2024/01/29

Bondad (Lester del Rey)


Título original: Kindness
Año: 1944


El viento remolineó indolentemente por el rincón y pasó delante del aislado banco en el parque. Atrapó de lleno el periódico en el suelo, volviendo las páginas, recogiendo una parte, y la elevó soplando, llevándosela, dejando a la vista las páginas de historietas cómicas con sus llamativos colores.
Danny avanzó hacia el espacio iluminado por el sol, y sus ojos se posaron en las páginas expuestas de historietas cómicas. Pero era inútil; no hizo esfuerzo alguno para recoger el periódico.
En un mundo donde hasta las historietas gráficas para niños necesitaban ser explicadas, ya no podía existir nada interesante para el último homo sapiens viviente, el último hombre normal en el mundo.
Su pie asestó un punterazo al periódico proyectándolo debajo del banco donde ya no le recordaría sus deficiencias. Hubo un tiempo en que intentó razonar pausadamente sobre los elementos de lógica omitidos y hallar los grados de verdad encubiertos tras aquellas omisiones, lográndolo algunas veces y fracasando con mayor frecuencia; pero ahora lo dejaba todo al pensamiento rápido, intuitivo de aquellos que estaban alrededor de él. Nada resultaba más insípido que una broma que tuviera que ser razonada y expuesta pausadamente.
¡Homo sapiens! El tipo de hombre que había salido de las cavernas y construido un mundo de poder atómico, electrónico y otras maravillas de los tiempos pasados; el hombre pensante, tal como se traducía del latín. En el confuso pasado, cuando sus antecesores fueron dueños del mundo, hicieron un chiste con ello, abreviándolo en "homo savia", y riéndose, porque no existían otras especies para rivalizar con ellos.
Ahora, ya había dejado de ser un chiste. El hombre normal había sido únicamente una savia para el homo intelligens, el hombre inteligente que era ahora el amo del mundo.
Danny era sólo un residuo, un sobrante, el último hombre normal en un mundo de superhombres, odiando el propio hecho de haber nacido, y que su madre hubiese muerto al nacer él para dejarle únicamente como herencia la soledad.
Se reclinó más en el banco al llegar a sus oídos los pasos de una pareja joven, bajándose el ala del sombrero para evitar ser reconocido. Pero pasaron de largo, preocupados por sus propios asuntos, dejando solamente desparramados fragmentos de conversación en sus oídos. Los revolvió en su mente, tratando insensatamente de descifrarlos.
¡Era imposible! Hasta la charla trivial contenía demasiados peldaños de lógica desechados. El homo intelligens tenía un nuevo estilo de pensar, por encima de la razón, donde todos los largos y penosos peldaños de la lógica podían ser saltados instantáneamente. Podían llegar a una imagen correcta del todo partiendo de escasas porciones dispersas de información.
Del mismo modo que en otros tiempos el hombre había inventado la lógica para reemplazar el juicio por el método de tanteos que todos los animales empleaban, así el homo intelligens había aprendido a emplear la intuición. Podían mirar la primera página de un libro de los antiguos tiempos y de inmediato conocer todo su contenido, puesto que los pequeños artificios del autor se conectaban con sus mentes intuitivas y al instante elaboraban todos los eslabones que faltaban.
Ni siquiera necesitaban esforzarse, se limitaban a mirar, y ya sabían. Venía a ser como Newton mirando una manzana caer y de inmediato sabiendo la causa de que los planetas circunvalaran el sol, y comprendiendo las leyes de la gravitación; pero los nuevos hombres lo hacían siempre así, no solamente en aquellos contados intervalos que dieron resultado, en tiempos pasados, para el homo sapiens.
El hombre había desaparecido, sólo quedaba Danny, y él también tenía que abandonar aquel mundo de superhombres. De algún modo, sus planes de evasión debían completarse pronto, antes que se extinguiese el poco valor que le quedaba. Se removió intranquilo, y las moneditas en su bolsillo emitieron un tenue campanilleo. ¡Más benevolencia en forma de terapia laboral!
Durante seis horas al día, cinco días por semana, trabajaba en un minúsculo despacho, haciendo penosamente un trabajo rutinario que probablemente quedaría hecho mucho mejor por máquinas. Oh, sí, ellos le aseguraban que su destreza manual era tan grande como la suya y que les era necesaria, pero él nunca podía estar seguro de nada.
Con su inagotable benevolencia, habían decidido probablemente que era mejor para él vivir tan normalmente como ellos pudieran dejarle vivir, y entonces habían creado el trabajo que encajase con lo que él podía hacer.
Otros pasos se oían bajando el sendero, pero no miró hacia arriba, hasta que las pisadas se detuvieron.
—¡Hola, Danny! No estabas en la biblioteca y miss Larsen me dijo que en día de paga, con buen tiempo y demás, te encontraría aquí. ¿Cómo va todo?
Exteriormente, el cuerpo de Jack Thorpe podía parecer casi gemelo al musculoso de Danny, y la sonriente faz encima del cuerpo no poseía características especiales.
La mutación que cambió al hombre en superhombre había sido interna; una más compleja y más rápida relación de célula cerebral a célula cerebral que no tenía señales exteriores.
Danny inclinó la cabeza a modo de saludo, apartándose algo de mala gana para dejarle sitio a Jack, el hombre que había sido su compañero de juegos cuando ambos eran demasiado jóvenes para que la diferencia importase mucho.
No preguntó el motivo encubierto del conocimiento por la bibliotecaria de sus andanzas; hasta donde él supiera no existía ninguna pauta habitual en su presencia en el parque, pero para los otros tal vez sí. Descubrió que hasta podía sonreír ante la habilidad que demostraban en adivinar sus planes.
—¡Hola, Jack! Creía que estabas en Marte.
Thorpe frunció el ceño, como si precisase hacer un esfuerzo para recordar que el muchacho que tenía a su lado era diferente, y sus palabras contenían el cuidado fraseo empleado por todos aquellos que le hablaban a Danny.
—Aquello ya terminó; ahora se supone que tendré que dirigirme a Venus próximamente. Allá tienen problemas para conseguir una nivelación entre chicos y chicas, ¿comprendes? Pensé que a lo mejor te gustaría venir conmigo. Nunca has estado en el Exterior y fuiste siempre un entusiasta de aquellas viejas narraciones espaciales, si mal no recuerdo.
—Sigo siéndolo, Jack... Pero...
Sabía lo que significaba aquella invitación, naturalmente. Aquellos que se cuidaban de vigilarle entre bastidores habían detectado su creciente descontento, y tenían la esperanza de distraerle el ánimo con aquella oportunidad de ver los lugares que su padre había conquistado en el apogeo de su raza.
Pero no tenía el menor deseo de ver aquellos sitios tal como estarían ahora, repletos con el afanoso laboreo de los nuevos hombres; era mejor imaginarlos como habían sido antes, mucho mejor que ver la realidad,
Y la nave espacial estaba aquí; no podía haber ninguna oportunidad de escapar desde aquellos otros mundos.
Jack asintió rápidamente, con la casi telepática comprensión de su raza.
—Lógico, lógico. Lo que mejor te convenga, compañero. ¿Vas a ir a Las Alturas? Miss Larsen dice que tiene algo para ti.
—Todavía no, Jack. He pensado echarle un vistazo... dejarme caer por el viejo Museo.
—Ah.
Thorpe se incorporó lentamente, cepillándose el traje con dedos ágiles.
—¡Danny!
—¿Sí?
—Probablemente te conozco mejor que ningún otro, compañero, y por consiguiente... — titubeó, encogió los hombres y agregó—: No te has de molestar si saco conclusiones; no hablaré mientras no me toque hacerlo. Te deseo suerte... y adiós, Danny.
Se había ido, casi de repente, dejando a Danny con el corazón en la garganta. Unas pocas palabras, una expresión facial, probablemente algunos recuerdos de la infancia, ¡y tal vez Danny había revelado sus más queridas y secretas esperanzas como si las hubiera gritado en palabras!
¿Cuántos otros conocían ya su interés por la vieja nave del Museo y su plan cuidadosamente elaborado para escapar de aquel mundo benévolo, lleno de caridad y tortura?
Aplastó un cigarrillo bajo el tacón, intentando olvidar aquel pensamiento. Jack había jugado con él siendo niño, y los otros no. Tendría que fundar sus esperanzas en este hecho, y tener más cuidado que nunca en no pensar en su idea cuando estuviesen en torno suyo los otros. Mientras tanto, ¡tendría que permanecer apartado de la nave espacial! Tal vez de este modo el sutil aviso de Thorpe podía actuar en su favor... siempre y cuando Jack hubiese sido sincero en su promesa de guardar silencio.
Danny se esforzó en ahuyentar sus dudas, torvamente consciente de que no se atrevía a perder la esperanza en aquel último intento desesperado de conseguir la independencia y la propia estimación; el otro camino solamente ofrecía desesperanza, irremediable indiferencia, la misma clase de muerte vacía, resultante de un intenso complejo de inferioridad que había asolado a los decrecientes números de su propia clase dejándole a él como último y solitario ejemplar.
De algún modo, había logrado subsistir. En el intervalo de espera, iría a la biblioteca y se cuidaría bien de no acercarse al Museo.

Había un tropel de gente abandonando la biblioteca cuando Danny subía por la escalera mecánica, pero o bien no le reconocieron con el ala de su sombrero muy echada sobre los ojos, o percibieron su deseo de anonimato y simularon no conocerle.


Se deslizó por uno de los corredores menos transitados y se dirigió hacia la sección de Documentos Históricos donde miss Larsen estaba poniendo en orden las cintas grabadas para leer, y se disponía a marcharse.
Pero abandonó rápidamente los estuches al entrar él y alzando el rostro le sonrió, con aquella cálida y cordial peculiar de su grey...
—¡Hola, Danny! ¿Tu amigo dio contigo por fin?
—Sí. Dijo que tenías algo para mí.
—Así es.
Había placer en su rostro al volverse ella hacia la mesa que estaba a su espalda y recoger un pequeño paquete.
Por milésima vez, se sorprendió a sí mismo deseando que ella fuera de su raza y sofocando aquel sentimiento al darse cuenta de cuál sería realmente su actitud, llegado el caso.
Para ella, los breves comentarios acerca del pasado de la raza de Danny eran solamente un tema de interés histórico, sin más. Y él era solamente un estúpido residuo de épocas ya pasadas.
—¿Adivinas lo qué es?
A pesar de todo y contra su voluntad, su rostro se iluminó alegremente, tanto por el juego como por el paquete.
—¡Las revistas! ¿Los ejemplares perdidos de Sendas del espacio?
Solamente poseían en existencia una serie de aquellos relatos y, sin embargo, aquella primera parte había logrado emocionarle como pocas de las otras antiguas narraciones sobre la conquista del espacio por sus antecesores.
Ahora, con los ejemplares que faltaban ya a su disposición, la vida volvería a tener un aliciente durante unas cuantas horas más, mientras siguiese leyendo las hazañas imaginarias de un conquistador que no había conocido el miedo ante mentes más agudas.
—No es exactamente lo que querías, Danny, pero casi, casi. No pudimos localizar los ejemplares que faltaban, pero la semana pasada le entregué a Bryant Kenning los que teníamos y él completó la narración para ti.
Su voz tenía un tono de disculpa.
—Naturalmente las palabras no serán completamente idénticas, pero Kenning jura que el relato es, sin duda alguna, exactamente el mismo en estructura que el original y el estilo ha sido reproducido casi a la perfección.
¡Así de sencillo! Kenning había cogido las primeras páginas de una novela que había supuesto semanas y meses de meditación para algún escritor antiguo y había hallado en ellas la totalidad de la trama, claramente revelada y asimilada al instante.
Probablemente había bastado una noche de tarea para reproducirla. Una aburrida y desagradable tarea, pero nada difícil, sencilla.
Danny no ponía en duda la exactitud del duplicado, puesto que Kenning era el más apto de los novelistas históricos de la nueva humanidad. Pero ya se había disipado el placer que se prometía sacar de la lectura.
Cogió el paquete, observando que hasta algún dibujante había copiado el estilo del antiguo artista, y que estaba dispuesto de modo a imitar el formato original.
—Gracias, miss Larsen. Lamento haber originado tantas molestias. Y ha sido muy atento por parte del señor Kenning.
—Quiso hacerlo... Se ofreció voluntariamente cuando se enteró que estábamos buscando los ejemplos perdidos. Y si hay cualquier otra serie con episodios que no se puedan encontrar, quiere que se lo hagas saber, Danny. Ustedes dos son casi los únicos que hacen uso de esta sección ahora. ¿Por qué no pasas por su casa? Si te gustase ir esta misma noche...
—Gracias, pero he pensado leer todo esto precisamente esta noche. Dígale, de todos modos, que le estoy muy agradecido.
Titubeó, preguntándose nuevamente si se atrevería a pedirle las grabaciones sobre la historia de los asteroides; no, porque corría el gran riesgo de que ella adivinase, o bien al momento, o más tarde. No se atrevía a confiar en nadie de ellos ni siquiera con un indicio de su proyecto.
Miss Larsen sonrió nuevamente, dedicándole un guiño amistoso.
—Muy bien, Danny, ya se lo diré. Buenas noches.

