2023/05/29

¡Miren! El pájaro (Nelson Bond)


Título original: And lo! the bird
Año: 1950


El Pájaro del Tiempo apenas tiene luz para el vuelo y, ¡mira!, ya sus alas está tendiendo al cielo.
Fitzgerald-Rubáiyát


No sé por qué me molesto en escribir esto. Es indudable que es el texto más inútil que he escrito en el curso de mi carrera, dedicada a inundar resmas de pulcras cuartillas con torrentes de frases altisonantes. Pero tengo que hacer algo para mantener mi espíritu ocupado y, puesto que he vivido estos sucesos desde el principio, no estará de más que los registre tal como los recuerdo.
Desde luego, el hecho que ahora deje constancia de aquellos primeros días no tiene importancia alguna. Aunque, después de todo, en este momento nada importa. No sé por qué lo hago. Ya no estoy seguro de nada. A no ser que es absurdo que escriba esta historia tan poco importante. Sin embargo, sé que tengo que hacerlo...
Como he dicho antes, viví estos sucesos desde el principio. ¡Valiente afirmación! Su principio es algo que queda para el campo de las conjeturas. Depende de cómo se mida el tiempo. Para algunos comenzó hace cuatro mil años. Los que piensan así son fundamentalistas y partidarios de la cronología de un arzobispo. Quizás principió hace tres mil millones de años, afirman los que poseen aquello que, hasta hace unas pocas semanas, se solía denominar jactanciosamente "un espíritu científico".
Desconozco la verdad sobre ello, como la desconocen todos pero, en lo que a mí se refiere, todo comenzó hace un mes. Aquella noche nuestro Director Urbano, Smitty, me llamó a su despacho para espetarme una pregunta:
-¿Sabe algo de astronomía? -me preguntó con algo de petulancia.
-Desde luego -le respondí-. Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y alguno más.
-¿Cómo? -dijo Smitty, frunciendo el ceño.
-Y Plutón -recordé por fin-. La familia solar. Los planetas según su distancia al Sol. Me pasé un semestre contemplando las estrellas en la escuela. Aunque lo he olvidado en parte.
-Muy bien -respondió el Director-. Se ha ganado un encargo. ¿Conoce al doctor Abramson? 
-¿Quién no lo conoce? Es el jefe del observatorio de la Universidad.
-Exactamente. Irá a verlo. Según dice, tiene algo muy gordo que comunicarnos.
-¿En coche? -pregunté esperanzado. 
-Tome un ómnibus.
-Hablando desde el punto de vista astronómico -indiqué-, un notición podría significar muchas cosas: Un cometa que va a chocar con la Tierra, el calor del Sol que desaparece y nos mata a todos de frío...
-No es momento de bromas -rezongó Smitty-. Hasta medianoche, los ómnibuses suburbanos pasan cada veinte minutos.
-Por otra parte -musité-, quizás haya descubierto algún trastorno meteorológico causado por los experimentos atómicos. Si todos se dedican a jugar con bombas de hidrógeno...
-Bueno, en coche -suspiró Smitty-. Vaya.

Abramson era un hombrecillo flaco y cetrino, de ojos oscuros y hundidos. Después de estrecharme la mano me indicó una butaca frente a su mesa de roble amarillo, bajó una lámpara de pie para que su luz no nos molestase y luego cruzó sus dedos blancos y finos, mientras decía:
-Le agradezco que haya venido con tal prontitud, señor... 
-Flaherty -le aclaré.
-Pues bien, señor Flaherty, la cosa sucedió así. En nuestra profesión no es costumbre divulgar las noticias a través de la prensa. Lo corriente es que publiquemos nuestras observaciones en revistas técnicas que sólo están al alcance de los especialistas. Pero esta vez, este sistema no me parece adecuado. Tal vez no sería lo bastante rápido. He visto algo en el cielo..., que no me gusta nada.
Yo me entretenía dibujando garabatos sobre una hoja de papel doblada.
-¿Qué ha visto, profesor? ¿Un nuevo cometa?
-No estoy seguro de saberlo -repuso Abramson- y aún estoy menos seguro que desee averiguarlo. Pero sea lo que sea, es por completo desusado y lo bastante importante, creo, para autorizarme a dar este paso. Con el fin de obtener confirmación lo antes posible de mis observaciones y de mis temores, me creo en el deber de apelar a los servicios de prensa para difundir esta noticia.
-Todo cuanto valga la pena divulgar y mucho que no merece ser divulgado, ése es el género con que comerciamos -dije-. ¿Qué es lo que ha visto, profesor?
Él me dirigió una mirada sombría que duró un largo minuto. Luego dijo:
-Un pájaro.
Yo lo miré sin ocultar mi sorpresa.
-¿Un pájaro?
Me venían ganas de sonreír, pero la expresión de su mirada no alentaba precisamente al júbilo.
-Un pájaro -repitió-, perdido en las profundidades del espacio. Mi telescopio estaba dirigido hacia Plutón, el planeta más alejado de nuestro Sistema Solar. Este cuerpo celeste gravita a más de seis mil millones de kilómetros de la Tierra. Y a esta distancia -dijo con dolorosa decisión-, a esa increíble distancia... ¡He visto un pájaro!
Apercibiéndose de mi expresión de incredulidad, abrió el cajón superior de su mesa, extrajo de él un mazo de copias fotográficas de 18 x 24 centímetros y las extendió ante mí.
-Véalo usted mismo.
La primera fotografía nada me dijo. Mostraba una sección de espacio cubierta de estrellas; la típica fotografía que aparece en los manuales de astronomía. Pero en ella se había trazado un rectángulo de líneas blancas. La segunda foto era una ampliación de aquel cuadrado, mostrando la zona escogida. El campo visual era mayor y más brillante; miríadas de estrellas relucientes difundían un resplandor plateado sobre toda la placa. Sobre aquella nebulosa radiante se destacaba con gran precisión de líneas la negra silueta de un ser que tenía la apariencia de un pájaro en pleno vuelo.
Aventuré una indecisa explicación racional: 
-Muy interesante. Aunque, según creo, doctor Abramson, se han fotografiado muchas zonas oscuras en el espacio. El Saco de Carbón, por ejemplo. Y la nebulosa negra de...
-Es cierto -reconoció-. ¿Pero quiere mirar la siguiente fotografía?
Examiné la tercera fotografía y sentí por primera vez el frío de aquel terror helado que ya no me habría de abandonar durante las semanas siguientes. La foto mostraba otra parte de la zona comprendida en la segunda fotografía. Pero la silueta negra había cambiado. Lo que aparecía sobre el fondo de estrellas seguía siendo el perfil de un pájaro, aunque su forma era distinta. Un ala que antes estaba alzada aquí se había abatido; las posturas del cuello, cabeza y pico habían sufrido una alteración sutil pero definida.
-Esta fotografía -dijo Abramson con voz desprovista de emoción- fue tomada cinco minutos después de la primera. Sin tener en cuenta el cambio en la apariencia de la... imagen y considerando únicamente la posición relativa del objeto en el espacio, indicada por el paralaje, he calculado que el objeto que produce esta imagen debe viajar a una velocidad aproximada de doscientos mil kilómetros por minuto.
-¿Cómo? -exclamé-. Eso es imposible. En la Tierra no hay nada que pueda viajar a tal velocidad.
-En la Tierra, no -convino Abramson-. Pero los cuerpos cósmicos sí pueden. Y aunque presente el aspecto de un ser vivo, este objeto o lo que sea no deja de ser un cuerpo cósmico. Por eso -prosiguió con displicencia-, le he pedido que viniese. Esto es lo que quiero que cuente. ¿Comprende ahora por qué no podemos perder ni un minuto?
-Puedo escribir un artículo -dije-, pero nadie lo creerá.
-Quizás no lo crean... por un tiempo. Sin embargo, hay que divulgarlo. De momento, el público quizá se ría. Pero otros observatorios comprobarán mi descubrimiento y llegarán a las mismas conclusiones que yo. Esto es lo importante. Sin miedo a las consecuencias, sean éstas las que sean, debemos saber la verdad. El mundo tiene derecho a saber la amenaza que se cierne sobre él.
-¿Amenaza? ¿Cree usted que existe una amenaza?
Él asintió lenta y deliberadamente.
-Sí, Flaherty; sé que existe. Es esas fotografías hay algo que usted no ha visto, pero que cualquier matemático deduciría instantáneamente: Que esa cosa..., pájaro, bestia, máquina o lo que sea..., sigue un rumbo previsible. Y este rumbo la lleva directamente hacia... ¡El Sol!


Mi entrevista con el sabio dejó completamente desconcertado a Smitty. La leyó con rapidez, refunfuñó, volvió a leerla, más despacio y con la frente arrugada. Luego cayó como una tromba sobre mi mesa. 
-Vamos, Flaherty -me dijo con tono quejoso e indignado-. ¿Qué es todo esto? ¿Qué demonios significa?
-Es una noticia. Usted me envió por ella. Es lo que me contó Abramson. 
-Ya lo sé. Pero..., ¡un pájaro! ¿Qué historia es ésa?
Yo me encogí de hombros.
-Francamente, no lo sé. El doctor Abramson la consideró importante. ¿Y si el pobre se hubiese vuelto loco? Quizá tiene un roc en la cabeza.
Esto último era demasiado sutil para Smitty. Se rascó la nariz con la punta de un lápiz mientras mascullaba algo muy poco cortés respecto a los astrónomos en general y Abramson en particular.
-Supongo que no tendremos más remedio que publicarlo -dijo-. Pero no tengo el menor deseo de hacer el ridículo. Así es que dele usted un tono festivo y ligero. Así estaremos a salvo si intentan tomarnos el pelo.
Esto es lo que hicimos. Lo publicamos en una página interior sin omitir nada y con las fotografías de Abramson, como un artículo especial, de tono ligeramente humorístico, aunque sin burlarnos abiertamente de él. Después de todo, era el director del Observatorio. Pero tocamos con sordina todo el lado científico. Redacté de nuevo aquel cuento increíble en el estilo que solemos utilizar para dar informes sobre platillos volantes y hablar de la serpiente de mar.
Desde luego, este tono no era el más adecuado para que se lo tomasen en serio. Mas, para ser justos con Smitty, ¿cómo podía él saber que aquel cuento acabaría con todos los cuentos? ¿Que sería el mayor notición periodístico de su vida o de la de cualquier otro periodista?
Que el lector piense en la primera vez que lo leyó y sea sincero. ¿Se imaginaba, entonces, que aquello era cierto y que había que aceptarlo como el evangelio?
Pronto comprobamos nuestro error. La reacción producida por aquella disparatada historia fue rápida y sorprendente. Apenas llevaba una hora el Informativo en las calles cuando nuestros teléfonos comenzaron a sonar.
Esto, en sí, no era raro. Cualquier artículo fuera de lo corriente destapa una docena de chiflados. Debemos descontar la confirmación aportada por un astrónomo aficionado local que nos comunicó haber comprobado la veracidad de la observación de Abramson. Esta información, posiblemente seria, se vio sepultada bajo una docena de informes igualmente sinceros, pero a los que había que prestar mucho menos crédito, procedentes de otros tantos "testigos" visuales que también aseguraban haber visto un ave gigantesca que cruzaba los cielos durante la noche. La mitad de estos comunicantes describían las características del ave; uno de ellos aseguraba incluso haber oído su llamado.
Dos antiguos localizadores de aviones pertenecientes a la defensa civil nos llamaron para identificar el objeto como un B-29 y un súper reactor ruso. Aunque ambas identificaciones no coincidían, sus autores las presentaban con igual aplomo. Un miembro de la Sociedad Audubon identificó el pájaro con una figura de color rubí que, en su opinión, alguien había situado ante el telescopio cuando funcionó la cámara fotográfica. Un predicador ambulante de un oscuro culto se presentó en nuestra redacción para informarnos con gozo salvaje que aquél era el auténtico pájaro profetizado en el Libro de las Revelaciones y que el fin del mundo sonaría de un momento a otro.
Estos eran los chiflados. Pero lo que resulta extraño es que las llamadas que llegaron a nuestra redacción durante las próximas veinticuatro horas no proviniesen de desequilibrados ni fanáticos. Algunas eran de gran importancia, no sólo para sus instigadores, sino para el mundo científico y la Humanidad en general.
Habíamos enviado un extracto de la noticia a la Asociación de Prensa. Con gran asombro por nuestra parte, esa agencia nos solicitó inmediatamente más material informativo, incluyendo copias de las fotografías de Abramson. Las grandes revistas nacionales se mostraban aún más ansiosas. Enviaron por avión a sus redactores a la capital y habían pedido a Abramson una segunda versión de su relato, antes que nosotros pudiésemos darnos cuenta que habíamos lanzado la noticia más sensacional del año.
Entretanto, y lo que es aún más importante, los astrónomos esparcidos por todo el mundo enfocaron sus telescopios a la zona donde el Doctor Abramson había localizado el extraño objeto. Y antes de veinticuatro horas, para gran consternación de aquellos que, como Smitty y yo, habíamos considerado aquello como una broma descomunal, empezaron a llegar confirmaciones de todos los observatorios que gozaban de buenas condiciones para la observación. Por si aún fuese poco, los matemáticos comprobaron los cálculos de Abramson acerca de la velocidad y trayectoria del objeto. El pájaro, cuyo tamaño, según los cálculos, era mayor que el de cualquier planeta del Sistema Solar, se hallaba en la proximidades de Plutón y se acercaba al Sol a una velocidad de más de doscientos millones de kilómetros por día.


