2024/04/29

El cohete (Ray Bradbury)


Título original: The rocket
Año: 1950


Fiorello Bodoni se despertaba de noche y oía los cohetes que pasaban suspirando por el cielo oscuro. Se levantaba y salía de puntillas al aire de la noche. Durante unos instantes no sentiría los olores a comida vieja de la casita junto al río. Durante un silencioso instante dejaría que su corazón subiera hacia el espacio, siguiendo a los cohetes.
Ahora, esta noche, de pie y semidesnudo en la oscuridad, observaba las fuentes de fuego que murmuraban en el aire. ¡Los cohetes en sus largos y veloces viajes a Marte, Saturno y Venus!
-Bueno, bueno, Bodoni.
Bodoni dio un salto.
En un cajón, junto a la orilla del silencioso río, estaba sentado un viejo que también observaba los cohetes en la medianoche tranquila.
-Oh, eres tú, Bramante.
-¿Sales todas las noches, Bodoni?
-Sólo a tomar aire.
-¿Sí? Yo prefiero mirar los cohetes -dijo el viejo Bramante-. Yo era aún un niño cuando empezaron a volar. Hace ochenta años. Y nunca he estado todavía en uno.
-Yo haré un viaje uno de estos días.
-No seas tonto -dijo Bramante-. No lo harás. Este mundo es para la gente rica.
El viejo sacudió su cabeza gris, recordando
-Cuando yo era joven alguien escribió unos carteles, con letras de fuego: "El mundo del futuro. Ciencia, confort y novedades para todos". ¡Ja! Ochenta años. El futuro ha llegado. ¿Volamos en cohetes? No. Vivimos en chozas como nuestros padres.
-Quizá mis hijos -dijo Bodoni.
-¡Ni siquiera los hijos de tus hijos! -gritó el hombre viejo-. ¡Sólo los ricos tienen sueños y cohetes!
Bodoni titubeó.
-Bramante, he ahorrado tres mil dólares. Tardé seis años en juntarlos. Para mi taller, para invertirlos en maquinaria. Pero desde hace un mes me despierto todas las noches. Oigo los cohetes. Pienso. Y esta noche, al fin, me he decidido. ¡Uno de nosotros irá a Marte!
Los ojos de Bodoni eran brillantes y oscuros.
-Idiota -exclamó Bramante-. ¿A quién elegirás? ¿Quién irá en el cohete? Si vas tú, tu mujer te odiará toda la vida. Habrás sido para ella, en el espacio, casi como un dios. Y cada vez que en el futuro le hables de tu asombroso viaje, ¿no se sentirá roída por la amargura?
-No, no.
-¡Sí! ¿Y tus hijos? ¿No se pasarán la vida pensando en el padre que voló hasta Marte mientras ellos se quedaban aquí? Qué obsesión insensata tendrán toda su vida. No pensarán sino en cohetes. Nunca dormirán. Enfermarán de deseo. Lo mismo que tú ahora. No podrán vivir sin ese viaje. No les despiertes ese sueño, Bodoni. Déjalos seguir así, contentos con su pobreza. Dirígeles los ojos hacia sus manos, y tu chatarra, no hacia las estrellas…
-Pero…
-Supón que vaya tu mujer. ¿Cómo te sentirás, sabiendo que ella ha visto y tú no? No podrás ni mirarla. Desearás tirarla al río. No, Bodoni, cómprate una nueva demoledora, bien la necesitas, y aparta esos sueños, hazlos pedazos.
El viejo calló, con los ojos clavados en el río. Las imágenes de los cohetes atravesaban el cielo, reflejadas en el agua.
-Buenas noches -dijo Bodoni.
-Que duermas bien -dijo el otro.

Cuando la tostada saltó de su caja de plata, Bodoni casi dio un grito. No había dormido en toda la noche. Entre sus nerviosos niños, junto a su voluminosa mujer, Bodoni había dado vueltas y vueltas mirando el vacío. Bramante tenía razón. Era mejor invertir el dinero. ¿Para qué guardarlo si sólo un miembro de la familia podría viajar en el cohete? Los otros se sentirían burlados.
-Fiorello, come tu tostada -dijo María, su mujer.
-Tengo la garganta reseca -dijo Bodoni.
Los niños entraron corriendo. Los tres muchachos se disputaban un cohete de juguete; las dos niñas traían unas muñecas que representaban a los habitantes de Marte, Venus y Neptuno: Maniquíes verdes con tres ojos amarillos y manos de seis dedos.
-¡Vi el cohete de Venus! -gritó Paolo.
-Remontó así, ¡chiii! -silbó Antonello.
-¡Niños! -gritó Fiorello Bodoni, tapándose los oídos.
Los niños lo miraron. Bodoni nunca gritaba.
-Escuchen todos -dijo el hombre, incorporándose-. He ahorrado algún dinero. Uno de nosotros puede ir a Marte.
Los niños se pusieron a gritar.
-¿Me entienden? -preguntó Bodoni-. Sólo uno de nosotros. ¿Quién?
-¡Yo, yo, yo! -gritaron los niños.
-Tú -dijo María.
-Tú -dijo Bodoni.
Todos callaron. Los niños pensaron un poco.
-Que vaya Lorenzo… es el mayor.
-Que vaya Mirianne… es una chica.
-Piensa en todo lo que vas a ver -le dijo María a Bodoni, con una voz ronca. Tenía una mirada rara-. Los meteoros, como peces. El universo. La Luna. Debe ir alguien que luego pueda contarnos todo eso. Tú hablas muy bien.
-Tonterías. No mejor que tú -objetó Bodoni.
Todos temblaban.
-Bueno -dijo Bodoni tristemente, y arrancó de una escoba varias pajitas de distinta longitud-. La más corta gana -Abrió su puño-. Elijan.
Solemnemente todos fueron sacando su pajita.
-Larga.
-Larga.
Otro.
-Larga.
Los niños habían terminado. La habitación estaba en silencio.
Quedaban dos pajitas. Bodoni sintió que le dolía el corazón.
-Vamos -murmuró-. María.
María tiró de la pajita.
-Corta -dijo.
-Ah -suspiró Lorenzo, mitad contento, mitad triste-. Mamá va a Marte.
Bodoni trató de sonreír.
-Te felicito. Mañana compraré tu pasaje.
-Espera, Fiorello…
-Puedes salir la semana próxima… -murmuró Bodoni.
María miró los ojos tristes de los niños, y las sonrisas bajo las largas y rectas narices. Lentamente le devolvió la pajita a su marido.
-No puedo ir a Marte.
-¿Por qué no?
-Pronto llegará otro bebé.
-¿Cómo?
María no miraba a Bodoni.
-No me conviene viajar en este estado.
Bodoni la tomó por el codo.
-¿Es cierto eso?
-Elijan otra vez.
-¿Por qué no me lo dijiste antes? -dijo Bodoni incrédulo.
-No me acordé.
-María, María -murmuró Bodoni acariciándole la cara. Se volvió hacia los niños-. Empecemos de nuevo.
Paolo sacó en seguida la pajita corta.
-¡Voy a Marte! -gritó dando saltos-. ¡Gracias, papá!
Los chicos dieron un paso atrás.
-Magnífico, Paolo.
Paolo dejó de sonreír y examinó a sus padres, hermanos y hermanas.
-Puedo ir, ¿no es cierto? -preguntó con un tono inseguro.
-Sí.
-¿Y me querrán cuando regrese?
-Naturalmente.
Paolo alzó una mano temblorosa. Estudió la preciosa pajita y la dejó caer, sacudiendo la cabeza.
-Me había olvidado. Empiezan las clases. No puedo ir. Elijan otra vez.
Pero nadie quería elegir. Una gran tristeza pesaba sobre ellos.
-Nadie irá -dijo Lorenzo.
-Será lo mejor -dijo María.
-Bramante tenía razón -dijo Bodoni

Fiorello Bodoni se puso a trabajar en el depósito de chatarra, cortando el metal, fundiéndolo, vaciándolo en lingotes útiles. Aún tenía el desayuno en el estómago, como una piedra. Las herramientas se le rompían. La competencia lo estaba arrastrando a la desgraciada orilla de la pobreza desde hacía veinte años. Aquélla era una mañana muy mala.