Fuera, con el frío del anochecer que empezaba a insinuarse, Danny, echó a andar por los barrios intransitados y dejó que sus pies le guiasen. En determinado momento, cuando un grupo venía en su dirección, atravesó la calle sin pensarlo y prosiguió adelante.
El paquete bajo su brazo se iba haciendo pesado y lo aupó, atormentado entre el deseo de saber lo que le había sucedido al protagonista y el disgusto contra su propio sapiens cerebro por ignorarlo.
Probablemente, durante aquella larga caminata, acabaría por decidirse a ir a casa y leer el resto de la novela, pero por el momento se contentaba con dejar que sus pies le llevasen sin rumbo fijo, manteniendo la mayor parte de sus pensamientos en estado latente.
Otro pequeño parque se hallaba en su camino y lo cruzó con lentitud, llegándole sólo parcialmente el balbuceo de voces infantiles, hasta que estuvo cerca de ellos, dos niños y una niña. La inspectora que debería encargarse de llevarles de regreso al Centro, era una silueta borrosa en las distantes sombras, con otra silueta más borrosa a su lado, dejando a las tres criaturas de cinco años enzarzadas alegremente en el pasatiempo eterno de ensuciarse lo más posible e impresionarse unos a otros.
Danny se detuvo, y un esbozo de sonrisa fue insinuándose en sus labios. A la edad de aquellas criaturas, su habilidad intuitiva empezaba solamente a desarrollarse, y sus castillos y simulaciones tenían sentido, actuando en él como un tónico.
Vagamente, recordó sus propios amigos de aquella edad comenzando inciertamente a adquirir la maña de parecer saberlo todo y sus preocupaciones para no quedarse atrás. Durante algún tiempo, los circunstanciales relámpagos de intuición que siempre habían favorecido hasta al propio homo sapiens le concedieron alguna esperanza, pero finalmente el inspector se vio obligado a decirle que era diferente, y el por qué era él diferente.
En este momento dio de lado a tales penosos recuerdos y avanzó tranquilamente para participar en el juego.
Le aceptaron con la sencilla indiferencia de criaturas que no tienen represiones, intentando febrilmente construir sus castillos de arena más altos que el suyo; pero en este caso, su experiencia era mayor que la de los niños, y su criterio sobre la humedad de la materia prima era mucho más seguro.
Una perversa chispa de logro, de realización, fue creciendo en su ser interior, mientras iba añadiendo un piso más a la estructura en forma de torreones y construía un puente apuntalado con ramitas y hojarasca, conduciendo al castillo.
Entonces las luces surgieron iluminando la salvadera y a los que estaban en su interior y ahuyentando las sombras del anochecer.
El más pequeño de los dos niños alzó la mirada, viéndole realmente, por vez primera.
—¡Oh, tú eres Danny Black! ¿verdad que sí? He visto tu foto. ¡Juddy, Bobby, miren! Es aquel hombre que...
Pero sus voces fueron extinguiéndose, mientras se alejaba corriendo a través del parque y de nuevo por los caminos desviados, apretando el paquete contra sí.
¡Estúpido! ¡Deleitarse en vencer a chiquillos en un juego sin utilidad! Y encima, sorprenderse de que pudieran conocerle... Aminoró la carrera reduciéndola al paso, crispando los labios ante la idea de que en aquellos momentos la inspectora estaría regañando a los tres niños.
Y sus pies seguían marchando, sin guía.

Era inevitable, lógicamente, que le llevasen al Museo donde se centraban todas sus secretas esperanzas, pero le sorprendió alzar la vista y verse ante dicho edificio. Y luego sintiose contento. Ciertamente ellos no podrían leer nada en su visita impremeditada, y exactamente poco antes de que el lugar cerrase sus puertas. Respiró normalmente, esforzó sus facciones para que adquiriesen expresión de interés puramente casual, y entró avanzando por los largos pasillos hasta la sala de la nave espacial.
Ahí estaba, apuntando levemente hacia el cielo, lisa, bruñida, inmensa aún en una estancia diseñada para aparecer como las distantes extensiones del espacio. Doscientos metros de metal resplandeciente formaban una tersa superficie desde el romo arco hasta la angosta popa con sus azabachados chorros de ion.
Esta era, y Danny lo sabía, la última y más grande de las astronaves que su raza había construido en la cúspide de su gloria. Y ya antes, la mutación que hizo a la nueva raza de hombres fue causada por las radiaciones del profundo espacio, y los resultados estaban extendiéndose.
Durante algún tiempo, como indicaba el cuaderno de bitácora, aquella nave había zarpado hacia Marte, Venus, y los demás puntos del imperio del hombre, mientras la tensión iba lentamente elevándose en la Tierra. Ya no hubo nunca más ninguna otra astronave completamente sapiens proyectada.
Porque la nueva raza iba extendiéndose, haciendo sentir su mayor inteligencia, con el cohete inversor de materia reemplazando al antiguo, y menos eficiente de iones que llevaba el astronave ahí presente.
Eventualmente, incapaz de competir con los nuevos modelos, fue retirada de servicio y almacenada como chatarra, mientras la Guerra entre la nueva y la vieja raza pasaba por encima, enterrándola bajo toneladas de cascotes.


Y ahora, la nave, cuidadosamente excavada de las antiguas ruinas del dique de piedra donde había estado varada por tanto tiempo, fue entronizada y puesta a punto durante el año pasado, allí mismo en el Museo de Historia Sapiente, mientras todas las esperanzas y plegarias de Danny se centraban en torno suyo.
Todavía persistía en él una sensación de temor reverente mientras caminaba lentamente por el suelo alfombrado hacia la abierta compuerta y el interior iluminado.
—¡Danny!
La palabra, súbita, le interrumpió dándole un principio de sensación de culpa, pero se trataba tan sólo del profesor Kirk, y se tranquilizó nuevamente. El viejo arqueólogo acudía a su encuentro, con una sonrisa apenas visible en la media luz de la inmensa bóveda.
—Casi había ya renunciado a verte, muchacho, y me disponía a irme pero por casualidad miré atrás y te vi. He pensado que podrías estar interesado en cierta información que conseguí hoy mismo, precisamente.
—¿Información acerca de la nave?
—¿Qué otra cosa si no? Bueno, entra en la nave y pasemos al salón de fumar. Tengo unos cuantos privilegios en este lugar, y por consiguiente podemos, por el mismo precio, estar cómodos. ¿Sabes una cosa? A medida que me voy haciendo viejo, voy apreciando las ideas sobre la comodidad de tus antecesores, Danny. Viene a ser casi una lástima que nuestra propia cultura sea demasiado nueva para todavía permitirse tal lujo.
De toda la nueva raza, Kirk parecía el más a sus anchas con Danny, en parte debido a su edad, y en parte porque habían compartido el mismo entusiasmo por la gran astronave cuando llegó por vez primera.
Ahora se reclinó en uno de los viejos divanes, haciendo uso de su inmunidad a las normas ordinarias para encender un cigarrillo y pasarle otro al joven.
—¿Recuerdas que todas las provisiones y cosas en la nave nos habían intrigado a ambos y no podíamos encontrar ninguna relación de todo ello? También recordarás que las anotaciones en el cuaderno de bitácora terminaban cuando almacenaron la vieja nave para convertirla en chatarra. Y no podíamos adivinar por qué todo esto había sido restaurado y aprovisionado nuevamente, dejándolo listo para algún largo viaje a alguna parte. Bien, ha surgido a la luz en unas posteriores excavaciones que ellos han terminado, Danny. Tu gente lo hizo durante la Guerra; o mejor dicho, ¡después de que hubieron perdido la Guerra contra nosotros!
Danny irguió la espalda. La Guerra era un período de historia que había soslayado en su pensamiento, aunque conocía lo sucedido en líneas generales.
Con la creciente mayoría de homo intelligens presionando y echando a un lado a la raza vieja por las leyes de la supervivencia, su pueblo hizo un intento final y desesperado para conseguir la supremacía.
Y si bien la nueva raza no había querido la Guerra, se vieron obligados finalmente a defenderse y pelear con tan poca misericordia como para ellos tuvieron; y puesto que poseían la tremenda ventaja del nuevo pensamiento intuitivo, quedaron solamente unos miles de los primeros billones de la vieja raza cuando terminó el breve curso de la Guerra.
Probablemente había sido inevitable, desde la primera mutación, pero era algo sobre lo que Danny prefería no pensar.
Ahora asintió dejando que el otro prosiguiese.
—Tus antepasados, Danny, fueron entonces derrotados, pero no quedaron completamente aplastados y concentraron hasta el último ápice de energía que aún tenían para reconstruir esta nave —la única navegable que les quedaba— y aprovisionarla de nuevo. Se disponían a partir lejos a alguna parte, no sabían dónde muy concretamente, tal vez hacia otro sistema solar, y llevarse a algunos de la antigua raza para emprender una nueva génesis, lejos de nosotros. Fue su último envite para sobrevivir, y fracasó cuando mi pueblo lo supo y desmoronó los muelles de piedra sobre la nave, pero, ¡fue un fracaso glorioso, muchacho! Supuse que te interesaría saberlo.
Los pensamientos de Danny se concentraron lentamente.
—¿Quiere decir que todo lo de la nave es de mi gente? Pero seguramente las provisiones... no habrán permanecido en estado de disfrute tras tanto tiempo...
—Pues, sí; las comprobaciones que hemos llevado a cabo lo han demostrado concluyentemente. Tu pueblo sabía cómo conservar y proteger las cosas al igual que nosotros, y había calculado que tendrían que ir a la deriva quizá durante medio siglo. Todas las provisiones son utilizables durante mil años a partir de ahora.
Tiró su cigarrillo al otro lado de la sala y rió en complacida sorpresa cuando cayó atinadamente en un cenicero.
—Me demoré por acá únicamente para decírtelo y he guardado los documentos allá en la escuela para que los veas. ¿Por qué no vienes conmigo ahora?
—Esta noche, no, señor. Más bien preferiría quedarme aquí un poco más. 
El Profesor Kirk asintió, poniéndose en pie con cierta renuencia.
—Como quieras. Comprendo cómo te sientes, y de veras lamento también que trasladen la nave. ¡La echaremos de menos, Danny!
—¿Trasladar la nave?
—¿No lo sabías? Yo pensé que era por esta razón que habías venido aquí a estas horas. La quieren en Londres y van a traer una de las viejas naves Lunares aquí para reemplazarla. ¡Mala suerte!
Tocó el tabique pensativamente, bajando las manos para acariciar la lujosa lanilla del asiento.
—Bien, no estés demasiado tiempo y no te olvides de apagar las luces de la nave antes de irte. Cerrarán el museo dentro de media hora. Buenas noches, Danny.
—Buenas noches, profesor.