A fines de la primera semana, el pájaro era visible a través de un telescopio mediano. La historia fue creciendo como una bola de nieve que al rodar se llevaba todo cuanto encontraba a su paso. Un sujeto que se presentó como miembro de la Sociedad Forteana llegó a nuestra redacción blandiendo un mamotreto en el que nos señaló una docena de párrafos que, según él, demostraban que objetos similares se habían visto en el cielo sobre diversos lugares del mundo, en un período que abarcaba varios centenares de años.
El Comité central de la P.T.A. publicó un quejumbroso manifiesto en el que lamentaba la existencia del periodismo sensacionalista y su funesto efecto sobre la juventud de nuestra patria. Las Hijas de la Revolución Americana aprobaron una resolución según la cual se calificaba a la extraña imagen como una nueva arma secreta de los dirigentes del Kremlin, pidiendo que se tomasen medidas inmediatas, indefinidas pero drásticas, por parte de las autoridades. Una junta especial de la Asociación local de Clérigos nos visitó para advertirnos que la patraña que habíamos puesto en circulación minaba la fe religiosa de la comunidad; nos pidieron que publicásemos una retractación completa en nuestro próximo número.
A aquellas alturas, esto constituía ya una completa imposibilidad. Antes de terminar la segunda semana, bastaban unos gemelos para ver aquella mancha negra en el cielo. A medianoche de la tercera semana se la podía distinguir a simple vista. En las calles se formaron compactos grupos cuando esto se supo y, los que estaban dotados de una vista de lince, aseguraban distinguir el rítmico batir de aquellas tremendas alas, que entonces eran ya familiares a todos debido a las docenas de fotografías que se habían publicado en todos los periódicos y revistas de alguna importancia.
El cadencioso batir de aquellas alas monstruosas era uno más de los misterios inexplicables, al menos por el momento, que rodeaban a aquel ser del más allá. Por más que se esforzaban los físicos por asegurar que de nada sirven las alas en el vacío y que el vuelo alado sólo es posible donde existen corrientes aéreas sustentadoras, el hecho es que el pájaro volaba. Si aquellas alas colosales se agitaban, como algunos creían, en una atmósfera interestelar desconocida para la ciencia terrestre, o si batían sobre rayos de luz o haces de cuantos, como otros pretendían, esto no eran más que bagatelas ante aquel único hecho firme e incontrovertible: El pájaro volaba.
Al comenzar la cuarta semana, el ave del espacio alcanzó Júpiter y lo empequeñeció. Era un siniestro intruso negro, igual en tamaño a cualquiera de los vecinos cósmicos que el hombre conocía.
Abramson y yo estábamos a solas en su despacho. El astrónomo estaba fatigado y me pareció que algo enfermo. Su sonrisa era precaria y sus palabras habían perdido su viveza y animación.
-Bueno; ya tengo lo que quería, Flaherty -admitió-. Quería una acción pronta e inmediata y ya la tengo. Aunque no puedo imaginar para qué nos servirá. El mundo reconoce el peligro en que se halla, pero se ve impotente para conjurarlo.
-Atravesó el cinturón de asteroides -dije- y ahora se aproxima a Marte, sin dejar de avanzar hacia el Sol. Todos se preguntan por qué su presencia en el interior del Sistema Solar no altera las leyes de la mecánica celeste. Según dichas leyes, debiera haber producido un verdadero cataclismo. Un ser de ese tamaño, con su fuerza de atracción...
-Desecha los viejos conceptos, muchacho. Ahora nos enfrentamos con algo nuevo y extraño. ¿Quién conoce las leyes que gobiernan al Pájaro del Tiempo?
-¿El Pájaro del Tiempo? Me parece recordar esa frase.
-Claro -Con voz lúgubre citó-: "El Pájaro del Tiempo apenas tiene luz para el vuelo y, ¡mira!, ya sus alas está tendiendo al cielo".
-Eso es de los versos del Rubáiyát -dije, acordándome de pronto.
-Sí. Como usted sabe, Omar era astrónomo además de poeta. Debió de saber, o conjeturar, algo de esto. - Abramson indicó el cielo con un gesto-. A decir verdad, muchos antiguos parecían saber algo sobre esto. Durante estas últimas semanas he realizado muchas averiguaciones, Flaherty. Es sorprendente el número de referencias que se hallan en antiguos textos acerca de una enorme ave del espacio; referencias que hasta hace poco no parecían tener mucha importancia, pero ahora encierran un significado muy grave.
-¿Puede citarme algunas?
-Son principalmente mitos y leyendas. Existieron en un centenar de razas desaparecidas. El mito maya de la golondrina del espacio, el Quetzalcóatl tolteca, el pájaro de fuego ruso, el fénix de los griegos.


-Aún no sabemos si es un pájaro -argüí.
Él se encogió de hombros.
-Poco importa que sea un pájaro, un mamífero gigante, un pterodáctilo o cualquier otro ser semejante construido a escala cósmica. Quizá sea una forma biológica ajena a todo cuanto conocemos, algo que sólo podemos intentar describir en términos terrestres mediante analogías conocidas. Los antiguos lo llamaron pájaro. Los fenicios rendían culto al pájaro que era y volverá a ser. Los persas se refirieron al fabuloso roc. Existe una leyenda aramea sobre el ave gigantesca que gobierna y engendra mundos.
-¿Engendra a los mundos?
-¿Qué otra cosa podría motivar su venida? -inquirió el sabio-. ¿Es qué no le dice nada su enorme tamaño? -Me dirigió una pensativa mirada antes de añadir-. Flaherty, ¿qué es la Tierra?
La extraña pregunta me sorprendió.
-Pues el mundo en que vivimos. Un planeta.
-Sí. ¿Pero qué es un planeta?
-Una unidad del Sistema Solar. Un miembro de la familia del Sol.
-¿Está usted seguro? ¿O se limita a repetir de memoria lo que le enseñaron en la escuela? 
-Sí, repito lo que me enseñaron. ¿Pero qué otra cosa podría ser?
-Nuestro globo -me respondió a regañadientes- pudiera no formar parte de la familia solar. Se han esbozado muchas teorías, Flaherty, para explicar la existencia de la Tierra en este minúsculo segmento del universo que llamamos Sistema Solar. Ninguna de ellas puede demostrarse que sea falsa. Mas por otra parte, tampoco puede demostrarse que sean ciertas.
»Para empezar, tenemos la hipótesis nebular; la teoría según la cual la Tierra y sus planetas hermanos nacieron al contraerse el Sol. En realidad, eran pequeños glóbulos de materia solar que se enfriaron en órbitas abandonadas por su progenitor, que al condensarse se contraían. Un último retoque de esta teoría nos convierte en el producto de materiales procedentes de un sol gemelo al nuestro.
»Las teorías planetesimales y de las mareas están basadas en la presunción que, en tiempos remotísimos, otro sol pasó rozando al nuestro y que los planetas sólo son los retoños de aquel antiguo y ardiente encuentro en el espacio.
»Cada una de estas teorías tiene sus partidarios y sus detractores; cada una tiene sus comprobantes y sus dificultades. Ninguna de ellas puede demostrarse o refutarse totalmente.
»Pero... -y se agitó inquieto- existe otra posibilidad que, por cuanto he podido saber, nunca ha sido abordada, pese a que es tan válida como una cualquiera de las que he mencionado. Y a la luz de lo que ahora sabemos, me parece más probable que cualquier otra.
»Según esta teoría, ni la Tierra ni los restantes planetas tendrían algo que ver con el Sol. Ni forman ni han formado parte jamás de su familia. El Sol no sería más que una comodidad puesta en el espacio.
-¿Una comodidad? -pregunté con el ceño fruncido-. ¿Una comodidad para quién?
-Para el pájaro -respondió Abramson sin la menor alegría-. Para el gran pájaro que es nuestro progenitor. Imagínese usted, Flaherty, que el Sol no es más que una incubadora cósmica. Y que el mundo sobre el que vivimos no es más que... un huevo.
Lo miré de hito a hito.
-¿Un huevo? ¡Qué cosa tan fantástica!
-¿Le parece fantástica? Pues mire esas fotografías, lea los artículos de los periódicos, vea con sus propios ojos cómo se aproxima el pájaro y después de esto diga si puede existir algo más increíble aún que lo que nos está sucediendo.
-¡Pero un huevo! Los huevos tienen una forma característica, ovoide.
-Los huevos de algunos pájaros, sí. Pero los del chorlito tienen forma de pera, los de la ganga son cilíndricos y los del somormujo son bicónicos. Hay huevos en forma de huso y de lanza. Los huevos de los búhos y de los mamíferos son generalmente esferoides. Como lo es la Tierra.
-¡Pero los huevos tienen cáscara!
-La Tierra también. La corteza terrestre sólo tiene un espesor de sesenta y cinco kilómetros. Grosor que, para un cuerpo de su tamaño, es comparable totalmente al que tiene el cascarón de un huevo. Además, es un cascarón liso. La mayor altura terrestre está constituida por el Monte Everest, con ocho mil metros y algo más; su mayor profundidad es la fosa de las Carolinas en el Pacífico, con cerca de once mil. Una variación máxima de menos de veinte kilómetros. Para notar estas irregularidades en un modelo a escala reducida de la Tierra se requeriría el tacto delicadísimo de un ciego, pues ni la mayor altura ni la mayor profundidad serían apenas perceptibles.
-Sin embargo -dije con desesperación- no es posible que tenga usted razón. Ha pasado por alto el hecho más importante. ¡Los huevos contienen vida! Los huevos albergan los embriones del ser que los engendró. Los huevos se resquebrajan y...
Me interrumpí súbitamente. Abramson asintió, balanceándose en su vieja y crujiente silla giratoria, que crujía al compás de su monótono ademán de asentimiento. Había tristeza en su mirada y en su voz cuando dijo cansadamente:
-Aun así. Aun así...


