2023/12/25

La máquina (Richard B. Gehman)


Título original: The machine
Año: 1946


Acabo de hablar con Joe, y estoy más confundido que nunca. Quisiera volverme loco, pero no puedo. Me siento demasiado asustado, y sigo preguntándome cómo va a terminar todo.
Al, me digo a mí mismo, tienes que hallar una salida. Así que voy a contarlo todo por escrito, para aclarar mis ideas.
Joe McSween y yo hemos sido amigos desde que íbamos a la escuela. Vivimos en el mismo barrio, y ambos trabajábamos en el Comercio de Maquinaria de Krug antes de que Joe ingresase en el ejército y yo me alistara en la infantería de marina. Continuamos escribiéndonos todo el tiempo que estuvimos separados, y cuando regresamos decidimos buscar trabajo juntos.
Justo al terminar la guerra, una gran planta de fabricación de plásticos, Fabricaciones Turnbull –probablemente habrán oído hablar de ella–, se abrió en las afueras de la ciudad.
Pagaban altos sueldos, por lo que intentamos colocarnos allí. Ambos conseguimos trabajo rápidamente. Tal como lo veo ahora, fue entonces cuando empezaron las dificultades.
Antes de proseguir, es conveniente que hable acerca de Agnes Slater. Aggie fue la razón por la que Joe decidió ir a Turnbull. Había sido su novia antes de la guerra, pero cuando él volvió a casa, formalizaron sus relaciones. Joe creyó acertado trabajar en Turnbull porque un buen sueldo facilitaría las cosas cuando él y Aggie contrajesen matrimonio.
Me destinaron al departamento de expediciones. No era gran cosa, pero resultó mejor que donde pusieron a Joe. Consiguió que le inscribiesen en X. La Turnbull posee muchas de esas enonmes máquinas que llaman fabricadores, y la más grandes es precisamente X.
Jamás podré explicar lo que fabrica. Supongo que alguna clase de plásticos. Sea como fuere, lo envían a alguna otra instalación para utilizarlo en sus productos. Los dependientes de X saben únicamente que trabajan en una enorme máquina, de siete pisos de altura, rodeada por largas pasarelas. Joe la odió desde el primer momento.
–Esa condenada X –me confesó mientras nos dirigíamos en coche a casa aquel atardecer–, es algo infernal. Me han destinado al tercer piso. Estoy en una pequeña habitación encristalada junto a un tablero de instrumentos. Me enseñaron el trabajo en diez minutos.
No tengo que hacer más que unos cuantos movimientos, todo es automático.
El caso es que Joe es un sujeto al que le agrada utilizar la cabeza. Le gusta resolver problemas y encontrar soluciones. Y el trabajo de X no era en absoluto propio de Joe.
–¿Qué es lo que haces, Joe? –pregunté.
–Huh –gruñó–. Escucha esto, Al. Me meto en ese pequeño e incómodo agujero a las 08:00 de la mañana. A las 08:10 alargo la mano y hago girar el Cuadrante N hasta 40. A las 08:20 hago presión sobre un botón marcado con la letra Q. A las 08:23 giro hacia atrás el Cuadrante N hasta cero. A las 08:31 alargo la mano hacia un pequeño anaquel, cojo una aceitera y echo dos gotas, exactamente dos, en un pequeño orificio de la parte inferior del tablero. A las 08:46 levanto la mano y tiro hacia mí una palanca. A las 08:47 la empujo hacia atrás. A las 08:53 oprimo de nuevo el botón Q. A las 08:59 hago girar el Cuadrante N hasta 10, lo mantengo un segundo y, de nuevo, lo hago girar rápidamente hacia atrás.
Entonces dan las 09:00 y comienza de nuevo todo el proceso.
–¿Eso es todo?
–Exactamente todo igual –contestó Joe–. Así cada hora hasta el mediodía. Dispongo de una hora para comer, y después vuelvo para continuar hasta las 05:00 –suspiró–. Ese es mi nuevo trabajo.
–Joe –pregunté– ¿qué ocurre dentro de esa máquina cuando haces todas esas cosas?
–Que yo vea, Al –contestó Joe–, nada.
–Bien, pero ¿qué hace la máquina?
–Que me condenen si lo sé. No me lo explicaron.
–¿No puedes oír algo en el interior, quiero decir cuando haces girar esos cuadrantes y oprimes los botones?
Joe meneó la cabeza.
–Ni lo más mínimo.
No podía comprenderlo.
–Hay algo extraño en torno a eso, Joe –opiné.
–Eso es lo que creo –asintió Joe–. Desde luego no teníamos nada parecido en Krug.
Parecía no querer hablar más sobre el tema así que no hice más preguntas. Le hablé de mi trabajo, que consistía en archivar impresos de expedición durante todo el día. Yo, un mecánico. Impresos.
Aquella noche Joe y Aggie iban al cine; por el camino se detuvieron un momento en mi casa. Aggie no es muy bonita, sin embargo hay algo en ella –y no me refiero a su figura – que es bueno. Supongo que su energía. Quizá, mejor, ambición. Siempre está a la que salta.
Esa noche Aggie se mostraba realmente animada. Tenía un aspecto elegante, llevaba un vestido de un color rojo que realzaba su negro cabello, y se sentía en excelente forma.
–Joe me ha estado hablando acerca de su trabajo, Al –me dijo–. Parece estupendo.
Joe pareció preguntarse de dónde había sacado ella tal idea.
–Quiero decir –continuó Aggie– que me parece estupendo que una firma como Turnbull quiera ofrecerles esta oportunidad. En una gran empresa como ésta, hay grandes probabilidades de ascender.
–Sí, claro –comentó Joe–. A los cinco años dan más cuadrantes que girar.
–Lo que nos preocupa, Aggie –dije–, es que no tenemos idea de qué produce Turnbull. Alguna clase de plásticos, eso es lo que sabemos.
–En estos tiempos todo parece secreto –prosiguió Joe–. Es casi peor que durante la guerra.
–Esta noche leí en el Courier que aprobaron ese proyecto de ley, ¿cómo lo llaman?
–Challendor-Collander-Wingle-Wanger –informó Aggie.
Sabe cosas como ésta. Es lista.
–Eso es –aseveró Joe–. Bien, según esa nueva ley el ejército puede incautarse de todo lo que crea necesario para la defensa nacional. He estado pensando que quizá el ejército tenga algo que ver con Turnbull.
–Quizá –dije.
–No me importa lo que digan –cortó Aggie–. Creo que te gustará estar allí, Joe. Y a ti también, Al.
Como dije, Aggie es una bonita y lista muchacha, pero en lo concerniente a este último punto se hallaba –como diría ella misma– lejos de la verdad. Después de la primera semana, vi a Joe más abatido que nunca. Cuando íbamos al trabajo por las mañanas, apenas si decía nada. Al regresar por las tardes, ocurría lo mismo. Parecía ensimismado todo el tiempo. Pero tras la segunda semana estaba peor. Terminada la tercera, decidí intervenir.
–Joe –dije– ¿qué diablos te ocurre? Esto no es propio de ti, Joe.
–¿Yo? No me ocurre nada.
–Joe –dije–, cuéntamelo todo. Es X, ¿verdad?
Permaneció callado uno o dos minutos. Luego confesó:
–Sí, supongo que es X. Estoy sentado allí todo el día. Oprimo los botones, hago girar los cuadrantes, doy aceite y, durante ese tiempo, Al, soy únicamente un tipo junto a una máquina. Esa máquina no hace ningún ruido, no se mueve, y que yo sepa, ni siquiera puede fabricar nada. Y es tan grande, con sus siete malditos pisos...
Había una mirada tan peculiar en su rostro, que no supe qué decir.
–Eso no es todo –continuó Joe–. Hay algo más. ¿Te acuerdas de Krug? Allí teníamos máquinas normales y simpáticas, con ruedas que giraban, bielas, correas de transmisión, poleas, motores. Eran verdaderas máquinas que andaban, y hacían ruido, y fabricaban piezas de maquinaria. Con mirarlas lo sabías todo acerca de ellas. Cuando se rompían, se podían reparar. Cuando se ponían en funcionamiento, andaban, y cuando se desconectaban, se detenían.
Joe se interrumpió.
–De X –prosiguió lentamente–, no sé nada. Todo está oculto. Me limito a sentarme en aquella pequeña jaula de cristal con otros cien individuos. Hago lo que me indican. Si la máquina se estropea, ni siquiera me entero. Sólo ejecuto los movimientos. ¡Maldita sea! No soy un hombre manejando una máquina, Al, soy una pieza de esa condenada máquina, una de sus palancas –me miró–. ¿Comprendes lo que quiero decir, Al?


