2025/01/27

PAPPI (Sheila Finch)



Lo primero que advirtió Tim al entrar en su vieja casa fue la luz parpadeante del visífono que le advertía de una llamada entrante. Tenía que ser para Karin, claro.
¿Pero quién podía no saber aún que estaba muerta? Karin no tenía un grupo de amigos muy grande.
El sonido agudo del visífono era irritante. Estaba cansado del vuelo en lanzadera, vagamente fastidiado a causa de los obsequiosos robots sirvientes, y ya comenzaba a percibir la excesiva fuerza de gravedad de la Tierra. Pulsó el botón de recepción. La voz de la operadora le pidió al señor Tim Garroway que esperara un instante, que le pasaría una llamada del señor Howard Rathbone III.
Demasiado tarde como para preocuparse por cómo había conseguido suponer Rathbone adónde se dirigía él con tantas prisas. No estaba hecho para jugar a James Bond, pero se había sentido bastante seguro de que la Tierra era precisamente el sitio en el que Rathbone no pensaría nunca buscarlo si él se escapaba, dado que era a la Tierra donde Rathbone quería que fuese. Obviamente, había subestimado a aquel hombre.
Mientras aguardaba a que se estableciera la conexión entre la Tierra y la estación espacial del punto Legrange, que constituía la central de la corporación de Rathbone, miró a través de la puerta de la sala para ver qué estaba haciendo Beth. Se hallaba sentada sobre la alfombra con las piernas cruzadas, construyendo una torre de libros, con su pequeño rostro gordezuelo vuelto hacia el sol primaveral que entraba por la ventana cuyas cortinas no estaban echadas. El sol destellaba sobre sus cabellos de oro, y a Tim le dio un vuelco el corazón al ver por milésima vez lo parecida que su hija era a la madre.
Si Sylvia pudiera verla ahora…
Si los malditos robots del equipo de urgencias hubieran funcionado como se suponía que debían hacerlo…
Había repasado una y otra vez todas las opciones durante el viaje en lanzadera desde la luna. Huir había sido un impulso que, según comenzaba a ver en aquel momento, podía acarrearle un montón de problemas desagradables. Esperó de mal humor a que acabara de establecerse la conexión telefónica.
El visor emitió unas crepitaciones que atrajeron su atención, y la imagen se hizo nítida. Howard Rathbone III lo miró desde su elegante oficina revestida de madera desde la que llevaba el timón de su empresa de un billón de dólares. En una ocasión, Tim había especulado, al ver por primera vez la lujosa oficina, sobre cuánto habría costado el transporte de toda aquella rara y costosa madera de teca, caoba y palo de rosa hasta el espacio con el fin de reproducir el aspecto de un transatlántico de lujo de la década de 1920. Sylvia se había reído de su estimación. ¡Te quedas corto, muy corto!
—Tim. Espero que tú y Beth hayan tenido un agradable vuelo en la lanzadera. Por supuesto, deberías de haber consultado conmigo antes de…, llevarte a la niña.
Así que el viejo no iba a llamarlo secuestro, de momento. El señor Rathbone era un hombre corpulento con la voz y las maneras vigorosas de un hombre grande. Y un corazón hecho de pura roca lunar. Obviamente calculaba que obtendría alguna ventaja si le seguía el juego a Tim.
—Sí, hemos tenido un buen viaje, gracias, señor Rathbone. Lo hubiera llamado para…
Rathbone hizo caso omiso de aquellas palabras.
—Tú y Beth necesitarán un poco de tiempo para recuperarse. Mañana habrá tiempo más que suficiente para hacer las cosas de las que hemos hablado. Y tú lo harás, por supuesto. ¡Tienes mucho que ganar!
Incómodo, Tim pensó en la frecuencia con que aquel hombre parecía leerle la mente. ¿O se trataría de que él mismo era totalmente predecible, al menos en lo concerniente a Mercury Mining and Manufacturing? Quizá Rathbone tenía razón; había demasiado dinero implicado en aquello como para mostrarse escrupuloso, el suficiente como para comprarle a Beth cualquier cosa que pudiera desear ahora y durante mucho tiempo por venir. ¿Y era el precio realmente tan poco razonable?
—Dependo de ti, Tim —dijo Rathbone—. El futuro de la Triple M está en tus manos; pero confío en que sabrás salir adelante por nosotros.
Incluso cuando profería halagos y felicitaciones, las palabras de Rathbone sonaban como órdenes. Ese era el motivo de que hubiera tenido un éxito tan fenomenal, y había construido su imperio en menos de dos décadas desde la segunda expedición a Mercurio.
—Sí, señor.
—Yo soy un hombre razonable, Tim. Me gustaría contar con tu cooperación voluntaria, así que estoy dispuesto a explicártelo todo una vez más. Tenemos que detener esto antes de que llegue más lejos. No hace falta decir qué ocurrirá si él se sale con la suya. ¿Comprendes mi posición, Tim?
Tim asintió con la cabeza; tenía la garganta seca.
—No podemos tener a todas esas máquinas por ahí, pensando que merecen los mismos derechos y privilegios que los seres humanos; y eso es lo que ocurrirá, tú lo sabes, si él logra salirse con la suya en esto.
—Sí, señor.
—Eres un hombre brillante, pero has estado desperdiciando tus talentos.
Aquello no era ni la mitad de virulento que lo que había dicho de Tim cuando se enteró del matrimonio de Sylvia con un estudiante que no tenía ni un céntimo, y del embarazo de ella, pensó Tim. Pero si jugaba bien sus cartas…
Rathbone se reclinó en su sillón giratorio de cuero, tamborileó con los dedos y miró al padre de la hija de su hija. En la pared que había detrás de él, un mapa del interior del sistema solar representaba el imperio de Rathbone en lucecillas parpadeantes esparcidas.
—No tengo más herederos que la pequeña Beth.
Tim tragó. Su hambre por poseer y controlar lo que el mapa representaba libró una batalla más contra la parte cautelosa de sí mismo. El resultado volvía a ser dudoso. Sin embargo, el lado hambriento de él se acercaba cada vez un poco más a la victoria. Especialmente allí, en aquella casa.
—Sigo preguntándome si no sería mejor intentar la denuncia pública —dijo Tim—. Ya sabe, someterlo a escrutinio público, ponerlo ante una prueba que no pueda superar…
En la pausa que siguió, él supo cuál sería la respuesta de Rathbone.
—¡Eso ya se ha intentado! —En el rostro de Rathbone se dibujó un ceño dedicado a él a través del espacio—. Y ha fallado. Ya no queda tiempo para andarse con cautela. Hay que quitarlo de en medio.
Tim se estremeció con inquietud.
—No es como matar a un hombre, Tim. ¡Stephen Byerley es un robot!
Rathbone escupió aquella palabra, cargada con todo el desprecio, el odio y el miedo que Tim sabía que le inspiraban los robots.
—Consúltalo con la almohada, hijo —continuó su suegro. A pesar del término que había empleado, la amenaza se percibía con facilidad—. Creo que las consecuencias que tendría un fracaso por tu parte, superan con mucho a la muerte de un robot.
Ese era el otro factor de la ecuación. Si él se negaba a hacer lo que quería Rathbone, Rathbone le arrebataría a Beth. Él no podía regresar a la luna ni a las estaciones espaciales, y desde luego no podía quedarse en la Tierra durante más tiempo. No había lugar en el que los esbirros de su suegro no pudieran encontrarlo. Y desde luego no podría volver a la vida de prospector independiente, no con una niña de tres años que criar.
La pantalla del visífono se volvió opaca, y Tim se encaminó pesadamente hacia la sala para ir a buscar a su hija.


Tenía que reconocer que su suegro tenía algo de razón. Stephen Byerley había conseguido que lo eligieran para un cargo público hacía un mes. Aquello era el principio del fin de la indiscutida superioridad humana, a pesar de las muy cacareadas tres leyes. Para empezar, Stephen Byerley podía comenzar a pensar que sus "hermanos" del espacio, aquellos que se afanaban bajo las condiciones horrorosas de planetas abrasadores para industrias como la de Howard Rathbone III, merecían unas mejores condiciones de trabajo. Byerley podía incluso llegar a la conclusión de que estaban siendo tratados como esclavos y utilizar el peso de su cargo para iniciar una campaña por la emancipación de los robots. Era absurdo, por supuesto, pero Tim sabía que una vez que se sentaba el precedente de un robot que era lo suficientemente "humano" como para detentar un cargo humano, habría auténticos problemas para negarles los mismos derechos y protecciones legales a todos los demás.
No se trataba de que les tuviera mucha simpatía a los hombres de metal. Después de todo, no eran más que máquinas. ¡Nadie estaba más convencido de eso que él! Él había tenido una larga e íntima relación con uno de ellos hacía mucho tiempo, en el 2009, precisamente en aquella casa.