Danny permaneció como petrificado en el blando asiento, escuchando la lenta pisada del anciano y el latido de su propio corazón. Iban a trasladar la nave, reduciendo sus planes a jirones, dejándole varado en este mundo de una nueva raza, donde hasta los niños sentían pena por él.
¡Había significado tanto, siquiera sentir que de algún modo, podría escapar, algún día! Impulsivamente, apagó las luces, sintiéndose más unido a la nave en la intimidad de las tinieblas, donde ningún vigilante nocturno pudiera ver su emoción.
Desde hacía un año había centrado su vida en la la idea de llevarse aquella nave fuera y lejos, dejando a la nueva raza en lontananza, muy atrás. Largos, cuidadosos meses de fingimiento como si el trabajo fuera casual, se habían consumido en aprender su estructura, encontrar todos sus compartimientos, y asegurarse mediante un centenar de viejos libros que él podría maniobrarla.
Había sido designada casi para un trabajo así, construida para ser accionada por un solo hombre, aunque fuera un tullido, en una emergencia, y casi todo era automático. Únicamente el problema del punto de destino había persistido, puesto que los planetas formaban como un enjambre, pero también el cuaderno de bitácora de la nave había sugerido la respuesta hasta para este problema.
Hubo una vez hombres ricos entre los de su pueblo, que buscaban novedad y aislamiento, hallándolo entre los asteroides más grandes; dinero y ciencia habían construido para ellos gravitaciones artificiales, dándoles atmósferas potenciadas por instalaciones de energía atómica que debían durar para siempre.
Ahora los hombres ricos indudablemente estaban muertos, y la nueva raza había abandonado por inútiles tales cosas. Seguramente, en algún lugar entre los asteroides, tendría que haber para él un puerto, convertido en sitio seguro precisamente por los numerosos pequeños mundos que desalentarían cualquier intento de persecución y búsqueda.
Danny oyó pasar de largo a un guardián, y lentamente se puso en pie, para salir otra vez a un mundo que ya no contendría ni siquiera aquella esperanza. Había sido un hermoso plan para seguir soñando, un sueño necesario.
Y entonces llegó a sus oídos el sonido de las grandes puertas ¡cerrándose! ¡El Profesor se había olvidado de decirles que él estaba allí! ¡Y por consiguiente...!
Muy bien, de acuerdo, cierto que no conocía la historia de todos aquellos mundos pequeños; tal vez tendría que explorarlos de parte a parte, uno por uno, hasta encontrar un hogar adecuado. ¿Acaso importaba? De cualquier otro modo, nunca podría estar mejor preparado. Sólo por un momento titubeó; luego, sus manos chapucearon con el gran conmutador controlando el cierre de la compuerta, que se deslizó quedamente cerrándose en la oscuridad, aislando el rumor de sus pies corriendo.
Las luces aparecieron silenciosamente cuando encontró la silla de navegación y se desplomó en ella. Pequeñas luces que deletreaban la puesta a punto de la nave.

Nave cerrada...
Aire: Conforme...
Energía: Automática...
Motor: Automático...

Medio centenar de pequeñas luces y aparatos medidores que revelaban la conjunción final de todos los dispositivos de una nave esperando tan sólo el toque de su mano. Movió lentamente la palanca de rumbo a lo largo del pequeño mapa atmosférico hasta que alcanzó la cúspide, el tope de la estratosfera; él mapa de las grandes estrellas se desplazó lentamente hacia fuera, mientras el buril en sus dedos trazaba una línea irregular, dentellada, que le conduciría a alguna parte hacia los asteroides, bien lejos de la actúal posición de Marte, y que a la vez no ofrecería la menor pista.
Más tarde, podría colocar los analizadores de modo que hallasen la posición actual de algún asteroide elegido y determinar su rumbo con más precisión, pero por el momento lo que importaba era salir, escapar, más allá de todo rastreo, antes de que su desaparición pudiera ser señalada.
Segundos después sus dedos presionaron fieramente hacia abajo la palanca principal de fuerza motriz, y se produjo una sacudida seguida de otra más leve al derrumbarse las paredes del Museo ante la fuerza salvaje de los cohetes de iones. En el mapa, un punto diminuto de luz apareció, señalando la posición cambiante de la nave.
El mundo quedaba ahora detrás de él, y ya no había nadie para contemplar sus esfuerzos con benévola compasión ni recordarle su debilidad. Solamente el ignorado destino estaba contra él, y sus antecesores ya hacía tiempo que habían bregado contra dicho destino, conquistándolo.


Un timbre repicó señalando el final de la atmósfera, y el enorme piloto automático empezó a cloquear alegremente, emitiendo ahora un cloqueo más sonoro de vez en cuando al ir hallando las irregularidades en el rumbo poco ortodoxo que había marcado, y al ladearse la nave obligándola a seguirlo.
Danny observaba las maniobras, satisfecho por su buen funcionamiento. Sus antecesores podían haber sido solamente capaces de razonar, pero también habían construído máquinas que eran casi intuitivas, como lo atestiguaba la nave que estaba pilotando. Su cabeza estaba más erguida cuando levantándose se dirigió hacia la cocina y había un poco de fanfarria en su modo de caminar.
La comida estaba todavía en perfectas condiciones. La devoró, mientras iba hojeando lentamente el gran cuaderno de bitácora que registraba los largos viajes efectuados por la nave, buscando a través de cada uno de ellos alguna referencia casual de los asteroides Ceres, Palas, Vesta, algunos de los cuales eran mencionados por apodos o números. ¿Cuáles?
Pero ya había tomado su decisión cuando estuvo de nuevo en el cuarto de navegación, contemplando la inmensa soledad del espacio. Allí afuera, sólo existían los minúsculos y rojizos puntos como cabezas de alfiler al rojo vivo, que debían ser las estrellas, multicolores, pequeñas e intensas, tal como ninguna estrella podía verse a través de la vulgar atmósfera.
Había decidido elegir uno de los planetoides numerados al que también se refería el cuaderno llamándole El danés. La palabra carecía de sentido, pero parecía ser uno de los más recientes donde cualquier búsqueda sería seguramente iniciada en el caso de que pretendiesen hallarle.
Puso en marcha el analizador automático desde el número en clave en el manual y lo contempló durante algunos momentos, pero iba progresando lentamente, rastreando a través de todos los años que habían transcurrido.
Para entretener la espera, jugueteó nerviosamente con los dedos los mandos de la radio, antes de recordar que funcionaba en una longitud de onda y mediante sintonías que ya no se usaban. Tanto mejor; su ruptura con la raza nueva sería así totalmente definitiva. 
El analizador seguía seleccionando. El espacio perdió su carácter de novedad, y las operaciones del piloto dejaron de interesarle. Dando media vuelta se dirigió hacia el salón, para recoger el paquete de donde lo había dejado caer y que había olvidado. No tenía otra cosa que hacer.
Y una vez empezó a leer, olvidó sus titubeos ante el hecho de que era la narración de Kenning y no la original; el relato tenía la misma garra, los mismos personajes apasionados y humanos, idénticos impulsos de una raza que había llegado a sentir lo que era el dominio del destino, tantos años atrás.
No cabía asombrarse de que los lectores de aquellos tiempos hubiesen calificado aquel relato como la mayor epopeya espacial jamás escrita.
En determinado momento interrumpió su lectura cuando el analizador, al llegar a sus conclusiones, emitió un suave chirrido al ir ajustando las verificaciones del mando automático para situarlo en singladura hacia el pequeño mundo que podría ser, con suerte, su hogar.
Y entonces la nave siguió un curso fijo, ya no más en derrotero de exploración, sino siguiendo la senda levemente encurvada que los selectores habían estipulado como la más conveniente, mientras Danny proseguía en su lectura, acurrucado sobre la novela en su silla de navegante, sintiendo una nueva y mayor afinidad con los personajes de la narración.
Ya no era más un pobre caso de terrícola merecedor de caridad y benevolencia. ¡Era un hombre, era un aventurero como los del relato que estaba leyendo!
Sus nervios hormigueaban cuando la novela llegó a su fin, y la dejó caer al suelo abriendo los dedos cansados. Bajo su mano, una luz acababa de esconderse pero, en su abstracción, ni se dio cuenta, hasta que un resonante gongo repercutió en la cabina, haciéndole saltar en pie, arrastrándole de la silla. La peculiar sonoridad de aquel gongo estaba descrita en la novela...
Y el significado era el mismo. Sus ojos se posaron en las letras rojas que resplandecían acusadoras desde el panel de mandos:

RADIACIÓN A LAS DIEZ HORAS HORIZONTE ¡NAVE A LA VISTA!

Los dedos de Danny ya estaban en el conmutador principal cortando toda vida, excepto la pseudogravedad en la nave, mientras penetraba en su mente el significado del mensaje emitido por su detector de alarma.
La otra nave no era difícil de localizar desde la ventana de observación; la gran franja en estela del cohete de reversión destellaba vehemente a lo lejos, aparentemente con rumbo hacia la Tierra... ¡Era probablemente el Calixto!
Por un segundo estuvo seguro de que ya le habían localizado, pero aquel flamear de la llama debió ser únicamente una corrección mínima de ajuste, ya que ahora proseguía, pero alejándose.
No tenía conocimientos de las nuevas naves ni sabía si llevaban señalizaciones de aviso, pero aparentemente era de suponer que estarían provistos de tales adminículos. La estela llameante se desvaneció en la lejanía, y las letras del recuadro que habían dado la alarma, se apagaron.
Danny aguardó hasta que la máxima amplificación de las baterías del aparato de alarma no dio la menor respuesta y sólo entonces puso nuevamente en marcha el motor de propulsión. El escaso resplandor del cohete de iones sería, sin duda alguna, invisible a tanta distancia.
A continuación ya nada anormal pareció presentarse; hubo un ronroneo complacido procedente del piloto y el tenue zumbido soñoliento del chorro propulsor a popa, pero nada de timbres ni repentinos ruidos.
Lentamente su cabeza fue cayendo hacia adelante hasta reposar sobre el tablero de navegante, y su honda respiración rítmica se mezcló con los rumores sordos de la cabina. La nave siguió en su cometido, cumpliendo con la finalidad para la cual había sido elaborada. Su rumbo ya estaba trazado en el diagrama, y también la antigua operación de toma de tierra. Por consiguiente ya no precisaba de más atención.
Esto quedó demostrado cuando el modulado carillón de un timbre despertó a Danny, mientras aparecía en el tablero el parpadeo luminoso avisando:

¡Destino! ¡Destino! ¡Alcanzado Punto de Destino!

Fue cerrando todos los conmutadores y palancas, frotándose los ojos para despejarse, y miró hacia afuera. Encima, había una tenue pero cálida luz de sol procedente de un cielo azulado que contenía unas pocas nubes suspendidas cerca del suelo.
Más allá de la nave, que yacía en un campo de aterrizaje abandonado y arenoso, estaba el verdor de la hierba y la indómita prodigalidad de un bosque. El horizonte descendía bruscamente, recordándole que era sólo un mundo pequeño, pero por lo demás podría haber sido la Tierra.
Localizó un cobertizo con indicios de largo abandono y aplicó el mínimo de potencia a los reactores inferiores, probándolos, hasta que hicieron avanzar lentamente la nave llevándola hacia adelante y al interior, fuera de la vista de quienquiera en la inmensidad que se extendía por encima.
Y se precipitó hacia la compuerta, manipulando ansiosamente la rueda-palanca. Al abrirse, pudo oler la limpia fragancia de las cosas en cultivo creciente, y por las cercanías se oía el piar de pájaros.
Un conejo saltó despreocupadamente casi bajo sus pies mientras él avanzaba casi a tropezones, anhelosamente, por el exterior, bajo la luz del sol. Hierbajos y matorrales, lianas trepadoras y toda clase de vegetación habían ya alcanzado un gran desarrollo recubriendo las dos edificaciones de los contornos.