–Si quieres saber lo que pienso, Joe –manifesté–, creo que lo mejor es que te marches de allí tan pronto como puedas.
–No –murmuró sosegadamente–. No es tan fácil.
Por un instante no conseguí comprender el significado de sus palabras, pero luego recordé a Aggie. Joe me confesó más tarde que intentó explicárselo, pero no lo logró. Fue una noche después de que Joe me confiara sus sentimientos acerca de X. Tal como Joe lo cuenta, la conversación debió ser más o menos así:
–Aggie –explicó Joe–, he estado pensado que quizá lo mejor sería que únicamente nos viésemos dos noches por semana, en lugar de seis.
Ya se sabe cómo son las mujeres. Rápidamente se hizo una idea equivocada y le echó un jarro de agua fría.
–Sí, Joe –manifestó–, no faltaría más, si eso es lo que deseas.
–Se trata simplemente de que tengo algo en la cabeza –aclaró Joe–. Tengo algo en la cabeza y necesito trabajar sobre ello.
–Si crees que tus noches resultarán mejores quedándote en casa, Joe –cortó Aggie–, no sería yo, desde luego, quien pretendiera convencerte de lo contrario.
–Aggie –suplicó Joe–, desearía poder explicártelo. Pero necesito algo que aleje mi mente de Turnbull. He estado pensando en un invento. Creo que lo he resuelto del todo, pero necesito un poco más de tiempo. Sólo serán unos días, Aggie.
La idea de una invención pareció gustarle, según me explicó más tarde Joe. Pero cuando ella empezó a formular preguntas sobre el particular, no pudo contestarlas. Eso la hizo más suspicaz que nunca. Ya se sabe cómo son las mujeres. Las hay que pretenden estar en todo.
De esta forma, aquella noche comenzaron las dificultades con Aggie.
Al principio, Joe no me habló del invento. Sin embargo, aproximadamente a mitad de nuestro segundo mes en Turnbull, su buen humor comenzó a reaparecer. Pensé que simplemente empezaba a adaptarse, pero luego comprendí que algo había ocurrido. Subía al coche silbando, hablaba y bromeaba durante todo el trayecto hacia el trabajo y, por la noche, exactamente lo mismo. Se iba pareciendo cada vez más al Joe que yo conocía.
Todo se aclaró un atardecer. Joe tenía una misteriosa expresión en su rostro, silbaba y sonreía más que nunca. Cuando nos detuvimos frente a su casa, dijo:
–¿Tienes un minuto, Al? Entra. Tengo algo que enseñarte.
Penetramos en casa de Joe, donde su madre le esperaba para cenar.
–Al –me dijo–, ¿tú también estás metido en esa barbaridad?
–¿Qué barbaridad? –empecé a preguntar, pero Joe me llamaba ya desde el sótano, gritándome.
–Jamás vi nada semejante –insistió la madre de Joe.
Seguí a Joe hasta el taller que habíamos montado durante nuestra etapa escolar. Teníamos allí muchas herramientas que compramos a base de recoger papeles y de trabajar los fines de semanas, y era un espléndido taller. Pero desde que volvimos de la guerra apenas lo utilizamos, y lo había olvidado. La verdad es que no esperaba nada, mejor dicho, no sabía lo que esperaba. Por supuesto nada igual a lo que vi.
–Míralo –dijo Joe con orgullo–. ¿Qué te parece?
En el centro del pavimento, montada sobre grandes bloques de madera, se hallaba una máquina con brazos de conducción, luces, cuadrantes, botones, válvulas, conmutadores, de todo. Hasta un silbato. Había tantas piezas en esa máquina que no podría ni empezar a describirla. Era la clase de máquina con la que podría soñar un mecánico. Mientras permanecía atónito, preguntándome qué diablos era, Joe oprimió un botón sobre el banco de trabajo. Las dos grandes ruedas del extremo más próximo a nosotros empezaron a girar lentamente, tomando impulso. Un brazo se extendió por un lado, dirigiéndose al otro, asió algunas agarraderas y las atrajo hacia atrás. Brilló una luz verde, luego una roja. Joe se encaminó al otro extremo, hizo girar un disco, y el conjunto empezó a funcionar más y más aprisa. Producía un ruido tal que retemblaba toda la casa. Sonó un silbato. Una lanzadera empezó a oscilar hacia arriba y hacia abajo en algún lugar de la zona central. Un eje engrasado se deslizó a través del mecanismo, salió por un extremo, giró dos veces, y retrocedió hasta el interior. Brilló una luz azul, y una aguja sobre un cuadrante próximo a mí comenzó a ascender en dirección a una señal roja. Era lo más extravagante que había visto. Exclamé:
–¿Qué diablos es, Joe?
Me echó una expresiva mirada que dejó entrever lo que pensaba acerca de mi talento de empleado de la sección de expediciones.
–Es un secreto –contestó, sonriendo burlonamente.
–¿Un secreto?
–Ciertamente –continuó Joe–. No, Al, no es ningún secreto. Pero es lo que le digo a la gente. Como en estos tiempos todo es secreto... Igual que X... Bien, no existe ningún secreto en esta máquina. La realidad es que no tiene nada de particular. Es sólo una máquina.
–¿Qué clase de máquina, Joe?
–Demonio –dijo Joe–. Una complicada y vieja máquina, y nada más.
–Sí, Joe –repuse, pacientemente–. Ya veo que es complicada. ¿Pero qué hace?
–¿Hacer? No hace nada, anda. Eso es todo lo que hace. Sólo anda –luego, antes de que pudiese replicar, Joe continuó–: ¿Qué les pasa a todos ustedes? Tú, mi madre, nuestro vecino Herb, todos preguntan qué hace. No hace nada. Es sólo una máquina que anda. Mi máquina. Soy su amo, esta máquina no me dirige, Al. 
Cuando creí que empezaba a comprender la idea, le formulé algunas preguntas más. Pero no tardé en sentirme tan confundido como al principio. Según creo comprender ahora, la forma en que Joe se sentía con respecto a X, o más bien, en que X le hacía sentirse, le indujo a crear una máquina que pudiese dirigir él mismo. La clave del asunto era simplemente una broma. El caso es que entonces no logré comprenderlo por completo.
Dejé a Joe allí, contemplando la máquina como un padre orgulloso.
Al salir, me tropecé con Aggie, que entraba.
–Al, ¿la has visto? –preguntó jadeante–. ¿Qué es, Al?
–Aggie –dije–, pensaba que eras una chica lista.
Su mirada se tornó algo dura.
–¡Al, dímelo!
Me exasperé un poco.
–Es un secreto, Aggie –contesté–. No puedo decir más de lo que Joe me ha explicado. Es una máquina que anda. Aggie meneó la cabeza y entró en la casa. Bueno, pensé, no hay más que hablar. Sali, subí a mi coche y regresé calle abajo en dirección a mi casa. Por aquel entonces, los acontecimientos no se habían desencadenado aún. En una ciudad como Parkside, las cosas trascienden, ya se sabe. Quizá la madre de Joe habló con alguna de sus amigas, y éstas fueran a ver la máquina. Es posible que algunos de los muchachos de Turnbull lo descubrieran. De cualquier modo, la historia se divulgó y no mucho después, la gente se paraba a mirar hacia la casa cuando pasaba junto a ella. El paso siguiente fue que un reportero del Parkside Courier se presentó allí para ver a Joe y a su máquina.
No sé si Joe se enteró de que era un reportero o no. Había tanta gente metida en su casa todo el tiempo, que existe una probabilidad de diez contra una de que no lo supiera. El reportero le formuló muchas preguntas, y Joe le dio las respuestas de costumbre. En broma, declaró:
–Es un secreto –y luego, manifestó–: No es más que una máquina que construí a ratos perdidos, una máquina que anda –después intentó explicar, muy cuidadosamente, sus sentimientos con respecto a ella.
Supongo que el reportero no se sintió satisfecho con estas declaraciones. Añadió cosas de su propia cosecha. Un poco de color, por supuesto. Y el titular de la primera página del Courier rezaba así:

¿FUERZA ATÓMICA? ES UN SECRETO

Seguidamente, nuestro amigo el periodista se dirigía a la ciudad:

Joseph McSween, con domicilio en Parkside Avenue n.° 378, de esta ciudad, tiene algo en su sótano que bien podría revolucionar la ciencia. Es una máquina, pero McSween no quiere decir de qué clase. Únicamente ha admitido que se trata de una máquina secreta «que anda». Nuestra opinión es que a los muchachos de Oak Ridge y Hanford no les conviene dormirse sobre sus laureles. Si Joe McSween, de Parkside, no posee una máquina atómica en el sótano de su casa, soy yo Lincoln. Su actitud no parece revelar otra cosa. McSween ha estado trabajando en su invento durante...

Con esto será suficiente, ya que los casi doce párrafos que seguían carecen de interés. El artículo incluía una fotografía de Joe, de la época de su graduación, que desenterraron de los archivos. Hasta me mencionaba a mí, como compañero de Joe en la construcción de esa máquina atómica. Lo que sucedió a continuación es ya conocido. Ese reportaje fue el fósforo que prendió fuego a la hoguera. Los teletipos recogieron la historia aquella misma noche y a la mañana siguiente estaba en todos los periódicos del país.
EL INVENTOR DE UNA PEQUEÑA CIUDAD PUEDE POSEER LA CLAVE DEL UNIVERSO
decía un periódico de New York.
¡AUXILIO! CLAMA EL ÁTOMO
voceaba otro.
Si alguien me hubiera anunciado lo que iba a ocurrir, le habría tomado por un loco.
Aquella noche Joe me llamó aproximadamente a las nueve.
–Al –dijo–, ¿viste...?
–Sí –respondí–. Y lo dan también por radio.
–No he tenido tiempo de escucharla –continuó Joe–. El teléfono ha estado sonando sin interrupción desde que salió el Courier. Hasta el alcalde llamó. Al, me voy a volver loco. ¿Cómo pudo ese cretino contar tal cosa?
–Joe –corté–, no todo el mundo sabe comprender una broma. Probablemente creyó que tenía una gran noticia.
–Sí, claro –admitió–. Intento explicarles que todo es un error, pero los periodistas siguen llamando y haciéndome preguntas y no me quieren escuchar. Me preguntan cosas de las que ni siquiera he oído hablar, y cuando les digo que no sé de lo que están hablando, comentan que soy muy modesto. Aguarda, Al, hay otro mozo de telégrafos en la puerta. He recibido treinta y dos telegramas.
–¿Qué vas a hacer, Joe? –le pregunté.
–No lo sé –murmuró–. Cada vez que digo algo, ponen más palabras en mi boca. Y no puedo... Al, tengo qué colgar ahora. Es ese chico de telégrafos. Llámame por la mañana, Al. 