—Tú querías un padre, Timmy —le dijo animadamente Karin Garroway—. Bueno, pues te he traído a PAPPI.
Timmy miró fijamente la caja de metal gris sobre ruedas que se hallaba en el centro exacto de la alfombra de la sala. A primera vista, había pensado que se trataba de una vieja aspiradora de chapa sin la manguera. De los lados le salían cuatro apéndices canijos terminados en una colección de ganchos y pinzas que le conferían el aspecto de una horrible broma esquelética. Una torreta parecida a un cuenco invertido alojaba un objetivo de cámara y otras cosas que no reconoció en aquel momento.
Timmy tocó con un pie la cobertura de una rueda.
—Trátalo con cuidado. 
Con sus deberes maternales satisfechos, Karin recogió sus papeles y una computadora portátil y lo metió todo en su maletín.
—¿Qué es esto?
—Un PAPPI: Programa de Alternativa Paternal, Prototipo I.
—Parece bastante estúpido —dijo Timmy.
—¡No importa el aspecto que tenga! —La madre le echó una mirada—. Hará todo lo que puede hacer un padre de verdad. PAPPI puede lanzar pelotas de béisbol, y ordenar tu colección de sellos…, toda clase de cosas.
—¿Puede hacer mis deberes?
—Tiene un programa para darte clases de matemáticas y lectura, Timmy. PAPPI también tiene grabaciones de cuentos para dormir escogidos para chicos de ocho años. Y los iremos actualizando a medida que crezcas.
—A veces quiero hablar de cosas de hombres…
—No te pongas difícil —Karin cerró con crispación el maletín—. Trabajaré en algunos refinamientos en cuanto tenga tiempo. Puedes pensar en esto como en un experimento de robótica que estamos haciendo entre los dos.
Karin siempre estaba intentando interesarlo por el trabajo que realizaba en la Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos, Inc. Dejó el maletín sobre el sofá, se agachó ante su hijo de forma que sus ojos quedaran a la altura de los de él, y lo cogió por los hombros. Su rostro tenía aquella vaguedad amable que Timmy le había visto a veces cuando miraba gatitos o mariposas. Él le devolvió la mirada con los labios apretados.
—Sé que la vida que llevamos te resulta dura.
—¡Podríamos vivir como lo hacen los demás! —le replicó él, de malhumor.
—Yo sería simplemente incapaz de eso —le dijo ella—. Pensaba que lo comprendías. Mira, tú siempre dices que quieres un padre…
—Uno de verdad. No un estúpido robot. 
El rostro de ella se le aproximó más.
—Ya te he explicado que no tenemos tiempo para un hombre en nuestras vidas.
Timmy no sabía absolutamente nada de su padre verdadero. Una vez, Karin le había contado una historia sobre un sitio en el que vendían esperma para mujeres que querían ser madres sin todas las complicaciones de un matrimonio. Pero Timmy le decía a todo el mundo que su padre había muerto; era más fácil de explicar. Quizás a Karin no le gustaban mucho los hombres; nunca había traído uno a casa, a diferencia de la madre de su mejor amigo, Joey, que tenía muchos novios. A veces Timmy se preguntaba si él mismo no le gustaría a Karin cuando creciera.
—¿Timmy?
—De acuerdo —replicó de mala gana—. Pero me habías prometido que hoy iríamos al zoológico, Karin.
Ella se mordió el labio inferior.
—Ya lo sé. Hoy es domingo, pero es que ese proyecto es muy urgente. 
Él meneó la cabeza.
—Hoy es un día especial. Es…
—Puedes jugar con PAPPI en el patio. Eso te gustaría, ¿no es cierto? PAPPI es fácil de utilizar. Me he asegurado de que así fuera.
Él miró por encima de ella, al robot.
—¿A qué se puede jugar con una cosa como esa?
—¡Ya se te ocurrirá algo! —Ella le dio un beso en una mejilla que él no fue lo suficientemente rápido como para evitar—. Ahora tengo que salir corriendo. El coche aéreo del laboratorio está esperándome. Te prometo que no tardaré mucho.Después de que ella se marchara, Timmy miró el tridimensional durante un rato, pero Karin lo había programado para que le proyectara películas históricas sobre la explotación del sistema solar y rollos educacionales de astronomía. Apagó el tridimensional y se agachó junto al robot. Miró al objetivo de la cámara.
—¡Tienes un aspecto estúpido! —le dijo—. Y también tienes un nombre estúpido. 
Un pájaro gorjeó en el gigantesco árbol del jardín, pero en el interior de la casa reinaba el silencio. Timmy se sintió repentinamente solo, lo cual resultaba extraño porque ahora que ya no era un niño tan pequeño, Karin solía dejarlo frecuentemente solo cuando tenía que hacer horas extra los fines de semana. La razón no era difícil de descubrir. Aquel era el día del padre. El club de exploradores al que pertenecían Timmy y Joey celebraba una barbacoa de perritos calientes para padres e hijos en Central Park, y absolutamente todos estarían allí con su papá. Todos los amigos de Timmy tenían padre, incluso si no se trataba del original. Y Joey llevaría consigo a uno de los novios de su madre.
Pero Timmy sabía que no tenía sentido hablarle de ello a Karin. Karin no creía en las actividades de hombres solos. Hubiera sido muy propio de ella considerar la posibilidad de acompañarlo ella a la barbacoa de padres e hijos. Era mucho mejor quedarse en casa con un robot que pasar por una situación violenta como esa.
Timmy frunció el entrecejo ante el robot. No tenía nada más que hacer, así que lo mismo daba si lo encendía. El interruptor estaba convenientemente situado en la parte superior. Inmediatamente se encendió una lucecilla roja en la cúpula, que giró para enfocar el objetivo sobre Timmy.
—Hola —le dijo una vocecilla sin inflexiones—. Yo soy PAPPI, tu Alternativa Paternal. Soy un prototipo experimental.


Sorprendido, Timmy se sentó con las piernas cruzadas ante el robot y lo miró fijamente. Ya había visto robots anteriormente, claro está, en el laboratorio en el que trabajaba Karin. Pero sabía que muchas personas no confiaban en ellos y que no estaban permitidos en Nueva York. Los que su madre construía, y que hablaban, eran unas cosas enormes hechas para enviarlas al espacio donde no pudieran asustar a nadie.
—Bueno —dijo Timmy cautelosamente—. ¿Qué sabes hacer?
—Puedo contarte un cuento sobre animales. Puedo ayudarte con tu colección de sellos. Puedo construir aeromodelos. Conozco las estrategias del béisbol y baloncesto de los últimos cincuenta años. Puedo decirte quién realizó más carreras a la base, quién era MVP, quién…
Timmy estaba atónito. Quizá Karin sabía más de lo que jamás había advertido acerca de las cosas que eran importantes para él.
—¿Puedes ayudarme a encender un fuego en el patio trasero y a asar perritos calientes?
—No creo que a Karin le parezca bien que juegues con fuego. 
El entusiasmo de Timmy se desvaneció.
—¡Así que tú vas a ser otra niñera más!
—Tú eres demasiado grande como para tener una niñera, Timmy. Yo soy tu Pappi, y las Alternativas Paternales no…
—¡Tú no eres mi papá! —le gritó Timmy.
—¿Quieres que salgamos al patio a jugar al béisbol? —sugirió el robot.
—Claro —Timmy se metió las manos en los bolsillos.
Timmy descubrió de inmediato que PAPPI era muy bueno lanzando pelotas. Los largos brazos metálicos cogían limpiamente la pelota y la balanceaban en un arco perfecto, dejándola escapar precisamente en el momento correcto para que recorriera el aire hasta el punto exacto en el que Timmy tenía el bate para golpearla. PAPPI también lo aconsejó sobre cómo sostener el bate, pero nunca le gritaba cuando erraba un golpe, y no era un mal perdedor como Joey cuando Timmy conseguía completar una carrera de base.
—Oye —dijo Timmy después de jugar una hora de serie mundial—. ¿Quieres trepar a un árbol?
—No estoy equipado para trepar árboles —le replicó PAPPI—, pero te observaré; y puedo identificar todos los objetos que encuentres.
Timmy arrojó al suelo el bate y comenzó a subir por el tronco del viejo arce que estaba junto a la valla del jardín. PAPPI rodó hasta situarse debajo del árbol, e hizo girar la cúpula de forma que el objetivo pudiera enfocar el ascenso de Timmy.
A medio camino de la copa, el tronco se bifurcaba. Allí, una vez Timmy y Joey habían comenzado a construir un fuerte. Luego el tiempo se había puesto demasiado cálido como para trabajar en proyectos de carpintería, y lo habían abandonado. Sin embargo, continuaba siendo un bonito lugar para sentarse y contemplar la silueta dentada de la ciudad que se extendía al otro lado del East River. Las hojas que tenía por encima proyectaban dibujos de luz y sombra sobre sus brazos desnudos, y el suave susurro que producían era como un idioma secreto que sólo Timmy estaba destinado a comprender.
Timmy montó a horcajadas sobre una de las tablas entibiadas por el sol.
—¡Tienes un aspecto extraño desde aquí arriba!
—¿Has visto el nido abandonado de pájaro que tienes junto a la mano derecha?
Timmy miró entre las hojas. Efectivamente, había un amasijo de palitos y fango seco pegado a la corteza de una rama, cerca del tronco.
—Tiene plumas dentro.
Timmy se aferró a una rama con una mano, y se inclinó para enseñarle al robot las diminutas plumas blancas y pardas que tenía en la otra. El objetivo de cámara de PAPPI se deslizó hacia el exterior sobre una varilla de alrededor de treinta centímetros de largo, y luego se retrajo.
—Un espécimen muy bonito. Pero mira esas pequeñas protuberancias blancas que crecen en el tronco, una forma de hongo de la división llamada mycota. Las esporas han sido traídas accidentalmente hasta aquí por un pájaro, quizá por el passer domesticus cuyas plumas tienes en la mano.
—¿Eh?
—Un gorrión de casa.
—¡Fantástico!
—Existen alrededor de cincuenta mil hongos u organismos saprofitos y parásitos de tipo vegetal que han sido identificados y descritos. Pero probablemente existan unos cien mil más. Entre ellos están los champiñones, los mohos, las levaduras…
Timmy frunció el entrecejo. Aquella cosa comenzaba a hablar como su profesor del colegio.
—También puedo hablarte de los líquenes, si quieres.
—¡Ni hablar! —le respondió Timmy.
—Bien, entonces —dijo el robot—. ¿Te gustaría jugar al caballo?
—¿Cómo se hace eso?
—Puedes montarme a mí. Soy muy resistente.
Así pues, Timmy cabalgó encima de PAPPI, sujeto por dos de los largos brazos metálicos, gritando "¡Arre!" y "¡Guau!" hasta que le escoció la garganta. Casi le resultaba posible olvidar que PAPPI era un robot e imaginarse que estaba realmente cabalgando sobre un semental de alborotadas crines sobre la meseta occidental, exactamente como las películas tridimensionales ante las que Karin fruncía el entrecejo cuando lo veía mirándolas.
Para cuando el cielo se oscureció y Karin regresó a casa, Timmy ya sabía que acababa de descubrir un auténtico amigo, uno que nunca se aburría de jugar, nunca pensaba que una pregunta fuera demasiado estúpida como para responderla, nunca criticaba ni culpaba.
Pero no era en absoluto lo mismo que tener un padre.
Con la ayuda de PAPPI, a Timmy le fue mejor en el colegio aquel curso. PAPPI también estaba programado para aprender, al mismo tiempo que Timmy, lo cual convertía los estudios en un concurso…, que PAPPI raras veces perdía. Pero dado que el robot no se jactaba nunca de sus éxitos, a Timmy no le importaba realmente. Y aquellas cuatro manos metálicas significaban que el robot era un auténtico brujo montando modelos aeroespaciales y mezclando barajas o haciendo malabares con pelotas.
De vez en cuando, Karin traía nuevos programas para PAPPI a medida que los iban desarrollando en el laboratorio. Timmy observaba cuando ella abría la "cabeza" del robot y los introducía. A veces sostenía las diminutas herramientas que ella empleaba para trabajar en el cerebro positrónico. Después de esas operaciones, PAPPI podía hacer muchas más cosas para entretener a Timmy, como tocar el banjo, contar chistes o hacer dibujos tontos para hacerlo reír.
Karin raras veces traía a alguien a cenar a casa, ni siquiera a gente de la empresa, pero una vez vino a la casa de Timmy una señora con la que su madre compartía la oficina.
—No se parece en absoluto a un hombre mecánico —se quejó Timmy.
Él y aquella señora de aspecto feroz se acuclillaron sobre la alfombra para mirar a PAPPI, que acababa de detenerse delante de ellos. Las ruedecillas del robot rasparon el suelo brillante cuando frenó.
—No necesita parecerlo —le replicó la compañera de trabajo de Karin—. La forma tiene que estar de acuerdo con la función.
—¡Al menos podría tener piernas, no ruedas! —dijo Timmy, tocando con un dedo una de las rayas hechas sobre la madera del piso.
—Esto estaba destinado a ser un robot utilitario. Tu madre modifica su cerebro, no su forma.


