2025/10/13

El vidrio de Largo (Colin Kapp)


Título original: The Glass of Largo
Año: 1960


El Panamanian Girl, procedente de la Tierra, arribó a Port Suma, en  Largo, con un cargamento de máquinas, herramientas, piezas de cerebros electrónicos y un poeta. Este último saludó a los azulados cielos de Largo con una sonrisa que los igualaba en esplendor, y dio una airosa inclinación a su gorra para bailar con su sombra sobre las blancas y brillantes arenas. El capitán de la nave se quitó tristemente su propia gorra, contemplando cómo se alejaba el poeta. Tres meses de vuelo espacial son muchos meses para no acoger con agrado cualquier demostración de agudeza que hiciera menos aburrido el viaje. Y el poeta había dado pruebas de una exuberancia espiritual realmente asombrosa. En las paredes interiores de la nave resonaba aún el eco de sus versos:

Me llamo Jason van Tere. 
Siempre soy bien acogido 
Reconozco que mi estro 
es a veces poco diestro...

—¡Dios se apiade de largo! —le dijo el capitán al primer oficial.
El Inspector de aduanas estaba muy impresionado por el espectáculo de la enorme nave que acababa de aterrizar, y no le extrañó lo más mínimo encontrar el nombre de un poeta en la hoja de ruta.
—¿Tiene algo que deba declarar?
—Únicamente dos troqueos, un ditirambo y seis pies yámbicos.
El Inspector simulo consultar sus catálogos con una sonrisa comprensiva, ya que en otra época también él fue un hombre culto.
—Los troqueos están libres de impuestos, los ditirambos no pagan derechos de aduana, y los pies yámbicos son de libre importación. 
Estalló en una carcajada ante su propia agudeza.
—¡Poeta, bienvenido a Largo! Un artista es aquí un objeto de lujo, pero tenga cuidado, dispensador de aleluyas, no sea que consideren herética su poesía. La ley de la Compañía no respeta a los individuos.
—No —dijo el vate—, pero la justicia poética también respeta a ley de la Compañía.
A la sombra de un árbol enorme, el capitán de la policía esperaba que se acercara el poeta, asombrado por el andar saltarín de su presa.
—Standez, de la policía de Largo —dijo el capitán, mostrando su identificación—. Le estaba esperando.
El poeta estudió al oficial con los ojos entornados.
—¿Debo entender que mi presencia no es bien acogida?
—No exactamente, aunque los tiempos no están como para que tengamos demasiados miramientos. Como usted ya debe da saber, existen muchos puntos de... digamos fricción entre la Compañía y la Tierra. Por lo tanto, su posición es algo delicada. Se ha presentado usted en Port Suma en una nave de carga y sin anunciar previamente su llegada. Esto le hace ya sospechoso.
—¿Sospechoso de qué? —preguntó el poeta con expresión divertida—. ¿Teme usted que realice sabotaje con mis versos? He venido en calidad de poeta, poco conocido, quizás, pero no por ello menos lírico.
—¿De veras? No es usted muy ingenioso que digamos. El Servicio Secreto de Largo nos advirtió que el Comité Especial Terráqueo enviaría un agente para provocar dificultades a la compañía que administra estos territorios. He tenido anteriores contactos con el C.E.T., y no subestimo su astucia ni sus recursos. Es posible que sea usted ese agente, aunque dudo que decidieran enviar a un necio.
El poeta no se inmutó.
—Soy Jason van Tere, poeta, retozón y príncipe de la perversidad; especialista en cosas inesperadas, soy el maestro de lo desconcertante y de lo desatinado. Convierto en paradoja lo ortodoxo, y extraigo el caos de la consonancia. Soy un verdadero diablo.
—Cuando usted lo dice... —replicó Standez secamente—. Pero eso no contesta a mis preguntas. Lo que tengo que decidir es si es usted un loco de buena fe, o un sutil saboteador. ¿Qué es lo que le ha traído a usted aquí?
—Represento al elemento inesperado en la sociedad humana.
—Una ocupación peligrosa —dijo Standez—. Yo represento a las fuerzas de la ley y el orden. Somos mutuamente opuestos.
—En tal caso, mantengamos un statu quo entre nosotros.
—Que me aspen si le entiendo a usted —dijo Standez—. Es demasiado listo para ser un loco, y demasiado ridículo para ser inteligente. Pero, idiota, intelectual o impostor, su talento es indiscutible. Y no me gusta ver destruidas las cosas raras.
—Entonces, ¿puedo marcharme?
—Por una rara casualidad, no le he visto llegar a usted. Estaba mirando hacia el otro lado. Dentro de una semana quedaré muy sorprendido al encontrarle aquí. Entonces tendrá usted una autorización oficial para quedarse, o un bonito entierro. Usted es quien debe decidirlo.
Pero el poeta no le escuchaba. Sus ojos vagabundeaban por Port Suma, una ciudad ribereña edificada contra las blancas laderas del Monte Deseo, como un pueblo de tarjeta postal. Las dispersas terrazas, con brillantes parasoles y marquesinas junto a las. encaladas paredes, sugerían un espíritu carnavalesco. El poeta imaginaba que podía percibir en el aire la cálida excitación de la semana de Carnaval. Pero un escalofrío inundó su corazón.
—Largo ha cambiado —murmuró—. No hay en él alegría, ni imaginación. Intuyo muchas dificultades. La última vez que estuve aquí, llevaba una corona de laurel en la cabeza y me dispensaron una acogida digna de un príncipe. Ahora ha acudido a recibirme un policía miope y una elástica sentencia de muerte.
Standez se encogió de hombros.
—El tiempo y la Compañía han cambiado muchas cosas. Quizás alguno de nosotros no ha cambiado al mismo ritmo.
—El tiempo —dijo el poeta— es algo que no puede dominarse. Pero la Compañía tendrá que andarse con mucho cuidado.
—Está usted jugando a un juego —dijo Standez—. Haga un solo movimiento sospechoso, y dispararemos primero para condolernos después. No podríamos obrar de otro modo, ni siquiera para salvar nuestras almas.
—No se preocupe. No llevo nada más ofensivo que un retruécano cargado.

En el mundo que la Compañía administraba en Largo había empezado una nueva empresa del vidrio. El fabuloso vidrio de Largo era único. Se pagaba más caro que los diamantes, y la Compañía conservaba celosamente su secreto.
—Un vidrio milagroso —dijo el comerciante—. Con más brillo que el diamante, más transparente que el cristal, resplandeciendo con los millones de luces que reflejan el alma de Largo.
—Y su angustia —dijo el poeta.
Cogió el magnifico jarrón y lo examinó cuidadosamente. Era fuego, ardiendo con brillo cegador en cada matiz espectral, y perfecto en su forma. De cualquier lado que lo volviera, centelleaba y llameaba con lenguas de fuego helado.


—¿Está en venta este jarrón?
—En otra época te hubiera dicho que no —dijo el comerciante—. Mis hijos y yo hemos pasado hambre y nunca nos hemos decidido a vender esta pieza. Pero, ahora, el comercio de Largo está muerto, y para vivir tengo que venderlo todo, incluidos mis hijos. Hazme una oferta.
—Medio mega —dijo el poeta.
El comerciante se quedó mirándolo, con la boca abierta por el asombro.
—La oferta es realmente generosa, pero ni siquiera en mi pobreza quiero que nadie pueda llamarme ladrón. Si te pidiera cinco kilos, sería pedirte demasiado.
—Medio mega —dijo el poeta—. Y ni un crédito menos.
—¡Pero eso es una locura! Me ofreces cien veces su valor... ¿Qué modo de regatear es ése?
—Cambio valores antiguos por valores nuevos —dijo el poeta, contando los billetes.
—Forastero —dijo el comerciante, con lágrimas en los ojos—, en Largo podemos hacer algo con los valores nuevos. Estamos viviendo unos tiempos muy duros. Las cosechas han ido mal, y los alimentos escasean. Los comerciantes vidrieros han perdido su principal medio de vida desde que la Compañía se hizo cargo del comercio de exportación. Se avecinan tiempos terribles.
Miró a su alrededor con expresión asustada, como si temiera que sus palabras hubiesen sido oídas.
—Forastero —continuó— he hablado demasiado. Perdona mi confusión y mi falta de modales. Te enviaré el jarrón a tu hotel. Y, ahora, para sellar nuestro trato, permíteme que te ofrezca una copa de vino.
El poeta levantó su copa con una especie de reverencia y paladeó sibaríticamente la bebida.
—Su vino de Largo es bueno; tiene cuerpo, es dulce y no le falta graduación.
—¡Por usted! —dijo el comerciante.
—¡Por la confusión! —brindó Jason van Tere.