Por un momento, muy breve, suspiró; había sido demasiado fácil aquel descubrimiento de un paraíso al primer intento, casi a ciegas.
Pero la visión de los edificios ahuyentó la duda. Hubo un tiempo en que aquel edificio, rodeado por un presuntuoso jardín, fue una gran mansión de piedras sillares, ahora cayéndose en ruinas. Junto a ella y más lejana a donde él estaba, había sido construida una casa más pequeña, aparentemente aprovechando los despojos. Esta casa estaba todavía intacta, aunque la yedra había crecido y a medias recubría la puerta que se abrió al toque de sus dedos.
Todavía tenían un tenue brillo los calefactores que extraían energía de la gran planta atómica que daba a aquel pequeño mundo un perpetuo parecido de Terrenidad, pero una capa de polvo se esparcía por doquier. No obstante, el mobiliario y accesorios estaban en buenas condiciones. Fue escudriñándolos, identificando algunas piezas como similares a las existentes en el Museo y como productos de su raza.
Una por una las estudió... ¡eran su fortuna, y ahora su hogar! En la mesa, un libro estaba colocado en forma casual, y contra el lomo había una cuartilla con lo que parecía ser la caligrafía elemental de una muchacha.
La curiosidad le hizo acercarse, hasta que pudo dilucidarla a través del polvo que aún quedaba tras haber sacudido la cuartilla.

Papá:
Charley Summers encontró una nave derribada por aquellos seres y vino a buscarme. Estaremos viviendo por las alturas entre 13-22. Ven con nosotros, si tus reactores lo permiten, y así conocerás a tu yerno.

No había firma, ni fecha, nada que indicase tampoco si "Papá" había regresado o que pudo sucederles a ellos tres.
Pero Danny dejó nuevamente la cuartilla sobre la mesa, casi con reverencia, mirando al exterior a lo largo de la pista de aterrizaje como si fuera a divisar una baqueteada y vieja nave arrastrarse por medio del breve crepúsculo que estaba cayendo sobre el diminuto mundo.
"Aquellos seres" podían solamente ser los de la nueva raza, tras la Guerra; lo que significaba que ésta era la última avanzada de su propio pueblo. La nota podía tener una antigüedad de diez años o de media docena de siglos... pero su gente había estado aquí, peleando, siguiendo en la lucha y componiéndoselas para vivir, después de haber perdido la Tierra. Y si ellos pudieron, ¡también él!
Y por más inverosímil que pudiera parecer, cabía la posibilidad de que hubiera algunos de los suyos ahí fuera, en alguna parte. Tal vez la raza sobrevivía pese al tiempo transcurrido, a los problemas y al propio homo intelligens.
Los ojos de Danny estaban húmedos cuando retrocedió, alejándose de la puerta y de la oscuridad exterior, para empezar la limpieza de su nuevo hogar. Si quedaba alguno de los suyos, ya los encontraría. Y si no...
Bueno, de todos modos él seguía siendo un miembro de una gran raza intrépida que nunca conocería la derrota mientras tanto un solo hombre sobreviviese.
Esto siempre lo tendría presente. Nunca lo olvidaría.

Allá en la Tierra, Bryant Kenning cabeceó afirmativo hacia el pequeño grupo mientras devolvía el auricular a su engarce. En sus ojos había cierta melancolía, pese a la sonrisa que suavizaba sus facciones.
—Ya regresó la nave exploradora del Director, y en efecto, eligió El danés. Pobre chico... Había empezado a temer que esperamos demasiado tiempo, y que nunca lo conseguiría. Otros seis meses y hubiese muerto como una flor privada de sol. Sin embargo estuve seguro que daría resultado cuando Miss Larsen me enseñó aquella novela, con sus míticos planetoides paradisíacos. Una novela bastante inteligente, si les gusta la seudohistoria. Espero que la que yo preparé, la igualara.
—Por lo que se refiere a la inexactitud histórica, la igualaba plenamente.
Pero la diversión latente en la voz del viejo profesor Kirk no alcanzaba sus labios ni sus ojos.
—Bien... Se tragó nuestras mentiras y huyó con la nave que le construimos... Espero que ahora sea feliz, por lo menos durante el tiempo que le queda.
Miss Larsen reunió sus cosas y se dispuso a salir.
—¡Pobre chico! Era agradable, de un modo algo patético. Ojalá aquella chica que estuvimos aleccionando hubiese resultado mejor; entonces quizá no habría sido necesario recurrir a este procedimiento. ¿Me acompañas hasta casa, Jack?
Los dos hombres de más edad vieron salir a Larsen y Thorpe. El silencio y el tabaco llenaron la habitación. Finalmente, Kenning se encogió de hombros y se ladeó para dar frente al profesor.
—En estos momentos ya habrá hallado la nota. Me pregunto si fue una buena idea después de todo. Cuando la encontré por vez primera en aquella vieja novela, estaba pensando en la información preliminar de Jack sobre el planetoide número 67... Pero ahora, no sé... Sigue siendo una cantidad desconocida. Me refiero a su bondad, su benevolencia.
—¡Bondad, benevolencia! Para compensar con unos pocos millones de abonos a crédito y unas pocas miles de horas de trabajo más una mentira de vez en cuando... ¡todo lo que le debemos a la raza del muchacho!
La voz le sonaba fatigada mientras vaciaba su pipa en un incinerador, y poniéndose en pie se dirigía hacia el gran ventanal que daba una panorámica del cielo nocturno.
—Algunas veces me pregunto, Bryant, qué benevolencia encontró el último superviviente de la raza anterior a la del Neanderthal. Y también me agradaría saber si la raza que seguirá a la nuestra, cuando las tinieblas caigan sobre nosotros, dispondrá de algo mejor que de una benevolencia de esta índole.
El novelista meneó la cabeza dubitativo, y nuevamente se hizo el silencio al mirar los dos hacia el infinito y las estrellas.


FIN

2024/01/22

La historia del juicio final (Edmund Cooper)


Título original: The doomsday story
Año: 1963


Estamos a 31 de agosto de 1965 y mi trabajo ha terminado. Mañana, después de la conferencia de prensa y la cena de despedida y la aparición en la televisión podré, así lo espero, retirarme a una vida plácida y tranquila. Un hombre no puede ser noticia durante demasiado tiempo; y en mi caso, el tiempo límite puede ser medido por horas. Después, la notoriedad se convierte en una pesada carga.
El cielo sabe cómo se las arreglan las estrellas del cine y de la televisión para soportarla... o incluso los prodigios de dieciocho años que sólo permanecen en el candelero el tiempo suficiente para comprarse un Jaguar y un paquete de acciones. Quizá tienen una constitución más fuerte, o quizá yo soy un poco más sensible. De todos modos, cinco años han sido más que suficientes, y me alegro de que hayan terminado.
No es que —publicidad aparte— hayan sido unos años aburridos. He sobrevivido a tres tentativas de asesinato, a dos tentativas de rapto, y a una invitación a "huir" a la Unión Soviética, donde, según me prometieron, podría vivir felizmente como un millonario proletario a cambio de pequeños trabajos de investigación nuclear, para que el trato resultara justo. Y desde luego, durante los últimos cinco años he recibido casi medio millón de cartas de admiradores: De desagrado y de admiración en una proporción de cinco a una, respectivamente.
Pero será mejor que empiece por lo que, aún sin ser el principio en el verdadero sentido de la palabra, es el punto que me izó al primer plano de la actualidad.
En abril de 1960, después de pasar algún tiempo en Harwell y un par de años en las agradables instalaciones de una pequeña isla, la cual sigue estando erróneamente clasificada como Muy Secreta, estaba considerado como un físico subatómico muy prometedor. No tan bueno, quizá, como William Rausen, o incluso Jenkins, de Cambridge, pero sí de primera categoría. Además, desde el punto de vista del gobierno, se me suponían cualidades que me hacían más apto para el proyecto en curso que cualquiera de las personas que he mencionado.
Se me suponía endurecido y ambicioso, aunque no tengo la menor idea de cómo llegaron a colgarme ese sambenito. Tal vez tenía algo que ver con el rumor de que me había casado con una sobrina del ministro de Ciencias a fin de conseguir que el Rayo Azul fuera aplicado como vehículo de una pequeña cabeza de torpedo atómica que mi equipo había inventado. Sin embargo, aunque tengo que admitir que me casé con una de las encantadoras sobrinas del Ministro, en aquella época el Rayo Azul había sido aplicado ya a todos los proyectiles dirigidos. De modo que insisto en afirmar mi inocencia.
Pero, sea cual fuere el motivo, fui escogido para aquel trabajo. En consecuencia, una deliciosa mañana de la primavera de 1960, sostuve una fructífera conversación con el primer ministro, el ministro de Ciencias y el canciller del Exchequer.
La atmósfera fue amistosa, cordial. El ministro de Ciencias me llamó Richard y se interesó vivamente por mis inexistentes hijos (el ministro tenía muchas sobrinas); el Premier me llamó Hamilton y quiso saber si estaba interesado, en la caza; y el canciller, sin llamarme nada, trató de descubrir, con mucho tacto, hasta qué punto estaba interesado en el dinero.
Pero súbitamente, tras unos escarceos preliminares, el primer ministro entró en materia.
—Tenemos un nuevo trabajo para usted, Hamilton —dijo—. Se trata del proyecto más importante y, puedo asegurárselo, más susceptible de provocar polémicas de nuestra época. ¿Está usted interesado?
—Más que interesado, señor. Estoy muerto de curiosidad.
El primer ministro sonrió.
—Si consigue usted llevarlo adelante con éxito, una enmienda será la menor de sus numerosas recompensas.
Sir Richard Hamilton... posiblemente el ingreso en la Orden del Mérito. La perspectiva me halagaba. Y no es que yo sea un snob, no. Pero, por algún inexplicable motivo, siempre había tropezado con dificultades en lo que respecta a los maitres. Un título de caballero era una de las cosas que podían allanarme considerablemente el camino en los restaurantes.
—Puede usted escoger su propio equipo —me dijo el ministro de Ciencias afablemente—, y tendrá prioridad en lo que respecta a materiales e instalaciones.
Medité unos instantes.
—¿Cuál es la clasificación del trabajo, señor? —pregunté—. ¿Secreto o público?
—Las dos cosas —respondió el ministro de Ciencias—. El proyecto se hará público, pero todos los aspectos del trabajo, investigación, construcción, ensayos, progresos, éxitos o fracasos, permanecerán secretos.
—¿Habrá perros guardianes? —inquirí.
—Ladrando en gran profusión —confirmó sobriamente el primer ministro.
—Dispondrá usted de ilimitados recursos financieros —continuó el ministro de Ciencias.
—Hablando en sentido figurado —intervino rápidamente el Canciller.
—En realidad, lo único que pedimos —concluyó el ministro de Ciencias— es que usted nos dé una razonable esperanza de éxito.
Contemplé a los tres hombres con aire ligeramente incrédulo. Aun admitiendo la habitual sutileza de las mentes políticas y las leves reservas acerca del personal, del material y de las finanzas que indudablemente me serían reveladas más tarde, me estaban ofreciendo lo que un científico considera el paraíso. Tenía que existir alguna trampa, desde luego; y como todavía no me habían dicho exactamente lo que deseaban que hiciera, la trampa tenía que estar allí.
—Caballeros —dije—, antes de continuar permítanme decirles que acepto de muy buena gana. Y, desde luego, haré todo lo que esté a mi alcance para asegurar una razonable esperanza de éxito.
Parecieron sorprendidos.
—Pero, ignora usted aún lo que vamos a pedirle —dijo el primer ministro.
—Con las facilidades que me están ofreciendo, señor, creo que sólo puede tratarse de la llamada arma del Juicio Final.
Los tres hombres se sobresaltaron visiblemente y me dirigieron una mirada llena de sospechas.
—¿Cómo lo sabe usted?
No lo sabía, pero no era el momento de admitir que se trataba de una simple conjetura. De modo que razoné basándome en una técnica desarrollada por el difunto Sherlock Holmes.
—Es muy sencillo. Soy un físico subatómico bastante bueno; pero los hay mejores, y por lo tanto ustedes saben ya que a los mejores no les interesa ese proyecto, probablemente por escrúpulos morales. En consecuencia, el proyecto tiene que ser un arma. Pero nosotros poseemos ya armas atómicas de calibre multimegatónico. En ese campo queda poco que investigar. Sin embargo, me ofrecen ustedes toda clase de facilidades para investigar, y todo el dinero que necesite. De modo que desean ustedes algo mucho más mortal que un par de docenas de bombas de cien megatones. Lo cual nos conduce a la máquina del Juicio Final, que hasta ahora no es más que una espantosa pesadilla.
—¿Es posible? —preguntó el primer ministro.
Me encogí de hombros.
—Hace treinta años, ¿quién hubiera dicho que eran posibles las bombas termonucleares?
—Los americanos parecen creer que es posible —dijo el ministro de Ciencias en tono de desaliento—. En consecuencia, los rusos se lo tomarán en serio. De modo que también nosotros tenemos que hacer algo.
Miré al primer ministro.
—¿Quiere usted decirme una cosa, señor? ¿Cuál seria el valor práctico de un arma diseñada no sólo para aniquilar al enemigo, sino también al resto de la raza humana?
El primer ministro pareció repentinamente viejo y cansado.
—Inestimable. No sólo destruiría la absurda teoría del Equilibrio de Poder, sino que ofrecería además una excelente oportunidad para que la diplomacia dejara de ser un negocio de chantajistas y para que se restableciera una vez más el imperio de la negociación.
Medité unos instantes y luego dije alegremente:
—En realidad ignoro si es posible o no construir un arma del Juicio Final, pero haré todo lo que esté a mi alcance, señor.