En la tarde un hombre entró en el depósito y llamó a Bodoni, que estaba inclinado sobre sus destrozadas maquinarias.
-Eh, Bodoni, tengo metal para ti.
-¿De qué se trata, señor Mathews? -preguntó Bodoni distraídamente.
-Un cohete. ¿Qué te pasa? ¿No lo quieres?
-¡Sí, sí!
Bodoni tomó el brazo del hombre, y se detuvo, confuso.
-Claro que es sólo un modelo -dijo Mathews-. Ya sabes. Cuando proyectan un cohete construyen primero un modelo de aluminio. Puedes ganar algo fundiéndolo. Te lo dejaré por dos mil…
Bodoni dejó caer la mano.
-No tengo dinero.
-Le siento. Pensé que te ayudaba. La última vez me dijiste que todos los otros se llevaban la chatarra mejor. Creí favorecerte. Bueno…
-Necesito un nuevo equipo. Para eso ahorré.
-Comprendo.
-Si compro el cohete, no podré fundirlo. Mi horno de aluminio se rompió la semana pasada.
-Sí, ya sé.
Bodoni parpadeó y cerró los ojos. Luego los abrió y miró al señor Mathews.
-Pero soy un tonto. Sacaré el dinero del banco y compraré el cohete.
-Pero si no puedes fundirlo ahora…
-Lo compro.
-Bueno, si tú lo dices… ¿Esta noche?
-Esta noche estaría muy bien -dijo Bodoni-. Sí, me gustaría tener el cohete esta noche.

Era una noche de luna. El cohete se alzaba blanco y enorme en medio del depósito, y reflejaba la blancura de la luna y la luz de las estrellas. Bodoni lo miraba con amor. Sentía deseos de acariciarlo y abrazarlo, y apretar la cara contra el metal contándole sus anhelos.
Miró fijamente el cohete.
-Eres todo mío -dijo-. Aunque nunca te muevas ni escupas llamaradas, y te quedes ahí cincuenta años, enmoheciéndote, eres mío.
El cohete olía a tiempo y distancia. Caminar por dentro del cohete era caminar por el interior de un reloj. Estaba construido con una precisión suiza. Uno tenía ganas de guardárselo en el bolsillo del chaleco.
-Hasta podría dormir aquí esta noche -murmuró Bodoni, excitado.
Se sentó en el asiento del piloto.
Movió una palanca.
Bodoni zumbó con los labios apretados, cerrando los ojos.
El zumbido se hizo más intenso, más intenso, más alto, más salvaje, más extraño, más excitante, estremeciendo a Bodoni de pies a cabeza, inclinándolo hacia adelante, y empujándolo junto con el cohete a través de un rugiente silencio, en una especie de grito metálico, mientras las manos le volaban entre los controles, y los ojos cerrados le latían, y el sonido crecía y crecía hasta ser un fuego, un impulso, una fuerza que trataba de dividirlo en dos. Bodoni jadeaba. Zumbaba y zumbaba, sin detenerse, porque no podía detenerse; sólo podía seguir y seguir, con los ojos cerrados, con el corazón furioso.
-¡Despegamos! -gritó Bodoni. ¡La enorme sacudida! ¡El trueno!-. ¡La Luna! -exclamó con los ojos cerrados, muy cerrados-. ¡Los meteoros! -La silenciosa precipitación en una luz volcánica-. Marte. ¡Oh, Dios! ¡Marte! ¡Marte!
Bodoni se reclinó en el asiento, jadeante y exhausto. Las manos temblorosas abandonaron los controles y la cabeza le cayó hacia atrás, con violencia. Durante mucho tiempo Bodoni se quedó así, sin moverse, respirando con dificultad.
Lenta, muy lentamente, abrió los ojos.
El depósito de chatarra estaba todavía allí.
Bodoni no se movió. Durante un minuto clavó los ojos en las pilas de metal. Luego, incorporándose, pateó las palancas.
-¡Despega, maldito!
La nave guardó silencio.
-¡Ya te enseñaré! -gritó Bodoni.
Afuera, en el aire de la noche, tambaleándose, Bodoni puso en marcha el potente motor de su terrible máquina demoledora y avanzó hacia el cohete. Los pesados martillos se alzaron hacia el cielo iluminado por la luna. Las manos temblorosas de Bodoni se prepararon para romper, destruir ese sueño insolentemente falso, esa cosa estúpida que le había llevado todo su dinero, que no se movería, que no quería obedecerle.
-¡Ya te enseñaré! -gritó.
Pero sus manos no se movieron.
El cohete de plata se alzaba a la luz de la luna. Y más allá del cohete, a un centenar de metros, las luces amarillas de la casa brillaban afectuosamente. Bodoni escuchó la radio familiar, donde sonaba una música distante. Durante media hora examinó el cohete y las luces de la casa, y los ojos se le achicaron y se le abrieron. Al fin bajó de la máquina y echó a caminar, riéndose, hacía la casa, y cuando llegó a la puerta trasera tomó aliento y gritó:
-¡María, María, prepara las valijas! ¡Nos vamos a Marte!

-¡Oh!
-¡Ah!
-¡No puedo creerlo!
Los niños se apoyaban ya en un pie ya en otro. Estaban en el patio atravesado por el viento, bajo el cohete brillante, sin atreverse a tocarlo. Se echaron a llorar.
María miró a su marido.
-¿Qué has hecho? -le dijo-. ¿Has gastado en esto nuestro dinero? No volará nunca.
-Volará -dijo Bodoni, mirando el cohete.
-Estas naves cuestan millones. ¿Tienes tú millones?
-Volará -repitió Bodoni firmemente-. Vamos, ahora vuelvan a casa, todos. Tengo que llamar por teléfono, hacer algunos trabajos. ¡Salimos mañana! No se lo digan a nadie, ¿eh? Es un secreto.
Los chicos, aturdidos, se alejaron del cohete. Bodoni vio los rostros menudos y febriles en las ventanas de la casa.
María no se había movido.
-Nos has arruinado -dijo-. Nuestro dinero gastado en… en esta cosa. Cuando necesitabas tanto esa maquinaria.
-Ya verás -dijo Bodoni.
María se alejó en silencio.
-Que Dios me ayude -murmuró su marido, y se puso a trabajar.
Hacia la medianoche llegaron unos camiones, dejaron su carga, y Bodoni, sonriendo, agotó su dinero. Asaltó la nave con sopletes y trozos de metal; añadió, sacó, y volcó sobre el casco artificios de fuego y secretos insultos. En el interior del cohete, en el vacío cuarto de las máquinas, metió nueve viejos motores de automóvil. Luego cerró herméticamente el cuarto, para que nadie viese su trabajo.
Al alba entró en la cocina.
-María -dijo-, ya puedo desayunar.
La mujer no le respondió.
A la caída de la tarde Bodoni llamó a los niños.
-¡Estamos listos! ¡Vamos!
La casa estaba en silencio.
-Los he encerrado en el desván -dijo María.
-¿Qué quieres decir? -le preguntó Bodoni.
-Te matarás en ese cohete -dijo la mujer-. ¿Qué clase de cohete puedes comprar con dos mil dólares? ¡Uno que no sirve!
-Escúchame, María.
-Estallará en pedazos. Además, no eres piloto.
-No importa, sé manejar este cohete. Lo he preparado muy bien.
-Te has vuelto loco -dijo María.
-¿Dónde está la llave del desván?
-La tengo aquí.
Bodoni extendió la mano.
-Dámela.
María se la dio.
-Los matarás.
-No, no.
-Sí, los matarás. Lo sé.
-¿No vienes conmigo?
-Me quedaré aquí.
-Ya entenderás, vas a ver -dijo Bodoni, y se alejó sonriendo. Abrió la puerta del desván-. Vamos, chicos. Sigan a su padre.
-¡Adiós, adiós, mamá!
María se quedó mirándolos desde la ventana de la cocina, erguida y silenciosa. Ante la puerta del cohete, Bodoni dijo:
-Niños, vamos a faltar una semana. Ustedes tienen que volver al colegio, y yo a mi trabajo -tomó las manos de todos los chicos, una a una-. Escuchen. Este cohete es muy viejo y no volverá a volar. Ustedes no podrán repetir el viaje. Abran bien los ojos.
-Sí, papá.
-Escuchen con atención. Huelan los olores del cohete. Sientan. Recuerden. Así, al volver, podrán hablar de esto durante todas sus vidas.
-Sí, papá.