En su habitación del hotel, el poeta abrió el paquete en el que había llegado embalado el jarrón y, cogiendo este ultimo, se acercó a la ventana. Incluso a la escasa claridad del atardecer, el jarrón brillaba como una fabulosa joya. Tenía una belleza sumamente frágil, pero en aquella pequeña obra de arte permanecían ocultas la fuerza y la autonomía de la Compañía de Largo. La manufactura era exquisita... pero hubiera podido ser igualada por los artesanos de media docena de mundos; sólo el vidrio de Largo era realmente único.
El poeta dejó el jarrón sobre la mesa y lo contempló con expresión pensativa durante un considerable período de tiempo. Luego, con evidente emoción, golpeó el jarrón con un pesado cenicero y lo hizo añicos.
El hecho de que el destrozado jarrón le hubiera costado al Comité Especial Terráqueo una respetable fortuna hizo asomar una sonrisa de desdén a sus labios. El vidrio de Largo poseía un índice de refracción superior al del diamante, y el hecho tenía intrigados a todos los mundos civilizados. Pero no había modo de descubrir aquel secreto, que desafiaba definiciones y análisis. El poeta sólo necesitaba descubrir aquel secreto para acabar con el predominio de la Compañía.
Se sentó en medio de la creciente oscuridad, contemplando los fragmentos y perdido en sus pensamientos, soñando en el Largo que había conocido en cierta ocasión y en su época de estudiante en Heidelberg, cuando todas las cosas eran limpias y estaban llenas de promesas.

En Port Suma había viñedos que se extendían por las laderas del Monte Deseo y flanqueaban la polvorienta carretera que discurría a través de las aldeas y pueblos. Aquí, el curso de la vida se había visto menos afectado por el nuevo estado de cosas, ya que los vinos de Partos y Menatin, aunque agradables al paladar, no tenían suficiente "clase" para convertirse en articulo exportable. Las casas de labor se bastaban a si mismas, y los campesinos se limitaban a trabajar sus tierras y a ocuparse de sus propios asuntos.
Eran las pequeñas cosas las que denunciaban la nueva situación; los pequeños detalles son reveladores para quienes estudian los cambios. La vigilante mirada del poeta observó la hierba que crecía entre las piedras del enlosado sendero que conducía a la iglesia, y el fatalismo que reflejaban los ojos de los campesinos a medida que las nuevas filosofías oficiales extirpaban las antiguas de su corazón. En Menatin, sin embargo, la perversidad había perdido su fachada.
Era la época de la fiesta de la cosecha, pero la Compañía la había abolido y sustituido por el festival de Dionisio. Los ancianos no habían claudicado y seguían mostrando su desaprobación, pero los más jóvenes, ansiosos de novedades y de encontrar una válvula de escape a su sentimiento de frustración, vertían sus corazones y sus almas en una salvaje orgía báquica. El vino corría en abundancia, enloqueciendo a los participantes de la nueva fiesta y a sus bacantes, que se entregaban al placer con absoluto abandono.
El poeta contempló la escena con la mayor atención, distinguiendo bajo aquella discordante locura la mano experta de un manipulador profesional de hombres. Aquellas orgías eran un producto de la propaganda y tendían de un modo deliberado a la regresión de los hombres a la barbarie física y mental, un clima favorable al despotismo y a la esclavitud, y a unos sistemas legales contrarios a las normas más elementales del mundo civilizado. El poeta se preguntó los motivos de que aquella zona hubiera sido "trabajada" con más intensidad que las otras.
—Los dioses paganos han vuelto a hacer acto de presencia entre ustedes —dijo alguien en voz baja, detrás de él.
El poeta se volvió hacia el negro traje talar del sacerdote de la capilla de la Misión.
—Hara, Afrodita, Ares, Dionisio y Némesis —dijo el poeta—. Los dioses de la venganza, del amor, de la guerra, del vino y de la retribución. Algo para distraer a la gente de la creciente limitación de su libertad. Hay que ser muy valiente para llevar esas ropas en Largo, padre. Estos tiempos son muy peligrosos para dedicarlos a esos ideales.
—He perdido algo más importante que la vida —dijo el sacerdote—. ¿Qué puedo temer ahora? Veo que eres extranjero y consciente. Ven conmigo, tengo algo que divulgar antes de que las nuevas prácticas acaben conmigo.
Asombrado, el poeta siguió al sacerdote hasta la casa Misión.
—¿Está usted siempre tan dispuesto a abrir su corazón a los desconocidos?
El sacerdote era un hombre anciano y paciente, con el pelo blanco y una sonrisa de infinita comprensión.
—El que contempla el festival de Dionisio con la expresión que había en tus ojos no es un desconocido para mí, sean cuales sean sus creencias. Lo que voy a decirte puede costarte la vida. Por lo tanto, debes decidir si quieres escucharlo o no.
—Soy un poeta, Padre. No temo a las palabras.
—Entonces, escúchame, ya que no me queda mucho tiempo. La gente de Largo se está muriendo de hambre. El pan y la harina escasean, y escasearán todavía más. Han dicho que el mal tiempo ha arruinado las cosechas.
—Eso he oído.
—Has oído una mentira Tengo amigos en todo Largo, y todos me han dado los mismos informes: Las cosechas han sido excelentes.
—Lo sé —dijo el poeta—. He estado en los campos y los he visto en todo su esplendor. En Largo hay más misterios de los que la Compañía quiere admitir.


Incluso antes de que las fogatas fueran encendidas, el vino había cobrado su tributo a los participantes en la fiesta y el letargo había tendido su manto de plomo sobre el lugar. Las fogatas, descuidadas una vez encendidas, arrastraban largas columnas de humo a través del increíble anochecer.
Una hora después de la puesta del sol, el poeta se encontraba en el borde de la enorme garganta blanca de la montaña. La campana de la Misión tañía tristemente. De pronto, una hilera de luces taladró las sombras de la montaña: Por la carretera avanzaba un grupo de vehículos ocupados por soldados embutidos en el temido uniforme negro y amarillo de la Guardia de la Compañía. El poeta se apresuró a ponerse fuera de su vista y los contempló mientras pasaban, súbitamente angustiado al darse cuenta del propósito que les guiaba.
La noche se hizo oscuridad y silencio, quebrado solamente por el quejumbroso tañido de la campana. Luego, también la campana enmudeció tras el tableteo de unas ametralladoras, y las llamas de la incendiada Misión se alzaron como valerosa alma en un mar de oscuridad.
El poder absoluto produce una absoluta corrupción. La Administración de la Compañía de Largo estaba absolutamente corrompida.
Largo se estaba muriendo de hambre, pero los graneros estaban llenos. Ninguna Administración coquetea con la revolución, a menos que las ganancias a obtener justifiquen el riesgo.
El vidrio de Largo era único. Las exportaciones aumentaban proporcionalmente al poder de la nueva Administración. ¿Cómo equiparar los índices de refracción con los estómagos vacíos?
Por la mañana, el poeta se encontraba en las afueras de Klitz, donde funcionaban las grandes fundiciones de vidrio. En la parte alta del valle el aire era puro y vigorizaste, pero, a medida que descendía, las vaharadas sulfúricas de las grandes chimeneas creaban una especie de neblina que se aferraba desagradablemente a la garganta.
El poeta se dirigió a una casa de aspecto antiguo edificada contra la escarpada pared meridional de la montaña. El ocupante de la casa le contempló con el ceño fruncido.
—¿No te cuerdas de mí? —preguntó van Tere. Sterner le miró fijamente.
—La cara no la recuerdo... pero las manos... ¡Ah, las manos! Son las manos de un artista. Las he visto trabajar en alguna parte.
—Hace ocho años, en la Tierra, en la Exposición Galáctica. Ganaste el primer premio de improvisación en el elaborado del vidrio.
—Y tú, el segundo —dijo Sterner, alegremente—. Ahora lo recuerdo. Fue una lucha muy reñida.
—Perdí ante un maestro —dijo el poeta—. Pero me prometiste que algún día me enseñarías el verdadero arte, tal como se practica en Largo. He venido a recordarte aquella promesa.
Sterner empujó la jarra de vino a través de la mesa.
—¡Imposible! —dijo—. Perdóname pero los tiempos han cambiado. Ahora ya no hay exposiciones. Ahora sólo hay trabajo y más trabajo. La Compañía es muy exigente en sus contratos, y su incumplimiento acarrea duras sanciones. Si deseas presenciar los trabajos de elaboración del vidrio, ¿por qué no vas a una de las fábricas de la Compañía?
—Porque no he sido bien recibido en Largo, y porque tú eres uno de los pocos vidrieros independientes que puedes enseñarme lo que deseo aprender.
—De modo que es eso... —Sterner se puso en pie y dirigió una cautelosa mirada a través de la ventana—. Confieso que tu presencia me sorprende, ya que todos los puertos están cerrados a los visitantes. ¿Acaso eres un espía?
—Algo por el estilo —asintió el poeta—. Soy un agente del C.E.T. y ando a la caza de la Compañía de Largo.
Sterner le miró desabridamente.
—¿Ésa es la protección que nos fue prometida bajo la Ley Galáctica? Ningún hombre puede luchar contra la Compañía.
—Yo puedo hacerlo. La Compañía está perdida si se ve privada del monopolio del vidrio, y este monopolio depende de la fórmula secreta del vidrio de Largo. Estoy tratando de descubrir ese secreto.
—No cuentes conmigo —dijo Sterner, sacudiendo gravemente la cabeza—. Soy un verdadero vidriero de Largo. Aunque deplore el despotismo de la Compañía, tengo que ser fiel al gremio.
—No te pido que hables. Sólo te pido que me dejes trabajar. Conozco todos los vidrios de la Galaxia, pero para llegar a conocer el vidrio de Largo tengo que estudiarlo en la masa. Necesito trabajarlo con mis propias manos para obtener las pistas que estoy buscando.
—Con esa locura firmarías nuestra sentencia de muerte. Una sola palabra a la Guardia de la Compañía, y nos colgarían sin remisión.
—Puedes reconocer las manos —dijo el poeta—, pero no sabes nada del hombre.