Karin le había dicho que la doctora Calvin no construía los robots en el sentido en el que lo hacía ella; la doctora Calvin era una robopsicóloga, fuera eso lo que fuere. En la cocina, Karin hacía un insólito despliegue de domesticidad y metía los platos en el lavavajillas.
Timmy frunció el entrecejo.
—PAPPI cree que es más que eso.
—Pero tú no.
—¿Cómo puede saberlo?
La doctora Calvin no le respondió. Tenía más o menos la misma edad que su madre, calculó Timmy, y ninguna de ellas llevaba pintura de labios ni sonreía tanto como la madre de Joey.
Karin volvió a entrar en la sala con una bandeja de pastas dulces que había comprado en la tienda de comestibles.
—¿Alguien está preparado para el postre?
—No creo que Timmy deba tomar más azúcar por el día de hoy —dijo PAPPI—. Según mi cuenta, desde que se levantó esta mañana, ha tomado…
—¡Oh, cállate! —le dijo Timmy.
—Bueno —comenzó Karin—, si tú piensas…
—Un día de estos vas a tener problemas con ese —dijo la doctora Calvin.
Por un momento, Timmy pensó que estaba hablando de él. Pero sus ojos estaban fijos sobre el robot que estaba achaparrado sobre la moqueta que estaba entre ellos.
—Estoy teniendo mucho cuidado, Susan —le respondió Karin—. Y Timmy sabe que no debe sacar al robot fuera de casa.
—Tampoco puedo hablarles a mis amigos de PAPPI —refunfuñó Timmy—. Cuando Joey viene a jugar a casa tengo que meter a PAPPI en el armario. ¡Y Joey es mi mejor amigo!
—Es bueno saber eso, Timmy —le dijo la doctora Calvin—. Pero las leyes antirobots no era lo único a lo que me refería. Aunque ya se sabe que los anti son ya amenaza suficiente para nuestro trabajo.
—¿Entonces a qué te refieres? —preguntó Karin.
—No creo que a estas alturas nos demos cuenta de qué pueden ser capaces un día estos cerebros positrónicos.
—¡Yo no soy tan buena, Susan! —replicó Karin, riendo—. ¡No tanto como tú! 
La conversación se apartó de los robots después de aquello.
Luego un día, cuando estaban en octavo curso, la madre de Joey volvió a casarse y el nuevo padre del chico lo llevó de viaje a la luna.
—¿Por qué no podemos ir nosotros a la luna, Karin? —inquirió Timmy mientras Karin fruncía el entrecejo ante un trabajo que se había traído a casa.
—¿Hmmm? —Ella lo miró por encima de la montura de las gafas que había comenzado a llevar desde hacía poco tiempo.
—Quiero ir a la luna. Ver los cráteres.
—No podemos pagar un viaje así.
—¡Tenemos dinero ahorrado!
—En este momento no dispongo del tiempo. Hay una auténtica cantidad de trabajo en la Robots. ¡Puede que finalmente Susan y yo consigamos nuestras propias oficinas particulares!
—Si yo tuviera un padre… —comenzó Timmy con tono triste. Karin dejó las notas sobre la mesa y lo miró.
—Lamento que aún sientas esa carencia, Timmy. Esperaba que PAPPI la supliera.
—¡Parece que no tengo ni padre ni madre! —dijo Timmy.
Al año siguiente, Timmy se matriculó en una de las clases de física a instancias de Karin, y descubrió que odiaba la asignatura. Se interesó por los deportes, creció siete centímetros y medio, y descubrió la existencia de las chicas…, especialmente la de una, una preciosidad de cabellos oscuros y pechos grandes. PAPPI le explicó a Timmy cómo manejar el repentino aumento de hormonas y las inquietudes y situaciones embarazosas por las que estaba pasando. Karin había hecho su parte anteriormente, dándole a Timmy conferencias sobre los pájaros y las abejas, así como toda la ecología de las flores, explicaciones que lo aburrían y le hacían sentir que o él o Karin se habían ido completamente por las ramas. Pero PAPPI le hablaba de Romeo y Julieta, de si era una buena idea el besar a una chica en la primera cita, y sobre qué decirles después a los otros muchachos.
En un intento de influenciarlo con el fin de que se interesara por la ciencia, Karin le compró un telescopio con todo su equipo, y PAPPI lo ayudó a montarlo. PAPPI sabía el nombre de todas las estrellas y constelaciones que podían ver a través del objetivo, y también le señalaba algunas de las estaciones orbitales del espacio. Karin hacía como que no se daba cuenta cuando se quedaban hasta muy pasada la hora en que Timmy debía irse a dormir.
Timmy entró a formar parte del equipo de natación del colegio. PAPPI escuchaba sus fanfarronerías y le ofreció su comprensión y simpatía cuando perdió. Timmy cambió su nombre por el de Tim y PAPPI, a diferencia de Karin, nunca cometió un error con su nombre después de eso. En general, aquella fue una buena época.
Pero Joe llegó a tener conversaciones de hombre a hombre con su nuevo padre.