La nave estaba en silencio, como un reloj parado. La cámara de aire se cerró susurrando detrás de Bodoni y sus hijos. Bodoni los envolvió a todos, como a menudas momias, en las hamacas de caucho.
-¿Listos? -les preguntó.
-¡Listos! -respondieron los niños.
-¡Allá vamos!
Bodoni movió diez llaves. El cohete tronó y dio un salto. Los niños chillaron y bailaron en sus hamacas.
-¡Ahí viene la Luna!
La Luna pasó como un sueño. Los meteoros se deshicieron como fuegos de artificio. El tiempo se deslizó como una serpentina de gas. Los niños gritaban. Horas más tarde, liberados de sus hamacas, espiaron por las ventanillas.
-¡Allí está la Tierra! ¡Allá está Marte!
El cohete lanzaba rosados pétalos de fuego. Las agujas horarias daban vueltas. A los niños se les cerraban los ojos. Al fin se durmieron, como mariposas borrachas en los capullos de sus hamacas de goma.
-Bueno -murmuró Bodoni, solo.
Salió de puntillas del cuarto de comando, y se detuvo largo rato, lleno de temor, ante la puerta de la cámara de aire.
Apretó un botón. La puerta se abrió de par en par. Bodoni dio un paso hacia adelante. ¿Hacia el vacío? ¿Hacia los mares de tinta donde flotaban los meteoros y los gases ardientes? ¿Hacia los años y kilómetros veloces, y las dimensiones infinitas?
No. Bodoni sonrió.
Alrededor del tembloroso cohete se extendía el depósito de chatarra.
Oxidada, idéntica, allí estaba la puerta del patio con su cadena y su candado. Allí estaban la casita junto al agua, la iluminada ventana de la cocina, y el río que fluía hacia el mismo mar. Y en el centro del patio, elaborando un mágico sueño se alzaba el ronroneante y tembloroso cohete. Se sacudía, rugía, agitando a los niños, prisioneros en sus nidos como moscas en una tela de araña.
María lo miraba desde la ventana de la cocina.
Bodoni la saludó con un ademán, y sonrió.
No pudo ver si ella lo saludaba. Un leve saludo, quizá. Una débil sonrisa.
Salía el sol.
Bodoni entró rápidamente en el cohete. Silencio. Todos dormidos. Bodoni respiró aliviado. Se ató a una hamaca y cerró los ojos. Rezó en silencio. "Oh, no permitas que nada destruya esta ilusión durante los próximos seis días. Haz que el espacio vaya y venga, y que el rojo Marte se alce sobre el cohete, y también las lunas de Marte, e impide que fallen las películas de colores. Haz que aparezcan las tres dimensiones, haz que nada se estropee en las pantallas y los espejos ocultos que fabrican el sueño. Haz que el tiempo pase sin un error".
Bodoni despertó.
El rojo Marte flotaba cerca del cohete.
-¡Papá!
Los niños trataban de salir de las hamacas.
Bodoni miró y vio el rojo Marte. Estaba bien, no había ninguna falla. Bodoni se sintió feliz.
En el crepúsculo del séptimo día el cohete dejó de temblar.
-Estamos en casa -dijo Bodoni.
Salieron del cohete y cruzaron el patio. La sangre les cantaba en las venas. Les brillaban las caras.
-He preparado jamón y huevos para todos -dijo María desde la puerta de la cocina.
-¡Mamá, mamá, tendrías que haber venido, a ver, a ver Marte, y los meteoros, y todo!
-Sí -dijo María.
A la hora de acostarse, los niños se reunieron alrededor de Bodoni.
-Queremos darte las gracias, papá.
-No es nada.
-Siempre lo recordaremos, papá. No lo olvidaremos nunca.
Muy tarde, en medio de la noche, Bodoni abrió los ojos. Sintió que su mujer, sentada a su lado, lo estaba mirando. Durante un largo rato María no se movió, y al fin, de pronto, lo besó en las mejillas y en la frente.
-¿Qué es esto? -gritó Bodoni.
-Eres el mejor padre del mundo -murmuró María.
-¿Por qué?
-Ahora veo -dijo la mujer-. Ahora comprendo. -Acostada de espaldas, con los ojos cerrados, tomó la mano de Bodoni-. ¿Fue un viaje muy hermoso?
-Sí.
-Quizás -dijo María-, quizás alguna noche puedas llevarme a hacer un viaje, un viaje corto, ¿no es cierto?
-Un viaje corto, quizá.
-Gracias -dijo María-. Buenas noches.
-Buenas noches -dijo Fiorello Bodoni.


FIN

2024/04/22

La niña extraviada (Richard Matheson)


Título original: Little girl lost
Año: 1953



El llanto de Tina me despertó en un segundo. La noche era negra como la tinta. Oí que Ruth se movía en la cama, a mi lado. Tina, en la sala, tomó aliento y volvió a empezar, esta vez con más bríos.
—¡Oh Dios! —murmuré, soñoliento.
Con un gruñido, Ruth hizo ademán de apartar las cobijas.
—Voy yo —dije, cansado.
Ella volvió a hundir la cabeza en la almohada. Cuando Tina llora por las noches, ya sea por un dolor de estómago o porque se cae de la cama, Ruth y yo nos turnamos para atenderla.
Levanté las piernas y las dejé caer por encima de las frazadas. Después me arrastré hasta el borde de la cama y bajé los pies al suelo; al tocarlo hice una mueca. La casa estaba helada; siempre era así en las noches de invierno, a pesar de estar en California.
Arrastré los pies por el suelo helado, esquivando la cómoda, el escritorio, la biblioteca del vestíbulo y la esquina del televisor. Tina duerme en la sala, porque sólo pudimos conseguir un apartamento de dos ambientes. Tenemos un sofá que se convierte en cama. En ese momento lloraba a todo pulmón, llamando a su mamá.
—Bueno, bueno, Tina. Papá se encargará de todo. Seguía llorando. En el balcón, Mack —nuestro perro collie— saltó de su cama, armada en una silla de campamento.
En medio de la oscuridad me incliné sobre el sofá, pero las cobijas estaban planas. Retrocedí para mirar al suelo; no estaba por allí.
—¡Oh, Dios mío! —musité, riendo entre dientes a pesar de la irritación—. La pobrecita está bajo el sofá…
Me arrodillé para mirar allí, riendo aún al pensar que Tina se había arrastrado bajo el sofá al caer de la cama. Tratando de no soltar la carcajada, la llamé:
—Tina, ¿dónde estás?
El llanto se hizo más potente, pero no la veía. Estaba demasiado oscuro.
—Oye, ¿dónde estás, tesoro? Ven con papá.
Palpé el suelo, como uno hace cuando pierde un botón de la camisa bajo el escritorio; la criatura seguía llorando y clamaba: "Mamita, mamita".
Ese fue el primer impacto de sorpresa. Por mucho que alargué la mano, no la alcancé.
—Vamos, Tina —dije, nada divertido ya—, deja de jugar conmigo.
Lloro con más bríos. Toqué la pared helada y retiré la mano bruscamente.
—¡Papá! —lloraba Tina.
—Oh, por todos los…
Me levanté a duras penas y crucé la sala para encender la lámpara de junto al tocadiscos. Al volver hacia el sofá me detuve en seco, como un idiota medio dormido; un escalofrío me recorrió la espalda.
Alcancé el sofá de un salto y me arrodillé para mirar por debajo, ya frenético, con la garganta más y más oprimida. La oía llorar bajo la cama, pero no podía encontrarla.
Al captar la verdad, los músculos del estómago se me hicieron un nudo. Deslicé la mano una y otra vez bajo la cama, pero no encontré nada. La oía llorar, pero… ¡por Dios, no estaba allí!
—¡Ruth! —grité—. ¡Ruth, ven!
Oí que Ruth aspiraba con fuerza en el dormitorio. Después, un susurro de sábanas y el rumor de sus pies cruzando velozmente el cuarto. Por el rabillo del ojo distinguí el movimiento azul pálido de su camisón.
—¿Qué pasa? —jadeó.
Me levanté; apenas podía respirar, mucho menos explicarme. Traté de decir algo, pero las palabras se me atravesaron en la garganta. Con la boca abierta, señalé el sofá con un dedo tembloroso.
—¿Dónde está? —gritó Ruth.
—No lo sé —logré decir al fin—. Se…
—¡Qué!
Cayó de rodillas junto al sofá para mirar por debajo.
—¡Tina! —llamó.
—Mamá.
Ruth retrocedió, empalideciendo. Me miró, horrorizada. De pronto me llegó el ruido que hacía Mack en la puerta.
—¿Dónde está? —volvió a preguntar Ruth, con voz hueca.
—No lo sé —repetí, aturdido—. Encendí la luz, pero…
—Pero… está llorando —exclamó Ruth, como si no pudiera creer tampoco en lo que veía… en lo que no veía—. Yo… Cris, escúchala…
Era el llanto, los sollozos asustados de nuestra hija.
—¡Tina! —grité a toda voz, aunque no servía de nada—. ¿Dónde estás, ángel? No hizo más que seguir llorando.
—¡Mamá! —rogó—. ¡Mamita, levántame!
—No, no, esto es cosa de locos… —dijo Ruth, tensa la voz, mientras se levantaba—. ¡Está en la cocina!
—Pero…
Guardé silencio mientras Ruth encendía la luz de la cocina y entraba a ver. El tono desesperado con que habló me hizo estremecer:
—Cris… ¡No esta aquí!
Volvió a la carrera, con los ojos dilatados por el terror, mordiéndose los labios.
—Pero… ¿dónde…?
Se interrumpió, porque los dos oíamos claramente el llanto de Tina debajo del sofá. Y debajo del sofá… no había nada.
De cualquier modo, Ruth se negó a aceptar esa absurda realidad. Miró dentro del armario del vestíbulo, detrás del televisor y hasta en los cinco centímetros que quedaban libres tras el tocadiscos.
—Querido, ayúdame —rogó—. No podemos dejarla así.
—Está debajo del sofá, querida —dije, sin moverme.
—Pero… ¡no está!
Una vez más, en medio de aquel sueño absurdo e imposible, me arrodillé en el suelo frío para palpar bajo el canapé. Me metí en ese espacio y revisé cada centímetro. Pero no pude tocarla, aunque su llanto me sonaba directamente en el oído.
Me levanté, estremecido por el frío y por algo más. Ruth estaba de pie en medio de la alfombra, mirándome.
—Cris —dijo, en voz baja, casi inaudible—. Cris, ¿qué está pasando?
—No lo sé, querida —dije, meneando la cabeza—. No lo entiendo.
Mack comenzó a gemir en el balcón, sin dejar de rascar la puerta. Ruth echó una mirada hacia allí, con el rostro blanco y aterrorizado. Al volver los ojos hacia el sofá, temblaba bajo el camisón de seda. Por mi parte, me sentía incapaz de nada: Mi cerebro tomaba diez direcciones distintas, pero ninguna de ellas llevaba a la solución, ni siquiera a un pensamiento concreto.