Por la noche, la zona vidriera de Klitz se convertía en una especie de infierno. De un extremo a otro del taller aparecía iluminado por la claridad rojiza de un millar de hornos, cuyo brillo maligno quedaba amortiguado por las pesadas nubes de humo que planeaban sobre el valle. La mayoría de las fundiciones eran propiedad de la Compañía, pero Sterner, uno de los pocos vidrieros independientes que quedaban, seguía trabajando en sus propios hornos, en reconocimiento a la excepcional habilidad que él y su equipo poseían.
Su taller era pequeño y los procedimientos de elaboración no se habían modernizado. Sus operarios seguían sopIando el vidrio del modo más primitivo y, a la vez, más perfecto. Utilizando herramientas tan antiguas como la historia del vidrio, aquellos excelentes artesanos producían verdaderas obras de arte que hubieran hecho palidecer de envidia a los vidrieros de Bizancio o de Venecia.
Trabajaban por parejas, uno reuniendo la masa y soplándola, otro ayudando. Sterner tenía que atender varios hornos, de modo que el poeta se limitó a manejar el soplador y el puntel. Para calcular su peso y acostumbrar sus dedos al desconocido talego contempló a los otros atentamente, observando todos sus movimientos, que efectuaban con la solemnidad de un rito.
De pronto se presentó Sterner, con una evidente expresión de ansiedad en los ojos.
—La Guardia de la Compañía está registrando esta zona. Si te quedas aquí, tienes que trabajar.
El poeta asintió y enrolló un pedazo de masa en la punta del soplador. Calculó la cantidad de masa necesaria con la mayor precisión y empezó a trabajar.
Apenas se dio cuenta de la llegada del oficial de la Guardia. No era ya un poeta, era una figura sudorosa siluetándose contra la rojiza claridad de la boca de uno de los hornos. El oficial habló con Sterner, el cual se apresuró a mostrarle el taller. Se detuvieron delante del poeta, que en aquel momento hacía girar el soplador para dar forma concéntrica a la masa, con una sonrisa en los labios.
—Estamos buscando a un extranjero que ayer pasó por Menatia —dijo el oficial—. Es muy posible que haya venido a Klitz.
—¿Un vidriero? —preguntó Sterner.
—No, creo que es un poeta. Es un ratón de biblioteca y un agitador de masas.
—Puede usted echar una mirada por aquí —dijo Sterner—, pero sólo verá vidrieros.


Van Tere enrolló fácilmente la masa sobre el bloque de mármol y con paciente habilidad sopló a través del tubo de acero hasta formar un globo de vidrio de espesas paredes. Luego recalentó el vidrio y sopló y enrolló y modeló como un consumado artífice. El oficial de la Guardia se quedó contemplando cómo trabajaba, admirado por su maestría.
—No creo que esté aquí —dijo el oficial, mirando a su alrededor.
—Entonces —dijo Sterner—, tendrá que disculparme, pero debo atender a mi trabajo.
Van Tere había modelado un maravilloso jarrón. Sterner le ayudó a modelar el pie. Los dos hombres trabajaron en colaboración hasta que el jarrón estuvo terminado. A continuación lo introdujeron en el horno de recocido donde debía tener lugar el lento y prolongado enfriamiento.
—Un trabajo maravilloso —dijo el oficial de la Guardia mientras se marchaba—. Antes de ingresar en la milicia estuve empleado también en una fundición de vidrio.
El poeta se secó el sudor que empapaba mi frente. Los ojos de Sterner reflejaban su admiración, y detrás de su admiración... el temor.
—Ahora tienes que marcharte de aquí, ya que no puedo correr más riesgos. Espero que hayas encontrado lo que buscadas.
Pero el poeta no le contestó. Estaba mirándose las manos y recordando la sensación del vidrio, preguntándose dónde había "sentido" un vidrio como aquél antes de su viaje a Largo.
Desde Klitz, el poeta tomó el camino de las montañas, descendiendo por la ladera occidental hasta las tierras bajas, donde los rastrojos azulados de los campos seguían esperando la codiciosa atención de los campesinos. Cuando amaneció había dejado Klitz muy atrás. Junto al tronco de un árbol descubrió una espiga que los segadores no habían cortado. La arrancó y la colocó en la cinta de su sombrero, como si fuera una pluma.
La cosecha había sido ubérrima en toda la región; el suelo era feraz y los pocos tallos que quedaban en pie aparecían doblados por el peso del grano. El sacerdote de Menatin no se había equivocado en sus cálculos. Aquí, como en otras partes, había habido una espléndida cosecha. ¿Por qué mentía la Compañía, afirmando todo lo contrario y diciendo que se acercaba una época de hambre?
Detrás del poeta, azul y verde, el amanecer de Largo se extendía a través del cielo, anunciando el suave sol de otoño. El poeta se estremeció ligeramente, no a causa del aire fresco, sino debido a la opresiva sensación que turbaba su pensamiento. Y, alzando el cuello de su chaqueta contra un imaginario viento, continuó su marcha hacia Port Suma.
En la plaza central, un mendigo ciego cogió diestramente al vuelo la moneda de plata y le dio las gracias con una sola palabra: 
—¡Policía!
El poeta lanzó al aire otra moneda de plata que fue atrapada tan diestramente como la primera.
—¿Dónde y cuántos?
—Seis, señor. En el hotel. Han tendido una trampa. 
Se pasó significativamente un dedo por la garganta.
—Gracias —dijo el poeta—. Me has servido muy bien.
Dejando al mendigo convertido en un hombre relativamente rico, se encaminó hacia el hotel.
Su habitación había sido registrada. Los cajones estaban abiertos, el empapelado de las paredes arrancado, y todas sus maletas vaciadas sobre la cama.
—¿Encontraron ustedes lo que buscaban?
El capitán Standez estaba asomado a la ventana. Al oír la voz del poeta se volvió bruscamente.
—No, aunque no esperaba encontrar nada especial. Sé que anda usted detrás del secreto del vidrio de Largo, pues de no ser así no hubiera ido a Klitz.
—No puede usted probar nada —dijo tranquilamente el poeta.
—En Largo no necesitamos muchas pruebas. Un confidente le vio a usted en Menatin e informó a la Guardia de la Compañía. Sospecharon que iría usted a Klitz y también los motivos de su viaje. Ahora me han comunicado oficialmente que está usted aquí, y me han dado una buena reprimenda por no haber informado acerca de su llegada.
—Un mal día, ¿verdad?
El poeta apartó algunos de los objetos que llenaban su cama y se sentó.
—Peor hubiera sido para usted —dijo Sterner—, si el registro hubiese sido encomendado a la Guardia de la Compañía. A estas horas echaría usted de menos las uñas de sus manos, y estaría esperando que le arrancaran las de los dedos de los pies.
—¡Oh, no! Si la Guardia de la Compañía hubiese efectuado este registro a estas horas me encontraría a veinte millas de aquí.
Sandez dirigió una mirada al pequeño grupo de mendigos reunidos delante del hotel.
—No lo dudo.
—¿Conoce usted algún motivo razonable para que no le detenga y le entregue a la Guardia de la Compañía?
—Conozco un centenar de motivos, pero me limitaré a citarle uno. ¿Ha oído usted hablar de un sacerdote llamado Joseph Hervey que regentaba la Misión de Menatin?
—Le conozco muy bien. He vivido mucho tiempo en Menatin.
—Pues bien, fue asesinado a sangre fría por la Guardia de la Compañía. Luego incendiaron la Misión. Su delito fue creer en la humanidad. ¿Qué opina usted de eso capitán?
Sandez permaneció silencioso largo rato.
—No está en mis manos el cambiar las cosas —dijo finalmente—. Soy como la gran mayoría de los hombres: Me inclino ante el poder, y mantengo la boca cerrada. Eso me permite tener un lecho seguro, aunque no duerma en él muy profundamente.
—Entonces, estoy en sus manos —dijo van Tere con resignación—. Si usted no quiere ayudarse a si mismo, yo no puedo ayudarle. Pero no me entregará vivo a la Guardia de la Compañía.
—Eso es lo que creo —dijo Standez—. Y por ello voy a correr un riesgo. A la puesta del sol saldrá de Port Suma un carguero Axial. Sé que puede costarme el empleo, pero procuraré que embarque usted en ese carguero.