No resultó tan fácil como parecía. Intenté llamarle dos veces alrededor de las ocho de la mañana, pero la línea estaba ocupada. Finalmente tuve que irme al trabajo. Me dirigí en mi coche calle arriba hacia la casa de Joe, para recogerle. ¡Qué ingenuidad la mía! Me acerqué a la casa como pude, porque había una gran cantidad de automóviles aparcados, y una pequeña muchedumbre en torno al porche de entrada. Descendí y me encaminé a la casa.
–¿De qué diario es usted? –me preguntó un hombre.
Advertí que casi la mitad de los hombres, así como algunas mujeres, llevaban colgadas del hombro cámaras fotográficas. Seguramente se hallaba allí la flor y nata del periodismo, enviados de todas las grandes ciudades.
–Soy sólo un compañero de Joe –informé al sujeto; un colosal error por mi parte.
–¿Usted es amigo de Joe McSween? –gritó–. ¡Eh, compañeros!
Se apiñaron todos a mi alrededor, abrumándome a preguntas:
¿Dónde está ahora McSween?
¿Cómo la hizo?
¿Es cierto que puede mover un acorazado con dos gotas de agua?
¿Su patrón le ofreció realmente tres millones por una cuarta parte del interés?
¿Cuánto tiempo hace que lo sabe?
Intenté contenerlos mientras pude, luego eché a correr hacia mi automóvil. No me detuve hasta aproximadamente ocho manzanas más abajo para entrar en una farmacia. Me dirigí a la cabina telefónica. El número de Joe seguía comunicando. Probé de nuevo al cabo de cinco minutos. No hubo suerte. Tres intentos más, y al cuarto lo conseguí.
La voz de Joe, muy cansada, dijo:
–¿Diga? –fue casi un gruñido.
–Soy Al. Estuve en tu casa, pero...
–Lo sé. Te vi por el postigo. Al, he estado en vela toda la noche. ¿Dónde estás?
Se lo dije.
–Intentaré llegar –murmuró–. Espérame ahí.
Colgué el auricular, fui al puesto de refrescos y me senté. La radio estaba tocando música de baile, pero de repente la emisión se interrumpió para dejar paso a un locutor:
-Un boletín especial de Parkside, New York. Mientras el país aclama el ingenio y los fértiles recursos del joven Joseph McSween, de quien se dice ha inventado la primera auténtica máquina atómica de nuestra época, las autoridades de Parkside han sido informadas de que el ejército desea examinar sin demora el proyecto McSween. El teniente coronel George P. Treex, célebre por su trabajo en la bomba atómica, ha sido enviado ya a Parkside en avión especial. Le acompañan sus ayudantes. El…
–¡El ejército! –grité, levantándome.
El encargado del puesto bostezó.
–Cosas que pasan –contestó.
–Pero se han vuelto... –entonces me callé, para oír el resto.
–Según las disposiciones del proyecto de ley Challendor-Collander-Wingle-Wanger – decía el locutor–, las fuerzas militares están autorizadas para examinar cualquier proyecto que consideren vital para la defensa de este país. Se da por sentado que la máquina del joven McSween quedará bajo el control del gobierno.
–¡Control del gobierno! –exclamé atónito.
–¿Y qué más? –preguntó el encargado–. Jugando con los átomos, ¿eh?
–Esta mañana, en la Cámara de Representantes –zumbaba la radio–, el senador Burge Fulsome declaró que presentaría un proyecto de ley a fin de asignar un millón de dólares para la protección de esta novísima arma. En la Cámara, el diputado Hayden Kratcher puede votar un proyecto de ley que proporcione una suma igual para el desarrollo de las fuerzas de seguridad del país. Debemos proteger este secreto cueste lo que cueste», manifestó esta mañana a los informadores el diputado Kratcher, «y conservarlo a salvo en el seno de la democracia de donde nació.»
–Qué diablos... –de nuevo me detuve para escuchar.
–Hasta el momento el Congreso no ha votado ninguna cantidad para trabajos adicionales en la máquina de McSween. Un senador que rehusó dar su nombre declaró que el próximo mes podría presentarse un proyecto de ley, pero agregó: «No deseamos precipitarnos en este asunto». La invención ha tenido efectos de mucho alcance. En Hollywood, varias firmas están intentando conseguir los derechos para la historia de la vida de McSween. En New York, la Stud Press ha anunciado planes para la publicación de Esta es una historia de la Era de la Máquina Atómica. Y en Parkside, el alcalde, E. R. Risco, anunció esta mañana que solicitaría al ayuntamiento una asignación de treinta y siete mil dólares para erigir una estatua a la memoria de Adolph McSween, el padre del joven inventor, que murió durante la primera guerra mundial. La estatua le mostrará de uniforme, sosteniendo a su hijito, el cual enarbolará un átomo de tamaño natural.
Me pregunté si me hallaba realmente allí sentado, en aquel puesto de refrescos.
–Esta emisora ha intentado varias veces obtener de McSween una entrevista exclusiva, pero únicamente ha conseguido una declaración de la madre del inventor: «Sabía que Joseph tenía algo allí abajo, en el sótano» –manifestó la señora McSween.» 
Una mujer entró en el establecimiento y se sentó junto a mí.
–Hola, Al –dijo con voz profunda–. Salgamos de aquí.
Di un salto, mis nervios estaban empezando a ceder.
–Joe –exclamé–, ¿qué haces disfrazado de esa manera? –contemplé el gran sombrero con flores, el vestido, la chaqueta con el cuello de piel–. ¿Cómo conseguiste escapar?
–Me puse esta ropa de mamá y fui por la puerta de atrás a casa de Herb, al lado nuestro – explicó Joe–: Luego salí por su puerta de entrada. Se debieron creer que era mi madre. Vámonos de aquí.
