.
—Pero está bien, papá. Nacen en el río, y cuando aprenden a nadar, descienden hasta el mar. Y vuelven a poner los huevos, ¿verdad?
—Correcto.
—Sólo que podrían no regresar —reflexionó Scott—. Podrían simplemente enviar los huevos.
—Les haría falta un oviscapto muy largo —dijo Paradine, e hizo algunas cautas aclaraciones sobre los ovíparos.
El hijo no quedó del todo convencido. Las flores, argumentó, enviaban las semillas a gran distancia.
—No las guían. No muchas encuentran un terreno fértil.
—Pero las flores no tienen cerebro. Papá, ¿por qué la gente vive aquí?
—¿En Glendale?
—No. Aquí. En todo este lugar. Apuesto a que esto no es todo.
—¿Estás pensando en otros planetas? 
Scott titubeaba.
—Esto es sólo parte de todo el lugar. Es como el río adonde van los salmones. ¿Por qué la gente no va al océano cuando crece?
Paradine advirtió que Scott hablaba figuradamente. Y sintió un breve escalofrío.
¿El océano?


Las crías de una especie no están condicionadas para vivir en el mundo más completo de los progenitores. Una vez que se desarrollan lo suficiente, entran en ese mundo. Más tarde se reproducen. Los huevos fertilizados son sepultados en la arena, río arriba, donde más tarde son incubados.
Y aprenden. El instinto sólo es fatalmente lento. Especialmente en el caso de un género especializado, incapaz de darse maña siquiera en este mundo, incapaz de alimentarse o beber o sobrevivir a menos que alguien haya tenido la previsión de atender esas necesidades.
Las crías, alimentadas y cuidadas, sobrevivirían. Podrían utilizarse incubadoras y robots. Sobrevivirían, pero no sabrían cómo nadar río abajo, hasta el mundo más vasto del océano. Así que hay que enseñarles. Hay que entrenarlas y condicionarlas de muchas maneras.
Indolora, sutil, discretamente. Los niños aman los juguetes que hacen cosas, y si esos juguetes al mismo tiempo enseñan...

En la segunda mitad del siglo diecinueve había un inglés sentado en una ribera herbosa cerca de un arroyo. Una niña muy pequeña yacía junto a él, mirando al cielo. Dejó de lado un juguete curioso con el que había estado jugando y canturreó una melodía que el hombre escuchó sin mayor atención.
—¿Qué significa eso, querida? —preguntó después.
—Simplemente algo que inventé, tío Charles.
—Cántala de nuevo —extrajo una libreta mientras la niña obedecía—. ¿Significa algo?
—Oh, sí —afirmó la niña—. Tú sabes, como las historias que te cuento.
—Son historias maravillosas, querida.
—¿Y algún día las pondrás en un libro?
—Sí, pero tengo que cambiarlas mucho, de lo contrario nadie las entendería. Pero creo que no cambiaré tu cancioncilla, tesoro.
—No debes hacerlo, pues si no no significaría nada.
—No cambiaré esa estrofa, al menos —prometió él—. ¿Qué significa?
—Es la salida, creo —vaciló la niña—. Aún no estoy segura. Mis juguetes mágicos me lo han dicho.
—¡Ojalá supiera qué tienda de Londres vende esos juguetes maravillosos!
—Me los compró mamá. Ella ha muerto. Papá no sabe.
Mentía. Había hallado los juguetes en una caja un día mientras jugaba junto al Támesis. Y eran de veras maravillosos.
La cancioncilla... Tío Charles creía que no significaba nada. (En realidad no era el tío; ella lo llamaba así porque era muy simpático). La cancioncilla significaba mucho. Era la salida, el camino. Poco después la niña haría lo que decía la canción, y luego...
Pero ya era demasiado grande. Nunca encontró el camino.

Paradine dejó de ver a Holloway. Jane le había tomado antipatía, como era natural, pues lo que más quería ella era que le calmaran los temores. Como Scott y Emma actuaban ahora normalmente, Jane estaba satisfecha. En parte era una expresión de deseos a la que Paradine no podía suscribirse íntegramente.
Scott seguía llevándole objetos a Emma para que ella los aprobara. Normalmente la niña meneaba la cabeza. A veces parecía dudar. Muy ocasionalmente aprobaba con un gesto. Luego seguía una hora de garrapateo laborioso y frenético en tiras de papel, y Scott, tras estudiar las anotaciones, arreglaba una y otra vez sus toscas piezas de maquinaria, cabos de vela y otros desechos selectos. Todos los días la criada barría con ellos, y todos los días Scott empezaba de nuevo.
Condescendió a dar alguna explicación al azorado padre, que no atinaba a ver el sentido del juego.
—¿Por qué pones este guijarro aquí?
—Es duro y redondo, papá. Es el lugar que le corresponde.
—Éste también es duro y redondo.
—Bueno, ése tiene vaselina. Cuando llegas tan lejos no puedes ver simplemente algo duro y redondo.
—¿Qué viene después? ¿Esta vela? 
Scott parecía disgustado.
—Eso es para el final. Después viene el aro de hierro.
Era como las señas de un explorador en los bosques, pensó Paradine. Hitos en un laberinto. Pero aquí surgía de nuevo el factor azaroso. La lógica —la lógica conocida— era incapaz de explicar por qué Scott ordenaba los objetos de esa manera.
Paradine salió. Por encima del hombro vio que Scott sacaba un trozo de papel arrugado y un lápiz del bolsillo y se acercaba a Emma, que meditaba acuclillada en un rincón.
Bueno...