Tim activó nuevamente el visífono y concertó una cita para ver al alcalde, Stephen Byerley.
Luego intentó apartar todo el tema de su mente.
Había olvidado que la casa de Karin fuese tan pequeña. Recorrió metódicamente las habitaciones, haciendo una lista de qué tirar y qué empaquetar. No había mucho que entrara en esta última categoría. Las habitaciones-residencia de las estaciones espaciales eran pequeñas, pero al menos había una sensación de enormidad justo al otro lado de las paredes oscurecidas para proteger de la luz solar. Aquella casa era una caja, una casa hecha en serie por codiciosos constructores que habían dividido la tierra, que en otra época constituía la zona rural que rodeaba la ciudad de Nueva York, en parcelas cada vez más pequeñas. Recordó que Karin le había explicado que no podían mudarse más hacia las afueras porque ella necesitaba estar cerca de Robots y Hombres Mecánicos. Para entonces, Joe y sus padres se habían mudado a una casa más grande en Long Island, que tenía espacio para una piscina y una pista de tenis. Y podían tener perros. Tim recordó cuánto había odiado la empresa en la que trabajaba su madre cuando se había enterado de la existencia de aquellos perros.
Beth merecía algo mejor. Al día siguiente se encontraría con el hombre que Rathbone quería que matara.
El arma que le habían dado los guardaespaldas de su suegro, ex boxeadores, le pesaba en el bolsillo. Algo para hacer picadillo aquel obsceno cerebro positrónico, había dicho Rathbone. Por alguna razón, la había llevado consigo al huir. Quizás incluso entonces él sabía que no podría escapar tan fácilmente.
Tenía que dejar de pensar en Byerley como en un hombre. Después de todo, era sólo un robot de lo que estaban hablando. Sólo un robot. Eso se descubriría durante las diligencias previas. Entonces se produciría una furia pública ante la revelación de aquel estupendo engaño. El "asesino", si es que lo detenían, sería puesto en libertad como un héroe. Sólo que, claro está, Rathbone se encargaría de que Tim no fuera detenido.
Y a cambio, Tim tendría la oportunidad de obtener algo que deseaba desesperadamente, a saber, una buena participación de la Mercury Mining and Manufacturing.
De todas formas, había bastantes posibilidades de que Byerley no mantuviera la cita. Su secretaria se había mostrado dudosa acerca de que el alcalde pudiera encontrar tiempo en su agenda para las razones vagas que Tim le había expuesto. Quizá nada saliera en claro de todo aquello y él se hallaría entonces libre de aquel aprieto. No pude acercarme más a él —le diría a Rathbone—. ¡No es culpa mía!
Su futuro y el de la pequeña Beth estaban en juego. O conseguía el dinero suficiente como para hacer tanto de padre como de madre de la pequeña Beth, o ambos se verían huyendo de Rathbone durante el resto de sus vidas.


—Tienes que pensar en tu vida. Debes hacer planes para el futuro —le dijo Karin en algún momento del año 18—. ¿Qué temas te interesan como para convertirlos en tu carrera?
Tim se repantigó en la silla y puso los pies sobre la mesa. Estaba de un humor hosco.
—No lo sé. Algo que se pague bien. Probablemente los deportes.
—¿Deportes? —Karin frunció el ceño—. ¿Cómo vas a ganarte la vida con los deportes?
La natación había desarrollado los músculos de Tim lo suficiente como para hacer que las chicas estuvieran deseosas de salir con él. Era algo embriagador.
—La universidad de Hawai tiene esos programas estupendos…
—Me gustaría verte entrar en la robótica —dijo Karin—. Las colonias espaciales tienen una tremenda necesidad de personas como tú.
—¡Uf, Karin!
—Si se me permite interrumpir —dijo PAPPI—, una buena facultad de artes liberales le permitiría a Tim retrasar las decisiones cruciales durante al menos un año más sin penalizaciones.
—¿Te opones a la robótica? —Karin se mordió una uña.
Tim advirtió por primera vez la cantidad de hebras grises que tenía entre los cabellos. Ella nunca se teñía como lo hacía la madre de Joe.
—No. Sólo estoy sugiriendo que primero podría ampliar su educación — respondió el robot.
Karin pensó en aquello.
—¡Yo no voy a pagar una facultad en el otro extremo del planeta!
—Eso no es muy justo por tu parte, Karin —le dijo el robot.
—¡Yo no puedo permitirme pagar los gastos si él se marcha del estado! ¿Es que crees que soy rica o algo parecido? Y difícilmente Timmy conseguirá una beca.
—Tiene que haber alguna ayuda económica que pueda conseguirse…
—Timmy es lo único que tengo. ¡Voy a echarlo de menos!
—Yo también lo quiero —respondió PAPPI. 
De pronto Karin se quedó muy quieta.
—¿Qué has dicho?
—Que su ausencia también será algo que me afectará a mí —dijo el robot cautelosamente.
Ella miró fijamente al robot durante un largo instante.
—¿Qué otros sentimientos tienes, PAPPI? 
Insólitamente, el robot parecía reticente a responder.
—¿Qué esperabas, Karin, con todos los programas Calvin/Minsky especiales que me has dado a lo largo de los años?
—Pero eso nunca ha aparecido en el laboratorio. Susan dice…
—¿En qué estás pensando? —interrumpió Tim.
—En la sensitividad positrónica —dijo lentamente Karin—. Sólo estaba preguntándome si PAPPI…
—¡Bueno —dijo él, exasperado—, pero por supuesto que PAPPI está vivo! Creía que estábamos hablando de mi futuro.
Karin tenía aspecto de estar mirando algo muy lejano.
—Tendré que llevarte de vuelta al laboratorio, PAPPI. Si esto es cierto, Susan querrá someterte a todas las pruebas de la serie Turing.
Tim miró fijamente a su madre. Había escogido el peor momento para dejarse llevar por su trabajo.
—Oye, yo tengo decisiones importantes que tomar al respecto.
—No hemos tenido prueba alguna de desarrollo de consciencia plena en el laboratorio —continuó Karin, pensativa—. Quiero decir, a medida que ampliábamos las funciones de la inteligencia positrónica avanzada. Lo que yo supongo que ha causado esa diferencia es la prolongada convivencia con seres humanos dentro de una auténtica situación familiar. Pero tendré que hablar con Susan sobre el tema. Tendremos que hacer la investigación.
—Yo no quiero regresar al laboratorio… —comenzó a decir el robot.
—No veo que haya otra alternativa, PAPPI. Esta es una gran ocasión. Quiero decir que…
—¡Bueno, escúchenme los dos! —dijo Tim—. A partir de ahora voy a tomar mis propias decisiones. ¡Iré a la facultad si quiero y cuando y a donde quiera!
Karin lo miró como si hubiera olvidado que estaba allí.
—Bueno, por supuesto, Timmy. Pero esto es bastante urgente, ¿no te das cuenta?
Una vez más, pensó enfadado, había quedado en segundo lugar de importancia respecto a un robot.
La universidad de Luna ofrecía ayuda económica a cambio de la participación en las investigaciones atléticas en gravedad baja o gravedad cero. Puesto que aquello le daba la independencia del dinero de Karin, Tim se matriculó. Karin no vino a despedirlo cuando subió a bordo de la lanzadera. No podía esperar para llegar al laboratorio y hacerle las pruebas a PAPPI, pensó él con resentimiento.
Durante las vacaciones universitarias trabajó como ayudante de un geólogo de la luna que necesitaba a alguien que llevara la cuenta de las rocas. Dado que aquello no era muy diferente de ocuparse de una colección de sellos, a Tim le resultaba bastante placentero.
Los padres de otros muchachos venían en lanzadera a visitarlos de vez en cuando, hombres y mujeres bien vestidos que conversaban con conocimiento acerca del teatro interactivo, la política mundial y la preservación de los valores humanos en un mundo mecanizado. Los nuevos amigos de Tim decían que el sólo hecho de que los seres humanos se hubieran aventurado al interior del espacio y dependieran de la ayuda de los robots, no significaba que tuvieran que abandonar las virtudes históricas de la vida sencilla: La familia y el trabajo físico. El tipo de trabajo que su madre realizaba en Robots era peligroso. ¡Hombres Mecánicos, por el amor de Dios! ¿Es que no se daba cuenta de que no era prudente permitir que los robots se hicieran demasiado inteligentes? Estaban diseñados como sirvientes, no como compañeros de la iniciativa humana. Si los seres humanos no tenían eso en cuenta, algún día los robots se transformarían en un problema. Tim sentía un creciente distanciamiento de Karin y nunca la invitó a que lo visitara.
La más deslumbrante de aquellos nuevos amigos era Sylvia Rathbone, la hija de un empresario del viejo estilo que había salido al espacio, y tan diferente de su padre como él lo era de Karin. Sylvia representaba todo aquello de lo que él se creía privado en la vida: Dinero, una enorme familia de tíos, tías y primos, y un padre que la malcriaba descaradamente. Era una muchacha hermosa, alegre, de huesos delicados, con unos movimientos tan vivos y rápidos como el mercurio. Y para su gran asombro y gratitud, también se enamoró de él.
Se casaron en una ceremonia íntima durante la primavera del 27, en una capilla tallada en una de las enormes cavernas subterráneas de la luna. Planearon mantenerlo en secreto mientras él acababa el curso de geología que había empezado, y ella trabajaba a su padre para que aceptara su matrimonio con un estudiante que no tenía ni un céntimo. Pero al año siguiente nació Beth. Les enviaron noticia del acontecimiento a los progenitores de ambos y aguardaron llenos de nerviosismo.
Karin casi se olvidó de responder; finalmente mencionó el nacimiento en una posdata del fax que le enviaba mensualmente.
El abogado del señor Rathbone les notificó que Sylvia había quedado fuera del testamento del padre hasta el momento en que se divorciara de su inadecuado esposo. Tim se encontró que era difícil mantener a una familia con unos ingresos de estudiante. Pero se las arreglaron. Al caer la noche, él volvía a casa con su esposa y su bebé; estaban alojados en el área familiar del asentamiento de la luna. Sylvia tenía un pequeño jardín hidropónico en el que cultivaba tomates y maíz para complementar la dieta, y crisantemos para sus espíritus, como decía ella. Él se sentía feliz por primera vez en la vida, y estaba decidido a que su hija tuviera la auténtica vida familiar que a él se le había negado. Pero comenzaba a ver que para eso hacía falta dinero, y su felicidad fue escapándosele poco a poco.