Así fue como lancé mi segundo artículo sensacional. Aún fui lo bastante estúpido como para tratar de quitarle importancia; ahora no lo hubiera hecho. Aunque ahora todo me parece distinto. Creo que el lector me comprenderá. La llegada del pájaro fue algo tan extraordinario, tan descomunal, que empequeñeció e hizo parecer insignificante todo lo que antes nos parecía grande, importante y capaz de hacer temblar al mundo.
¡Capaz de hacer temblar al mundo!
Seré breve. Ya sé que relatar esta historia es perder el tiempo. Sin embargo, es posible que en ella existan algunos hechos aislados que el lector no conozca. Y, además, tengo que hacer algo, lo que sea, para dejar de pensar.
El lector recordará aquella fúnebre cuarta semana y la manera como el pájaro se iba acercando inexorablemente. Entonces fue cuando se resolvió llamarlo pájaro. Nadie estaba seguro de si era un ave u otro tipo de animal alado, pero los hombres están acostumbrados a dar nombres familiares a las cosas. Y aquella esbelta forma negra de tremendas alas, patas provistas de espolones y un pico largo, cruel y encorvado, parecía más un pájaro que otro animal cualquiera.
Además, había que tener en cuenta la teoría de Abramson sobre el mundo-huevo. El público, al conocerla, la puso en duda con la furiosa esperanza de que fuese falsa, pero temiendo en el fondo que fuera cierta. Importantes personajes preguntaron qué se podía hacer. Consultaron a Abramson y éste les dio su consejo, reconociendo que podía equivocarse. Pero si tenía razón, sólo había una esperanza de salvación: La vida que albergaba la Tierra en su seno debía ser extinguida.
Ante un comité especial nombrado por el presidente para hacer frente a la situación, Abramson dijo:
-Es mi creencia que el pájaro ha venido para buscar su cría, encerrada en el huevo que depositó Dios sabe cuántos millones de años hace, junto a esa cálida incubadora que es nuestro Sol. Su sabiduría o su instinto le dice que ha llegado el momento en que el polluelo debe romper el cascarón, y ha venido para ayudar a su cría a salir de su encierro.
»Pero sabemos que las hembras de los pájaros no rompen por sí solas el cascarón de sus huevos. Se limitan a ayudar al polluelo a salir de su cascarón, pero ellas nunca iniciarán la acción liberadora. Provistas de un curioso sentido, parecen saber cuáles son los huevos que no albergan vida en su interior, para apartarse de ellos sin tocarlos.
»Aquí, señores, reside nuestra única esperanza. La corteza terrestre tiene un espesor de sesenta y cinco kilómetros. Disponemos de nuestros ingenieros y técnicos; tenemos también la bomba atómica. Si la Humanidad tiene que vivir, el huésped del que nosotros solamente somos unos parásitos debe morir. Ésta es la solución que ofrezco. El resto les compete a ustedes.
Los dejó enzarzados en sus discusiones en el Capitolio de Washington y regresó a su casa. Según me dijo al día siguiente, abrigaba pocas esperanzas de que se llegase a un acuerdo concreto con tiempo suficiente. Creo que Abramson, por lo que pude ver, ya se había resignado a lo inevitable, entregando la Humanidad a su suerte con una triste sonrisa. Una vez me dijo que la burocracia había llegado a su final, sentenciándose a muerte con su propio papeleo.
Entretanto, el pájaro seguía avanzando hacia el Sol. Al día vigesimoctavo alcanzó su mayor proximidad con la Tierra y pasó de largo. Ni yo sé ni los científicos pudieron explicar por qué nuestro globo no saltó en pedazos a consecuencia de la atracción de aquella masa gigantesca. Quizás porque la ley de Newton no pasa de ser una teoría, sin aplicación práctica. No lo sé. Si hubiese tiempo, valdría la pena examinar de nuevo los hechos y descubrir la verdad acerca de ésta y otras cosas. Sea como fuere, la verdad es que sufrimos muy poco a causa de su proximidad. Hubo grandes mareas y fortísimos vendavales; las partes de la Tierra propensas a terremotos experimentaron algunos ligeros temblores. Y ahí terminó todo.
Entonces conseguimos una especie de tregua. Todo el mundo se acuerda de cómo el pájaro se detuvo en su vuelo inalterable para cernerse durante dos días enteros sobre el menor de los planetas de nuestro sistema, el que llamamos Mercurio. En realidad, parecía como si buscase algo, volando en amplio círculo entre Mercurio y el Sol.
Abramson opinaba que buscaba algo, algo que no podía encontrar porque ya no se encontraba allí. Según dijo Abramson, unos astrónomos creían que en otros tiempos hubo un planeta que giraba entre Mercurio y el Sol. Algunos observadores del cielo lo vieron hasta fecha tan reciente como el siglo XVIII, llamándolo Vulcano. Este planeta había desaparecido; quizás cayó en el Sol, según opinaba Abramson. Y ésta es también la conclusión a que pareció llegar el pájaro, porque tras una inútil búsqueda, se alejó del Sol para acercarse al más próximo de sus retoños que aún permanecía intacto.
¿Debo recordar aquí lo que sucedió aquel día espantoso? Creo que no, pues ningún hombre viviente olvidará jamás lo que vio entonces. El pájaro se aproximó a Mercurio, deteniéndose para cernerse inmóvil sobre un planeta que parecía una simple mota bajo la sombra de aquellas alas gigantescas. En las calles, los hombres lo vieron. Yo lo vi con mayor detalle, porque estaba junto a Abramson en el observatorio de la Universidad, observando la escena con ayuda de un telescopio.
Vi la primera y delgada grieta que corrió por la superficie de Mercurio, y el curioso licor fluido que rezumaba de aquel mundo moribundo. Observé la espeluznante eclosión de aquel ser pequeño, húmedo y huesudo -grosero simulacro de su monstruosa madre-, del huevo en el que había permanecido durante un período de tiempo incalculable, pues tan largo era el período de gestación de un ser tan vasto como el espacio y tan antiguo como el tiempo. Vi como la madre tendía su gigantesco pico para ayudar a su cría a librarse de su cascarón, ya innecesario; me quedé horrorizado al ver salir de él al monstruoso engendro que agitó tímidamente sus alas aún inseguras, secándolas bajo los rayos abrasadores del astro que fue su incubadora.
Y vi como los desgarrados jirones de un mundo caían en espiral hacia el sol, que se convirtió en su pira mortuoria.


Fue entonces cuando finalmente la Humanidad se decidió a entrar en acción. Los que aún dudaban terminaron por convencerse, los que ponían objeciones al plan de Abramson, so pretexto de "gastos innecesarios" y proyectos disparatados, fueron reducidos al silencio. Quedaron olvidados egoísmos y ambiciones, diferencias políticas y luchas internas. El mundo condenado tembló al borde del abismo, y una raza de parásitos decidió vender caras sus vidas.
En las grandes llanuras desérticas de Norteamérica se erigió frenéticamente el complicado mecanismo que debía realizar el más grande proyecto de la Humanidad, la Operación Vida. Llegaron hasta aquel desierto mineros, ingenieros, constructores, físicos nucleares, técnicos en operaciones de perforación y sondeo. Todos juntos comenzaron su tarea, trabajando noche y día con una celeridad que hasta entonces se había considerado imposible. Allí siguen trabajando en estos momentos, en este preciso instante, mientras yo escribo estas líneas. Luchan con desesperación para ganar un segundo, se esfuerzan por todos sus medios y recursos para alcanzar y destruir, antes que venga el pájaro, la vida que alberga nuestro mundo.
Hace una semana el pájaro se trasladó a Venus. Durante estos siete días hemos observado su progreso. No podemos ver gran cosa a través del velo de brumas eternas que rodea a nuestro planeta hermano, así que no sabemos en qué ha estado ocupado el pájaro durante un tiempo que nos ha sido precioso. Sea lo que sea lo que le ha retenido, estamos contentos con su demora. Esperamos y vigilamos. Y mientras vigilamos, no dejamos de trabajar. Y mientras trabajamos, elevamos nuestros ruegos al Cielo.
Así es que no puedo hablar propiamente de un fin de este relato. Como ya he dicho más arriba, no sé por qué me molesto en escribirlo. La solución aún no está preparada. Si triunfamos en nuestro empeño, habrá tiempo más que suficiente para referirlo todo con detalle; el relato completo y bien documentado de la batalla que actualmente se libra en los cálidos arenales de Arizona. Y si fracasamos... Entonces este relato ya no tendrá ninguna razón de ser, pues no habrá nadie para leerlo.
Lo que más inquietud nos causa no es precisamente el pájaro. Si cuando venga desde Venus encuentra aquí un cascarón silencioso e inanimado, pasará de largo, según creemos y esperamos, en dirección a Marte, a Júpiter y los mundos exteriores.
Esperamos que así todo termine felizmente. Muy pronto nuestros taladros atravesarán la corteza terrestre, para penetrar más allá de ella y clavarse en los tegumentos del monstruo que dormita en el seno de nuestro mundo.
Mas otra inquietud nos atormenta. ¿Y si antes que la madre se aproxime su cría se despierta y trata de liberarse del cascarón que lo aprisiona? Si tal cosa ocurriese, nos ha advertido Abramson, nuestro trabajo debe proseguirse con la celeridad del rayo. En cuanto la cría comience a golpear, hay que matarla, o de lo contrario la suerte de la Humanidad está echada.
Y he aquí la otra razón que me impele a escribir: Evitar que me asedien pensamientos que no quiero oír. Porque...
Porque a primeras horas de esta mañana se han empezado a escuchar golpes en la tierra.


FIN

2023/05/22

Circuito compasivo (John Wyndham)


Titulo original: Compassion circuit
Año: 1954


A los cinco días de su ingreso en el hospital, Janet cambió de parecer acerca de los robots domésticos. Necesitó dos para descubrir que la enfermera James lo era; uno para reponerse de la sorpresa, y otros dos para darse cuenta de lo cómodo que podía ser un sirviente robot.  
Aquel cambio fue un alivio. En todas las casas que había visitado tenían uno, que ocupaba el segundo o tercer lugar entre las cosas más apreciables de la familia; las mujeres lo valoraban un poco más que el automóvil y los hombres un poco menos. 
Desde hacía tiempo, Janet sabía que sus amistades la consideraban como una persona de pocos alcances o peor aún, porque se fatigaba en cuidar la casa, que cualquier robot mantendría limpia con cinco horas de trabajo al día. También sabía que a George le enojaba regresar del trabajo y encontrarse cada noche con una esposa reventada de cansancio por un trabajo inútil. Pero el prejuicio estaba firmemente arraigado. No era la intransigente actitud de quienes se negaban a que los sirviera un camarero robot, o a viajar en coches conducidos por chóferes robots (que, por cierto, eran más de fiar), o a que las atendiese un dependiente robot o asistir a un desfile de modelos con maniquíes también robots. Era, simplemente, que se sentía incómoda con ellos o al estar a solas con uno, y una profunda aversión a experimentar tal incomodidad en su propio hogar.


Ella lo atribuía, en gran parte, al espíritu conservador del hogar de sus padres, en el que nunca hubo robots domésticos. Otras personas, criadas en casas donde los empleaban, incluso los primitivos modelos de una generación atrás, no parecían compartir sus sentimientos. La hería que su esposo creyera que les temía de un modo pueril. No era éste el caso, según le había explicado varias veces a George, ni tampoco lo más importante. Lo que de veras la molestaba era que alguien se entremetiese en su vida particular y familiar, lo que un criado robot acabaría por hacer. 
La enfermera robot llamada James era, por tanto, el primero con quién había tenido contacto, personal e íntimo, y resultó como una revelación.
Habló al doctor de su descubrimiento, lo que a éste pareció satisfacerle mucho. Asimismo se lo dijo a George cuando fue a visitarla por la tarde, y éste se regocijó. Los dos hombres trataron del asunto antes de que el último se marchara. 
-¡Estupendo! -convino el doctor-. A decir verdad, temí que se nos hubiese presentado un caso de neurosis muy fuerte; la faena casera la ha agotado en el transcurso de unos pocos años. 
-Lo sé -respondió George-. Traté de persuadirla por todos los medios durante los dos primeros años de matrimonio; pero sólo me acarreó sinsabores, y tuve que desistir. Esto es realmente un triunfo; se sobresaltó bastante al averiguar que el motivo de su ingreso aquí se debía en parte a no tener un robot que le ayudase en casa. 
-Pero una cosa es cierta; no puede seguir como hasta ahora. Si lo intenta, deberá pasarse aquí un par de meses -dijo el doctor. 
-Después de esto, no querrá. Ha cambiado totalmente de parecer -aseguró George-. En parte se negaba por no haber encontrado un modelo realmente moderno, excepto de modo casual. El más moderno que tienen unos amigos nuestros es de hace diez años, por lo menos, y la mayor parte de los otros son todavía más viejos. Nunca pudo pensar en algo tan avanzado como la enfermera James. El asunto se reduce a cuál elegir. 
El doctor meditó un poco. 
-Francamente, señor Shand, creo que su esposa necesita mucho reposo y cuidados. Por ello, le aconsejaría elegir uno parecido al que tienen aquí. Ese modelo de enfermera James es bastante moderno; es un trabajo de alta precisión muy adelantado, con un original circuito de compasión y protección equilibrados; un trabajo muy ingenioso. Cualquier orden directa, que un robot corriente obedecería en seguida, es inmediatamente valorada por dicho circuito; mide el beneficio o perjuicio que pueda reportar al paciente, y no obedece si no es útil o inofensivo a éste. Ha dado sorprendentes resultados en la crianza y cuidado de niños; por eso están muy solicitados y resultan caros. 
-¿Cuánto? -preguntó George. 
El elevado precio que indicó el doctor le obligó a fruncir el entrecejo un instante. Luego, prosiguió:
-Esto supone un desembolso considerable; pero, al fin y al cabo, los ahorros de que disponemos son mayormente producto de lo economizado por Janet y de su vida austera. ¿Dónde adquirirlo? 
-No es tan fácil -contestó el doctor-. Deberé insistir un poco en la cuestión de preferencia, pero, dadas las circunstancias, lo conseguiré sin dificultades. Ahora, vaya y hable con su esposa acerca de los detalles exteriores y demás. Dígame cómo lo quiere ella, y pondré manos a la obra. 