Me dispuse a pagar la cuenta, cuando recordé que no había tomado ninguna bebida.
Salimos y subimos a mi coche. Cuando empezaba a arrancar vi a una muchacha que cruzaba la calle.
–Espera, Joe –advertí–. ¿No es Aggie aquella chica?
–Sí –contestó Joe, saliendo del coche para atravesar la calle como una liebre. Le seguí por si acaso hacían falta explicaciones.
Las hicieron. Aggie rehuyó a Joe, y continuó caminando. Joe quedó asombrado, pero la siguió e intentó asirla del brazo.
–Puedo explicarlo todo, Aggie, con tal de que me des una oportunidad –dijo.
Aggie se volvió y le dio una bofetada.
–Aggie, por favor...
–¡Sin favor! –gritó ella–. ¡Joe McSween, cómo se te ocurrió una cosa semejante!
–¿Una cosa cómo?
–¡Trabajar todo este tiempo en tu máquina atómica y no decirme nada! Nunca...
–Aggie, no era...
–Joe McSween, eres el más vil, el más ruin...
La gente empezó a aglomerarse. Después de todo, no se ve todos los días a un sujeto
vestido con ropas de mujer discutiendo en la calle con una muchacha. Y no se oye con frecuencia soltar tacos a una muchacha del modo en que Aggie lo hizo. Joe aguantó pacientemente el chaparrón. Después pareció darse cuenta de que era inútil.
En aquel momento, alguien gritó:
–¡Ese es McSween! ¡El tipo atómico!
Joe y yo nos lanzamos a través de la calle hacia mi coche, y salimos huyendo. Me volví, pero Aggie no se dignó dirigirnos ni siquiera una mirada.
Joe permaneció silencioso mientras yo conducía. Al cabo de un rato se quitó el floreado sombrero y abrió la cremallera del vestido, arrojándolos sobre el asiento posterior. No llevaba más que unos pantalones cortos.
–Sabes, Al –dijo tras una pausa–, si hubiera inventado una máquina atómica, nadie me habría creído.
–Es cierto –convine.
Para entonces estaba dispuesto a creer cualquier cosa. Me dirigí hacia Cedar Hill, una pequeña ciudad a quince millas aproximadamente de Parkside. En el trayecto me detuve en un almacén general para que Joe comprase un mono. Fue una suerte que llevara cartera.
Continuó sin decir nada, con los ojos cerrados.
Después de recorrer sesenta y cinco kilómetros, Joe dijo:
–Al, tengo que intentarlo de nuevo. Para en el próximo garaje.
Así lo hice. Joe entró, llamó al Parkside Courier y preguntó por el director. Se puso en comunicación con él.
–Soy Joe McSween –dijo, luego palideció y se apartó del teléfono; colgó–. No ha querido creer que era yo. Me preguntó que por quién le había tomado.
–¡Maldita sea! –gruñí–. ¿Lo probamos otra vez?
–No. Regresemos. Haré que me escuchen...
Cuando salíamos del garaje, el mozo de uno de los surtidores de gasolina dijo:
–¿Me firma un autógrafo, señor McSween?
–Ni hablar –estalló Joe–. No me molestes.
Era la primera vez que veía a Joe McSween tratar de ese modo a un chico. El asunto empezaba a afectarlo de veras. Regresamos lentamente. Joe sólo habló una vez en todo el recorrido.
–No comprendo por qué Aggie se porta de esa manera.
Cuando salimos de la farmacia en Parkside debían ser más o menos las diez o las diez treinta. Mi reloj señalaba ahora casi las doce. Di la vuelta hacia Parkside Avenue, preguntándome qué iba a ocurrir. No tuve que esperar mucho tiempo. Algo sucedía en nuestro barrio. Pensé al principio que era la gente congregada ante la casa de Joe. Pero estaba equivocado. De haberlo sabido, hubiera dado la vuelta en redondo y ni el mismo demonio me detendría hasta no poner cien millas entre la ciudad y nosotros. El caso es que continuamos avanzando. Al aproximarnos, vimos que una barrera cortaba el acceso a nuestra calle. Sobre ella leímos, incrédulos, el siguiente aviso:
Distrito Militar - Prohibidas las visitas.
Un sargento de la M. P. armado hasta los dientes se acercó al coche.
–¿Qué desean?
–Vivo aquí –dijo Joe–. ¿Qué sucede?
–¿Cuál es su nombre? –preguntó el M. P., sacando una tira de papel del bolsillo.
–McSween. Este es Al Niles.
El M. P. observó atentamente a Joe, y me echó una rápida ojeada.
–Déjeme ver sus papeles. Identificación. Los dos.
Sacamos nuestras carteras y le mostramos nuestros carnets de conducir, cartillas militares y los pases de la Turnbull.
–Hum –manifestó; estudió la lista otra vez–. Parece conforme. Lo mejor es que vaya a su casa, McSween. Usted también, Niles. El coronel desea verles a los dos.
No permitió que entrásemos el coche.
–Al ¿qué significa esto? –preguntó Joe–. ¿Estamos realmente en Parkside Avenue?
No le contesté. Me hallaba demasiado ocupado mirando lo que sucedía frente a la casa de Joe. Había allí tres camiones del ejército aparcados y un grupo de M. P. montaba la guardia. Parecían ocupados en algo muy importante. Uno de ellos estaba clavando un aviso en el porche de entrada:
AREA DE ALTO SECRETO
Otro se adelantó mientras nos aproximábamos.
–Identificación –gruñó.
Le enseñamos lo mismo que al sargento. Entró en la casa de Joe y volvió al cabo de dos minutos.
–El coronel Treex ha dado su conformidad por el momento. Tendrán que bajar al sótano y esperar allí. Les recibirá aproximadamente dentro de una hora –dijo.
–¿El coronel qué? –preguntó Joe.
–El teniente coronel George P. Treex, oficial de investigación. Limítense a entrar –indicó. –Traten de no hacer ruido cuando atraviesen el vestíbulo. El coronel está muy ocupado.
–¿Está bien que masque mi chicle? –pregunté.
–Cuidado –advirtió el M. P.–, este es un asunto muy serio.