Un año más tarde estaba fuera del planeta en un viaje con su amigo geólogo con el fin de traer un poco de dinero extra a casa, cuando un trozo de polvo espacial cayó con violencia sin ser detectado y perforó la cúpula del asentamiento precisamente en su sector. La atmósfera comenzó a escaparse rápidamente. Los compartimentos estancos automáticos impidieron que el escape se extendiera más allá del área dañada, pero el equipo de robots de rescate llegó demasiado tarde como para salvar a Sylvia. La niña se hallaba en la guardería, en un sector no afectado.
La cuenta de la disposición de los restos mortales de Sylvia llegó justo cuando él comenzaba a salir de la inactividad del aturdimiento y comenzaba a llorarla. Se la trajo uno de los robots del asentamiento.
La rueda de su vida había descrito un giro radical. Él, un niño que no había tenido padre, criado por su madre, tenía que hacer de padre de una niña sin madre. Y él estaba en la ruina. Una desesperación negra como el fango se había apoderado de él.
Ocurrieron dos cosas.
A la desesperación entró Howard Rathbone III, que quería a su nieta con tanta urgencia que estaba dispuesto a hacer un trato con el padre.
Y la doctora Susan Calvin que le notificó por fax urgente que Karin había muerto repentinamente, tras una breve enfermedad, y le había dejado la pequeña casa de Nueva York en la que él había crecido. Nunca se había sentido muy unido a Karin, pero le resultaba difícil aceptar que ahora se había ido de su vida para siempre.
No quería aceptar la sugerencia de Rathbone, por muy tentador que fuera el dinero. Pero se daba cuenta que de todas formas tendría problemas para evitar que el abuelo se llevara a Beth.
Sólo parecía haber una sola cosa que pudiera hacer. Escapó con la niña en la primera lanzadera que salía hacia la Tierra.

Tim revisó los trastos acumulados de su infancia. Halló pocas cosas de valor en la casa, pocas que valieran el exorbitante coste de transporte hasta la colonia. Karin nunca había sido una persona muy dedicada a hacer un hogar. Empaquetó una caja de libros de exploración que recordaba haber atesorado cuando era niño, la vieja colección de sellos en sus álbumes, el telescopio que PAPPI le había ayudado a montar.
Arrastró la caja de libros hasta el vestíbulo y la dejó junto a la pared. Algo del lustroso piso de madera atrapó su mirada, unas rayas enterradas bajo el polvo del tiempo. Apartó el polvo con un suave soplido. Marcas de rayado. Tuvo una repentina visión conmovedora de las ruedas de PAPPI raspando contra el resbaloso suelo, derrapando al detenerse ante la puerta de la calle cuando el robot iba a buscar la correspondencia de la mañana. Vio, como si en aquel momento llegaran al vestíbulo de Karin, los papeles, la llamativa propaganda, las solicitudes de contribución a causas nobles (recordaba cuánto se enfadaba Karin cada vez que encontraba una solicitud para los antirobotistas), toda la basura de segunda clase que las leyes no permitían que atestaran las máquinas de fax de las casas de la ciudad. Separar toda aquella basura de papel había sido una de las tareas diarias de PAPPI. ¡Para evitar que a mí me dé una apoplejía!, decía siempre Karin.
Se acuclilló y miró las marcas de raspado. El piso parecía haber sido cambiado hacía bastante poco tiempo. Habían desaparecido las rayas y raspaduras que Tim recordaba haberle hecho a lo largo de los años. Una vez que se hubo marchado su exuberante hijo, Karin había hecho reparar los daños que había causado. Pero las marcas dejadas por las ruedas del robot todavía estaban allí. Habían sido hechas algún tiempo después de cambiar el suelo. Tim se irguió lentamente, trastornado por la idea que había comenzado a formarse en su mente.
Se sentía incómodo en aquel lugar, ansioso por acabar de revolver los trastos de su infancia. Se encaminó hacia el visífono para llamar a uno de los agentes inmobiliarios cuya tarjeta había encontrado en el suelo, pasada por debajo de la puerta. Era hora de soltar las amarras del pasado.
Antes de que pudiera tocar las teclas el visífono sonó. Tim vaciló. ¿Sería Rathbone otra vez? Pulsó el botón del receptor con el ceño fruncido.
En la pantalla apareció el rostro de un hombre apuesto de mediana edad.
—¿Tim Garroway? —El hombre tenía una voz agradable y bien modulada—. Soy Stephen Byerley.
—Alcalde… —Tim tartamudeó al responder—. Yo…, bueno, estoy encantado de conocerlo.
—Mi secretaria me dio su mensaje. Realmente me gustaría mucho hablar con usted, pero me temo que mañana tengo una agenda muy apretada.
El corazón de Tim saltó con violencia. Así que después de todo le quitarían el problema de las manos. Era consciente de la poderosa sensación de alivio que lo recorrió.
—¡No hay problema ninguno, señor alcalde! No hay ningún problema en absoluto. Realmente no era importante… Es decir, que puede esperar.
Byerley sonrió.
—Creo que tenemos amigos comunes, Tim. ¿Puedo llamarlo Tim?
—Por supuesto.
Se sentía impresionado por la genuina cordialidad que proyectaba aquel hombre. ¿Cómo era posible que hubiera jugado con la idea de eliminarlo?
—Tengo entendido que su madre era asociada de la doctora Calvin, una de mis más apreciadas amistades.
Algo frío y pesado se apoderó de Tim. Por supuesto. Era de esperar.
—¿Oh? —dijo pesadamente—. Sí, supongo que sí. 
Byerley era un robot, después de todo.
En la periferia de su consciencia se daba cuenta de que Beth le tironeaba de una manga. Rodeó a su hijita con un brazo y la atrajo hacia sí. Era un estúpido si pensaba que podría esquivar tan fácilmente el destino. Trepó por él como alguna bestia primitiva, deslizándose hacia la pequeña hoguera que él había esperado que los protegiera a Beth y a él mismo de la oscuridad.
—Tengo un programa apretado mañana, pero siempre saco tiempo para correr por Central Park. ¿Corre usted, Tim? Tengo entendido que era usted bastante atleta. Si no le importa reunirse conmigo mañana a las seis de la mañana…, espero que eso no sea demasiado temprano para usted. Yo soy madrugador…, podríamos hablar entonces.
¡Madrugador!, pensó Tim. Apuesto a que no duermes en absoluto.
Realmente no tenía elección. Era la vida de Stephen Byerley —si es que podía decirse tal cosa—, contra la suya propia. Byerley había firmado su propia sentencia de muerte.
—Eso está hecho, señor alcalde —le respondió.
—Steve —lo corrigió Stephen Byerley.
Tim asintió sin responder y Byerley cortó la comunicación. El arma con la que debía eliminar a Byerley rebotó pesadamente contra su cadera cuando él se volvió.
El estómago se le había retorcido a causa de la tensión, y sentía el comienzo de un dolor de cabeza en la parte de atrás del cráneo. Haría lo que tenía que hacer, por amor a Beth. Hasta entonces, apartaría todo aquello de su mente. Continuaría con el vaciado de la casa.
—¿Qué es eso, papá? —le preguntó su hija, señalando una trampilla que había en el cielorraso. Tenía una mancha de polvo en una mejilla, y caminaba balanceándose torpemente detrás de él por todas partes.
—Nada importante, tesoro. Sólo una buhardilla para trastos.
Mientras lo decía, algo encajó dentro de su mente. Por supuesto. Era allí donde estaría.
—¡Quiero ver! —declaró Beth con tono imperioso.
Satisfacer los deseos de su hija apartaba su mente de lo que tendría que hacer al día siguiente. Pulsó el botón de apertura que había en la pared. La puerta de la buhardilla se abrió y los escalones bajaron hasta donde ellos estaban. Él apoyó un pie en el primer escalón y la niña se aferró inmediatamente a sus piernas, gritando desesperadamente como si él estuviera a punto de desaparecer para siempre. Él la cogió en brazos y comenzó el ascenso. Realizó la subida con incomodidad y esfuerzo, desacostumbrado a la gravedad de la Tierra después de tantos años. Beth le canturreaba palabras de aliento, como si él hubiera sido un caballo…, o un robot, pensó.
Bajo los cabríos la sala era fresca, estaba en penumbra, y olía a ropa y libros mohosos. Las arañas habían tendido sus cortinas por todas partes sobre las cajas y los baúles. Tim avanzaba con cautela, poniendo buen cuidado en mantener las telas de araña lejos del rostro de Beth.
Fue ella quien primero lo vio y señaló con un dedo rechoncho hacia un rincón oscuro.
—¡Mira, papá! ¡Bebé!
El robot descansaba como un ciego sordo-mudo debajo de una de las vigas de tejado, con apenas una fina película de polvo por encima. Incluso después de todos los años transcurridos, a Tim le resultó imposible mirarlo sin emoción. Los recuerdos de partidos de béisbol en el patio trasero, de proyectos científicos para el colegio, de la colección de sellos, de las conversaciones secretas sobre chicas y sexo, todos ellos regresaron desde el pasado. Su infancia estaba conservada en aquella buhardilla, y lo único que hacía falta era una breve mirada para traerla de vuelta a una vida dolorosa y real. Volvía a tener ocho años y era el día del padre.