-Uno idóneo -dijo Janet-; quiero decir, uno que tenga buen aspecto en casa. No podría acostumbrarme a una de esas cajas de plástico y palancas de mando que tienen mala traza y miran fijamente a través de sus lentes. Como se trata de quehaceres domésticos, elijámoslo con aspecto de doncella de servicio. 
-¿No prefieres un criado? 
Negó con la cabeza: 
-No; puesto que ha de cuidarme, prefiero una sirvienta, con vestido de seda negra y cofia y delantal blancos, de pelo rubio oscuro y de 1,67 metros de altura, que sea agraciada, pero no demasiado bella. No quiero tenerle celos. 

El doctor retuvo a Janet diez días más en el hospital mientras se arreglaba el asunto. Hubo suerte de que se cancelase un pedido, pero no pudo evitarse cierta demora para adaptarlo a los detalles exigidos por Janet; también requería que le acondicionasen la pseudomemoria para las faenas domésticas. 
La entregaron al día siguiente del alta de Janet. Dos robots estrictamente funcionales la cargaron a través del jardín y preguntaron si debían desembalarla. Janet no lo creyó conveniente, y les indicó que la dejasen en la puerta. 
A su regreso, George quiso abrirla en seguida; pero Janet negó con la cabeza. 
-Primero, cenaremos -decidió-. Un robot puede esperar. 
No obstante, cenaron con prontitud. Cuando hubieron terminado, George recogió la vajilla y la amontonó en el fregadero. 
-Ya no tenemos que fregar -comentó con satisfacción. 


George fue a casa del vecino y le pidió que le prestase su robot para ayudarle a entrar la caja. Pero, al encontrarse con que no podía levantar el extremo que le tocaba sostener, tuvo que pedir prestado el del vecino de enfrente. En seguida, los dos robots la cargaron, trasladándola hasta el suelo de la cocina, como si fuera un pluma, y se retiraron. 
George cogió un destornillador y sacó los seis largos tornillos que aseguraban la tapa. Dentro había un montón de virutas; las tiró al suelo. Janet protestó, y él repuso, contento: 
-¿Qué ocurre? Nosotros no vamos a recogerlas. 
Apareció una caja interior, hecha de pulpa de madera, y bajo cuya tapa había una alfombra de nívea guata. George la apartó y apareció tendido un robot con vestido negro y delantal blanco. Los dos lo contemplaron sin hablar, por espacio de unos segundos. 
Parecía verdaderamente vivo. Por alguna causa, Janet experimentó cierta repugnancia en creer que era su robot; cierta excitación y culpabilidad... 
-La bella durmiente -comentó George, mientras buscaba el libro de instrucciones en la pechera del vestido del robot. 
En verdad, no era una belleza. Se había tenido en cuenta la preferencia de Janet. Tenía un aspecto agradable y vistoso, sin ser llamativo; pero sus detalles eran adecuados. El intenso dorado de sus cabellos causaba envidia, no obstante saber que eran probablemente hilos de plástico con ondas que nunca se desharían. El cutis -otra forma de plástico que cubría el cuidadosamente construido perfil- se distinguía del verdadero sólo por su perfección. 
Janet se puso de rodillas junto a la caja y osó tocar con el índice aquella tez intachable. Estaba fría, muy fría. 
Se incorporó manteniendo la mirada fija en el robot. "No es más que una muñeca grande", se dijo. Un mecanismo; un admirable mecanismo de metal, plástico y circuitos electrónicos; pero tenía este aspecto tan sólo porque la gente, incluida Janet, lo encontrarían desagradable o grotesco si hubiera tenido cualquier otro. Y, sin embargo, verlo tal como era causaba cierto desconcierto. En primer lugar, había que hacerse la idea de que era "ella" y no "él", fuese o no del agrado de uno. Como tal tendría un nombre y así se parecería más a una persona. 
-"Un modelo accionado por una batería -leyó en alta voz George- que habrá de ser normalmente cambiada cada cuatro días. Otros modelos, no obstante, están diseñados de forma que conducen su propia reivindicación de los conductores principales como y cuando sea necesario". 
Y dijo: 
-Saquémoslo. 
Puso las manos debajo de las espaldas del robot e intentó levantarlo. 
-¡Vaya! Debe de pesar tres veces más que yo -exclamó, y volvió a intentarlo-: ¡Diablo! 
Tras esto, consultó nuevamente el libro, y leyó:
-"Los interruptores de mando están situados en la parte trasera, en el arranque de la cintura". Bueno; quizá podamos darle vuelta. 
Con un esfuerzo, logró poner de costado la figura y empezó a desabrocharle los botones de la espalda del vestido. 
De pronto, Janet lo consideró indecoroso, y dijo: 
-Lo haré yo. 
Su esposo la miró con curiosidad: 
-Está bien; es tuyo. 
-No es él sino ella. Le llamaré Hester. 
Janet le desabrochó los botones y palpó el interior del vestido. 
-No encuentro ni pulsadores ni nada -advirtió.  
-Al parecer, hay un pequeño cuadro que se abre -respondió él. 
-¡Eso no! -objetó ella, con un tono ligeramente disgustado. 
El hombre la volvió a mirar: 
-Querida, esto es un robot; un mecanismo. 
-Ya sé -repuso la mujer, al instante. 
Volvió a palpar; halló el cuadro, y lo abrió. 
-"Al pulsador de arriba hay que darle media vuelta a la derecha; luego, se cierra el cuadro de distribución para completar el circuito" -advirtió George, leyendo el libro de instrucciones. 
Janet lo hizo así y se incorporó prontamente mirando con atención. El robot se animó y mudó de postura. Se incorporó; se puso en pie, les contempló y, con aire de doncella de teatro, dijo: 
-Buenos días, señora; buenos días, señor. Me complace estar al servicio de ustedes. 

-Muchas gracias, Hester -dijo Janet, mientras se recostaba en el cojín del asiento. No es que fuese necesario dar las gracias a un robot; pero entendía que si no se practicaba la cortesía con los robots, pronto se dejaría de hacerlo con las personas. 


Sin embargo, Hester no era un robot común. Ya que ni siquiera vestía como una doncella. En cuatro meses, se había convertido en una infatigable y solícita amiga. Al principio, Janet no podía creer que se tratase simplemente de un mecanismo, y conforme pasaban los días, la fue aceptando como a una persona. El hecho de que consumiese electricidad en vez de alimentos, llegó a parecerle una simple debilidad. Que en cierta ocasión estuviera andando en forma de círculo sin poderse detener y que en otra se le alterase la vista, de modo que hacía las cosas un pie más, a la derecha de donde debía hacerlas, eran achaques que cualquiera puede tener, y el mecánico de robots que vino a repararla se comportó como un médico. Hester no era sólo una persona; era una acompañante preferible a muchas personas. 
-Sospecho -dijo Janet, recostándose en su asiento- que me consideras un ser lastimoso y débil, ¿no es así? 
Lo que no podía esperarse de Hester era la mentira. 
-Sí -contestó con toda claridad. Luego, agregó-: Considero que todos los mortales son seres lastimosos y débiles. Esto se debe a su constitución. Hay que compadecerse de ellos. 
Hacía tiempo que Janet había renunciado a reflexiones, como "Esto debe ser el circuito compasivo que habla", o a imaginar la computación, selección, asociación y exclusión que se producía para obtener tal respuesta. La aceptó como si se tratase, por ejemplo, de un extranjero. Dijo: 
-Supongo que debemos serlo si se nos compara con los robots. Ustedes son fuertes e infatigables, Hester. Si supieras cómo te envidio... 
Hester respondió con sencillez: 
-Nosotros fuimos diseñados y ustedes son accidentales; esto es una desgracia, no un defecto. 
-¿Prefieres ser tú a ser yo? -inquirió Janet. 
-Naturalmente. Nosotros somos más fuertes; no tenemos necesidad del sueño para recuperar fuerzas, ni llevamos en nuestro interior un inestable laboratorio químico, ni envejecemos ni nos desmejoramos. Los mortales son tan débiles y tan torpes y enferman con tanta frecuencia; siempre hay algo que no funciona debidamente. En cambio, si a nosotros se nos estropea o quiebra algo, no duele y se sustituye fácilmente. Ustedes tienen toda suerte de palabras, como dolor, sufrimiento, desdicha y fatiga, que hemos aprendido para comprenderles, pero que para nosotros no tienen significado alguno. Me entristece que padezcan esos inconvenientes y que sean tan endebles e irresolutos. Eso altera mi circuito compasivo. 
-Endebles e irresolutos -repitió Janet-. En efecto, eso es lo que experimento. 
-Los humanos están condenados a vivir de modo tan precario... -prosiguió Hester-. Cuando se me quiebra un brazo o una pierna, me ponen otro nuevo a los pocos minutos; si esto le ocurre a un ser humano, tiene que sufrir un tiempo considerable, al cabo del cual no le ponen uno nuevo; en el mejor de los casos, tendrá uno muy defectuoso. En esto sí han progresado, pues al diseñarnos aprendieron a fabricar buenos brazos y piernas, mucho más sólidos que los comunes. La gente haría bien, si pudiese, en sustituir un miembro inválido por otro útil; sin embargo, no parece desearlo cuando tiene posibilidad de conservar el viejo. 
-¿Quiere decir esto que son injertables? -inquirió Janet-. No lo sabía. Quisiera no tener más problema que los brazos y las piernas inútiles. No creo que yo titubease... -suspiró-. Hester, el doctor no parecía muy animado esta mañana. ¿Oíste lo que dijo? He perdido fuerzas, por lo que necesito más reposo. Dudo que espere que me reponga. Lo dijo sólo para animarme antes de... Después de haberme reconocido, parecía muy extraño. Me aconsejó únicamente mucho reposo. ¿De qué sirve vivir si sólo se puede descansar, descansar y descansar? Y pensar en el pobre George. Qué vida lleva, y es tan paciente y cariñoso conmigo... Prefiero cualquier cosa antes que continuar así. Preferiría morir... 
Janet siguió hablando más para sí misma que para la paciente Hester, que estaba de pie a su lado. Tenía los ojos llorosos. A poco, levantó la mirada: 
-¡Ay, Hester! Si fueras un ser humano, no podría soportarte; me parece que te odiaría por tu fortaleza y paciencia; pero no puedo hacerlo, Hester. Eres amable y atenta, mientras yo no hago más que tonterías. Imagino que incluso llorarías conmigo, en caso que pudieses hacerlo. 
-Lo haría si pudiera -respondió el robot, y agregó-: Mi circuito compasivo... 
-¡Eso no! -interrumpió Janet-. No puede ser eso. Debes tener un corazón en alguna parte. Debes tenerlo. 
-Creo que es más seguro que un corazón -respondió Hester. Se acercó un poco más; inclinó el cuerpo, y tomó a Janet en brazos como si no pesase nada-. Está fatigada, querida. La llevaré arriba. Necesita un poco de descanso antes de que él regrese. 
Janet sintió los fríos brazos del robot a través de su vestido; pero esto ya no la alteraba, porque se daba cuenta de que eran fuertes y protectores. Dijo: 
-¡Oh, Hester, no sabes cómo me ayudas! ¿Sabes lo que debería hacer? -Guardó silencio; después agregó, angustiosamente-: Sé lo que él piensa, me refiero al doctor; piensa que continuaré desmejorando hasta marchitarme por entero y morir. Te dije que preferiría morirme, pero no es cierto, Hester. No quiero morir. 
El robot la meció un poco como si fuera una niña:
-¡Vamos, vamos, que no es para tanto! No debe pensar en la muerte, ni llorar más; esto no le conviene. Además, no querrá que él se dé cuenta. 
-Procuraré contenerme -respondió Janet, sumisa, mientras el robot la llevaba arriba. 