Entramos en la casa. La puerta del despacho aparecía cerrada, por lo que atravesamos el vestíbulo en dirección al sótano. Al llegar a él tuvimos que mostrar de nuevo nuestros papeles a otro M. P.. A mitad de la escalera, Joe pareció recordar algo y se volvió.
–Al –dijo, cogiéndome del brazo–. ¿Qué habrán hecho de mi madre?
–¡Diablos! –exclamé; retrocedimos y golpeamos la puerta; el M. P. abrió.
–¿Dónde está mi madre?
El M. P. no se inmutó.
–El coronel creyó que lo más conveniente para ella sería vivir en otro sitio mientras se efectúa la investigación –explicó–. La señora McSween está en el Hotel Parkside, a expensas del gobierno, por supuesto.
–Muy amable por parte del gobierno –comentó Joe.
–¿Algo más? –preguntó el M. P.
–Sí. Hable con el Courier y dígales que envíen aquí un reportero sensato –dijo Joe–, Uno que comprenda el inglés vulgar.
–Lo siento –manifestó el M. P.–. El coronel no tolerará a ningún periodista.
Joe abrió con asombro los ojos, meneó la cabeza y me miró. Le devolví la mirada. Dimos la vuelta otra vez.
Todas las luces del sótano se hallaban encendidas, así como las de un equipo suplementario. El lugar tenía más claridad que a la luz del día. La máquina de Joe descansaba allí, quieta, como si esperara que algo sucediese. Nos sentamos en el banco de trabajo y la miramos fijamente. Era la causa de todas nuestras dificultades.
–Al –preguntó Joe– ¿cómo puedo conseguir que lo comprendan?
–Tendrás que explicárselo de nuevo. No puedes hacer otra cosa. Debes hablar con ese coronel.
–Al, ya sabes cómo son los coroneles –murmuró Joe.
–Sí –tuve que admitir.
No tardamos mucho en descubrir cómo era el coronel. Una voz retumbó en lo alto de la escalera.
–¡Sin novedad! –tras un breve intervalo de silencio, se oyó un cuerpo pesado que descendía los peldaños. Ante nuestros ojos apareció el teniente coronel George P. Treex.
Parecía una montaña con nieve en la cumbre, sólo que con tres barbillas. Exhibía aproximadamente cuatro tiras de condecoraciones, incluyendo la mellada de puntería. Joe y yo nos pusimos en pie. Conocíamos a los jefazos con sólo verlos.
El coronel se dirigió hacia mí.
–Me alegra verle, señor McSween.
–McSween es éste –indiqué, señalando a Joe.
El coronel se desinteresó de mí en lo sucesivo. Estrechó rápidamente la mano de Joe, como si fuese un trámite a liquidar a toda prisa. Luego retrocedió y echó una mirada en torno al sótano, como si estuviera inspeccionando un cuartel.
–Coronel –suplicó Joe–, ante todo, me gustaría explicarle que este asunto es un gran...
El coronel no le escuchaba. Estaba ocupado con los anaqueles y el banco de trabajo.
–Que quiten el polvo de esos anaqueles –ordenó–. El polvo significa un riesgo para la seguridad.
Los ojos de Joe se desorbitaron 
–Desde luego. En Turnbull, cada día liquidan a los individuos que dejan de limpiar el polvo –informé.
El coronel me ignoró
–Ahora, señor McSween –continuó–, ¿dónde están sus informes? Tendré que estudiarlos durante la investigación. Por favor ¿puede entregármelos?
–¿Informes? –dijo Joe–. Pero si no existen...
–McSween, no necesita preocuparse acerca de mi autoridad –manifestó el coronel–. Fui enviado aquí por el jefe en persona, actuando bajo órdenes del secretario. Serán adoptadas las adecuadas precauciones de seguridad. Ningún secreto será divulgado. Puede entregarme sus papeles con completa garantía. 
–Coronel –cortó Joe–, me tiene sin cuidado si le envió aquí el espíritu de Isaac Newton.
Tenía un aspecto extraño, más extraño del que le había visto nunca. 
–Por favor, señor McSween –insistió el coronel–. Tengo tantas cosas que atender... Hay que estudiar la posibilidad de proteger esta casa con radar, hay que... Comprenda, estoy muy, muy ocupado. Por favor ¿puede darme sus papeles?
–No, coronel –dijo Joe–. Y la razón es...
Las barbillas del coronel temblaron antes de que interrumpiese.
–¿Rehúsa, señor McSween? ¿Desafía mi autoridad?
–No estoy desafiando nada –gruñó Joe–. Sólo trato de explicarle que no existe ningún papel. Y deseo decirle algo más. Yo...
–¿Qué dijo usted? –el teniente coronel Treex parecía atónito–. ¿No existe ningún papel? ¿Planos?
–No. Ningún plano. Nada.
–No comprendo. Esto no es, en absoluto, lo que esperaba. Señor McSween –continuó el coronel, forzando una especie de risa militar–, lo cierto es que no puedo perder el tiempo en bromas. El jefe está esperando un informe. Por favor, ¿podría hacerme una demostración? Sólo lo suficiente para tener una ligera idea. 
Joe se dirigió a su banco de trabajo.
–Perfectamente –dijo–. ¿Desea una demostración? La tendrá. A ver si comprende de una vez por qué todo este asunto es un...
Liberó la fuerza motriz y el resto de sus palabras se perdió en el estruendo de la máquina, que se puso en marcha con brusquedad. Las correas de transmisión empezaron a moverse hacia atrás y adelante, las ruedas y los engranajes dieron vueltas, las luces brillaron, el brazo se movió de través para coger las agarraderas... El estrépito era infernal. Sonaba incluso como una máquina atómica de verdad, pensé.
El coronel quedó evidentemente impresionado.
–¿Cuál es su capacidad? –aulló por encima del ruido.
–¿La capacidad para qué, coronel? –gritó Joe en respuesta.
–¿Cuánto produce? –vociferó el coronel.
–¡Nada! –gritó Joe–. ¡No produce nada!
El coronel no podía oírle, y le hizo una seña para que desconectase.
–Le digo que no produce nada—dijo Joe, cuando la máquina se detuvo–. No es lo que usted piensa, coronel. Es sólo una máquina... una máquina que construí por divertirme. Sólo anda, eso es todo.
El coronel se encogió de hombros, y se encaminó a la escalera.
–¡Comandante Stoughton! –gritó–. ¡Comandante Brown! ¡Teniente Winberg! ¡Teniente Boris! ¡Sargento English!
Todos bajaron y permanecieron firmes como soldados de plomo.
–¿En cuánto estimarían su capacidad? –preguntó el coronel.
El teniente sacó de su bolsillo un objeto que parecía como un termómetro casero, y por su extremo miró de soslayo a la máquina.
–Aproximadamente cuarenta –dijo, por fin.
Los demás oficiales habían sacado lápices y estaban garrapateando sobre pequeños blocs de notas.
El coronel hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
–¿Es eso correcto, señor McSween?
–¿Cuarenta qué? –preguntó Joe.
–Por favor, señor McSween –dijo el coronel–, seriedad. Yo...
–¡Cállese! –de súbito el rostro de Joe se congestionó y su respiración se hizo difícil–. ¡He intentado explicárselo desde que bajó aquí, y no ha querido darme una oportunidad! Seriedad, pues... –cogió una llave inglesa del banco de trabajo y la enarboló como una maza.
Todos los oficiales dejaron de garrapatear.
–¡Ahora verá! –dijo Joe–. ¡Ahora verá su máquina atómica!
Y antes de que nadie comprendiera lo que iba a suceder, se arrojó sobre ella, alzó la llave inglesa y la descargó con fuerza, destrozando primero un tablero de instrumentos, luego partiendo por completo una correa de transmisión, rompiendo una rueda, hendiendo un volante...
El coronel se recuperó rápidamente de su asombro. Actuó, mejor dicho, lo hicieron sus hombres. Tres de ellos saltaron sobre Joe, dos me prendieron a mí. Alguien gritó:
–¡Traición!
Todos gritaban y vociferaban produciendo un espantoso alboroto, mientras Joe lanzaba alaridos.
–¡No pueden hacer esto! ¡Es mi máquina y la destrozaré si quiero! ¡Déjenme tranquilo!
¡Están locos! ¡No es una máquina atómica!
Finalmente se llevaron a Joe a rastras escaleras arriba. Le seguí, con la ayuda desinteresada de dos oficiales. Y nos encerraron con llave en la habitación de Joe.
Ahora está tranquilo, me refiero a Joe. Como digo, hace poco hemos discutido ampliamente el caso, y ahora queda consignado por escrito. Quizá haya omitido algunos detalles, pero creo que todo está aquí.
Joe me explicó que, en su opinión, la razón de lo ocurrido es que algunas personas están siempre buscando cosas inexistentes. Quizá su broma al decir que se trataba de un secreto resultó una mala idea, ya que nadie le creyó cuando dijo la verdad.
–Hay personas que no quieren aceptar las cosas como son –dijo Joe hace un momento–. No intentaba armar ningún alboroto. Construí una máquina, sólo para apartar mi mente de Turnbull, y ahora se la han llevado. La presentarán a los científicos y descubrirán la verdad. Dirán después que les engañé. Espera y verás.
Joe no se muestra amargado, sino únicamente un poco filósofo. Me dijo que la única cosa que siente es no haberle dado su autógrafo al muchacho del surtidor de gasolina.