Standez andaba muy erguido, con aire marcial, a pesar de cojear ligeramente a causa de una antigua herida en la pierna. En cambio, el poeta corveteó a través de los cobertizos de la Aduana como un payaso, ante la mirada suspicaz de los dos agentes que le seguían, pistola en mano.


Cuando llegaron al pie de la escalerilla de la nave, Standez tendió su mano a van Tere y en su voz había una nota de pesar al decir:
—¡Adiós, poeta! Ha llegado el momento de separarnos. Hasta cierto punto, estoy decepcionado. Se presentó usted aquí con la promesa de un león, y se marcha con la mansedumbre de un cordero. Por un momento, había llegado a creer que podía ofrecernos algo.
—No juzgue nunca por las apariencias —dijo el poeta—. De mí siempre puede esperarse lo más absurdo. Nunca dejo las cosas a medio hacer. Por eso puedo asegurarle que cuando esta nave despegue, despegará con ella el poder de la Compañía de Largo.
Standez se quedó mirándole, con una expresión mezcla de esperanza y de incredulidad.
—¿El vidrio, acaso? No, no es posible.
—Sí, el secreto del vidrio —dijo el poeta—. En seis meses anularé a la Compañía en los mercados Galácticos. Y, sin los ingresos que le proporcionan las exportaciones, la Compañía no podrá sobrevivir. Ya ve si es fácil acabar con una tiranía...
El poeta entró en la nave. Standez permaneció unos instantes con la mirada clavada en la puerta por la que acababa de desaparecer Jason van Tere. Luego se llevó la mano a la visera de la gorra y se alejó con aire pensativo.
A bordo de la nave, el poeta cogió la espiga que adornaba su sombrero y la golpeó suavemente contra la mesa hasta que se desprendieron los granos. Hizo un pequeño montón con ellos y pasó sus dedos una y otra vez por los hinchados granos de trigo. Luego se acercó a la mirilla y contempló la redondeada mole de Largo, que iba empequeñeciéndose debajo de él.
—¡Adiós, corazones pusilánimes!
La historia del Hombre está entretejida con hilos de vidrio. La obsidiana en estado natural fue utilizada para endurecer las puntas de las lanzas y las flechas de la Edad de Piedra, y el vidrio elaborado por la mano del hombre tenía diez mil años de historia cuando nació Jesús de Nazaret. ¿Pero cuáles fueron los orígenes del vidrio?
¿Se produjo por la fusión accidental de arena y sosa en la fogata de algún artesano primitivo? O, quizá, por la rara coincidencia de que las cenizas de los cereales quemados, al ser fundidas, producían uno de los numerosos tipos de vidrio... como ocurría en Largo, donde las cosechas eran quemadas y fundidas para producir el milagroso vidrio, admiración de toda la Galaxia.


FIN

2025/10/06

El brazo de la ley (Harry Harrison)


Título original: Arm of the Law
Año: 1958


Era un enorme ataúd de madera que parecía pesar una tonelada. El musculoso individuo se limitó a introducirlo a través de la puerta de la Comisaría y dio media vuelta dispuesto a marcharse. De modo que tuve que gritarle a su espalda:
—¿Qué diablos es eso?
—¿Cómo quiere que lo sepa? —inquirió a su vez mientras se introducía en la cabina—. Lo único que sé es que ha llegado esta mañana en el cohete de la Tierra.
Dicho lo cual, puso el camión en marcha y desapareció envuelto en una nube de polvo rojo.
—Bromistas —gruñí para mí mismo—. Marte está lleno de bromistas.
Cuando me incliné sobre la caja para examinarla, noté un acre sabor a polvo. El jefe Craig debió haber oído el escándalo, ya que salió de su oficina y me ayudó a examinar la caja.
—¿Cree que es una bomba? —me preguntó en tono preocupado.
—¿Por qué iba a molestarse alguien en enviarla..., especialmente en un cacharro de este tamaño? Y desde la Tierra.
El jefe asintió y dio la vuelta para mirar por el otro lado. En el exterior de la caja no constaban las señas del remitente. Al fin decidimos abrirla. Tras ímprobos esfuerzos conseguí desprender la tapa.
Así fue cómo entablamos conocimiento con Ned. Y todos hubiéramos sido mucho más dichosos si el conocimiento hubiera terminado allí. Si hubiésemos vuelto a clavar la tapa y devuelto el envío a la Tierra... Ahora sé lo que quieren decir cuando se refieren a la Caja de Pandora.
Pero nos limitamos a quedarnos al lado de la caja, en pie, como dos embobados.
Ned permanecía completamente inmóvil devolviéndonos la mirada.
—¡Un robot! —dijo el jefe.
—Muy observador; se nota que ha pasado usted por la academia de policía.
—¡Ja, ja! Ahora vamos a enterarnos para qué lo han enviado.
Yo no había pasado por la academia, pero esto no fue obstáculo para que encontrara la carta. Sobresalía ligeramente del interior de un voluminoso libro en un departamento de la caja. El jefe tomó la carta y la leyó con muy poco entusiasmo.
—¡Bien, bien! Los de la United Robotics se han vuelto locos: "Los robots, convenientemente utilizados, pueden resultar muy valiosos en los trabajos policiales...". Quieren que colaboremos en una especie de test... "El robot que incluimos es el último modelo experimental; está valorado en ciento veinte mil créditos".
El jefe y yo dirigimos de nuevo nuestra mirada al robot, compartiendo el deseo que la caja, en vez de contenerle a él, hubiera contenido los ciento veinte mil créditos. El jefe frunció el ceño y movió los labios mientras terminaba de leer la carta. Me pregunté cómo íbamos a sacar al robot de su ataúd.
Experimental o no, era un modelo realmente impresionante. Llevaba un uniforme de color azul marino, aunque los casquillos, circuitos, etc., eran de metal dorado. Alguien se había estado devanando los sesos más de una hora para conseguir aquel efecto. El parecido del robot con un policía de uniforme era extraordinario, y conste que en estas palabras no hay ninguna segunda intención. Lo único que parecía faltarle era la insignia y el revólver.
Entonces me di cuenta del débil brillo de los ojos de cristal del robot. Nunca se me había ocurrido que "aquello" pudiera funcionar por sí mismo. Pero no se perdía nada con probarlo.
—Sal de esa caja —dije.
El robot se irguió con la rapidez de un cohete, plantando sus dos pies delante de mí y llevándose la mano derecha a la sien.
—Robot Policía Experimental, número de serie XPO-456-934B, a sus órdenes, señor.
Su voz vibraba de atención y casi pude oír el zumbido de aquellos tensos músculos de cable. Podía tener caderas de acero inoxidable y un montón de alambres por cerebro, pero me produjo el mismo efecto de un agente de verdad. El hecho que tuviera la estatura de un hombre, dos brazos y dos piernas, y llevara aquel uniforme, ayudaba a aquel efecto. Lo único que tenía que hacer era entrecerrar un poco los ojos, y allí estaba Ned, el agente novato, recién salido de la escuela y dispuesto a entrar de servicio. Sacudí la cabeza para alejar aquella fantasía. Lo que tenía delante de mí no eran más que dos metros de máquina que unos sabios habían construido para divertirse un poco.
—Descansa, Ned —dije. Ned seguía saludando—. Puedes relajarte. Si continúas tan tenso puedes herniarte. Y, de todos modos, yo no soy más que el sargento. El jefe de Policía es éste...
Ned dio media vuelta y se encaró con Craig con la misma ligereza de movimientos de una máquina bien engrasada. El jefe se limitó a contemplarle como a algo que hubiera caído del cielo repentinamente, mientras Ned repetía su rutinaria presentación.
—Me pregunto si sabrá hacer algo que no sea saludar y presentarse —dijo el jefe mientras daba la vuelta al robot examinándolo de arriba abajo.
—Las funciones, operaciones y normas de actuación responsable de los Robots Policía Experimentales están definidas en las páginas 184 a 213 del manual. 
La voz de Ned se apagó durante unos segundos mientras se volvía a hurgar en su caja para sacar el volumen que acababa de mencionar.
—En las páginas 1.035 a 1.267, inclusive, se encuentra una ampliación más detallada de aquellas normas.
El jefe, que era incapaz de leer la página cómica de un periódico de un tirón, le dio vuelta entre sus manos al volumen de seis pulgadas de espesor, como si fuera a morderle. Cuando hubo adquirido una vaga idea de lo mucho que pesaba y de la calidad de su encuadernación, lo dejó sobre la mesa de mi oficina.
—Cuídese de eso —me dijo, encaminándose hacia su despacho—. Y también del robot. Haga algo con él.
La capacidad de atención del jefe no había sido nunca muy grande, y esta vez había sido tensada hasta el máximo.
Empecé a hojear el libro pensativamente. Nunca había tenido el menor contacto con robots, de modo que sabía de ellos lo mismo que cualquier hombre de la calle. Probablemente menos. El libro estaba muy bien impreso, con abundantes fórmulas matemáticas, diagramas, mapas en nueve colores, etcétera. Había que leerlo con mucha atención. Una atención que yo no estaba dispuesto a prestarle de momento. Cerré el libro y contemplé al nuevo empleado de la ciudad de Nineport.
—Detrás de la puerta hay una escoba. ¿Sabes utilizarla?
—Sí, señor.
—Entonces vas a barrer esta habitación, procurando levantar la menor cantidad de polvo posible.
Realizó un trabajo perfecto.
Contemplé ciento veinte mil créditos de maquinaria barriendo mi oficina y me pregunté por qué lo habrían enviado a Nineport. Probablemente porque en el Sistema Solar no había otro destacamento de policía más pequeño y menos importante que el nuestro. Los técnicos habrían supuesto que éste era un buen campo de pruebas. Si la cosa fracasaba, no tendría la menor repercusión. Se presentaría alguien para redactar un informe y asunto terminado. Bueno, no quedaba duda que ellos habían escogido el lugar adecuado. Nineport no era el desierto, pero le faltaba muy poco para serlo.