—¿Qué vamos a hacer? —preguntó ella, conteniendo un grito.
—No sé, tesoro, pero…
Me interrumpí; ambos avanzamos hacia el sofá. El llanto de Tina se había tornado más débil.
—¡Oh, no! —gimió Ruth—. ¡No! Tina…
—Mamá —dijo Tina, desde lejos.
Se me erizó la piel. Como quien regaña a una criatura desobediente que está fuera de la vista, grité:
—¡Tina, ven aquí!
—¡TINA! —gritó Ruth.
El departamento quedó en silencio. Ruth y yo nos echamos de rodillas junto al sofá, para contemplar ese espacio vacío. Escuchamos.
Nuestra hija roncaba pacíficamente.

—Bill, ¿puedes venir ahora mismo? —dije por teléfono, desesperado.
—¿Qué? —preguntó Bill, con voz espesa y torpe.
—Bill, te habla Cris. ¡Tina ha desaparecido! 
Él pareció despertarse del todo.
—¿La han secuestrado? —preguntó.
—No, está aquí, pero… no está aquí —le oí emitir un gruñido confuso, y tomé aliento—. ¡Bill, por el amor de Dios, ven!
Hubo una pausa. Después respondió:
—En seguida voy.
Por la forma en que lo dijo, comprendí que no entendí por qué debía venir. Dejé caer el receptor y me volví hacia Ruth, que estaba sentada en el diván, temblando y retorciéndose las manos sobre el regazo.
—Ponte la bata, querida —le dije—. Vas a coger frío.
—Cris, yo… —empezó, con las mejillas surcadas de lágrimas—. Cris, ¿dónde está?
—Oh, querida…
Fue cuanto pude decir, débil y desesperadamente. Fui al dormitorio y le traje la bata. Por el camino me detuve ante la calefacción, retorciéndome.
—Toma —le dije, echándole la bata sobre los hombros—. Póntela.
Pasó los brazos por las mangas, mientras me rogaba con la mirada que hiciera algo. Sabía perfectamente que nada podía yo hacer, pero me estaba implorando que trajera de vuelta a su criatura.
Volví a arrodillarme, sólo por hacer algo, sabiendo que no serviría de nada. Así permanecí largo rato, con la mirada perdida en el suelo, bajo el sofá, en total oscuridad.
—Cris, está dur… durmiendo en el suelo —dijo Ruth, tartamudeando, pálidos los labios—. ¿No… cogerá frío?
—Yo…
No pude seguir hablando. ¿Qué iba a decirle? ¿Que no estaba en el suelo? ¿Cómo saberlo? Oía la respiración de Tina, sus suaves ronquidos en ese rincón…, pero no estaba allí, no podía tocarla. No se había ido, pero no estaba allí. La mente me daba mil vueltas tratando de entender aquello. Si alguien intenta adaptarse a una situación como ésa, descubrirá que se llega al borde del colapso.
—Querida, no… no está aquí —dije—. Quiero decir, no está en el suelo.
—Pero…
—Ya sé, ya sé —la interrumpí, alzando las manos y encogiéndome de hombros en total derrota—. No creo que tenga frío, querida.
Lo dije en el tono más suave y persuasivo que pude encontrar. Ella iba a responderme, pero no lo hizo. No había nada que decir. Aquello estaba más allá de todas las palabras.
Nos quedamos en silencio, a la espera de que Bill llegara. Lo había llamado porque es ingeniero, recibido en la Tecnológica de California, y uno de los cerebros de la Lockheed, allá en el valle. No sé por qué se me ocurrió que podría ayudarnos. Habría llamado a cualquiera, con tal de tener a alguien que nos ayudara. Los padres somos completamente inútiles cuando estamos asustados por nuestros hijos.
En cierto momento, antes de que Bill llegara, Ruth se arrodilló junto al sofá y volvió a palpar el suelo. Invadida por un nuevo terror, exclamó:
—¡Tina, despierta! ¡Despierta!
—Querida, ¿qué vas a conseguir con eso? —le pregunté. Me miró, aturdida, comprendiendo que no serviría de nada.
Percibí los pasos de Bill, y llegué a la puerta antes que él. Entró serenamente, miró a su alrededor y saludó a Ruth con una leve sonrisa. Cuando se quitó el abrigo vi que aún tenía puesto el pijama.
—¿Qué pasa? —preguntó en seguida.
Se lo dije en pocas palabras, con toda la claridad que pude. Él se arrodilló para verificarlo; mientras palpaba los alrededores del sofá, vi que su frente se arrugaba profundamente: Acababa de oír la calma respiración de Tina. Al fin se enderezó.
—¿Y bien? —le pregunté.
—Mi Dios… —murmuró, meneando la cabeza.
Ambos lo miramos fijamente. Mack seguía gimiendo y rascando la puerta.
—¿Dónde está? —volvió a preguntar Ruth.
—Tranquilízate —dijo él.
Yo me acerqué para abrazarla. Estaba temblando.