¿Qué estaba haciendo allí el robot? Karin se lo había llevado de vuelta al laboratorio. Era su gran logro, la gloria que coronaba su carrera científica.
Él había dado por supuesto que ella lo había llevado de vuelta al laboratorio. Las marcas de raspado recientes que había visto en el vestíbulo decían otra cosa. ¿Pero por qué lo había puesto ahí arriba, justo antes de morir, según parecía?
—¡Jugar! —declaró imperiosamente la niña, bajándosele de los brazos.
En torno a ella se arremolinaron nubes de polvo gris y estornudó. Él se inclinó para equilibrarla mientras ella maniobraba sobre el piso sin acabar de la buhardilla. La niña profería risillas, y su pequeño cuerpo se tensaba con la emoción del descubrimiento. Él volvió a sentirse invadido por emociones mezcladas de cariño y desesperanza. ¿Cómo podría él ser a la vez padre y madre de aquella pequeña Colón femenina, tan ansiosa por explorar cada nuevo mundo que encontraba? ¿Cómo podría protegerla de la fealdad de un mundo en el que los robots se convertían en presidente, y los hombres como Rathbone trazaban planes para matarlos?
Las manecitas rechonchas de la niña acariciaron al robot. El problema del robot volvió a primer término. La única razón que podía imaginar para que Karin no devolviera a PAPPI al laboratorio, era la de que le tenía cariño a aquel robot.
Estaba a punto de recoger a Beth y llevársela de allí cuando la luz roja se encendió.
—Hola —dijo la voz débil pero conocida—. Soy PAPPI, una Alternativa Paternal. ¿Te gustaría jugar?
La niña pareció a punto de llorar.
No le sorprendió encontrarse con que las baterías del robot estaban aún cargadas. Tim se acuclilló junto a su hijita y la rodeó con un brazo. Allí, en aquella buhardilla y por primera vez en su vida, tuvo la sensación de que comprendía a Karin. Ella ocultó el robot aquí arriba cuando supo que estaba muriéndose; no había querido que PAPPI volviera al laboratorio o cayera en las manos de los antirobots. ¿Qué demostraba eso?
Durante un momento, se sintió como si estuviera ahogándose bajo la marea del pasado. Volvía a ser un niño pequeño en el día del padre.
Quizá, si le tenía cariño al robot, también se lo tenía a Timmy.
¿Realmente había sufrido tantas carencias como creía? El amor y el cariño eran cosas difíciles de definir, pero indudablemente incluía el compartir, el compañerismo en el trabajo y el juego, la educación. Una familia no era más que un grupo cuyos miembros se tenían cariño, incluso aunque uno de ellos fuese un robot.
—Hola, PAPPI —dijo Beth con incertidumbre—. ¿Qué eres?
¿Podría él darle a Beth tanto como Karin le había dado a él? Sin duda iba a hacer todo lo que pudiera. Pero lo que quería para su hija no podía construirse sobre unos cimientos de odio y violencia. El bien no había nacido del mal; PAPPI le había enseñado eso. No podría acudir a la cita que tenía con Stephen Byerley a la mañana siguiente.
Y eso significaría que Rathbone iría tras ellos dos. No podrían regresar a su hogar de la luna, ni podrían permanecer en la Tierra. La vida era dura para los geólogos que realizaban prospecciones en los asteroides, ¿pero qué otra posibilidad tenían de ser una familia, padre, hija y robot?
—Tesoro —le dijo a su hija—, este es tu abuelo, el PAPPI de tu papi.


FIN

2025/01/20

¿Quo vadis? (Alfonso Linares)



-Atención, atención Houston. Solicito comunicación. Cambio.
-Aquí Houston. Lo escucho, Atlantis. Confirme solicitud: Clave, oficial a cargo. Cambio.
-Clave Redstone 61 actualizada. Le habla el Comandante Schirra. Espero verificación. Cambio.
-Houston al habla. Solicitud verificada. Buenos días, Comandante. Le habla el operador Hauck. El General McDivitt no ha llegado al Centro todavía. Sin embargo, lo comunicaré con el Teniente Elías. Cambio.
-Comprendido, Houston. Cambio.
-Comandante, le habla el Teniente Elías. Estoy autorizado a recibir su informe preliminar DEORBIT. Utilice el Eurovisor. Iniciaremos la grabación cuando usted confirme. Cambio.
La gigantesca pantalla del Centro de Operaciones Espacial desdibujó instantáneamente el mapa del mundo junto con la trayectoria del Atlantis para convertirse en un gigantesco monitor donde apareció la figura del Comandante Schirra, sentado de frente, vistiendo aún las ropas térmicas de experimentación, algo inusual a una hora tan temprana de la mañana. Parecía sereno, tal vez ignorante del efecto que provocaría su informe.
-Eurovisor encendido. Espero verificación de señal. Cambio.
-Señal nítida, Comandante. Comience su informe cuando quiera. Cambio.
-Les habla el Comandante Schirra, en nombre de los seis tripulantes del transbordador espacial Atlantis y en el mío propio... Es mi deber informarles que hemos cancelado todas las secuencias DEORBIT que se habían implementado desde hace dos días, como también las previstas para hoy. Debo informar también que hemos bloqueado el Sistema Secuenciador de Tierra (SST), como también los receptores radiales de control a distancia...
El Teniente Elías y el Operador Hauck se miraron por un momento las caras.
Once personas más se encontraban en la sala. Había silencio.
-Se encuentra conmigo en estos momentos -continuó el Comandante- el resto de la tripulación. Todos están al tanto de las medidas adoptadas y las aceptan.
El Teniente Elías comenzaba a impacientarse. Los científicos en la sala empezaban a movilizarse para confirmar lo que acababan de escuchar. El Operador Hauck encendió un cigarrillo.
-No sabía que fumaba -comentó Elías, distrayendo por un segundo la mirada del Eurovisor.
-No lo hago.
-...los resultados de los experimentos de Proto-Plasma AQ, así como los de aislamiento centrífugo del virus HV-8, serán transmitidos a través de la computadora matriz. Informaremos convenientemente qué código será utilizado... Creo que de momento no hay nada más que agregar. Cambio.
El Teniente Elías se preparó para tomar la palabra. Hauck se le acercó y le confirmó con un gesto que absolutamente todo lo que había dicho era verdad.
-Comandante... Me parece que la situación no es muy clara. ¿Acaso consideran usted y su tripulación que no están dadas las condiciones mínimas de seguridad para el aterrizaje de mañana? Cambio.
-No, Teniente. Las condiciones son favorables. Cambio.
-¿Los sistemas de direccionamiento abortaron las secuencias primarias? Cambio.
-Negativo. Sistemas favorables a DEORBIT. Cambio.
-Comandante, tengo en mis manos la confirmación escrita de todas las maniobras que describió usted. Creerá que estoy loco, pero cualquiera diría simplemente que no quieren... bajar. Cambio.
Hubo un silencio prolongado en la pantalla. El Comandante Schirra bajó la mirada por un momento. Luego sonrió levemente y dijo:
-¿Para qué?
La señal del Eurovisor desapareció y enseguida regresó el mapamundi. Hauck dejó caer el cigarro. Elías se incorporó al instante.
-Localicen al General McDivitt -ordenó-. Esto es serio.
La reunión comenzó a las 10:45 a.m. de ese mismo día. De Washington habían viajado de inmediato dos funcionarios cercanos al Presidente. Además del General McDivitt se encontraban William Haise, Coordinador del Programa Espacial, y Leonard Roosa, jefe encargado de la misión.
Los dos funcionarios eran el Consejero de Seguridad Nacional, John Mullane, y Brian Coats, Asesor Presidencial.
El señor Roosa tomó la palabra:
-Caballeros, me parece que todos estamos conscientes de la gravedad de la situación. El General McDivitt les ha dado todos los detalles de la última comunicación realizada con el Atlantis, más específicamente con su Comandante.
-Señor Roosa, no quiero que me malinterprete -interrumpió Mullane-, pero considero que tal vez existan algunos detalles que hayan sido omitidos por su gente.
-¿Cómo cuáles? -preguntó de inmediato el General McDivitt, sintiéndose claramente aludido.
-Verá, General -intervino Coats-. Nuestra misión es mantener al Presidente lo más informado posible en relación a este singular asunto. Cualquier información pertinente que justifique la demora en el aterrizaje nos será muy útil.
-Señor Coats, si hubiera algo que justificara este retraso no me hubiera molestado en llamar al Presidente y ustedes no estarían aquí.
-Tan vez usted está llevando el secreto militar más allá de la misión, General -sugirió Mullane con ironía.
-No me gusta su actitud, Consejero. Conozco los procedimientos y no necesito que un civil venga a decirme cómo manejar mis asuntos.
-Caballeros, por favor, no hay que perder la calma -intervino Haise-. La situación es delicada, no la compliquemos más. El General McDivitt no ha omitido nada. La tripulación ha aislado por completo al transbordador de cualquier intento de forzar un aterrizaje dirigido desde tierra. No hemos tenido comunicación con ellos desde esta mañana y no responden a nuestros llamados. Inferimos del último informe grabado que por el momento no piensan aterrizar.
-¿Cuándo lo harán? -preguntó Coats.
-De la evidencia desprendida de la grabación... aparentemente nunca. Pero es muy prematuro afirmar eso -opinó Roosa-. Debemos esperar una nueva comunicación. Tal vez tengan alguna petición. No lo sé.
-¿Qué le dirán a la prensa? -preguntó Mullane-. Esto no puede trascender.
-Ya tomamos las medidas pertinentes. Las personas que se encontraban en la sala esta mañana estarán bajo estricta vigilancia. Restringiremos el acceso del personal y el señor Roosa prepara ya una declaración atribuyendo el retraso a una falla en las computadoras -concluyó McDivitt.
Finalmente alguien preguntó, tal vez interpretando la sensación de impotencia que brotaba de aquel círculo de "poder":
-¿Cuál será el próximo paso?
El General McDivitt sacó un habano, lo encendió con tres aspiraciones, dio una bocanada y dijo:
-Esperar.