Por eso precisamente estaba yo allí. Yo era el único policía "de verdad" del destacamento. Necesitaban al menos uno para hacerse la ilusión del hecho que los engranajes de la ley funcionaban debidamente. El jefe, Alonzo Craig, era un inepto que había aceptado aquella plaza por la paga, que le permitiría regresar a la Tierra con sus buenos ahorros. Y había otros dos agentes. Uno de ellos viejo, que estaba borracho la mayor parte del tiempo. Y otro muy joven y atolondrado, como todos los jóvenes. Yo había pasado diez años en las fuerzas de la policía metropolitana, en la Tierra. El motivo por el que saliera de ellas no le importa a nadie. He pagado con creces cualquier error que pudiera haber cometido con este destino en Nineport.
Nineport no es una ciudad; es sólo un lugar de paso. Los únicos ciudadanos permanentes son los que abastecen a los que van de camino. Hoteleros, tahúres, taberneros, etc.
Es un puerto espacial, pero sólo llegan naves de transporte, para recoger el metal de algunas minas que siguen funcionando. Y algunos de los que están establecidos aquí se presentan en busca de provisiones. Podría decirse que Nineport es una ciudad que acaba de perder el barco. Dentro de cien años no creo que quede ni rastro de ella. De todos modos, yo no estaré ya aquí, así que me importa un comino.
Volví mi atención al libro de entradas. Cinco borrachos en la jaula, una riña nocturna... Mientras tomaba nota se presentó Fats arrastrando al sexto.
—Se ha encerrado en el lavabo de señoras del espaciopuerto y se ha resistido a la detención —informó.
—Enciérrelo con los otros.
Fats se llevó a su víctima arrastrándola, tal como la había traído. Siempre me ha maravillado la habilidad que demuestra Fats para manejar a los borrachos, dado el caso que generalmente va más cargado que ellos. Nunca le he visto tambalearse ni completamente sobrio. Pero para entendérselas con los borrachos no tiene rival. Seguramente porque comparte sus mismos instintos naturales. Fats cerró la puerta de la jaula detrás del número seis y regresó a mi oficina.
—¿Qué es eso? —preguntó, contemplando al robot a lo largo de la purpúrea belleza de su nariz.
—Un robot. He olvidado el número que su madre le dio en la fábrica, de modo que podemos llamarle Ned. Va a trabajar aquí.
—¡No está mal! Podrá limpiar la jaula en cuanto saquemos de ella a esos tipos.
—Eso es trabajo mío —dijo Billy, que entró en aquel momento. Agarró su porra y frunció el ceño por debajo de la visera de su gorra de uniforme. No es que Billy sea estúpido; lo que ocurre es que la mayor parte de su fuerza se ha acumulado en su espalda en vez de acumularse en su cerebro.
—Desde ahora será el trabajo de Ned, porque voy a ascenderte. A partir de hoy me ayudarás en algunos de mis trabajos.
Billy se enfurecía a veces, y yo temía que su enorme fuerza pudiera acarrearle algún disgusto. Mi explicación le tranquilizó, ya que se sentó al lado de Fats y se dedicó a contemplar cómo Ned limpiaba el suelo.

Las cosas siguieron de este modo durante una semana aproximadamente. Ned se entregaba a su tarea con tanto entusiasmo, que la Comisaría no tardó en adquirir un aspecto positivamente antiséptico. El jefe, que siempre tenía un ojo abierto para esta clase de cosas, descubrió que Ned podía archivar la tonelada de informes atrasados que llenaban su oficina.
Todo esto mantenía ocupado al robot, y nos acostumbramos a él hasta el punto que apenas nos dábamos cuenta de su presencia. El propio Ned trasladó su caja al almacén y se arregló allí una especie de ataúd-cama. El manual quedó enterrado en mi mesa-escritorio y nunca se me ocurrió volver a hojearlo. De haberlo hecho, podría haber visto algunos de los grandes cambios que se aproximaban. Ninguno de nosotros tenía la más ligera idea de lo que un robot puede o no puede hacer. Ned ejercía las funciones de hombre de limpieza-archivador, y así debería haber continuado. Y hubiera continuado así si el jefe no hubiera sido tan perezoso. La cosa empezó del siguiente modo: Eran las nueve de la noche aproximadamente, y el jefe se disponía a marcharse cuando llegó la llamada. El jefe levantó el receptor, escuchó unos instantes y volvió a colgar.
—El bar de Greenback. Otro atraco. Dicen que vayamos en seguida.
—Esto es una novedad. Falta un mes para que se inicien los atracos. ¿Para qué diablos paga lo que China Joe le exige si no va a protegerle?
El jefe se mordió pensativamente el labio inferior durante un buen rato y finalmente tomó una decisión.
—Será mejor que vaya usted allí para ver qué pasa.
—A sus órdenes —dije, poniéndome la gorra—. Pero no hay nadie más por aquí, y tendrá que quedarse usted de guardia en la oficina hasta que yo regrese.
—¡Vaya una lata! —murmuró—. Me estoy muriendo de hambre y me fastidia mucho tener que quedarme aquí sentado esperando.
—Yo iré a hacer el informe —dijo Ned dando un paso hacia adelante y haciendo su bien engrasado saludo.
Al principio el jefe no lo tomó en serio. Era como si un renacuajo acabara de ofrecerse para sustituirle en su trabajo.
—¿Cómo podrías hacer tú un informe? —gruñó, devolviendo el renacuajo a su sitio.
Pero la frase, que pretendía ser insultante, le salió en forma de pregunta. Y en menos de tres minutos Ned le hizo al jefe un resumen de las actividades a desarrollar por un oficial de policía para hacer un informe de un atraco o de un robo cuya denuncia acabara de recibirse. Por la mirada de asombro que apareció en los salientes ojos del jefe comprendí que Ned acababa de sobrepasar todas las posibilidades de comprensión de mi superior.
—¡Basta! —balbuceó finalmente Craig—. Si sabes tanto, ¿por qué no haces un informe?
Lo cual me sonó como otra versión del si eres tan listo, ¿por qué no eres rico?, que solíamos decir a los muchachos aplicados en la escuela. Ned, por lo visto, se lo tomó al pie de la letra y se volvió hacia la puerta.
—¿Quiere usted decir que desea que haga un informe sobre ese atraco?
—Sí —dijo el jefe, sólo para librarse de él, y vimos desvanecerse su forma azul a través de la puerta.
—Debe ser más listo de lo que parece —dije—. Ni siquiera ha preguntado dónde está situado el bar de Greenback.
El jefe asintió y el teléfono sonó otra vez. Su mano descansaba aún sobre el receptor, de modo que lo levantó con un movimiento reflejo. Escuchó durante unos instantes, y por la palidez que adquirió su rostro se hubiera dicho que alguien le estaba extrayendo la sangre del cuerpo.
—Los atracadores continúan en el bar —balbució finalmente—. Llama el chico de Greenback..., para preguntar qué estamos haciendo. Dice que está escondido debajo de una mesa en la trastienda...
No oí el resto porque crucé la puerta corriendo y subí al automóvil oficial de un salto. Podían ocurrir un centenar de cosas si Ned llegaba allí antes que yo. Disparos, heridos, montones de cosas. Y la policía cargaría con las culpas por enviar a un robot a efectuar el trabajo de un agente. Nunca había sentido calor en Marte, pero en aquellos momentos estaba sudando.