—Por la respiración, puedes ver que está bien.
—Pero ¿dónde está? —pregunté—. No se la ve, y ni siquiera se la puede tocar.
—No sé —dijo Bill, otra vez arrodillado junto a la cama.
—Cris —dijo Ruth, preocupada—, será mejor que hagas entrar a Mack; va a despertar a todos los vecinos.
—Bueno, ya voy —dije, pero seguí observando a Bill—. ¿Y si llamáramos a la policía? —pregunté—. ¿Crees que…?
—No, no, no serviría de nada —dijo Bill—. Esto… —meneó la cabeza, como si estuviera descartando todo lo que hasta entonces había dado por seguro, y completó—: Esto no es asunto para la policía.
—Cris, ese perro va a despertar a todos los…
Me volví hacia la puerta del balcón para dejar entrar a Mack, pero Bill me detuvo:
—Espera un momento —dijo.
Me volví, con el corazón otra vez agitado. Bill estaba medio escondido bajo el sofá, escuchando atentamente.
—Bill, ¿qué pa…?
—¡Shhhh!
Ambos guardamos silencio. Bill permaneció un momento más en esa posición.
Después se irguió. Estaba pasmado.
—No la oigo —dijo.
—¡Oh, no!
Ruth cayó junto al sofá.
—¡Tina! Oh, Dios mío, ¿dónde está?
Bill se levantó y recorrió el cuarto a paso rápido, mientras Ruth seguía encorvada junto al sofá, con el rostro descompuesto por el miedo.
—Escuchen —dijo Bill—, ¿oyen algo?
—¿Oír algo? —preguntó Ruth, levantando la vista.
—Caminen, caminen —dijo Bill—. Traten de oír.
Ruth y yo recorrimos el cuarto como dos robots, sin tener idea de lo que hacíamos. Todo estaba en silencio, con excepción del gemir incesante de Mack, que seguía rascando la puerta. Al pasar junto al balcón, apreté los dientes y murmuré secamente: "Cállate". Por un momento, se me ocurrió la vaga idea de que Mack sabía lo que ocurría con Tina. La adoraba.
De pronto, Bill se detuvo en el rincón del armario, escuchando. Notó que lo observábamos, y nos indicó por señas que nos acercáramos. Ambos cruzamos de prisa la alfombra para detenernos a su lado.
—Escuchen —susurró.
Lo hicimos. Al principio no logramos oír nada. En seguida, Ruth ahogó una exclamación. Los tres contuvimos el aliento.
En el rincón superior, allí donde las paredes se encontraban con el cielorraso, se oía nuevamente la respiración de Tina.
Ruth clavó la vista en ese punto, pálida, completamente extraviada.
—Bill, qué diablos…
Ni siquiera terminé la frase. Bill se limitó a menear lentamente la cabeza. De pronto levantó la mano, y nos quedamos petrificados ante el nuevo sobresalto.
El ruido había desaparecido.
—Tina… —sollozó Ruth, desolada, avanzando en otra dirección—. Tenemos que encontrarla. Por favor…
Corrimos por el cuarto al azar, tratando de oír a Tina. El rostro de Ruth, surcado por las lágrimas, era la imagen viva del terror.
En esa oportunidad fui yo quien la encontró: Estaba bajo el televisor. Todos nos arrodillamos a escuchar. Tina murmuró algo, como para sí misma, y pareció moverse en sueños.
—Quiero mi muñequita —murmuró.
—¡Tina! —gritó Ruth.
La tomé entre mis brazos y traté de calmarla. Fue inútil. Yo mismo no podía evitar que la garganta se me anudara, ni que el corazón golpeara lentamente, con mucha fuerza, dentro de mi pecho. Apoyé las manos húmedas y temblorosas en la espalda de mi mujer.
—Por el amor de Dios —dijo, dirigiéndose al aire—, ¿qué es lo que pasa?
Con ayuda de Bill la senté en una silla, junto al tocadiscos. Él se detuvo sobre la alfombra, mordiéndose furiosamente los nudillos, como solía hacer cuando se hallaba ante un problema.
Levantó la vista como para decir algo, pero anunció:
—Voy a hacer entrar al perro —y se dirigió hacia la puerta—. Está armando un escándalo terrible.
—¿Tienes alguna idea de lo que ha pasado con Tina? —pregunté.
—¿Bill…? —rogó Ruth.
—Creo que está en otra dimensión —dijo Bill, abriendo la puerta.
Aquello ocurrió tan de repente, que nada pudimos hacer por impedirlo. Mack entró de un salto, gimiendo, y se lanzó directamente hacia el sofá.
—¡El perro sabe! —gritó Bill, y se lanzó tras de Mack.
Aquí viene lo incomprensible: Mack se deslizó bajo el sofá, en un remolino de orejas, patas y cola. Un segundo después había desaparecido; nada más. Los tres dimos un gran salto.
—¡Sí, sí! —dijo Bill.
—¿Sí qué? —exclamé yo, sin saber, en verdad, dónde estaba parado.
—¡La niña está en otra dimensión!
—¿De qué estás hablando? —pregunté, entre preocupado y furioso por esas extrañas palabras.
—Siéntate —dijo.
—¿Qué me siente? ¿No se puede hacer nada más?
Bill miró a Ruth. Ella pareció adivinar lo que iba a decir.
—No sé dónde está —dijo mi amigo. 


Me dejé caer en el sofá.
—Oh, Bill…
—Muchacho —respondió él, con un gesto de impotencia—, esto me coge tan de sorpresa como a ti. Ni siquiera sé si estoy o no en lo cierto, pero no se me ocurre otra cosa. Creo que Tina, de algún modo, ha entrado en otra dimensión, probablemente la cuarta. Mack, al presentirlo, ha logrado seguirla. ¿Pero cómo llegaron allí? Eso es lo que no sé. Me metí bajo el sofá, y tú también. ¿Viste algo?
No hice más que mirarlo; él conocía la respuesta.
—¿Otra… dimensión? —preguntó Ruth, con voz tensa; la voz de una madre a quien se le dice que su hijo se ha perdido para siempre.
Bill echó a andar por el cuarto, golpeando un puño contra la palma de la otra mano.
—Maldición, maldición —murmuraba—. ¿Cómo pudo pasar algo así?
Ruth y yo lo escuchábamos a medias, aturdidos, sin dejar de prestar atención a la respiración de nuestra hija. No hablaba con nosotros, en realidad, sino para sí mismo, en un intento por situar el problema en una perspectiva adecuada.
—El espacio unidimensional es una línea —dijo rápidamente—. El bidimensional, un infinito número de líneas. El tridimensional, un infinito número de planos, o un número infinito de espacios bidimensionales. Ahora, el factor básico… el factor básico…
Dio otra palmada, levantando la vista al cielorraso. Por último volvió a empezar, con más lentitud.
—Cada punto de cada dimensión es una sección de una línea de la dimensión siguiente. Todos son puntos de las secciones lineales de las líneas perpendiculares que hacen de la línea un plano. Todos los puntos de un plano son secciones de líneas perpendiculares que hacen del plano un cuerpo. Eso significa que en la tercera dimensión…
—¡Bill, por el amor de Dios! —estalló Ruth—. ¿No podemos hacer algo? Mi niña está… allí.
Bill perdió el hilo de su pensamiento y meneó la cabeza.
—Ruth, no sé…
Me levanté y volví a echarme al suelo, bajo el sofá. ¡Tenía que encontrarla!
Tanteé, busqué, presté atención, hasta que el silencio fue como una campana. Nada.
De pronto, Mack ladró a todo pulmón en mi oído. Salté hacia atrás y me golpeé la cabeza. Bill corrió a deslizarse a mi lado, con la respiración agitada.
—Bendito sea Dios —murmuró, casi furioso—. De todos los sitios del mundo, justo aquí…
—Si la… entrada está aquí —musité—, ¿por qué escuchamos la voz y la respiración por todo el cuarto?
—Bueno, si ella se mueve más allá del efecto de la tercera dimensión, en la cuarta, su movimiento, para nosotros, parecerá esparcirse por todo el espacio. En realidad, ella está en un solo punto de la cuarta dimensión, pero a nuestro modo de ver…
Se interrumpió. Mack gemía. Pero, lo que resultaba más importante, Tina había vuelto a llorar. Exactamente en nuestros oídos.
—¡La trajo de vuelta! —exclamó Bill, excitado—. ¡Dios mío, qué perro! —y agregó, mientras se volvía en todas direcciones, buscando, palpando el aire—:Tenemos que encontrar la entrada… ¡Hay que entrar y sacarlos de allí! Sabe Dios cuánto puede durar este hoyo dimensional.
—¿Qué? —exclamó Ruth, y en seguida volvió a llorar—: Tina, Tina, ¿dónde estás? Aquí está mamá…
Iba a decirle, una vez más, que no serviría de nada, pero en ese momento Tina contestó:
—¡Mamá, mamá! ¿Dónde estás?
Nos llegó el gruñido de Mack; Tina gritó, enojada.
—Trata de correr para encontrar a Ruth —dijo Bill—, pero Mack no la deja. No sé cómo lo supo, pero el perro ha localizado la unión.
—¿Dónde están, por el amor de Dios? —dije, en un arrebato nervioso.
Y al retroceder, caí precisamente en ese maldito hoyo. Hasta el día de mi muerte seré incapaz de describir cómo era. Pero aquí va.
Era negro, al menos para mí. Sin embargo, parecía haber allí millones de luces. No obstante, en cuanto trataba de mirar directamente hacia una de ellas, desaparecía. Sólo las veía por el rabillo del ojo.
—¡Tina! —grité—. ¿Dónde estás? ¡Contéstame, por favor!
Mi voz se multiplicó en un millón de ecos. Las palabras se repitieron interminablemente, sin cesar, alejándose, como si tuvieran vida propia. Cuando moví la mano, el movimiento provocó un sonido sibilante, que se alejó repetido, como una bandada de insectos volando en medio de la noche.
—¡Tina!
El eco me lastimó los oídos.
—Cris, ¿la oyes? —dijo una voz, o tal vez un pensamiento. En ese momento, algo húmedo me rozó la mano. Di un salto. Era Mack.
Extendí las manos, moviéndolas furiosamente, en busca del perro y de la niña; cada movimiento despertaba ecos sibilantes en aquella vibrante negrura, hasta que me pareció estar rodeado por miles de pájaros que aleteaban locamente en torno a mi cabeza. La presión me latía con pesadez en el cerebro.
En ese momento encontré a Tina. En realidad, si yo no hubiese sabido que era ella, lo mismo habría dado tocar cualquier otra cosa. No era una forma, según la entendemos en la tercera dimensión. Dejemos eso, no quiero entrar en esa clase de detalles.
—Tina —susurré—, Tina querida.
—Papá, tengo miedo de la oscuridad —dijo, con una voz muy finita. Mack gimió.
También yo tenía miedo de la oscuridad. Un pensamiento me perturbaba: ¿Cómo saldríamos de allí?
En ese momento me llegó el otro pensamiento:
—Cris, ¿los encontraste?
—¡Sí, los tengo! —grité.
Entonces, Bill me tomó por las piernas —más tarde supe que las había dejado fuera, en la tercera dimensión— y tiró de mí hacia la realidad, trayéndome de regreso con la niña, el perro y una brazada de recuerdos que prefiero olvidar.