El robot-recepcionista del hospital apartó la vista de la mesa escritorio. 
-Mi mujer -dijo George-. Llamé por teléfono hace una hora aproximadamente. 
En el rostro del robot se dibujó una impecable expresión de simpatía profesional: 
-Sí, señor Shand; siento mucho haberle causado un sobresalto, mas, como le he dicho, su robot doméstico ha obrado acertadamente al ingresarla en seguida aquí. 
-He tratado de ver al doctor, y está fuera -dijo George.  
-Eso no debe preocuparle, señor. Shand. Se le ha hecho un reconocimiento, y hemos pedido sus antecedentes al hospital donde estuvo antes. La operación ha sido fijada provisionalmente para mañana, si bien necesitamos el consentimiento de usted, por supuesto. 
George vaciló: 
-¿Podría ver al doctor que la intervendrá?  
-Lo siento; no se encuentra en el hospital. 
-¿Es necesario? -inquirió George, tras una pausa.
El robot le miró fijamente y asintió con la cabeza: 
-Debe de haber estado perdiendo fuerzas durante meses. 
George asintió con otro movimiento de la cabeza.
-La única alternativa es continuar perdiéndolas y padecer hasta morir -prosiguió el robot. 
George fijó la vista en la pared por espacio de unos segundos. Por fin, dijo secamente: 
-¡Bien! 
Cogió una pluma y, temblándole la mano, firmó en una hoja, que la recepcionista le había puesto delante; miró el contenido, pero no vio nada. 
-¿Tiene.... tiene ella probabilidad de...? -inquirió.  
-Sí -contestó el robot-. Aunque no se descarta totalmente el peligro, hay un setenta por ciento de probabilidades de éxito. 
George suspiró y movió la cabeza: 
-Quisiera verla. 
-Puede hacerlo; sin embargo, debo pedirle que no la inquiete. Duerme, y no conviene despertarla.
George tuvo que contentarse con esto, pero abandonó el hospital muy aliviado tras haber visto la sonrisa dibujada en los labios de Janet mientras dormía. 

Los del hospital llamaron a su oficina la tarde siguiente. 
Su tono era tranquilizador. La intervención quirúrgica había sido un éxito total. Todos estaban seguros del resultado. 
No había por qué preocuparse. Los médicos se mostraban muy satisfechos. Pero no se permitirían visitas durante unos días. El podía estar tranquilo. 
Cada mañana, George llamaba por teléfono antes de salir de casa con la esperanza de que le permitiesen ver a su esposa; los del hospital eran amables e infundían aliento; pero intransigentes en cuanto a visitas. 
De improviso, al quinto día, le comunicaron que a su esposa la habían dado de alta y se dirigía a su casa. George quedó estupefacto, pues se había hecho el ánimo de que el asunto duraría unas semanas. 
Salió precipitadamente; compró un ramo de rosas, e infringió seis veces el reglamento de la circulación. 
-¿Dónde está? -preguntó a Hester, cuando ésta abrió la puerta. 
-En la cama. Pensé que sería mejor si... -empezó el robot, pero se le cortó el discurso mientras él subía la escalera dando respingos. 
Janet estaba acostada. Por el borde de la sábana le asomaba la cabeza y el vendaje del cuello.


George puso las flores en la mesita de noche; se acercó a ella, y la besó dulcemente. La mujer fijó en él la inquieta mirada de sus ojos.
-George, querido. ¿Te lo ha dicho? 
-¿Quién debe decirme qué? -preguntó él, sentándose en el borde de la cama. 
-Hester dijo que lo haría. ¡George, no quería hacerlo; al menos, no fue mi intención! Ella me envió. Estaba tan enferma y me sentía tan triste. Necesitaba estar fuerte. Supongo que no la entendí bien. Hester dijo... 
-Tranquilízate, querida, tranquilízate -sugirió George, sonriente-. ¿Qué importancia tiene todo eso? 
Metió la mano debajo de la colcha y cogió la mano de su mujer. 
-Pero, George... -empezó a decir Janet. 
Él la interrumpió: 
-Querida, tienes las manos muy frías. Casi tanto como... 
Deslizó los dedos por su brazo y la miró con los ojos desorbitados. Se incorporó súbitamente, y apartó la colcha. Puso la mano sobre la fina camisa de dormir a la altura del corazón; de inmediato la retiró, como si se le hubieran pinchado. 
-¡Dios mío! ¡No! -exclamó George, sin apartar la vista de su mujer. 
-Pero, George, querido... -dijo la cabeza de Janet, recostada en la almohada. 
-¡No! ¡No! -gritó él, casi histérico. 
Obcecado, volvió la espalda y salió corriendo de la habitación. En la oscuridad del rellano, no acertó a poner el pie en el peldaño superior y rodó precipitadamente escalera abajo. 

Hester lo encontró inerte en el suelo del vestíbulo. Se inclinó sobre él, y examinó cuidadosamente las lesiones. La importancia de éstas, así como la debilidad de quien las sufría, le alteró sensiblemente el circuito de compasión. No intentó moverlo, sino que llamó por teléfono: 
-¿Hospital de urgencias? -Preguntó, y dio el nombre y las señas-. Sí; en seguida -les dijo-. Puede que no haya mucho tiempo. Sufre diversas fracturas, y sospecho que se ha roto la columna, pobre hombre. No; no parece tener lesiones en la cabeza. Sí; es preferible. Quedaría inválido para toda la vida. Será mejor que manden la orden de consentimiento con la ambulancia, para que pueda ser firmada en seguida... Será lo más conveniente. Su esposa lo firmará.


FIN

2023/05/15

Refugio en las estrellas (Leigh Brackett)


Titulo original: Retreat to the stars
Año: 1941


Arno iba a penetrar en la gran sala común cuando parpadearon las luces. Uno-dos. Uno-dos. Esto significaba que unas naves aterrizaban en el helado campo exterior. Y las naves sólo podían significar, a su vez, una sola cosa: La escuadrilla de Ralph había regresado.
Se detuvo frente al pasaje por donde la multitud salía, procedente de los dormitorios, los talleres y las cocinas. Todo se paralizaba al parpadear aquellas luces, excepto los incesantes martillazos de la sala en la cual los rebeldes construían la inmensa nave. Arno se quedó contemplando a los hombres que habían dicho No, a las erguidas mujeres, con niños en brazos, a los viejos y los mutilados.
"¡Ellos han cambiado mi mundo!", pensó Arno.
El odio que se asomó por un momento a sus pupilas, dio una calidad marmórea a sus acusadas y hermosas facciones. Aquella gente que se precipitaba al salón para esperar anhelante la llegada de las naves y las noticias de la batalla, formaba una completa disonancia con su mundo ordenado y bien dirigido, con su perenne inquietud, sus herejías paganas, sus sempiternos alborotos.
Se sintió feliz porque gracias a él, ahora de pie en la sombra, el Estado organizaría a su conveniencia el destino de todos ellos.
Marika salió del taller, con el sudor y la suciedad de la oscura labor en sus brazos y piernas desnudos. Arno observó con marcado desdén sus anchas espaldas, su frente clara y despejada, sus autoritarios ojos. Las mujeres de aquellos rebeldes incorregibles le ofendían más aún que los hombres. Pero Marika, ataviada con su simple vestido de piel y su leonina cabellera cayéndole sobre los hombros…
Arno se odió a sí mismo por verse obligado a controlar hasta el más leve impulso hacia Marika. No debía sentir nada por ella. Y no obstante…
-¡Han regresado, Arno! -le gritó ella-. ¡Ralph ha vuelto!
Le cogió del brazo y ambos se abrieron paso hacia la gran puerta. El espía, con la máscara de la amistad sobre su semblante, no pudo impedir una pregunta que le obsesionaba:
-¿Te importaría mucho que Ralph no regresase?
-¡Como ninguna otra cosa de este mundo! -fue la respuesta de Marika-. Pero esta vez ha vuelto. Si alguna vez le sucede algo, lo sabré.
Arno ignoraba cómo, y sacudió la cabeza mentalmente por enésima vez. Aceptaba el mecanismo de las bárbaras relaciones entre hombres y mujeres, pero no lo comprendía. Aunque sólo tenía veinticinco años, había dado al Estado tres hijos y una hija, y no podía concebir que las asignadas parejas experimentasen hacia Arno lo que él no sentía por ellas. Si su vida se apagara, no cambiaría el curso de las suyas. El único deber de una mujer era cuidar de los hijos y la vivienda, cuando el Estado la consideraba capacitada para esta tarea.
El salón estaba ahora lleno, agrupando a siete mil personas silenciosas. El distante fragor de la sala donde construían la misteriosa nave llegaba sumamente apagado.
Arno podía seguir el curso de las operaciones en el exterior con la misma claridad que si las estuviese viendo: Las naves llegadas una tras otra del espacio en tinieblas, aterrizando en el helado aeropuerto sin aire, y luego remolcadas hacia la protección del hangar secreto.
Arno sabía perfectamente que las naves del Tri-Estado, que registraban el sistema solar con el intento de destruir el último refugio de la anarquía, habían pasado por alto a los salvajes troyanos y las estructuras que les albergaban.


Una joven esbelta y morena, con un niño en brazos, se acercó a Marika y Arno. En tanto le sonreía con amistad, saludó:
-Hola, Laura -se sorprendió ante la prodigalidad de los rebeldes. Animosamente, apoyaban, mantenían y amaban a personas incapaces de realizar ninguna tarea, mujeres como Laura, hombres mutilados y otros sujetos indeseables, obstáculos que habrían debido ser eliminados.
-Estoy asustada, Marika -gimió Laura-. Siempre estoy asustada, temiendo por Karl. Ha vuelto, ¿verdad Marika?
-¡Claro que sí! -Marika pasó su brazo por la cintura de la joven-. Escucha. Ahora abren.
La multitud se precipitó hacia delante. Las puertas dobles se abrieron de par en par. Allí, en el umbral, se hallaba Ralph seguido de sus hombres.
Ralph, el caudillo de los rebeldes, no era alto ni bien parecido, ni siquiera de constitución robusta. Pero cuando alguien le miraba, se sentía irremediablemente atraído por la fascinación que emanaba de él, por el vigor, por la fortaleza que se desprendía de toda su persona, por el brillo de sus ojos azules, por la vibración de su voz, por la sonrisa cínica de su boca. Su personalidad no podía olvidarse.
Ralph no sonreía en aquel momento. Y la multitud comprendió al instante que algo había salido mal. Ralph estaba pálido, agotado, sin afeitar. Arno sintió el latido de excitación de sus sienes. Sabía lo que iba a ocurrir.
En el salón estalló una oleada de clamores, de preguntas, de nombres. Ralph levantó una mano y el clamor se extinguió.
-¡Hemos perdido tres naves! -anunció quedamente, si bien su voz llegó a todos los rincones-. Las de Vern, Parlo y Karl. El ataque ha sido un fracaso.
Hubo un momento de angustioso silencio. Arno observó la mortal palidez del rostro de Laura, y cómo Marika dejaba caer súbitamente el brazo con que rodeaba a la joven. Una mujer sollozó y un niño se puso a gimotear.
Un hombre, uno de los científicos rebeldes, vociferó entonces:
-¡Maldición, Ralph, es ya la tercera vez! ¡Si queremos continuar la resistencia necesitamos provisiones, equipo, material!
-Lo conseguiremos -replicó Ralph. En su mirada se leía una profunda obstinación-. Por ahora, tendremos que resistir con lo que tenemos. Pero volveremos a intentarlo.
Se volvió hacia Marika mientras sus hombres se mezclaban con la multitud.
-Pobre chica -murmuró mirando a Laura-. ¡Y ojalá hubiese sido yo!
-¡No! -exclamó Marika-. ¡Tú no! ¡Tú jamás! ¡Siempre sería demasiado pronto!
Le besó con una fiebre extraña y amarga. Ralph sonrió.
-El luto te sentaría bien -replicó en son de burla-. ¿No quieres ser la viuda de un héroe? -y le devolvió el beso.
El hijo de Laura estaba llorando. Ralph lo cogió, para confiarlo a Marika, y acto seguido tomó del brazo a Laura.
-Vamos, tengo hambre -concluyó Ralph- y he de afeitarme. ¿Quieres llamar a Frane y al padre Berrens, Arno?
-Sí, Ralph.
La máscara de Arno resplandecía de triunfo. Ralph había perdido tres naves. Treinta hombres en total, hombres y naves que necesitaba en grado sumo.
¡Estúpidos, pensar que podían enfrentarse con el Estado! La cicatriz de su frente, colocada allí por los hábiles cirujanos del Tri-Estado, enrojeció con el flujo de sangre a su cerebro, y Arno se llevó una mano a la cabeza para ocultarla, por temor a que le traicionase. Aquella cicatriz impedía que lo destinasen a un puesto de combate, pudiendo de este modo permanecer en la base, donde era más fácil obtener y pasar información.
Antes de avisar a los individuos que, junto con Ralph, regían los destinos de la base de Troya, y por tanto todo el Sistema de los rebeldes, Arno se retiró a su morada. Oculto en la gruesa hebilla de su cinto había un diminuto pero potente transmisor que operaba con una longitud de onda variable automática cada cuatro segundos. Sólo el receptor del Protector, en la Tierra, podía sintonizarla.
Arno dio su clave de llamada y esperó la llegada de la voz fría, precisa e impersonal del Protector del Pueblo, caudillo de todas las actividades antirrevolucionarias del Tri-Estado.
-Hay mucho alboroto por el fracaso del ataque -notificó entonces-. Necesitan provisiones de metal para las reparaciones y combustible. Ahora estoy más próximo a su centro de actividades; Ralph y Marika, en particular, son amigos míos. Transmitiré la información que vaya obteniendo.
-¿Todavía no has descubierto el secreto de la nave que están construyendo?
-No. Lo guardan con mucho sigilo.
-¿Ni la situación de su cuartel general planetario?
-No.
-Estos puntos son muy importantes. La destrucción de los anarquistas debe de ser completa, hasta el último hombre -la voz del Protector se alteró hasta un leve toque de emoción-. Tú gozas de una posición privilegiada. El Estado se vería dificultado, en estas circunstancias, para remplazarte. Recuerda tu deber, tu fe, y ten cautela. No debes fracasar.
El contacto quedó interrumpido con un chasquido, y Arno tuvo conciencia de un pequeño escalofrío de inquietud. Era extraño que durante aquellos ocho meses no lo hubiera advertido. Acostumbrado desde la cuna a considerarse como simple pieza más o menos eficiente de una máquina, remplazable en cualquier momento, no comprendió hasta qué punto había cambiado su condición. Sintió vértigo durante un instante, como si el duro suelo en el que se asentaba hubiese cedido de repente.
Después se recobró. No fracasaría. El Estado le había clasificado como Cerebro Tipo 1-4-C, el mejor adaptado a esta clase de trabajo. El Estado le había proporcionado una formación y un destino. No podía fracasar. Lo único que debía hacer era cumplir las órdenes.