Ante mi extrañeza, aquellas palabras no parecieron alegrar a ninguno de los tres hombres.
Después de aquella conversación las cosas empezaron a moverse con suma rapidez. Confieso que me aproveché con creces de la prioridad que me había sido concedida. Nací en el Norte y se me ocurrió que resultaría muy agradable trabajar en uno de los valles de Derbyshire donde habían transcurrido los primeros años de mi vida. Por tanto, escogí Newdale... especialmente porque disponía de un hotel muy antiguo y muy cómodo que podría servir de base eventual.
Escogí también a dos viejos amigos de toda confianza, el profesor James Wheeler (matemático) y el doctor Roger Vaughan (bioquímico) como mis ayudantes. Juntos nos trasladamos al Hotel Newdale y aleccionamos minuciosamente a la multitud de criados, civiles y de otra clase, que habían sido puestos a nuestra disposición.
Un ejército de obreros se trasladó a Newdale y empezó a montar edificios prefabricados sobre diez acres de terreno escogido. Pedimos laboratorios químicos, laboratorios físicos, generadores de alto voltaje y muchos aparatos. Solicitamos físicos, químicos, biofísicos, bioquímicos, biólogos, etc. Y el Departamento de Investigaciones Científicas e Industriales se apresuró a cumplimentar nuestras peticiones.
Al cabo de seis meses los laboratorios estaban listos y teníamos más personal científico de primera categoría del que podíamos utilizar. Teníamos también pegada a nuestros talones a toda la plantilla del Servicio Secreto Británico. Al principio sus melodramáticas actividades me divertían. Pero cuando alguien provisto de un rifle telescópico de largo alcance pareció creer que mi puesto estaba entre los muertos, empecé a mirar con más respeto a aquellos sabuesos.
Desde luego habíamos llegado a la engorrosa fase en que disponíamos de todo lo necesario y debíamos, por tanto, iniciar el verdadero trabajo.
Trabajo que consistía en fabricar un arma capaz de borrar del planeta a toda la raza humana. Era una tarea ardua, pero creía haber encontrado una excelente solución. Por raro que parezca, algunos de los científicos más jóvenes estaban verdaderamente entusiasmados con el proyecto. No tardaron en sugerirme ideas tan descabelladas como virus indestructibles, saturaciones de radiactividad e incluso campos antigravedad lo bastante amplios como para extraer al planeta de su atmósfera. Me apresuré a despedir a los miembros más originales y entusiastas de mi equipo. Aquellas personas me parecían peligrosas.
Además, aunque comprendía que alguien trabajaba en el proyecto Juicio Final por una recompensa económica o una distinción social —como yo mismo—, la idea de que alguien trabajara en el arma porque era una cosa que realmente deseaba hacer me horrorizaba. Y por entonces se me había ocurrido ya una idea. Una idea muy sencilla. Pero para desarrollarla con éxito eran necesarias una gran paciencia y una lealtad absoluta.
Al final del primer año había limitado mi equipo a un grupo de personas en las cuales sabía que podía confiar ciegamente. Y entonces les bosquejé mi idea de un horno termonuclear que, una vez iniciada la reacción, seguiría consumiendo materia hasta que la Tierra no fuera más que una nubecilla de humo cósmico. Después de todo, en esta línea de desarrollo el problema fundamental era simplemente una cuestión de temperatura. Lo único que teníamos que hacer era conseguir una temperatura que pudiera equipararse al calor interno del sol e idear un sistema para desarrollar una reacción continua. Entonces podríamos sentarnos, metafóricamente hablando, mientras la Tierra se achicharraba antes de evaporarse.
Naturalmente, mi equipo se entusiasmó con la idea. Lo mismo que yo. Y, en consecuencia, iniciamos el largo proceso de exploración teórica, extrapolación limitada y experimentación fraccional que habían de desembocar en el diseño definitivo de la máquina del Juicio Final.
Esta fase se prolongó por espacio de dos años. Durante ese tiempo tuve que redactar frecuentes informes de nuestros progresos para el gobierno. Una y otra vez traté de explicarles la teoría de la máquina del Juicio Final en términos relativamente sencillos. Pero no parecían comprenderla con demasiada claridad. E incluso parecían más preocupados por la perspectiva de un éxito que por la perspectiva de un fracaso. Y no les tranquilizaba el saber que los americanos y los rusos estaban empeñados en una carrera por conseguir lo mismo que nosotros buscábamos.
Pero yo tenía mis propias preocupaciones. La Opinión Pública de la Gran Bretaña —más sensible de lo que se cree— me tenía señalado con el dedo. A pesar del velo tendido sobre los detalles del Proyecto Juicio Final, su naturaleza no era ningún secreto. Y yo era el hombre más odiado de Inglaterra.
Sin embargo, el asesinato y el rapto no son el tipo de actividades que atraen a las indignadas madres de Croydon o a los coroneles jubilados de Cheltenham, de modo que los atentados de que fui víctima deben ser atribuidos a determinados individuos extranjeros.
En otoño de 1963 creí llegado el momento de presentar mi informe final al primer ministro, especialmente teniendo en cuenta las noticias oficiosas de que los rusos habían terminado su propia arma Juicio Final. Yo hubiera preferido esperar un poco más antes de anunciar que la máquina inglesa estaba en condiciones de funcionar. Pero en realidad ni mi equipo ni yo podíamos hacer ya gran cosa. Ya es sabido que una máquina Juicio Final no puede ser ensayada con fines experimentales. Es esencialmente un arma de un solo disparo..., y el primer disparo es el último.
Un mes después del anuncio de que el modelo británico estaba listo y preparado para funcionar, los americanos, para no ser menos, anunciaron que habían fabricado dos máquinas Juicio Final completamente independientes, por si la primera fallaba.
Creo que todo el mundo conoce el resto de la historia. Ya que Inglaterra, Norteamérica y Rusia disponían de un medio de destrucción total, se había llegado una vez más a una posición de tablas. Pero esta vez eran unas tablas algo distintas.
Lo mejor que tiene un arma Juicio Final —cualquier arma Juicio Final— es que convierte la guerra en anticuada. Incluso los generales podían verlo. A fin de cuentas, de nada sirve enviar un centenar de bombas de hidrógeno contra un enemigo que sólo tiene que pulsar un botón para acabar con todo.
Los militares del Este y del Oeste estaban furiosos con la nueva situación. Ya que, si la guerra era anticuada, lo mismo les sucedía a las armas termonucleares y, en último término, a los generales.
Y ése fue el caso. En la primavera de 1964, entre el regocijo general, se celebró una reunión en la cumbre en Berlín, que entonces era una ciudad internacional y que mas tarde se convirtió en la primera capital mundial. El Presidente, el Primer Ministro y el Secretario General del Partido Comunista de la Unión Soviética pronunciaron un montón de discursos llenos de vocablos abstractos: Justicia, libertad, verdad, emancipación e igualdad. Pero cuando terminaron de representar de cara a la galería se enfrentaron con los hechos.
Y los hechos eran que las armas atómicas se habían convertido en unos instrumentos irrisorios a menos que desearan utilizarse como un medio de suicidarse enviando un par de ellas al enemigo. Fue una fecha histórica, ya que señaló la apertura de la primera conferencia de desarme sincera.