Aparecimos todos amontonados bajo el sofá. Me golpeé la cabeza contra él, y estuve a punto de perder el sentido. Después recibí alternativamente los estrujones de Ruth, los lenguetazos del perro y una mano de Bill, que me ayudó a levantarme. Mack, babeando, nos saltaba a todos.
Cuando estuve en condiciones de hablar, noté que Bill había bloqueado la parte inferior del sofá con dos mesitas para jugar a las cartas.
—Para mayor seguridad —dijo.
Asentí débilmente. Ruth volvió al dormitorio.
—¿Dónde está Tina? —pregunté automáticamente, mientras ciertos incómodos restos de recuerdos se agitaban en mi cerebro.
—En nuestra cama —dijo—. Por una noche no molestará.
—Claro que no —asentí, meneando la cabeza, y me volví hacia Bill, preguntando—: Oye, ¿qué diablos pasó?
—Bueno, ya te lo dije —respondió, con una sonrisa torcida—. La tercera dimensión es sólo un escalón previo a la cuarta. Cada punto de nuestro espacio, en particular, es parte de una línea perpendicular de la cuarta dimensión.
—¿Luego?
—Luego, aunque las líneas que forman la cuarta dimensión son perpendiculares a cada punto de la tercera, no son paralelas entre sí para nuestro modo de ver. Pero si diera la casualidad de que en una zona hubiese varias líneas paralelas en ambas dimensiones, podrían formar un pasaje de conexión.
—¿Quieres decir que…?
—Eso es lo incomprensible —dijo—. Precisamente bajo este sofá hay una zona de puntos que representan secciones de líneas paralelas, paralelas en ambas dimensiones, y forman un corredor hacia el espacio siguiente.
—O un agujero —dije. Bill parecía disgustado.
—Para qué diablos sirvió mi razonamiento —dijo—, si la sacamos gracias a un perro.
—Puedes quedarte con los méritos —le dije.
—¿Para qué los quiero?
—¿Y los ruidos? —pregunté.
—¿A mí me lo preguntas?
Y eso fue todo. Naturalmente, Bill informó a sus amigos de la Tecnológica. Durante todo un mes el departamento fue examinado de punta a punta por físicos investigadores, pero no encontraron nada. Dijeron que aquello había desaparecido, y algunos dijeron cosas peores.
De cualquier modo, cuando volvimos de casa de mi madre —donde vivimos mientras duró la investigación científica—, corrimos el sofá a la otra punta de la sala y pusimos en su lugar la mesita con el televisor.
Una noche de éstas, tal vez, las risitas de Arthur Godfrey nos llegarán desde otra dimensión. Quizá incluso pertenezca a ella.


FIN

2024/04/15

La última noche del verano (Alfred Coppel)


Título original: Last night of summer
Año: 1954


Ardían fuegos en la ciudad. Con su casa a oscuras —la central eléctrica estaba abandonada por aquel entonces—, Tom Henderson podía ver claramente los fuegos. Se reflejaban como fogatas contra la masa de humo.
Se sentó en la oscuridad, fumando y escuchando la aguda voz del locutor que le llegaba por la radio portátil.
«...las temperaturas medias están subiendo hasta las máximas normales en todo el mundo. París nos informa de una máxima registrada ayer de 42°... Nápoles tuvo 45°... Los astrónomos predicen... El gobierno aconseja que la población civil permanezca en calma. Fue declarada la ley marcial en Los Angeles».
La voz sonaba débil. Las pilas estaban ya muy gastadas. Y no es que importase. 
"A pesar de toda nuestra palabrería", pensó Henderson, "este es el fin. Y no tenemos valor para enfrentarnos con ello". 
Realmente, era bien simple. Ni guerra de los mundos, ni colisión con otro planeta. Un ligero incremento de la temperatura. Eso era todo. Los astrónomos habían sido los primeros en descubrirlo; y habían hecho tranquilizantes declaraciones a la prensa. El aumento de la temperatura sería pequeño. De un diez por ciento, con un error en más o menos de unos pocos millones de grados. Hablaron de tensiones superficiales, de presiones internas y utilizaron todos los términos astrofísicos que ni siquiera un hombre de cada dos millones se había preocupado jamás de comprender. Y lo que le decían al mundo era que, en la última noche del verano, moriría.
Al principio, el incremento sería gradual. Las temperaturas habían sido altas durante todo el verano. Luego, el 22 de septiembre, se produciría un repentino incremento en el calor producido por la familiar bola roja del cielo. La temperatura superficial de la Tierra alcanzaría los 200° durante diecisiete horas. Luego, todo volvería a la normalidad.
Henderson hizo una mueca al vacío. Volvería a la normalidad. Los mares, que habrían desaparecido en una gigantesca ebullición, se condensarían y caerían en forma de lluvia durante un mes o algo así, inundando las tierras, arrasando toda traza de civilización humana... que no hubiese ardido antes. Y, en un par de meses, la temperatura descendería otra vez hasta un nivel en el que un hombre pudiera caminar por la superficie sin necesidad de ropa protectora contra el calor.
Sólo que no quedarían muchos hombres con vida. Tan sólo los afortunados que poseían talismanes de supervivencia, los discos metálicos que daban acceso a las Madrigueras. De una población de cuatro mil millones, menos de un millón sobreviviría.
El locutor parecía mortalmente cansado. 
"Tiene por qué", pensó Henderson. "Ha estado en emisión durante diez horas o más sin que nadie lo sustituyese. Todos hacemos lo que podemos. Que no es mucho".
«... ya no se aceptan solicitudes para las Madrigueras».
"Espero que así sea", pensó Henderson.
Habían tenido tan poco tiempo: Tres meses. El que hubieran logrado construir las diez Madrigueras ya era bastante. Pero, después de todo, el dinero no había importado. Tenía que estar recordando siempre que las valoraciones antiguas no servían para este caso. No importaba, ni el dinero, ni los materiales, ni siquiera el trabajo... Aquella antigua medida del comercio. Tan sólo el tiempo. Y eso era lo que había faltado.
«... la población de Las Vegas ha sido evacuada hacia varias minas del área...»
"Buen intento, pero no servirá", pensó Henderson lánguidamente. Si el calor no los mataba, lo haría el apiñamiento. Y, si eso también fallaba, entonces serían las inundaciones. Y, naturalmente, habrían terremotos. 
"No podemos imaginarnos una catástrofe de esta magnitud. No estamos equipados ni mental ni físicamente para ello". 
La única cosa que podía comprender un hombre eran sus propios problemas. Y aquella última noche del verano hacía que todos ellos pareciesen insignificantes, diminutos, como si se estuvieran contemplando con un telescopio puesto al revés.
"Lo siento por las niñas. Lorie y Pam. Deberían haber tenido una oportunidad de vivir". Notó una sensación de ahogo al pensar en sus hijas. "Ocho y diez años son malas edades para morir".
Pero, ¿si no había pensado en ellas antes, por qué iba hacerlo ahora, aunque hubiera un fin del mundo? Las había abandonado y también a Laura. ¿Por qué? Por Kay y el dinero y un estilo de vida que desaparecía con un destello al llegar el alba. Todos danzaban su minúsculo ballet en el borde del mundo mientras él permanecía sentado, vacío de objetivo o sensación, contemplándolos a través del telescopio invertido.
Se preguntó dónde estaría Kay ahora. Por toda la ciudad se estaban celebrando Fiestas Estelares. ¡Esta noche no hay límites para nada! Cualquier cosa que uno desee. Mañana... ¡bang! Nada prohibido, nada negado. ¡Esta es la última noche del mundo, muchacho!
Kay se había vestido, si es que así se podía decir, y salido a la calle a las siete.
—¡No me voy a quedar aquí simplemente a esperar! —Recordaba la histeria de su voz, el estupor anonadado en sus ojos. Y luego a Tina y a las otras llegando, algunas borrachas, otras sólo histéricas por el terror. Tina envuelta en su abrigo de armiño, bailando por la habitación y cantando con una voz aguda y quebrada. Y la otra chica, Henderson nunca podía recordar su nombre, pero la recordaría ahora por el tiempo que quedase: Vestida sólo con sus joyas. Diamantes, rubíes, esmeraldas; brillando y fulgurando a los últimos rayos del hinchado sol. Y las lágrimas rodando por sus mejillas mientras le rogaba que hiciera el amor con ella...