Veinte minutos más tarde se hallaba en el cubículo que servía de hogar a Ralph y Marika. Frane, el jefe del grupo científico, estaba sentado en una butaca de metal procedente de una nave destruida; era un individuo de cabellos grises y aspecto fatigado. Berrens, el jefe civil, ocupaba la mesa. Era un sacerdote de la religión pagana, y en torno a la garganta lucía un pedazo de paño como insignia de su cargo. Su delgado cuerpo mostraba las señales de la mala alimentación colectiva, pero su mentón y sus ojos eran obstinados, y tenía la boca torcida en una sonrisa que jamás se borraba. Ralph, con su habitual nerviosismo, recorría la estancia, chupando afanosamente su estropeada pipa.
Arno se acomodó junto con Marika en los restos de un desvencijado sofá. La joven había cambiado la túnica de piel del trabajo por un remendado vestido de color escarlata que ofendía la vista de Arno, aunque despertaba en él una desconocida sensación. De vez en cuando, sus miradas se encontraban durante una fracción de segundo. Era aquella joven tan distinta de las insípidas mujeres de anchas caderas de su mundo. Arno intuía en ella feminidad y fortaleza, patentes en todas las líneas de su cuerpo.
La joven no apartaba casi nunca la mirada de Ralph. ¿No era muy extraño que una mujer mirase de tal modo a su marido?
Ralph, de pronto, dio media vuelta.
-Lo siento, Arno. Consejo de Guerra. Ven luego a cenar con nosotros.
-De acuerdo -Arno sonrió y se puso de pie. Marika le imitó.
-Saldré contigo. Estoy preocupada por Laura.
La puerta se cerró a sus espaldas, impidiéndoles escuchar el Consejo. Arno sintió furor por un momento. Si al menos consiguiera enterarse de los puntos importantes en vez de los detalles que descubría gracias a alguna observación casual de Marika.
La mujer suspiró y se echó hacia atrás la atezada cabellera con sus manos encallecidas por el trabajo.
-¡Era tan maravilloso en los viejos tiempos! ¡Vivir en casas auténticas, andar sobre tierra con la luz del sol y con aire para respirar! ¡Poseer bellos vestidos y medias de nylon, y hacer algo más que trabajar, sentir angustia, jugarse la vida cada mañana!
Su vehemencia le sobresaltó.
-Pero, Marika…
-Hace dos mil años. ¿Por qué no pude nacer dos mil años antes?
Aquello aturdió a Arno. ¿Cómo era posible que Marika considerase el siglo XX como la época anterior a las tinieblas, cuando él creía lo contrario? En el siglo XXI, los últimos rebeldes de la Tierra huyeron a Venus, desde allí a Marte, y más adelante al asteroide donde ahora se ocultaban. La fuerza del Estado de la Tierra los había acosado, perseguido por sus herejías, sus anarquías, su malvado individualismo.
Ahora reinaban la paz y el sistema por todas partes, excepto en algunos ignorados rincones de los planetas y en aquel diminuto asteroide que, gracias a él, el Tri-Estado pronto destruiría.
-¿Qué sensación producirá -continuó Marika- el estar bien alimentado, bien vestido y poder besar al marido cuando se marche sabiendo que volverá?
Le tembló la boca y había lágrimas en sus pupilas. El corazón le dio un vuelvo al desconcertado Arno. Pero se rehízo con firmeza.
-¿Qué hará Ralph ahora?
-¡Luchar! -repuso Marika con decisión-. ¡Saldrá de nuevo, una y otra vez hasta morir, como Karl! -calló y miró a Arno, casi con desafío bajo la débil luz de radio-. Me gustaría llorar, Arno. Me estoy conteniendo, pero ya no puedo más. Se trata de una batalla perdida. Y Ralph no tardará en morir. Como todos nosotros. ¡Y ya no puedo sentirme valerosa!
De repente se echó a llorar tapándose el rostro con las manos apoyadas en el hombro del espía. A su pesar, éste sintió como un chasquido en la armadura que rodeaba su cerebro, y vio al asteroide tal como era: Una tumba de esperanzas muertas, de gloria fenecida, de vida inerte. ¿Por qué luchaban, si lo sabían?
Rodeó a Marika por la cintura. No recordaba haberlo hecho nunca. La joven era como un animal, cálido y lleno de vitalidad.
Arno apartó las manos con súbito temor. Era como si retrocediese al borde del abismo, al borde de lo ignoto. Calló mientras ella dejaba correr libremente las lágrimas, hasta que recobró el dominio de sí misma y se apartó de él. A Arno le dolían los dedos que la habían acariciado.
Marika se llevó las manos a sus enrojecidos ojos y lanzó un juramento.
-¡Maldita sea por comportarme como una estúpida! Pero ahora me siento mejor. Creo que una mujer tiene que llorar de vez en cuando, aunque sea de forma mecánica. Pero no se lo digas a Ralph. Gracias, Arno.
La vio desaparecer por el corredor, en busca de Laura. Su vestido rojo resplandecía en la penumbra, al igual que su dorada cabellera. Arno trató de pensar en el Consejo, en su deber. Pero su mirada continuó siguiendo a Marika.


Al otro lado de la puerta cerrada, Ralph continuaba paseando incansablemente, envuelto en una nube de humo.
-Algo va mal -decidió-. Con esta nueva pintura invisible teníamos que estar a salvo, ya que las naves no son magnéticas. Pero nos acorralaron, como si conociesen nuestra presencia allí.
Ambos individuos le miraron agudamente.
-¿Sabes lo que estás insinuando?
-¡Lo sé! -Ralph se apartó el cabello de la frente con nerviosos dedos-. Es increíble que uno de los nuestros… No, el Tri-Estado puede haber enviado un espía.
-Una posibilidad. Remota, pero una posibilidad -el padre Berrens meneó la cabeza con desconsuelo.
-Si hay un espía -afirmó Frane-, tenemos que descubrirlo rápidamente. Necesitamos provisiones.
-¿Cuánto tiempo podemos resistir sin ellas, Frane?
-Tres semanas, quizá un día o dos más. Pero no más tiempo.
-¡Dios mío! -el huesudo rostro de Ralph se tensó. Aquello era un golpe para su corazón-. ¿Por qué no me lo dijiste antes?
-Estás haciendo cuanto puedes -le contestó el padre Berrens-, y no queríamos angustiarte más.
-¡Tres semanas! ¿Tan cerca estamos del fin? ¡Pelear dos mil años y ahora! ¡Tres semanas!
Berrens esbozó una sonrisa.
-¡Conseguirás el triunfo en el próximo ataque!
-¿Y si no es así? ¡Si no es así! -Ralph volvió a su paseo, cansinamente, con una sensación de futilidad en su interior. La habitación permaneció unos instantes en silencio. Por fin, Ralph volvió a hablar-: La nave, Frane. Tiene que estar dispuesta en diez días.
Frane asintió.
-Triplicaré los turnos. Tenemos que poner el metal en la cúpula.
-Lo que sea, mientras podamos seguir respirando. ¡La nave tiene que estar lista dentro de diez días!
-Tal vez -opinó Frane, sombríamente- sería mejor convocar a los nuestros de las bases planetarias, sin aguardar.
-No. Este Sistema Solar nos pertenece. ¡Y no pienso rendirme sin luchar!
-Pero has combatido ya tanto, Ralph -la voz del padre Berrens sonó infinitamente fatigada-. El Tri-Estado tiene veinte siglos de experiencia en su favor. Y es difícil romper esta barrera. Los suyos poseen casas y alimentos. Cuando el estómago de un hombre está lleno es difícil destruirle, aunque no posea cerebro ni alma.
-De acuerdo. ¡Pero, maldición! -Ralph se detuvo mientras sus pupilas recorrían el cuarto-. ¡Tenemos que continuar! Su maquinaría se detendrá por su propio impulso. Han perdido ya a sus mejores cerebros. Empiezan a estancarse, y el estancamiento significa regresión. Sin su ciencia no habrían podido resistir estos dos mil años. Ni dos siglos. Y ahora empieza a fallarles la ciencia. Durante los últimos noventa años no han producido nada nuevo.
-Si pudiéramos resistir un poco más -Frane apretó los labios.
-No es posible luchar sin hombres ni armas.
-¡Sí, con los hombres que nos queden! Yo conseguiré el metal que necesitamos. Denme cuatro horas de sueño, y volveré a salir. ¡Esta vez atacaremos Titán!
-¡Titán! ¡Estás loco, Ralph! Es el centro minero más poderoso del Sistema. ¡Te destruirán!
-Tal vez. Pero no se inquieten por nada. Iré solo, en el viejo Sparling.
Ralph sabía, como los otros, que tenía una probabilidad entre mil. El Sparling era una reliquia de los viejos tiempos, un complicado mecanismo de combate capaz de ser controlado por un solo hombre, equipado con rayos de tracción desde la base. Pero para gobernarlo era preciso un superhombre. Era una nave temperamental y engañosa que poseía una infinidad de tretas. Por esto no habían construido ninguna más de aquel tipo al cabo de la primera docena. Y habían perdido nueve en un mes.
-No me buscarán cerca de Titán -siguió Ralph-. Allí existirá menos peligro de que detectasen una sola nave. Si no regreso en diez días, procedan a la carga.
-Prueba una vez más con el escuadrón -insistió Berrens.
-Ya no nos quedaría tiempo, si fracasamos. Y tal como se han desarrollado los tres últimos ataques, de nada serviría tampoco. Entiendan bien que nadie debe saber cuando parto, ni dónde. Ni siquiera Marika.
-Pero si aquí hay un espía -intervino Frane-, el Tri-Estado conoce la situación de la base. ¿Por qué simplemente no nos bombardean?
-Quieren información. Aunque todavía pueden bombardearnos. Confiemos en que no lo hagan. Lo mejor, mientras tanto, será descubrir al espía. Desenmascararlo. ¡Y prepárenlo todo, sin esperarme!
El padre Berrens meneó la cabeza. A menos que ocurriera un milagro, no conseguirían atrapar a un espía diestro en menos de tres semanas, cuando había conseguido librarse de toda la vigilancia y penetrar en la base.
-Parece un caso perdido -admitió-. Pero lo intentaremos, Ralph. Ten cuidado y regresa, por el bien común.