En otoño de 1964 los equipos rusos de inspección estaban ocupados revisando las instalaciones británicas y norteamericanas, comprobando el desmantelamiento de todos los proyectiles dirigidos con cabezas atómicas; en tanto que los equipos inglés y norteamericano hacían lo mismo en Rusia y en los Estados satélites.
Pero mientras el resto del mundo empezaba a relajarse, mis colegas y yo sentíamos aumentar nuestra preocupación. Preveíamos lo que iba a suceder.
Efectivamente, en enero de 1965, un imbécil estadista, cuyo nombre no voy a citar, sugirió que, en vista de la continuada y necesaria existencia de las máquinas Juicio Final como instrumento de seguridad contra la guerra, seria conveniente que cada una de las máquinas estuviera al cuidado de un equipo formado por miembros de las tres potencias Juicio Final. Sus propuestas cristalizaron en lo siguiente: En cada una de las bases Juicio Final habría un alto oficial norteamericano, un alto oficial ruso y un alto oficial inglés, Las máquinas serían modificadas de manera que sólo pudieran ser puestas en marcha mediante la introducción de tres llaves que giraran simultáneamente en sus cerraduras; y cada uno de los altos oficiales al cuidado de las máquinas tendría una de aquellas llaves.
Tras una breve discusión la propuesta fue aceptada internacionalmente; y esto, desde luego, requirió una conferencia entre los diversos científicos Juicio Final.
Y así fue como a mediados de febrero me encontré en Ginebra reunido con el camarada profesor Fyodor Norov, el científico a cargo de la instalación rusa y el doctor George C. Wynkel, director de los dos proyectos norteamericanos.
Afortunadamente, Norov hablaba un excelente inglés. Pero a pesar de que él y Wynkel se mostraron muy cordiales —demasiado cordiales para mi tranquilidad de espíritu—, había una atmósfera de inquietud que ninguno de nosotros parecía capaz de disipar.
Al cabo de media hora de conversación intrascendente no habíamos realizado el menor progreso en dirección a nuestro verdadero objetivo, discutir el problema del control de las máquinas Juicio Final. Y tuve la impresión de que ninguno de nosotros quería ser el primero en poner sobre el tapete el infernal tema. Mi intranquilidad iba en aumento. Finalmente, Norov se encogió de hombros y dijo:
—Esto no marcha, camaradas. Necesitamos algo que rompa el hielo, ¿no les parece?
Se acercó el teléfono y encargó que subieran una botella de vodka.
—Yo prefiero whisky —dijo Wynkel—. Escocés.
—Yo también tomaré whisky —dije—. Irlandés.
Norov encargó que subieran las tres botellas.
Cuando me hube tomado el tercer doble reuní el valor necesario para la gran confesión.
—Las máquinas Juicio Final que traen la paz universal me asustan —observé, tanteando el terreno—. Simbolizan la consecuencia más absurda de la lógica. Tiene que haber un fallo en alguna parte.
—Ningún fallo —protestó Norov—. Pero también yo estoy asustado. ¿Qué me dicen de un accidente?
Wynkel se echó a reír.
—En nuestra máquina no puede producirse ningún accidente —dijo en un tono que me pareció algo enigmático.
—No es la teoría lo que me preocupa —continué—, sino la práctica. El argumento en favor de las armas Juicio Final es muy poderoso; de momento ya han provocado el desarme nuclear. Pero, si he de confesar la verdad, no siento el menor entusiasmo por ellas.
—Ni yo —convino Norov.
—Debo confesarles una cosa —añadí desesperadamente—. La máquina Juicio Final no funciona. Hace mucho tiempo todos los científicos que trabajábamos en la fase final del proyecto decidimos que no podíamos correr el riesgo de que a algún idiota se le ocurriera pulsar el botón.
Siguió una penosa pausa.
—Eso —dijo finalmente el camarada profesor Norov— fue un fraude criminal.
Pensativamente, se sirvió otra ración de vodka.
—Buen trabajo, viejo —dijo el doctor Wynkel. Parecía divertirse enormemente—. ¿Cómo se las arregló para engañar a los políticos?
—Instalamos una recia cúpula de cristal en la cima de una torre de acero y la llenamos de cables suficientes para suministrar energía eléctrica a todo el Asia. Y luego le atiborramos de términos científicos —Sonreí sin la menor alegría—. Resulta curioso comprobar hasta qué punto está dispuesta la gente a creer que apretando un botón el mundo se convertirá en humo. Probablemente esa disposición está relacionada con el deseo de la muerte.
—O viceversa —sugirió Wynkel enigmáticamente. Hizo una breve pausa y añadió—: El Presidente lo sabe, desde luego. Decidimos que teníamos que decírselo a alguien.
—¿Lo de nuestra máquina? —inquirí estupefacto.
—No —replicó tranquilamente Wynkel—, lo de la nuestra. A propósito, nosotros nos tomamos la molestia de descubrir que las máquinas Juicio Final no pueden ser construidas.
—Pero, camarada, ¡nosotros construimos una! —exclamó Norov, con los ojos brillantes.
—¿Funcionará? —preguntó Wynkel sonriendo.
Norov se echó a reír.
—¡Si alguien aprieta el botón como ustedes dicen, abrirá el mayor agujero que nunca se haya visto en Siberia, palabra!
Nos miramos el uno al otro. Lentamente llenamos nuestros vasos y los alzamos.
—¡Por la paz! —dije.
—¡Por la cordura entre las naciones! —añadió Norov con cierta pomposidad.
—¡Por la ciencia! —añadió Wynkel.
Empecé a sentirme ridículamente feliz.
—¿Creen ustedes que tenemos la posibilidad de conservar el secreto?
—¿Por qué no? —dijo Wynkel—. Lo único que tenemos que hacer es escoger cuidadosamente los equipos internacionales de inspección.
—Y si alguno dice tonterías —anunció Norov con una significativa mirada—, será obligado a someterse a un tratamiento psiquiátrico, ¿no es eso?
—Desde luego —asintió calurosamente Wynkel.
Desde luego creo que me he ganado mi encomienda. Norov, naturalmente, es un héroe de la Unión Soviética de primera clase. Y el doctor Wynkel está siendo apremiado para que se presente como candidato a la Vicepresidencia en las próximas elecciones.
Bueno, ésta es la verdadera historia del Juicio Final.
Estamos a 31 de agosto de 1965, el mundo se encuentra en paz y virtualmente desarmado, los problemas son discutidos alrededor de una mesa y no entre una lluvia de cohetes, y yo acabo de cumplir mi período de inspector del Juicio Final. Mi sucesor es el profesor James Wheeler, que fue mi segundo en el proyecto desde el primer día. Tiene una excelente capacidad para mantener la boca cerrada y el rostro solemne.
Sigo creyendo que no conviene aún que la verdad se haga pública. La gente se ha sentido aplastada por la amenaza de la destrucción universal durante tanto tiempo, que probablemente consideraría la verdad como una broma de muy mal gusto.


FIN

2024/01/15

Cuando duerme el que vela (Richard Matheson)


Título original: When the waker sleeps
Año: 1950


Si alguien hubiera sobrevolado la ciudad a esa hora del día, o cualquier otro día del año 3850, habría pensado que no quedaba rastro de vida en ella.
Al pasar sobre los chapiteles impolutos habría buscado en vano un ápice de actividad humana. Habría escudriñado las anchas autopistas entrelazadas como la urdimbre y la trama de un inmenso telar y no habría visto ningún automóvil; nada, salvo los carriles desiertos y los semáforos cambiando de color en secuencias mecánicas.
Si hubiera volado a baja altura y sorteado las relucientes torres, habría visto las aceras móviles, los gigantescos ventiladores de rotación pautada que caldeaban las calles en invierno y las refrescaban en verano, las puertas diminutas que se abrían y se cerraban, los surtidores de las fuentes del parque que lanzaban al aire sistemáticas columnas de agua.
Más allá habría salido a campo abierto, donde habría sobrevolado las lustrosas naves que se alineaban frente a los hangares. Todavía más lejos habría vislumbrado el río, los barcos metálicos que descansaban a lo largo de la orilla, echando fina espuma  por la popa, producto del funcionamiento ininterrumpido de sus respiraderos.
Habría regresado a la ciudad, planeando en busca de alguna señal de vida en las anchas avenidas, en el entramado de calles, entre los edificios primorosamente ordenados de la zona de viviendas, en la solidez metálica del sector comercial.
La búsqueda habría resultado infructuosa.
Abajo, todo movimiento habría parecido mecánico. Y, sabiendo de qué ciudad se trataba, habría dejado de buscar ciudadanos para intentar localizar las bajas construcciones metálicas que se extendían a poco más de medio kilómetro, los edificios circulares que albergaban las máquinas infatigables, los ruidosos engranajes al servicio de los habitantes de la ciudad.
Aquellas máquinas lo hacían todo: Filtraban las impurezas del aire, movían las aceras y abrían las puertas, enviaban impulsos sincronizados a los semáforos, hacían funcionar las fuentes y las naves espaciales, los barcos del río y los ventiladores. Eran las máquinas en cuya incontestable eficacia confiaban ciegamente los ciudadanos, que, en ese momento, descansaban en los divanes neumáticos de sus habitaciones. La música que surgía de los altavoces, la brisa fresca de los ventiladores de las paredes, incluso el aire que respiraban; todo provenía de las máquinas o iba a parar a ellas; las indefectibles, fieles e infalibles máquinas.
Entonces se oyó un zumbido. Entonces la ciudad cobró vida.

Un zumbido, un zumbido.
Lo oíste desde el remolino negro del sueño. Frunciste la noble nariz y tiraste de los veinte transmisores neuronales que llevaban a las autopistas de tus extremidades.
El sonido penetró más adentro, atravesó varias capas de somnolencia y te clavó un dedo impaciente en la materia palpitante del cerebro. Volviste la cabeza en la almohada con una mueca.
No cesó. Con mano torpe, cogiste el auricular, abriste un ojo con un tremendo esfuerzo de voluntad y murmuraste algo ininteligible.
—¡Capitán Rackley! —La voz cortante se adelantó.
—Sí —respondiste.
—¡Preséntese de inmediato en el cuartel general!
Aquello acabó con el sueño y el enojo como un viejo irascible barre las piezas del ajedrez del tablero. Los músculos de tu abdomen se activaron y te dejaron sentado. En tu noble pecho, la palpitante bola de carne que imprime velocidad a la sangre tuvo a bien dilatarse y comprimirse con marcada intensidad. Tus glándulas sudoríparas se prepararon para la acción, el peligro, el heroísmo.
—¿Es…?
—¡Preséntese de inmediato! —ladró la voz, y un clic tajante te punzó el oído.
Tú, Justin Rackley, colgaste el auricular y saltaste de la cama con un revuelo de sábanas.
Corriste a la puerta del vestidor y la abriste de golpe. Te zambulliste en sus profundidades y emergiste poco después con unos pantalones ajustados y una guerrera apropiada para ese torso tuyo descomunal. Te los pusiste y te dejaste caer en un asiento cercano para calzarte las botas militares negras.
Tu cara reflejaba pensamientos funestos. Te peinaste el abundante cabello rubio, seguro de cuál era la naturaleza de la emergencia.
¡Los oxidones! ¡Otra vez!
Completamente despierto ya, frunciste la nariz con deliberada elegancia. Pensar en los oxidones, con esas doce patas indicadoras de su ascendencia extraterrestre, con esa repugnante baba reptiliana que rezumaban, te revolvía las tripas.
Saliste corriendo de la habitación, saltaste la barandilla y bajaste las escaleras, preguntándote una vez más dónde se habrían originado aquellos horribles oxidones, qué odioso cruce habría dado origen a su monstruosa especie; preguntándote dónde vivían, dónde proliferaba su horripilante estirpe, dónde mantenían sus reuniones militares, por dónde habían empezado a reptar hacia las grandes fisuras de la Tierra por las que salían en tropel para atacar.
Sin respuesta alguna para esas incontables preguntas, saliste corriendo de casa y bajaste los escalones como una exhalación hacia tu fiel automóvil. Te deslizaste dentro; pulsaste botones, accionaste palancas, pedales y todo lo necesario. En cuestión de minutos atravesabas las calles como una flecha camino de la ancha autopista que te llevaría al cuartel general.
Naturalmente, a esa hora había muy poca gente en la calle. De hecho, no viste a nadie. Fue pasados unos minutos, tras girar con un volantazo, mientras subías veloz como el viento por el carril de incorporación a la autopista, cuando viste otros automóviles que iban zumbando hacia la torre, situada a ocho kilómetros de distancia. Supusiste, acertadamente, que se trataba de otros agentes a los que también habían arrancado del sueño para movilizarlos.
Los edificios pasaban veloces mientras pisabas a fondo, eternamente ceñudo, vivificado por el peligro, oh, intrépido guerrero. Por supuesto que no eras reacio a la acción tras un mes de inactividad, pero las circunstancias eran bastante repugnantes. Pensar en los oxidones daba escalofríos a cualquiera, ¿verdad?
¿Qué los hacía surgir de sus pozos desconocidos? ¿Por qué querían destrozar las máquinas, hacer que la gangrena que destilaban corroyera el metal y desprendiera los dientes de los engranajes como pétalos de una flor marchita? ¿Qué pretendían?
¿Destruir la ciudad? ¿Gobernar a sus habitantes? ¿Aniquilarlos? Preguntas inquietantes, preguntas sin respuesta.
"Bueno", pensaste al entrar en el aparcamiento del cuartel general. "Los oxidones sólo han conseguido llegar hasta unas cuantas máquinas exteriores, entre las cuales no se cuenta la mía, gracias al cielo".
Por lo menos, no sabían más que tú acerca de dónde estaba la Gran Máquina, el fabuloso manantial de energía que impulsaba todas las demás.
Te deslizaste por el asiento del automóvil notando el roce de la tela del pantalón militar y bajaste de un salto al extenso aparcamiento. El taconeo de tus botas negras te acompañó mientras corrías hacia la entrada. Otros agentes se apearon de los automóviles y también atravesaron corriendo la explanada. Nadie decía nada; todos estaban ceñudos. Algunos te saludaron con un seco movimiento de cabeza mientras subían en el ascensor.
"Mal asunto", pensaste.
Sentiste una presión en las ingles cuando la puerta se abrió con un jadeo hidráulico. Saliste y caminaste en silencio por el pasillo hasta la espaciosa sala de reuniones.
Ya estaba casi llena. Hombres jóvenes, invariablemente apuestos y musculosos, formaban pequeños rebaños mientras hablaban sobre los oxidones en voz baja. Las paredes grises insonorizadas absorbían sus comentarios y devolvían aire inerte.
Los hombres te saludaron con la cabeza cuando entraste y reanudaron sus conversaciones. El capitán Justin Rackley, ése eres tú, se sentó en primera fila.
Levantaste la mirada. La puerta que daba a los rangos superiores se abrió de golpe. El general entró a grandes zancadas con un fajo de papeles en el puño. También él estaba ceñudo.