Era una pesadilla, pero era real. El rojo sol que se sumergía en el Pacífico era real. Los incendios y los saqueos en la ciudad no eran sueños. Aquella era la forma en que se estaba acabando el mundo. Fiestas Estelares y asesinatos en las calles, y mujeres vestidas con piedras preciosas, y lágrimas, un millón de litros de lágrimas.
Fuera, se oyó un chirrido de neumáticos y un choque, luego el tintineo de cristales y silencio. Calle abajo sonó un disparo. Se escuchó un grito que era parte risa y parte alarido.
"No tengo objetivo", pensó Henderson. "Estoy sentado, miro y espero el fin". Y la voz de la radio se hizo aún más débil.
«... los que se hallen en la Madrigueras sobrevivirán... En minas y cavernas... Los geólogos prometen un porcentaje de supervivencia del cuarenta por ciento... Detrás de la cortina de hierro...»
Detrás de la cortina de hierro, nada. Quizá fuera instantáneo, y no siguiendo la curvatura del mundo con la aurora. Naturalmente que sería instantáneo. El sol se hincharía, oh, muy poquito, y ocho minutos más tarde los ríos, lagos, arroyos, los océanos, toda el agua herviría subiendo al cielo.
De la calle llegó un hiriente grito repetitivo. No era una mujer. Era un hombre. Estaba ardiendo. Un grupo callejero lo había empapado en gasolina y prendido con una cerilla. Lo seguían gritando:
—¡Así será! ¡Así será!
Henderson lo contempló por la ventana mientras corría con aquel grito uuu, uuu, uuu, surgiéndole de la garganta. Desapareció tras la esquina de la siguiente casa, seguido de cerca por sus atormentadores.
"Espero que las niñas y Laura estén a salvo", pensó. Y luego casi se echó a reír. A salvo. ¿Qué era estar a salvo ahora? "Quizá", pensó, "debiera haber ido con Kay". 
¿Quedaba algo por hacer que le hubiese gustado realizar? ¿Matar? ¿Violar? ¿Alguna sensación que aún no hubiera probado? La noche anterior, en casa de los Gilmans se había celebrado una ridícula Misa Negra llena de horror y de estupidez: La hermosa Louise Gilman tomando a sus invitados, uno tras otro, entre la destrozada vajilla y platería de la mesa del comedor, mientras su esposo estaba medio muerto por una dosis excesiva de morfina.
"Nuestro grupo", pensó Henderson. "Banqueros, industriales, gente que cuenta". ¡Dios! Ya era bastante malo el morir; pero el morir sin dignidad era aún peor. Y el morir sin propósito, era abismal.
Alguien estaba golpeando la puerta, arañándola, aullando. Siguió sentado.
—¡Tom... Tom... Soy Kay! ¡Déjame entrar, por Dios!
Quizá era Kay. Quizá lo era y debiera dejarla fuera. 
"Debiera conservar los restos de dignidad que me quedan", pensó, "y al menos, morir solo. ¿Cómo habría sido enfrentarse con esto junto a Laura?"
¿Diferente? ¿Acaso había la posibilidad de elegir? "Me casé con Laura", pensó, "y también me casé con Kay". 
Era fácil. Si un hombre podía conseguir un divorcio cada dos años, supongamos, y si vivía, digamos que hasta los sesenta y cinco... ¿Con cuántas mujeres se casaría? Y suponiendo que hubieran dos mil millones de mujeres en el mundo, ¿qué porcentaje del total representaría?...
—¡Déjame entrar, Tom, maldito seas! ¡Sé que estás ahí!
"Ocho y diez años de edad no son muchos", pensó. "Realmente, no son muchos. Podrían haber sido maravillosas mujeres..." ¿Para yacer entre los restos y cohabitar como animales mientras el sol se preparaba a estallar?
—¡Tom...!
Agitó con fuerza su cabeza y apagó la radio. Los fuegos de la ciudad eran mayores y más brillantes. No eran originados por el sol. Alguien los había encendido. Se alzó y fue hacia la puerta. La abrió. Kay entró tambaleante, sollozando.
—¡Cierra la puerta, oh, por Dios, ciérrala!
Se quedó contemplando sus desgarradas ropas, lo que quedaba de ellas, y sus manos. Estaban enrojecidas con sangre. No sintió ni horror ni curiosidad. No experimentaba nada más que una repentina sensación de vacío. 
"Nunca la amé", pensó repentinamente. Esa era la explicación.
Apestaba a licor y el maquillaje le manchaba todo el rostro.
—Le di lo que quería —dijo en tono agudo—. El sucio cerdo que venía a mezclarse con los muertos para luego volver corriendo a la Madriguera... —repentinamente, se echó a reír—. ¡Mira, Tom... mira!
Alzó una mano ensangrentada. En su palma brillaban opacos dos pequeños discos.
—Estamos a salvo —lo repetía una y otra vez, apretando los discos y acariciándolos.
Henderson permaneció inmóvil en el recibidor en penumbras, dejando lentamente que su mente comprendiese lo que veía. Kay había matado a un hombre para conseguir esos billetes para la Madriguera.
—Dámelos —dijo. Ella los apartó.
—No.
—Los deseo, Kay.
—No, cariño... —se los metió por el rasgado escote de su traje—. He vuelto. He vuelto por ti. ¿No es cierto?
—Sí —dijo Henderson. Y también era cierto que nunca hubiese esperado alcanzar una Madriguera ella sola. Necesitaría un coche y un hombre con un arma—. Lo comprendo, Kay —dijo en voz baja, odiándola.
—Si te los diera, te llevarías a Laura —dijo—. ¿No es cierto? ¿No es cierto? Oh, te conozco, Tom, te conozco muy bien. Nunca has logrado olvidarla ni a esos repugnantes críos tuyos...
La abofeteó con fuerza, sorprendido por la ira que lo embargaba.
—No hagas eso otra vez —le dijo ella, mirándolo con odio—. Te necesito ahora, pero tú me necesitas más. No sabes donde está la Madriguera. Yo sí.
Eso, naturalmente era cierto. Las entradas a las Madrigueras debían ser secretas, conocidas sólo por los elegidos para sobrevivir. De otra manera, las multitudes las asaltarían. Y Kay le había arrancado el secreto al hombre... Al hombre que había pagado con su vida el olvidarse que ahora sólo existían supervivientes potenciales y animales.
—De acuerdo, Kay —dijo Henderson—. Haré un pacto contigo.
—¿Cuál? —preguntó ella, suspicaz.
—Te lo diré en el coche. Prepárate. Toma lo indispensable. 
Se fue a la alcoba y tomó su Luger del cajón de la pequeña mesa. Kay estaba atareada embutiendo sus joyas en un maletín.
Vamos —le dijo—. Ya está bien. Es demasiado. No hay mucho tiempo.
Bajaron al garaje y se metieron en el coche.
—Sube los cristales —le dijo—, y cierra las puertas con llave.
—De acuerdo.
Puso en marcha el motor y salió a la calle.
—¿Cuál es el trato? —le preguntó Kay.
—Más tarde —le dijo.
Puso una marcha y comenzó a rodar, saliendo del distrito residencial, a través de los sinuosos y arbolados caminos. Por entre las sombras, corrían sombras oscuras. Un hombre apareció en el haz de los faros y Henderson lo evitó con una finta. Oyó disparos detrás.