Jane estaba almorzando con el tío Harry, y en esa tórrida tarde de verano no había mucho que hacer salvo leer el diario. Paradine se instaló en el lugar más cómodo que pudo encontrar para beber un Collins y enfrascarse en las historietas.
Una hora más tarde un trepidar de pies en la habitación de arriba le despertó de la siesta.
—¡Ya está, babosa! —gritaba exultante la voz de Scott—. ¡Ven!
Paradine se levantó enseguida, preocupado. Cuando entró en el vestíbulo empezó a sonar el teléfono. Jane había prometido llamar. Tenía la mano en el auricular cuando la vocecilla de Emma chilló de excitación. Paradine hizo una mueca. ¿Qué diantres ocurría arriba?
—¡Cuidado! —aulló Scott—. ¡Por aquí!
Paradine, los nervios ridículamente tensos, olvidó el teléfono y torciendo la boca corrió escaleras arriba. La puerta de la habitación de Scott estaba abierta.
Los niños se estaban yendo.
Se fragmentaron en jirones, como la humareda en el viento, o como el movimiento de un espejo deformante. Tomados de la mano, se alejaban en una dirección que Paradine no podía comprender, y mientras él parpadeaba en el umbral, desaparecieron.
—¡Emma! —exclamó, la garganta reseca—. ¡Scott!
En la alfombra había una figura con fichas, guijarros, un aro de hierro. Desechos. Un diseño azaroso. Una hoja de papel arrugado se arrastró hacia Paradine.
La recogió mecánicamente.
—Niños, ¿dónde están? No se oculten. ¡Emma! ¡Scotty!
Abajo los timbrazos estridentes y monótonos del teléfono se interrumpieron.
Paradine miró el papel que tenía en la mano.
Era una página arrancada de un libro. Había marcas y notas marginales trazadas con los insensatos garabatos de Emma. Los versos de una estrofa estaban tan subrayados y garabateados que resultaban casi ilegibles, pero Paradine conocía muy bien A través del espejo. Reconstruyó de memoria la estrofa inicial del Jabberwocky:

Vesperaba, y los viscágiles talgartos agirogujereaban al solazo.
Mimosos se atristaban los borloros. Y los tórtulos mamios chisturlaban.

Estúpidamente pensó: "Humpty Dumpty lo explicaba. Estar al solazo era ocupar el pedazo de terreno que está al frente, al costado y alrededor de un reloj de sol. Un reloj de sol. El tiempo. Se relaciona con el tiempo. Hace mucho, Scott me preguntó qué era solazo. Simbolismo".
Vesperaba...
Una fórmula matemática perfecta que describía todas las condiciones en símbolos que los niños finalmente habían comprendido. Los desechos en el suelo. Los talgartos tenían que ser viscágiles —¿vaselina?— y tenían que guardar ciertas relaciones, para agirogujerear.
¡Un desatino!
Pero para Emma y Scott no había sido un desatino. Ellos pensaban de forma diferente. Empleaban lógica x. Esas notas que Emma había trazado en la página; había traducido las palabras de Carroll a símbolos que ella y Scott podían entender.
El factor azaroso tenía sentido para los niños. Habían cumplido con las exigencias de la ecuación temporal. Y los tórtulos mamios chisturlaban.
Paradine emitió un lúgubre sonido gutural. Observó el diseño estrafalario sobre la alfombra. Si lo seguía, igual que los niños... Pero no podía. El diseño no tenía sentido. El factor azaroso podía más que él. Estaba condicionado euclidianamente.
Aunque enloqueciera, no podría hacerlo. Ése sí que sería un desatino inconducente.
Su mente ahora había dejado de funcionar. Pero la parálisis provocada por el horror y la incredulidad pasó enseguida. Paradine estrujó la página entre los dedos.
—¡Emma! ¡Scott! —llamó con voz muerta, resignado a no recibir respuesta.
La luz del sol atravesaba las ventanas abiertas, relumbrando en la pelambre dorada de Señor Oso. Abajo se reanudó el campanilleo del teléfono.


FIN