Subió a la tarima y dejó con brusquedad los papeles en la robusta mesa. Se sentó en el borde y golpeó una pata con la bota hasta que todos tus compañeros oficiales disolvieron los grupos y tomaron asiento. El silencio planeó sobre sus cabezas. El general apretó los labios y dio una fuerte palmada en la mesa.
—Caballeros —dijo con aquella voz que parecía surgida de una antigua tumba—, la ciudad se encuentra de nuevo en grave peligro.
Hizo una pausa; parecía capaz de gestionar cualquier crisis. Tú esperabas ascender algún día a general y parecer capaz de gestionar cualquier crisis. "¿Por qué no?", pensaste.
—No malgastaré un tiempo precioso —prosiguió el general, malgastando un tiempo precioso—. Todos conocen sus posiciones; todos saben cuál es su deber. Cuando termine esta reunión, se presentarán en el arsenal para recoger las pistolas de rayos. Tengan presente en todo momento que ningún oxidón debe llegar con vida a la maquinaria. Disparen a matar. Los rayos no son dañinos, repito, no son dañinos para la maquinaria.
Miró a sus hombres, jóvenes e impacientes.
—También conocen los peligros del veneno de los oxidones —añadió—. Por tanto, dado que el más ligero roce de sus aguijones causa una muerte agónica, se les asignará, como ya saben, una enfermera especializada en combatir los venenos sistémicos. Así que, cuando salgan del arsenal, preséntense en el Departamento de prevención.
Guiñó un ojo, cosa absolutamente fuera de lugar, y añadió con marcada intención: 
—Recuerden: ¡Hemos venido aquí a hacer la guerra! ¡Y sólo la guerra!
Aquello, por supuesto, provocó sonrisas de complicidad, comentarios maliciosos y más de un gesto poco marcial. Después el general se recuperó de su pequeña exhibición de humor y camaradería, y volvió al tono estricto de desapego despótico.
—Cuando se les haya asignado la enfermera, aquellos cuyas máquinas estén a más de veinticinco kilómetros de la ciudad se presentarán en el puerto espacial para que se les proporcione un aerocoche. Después procederán todos con la máxima celeridad. ¿Preguntas?
Ninguna.
—No creo necesario recordarles la importancia de esta defensa —concluyó el general—. Como bien saben, si los oxidones llegaran a la ciudad, si atacaran el núcleo de nuestro sistema mecánico, si (¡Dios no lo quiera!) localizaran la Gran Máquina, solo cabría esperar la peor masacre. Destrozarían la ciudad; nos aniquilarían; el hombre sería derrocado.
Los soldados lo miraron con los puños apretados, embriagados por el patriotismo como los sátiros por el alcohol, un patriotismo que también bullía en ti, Justin Rackley.
—Eso es todo —dijo el general con un saludo—. Buena caza.
Bajó de un salto de la tarima y se dirigió a la puerta, que, como por arte de magia, se abrió una fracción de segundo antes de que su impetuosa nariz se aplastara contra ella.
Te levantaste con un hormigueo en los músculos. "¡Adelante! ¡Salvemos nuestra preciosa ciudad!"
Pasaste entre las filas ya desordenadas. De nuevo en el ascensor, hombro con hombro con tus camaradas, una palpitante sensación de alerta te recorría el cuerpo joven y saludable.
El arsenal. Las paredes acolchadas amortiguaban el sonido. Hiciste fila, ceñudo como siempre, arrastrando los pies para recoger el arma. Llegaste al mostrador. Era como una oficina de cambio: Le enseñaste al hombre tu tarjeta de identificación y te entregó una reluciente pistola de rayos y una cartuchera de munición para llevar al hombro.
Después saliste por la puerta y bajaste los escalones recubiertos de caucho hasta el Departamento de prevención. La sangre te corría por las venas como en una montaña rusa.
Eras el cuarto de la fila, y ella, la cuarta de la otra fila, así que te la asignaron.
Examinaste su figura y notaste que el uniforme, aunque parecido al tuyo, le quedaba distinto. Aquello te apartó momentáneamente de tus propósitos marciales. Vaya. La lujuria, implacable, exigía tu atención.
—Capitán Rackley —dijo el hombre—, le presento a la teniente Forbes. Es su única garantía de supervivencia en caso de que lo pique un oxidón. Asegúrese de permanecer cerca de ella en todo momento.
No te pareció una tarea muy desagradable. Saludaste al hombre, intercambiaste un aleteo de pestañas con la joven y ladraste la orden de partida. Se encaminaron hacia el ascensor.
Mientras bajaban en silencio, la mirabas de vez en cuando. Lamentaciones largo tiempo olvidadas se reavivaron en tu cerebro revitalizado. Te atrajeron los rizos oscuros que le caían sobre la frente y se le amontonaban en los hombros como retorcidos dedos negros. Notaste que tenía unos ojos castaños de mirada suave, como surgidos de un sueño. ¿Por qué sería de otro modo?
Sin embargo, algo te apartaba de tus insustanciales cavilaciones. ¿Podría ser el deber? De pronto, al recordar lo que ibas a hacer, volviste a sentir miedo. Las amorosas ensoñaciones se alejaron en formación militar.
La teniente Forbes guardó silencio hasta que el aerocoche que les habían asignado surcó el cielo de la periferia de la ciudad. Entonces, en respuesta a tus intentos banales de hablar sobre el tiempo, te dedicó una preciosa sonrisa y viste sus preciosos hoyuelos.
—Sólo tengo dieciséis años —te dijo.
—Entonces, es la primera vez.
—Sí —contestó ella, mirando a lo lejos—. Estoy muy asustada.
Asentiste y le diste unas palmaditas en la rodilla. Intentabas ser paternal, pero conseguiste que el rubor del recato le asomara a las mejillas.
—No te apartes de mí —le dijiste, recalcando el doble sentido—. Te cuidaré bien. 
Básico pero suficiente para una muchacha. Se ruborizó más aún.
 
Las torres de la ciudad brillaban a tus pies. A lo lejos, como un diminuto botón en el borde de una telaraña, viste tu máquina. Empujaste un poco el volante; el diminuto vehículo se inclinó e inició un largo descenso. Mantuviste los ojos fijos en el cuadro de mandos, concentrado en él, mientras te preguntabas qué sería aquella extraña emoción que te recorría el cuerpo como una avalancha y de qué tipo era la fatiga de combate que presagiaba.
Era la guerra. La ciudad, ante todo. ¡Vamos!
El aerocoche bajó y se quedó flotando sobre la máquina mientras activabas los frenos neumáticos. Poco a poco, se posó en el tejado como una mariposa en una flor.
Apagaste el interruptor con el corazón acelerado, ajeno a todo lo que no fuera el peligro al que te enfrentabas. Cogiste la pistola de rayos, saltaste afuera y corriste hasta el borde del tejado.
Tu máquina estaba fuera de la ciudad, en el campo. Tu mirada de lince escudriñó el terreno.
No había ni rastro del enemigo.
Volviste al aerocoche a toda prisa. Ella seguía allí sentada y te observaba. Giraste el dial y el intercomunicador soltó su interminable sonsonete de información. Esperaste impaciente a que el operario de megafonía dijera el número de tu máquina y comunicara que los oxidones estaban a kilómetro y medio.
Notaste que ella contenía la respiración y te miraba asustada. Apagaste el equipo.
—Vamos adentro —dijiste. La mano en la que llevabas la pistola te temblaba deliciosamente. Te encantaba estar asustado, sentir que vivías peligrosamente. ¿No era esa la razón por la que estabas allí?
La ayudaste a salir. Tenía la mano fría; se la apretaste y le dedicaste una leve sonrisa para infundirle ánimo. Después de cerrar la puerta del vehículo para impedir el acceso al enemigo, bajaron las escaleras. Al entrar en la sala principal, el suave zumbido de la maquinaria se te metió en la cabeza al instante.
Entonces, llegados a aquel punto de la aventura, dejaste la pistola de rayos y la munición para hablarle de la maquinaria a la chica. Cabe destacar que estabas más pendiente de la proximidad de la enfermera que interesado en la mecánica. ¡Era tan encantadora, tan joven, y estaba tan necesitada de consuelo!