Cuatro horas más tarde, Arno, que estaba comprobando una serie de informaciones para el comisario, y satisfecho por la carestía de materiales, levantó la vista y vio a Marika junto a su mesa. Estaba muy pálida y rígida, con las manos cruzadas, y muy tenso el rostro.
-Arno, Ralph se ha marchado. No me dijo donde, pero he hablado con sus ayudantes. Se ha ido solo y he descubierto que falta de la base el viejo Sparling. ¡Oh, Arno, estoy asustada!
¡Ralph había partido para un ataque solitario! Tenía que comunicárselo al Protector. Representaría su papel de amigo de Marika hasta que la joven se marchase y entonces…
¿Por qué una mujer tenía que experimentar aquellos sentimientos hacia un hombre? ¿Cuál era la bárbara emoción que el Estado había prohibido a sus vasallos?
Arno llevaba ya ocho meses viviendo entre los rebeldes, y los estudiaba con la actitud impersonal que un científico contempla a los microbios. Arno había sido una maquinaria fría y eficiente que cumplía las órdenes recibidas del mejor modo posible. Y no entendía a los rebeldes, ni deseaba entenderles. Toda su devoción era para el Estado, para la voluntad del Estado, para las necesidades del Estado.
Pero la maquinaria que encerraba Arno, de repente, no respondía como debiera. Sentía impulsos extraños y una fuerza que le asustaba, porque era completamente indescifrable para su filosofía.
-Arno -susurró Marika-, estoy asustada. Lo he estado a menudo. Ya no soy fuerte. Ralph se ha ido. Morirá.
"Es una rebelde -pensó Arno-. Se cree superior al Estado".
Se dijo también que sólo por representar un papel, había avanzado hacia la joven. Ésta le tendió los brazos con naturalidad, como una niñita que necesita consuelo. Arno sintió como la vida insuflaba poder a aquel cuerpo, y experimentó de nuevo aquel impulso interior. Los labios de Marika estaban muy cerca de los suyos, como una roja cicatriz en su cara de mármol.
La besó. Y tuvo un acceso de horror, de odio hacia sí mismo. Jamás había besado a una mujer. Era una traición, una debilidad, un desafío al Estado.
Se apartó bruscamente y ella continuó de pie, contemplándole.
Arno cerró la puerta y sacó el transmisor de su cinto. Dos veces empezó a formar la clave y dos veces detuvo sus manos. Se sentía irritado por su vacilación, pero el rostro de Marika se hallaba entre él y la radio. ¿Y si Ralph no regresase?
¿Haría Marika como Laura, como las demás mujeres que habían perdido a sus maridos? ¿Por qué le importaba a él? Se sintió aturdido, perdido, estremecido.
El diminuto transmisor en su mano le contemplaba acusadoramente, y tuvo que afirmar el pulso para que no cayese al suelo. Los rebeldes y sus bárbaras costumbres no eran cosa suya. El Estado le había dictado unas órdenes. Y todo el objetivo de su vida se concentraba en la servidumbre al Estado, sin formular preguntas ni albergar idea alguna.
Las palabras del Credo aprendido en su infancia volvieron a su memoria:

Creo en el Estado que me protege, y reniego de todas las demás creencias. Ojalá mi vida se pierda toda en la obediencia y el servicio.
¿Qué mayor gloria para un hombre que servir al Estado?

La voz de Arno sonó segura cuando habló con el Protector del Pueblo.
-El caudillo de los rebeldes ha partido solo para un ataque solitario en una nave anticuada, una Sparling. Destino desconocido, pero los rebeldes necesitan provisiones desesperadamente.
-Avisaremos a todas las minas -asintió el Protector-. Continúa cumpliendo las órdenes.


Frane cumplió su palabra. Se triplicaron los turnos, trabajaron todos, hombres, mujeres, adolescentes. Pese a su fingida herida en la cabeza, Arno fue declarado apto para tareas ligeras y enviado al taller.
Debido a la premura, se apartó gran parte del velo del secreto. Sólo se mantuvo en silencio el objetivo de la nave y el diseño de sus motores.
Arno soltó un respingo a la vista de la nave. Era enorme. Calculó que podía albergar a más de diez mil personas y provisiones concentradas. No había visto nunca nada igual, ni siquiera en los talleres del Tri-Estado.
Pero la gente murmuraba. Los rebeldes eran terriblemente murmuradores, ya que podían hablar como quisieran, y dejaban circular toda clase de rumores. La nave era un arma ofensiva. Estaba destinada a destruir los planetas. Iba a convertirse en un mundo flotante. Iba a recorrer los caminos planetarios, destruyendo las naves del Tri- Estado.
Arno comunicó todo esto a la Tierra, pero no se acercó a la verdad. Transcurrieron nueve días sin noticias de Ralph. No había comunicación por radio entre la nave y la base, porque hubiera permitido al enemigo descubrir la situación de Troya. Se acortaron las raciones. El combustible para la luz y el calor se redujo al mínimo, pero los sintetizadores de alimentos no cesaban de funcionar constantemente. Las cúpulas quedaron desprovistas de todo el metal que contenían, excepto los muros y las unidades de bombeo. Las fraguas trabajaban día y noche. Interminables riadas de hombres y mujeres trabajaban, transportaban, remendaban, ajustaban. El sueño quedó reducido a un período de cuatro horas, del todo insuficiente para los agotados cuerpos.
Y al décimo día, la nave quedó terminada.
Los hombres se dejaron caer al suelo, exhaustos. Frane y el padre Berrens conversaron con Marika bajo la enorme envergadura de la nave, y Arno, que procuraba siempre no alejarse de su fuente de información, escuchó el diálogo.
Pero no había mucho que oír.
-Diez días -dijo Frane, tristemente-. Tendré que convocarles.
Marika, demasiado agotada para experimentar ninguna emoción, los miró fijamente.
-Ralph no ha vuelto, ¿verdad?
El padre Berrens le puso una mano en la espalda.
-Todavía no es demasiado tarde. Esperaremos dos semanas.
Arno no apartaba los ojos del rostro de Marika. ¿Convocar a quién? ¿Esperar qué? Debía permanecer al acecho e informar cuidadosamente. Los rebeldes planeaban un intento desesperado, y el Estado debía recibir el aviso.
Recordó las palabras del Protector: No debes fracasar.

El Sparling flotaba inmóvil, como fina mota invisible en medio de las espantosas tinieblas. Saturno giraba sus relucientes anillos contra el infinito. Ralph, entumecido por los catorce días de encierro, con los ojos enrojecidos por la falta de sueño, estaba inclinado sobre la pantalla del telescopio en medio de una asombrosa maraña de instrumentos.
Estaba siguiendo a Titán, vigilando los cohetes transportadores de minerales que despegaban del planeta. Durante los diez días de su acecho, ninguna nave había despegado con escasa escolta, por lo que su ataque carecía de suficiente posibilidad de éxito.
-Debe haber un espía en la base -exclamó en voz alta por enésima vez.
El sonido de su enronquecida voz al resonar en las paredes de metal, pareció aliviar el pesado silencio que le rodeaba.
"El espía ha conseguido informaciones importantes, pero tampoco las necesita. Con los movimientos generales, el Tri-Estado puede sabotear todas nuestras operaciones. ¡Oh, Dios mío, haz que Frane y Berrens no le permitan sabotear la nave!"
La boca de Ralph se torció en una cínica sonrisa.
"El espía no podrá sabotear la nave. Si no posee una bomba atómica, no podrá afectarla, y es imposible la existencia de una bomba atómica en la base, ya que los detectores la habrían descubierto. Lo único que puede hacer…"
Sacudió la cabeza para descartar aquella espantosa posibilidad. Ni por un segundo debía pensarlo. No, todo iría bien. Dios no les abandonaría, no después de tantos siglos de lucha.
Sin hacer caso del hambre que le atormentaba, concentró su atención en el telescopio. Permitió que una de sus cápsulas nutritivas se disolviera lentamente en su boca, recordando lo que había leído en los libros antiguos. Filetes calientes, verduras frescas, frutos jugosos. Aquella idea le hizo agua la boca. Se tragó la pastilla apresuradamente, lanzando una maldición.
A través de la pantalla pudo divisar la Tierra, Venus y Marte flotando en sus amplias órbitas en torno al diminuto y distante Sol. Ralph había nacido en la base de Troya. Jamás había visto la luz solar, ni el azul del cielo, ni la hierba, ni respirado otro aire que el procedente de los tanques químicos. El Estado se lo había prohibido al pueblo, excepción de los rebeldes ocultos en oscuros rincones de algunos planetas.
"Algún día volveremos a gozar de lo que nos pertenece."
Sus inquietos ojos azules, cuyo fuego brillaba ya de manera mortecina, volvieron a concentrarse en Titán. El cronómetro señaló otra hora. Cinco transportadores de minerales surgieron al vacío, pesadamente cargados. El sueño terminó por apoderarse de él. Y cuando se despertó había transcurrido el día decimoquinto.
"Tengo que regresar. Me quedan cuatro días para volver."
Maldijo amargamente. Era duro tener que rendirse al cabo de tanto tiempo, verse derrotado por unas cuantas toneladas de metal. A pesar suyo, su mano se dirigió a la palanca de arranque.
Y entonces se inmovilizó. Procedente de Titán, cruzó por la pantalla una llamarada.
Un transporte de mineral, acompañado sólo por tres naves. ¡Una oportunidad!
¡Una tentadora oportunidad!


Demasiado tentadora. ¿Cómo era posible que aquel transporte sólo estuviera custodiado por tres naves, cuando los demás disponían del doble? Tal vez fuese una trampa. Era evidente que desconocían su presencia, pero podían proceder de modo idéntico en las demás minas. Podían haber ordenado relajar la vigilancia, a fin de sorprenderle y atraparle con más facilidad.
Recordó la nave de Troya y lo que significaba para él. Pensó en Marika, sobre todo en ella. Y de nuevo contempló aquellos tres planetas que antaño habían sido suyos y el transporte de mineral que significaba la posibilidad de que volvieran a serlo. Sabía que tenía razón al odiar al Tri-Estado. Si al menos pudieran resistir.
-Vamos, cariño -animó a su vieja nave-. ¡Veamos qué puedes hacer!
Como un meteorito, se lanzó contra el transporte, con las manos fuertemente asidas a las palancas del cuadro de mandos. Una nave estalló en llamaradas bajo su rayo. Un nuevo disparo fundió los tubos del transporte, privándolo de toda iniciativa.
El Sparling vomitaba rayos bajo el control de sus manos. Pero también se movía engañosamente. Ralph soltó una maldición mientras se dirigía hacia otra nave. La tercera maniobra preparando sus tubos de disparo. El rayo de la muerte de Ralph surgió súbitamente. La nave, alcanzada, retrocedió arrastrando a sus muertos tripulantes hacia el vacío.
El Sparling se ladeó frenéticamente, y el disparo sólo lo alcanzó en la parte inferior. Pero Ralph gritó por efecto del insoportable calor. Medio ciego, condujo la nave hasta un lugar seguro, y se dispuso a lanzar el ataque final.
Y entonces las distinguió; naves del Tri-Estado que despegaban de las bases en las lunas de Saturno. ¡Era una trampa! Ya no podía defenderse. Imposible enlazar un rayo de tracción al transporte de mineral. Sólo podía huir. ¡Huir y rezar!
El Sparling bailoteaba sin rumbo. Ralph lo maldijo, maldijo a quien lo inventó, y se maldijo a sí mismo por su locura. Un disparo efectuado en un ángulo inverosímil dejó a la tercera nave fuera de combate con los tubos fundidos.
Un rayo rozó su estructura, calentando la nave casi al rojo vivo, y luego quedó en libertad.
Ralph aceleró la velocidad del Sparling, pero éste se bamboleaba. Uno de los rayos había perjudicado algún filamento de sus intrincados controles. Ralph oyó una alteración en la rítmica vibración de la nave, la cual comenzó a derivar alocadamente. Las naves del Tri-Estado se aproximaban con fatídica rapidez.
Por un momento, Ralph permaneció sentado, con las manos extendidas sobre las palancas. Al fin y al cabo, sabía que tenía que llegar aquel momento. Había hecho elección por su libre albedrío, plenamente consciente. Era peor que el infierno, ahora que el momento había llegado, sabiendo que Marika le esperaba, sabiendo que la nave estaba a punto. Pero…
Ahora podía ya permitirse aquel lujo. Se tragó el resto de las cápsulas y abrió plenamente el tanque de oxígeno. Al menos, moriría con el estómago lleno y con aire en los pulmones.
Obligando a la nave a dar media vuelta, se encaminó como una flecha hacia Saturno y las naves enemigas.
Torció la boca y con su ronca voz dijo, sin emoción alguna:
-¡Abre las escotillas, Dios, que ahí va un hombre libre!