Nineport tiene catorce reglas de tráfico y las quebranté todas antes de haber recorrido una manzana. A pesar de mi rapidez, Ned fue más rápido que yo. Cuando di la vuelta a la esquina le vi abrir la puerta del establecimiento de Greenback y meterse dentro. Destrocé los frenos, pero llegué a tiempo de obtener un asiento de primera fila.
Los atracadores eran dos. Uno de ellos estaba detrás del mostrador revisando el contenido de la caja. El otro montaba guardia al otro lado. Sus armas no estaban a la vista, pero el espectáculo de Ned, embutido en su chaqueta azul y entrando en el establecimiento como un huracán, fue demasiado para sus excitados nervios. Empuñaron rápidamente sus pistolas mientras Ned se paraba en seco. Empuñé mi propio revólver, esperando ver salir volando por la ventana, de un momento a otro, trozos de robot.
Los reflejos de Ned eran excelentes. Lo cual es de esperar, supongo, de un robot.
"TIREN SUS ARMAS. QUEDAN USTEDES DETENIDOS".
Su voz resonó con tanta fuerza, que mis tímpanos vibraron largo rato. El resultado fue el que podía esperarse. Los dos pistoleros dispararon a la vez, y el aire se llenó del zumbido de los proyectiles. Los cristales de la puerta saltaron hechos añicos y me dejé caer sobre mi estómago. Por el ruido de los disparos, supe que ambos maleantes soltaban bombones del 50. Unos bombones que lo atraviesan todo.
Pero a Ned no parecían causarle el menor efecto. La única medida de precaución que adoptó fue la de cubrirse los ojos. Una especie de pantalla provista de una pequeña abertura cayó sobre ellos. A continuación avanzó hacia el primer pistolero.
Sabía que Ned era rápido, pero no creía que tanto. Un par de proyectiles se estrellaron contra él mientras cruzaba la sala, pero antes que el atracador pudiera variar su puntería Ned se había apoderado de su pistola. Agarró al ladrón de un brazo, haciéndole objeto de la llave más diabólica que yo había visto hasta entonces, y cuando la pistola cayó de los inertes dedos la agarró limpiamente en el aire. Con el mismo movimiento con que introdujo la pistola en uno de sus bolsillos, sacó un par de esposas y las colocó rápidamente en las muñecas del atracador. El atracador número dos se encaminaba rápidamente hacia la puerta, y yo estaba esperándole para hacerle objeto de un caluroso recibimiento. Pero, no fue necesario. Había recorrido la mitad del camino cuando Ned se plantó delante de él. Cuando el asombrado pistolero quiso reaccionar, se encontraba esposado y caído en el suelo, junto a su compañero.
Entré en el bar, le pedí a Ned las armas de los bandidos y llevé a cabo la detención oficial. Esto fue todo lo que Greenback vio al salir de su escondrijo de detrás del mostrador, y era lo único que yo deseaba que viera. El suelo estaba materialmente cubierto de trozos de vidrio, y el establecimiento olía como el interior de una botella de Jack Daniels. Greenback empezó a aullar como un lobo al contemplar aquellos destrozos. No parecía estar enterado de la llamada telefónica que nos puso sobre aviso, de modo que entré en la trastienda y allí encontré al chico que había hecho las llamadas.
Resultó ser un caso de supina ignorancia. El chico sólo llevaba unos días al servicio de Greenback, y no sabía que al producirse un atraco había que avisar a los hombres de China Joe en vez de llamar a la policía. Le dije a Greenback que aleccionara mejor al chico, para evitar estropicios como los que acababan de producirse. Luego empujé a los dos esposados atracadores hacia el automóvil. Ned subió con ellos y los tres se instalaron en el asiento posterior.
El jefe seguía sentado en su oficina, tan pálido como antes, cuando nos presentamos delante de él. No lo hubiera creído posible, pero palideció un poco más.
—De modo que los ha detenido —murmuró. Antes que yo pudiera contestar, le asaltó una segunda y más terrible idea. Agarró a uno de los pistoleros por la manga de la camisa, y le dijo—: Tú perteneces a la banda de China Joe, ¿no es cierto?
—No conozco a ningún China Joe. Hemos llegado hoy mismo a esta ciudad, y...
—Independiente, por Dios —suspiró el Jefe, dejándose caer en su sillón—. Encierre a estos hombres y dígame rápidamente lo que ha sucedido.
Metí a los dos pistoleros en la jaula y luego, de regreso en la oficina del jefe, levanté un dedo no demasiado firme hacia Ned.
—Aquí está el héroe —dije—. Los capturó a los dos con una sola mano. Es el robot-huracán, capaz de barrer todo el mal de esta depravada comunidad. Y es a prueba de balas, también.
Pasé un dedo por el amplio pecho de Ned. La pintura había desaparecido en muchos lugares, arrancada por los proyectiles, pero el metal apenas estaba arañado.
—Esto va a producirme muchos quebraderos de cabeza —gimió el Jefe.
Yo sabía que se estaba refiriendo a los muchachos que manejaban el negocio de la protección. A los hombres de China Joe no les gustaba que se produjeran tiroteos y detenciones sin su aprobación. Pero Ned creyó que el Jefe tenía otra clase de preocupaciones, y se apresuró a aclarar la situación.
—No habrá ninguna dificultad —dijo—. En ningún momento he violado ninguna de las Leyes Restrictivas Robóticas, las cuales forman parte de mis circuitos de control y son, por lo tanto, completamente automáticas. Los hombres que empuñaron sus pistolas violaron la ley robótica y la humana al recurrir a la violencia, primero con amenazas y luego con hechos. No he lastimado a esos hombres..., me he limitado a detenerles.
Aquello estaba por encima de la capacidad de comprensión del Jefe, pero a mí me gustaba creer que era capaz de entenderlo. Y me había estado preguntando cómo era posible que un robot —una máquina— pudiera estar involucrado en cosas tales como la violación de la ley. Ned tenía también la respuesta para esto.
—Los robots han estado desempeñando estas funciones durante muchos años. ¿Ha olvidado usted los medidores automáticos de velocidad para determinar si los automovilistas violaban las reglas de tráfico? Un robot detector de alcohol está más capacitado que un oficial de policía para juzgar si un conductor ha bebido demasiado. En cierta época, los robots podían incluso tomar decisiones acerca de la conveniencia de matar. Antes de la promulgación de las Leyes Restrictivas Robóticas, los apuntadores automáticos de cañones eran de uso general. Su desarrollo final fue una batería completa de cañones antiaéreos de largo alcance. El explorador automático localizaba a todas las aeronaves en un radio determinado. Las que no enviaban correctamente la señal de identificación eran detenidas y en caso necesario destruidas por unos cañones automáticos..., disparados por un mecanismo robot.
Los argumentos de Ned no podían ser discutidos. Lo único que podía reprocharle, tal vez, era su vocabulario de profesor universitario. Pero preferí desviar la dirección de mi ataque.
—Sin embargo, un robot no puede ocupar el puesto de un policía, que es un complicado trabajo humano.
—Desde luego que lo es, pero la función de un robot policía no consiste en ocupar el puesto de un policía humano. Fundamentalmente, yo combino las funciones de numerosas piezas del mecanismo policial, integrándolas y haciéndolas asequibles inmediatamente. Además, puedo ayudar a los procedimientos mecánicos de la ley. Si usted detiene a un hombre, le coloca las esposas. Pero si me ordena a mí que lo haga, yo no tomo ninguna decisión moral. No soy más que una máquina que coloca unas esposas a un hombre...