Tardaste poco en cogerla otra vez de la mano. Después le pasaste el brazo por la esbelta cintura y la atrajiste hacia ti. Tu mente divagaba sobre cosas que nada tenían que ver con la defensa militar.
Llegó el momento en que ella agitó las pestañas y clavó su mirada en la tuya, como en aquel arcaico pasaje literario. Sus ojos color violeta te daban vértigo y te acercaste más. El perfume de su aliento te agarrotaba las extremidades. Sin embargo, algo seguía conteniéndote.
¡Chap! ¡Chop!
Ella dio un respingo y gritó.
¡Los oxidones estaban en las paredes!
Corriste a la mesa en la que habías dejado la pistola de rayos. La munición estaba al lado, en el sofá, y te la colgaste del hombro. Ella se acercó corriendo a ti y, con gesto adusto, le entregaste el estuche de prevención.
Te sentías tan seguro de ti mismo como el general cuando se ponía serio.
—Mantén las jeringuillas cargadas y a mano —dijiste—. Puede que… 
La frase quedó en el aire. Un enorme oxidón baboso golpeó la pared.
Del exterior llegaba el ruido de las grandes ventosas: Buscaban la maquinaria del sótano.
Comprobaste la pistola. Estaba lista.
—Quédate aquí —murmuraste—. Tengo que bajar.
Sin prestar atención a lo que ella te decía, te precipitaste por las escaleras e irrumpiste en el sótano justo cuando el primer horror entraba borboteando por una ventana y aterrizaba en el suelo de metal, como una corriente de lava que desafiara la gravedad.
La monstruosidad de color marrón dorado te miró con su hilera de ojos amarillos, parpadeando, y se te puso la carne de gallina. Luego se escurrió veloz hacia las máquinas con un chapoteo aceitoso. El miedo estuvo a punto de paralizarte.
Y entonces el instinto tomó las riendas. Levantaste con rapidez la pistola y un rayo crepitante de color azul saltó de la boca del arma, tocó el cuerpo escamoso y lo rodeó. Los chillidos y el olor a carne quemada llenaron el aire. Cuando el rayo se disipó, el oxidón muerto quedó el suelo, ennegrecido y humeante, y su baba se desparramó por las soldaduras.
Oíste el sonido de ventosas a tu espalda. Te volviste y volaste en pedazos grasientos al segundo oxidón, pero apareció otro en el borde de la ventana y se abalanzó hacia ti. Otro disparo, y otra mole achicharrada retorciéndose en el suelo.
Tragaste el nudo de tensión que te atenazaba la garganta sin dejar de observarlo todo ni de saltar de un lado a otro. Al cabo de un segundo, otros dos se te acercaban. Dos disparos; uno, fallido. Ya tenías el segundo monstruo casi encima cuando lograste hacerlo picadillo, justo antes de que levantara las patas delanteras para hundirte sus aguijones negros en el pecho.
Te volviste rápidamente y gritaste horrorizado.
Un oxidón bajaba por las escaleras y otro emitía un sonido sibilante, con los largos aguijones apuntándote al corazón. Apretaste el botón y soltaste un grito ahogado. ¡No te quedaban proyectiles!
Te apartaste de un salto y el oxidón cayó hacia delante. Abriste el estuche e intentaste cargar la pistola, pero los nervios te traicionaban. Un proyectil se te cayó y se hizo añicos en el suelo de metal. Tenías las manos ateridas y temblorosas, y el vello erizado. La sangre te palpitaba en las venas. Estabas asustado, pero lo disfrutabas.
El oxidón volvió a atacar mientras introducías el proyectil en la pistola de rayos. Te agachaste… ¡pero no lo suficiente! La punta de un aguijón te rasgó la guerrera y te arañó el brazo. Sentiste cómo el veneno ardiente se te introducía en el organismo.
Apretaste el gatillo y el monstruo se desintegró en una nube de humo untuoso. La maquinaria del sótano estaba a salvo del ataque. Los oxidones la habían pasado de largo.
Alcanzaste la escalera de un salto. Tenías que salvar las máquinas, salvarla a ella, ¡salvarte tú!
Las botas resonaron en las escaleras metálicas. Entraste a toda prisa en la gran sala de máquinas y miraste a tu alrededor.
Se te cayó el alma a los pies. Ella estaba derrumbada en un sofá, desmadejada, inmóvil. Un rastro de baba de oxidón le resbalaba por la guerrera.
En cuanto te volviste, el oxidón desapareció en el interior de la maquinaria, introduciendo su cuerpo escamoso entre los engranajes. La baba le chorreaba por el cuerpo y las mandíbulas. La máquina se detuvo y arrancó de nuevo con un quejido de engranajes deteriorados.
¡La ciudad! ¡Te plantaste de un salto junto a la máquina y le disparaste con la pistola de rayos! El rayo azul falló; no alcanzó al oxidón. Volviste a disparar. El oxidón se movía demasiado deprisa y se escondía detrás de los engranajes. Corriste alrededor de la máquina sin dejar de disparar.
La miraste. ¿Cuánto tiempo tardaba en actuar el veneno? No te lo habían dicho. Sin embargo, ya lo tenía en la carne; la quemazón había empezado. Y tú te sentías a punto de arder en llamas, como si el cuerpo fuera a caérsete a pedazos.
Tenías que ponerte una inyección y ponerle otra a ella. Sin embargo, el oxidón te esquivaba. Tuviste que detenerte para introducir otro proyectil en la recámara. La sala empezó a darte vueltas; no podías controlar el mareo. Pulsaste el gatillo una y otra vez, y el rayo se estrelló contra la maquinaria.
Te tambaleaste con un sollozo y te abriste el cuello de la guerrera. Casi no podías respirar. El olor de sebo chamuscado por los rayos lo impregnaba todo. Rodeaste la máquina dando traspiés y le disparaste otro rayo al veloz oxidón.
Por fin, cuando estabas a punto de desplomarte, lo tuviste a tiro. Pulsaste el gatillo y el oxidón quedó envuelto en llamas, se desmoronó en fragmentos fundidos bajo la maquinaria y el sumidero se lo tragó.
Soltaste la pistola de rayos y te acercaste a ella dando tumbos. Las jeringuillas hipodérmicas estaban en la mesa.
Le abriste la guerrera, le clavaste una aguja en el hombro suave y pálido y, entre escalofríos, le inyectaste el antídoto en la vena. Después te pinchaste en el hombro y sentiste el frío repentino que te recorría la carne y el torrente sanguíneo.
Te derrumbaste junto a ella, con la respiración agitada y los ojos cerrados. El estallido de actividad te había agotado. Tenías la impresión de que necesitarías un mes para reponerte, como de hecho sería.
Ella gimió. Abriste los ojos y la miraste, y la respiración volvió a acelerársete, pero esa vez tenías claro de dónde provenía la agitación. No podías apartar los ojos de ella. Un calor reconfortante te inundaba las extremidades y te acariciaba el corazón. Ella también te miraba.
—Eh… —dijiste.
Entonces dejaste de contenerte; las dudas se esfumaron. La ciudad, los oxidones, las máquinas… El peligro había quedado atrás. Ella te acarició la mejilla.

—Y cuando abriste los ojos —concluyó el médico—, estabas de nuevo en esta habitación.
Rackley se rió y sacudió la cabeza sobre la almohada, sacudiendo las manos de alegría.
—Querido doctor —dijo entre risas—, siempre lo sabe todo. ¡Qué listo es! ¿Cómo lo consigue, listillo?
El médico miró al hombre alto y apuesto tumbado en la cama, todavía sacudido por las carcajadas.
—Olvida que soy yo quien le pone las inyecciones —dijo—. Es natural que sepa qué pasa después.
—¡Claro! ¡Claro! —exclamó Justin Rackley—. Oh, ha sido absolutamente fantástico, fantástico. ¡Imagínese! ¡Yo! —Se pasó los recios dedos por el voluminoso bíceps—. ¡Yo, un héroe!
Aplaudió y soltó una profunda carcajada. Los dientes blanquísimos relucieron en contraste con el intenso bronceado de su cara. La sábana resbaló y le dejó al descubierto los desarrollados pectorales y las tabletas de los abdominales.
—¡Válgame Dios! —suspiró—. ¿Qué sería de mi monótona existencia si sus benditas inyecciones no atenuaran este aburrimiento infinito?
El médico lo miró con frialdad y apretó los dedos blancos y fuertes en un pálido puño. Una idea se le clavó como un cuchillo en el cerebro: "Este es el fin de nuestra especie, la penosa cúspide de la evolución humana. Es la corrupción definitiva".
Rackley bostezó y se desperezó.
—Debo descansar —Miró al médico desde la cama—. Ha sido un sueño realmente agotador.
Rio tontamente. Echó la cabeza en la almohada y palmeó las sábanas, desternillándose.
—Dígame —jadeó—, ¿qué demonios pone en esas exquisitas inyecciones? Se lo he preguntado muchas veces.
El médico recogió su bolsa de plástico.
—Una simple mezcla de productos químicos para estimular las suprarrenales por un lado e inhibir las funciones cerebrales superiores por otro. En resumen —concluyó—, un cóctel de intensificación y reducción.
—Ah, siempre dice lo mismo —dijo Justin Rackley—. Pero es sin duda una delicia. Una completa delicia. ¿Vendrá el mes que viene para mi siguiente sueño y la recreación?
El médico dejó escapar un suspiro de cansancio.
—Sí —dijo, sin molestarse en disimular su repulsión—. Volveré el mes que viene.
—Gracias al cielo no tendré que vérmelas con este espantoso sueño de los oxidones hasta dentro de cinco meses —dijo Rackley—. ¡Uf! ¡Es tan nauseabundo! Prefiero los sueños más agradables sobre extracción y transporte de minerales de Marte y la Luna o los de aventuras en centros de alimentación. Son mucho más bonitos. Pero… —Torció los labios—. Añádales más chicas de esas tan bonitas.
Su cuerpo fuerte y cansado se retorció de placer—Oh, sí —murmuró, cerrando los ojos.
Suspiró y giró el cuerpo musculoso, despacio, exhausto, para quedarse de lado.


El médico caminó por las calles desiertas con la cara crispada por la misma frustración de siempre.
"¿Por qué? ¿Por qué?", no dejaba de repetirse. "¿Por qué debemos seguir manteniendo la vida en las ciudades? ¿Para qué? ¿Por qué no dejar que desaparezca el último vestigio de civilización, si es así como debe ser? ¿Por qué empeñarse en mantener vivos a estos hombres?"
Cientos, miles de Justin Rackley. Animales bien cuidados, criados y alimentados de forma artificial, masajeados para que tuvieran un organismo saludable y armonioso, atendidos por medios mecánicos para evitar que sus cuerpos se convirtieran en las gordas babosas blancas que ya eran mentalmente. De lo contrario morirían.
¿Y por qué no dejarlos morir? ¿Por qué visitarlos una vez al mes, llenarles las venas de drogas hipnóticas y sentarse a observar cómo, uno a uno, se introducían en sus mundos oníricos para escapar del aburrimiento? ¿Tendría que pasarse la vida sugestionando aquellos cerebros debilitados, haciéndolos volar entre planetas y lunas, metiendo todo tipo de amores y grandiosas aventuras en sus sueños de héroes falsos?
Desanimado y cansado, el doctor entró en otro edificio dormitorio. Más cuerpos de formas hermosas y robustas, pasivos en sus divanes. Más inyecciones de sueños.
Se las administró y observó los cuerpos levantarse y caminar tambaleantes hacia los armarios. Esta vez se vistieron de exploradores, con salacot, pantalones cortos y botas. Se quedó junto a la ventana, viéndolos subir a los automóviles y alejarse. Se acomodó en el asiento para esperar su vuelta. Conocía todos y cada uno de los movimientos que harían porque era él quien los construía en su cabeza.
Irían a los depósitos hidropónicos para combatir una invasión de comedores de energía. Más grandes que los oxidones, pura fuerza, amenazaban con absorber el alimento para las plantas de las bandejas de crecimiento, la carne viva y amorfa que crecía en las soluciones de nutrientes. Los comedores de energía serían vencidos, por supuesto. Siempre era igual.
Naturalmente, no eran más que sueños. Quimeras fantásticas conjuradas en las expectantes mentes dormidas mediante magia química y aburridos hechizos científicos.
¿Pero qué habrían dicho todos aquellos Justin Rackley, aquellos bellos y desesperados despojos apáticos, de haber sabido que estaban engañándolos? ¿Qué sucedería si descubrieran que los oxidones no eran más que encarnaciones ficticias del óxido y el desgaste convertidos en monstruos fantásticos, unos monstruos que apenas lograban despertar el casi atrofiado instinto de supervivencia de aquella especie prácticamente extinguida? Los comedores de energía eran escarabajos, esporas y caldos de cultivo agotados. Los barrenadores eran alimañas vaporosas que había que eliminar de los yacimientos de metales de la Luna y de Marte.
Y otras muchas, muchísimas amenazas para todo cuanto hace funcionar abastece y renueva una ciudad.
¿Qué dirían todos esos Justin Rackley si descubrieran que, durante sus pretendidos sueños, realizaban simples trabajos de mantenimiento? ¿Que sus pistolas de rayos no eran más que pulverizadores, engrasadores o martillos neumáticos; que sus rayos mortíferos no eran más que chorros de lubricante para máquinas oxidadas, de insecticida o de fertilizante?
¿Qué dirían al descubrir que los engañaban con afrodisíacos disfrazados de antídoto para lograr que se reprodujeran? ¿Que, puesto que no sentían un sano interés por la procreación, había que drogarlos para fomentar su debilitada estirpe, una estirpe cuya única función era el mantenimiento de las máquinas que les daban la vida?
Al cabo de un mes regresaría con Justin Rackley, con el capitán Justin Rackley. Un mes de descanso. Tan escasa era la energía de aquella gente que tardaría un mes en acumular la fuerza necesaria para soportar una nueva inyección de hipnóticos y poder lubricar una máquina, cuidar de una bandeja o crear una triste célula de vida.
Todo por las máquinas, por la ciudad, por el hombre…
El médico escupió en el suelo inmaculado de la sala de divanes neumáticos.
Las personas eran más máquinas que las propias máquinas. Una raza esclava, un residuo detestable, inútil, sin esperanza.
"¡Oh, cómo se lamentarían! Se desmayarían si les permitieran entrar en el enorme túnel subterráneo donde estaba antes la gigantesca cámara de la Gran Máquina, esa supuesta fuente de toda energía", pensó con triste placer, "y vieran por qué hubo que engañarlos para que trabajaran".
La Gran Máquina había sido diseñada para acabar con el trabajo humano; para ocuparse de las máquinas más pequeñas, de las fábricas de comida y de las minas. Hacía siglos, sin embargo, que un tipo listo del Consejo de Control había tenido la ocurrencia de destruir el cerebro mecánico de la Gran Máquina. Por tanto, los Justin Rackley debían ver, incrédulos, el óxido, la podredumbre y la gigantesca masa muerta y retorcida que había quedado…
Pero no lo veían en realidad: Se dedicaban a soñar con trabajos arriesgados y a trabajar mientras soñaban.
¿Hasta cuándo?


FIN