FIN

2023/12/18

El tercero a partir del sol (Richard Matheson)


Título original: Third from the sun
Año: 1950


Abrió los ojos cinco segundos antes de que sonara el despertador. No le costó despabilarse; fue inmediato. Consciente y frío, tanteó en la oscuridad con la mano izquierda y lo apagó. La alarma brilló un instante y se desvaneció.
A su lado, su mujer le puso una mano en el brazo.
—¿Has dormido? —preguntó él.
—No, ¿y tú?
—Un poco. No mucho.
Ella se quedó callada. El marido oyó como se le hacía un nudo en la garganta, y cuando la sintió estremecerse, supo qué iba a preguntarle.
—¿Sigue en pie el viaje?
Se tumbó de lado para mirarla e inspiró profundamente.
—Sí —respondió, y notó los dedos de su mujer apretándole el brazo.
—¿Qué hora es? —le preguntó.
—Las cinco.
—Será mejor que nos preparemos.
—Sí, será mejor. 
No se movieron.
—¿Estás seguro de que podremos embarcar sin que nadie lo note?
—Creen que no es más que otra prueba de vuelo. Nadie nos hará preguntas.
Su mujer no dijo nada, pero se le acercó un poco más. Él reparó en lo fría que estaba su piel.
—Tengo miedo —dijo ella. Él le apretó la mano.
—No te preocupes. No nos pasará nada.
—Lo que me preocupa son los niños.
—No nos pasará nada —repitió.
Ella se llevó la mano de su marido a los labios y la besó con cariño.
—De acuerdo.
Los dos se incorporaron a oscuras. La oyó levantarse. El camisón cayó al suelo con un susurro, pero no lo recogió. Se quedó de pie, temblando en el aire frío de la mañana.
—¿Estás seguro de que no nos hará falta nada más? —le preguntó.
—No, nada. He metido todo lo necesario en la nave. De todos modos…
—¿Qué?
—No podemos pasar cargados por delante del guarda. Tiene que creer que los niños y tú vienen simplemente a ver el despegue.
Su mujer se vistió. Él apartó las sábanas, se levantó, recorrió el suelo frío hasta el armario y se vistió también.
—Voy a despertar a los niños —dijo ella.
Él contestó con un gruñido, poniéndose la ropa por la cabeza. Su mujer se detuvo en el umbral.
—¿Estás seguro de que…?
—¿De qué?
—¿De que al vigilante no le parecerá raro que…, que los vecinos vengan también a verte despegar?
Él se sentó en la cama y comenzó a luchar con las hebillas de los zapatos.
—Tendremos que arriesgarnos —dijo—. Necesitamos que vengan con nosotros. 
Ella suspiró.
—Parece todo tan frío, tan calculado…
Él se incorporó y vio la silueta de su mujer recortada en la entrada.
—¿Qué otra cosa podemos hacer? —le preguntó con vehemencia—. No podemos cruzar a nuestros hijos entre sí.
—No —dijo ella—. Sólo que…
—¿Qué pasa?
—Nada, cariño. Lo siento.
Cerró la puerta. El sonido de sus pisadas se alejó por el pasillo. Él oyó abrirse la puerta del cuarto de los niños y las voces de ambos. Una sonrisa triste le asomó a los labios.
"Cualquiera diría que nos vamos de vacaciones", pensó.
Se calzó los zapatos. Al menos, los niños ignoraban qué sucedía. Creían que iban a acompañarlo al campo de aterrizaje y que luego volverían y se lo contarían a sus compañeros. Ignoraban que nunca regresarían.
Terminó de calzarse y se levantó. Se acercó a la cómoda arrastrando los pies y encendió la luz. Era extraño que un hombre de aspecto tan corriente planeara algo semejante.
"Frío y calculado". Las palabras de su mujer no se le iban de la cabeza. Bueno, no les quedaba otra opción. En cuestión de un par de años, quizás antes, el planeta desaparecería en un destello cegador. Era su única salida: Escapar, empezar otra vez de cero con un puñado de gente en un planeta nuevo.
Miraba fijamente la imagen que le devolvía el espejo.
—No hay más opción —le dijo a su reflejo.
"Adiós a esta etapa de mi vida", pensó, contemplando el dormitorio. Apagar la lámpara fue como apagar una luz en su cerebro. Cerró la puerta con cuidado y apartó los dedos del pomo desgastado.
Su hijo y su hija bajaban por la rampa, cuchicheando misteriosamente. Él sacudió la cabeza, ligeramente divertido.
Su mujer estaba esperándolo y bajaron juntos, tomados de la mano.
—No tengo miedo, cariño —le dijo ella—. Todo saldrá bien.
—Claro. Claro que sí.
Se dispusieron a desayunar. Él se sentó con los niños. Su mujer les sirvió zumo y fue a buscar la comida.
—Ayuda a tu madre, cielo —le dijo a su hija, que se levantó.
—Ya falta poco, ¿eh, papi? —dijo el niño—. Ya falta poco, ¿eh?
—Cálmate —le advirtió—, y recuerda lo que te he dicho: Una sola palabra a alguien y no vienes.
Un plato se hizo añicos. Se volvió hacia su mujer, y la encontró mirándolo fijamente con los labios temblorosos. Luego bajó los ojos y se agachó. Recogió unos cuantos trozos con torpeza, pero después los dejó caer, se irguió y los empujó hacia la pared con el pie.
—Como si importara —dijo, agitada—. Como si importara que la casa esté limpia o no.
Los niños la miraban, sorprendidos.
—¿Qué pasa? —preguntó su hija.
—Nada, cariño, nada. Estoy un poco nerviosa, eso es todo. Vuelve a la mesa y tómate el zumo. Tenemos que acabar deprisa. Los vecinos llegarán enseguida.
—Papi, ¿y por qué vienen los vecinos? —preguntó su hijo.
—Porque quieren —se limitó a responder—. Déjalo ya. No hables tanto del tema. 
La habitación quedó en silencio. Su mujer sirvió la comida; sólo se oían sus pisadas. Los niños no dejaban de intercambiar miradas y de observar a su padre, que no apartaba los ojos del plato. Encontraba la comida insulsa y pastosa. El corazón le retumbaba en el pecho. "El último día. Es el último día".
—Será mejor que comas —le dijo a su mujer.
Ella se sentó a la mesa. Levantaba el cubierto cuando sonó el timbre de la puerta; se le resbaló de los dedos flácidos y cayó al suelo. Él tocó su mano.
—Tranquila, cariño. No pasa nada. —Se dirigió a los niños—. Vayan a abrir la puerta.
—¿Los dos? —preguntó su hija.
—Los dos.
—Pero…
—Obedezcan.
Los niños se escurrieron de las sillas y salieron de la habitación, aunque se volvieron cada dos pasos para mirar a sus padres.
Cuando la puerta corredera los ocultó, él se volvió hacia su mujer, que estaba tensa y pálida, con los labios apretados.
—Cariño, por favor. Por favor. Sabes que no los llevaría si no estuviera seguro de que no hay peligro. Ya sabes cuántas veces he pilotado la nave. Y sé exactamente adonde vamos. No hay peligro. Créeme.
Ella se llevó la mano de su marido a la cara. Cerró los ojos y unos lagrimones le corrieron por las mejillas.
—No es..., no es eso —dijo—. Es que… marcharnos, no volver más… Llevamos aquí toda la vida. Esto no es como… mudarse. No podremos volver. Nunca.
—Escucha, cariño —se apresuró a responder—. Lo sabes tan bien como yo: Dentro de dos años, posiblemente antes, habrá otra guerra, una guerra terrible. No quedará nada. Tenemos que irnos. Por nuestros hijos, por nosotros… —Hizo una pausa para sopesar sus palabras—. Por el futuro de la vida en sí —concluyó con un hilo de voz.
Se sintió mal por haberlo dicho. Era inapropiado decir algo así en la mañana, delante de una comida prosaica, por muy cierto que fuera.
—Pero no tengas miedo —continuó—. No va a pasarnos nada. 
Ella le apretó la mano.
—Lo sé —murmuró—. Lo sé.