Tres líneas curvadas atravesaban las inmensas siluetas de los continentes delineadas en la gigantesca pantalla. Una serie de coordenadas aparecían intermitentemente a medida que una señal triangular avanzaba a lo largo de las líneas. Era el Atlantis en su eterna órbita, recorriendo la pantalla por décima vez desde su última comunicación. La atmósfera del Centro de Operaciones era de expectación tensa. Sólo cinco personas se encontraban ante los terminales, en constante alerta a la menor señal de comunicación. Del personal original que se encontraba cuando se recibió la última transmisión, sólo se encontraban Elías y Hauck.
-No se comunicarán... No lo harán.
Hauck miró a Elías con aire de incredulidad ante lo que acababa de decir.
-¿Por qué no?
-Ya lo habrían hecho. Han pasado ocho horas. El plazo para comenzar el descenso terminó hace dos horas. Pasará una semana antes de que se pueda reprogramar DEORBIT, además del aterrizaje.
-Oí decir al señor Roosa que los cálculos se podrían hacer en menos tiempo.
-Aunque lo lograran... ¿qué pasará si se rehúsan a bajar otra vez?
-No pueden rehusarse. No pensarán quedarse allá arriba para siempre.
Esta vez fue Elías quien miró a Hauck con incredulidad:
-¿No?
-Atención... Atención, Houston. Solicito comunicación. Cambio.
-Aquí Houston, Atlantis. Mantenga frecuencia, iniciamos acceso. Cambio.
-Avisen al General -gritó Elías al tiempo que ocupaba un lugar frente a un terminal.
Rápidamente llegaron de una habitación contigua los miembros del alto mando reunido aquella mañana, con excepción de los funcionarios de Washington.
-Iniciamos activación de Eurovisión, Atlantis. Cambio.
-Comprendido. Cambio.
-Ya lo tenemos en la pantalla, General.
-Muy bien, conecte Eurovisión simultánea. Quiero que me vea cuando le hable.
-Entendido.
La imagen se fue formando lentamente. Se distinguía al Comandante Schirra y al Mayor Cernan en un primer plano y al fondo el resto de la tripulación. El General McDivitt se situó delante del terminal con la cámara para visualización simultánea, el número 14.
-Comandante Schirra, nos ha tenido a todos muy preocupados aquí abajo. Ha sido muy difícil comunicarse con ustedes.
-Hemos estado muy ocupados aquí arriba, General.
-Al parecer usted y su tripulación han decidido trabajar horas extras, Comandante. El descenso debió haber comenzado hace horas. Los objetivos de su misión fueron cumplidos hace ya tres días, y no ha habido órdenes de tierra para prolongar su órbita... ¿Me equivoco?
-No, señor.
Hubo una pausa. El General McDivitt pareció sentirse un tanto aliviado. Más dueño de la situación.
Estaba errado.
-La reprogramación total de las rutinas DEORBIT tomará cinco días, Comandante. Como usted bien sabe, las reservas de oxígeno de la nave durarán tres semanas más, así que no existe peligro inmediato. Yo no me ocupo de esos aspectos técnicos, lo demás lo puede discutir con el señor Roosa.
-General... -lo interrumpió Schirra-. Al parecer no fue informado de nuestra última transmisión.
-Tenía la esperanza de que todo fuera un error, Comandante.
-No hay ningún error. Hemos decidido permanecer voluntariamente... en órbita. Tengo a mi lado al Mayor Cernan. El le confirmará nuestra decisión y si así lo desea podrá hablar con todos los miembros de la tripulación.
-Comandante, no creo que todo esto tenga mucho sentido. Sus reservas de oxígeno no durarán mucho. ¿Qué pretenden, Dios mío?
-Estamos conscientes de las consecuencias de nuestro acto, pero estamos dispuestos a afrontarlas -intervino el Mayor Carl Cernan.
El General McDivitt había perdido el habla. Se acercó a la pantalla el señor Roosa.
-No estoy muy seguro de eso que acaba de decir, Mayor. Se enfrentan a una muerte segura, una muerte innecesaria. ¿Han pensado en sus familias? ¿Qué les diremos?
El Mayor Cernan titubeó por un momento. Pareció afectado, pero finalmente dijo:
-Ellos entenderán.
-Iniciaremos la transmisión de los resultados experimentales a través del satélite CENCOM-2 -agregó Schirra-. Utilizaremos sus dos bandas alternas, así que solicitamos que sean liberadas si desean recibir los datos.
-¡Olvídese de los malditos datos! -gritó McDivitt, ya irritado-. ¡Aterricen esa nave cuanto antes!
Schirra lo contempló como si estuviera en la misma habitación y no a kilómetros, con una expresión casi de lástima y sin perder su serenidad. Parecía que los condenados a muerte segura fueran los otros.
-Liberen las bandas -dijo.
-Es todo. Cortaron la transmisión -informó Hauck.
-Maldición -susurró McDivitt. Nadie se atrevió a replicar.
La actividad en el Centro Espacial Lyndon B. Johnson se incrementó violentamente desde aquel momento. La situación fue declarada de extrema emergencia, que en su terminología técnica era la más grave. Desde el accidente del Challenger, en 1986, no había sido necesario recurrir a tal estado de alerta, y ahora, después de ocho años, la temida emergencia era anunciada en las tres filas de terminales del Centro de Control de Misión.
La segunda reunión empezó a las 8:15 a.m. del siguiente día. De nuevo el alto mando del Centro Espacial se encontraba reunido con los representantes del Gobierno, y había una persona más.
El Consejero Mullane inició la discusión.
-Señor Haise, creo que es más que evidente que la situación está escapando de nuestro control. El Presidente está muy preocupado por el efecto que podría tener este contratiempo en la opinión pública.
-Señor Mullane, mi intención no es alarmar al Presidente, pero esto ya pasó de ser un simple "contratiempo".
-¿Cuál es nuestro margen de maniobra? -preguntó Coats.
-Cero -contestó secamente el señor Roosa.
-Se han aislado por completo de nosotros. En estos momentos se están compilando los datos de los experimentos realizados durante la misión. El hecho de que nos los envíen es signo evidente de que no piensan aterrizar -informó el señor Haise.
-¿Qué me dice del satélite? -preguntó Mullane.
-El satélite está en orden -intervino el General McDivitt, que hasta ahora se había mantenido pensativo, casi ausente de la reunión-. Entrará en funcionamiento dentro de cinco días. Por fortuna fue puesto en órbita mucho antes de este "motín".
-Señor Haise, independientemente de que esta misión tenga un final afortunado o no, creo que no necesito recordarle que en estos momentos se discute en el Congreso la aprobación del presupuesto para la segunda fase de la estación espacial FREEDOM. El Presidente ha sido su aliado en la defensa del proyecto, pero las críticas se incrementan, la opinión pública está presionando y cada vez hay más sectores en contra de la conclusión de la Estación Orbital. Alegan que en los últimos tiempos hubieron demasiadas misiones mientras el Sur es devastado. Ayer hubo un nuevo terremoto en África, y la gente empieza a simpatizar con las causas humanitarias.