Mi mano se alzó para detener el torrente de argumentos robóticos. Ned estaba atiborrado hasta las orejas de hechos y de cifras, y yo sabía que llevaba las de perder si insistía en discutir con él. Cuando Ned detuvo a los atracadores no quebrantó ninguna ley, desde luego. Pero existen otras leyes, aparte de las que están contenidas en los códigos.
—China Joe no se sentirá muy satisfecho cuando se entere de esto —dijo el jefe, expresando mis propios pensamientos.
La Ley de la Selva. La que no figura en los códigos. La que regía en Nineport. El lugar era lo suficientemente grande para albergar a una notable población de jugadores de ventaja, y de explotadores del vicio en todas sus formas. Una población gobernada por China Joe. Lo mismo que el departamento de policía. Nos tenía a todos en su bolsillo, y era él quien pagaba realmente nuestros sueldos. Y éstas no eran cosas que uno pudiera explicarle a un robot.
—Sí, China Joe...
De momento creí que era el eco de las palabras que acababa de pronunciar el jefe, pero luego me di cuenta que alguien acababa de entrar en la oficina. Alguien llamado Alex. Dos metros de hueso, músculo y mala intención. El brazo derecho de China Joe. Obsequió con una pálida sonrisa al jefe, el cual se hundió todavía más en su sillón.
—China Joe desea que le explique usted las causas por las cuales sus agentes van por ahí deteniendo a la gente y provocando el destrozo de botellas de excelente licor. Lo del licor es lo que le ha puesto más furioso. Dice que ya está harto de usted, y que después de esto, puede...
—Queda usted detenido, de acuerdo con el artículo 46, párrafo 19, de las normas revisadas...
Ned había actuado antes que pudiéramos darnos cuenta del hecho que se movía. Delante de nuestras propias barbas, estaba deteniendo a Alex y firmando nuestras sentencias de muerte.
Alex no era lento. Mientras se volvía para ver quién le había agarrado, empuñaba ya su revólver. Disparó una sola vez, directamente contra el pecho de Ned, antes que el robot se apoderase del arma y esposara al pistolero. Mientras todos los presentes boqueábamos como peces sacados del agua, Ned recitó el pliego de cargos en un tono que, me atrevería a jurar, era de satisfacción.
—El detenido es Peter Rakjomskj, alias Alex el Hacha, reclamado en Ciudad Canal por asalto a mano armada e intento de asesinato. Reclamado también por la policía local de Detroit, Nueva York y Manchester, bajo la acusación de...
—¡Quítenme esto de encima! —aulló Alex.
Podíamos haberlo hecho, y haber tratado de arreglar las cosas, si Benny Bug no hubiera oído el disparo. Asomó la cabeza por la puerta de la oficina el tiempo justo para echar una asombrada ojeada a lo que estaba sucediendo allí.
—¡Alex! ¡Se están cargando a Alex!
Inmediatamente desapareció, y cuando corrí hacia la puerta ya no pude ver a nadie. Los muchachos de China Joe siempre circulaban por parejas. Y, pasados diez minutos, el propio China Joe estaría enterado de todo.
—Hazle la ficha —le dije a Ned—. Soltarle ahora no solucionaría nada. De todos modos, ha empezado ya el fin del mundo.
En aquel momento entró Fats, murmurando algo en voz baja. Al verme, disparó el pulgar por encima de su hombro.
—¿Qué pasa? He visto el pequeño Benny Bug salir de aquí como alma que lleva el diablo y desaparecer en su automóvil a toda velocidad...
Entonces, Fats vio a Alex con las esposas puestas e inmediatamente se le disiparon los efectos de la borrachera. Se quedó con la boca abierta un par de segundos, y luego su cerebro empezó a funcionar. Sin tambalearle lo más mínimo, se acercó a la mesa del jefe y depositó sobre ella su insignia de policía.
—He llegado a la conclusión que soy demasiado viejo y demasiado bebedor para pertenecer a la policía. Por lo tanto, acepte mi dimisión. Porque si quien yo sé me encuentra aquí cuando se presente con sus amigos, no viviré un día más para contarlo.
—Rata —gruñó el jefe a través de sus apretados dientes—. Abandona el barco cuando se está hundiendo. ¡Rata!
Fats dio media vuelta y se marchó.
A partir de aquel momento, el Jefe pareció despreocuparse de todo. Ni siquiera parpadeó cuando recogí la insignia de Fats de encima de su mesa. No sé por qué lo hice; tal vez porque pensé que era de justicia. Ned había empezado todo el lío, y yo estaba lo bastante furioso como para desear que le tocara también su parte, en el momento del desenlace. En su pecho había dos anillas, y no me sorprendió descubrir que la insignia encajaba perfectamente en ellas.
—Ahora, ya eres un verdadero policía —le dije, en tono sarcástico.
Debí tener en cuenta que los robots son inmunes al sarcasmo. Ned se tomó mis palabras muy en serio.
—Éste es un gran honor, no solamente para mí sino para todos los robots. Procuraré cumplir lo mejor posible todas mis obligaciones.
Me pareció oír estremecerse de alegría a todos sus cables mientras llenaba la ficha de Alex.
Si la situación no hubiese sido tan mala, hubiera gozado de veras con el espectáculo de Ned en acción. Llevaba almacenado en su cuerpo más material policíaco del que Nineport había tenido nunca. De una de sus caderas surgió un tampón, y Ned apoyó en él los dedos de Alex, haciéndolos rodar ligeramente, para estamparlos a continuación en una cartulina. Luego mantuvo apartado al detenido a la distancia de su brazo, mientras algo producía un ruido seco en su abdomen; unos segundos después caían dos instantáneas de una abertura lateral. Las fotos quedaron pegadas a la cartulina. Un espectáculo realmente fascinante, aunque no quise continuar presenciándolo. Tenía cosas más importantes en que pensar. Como en seguir viviendo, por ejemplo.
—¿Se le ocurre algo, jefe?
Por toda respuesta obtuve un gruñido. En aquel momento se presentó Billy, el resto de la plantilla. Le expuse claramente la situación, diciéndole que podía escoger entre quedarse o marcharse. Sea por estupidez, sea por bríos, escogió quedarse, y me sentí orgulloso de él. Ned fue a encerrar al detenido y empezó a barrer.
Así estábamos cuando se presentó China Joe.
A pesar del hecho que le estábamos esperando, su llegada nos puso el corazón en un puño. Le acompañaban los más duros de sus hombres, que se mantenían agrupados ante la puerta. China Joe avanzó un paso, con las manos enterradas en las mangas de su larga túnica de mandarín. Sus facciones asiáticas eran completamente inexpresivas. No perdió el tiempo hablando con nosotros; se limitó a decir a sus hombres:
—Limpien esto, muchachos. El nuevo jefe de policía llegará dentro de unos momentos y no quiero que encuentre holgazanes remoloneando por aquí.
Esto me puso furioso. A pesar de todo, sigo siendo un policía. Sobornado y todo lo que se quiera, pero hay ocasiones en que el espíritu del Cuerpo pesa más que todas las consideraciones. Al mismo tiempo, sentía una gran curiosidad acerca de China Joe. En todo el tiempo que llevaba tratándole no había conseguido hacerme con un solo dato sobre su verdadera personalidad.