El día decimoctavo había tocado a su fin. Las cúpulas estaban frías hasta un extremo insoportable. El aire estaba viciado. Una bomba había cesado de funcionar, de forma que los diez mil hombres, mujeres y niños jadeaban pesadamente en los talleres y el hangar. Oculto tras una columna, Arno hablaba en voz baja.
-Todos están aquí. Todo el personal de las bases planetarias. La última nave llegó hace una hora. Todavía se desconoce el objetivo de esta enorme nave, pero se ha completado la carga. Están aguardando a Ralph, pero dentro de los dos días próximos ejecutarán su plan previsto, sea cual fuese. Apenas les queda combustible.
Sin poder refrenarse, poco después preguntó:
-¿Ha muerto Ralph?
-Sí -la voz del Protector del Pueblo sonó fría y precisa-. No es necesario conocer el objetivo de la nave. Puesto que toda la población rebelde del Sistema se halla ahora en la base de Troya, puede ser destruida de un solo golpe.
Arno asintió. Esto, naturalmente, significaba una flota y bombas. Su tarea había terminado.
-¿Cómo saldré de aquí, Excelencia?
Hubo una leve nota de sorpresa en la voz del Protector.
-¿Salir? La tarea para la cual se te eligió y que se te encomendó ha terminado. El Estado ya no te necesita.
Bruscamente, el pequeño transmisor calló. Arno lo miró, mientras se le nublaba la vista.
Era lógico. Había dado tres hijos y una hija al Estado. Ya había cumplido con su deber. Era únicamente una pieza del engranaje que carecía de utilidad. Y el Estado no conservaba las piezas inútiles.
La Tierra era la base más próxima del Tri-Estado, un vuelo de dos horas para los veloces bombardeos en la actual intersección orbital. Dos horas. Los rebeldes esperarían a Ralph hasta el último instante, sin saber que estaba muerto. Lo cual significaba al menos otro día.
¡Dos horas! ¡Si al menos hubiese sido inmediato! Pero la espera, la tensión…
Las bombas destruirían las cúpulas, convirtiéndolas en polvillo cósmico, y con ellas el asteroide entero. Dos mil años de revueltas y agitaciones terminarían, y reinaría la paz en el Tri-Estado.
La nube que le rodeaba fue afianzándose a medida que Arno comprendía la verdad, la lógica e irrefutable verdad. Ya no era nada. Su utilidad para el Estado había concluido. ¿Qué importaba que muriese?
Continuó contemplando la silenciosa radio. Vio la mano que la sostenía, una mano fuerte y juvenil, llena de nudos y tendones, con la sangre circulando generosa bajo la piel.
Su mano. El Tri-Estado la dirigía, pero era él quien sentía el dolor si era herido.
El transmisor se aplastó contra el suelo, pero Arno no se dio cuenta. Estaba contemplando su cuerpo como si jamás lo hubiera visto, pasándose los dedos por los muslos, sintiendo la respiración de sus pulmones, escuchando la pulsación de su sangre en las venas. Y entonces desvió la mirada hacia las vastas y carcomidas cúpulas, a los diez mil hombres, mujeres y niños que aguardaban bajo la inmensa estructura de la nave.
Un grupo de jóvenes estaban canturreando a su derecha una antigua, muy antigua canción prohibida concerniente a una chica llamada Susana. Algunas familias -una palabra anárquica jamás oída en el Tri-Estado- se apretujaba entre sí, hablando en voz baja. Arno escudriñó sus rostros, cada uno de ellos diferente. No había unidad de facciones en los hombres ni en las mujeres ni en los jóvenes. Eran diez mil personas.
Arno se aferró firmemente a su credo. Y entonces comprendió que aquella gente también poseía un credo y lo servía con el sacrificio de sus vidas. Como Karl. Como Ralph. Ralph, cuyo regreso aguardaban aquellas diez mil personas.
¡Dos horas! ¿Qué pensarían estas diez mil personas de saber que dentro de dos horas morirían? Quizá no fuese así. Sabían que la nave significaba algo extraño, que representaba algo casi imposible. Pero tenían que morir.
El Estado elige, el Estado forma, el Estado ya no te necesita.
Arno se llevó las manos a la cabeza para ahogar una blasfemia, y aquel contacto le tornó consciente de su propia carne.
Se zambulló en un mar de humanidad, tropezando con miles de piernas y abriéndose paso a codazos.
La cabellera dorada de Marika y sus anchos hombros surgieron de entre aquella masa, debajo de la nave, y Arno se dirigió hacia ella.
Los cuerpos y los ojos que le contemplaban poseían cerebros. Podía sentir la tensión que reinaba bajo la cúpula, la extraña oleada de vida que palpitaba siempre en una multitud.
Los hombres le maldecían al tropezar con ellos, pero debía llegar hasta Marika.
No sabía por qué, pero era su deber.
Vio a Laura al lado de la joven, con su hijo en brazos. Estaba hablando con Marika. Ésta besó al niño y sonrió.
"Le he dado tres hijos al Estado -pensó Arno en voz alta-, pero jamás he besado. Era sólo un deber."
¡Un deber! Ahora su deber era morir por el Estado. El deber tan asimilado que jamás pensó en él de manera subjetiva. ¿Cómo era posible que aquellos rebeldes le hubieran envenenado?
Se acercó a Marika.
La joven estaba pálida, tenso el semblante.
-¿Qué te ocurre, Arno? -se interesó ella-. Pareces enfermo.
-No lo sé.
La miró, y de repente supo qué le pasaba. Lo había leído en los antiguos libros que comprendía su formación. Estaba enamorado.
Los bombarderos del Tri-Estado ya surcaban el espacio. Su deber era claro. Pero estaba enamorado. ¡Enamorado, como un rebelde pagano!
La poderosa mano de Marika le asió de la camisa, estremeciéndole.
-¿Qué te pasa, Arno? ¡Dímelo!
No podía mirarla a los ojos. Y entonces la voz del padre Berrens resonó en el audífono, y todas las cabezas se giraron a escuchar.
-Ha llegado el momento de explicarles por qué los hemos convocado, y el motivo de construir esta nave. Lo hemos mantenido en secreto por dos razones. No queríamos que existiese la menor posibilidad de que el Tri-Estado pudiera enterarse, y no veíamos motivo para inquietar a todos nuestros amigos mientras alentara aún una esperanza de utilizarla. Pero ahora…
"Los bombarderos. ¿Cuánto tiempo?", pensó Arno.
-Esperaremos a Ralph hasta el último minuto -prosiguió el padre Berrens-, pero debemos estar preparados. Dentro de cuatro horas empezará el traslado a la nave. Por favor, escúchenme y traten de comprender. ¡Tengan fe y valor! Van a necesitar ambas cosas más que nunca.
»Durante dos mil años hemos combatido contra la tiranía, contra la destrucción de Dios y del hombre como individuo. Hemos sido débiles, y el Estado poderoso. Al principio, esperamos demasiado. Ahora, cuando parecía surgir una oportunidad, cuando la maquinaria del Estado empezaba a fallar, debemos irnos de aquí por culpa de unas toneladas de metal.
»Si es cierto que hay un espía entre nosotros, le felicito. El Estado sabrá recompensarle bien. Nuestros hombres han muerto como valientes, pero no disponemos de metal. La única salida que nos resta es huir, o morir a manos del Estado.
Arno le escuchaba como a través de una bruma. Los minutos iban transcurriendo a cada latido de su corazón. Sus latidos, los latidos que el Estado podía destruir, pero no controlar.
La mano de Marika seguía aferrada a la suya. Laura estaba de pie, inmóvil a su lado, con el gimoteante niño en sus brazos. Podía intuir la tensión de aquellas diez mil personas que escuchaban en completo silencio.
-¡No hemos de esperar más a Ralph! -gritó.
No quería decirlo. Pero lo hizo porque Marika le estaba mirando. La mano de ella se contrajo en la suya.
-¿Por qué no, Arno?
-Por nada. Fue una tontería.
-¿Tontería? Cuando él está fuera solo, luchando. Arno, ¿qué sabes?
Ahora las manos de Marika le dolían, como aquel día en que ella sollozó en el vestíbulo.
Poco después, hasta el dolor desaparecía.
El Estado ya no te necesita.
¿Y si no fuese así? ¿Y si él, Arno, quisiera su cuerpo y conocer el amor de una mujer, concebir un hijo propio y sentirse no como una simple pieza de una máquina? Apartó la mirada de Marika, librando la última batalla en favor de su credo, de su religión.
Y entonces vio a diez mil personas que esperaban. Buscó los ojos de Marika.
-Ralph ha muerto -declaró-. Yo le maté. Como maté a Karl y a los demás. Yo soy el espía.
La joven se apartó de él con horror. Laura chilló, con un extraño y terrible sollozo estrangulado, y el padre Berrens dejó de hablar.
-¡Ralph! -murmuró Marika-. ¡Ralph! Lo sabía. ¡Un espía!
Arno se atragantó, aterrado por lo que acababa de hacer, perdido en un caos de pensamientos. Todavía podía destruirles. Podía callar respecto a los bombarderos y nada ya tendría importancia.
Diez mil personas. Frane y Berrens y Laura. Y Marika, que le estaba mirando horrorizada porque él había matado a Ralph. Sus propios amigos jamás le echarían de menos. Tendrían hijos para el Estado, nuevas piezas de la colosal maquinaria.
Marika, siempre Marika. Ella era su derrota y su respuesta. Lo era todo. Mirándola, viendo cómo iba retrocediendo, apartándose de él, Arno se estremeció de temor y de amargura. Si al menos lo hubiera sabido antes.
-¡Padre Berrens! -gritó.
Las palabras no parecían surgir de su garganta. Y aunque parte de su cuerpo pareció retroceder horrorizado, recluyéndose en sí mismo, continuó hablando sin cesar.
Cuando hubo terminado, el padre Berrens tenía el rostro tenso, y su voz era extrañamente dura cuando formuló sus instrucciones.
Se produjo el caos en torno a Arno, luego una especie de orden frenético. En un mundo a muchos kilómetros y kilómetros de distancia, se formaron filas de hombres, mujeres y niños, para ir penetrando en la nave a través de sus vastas portillas. Pero Arno sólo podía ver a Marika.
Era agradable creer, como creían los rebeldes, que un hombre seguía viviendo después de morir su cuerpo torturado.
Esto era una blasfemia para el Estado. Pero era agradable. El padre Berrens llegó, respirando pesadamente.
-¡Tiempo! ¡Nos falta tiempo! ¡Pero lo lograremos! ¡Con la ayuda de Dios lo lograremos!
Una pausa y el padre Berrens gritó:
-¡Marika!
Pero no pudo detenerla. La pistola que había sacado del cinto de Frane estaba ya apuntada. Arno vio llegar el impacto.
La emponzoñada aguja se clavó en su corazón.
Tuvo una última visión del hermoso y fiero rostro de Marika, con su dorada cabellera cayendo flojamente sobre sus hombros. Ella era como una estatua. Le vio caer desapasionadamente, como hubiera contemplado a una cucaracha muriendo bajo sus pies. Después dio media vuelta y corrió hacia la nave.
Una neblina se apoderó del cerebro de Arno, borrando los rumores del éxodo.
Pero aún oyó la voz de Laura:
-¡Padre, todos los planetas están cerrados! ¿Dónde iremos?
-Por el momento, hemos perdido los planetas. Pero esta nave fue diseñada para ir más allá. Hija mía, todavía nos quedan las estrellas.


FIN