—Agáchate —dijo.
—¿A dónde vamos? Este no es el camino.
—Voy a llevarme a las niñas conmigo —dijo él—. Con nosotros.
—No las dejarán entrar.
—Podemos intentarlo.
—¡Eres un estúpido, Tom! ¡Te digo que no las dejarán entrar! 
Detuvo el coche y se volvió para mirarla a los ojos.
—¿Prefieres seguir caminando?
El rostro de ella se afeó con el regreso del miedo. Veía que se le escapaban las posibilidades de huida.
—De acuerdo. Pero ya te digo que nos las dejarán entrar. Nadie entra en una Madriguera sin su disco.
—Podemos intentarlo. —Puso nuevamente el coche en marcha, conduciendo a toda prisa por las calles llenas de basura, dirigiéndose hacia el departamento de Laura.
En varios puntos, la calle estaba interrumpida con restos ardiendo y en una ocasión un grupo de hombres y mujeres casi los rodeó, lanzando piedras y otros objetos al coche, mientras daba marcha atrás.
—Conseguirás que nos maten por nada —le dijo airada Kay.
Tom Henderson contempló a su mujer y sintió repugnancia por los años perdidos.
—Todo irá bien —dijo.
Detuvo el choche frente a la casa de Laura. Había dos automóviles vueltos boca abajo en la acera.
Abrió la puerta y salió, llevándose las llaves con él.
—No estaré mucho tiempo —dijo.
—Dile adiós a Laura por mí —le pidió Kay, con los ojos brillantes.
Una sombra se movió amenazadora, saliendo del oscuro portal. Sin dudarlo, Tom Henderson alzó la Luger y disparó. El hombre se desplomó y quedó inerte. 
"Acabo de matar a un hombre", pensó Henderson. Y luego: "¿Pero qué importa esto en la última noche del verano?"
Reventó la cerradura de un disparo y atravesó rápidamente el oscuro vestíbulo, subiendo los dos pisos cuyas escaleras recordaba tan bien. Llamó a la puerta de Laura. Se oyó un movimiento en el interior. La puerta se abrió lentamente.
—He venido por las niñas —dijo. Laura se echó hacia atrás.
—Entra —contestó.
El perfume que llevaba comenzó a traerle recuerdos. Sus ojos se veían ardientes y llorosos.
—Queda muy poco tiempo —le dijo él.
La mano de Laura tomaba la suya en la oscuridad.
—¿Puedes meterlas en una Madriguera? —preguntó. Y luego agregó débilmente—: Las hice acostarse. No se me ocurrió otra cosa.
No podía verla, pero se la imaginaba: El corto cabello color arena; los ojos de color chocolate; su cuerpo tan familiar, grácil y cálido bajo la bata. Ya no importa ahora, nada importaba en la última loca noche del mundo.
—Ve a buscarlas —le ordenó—. Rápido.
Hizo lo que le decía. Pam y Lorrie, podía escucharlas quejarse en voz baja porque las hubieran despertado en medio de la noche; suaves cuerpecillos, con el húmedo olor infantil a sueño y seguridad. Luego Laura se arrodilló, apretándolas contra ella, una tras otra. Y supo que las lágrimas debían mojar sus mejillas. Pensó: "Di adiós, rápido. Besa a tus niñas en despedida y mira como se van mientras te quedas sola en la oscuridad que ni siquiera tendrá fin. ¡Ah, Laura, Laura...!"
—Llévatelas rápido, Tom —le dijo Laura. Y luego se abrazó a él por un instante—. Te amo, Tom. Nunca dejé de hacerlo.
Alzó a Pam en brazos y tomó la mano a Lorrie. No se arriesgó a hablar.
—Adiós, Tom —dijo Laura, y cerró la puerta tras él.
—¿No viene mami? —preguntó Pam adormilada.
—Luego, querida —dijo suavemente Tom. Las llevó hasta el coche, con Kay.
—No las dejarán entrar —dijo ella—. Ya verás.
—¿Dónde es, Kay?
Ella permaneció en un obstinado silencio y Henderson notó como sus nervios estallaban.
—Kay...
—De acuerdo —le dio la dirección a regañadientes, como si odiase tener que compartir su supervivencia con él. Ni miraba a las niñas, dormidas de nuevo, en la parte posterior del coche.
Atravesaban la ciudad, la saqueada y torturada ciudad que ardía y se hacía eco de la histérica alegría de las Fiestas Estelares y que ya hedía a muerte.
En dos ocasiones casi chocaron con coches sin control, repletos de gente borracha, desnuda, loca, repletos del desesperado deseo de hacer que aquella última noche fuera más vibrante que las anteriores, la más vibrante desde el inicio de los tiempos.
Los faros iluminaban cuadros propios de algún salvaje infierno mientras el coche corría por el cementerio de cemento en que se había transformado la ciudad.
Una mujer colgada por los tobillos, con su falda cubriéndole la cabeza y torso, con las piernas y nalgas marcadas por los latigazos...
Gentes arrodilladas en la calle, cantando salmos, y no moviéndose cuando un camión abrió un camino por entre ellos. Y el himno, débil y quejumbroso, haciéndose oír por entre los gemidos de los moribundos: Roca de los tiempos, refugio para mí, deja que me oculte dentro de ti...
Adoradores del sol, recién convertidos, y trogloditas bailando alrededor de una fogata alimentada con libros...
"Los espasmos agónicos de un mundo", pensó Henderson. "Lo que sobreviva al fuego y al diluvio tendrá que ser mejor".


Y entonces llegaron a la silenciosa colina que era la entrada a la Madriguera, el refugio de kilómetros de profundidad, arropado por conductos de refrigeración y roca protectora.
—Allí —dijo Kay—. Donde está la luz. Habrá guardias.
Tras ellos ardían los fuegos en la ciudad. La noche iba siendo iluminada por la luna que se alzaba, una luna demasiado roja, demasiado grande. "Quizá queden cuatro horas", pensó Tom. "O menos".
—No puedes llevarlas —susurraba secamente Kay—. Si lo intentas, tal vez no nos dejen entrar a nosotros. Es mejor dejarlas aquí... dormidas. Ni se enterarán.
—Es cierto —dijo Tom.
Kay salió del coche y comenzó a subir por la ladera cubierta de hierba.
—¡Entonces, ven!
A medio camino de la colina, Henderson podía ya ver la silueta vigilante de los guardias; centinelas sobre el cadáver de un mundo.
—Espera un momento —dijo él.
—¿Qué pasa?
—¿Estás segura que podremos entrar?
—Naturalmente.
—¿Sin hacer preguntas?
—Lo único que necesitamos son los discos. No pueden conocer a todos los que tienen que entrar.
—No —dijo Tom en voz baja—. Claro que no. 
Se quedó mirando a Kay a la luz de la luna roja.
—Tom.
Tomó la mano de Kay.
—No valíamos mucho, ¿no, Kay?
Los ojos de ella estaban muy abiertos, brillantes, mirándolo.
—¿Acaso esperabas otra cosa?
—¡Tom... Tom!
La pistola apenas pesaba en su mano.
—Soy tu esposa... —dijo con voz ronca.
—Imaginémonos que no lo eres. Hagamos ver que es una Fiesta Estelar.
—Por Dios... por favor... no... no... no...
La Luger saltó en su mano. Kay se derrumbó sobre la hierba desmadejadamente y se quedó allí, con los ojos vidriosos y abiertos en horrorizada sorpresa. Henderson le abrió el traje y tomó los dos discos de entre sus senos. Luego, la cubrió cuidadosamente y le cerró los ojos con el índice.
—No te perdiste gran cosa, Kay —dijo, mirando hacia ella—. Tan sólo lo de siempre. 
Regresó al coche y despertó a las niñas.
—¿Dónde vamos ahora, papi? —preguntó Pam.
—Arriba de esa colina, hijita. Donde está la luz.
—¿Me llevas en brazos?
—A las dos —dijo, y dejó caer la Luger sobre la hierba. Las alzó y las llevó colina hacia arriba hasta llegar a treinta metros de la entrada de la casamata. Entonces, las dejó en el suelo y les dio un disco a cada una.
—Vayan hasta la luz y entreguen estas cosas —les dijo, y les dio un beso.
—¿Tú no vienes?
—No, queridas.
Lorrie parecía que fuera a empezar a llorar.
—Tengo miedo.
—No hay nada que temer —dijo Tom.
—Nada en absoluto —dijo Pam.
Las miró alejarse. Luego, vio como un guardia se arrodillaba y las abrazaba a ambas. 
"Aún queda algo de ternura en este abandono de las inhibiciones", pensó, "todavía queda algo bueno". 
Desaparecieron en el interior de la Madriguera y el guardia se puso de pie, saludando hacia la oscuridad con un brazo. Henderson se volvió y descendió por la colina, dando un rodeo para no pasar por donde yacía Kay, cara al cielo. Un cálido viento seco le rozó el rostro. 
"El tiempo corre aprisa ya", pensó. Subió al coche y regresó hacia la ciudad. Aún quedaban algunas horas de la última noche del verano, y Laura y él podrían contemplar la aurora roja juntos.


FIN