—Ned, échale un buen vistazo al tipo de la bata, y dime quién es.
Los circuitos electrónicos funcionaban muy de prisa. Ned disparó la respuesta casi inmediatamente.
—Es un seudo-oriental, que utiliza el color amarillento de su tez para crearse otra personalidad. No es chino. Ha sufrido también una operación en los ojos, cuyas cicatrices son aún visibles. Todo ello destinado, evidentemente, a ocultar su verdadera identidad, aunque las medidas Bertillón de sus orejas y de otros rasgos permiten identificarle. Está en la lista de Reclamados Especiales de la Interpol, y su verdadero nombre es...
China Joe estaba furioso, y con motivo.
—Ésta es la cosa..., el cacharro de hojalata dirigido por radio... Ya hemos oído hablar de él, y vamos a hacerle un regalo...
Entonces me di cuenta que uno de los tipos que acompañaban a China Joe estaba arrodillado detrás de un tubo lanzacohetes. Cargado con proyectiles antitanque, sin duda. Éste fue mi último pensamiento antes de oír el silbido del proyectil.
Es posible que aquella arma acabe con un tanque. Pero no puede cargarse a un robot. Al menos, no a un robot-policía. Ned se deslizaba por el suelo, boca abajo, cuando estalló la pared trasera: No hubo un segundo disparo. Ned agarró el tubo del bazooka y allí acabó la cosa.
Me refiero al arma antitanque, claro. Porque el verdadero escándalo empezó a continuación. Billy decidió que la persona que disparaba un proyectil antitanque en una comisaría de policía estaba quebrantando la ley, y avanzó con su porra en alto. Me arrimé a él, puesto que no quería perderme la diversión. Ned estaba debajo de un montón de cuerpos, pero yo estaba seguro que él sabría cuidar de sí mismo.
Resonaron un par de apagados disparos y alguien aulló. Después de esto nadie se atrevió a disparar, por miedo a herir a un compañero. Un tipo llamado Brooklyn Eddie me golpeó en la cabeza con la culata de su revólver. Para corresponder a su atención, le aplasté la nariz de un puñetazo.
Lo que siguió está envuelto en una especie de niebla. Pero recuerdo que el espectáculo fue de los que hacen época.
Cuando la niebla se disipó un poco, me di cuenta que yo era el único que estaba en pie. Mejor, dicho, apoyado. Menos mal que allí estaba la pared.
Ned entró por la puerta que daba a la calle arrastrando un paquete que tenía un leve parecido con Brooklyn Eddie. Tuve la fundada esperanza que aquello hubiera sido obra mía. Las muñecas de Eddie estaban esposadas. Ned le soltó amablemente junto al montón de pistoleros..., y repentinamente me di cuenta del hecho que todos llevaban la misma clase de esposas. Me pregunté vagamente si Ned las fabricaba a medida que las iba necesitando, o si las tenía almacenadas en una pierna hueca, o algo por el estilo.
Me dejé caer sobre una silla, profiriendo un suspiro de alivio.
Había manchas de sangre por todas partes, y si un par de los hombres de China Joe amontonados en el suelo no hubieran gruñido, hubiera creído que estaban todos muertos. Uno de ellos lo estaba, desde luego. Una bala le había atravesado el pecho, y la mayor parte de la sangre era probablemente suya.
Ned hurgó un momento en el montón y sacó a Billy al exterior. Estaba inconsciente, pero en su rostro se dibujaba una beatífica sonrisa y de su muñeca colgaban los astillados restos de su porra. Cuesta muy poco hacer dichosas a ciertas personas. Una bala le había atravesado la pierna, y no hizo el menor movimiento cuando Ned cortó la pernera de sus pantalones y le vendó la herida.
—El falso China Joe y otro hombre se han escapado en un automóvil —informó Ned.
—No te preocupes por ellos —conseguí balbucear—. No irán muy lejos.
Entonces me di cuenta que el jefe continuaba sentado en su sillón, tal como se encontraba al empezar el escándalo. Al acercarme a él comprobé que Alonzo Craig, Jefe de Policía de Nineport, estaba muerto.
Un solo disparo. Arma de calibre pequeño, tal vez un 22. Le había atravesado el corazón, y la escasa sangre que brotó de la herida quedó empapada por las ropas. Una pistola de pequeño calibre. Un arma fácil de ocultar en la manga de una túnica de mandarín.
Todo mi cansancio desapareció como por arte de magia. Lo único que sentía era una rabia ciega. Tal vez Craig no había sido el tipo más listo ni el más honrado del mundo. Pero no merecía un final como éste. Asesinado a sangre fría por un pistolero que creyó que le había traicionado.
Inmediatamente después caí en la cuenta que debía tomar una decisión. Con Billy fuera de combate y Pats dimitido, yo era todo el destacamento de policía de Nineport. Lo que tenía que hacer ahora era ponerme a salvo, antes que fuera demasiado tarde.
Ned entró en la oficina, recogió a dos de los bandidos y fue a encerrarlos en una de las celdas.
Tal vez fue la vista de su espalda azul, o tal vez estaba cansado de correr. Lo cierto es que tomé la decisión antes que mi cerebro llegara a definirla. Cuidadosamente, le saqué al Jefe su insignia dorada y me la coloqué en el lugar que ocupaba la que había llevado hasta entonces.
—El nuevo Jefe de Policía de Nineport —dije, sin dirigirme a nadie en particular.
—Sí, señor —dijo Ned, al pasar por mi lado.
Soltó a uno de los detenidos para saludarme, y luego reanudó su tarea. Le devolví el saludo.
 
La furgoneta del hospital se llevó al muerto y al herido. Cuando el médico me hubo curado y vendado la cabeza, mis ideas empezaron a aclararse. Ned fregó el suelo. Yo me tragué diez aspirinas y esperé a que mis ideas se hubieran aclarado del todo para decidir lo que tenía que hacer.
Cuando estuve en condiciones de meditar bien el asunto, la respuesta fue obvia.
Demasiado obvia. Invertí el mayor tiempo posible en volver a cargar mi revólver.
—Vuelve a llenar tu caja de esposas, Ned. Vamos a salir.
Como un buen policía, Ned no hizo ninguna pregunta. Al salir, cerré la puerta exterior y le entregué la llave a Ned.
—Toma. Es muy posible que seas el único que supere la prueba que hoy nos espera.
Para ir a la casa de China Joe di un gran rodeo con el coche, procurando alargar el viaje, tratando de descubrir otro modo de resolver la cuestión. No había otra solución. Se había cometido un asesinato, y su autor había sido Joe. Por lo tanto, tenía que detenerle.
Me detuve en la esquina para dar unas breves instrucciones a Ned.
—En aquel bar vive el individuo al cual seguiremos llamando China Joe hasta que dispongamos de tiempo para que me des un detallado informe acerca de él. Ahora no podemos entretenernos en eso. Lo que tenemos que hacer es presentarnos allí, detener a Joe y entregarlo a la justicia. ¿Entendido?
—Entendido —respondió Ned—. Pero, ¿no sería más sencillo detenerle ahora, cuando está marchándose en aquel automóvil, que esperar a que regrese?


El automóvil en cuestión pasó junto a nosotros a más de ochenta por hora. Apenas pude distinguir a Joe, instalado en el asiento trasero.
—¡Páralos! —grité, sin tener la menor idea de lo que podía hacer Ned para detener a un automóvil lanzado a aquella velocidad.
Pero, le había dado una orden, y Ned la cumplió. Asomó la cabeza por la ventanilla, y por primera vez me di cuenta del hecho que la mayor parte de su equipo estaba ubicado en su torso. Probablemente, incluso su cerebro estaba allí. Con aquel cañoncito en la cabeza, no debía quedar espacio en ella para nada más.
Un 75. En el lugar que tendría que haber ocupado su nariz se alzó una chapa, dejando al descubierto la boca del arma. Entre sus dos ojos. Para poder apuntar bien.
El BUM BUM casi me rompió los tímpanos. Desde luego, Ned era un tirador perfecto..., como lo hubiera sido yo, de haber tenido por cerebro una máquina de calcular. Los dos proyectiles destrozaron las ruedas traseras del automóvil, que empezó a zigzaguear peligrosamente, hasta que se detuvo en medio de la carretera. Eché a correr detrás de Ned. Esta vez, los bandidos no opusieron la menor resistencia, ni trataron de huir. La vista del humeante cañón que asomaba entre los dos ojos del robot resultaba demasiado impresionante. Y estoy convencido que éste había sido el efecto buscado por Ned al no ocultar la boca del arma. Probablemente había seguido algún curso de psicología en la escuela de robots.
En el automóvil había tres bandidos, con los brazos tocando la capota, como en la secuencia final de una película de gángsters. Y el suelo del coche cubierto de unos interesantes maletines.
China Joe sólo refunfuñó cuando Ned me contó que su verdadero nombre era Stantin, y que la silla eléctrica de Elmira le estaba esperando desde hacía mucho tiempo. Le prometí a Joe Stantin que procuraría que la cita tuviera lugar lo antes posible. El resto de la banda sería juzgada en Ciudad Canal.
Fue un día muy ocupado.

Las cosas se han apaciguado mucho desde entonces. Billy salió del hospital y lleva mis antiguos galones de sargento. Incluso Fats reingresó en el departamento, aunque ahora está sereno de cuando en cuando y apenas se atreve a mirarme a la cara. El trabajo es escaso, ya que además de ser una ciudad pequeña, Nineport es ahora una ciudad honrada.
Ned se encarga de la patrulla nocturna, del laboratorio y de los archivos. Parece mucho trabajo, pero a Ned no parece importarle. Su tiempo libre lo pasa palpándose los arañazos que le produjeron las balas y sacándole brillo a su insignia. Sé que un robot no puede ser feliz ni desgraciado, pero Ned tiene aspecto de ser feliz.
A veces juraría que le oigo zumbar para sí mismo. Pero, desde luego, se trata únicamente de los motores y de las cosas que lleva dentro.
Supongo que hemos establecido aquí una especie de precedente: El que un robot puede desempeñar perfectamente las funciones de un oficial de policía. No se ha presentado aún nadie de la fábrica, de modo que ignoro si el de Ned es el primer caso o no.
Y voy a decirles algo más. No pienso quedarme aquí siempre. He enviado ya algunas cartas, solicitando un nuevo empleo.
De modo que algunas personas van a recibir una gran sorpresa cuando sepan quién va a substituirme en el cargo de Jefe de Policía.


FIN