Oyeron pasos que se acercaban. Él sacó un pañuelo y se lo dio; ella se enjugó las lágrimas aprisa.
La puerta se abrió. Los vecinos, que también tenían un hijo y una hija, entraron.
Los niños estaban tan entusiasmados que les costaba controlarse.
—Buenos días —saludó el vecino.
La vecina se acercó a su mujer y ambas se dirigieron a la ventana para hablar en susurros. Los niños no paraban de moverse y se miraban nerviosos.
—¿Han desayunado? —preguntó al vecino.
—Sí. ¿No crees que deberíamos irnos ya?
—Supongo que sí.
Dejaron los platos en la mesa. Su mujer subió a buscar ropa para la familia.
El matrimonio se quedó un momento en el porche mientras los demás entraban en el vehículo de superficie.
—¿Deberíamos cerrar con llave? —preguntó él.
Ella sonrió sin saber qué decir y se pasó una mano por el pelo.
—¿Acaso importa? —dijo, encogiéndose de hombros, y se alejó.
El hombre echó la llave y la siguió por el camino. Ella se volvió cuando la alcanzó.
—Es una casa bonita —murmuró.
—No pienses en eso —le dijo él.
Le dieron la espalda a su hogar y entraron en el vehículo.
—¿Has cerrado? —preguntó el vecino.
—Sí.
—Nosotros también —sonrió con sorna—. Primero la he dejado abierta, pero he tenido que volver.
Transitaron por las calles tranquilas. El horizonte empezaba a teñirse de rojo. La mujer del vecino y los cuatro niños iban detrás. Su mujer y el vecino iban delante con él.
—Va a hacer un buen día —comentó el vecino.
—Eso parece —dijo él.
—¿Se lo has dicho a tus hijos? —preguntó el vecino en voz baja.
—Claro que no.
—Yo tampoco, yo tampoco —dijo insistente—. Sólo preguntaba.
—Ah.
Viajaron un rato en silencio.
—¿No tienes a veces la sensación de… estar huyendo? —le preguntó el vecino.
—No —respondió con la boca crispada y se irguió, rígido—. No.
—Supongo que es mejor no hablar del tema —dijo precipitadamente el otro.
—Mucho mejor.
Cuando se aproximaban a la garita de la entrada, se volvió.
—Recuerden —dijo—: Ni una palabra a nadie.
El vigilante estaba adormilado y no les prestó atención. Reconoció enseguida al jefe de los pilotos de pruebas de la nueva nave; con eso bastó.
Él le dijo que la familia iba a verlo despegar. No había inconveniente. El vigilante los dejó pasar al muelle de la nave.
El marido detuvo el coche bajo las enormes columnas. Todos salieron y miraron hacia arriba.
Muy por encima de ellos, con el morro apuntando al cielo, la gran nave metálica reflejaba las primeras luces de la mañana.
—Vamos —dijo—. Deprisa.
Mientras se dirigían rápidamente hacia el ascensor de la nave, el marido se detuvo un momento para mirar atrás. No parecía haber nadie en la garita. Observó todo cuanto lo rodeaba, intentando grabarlo en su memoria.
Se agachó, recogió un poco de tierra y se la metió en el bolsillo.
—Adiós —susurró. Corrió al ascensor.
Las puertas se cerraron. La cabina subió en silencio, roto sólo por el zumbido del motor y alguna que otra tos cohibida de los niños. Los miró.
"Llevárnoslos tan jóvenes" pensó, "sin que tengan posibilidad alguna de escoger".
Cerró los ojos. El brazo de su mujer descansaba en el suyo. La miró. Sus ojos se encontraron y ella le sonrió.
—Todo va bien —le susurró ella.
El ascensor se detuvo con una sacudida. Se abrieron las puertas y salieron.
Clareaba. Él los hizo avanzar deprisa por la plataforma cubierta.
Entraron por la escotilla lateral de la nave. Él dudó antes de seguirlos. Quería decir algo apropiado. Ardía en deseos de decir algo apropiado.
Pero no pudo. Entró, cerró la puerta con un gruñido y apretó bien la manivela.
—Ya está —dijo—. Vamos.
 
Sus pisadas reverberaron en las pasarelas y las escaleras de metal mientras subían a la sala de control.
Los niños corrieron a mirar por las ventanillas y contuvieron la respiración, asombrados de la altura a la que se encontraban. Sus respectivas madres se colocaron tras ellos y miraron abajo, amedrentadas.
Él se les acercó.
—¡Qué alto! —exclamó su hija.
Él le dio unas palmadas cariñosas en la cabeza.
—Muy alto.
Les dio bruscamente la espalda, se acercó al cuadro de mandos y allí se quedó, indeciso. Oyó que se le acercaba alguien por detrás.
—¿No deberíamos decírselo a los niños? —le preguntó su mujer— ¿No deberíamos decirles que será la última vez que vean todo esto?
—Adelante —respondió él—. Díselo.
Esperaba oír sus pisadas alejándose, pero no fue así. Se volvió. Ella le besó la mejilla y fue a decírselo a los niños.
Accionó el interruptor. En las entrañas de la nave prendió una chispa. Una descarga masiva de combustible inundó los conductos, y los mamparos vibraron.
Oyó llorar a su hija; intentó no prestarle atención. Acercó una mano temblorosa a la palanca. De repente, se volvió. Todos estaban mirándolo. Puso la mano en la palanca y la empujó.
La nave se estremeció momentáneamente y luego notaron que se precipitaba por la pulida rampa. Salió despedida, más y más deprisa. Todos oían el rugido del viento.
Vio que los niños se volvían hacia las ventanillas para mirar.
—Adiós —decían—. Adiós.
Se hundió, cansado, en el asiento del cuadro de mandos. Con el rabillo del ojo vio que el vecino se sentaba a su lado.
—¿Sabes adonde vamos exactamente? —le preguntó.
—Ahí está la carta de navegación.
El vecino miró la carta y alzó las cejas.
—A otro sistema solar.
—Exacto. Tiene una atmósfera como la nuestra. Allí estaremos a salvo.
—La especie estará a salvo —dijo el vecino.
Asintió y se volvió para mirar a su familia y a la de su vecino, que seguían mirando por las ventanillas.
—¿Qué has dicho? —preguntó.
—Que cuál de estos planetas es —repitió el vecino. Se inclinó sobre la carta de navegación y señaló uno.
—Ese pequeño de ahí —dijo—, al lado de esa luna.
—¿Este? ¿El tercero a partir del sol?
—Exacto —respondió él—. Ese. El tercero a partir del sol.


FIN