-No creo que una cosa tenga que ver con la otra, señor Coats. Las tragedias que están azotando el Sur no tienen por qué afectar el Programa Espacial. Me parece que el Presidente sabrá reconocer la prioridad de nuestro trabajo ante cualquier otra necesidad.
-No podemos perder la delantera. Los europeos ya están prácticamente en la Luna y los japoneses están apuntando hacia Venus -agregó Roosa.
-Caballeros, no creo que esta sea la hora de discutir prioridades o caridad. La vida de siete personas se encuentra en juego en estos momentos y aún no tenemos una forma de rescatarlos -interrumpió McDivitt.
-Tal vez sí.
Las miradas fueron dirigidas al final de la mesa, donde el nuevo integrante de la reunión había permanecido en silencio hasta el momento. Roosa se puso en pie, y se dispuso a presentarlo.
-Señores, permítanme presentarles al doctor Layce Irwing. El doctor Irwing es el encargado de realizar las pruebas psicológicas a nuestros astronautas. Ha estado trabajando en nuestro Programa Espacial durante diez años, como jefe de la Sección Psicofisiología.
-Doctor Irwing, me pareció oírle decir que existe una posibilidad.
-Sólo dije "Tal vez", General. Caballeros, buenos días. El señor Roosa me ha informado de la situación y el resto lo ha escuchado ahora. Al parecer la tripulación del Atlantis ha decidido permanecer en órbita sin motivo aparente. De acuerdo a lo que me han dicho, ninguno parece forzado a aceptar la decisión y todos se observan muy serenos. Creo que todos están dispuestos a morir, aunque ése no sea su objetivo.
-¿Y cuál es su objetivo?
-Verán, señores, durante todos estos años he tratado a decenas de astronautas antes y después de sus misiones. Un gran porcentaje de ellos presentan lo que es conocido como el Síndrome de Cooper. El mayor Gordon Cooper, tripulante de la misión Mercury-Atlas 9, en 1963, fue el primero en presentarlo. Al parecer los astronautas adquieren una perspectiva diferente de sus vidas y del mundo al encontrarse en el espacio.
-Explíquese.
-Al regresar, y después de cierto tiempo, muchos han rechazado a sus esposas. Un gran porcentaje de ellos se dedica a participar activamente en la Iglesia y a predicar el Evangelio. Otros han buscado el aislamiento total del mundo exterior. Me estoy entrevistando constantemente con muchos de ellos, los he conocido antes y después de las misiones, y créame que ninguno regresa como era antes. Pareciera que ante la belleza del espacio descubrieron una perspectiva más religiosa de sus vidas.
El clima de la sala de reuniones era de perplejidad. Nadie se atrevía a preguntar nada. El doctor Irwing continuó:
-En mi opinión estamos frente a una especie de anticipación del Síndrome, una aberración causada, tal vez, por lo prolongado de la misión, que ha inducido en los tripulantes del Atlantis un falso sentimiento de bienestar.
-¿Podría ser un poco menos técnico, doctor?
-Están viviendo un espejismo. Tal vez piensen que están en el Cielo.
-¡Jesús! -exclamó el Consejero Mullane.
-¿Usted habló de una posibilidad? -preguntó Coats.
-Podría intentar hablar con ellos. Si es eso lo que está pasando, tal vez los pueda convencer de que aterricen. No es seguro, pero se puede intentar.
-Tiene que ser eso, ¿qué más puede ser?
-Señor Haise, ¿existe la posibilidad de una misión de rescate? -preguntó Coats.
-Las plataformas principales están ocupadas con los preparativos del FREEDOM I. No garantizaría otros antes de tres semanas. Sería demasiado apresurado. No asumiré el riesgo.
-Creo que ahora todo depende de usted, doctor Irwing.
Más que una orden era un voto de confianza. El doctor Irwing se levantó de la mesa y abandonó la sala de reuniones de inmediato. El tiempo era ahora un enemigo.
-¿Qué le diremos a la prensa? -preguntó el señor Roosa. Mullane y Coats se miraron. La respuesta era necesaria.
-La verdad.
La verdad, ¿pero cuál era la verdad de todo? La gente no iba a aceptar tal explicación. Aun a ellos mismos les costaba aceptarla. El mundo estaba particularmente sensibilizado, aunque no lo suficiente, ante los constantes desastres naturales que habían estado sacudiendo el hemisferio sur del planeta en los últimos diez meses, precisamente en los continentes más pobres y más abatidos por el hambre. La muerte era aceptada como algo cotidiano, latente en el desarrollo habitual de aquellos países distantes, lejos, hacia el sur. Pero de improviso se encontraban ante las imágenes de una tripulación que abordaba una nave, una tripulación que saludaba desde el espacio en los primeros días de su misión, y que ahora, de acuerdo al narrador de las noticias, había decidido permanecer en el espacio, enfrentando la muerte, aceptando la muerte voluntariamente, sin una razón lógica. Era algo impresionante. ¿Pero acaso no tan impresionante como las imágenes de un maremoto en Quatar, o un tifón en Brasil? ¿Es que el hecho de que las imágenes estén personalizadas le da mayor horror a la tragedia? No, claro que no, mucha gente se dio cuenta de ello. ¿Era acaso la paz, la tranquilidad lograda desde hacía dos años, el fin de las alianzas militares, la reducción sistemática de los armamentos, lo que había sumido a la Humanidad en el Sueño Espacial, en una carrera por las estrellas, buscando el progreso? ¿El Progreso? ¿A qué precio? ¿Es que no se hace nada por esos pobres países del sur? ¿No hay ayuda?
Los rebeldes fueron reconocidos de inmediato como héroes, protagonistas de un acto único en la historia. Sacrificaban sus vidas con un propósito: Demostrar a la Humanidad su indiferencia, su indiferencia ante el dolor, ante la muerte, tomando con ellos el orgullo de su desarrollo tecnológico, quitándoles súbitamente todo cuanto pudiera haber sido un mérito en la conquista del espacio. La NASA y todas las agencias espaciales del mundo eran vistas ahora como entes criminales. Aquella gloriosa tripulación orbitaría el mundo como símbolo de una causa, una causa que, a diferencia de ellos, no moriría nunca, la de la humanidad, la verdadera humanidad.
Todo esto sucedía a un tiempo, al mismo tiempo que el doctor Irwing tenía interminables entrevistas con los miembros de la tripulación, tratando de escrutar en sus mentes las razones de su decisión. Ninguno parecía asustado o vacilante. Aun el Especialista de Misión Sean Cunningham, que había mostrado cierta aversión a la permanencia prolongada en el espacio exterior en los tests preliminares, se veía tranquilo, hasta de buen humor. Las entrevistas fueron posibles gracias al Comandante Schirra, que accedió para demostrar que nadie era forzado a la decisión común. Después de entrevistar al último miembro de la tripulación, el doctor Irwing decidió enfrentarlos con sus familias: Esposas, hijos, padres. Todo fue inútil. Era un encuentro innecesario. Se mantenían firmes aun ante las lágrimas. Luego hubo silencio por una semana. El terminal número 14 fue trasladado a una habitación cerrada donde la única persona con acceso era el doctor Irwing. El movimiento de personal se había reducido drásticamente. En el Centro de Control permanecía sólo el personal necesario ante cualquier cambio de situación, como esperando un milagro. Un milagro que no llegaría.
-Aquí el Atlantis. Cambio.


El doctor Irwing se levantó de inmediato de la cama que le habían dispuesto en la habitación aislada. Junto con un escritorio y la pantalla-cámara, el Eurovisor, era el único mobiliario.
-Aquí el doctor Irwing. Enciendo el Eurovisor. Cambio.
La pantalla parpadeó por unos momentos hasta estabilizarse. En primer plano se encontraba el Comandante Schirra. Nadie más se observaba a su alrededor.
-Buenas noches, doctor. Espero no haberlo despertado.
-Buenas noches, Comandante. En realidad sólo descansaba. Últimamente he tenido problemas para conciliar el sueño.
-Tal vez ha estado bajo mucha presión.
-Tal vez... No teníamos noticias de ustedes desde hace una semana.
-Mientras más alejados permanezcamos de todo, será más fácil.
-¿Fácil? ¿Considera usted que esta situación se puede hacer más fácil simplemente ignorándola? Sólo podrán facilitar esto si acceden a justificar de alguna manera esta locura; y si no, regresando a Tierra.
-Usted no se da por vencido, doctor.
-Sólo quiero ayudarlos.
-¿Ayudarnos a qué? ¿A regresar? ¿Es que acaso no se han percatado todavía de nuestra felicidad aquí arriba? ¿Necesitará mil exámenes más para llegar a una conclusión tan obvia?
El Comandante Schirra parecía exaltado. Se observaba en sus ojos un brillo de alegría intensa. Un fuego interior parecía devorarlo. Su mirada irradiaba una revelación, un misterio, un secreto develado, y al mismo tiempo desesperación. Recobró su compostura lentamente.
-Lo llamé porque necesito que me haga un favor.
-Claro.
-Mi segundo hijo nacerá en dos meses. Sé que esto es una tontería, pero quiero que le diga a mi esposa que no lo bautice con mi nombre. Nunca me gustó mi nombre.
Hizo una pausa. Era la primera vez que se lo veía realmente afectado.
-Dígale que lo llame como su padre; ella siempre quiso eso.
El doctor Irwing simplemente asintió. No podía articular palabra.
-Me hubiera gustado conocer a mi hijo, doctor, pero así pasa; nosotros no escogimos, fuimos escogidos.
La imagen se difuminó lentamente hasta que la oscuridad invadió por completo la pantalla. El doctor Irwing permaneció inmóvil, contemplando la pantalla, pensativo.
¿Fueron escogidos?
La investigación que siguió en los días subsiguientes fue extensa, completa, ininterrumpida. El doctor Irwing analizó uno por uno los informes grabados que fueron enviados periódicamente desde el inicio de la misión. Revisó con cuidado los detalles de cada uno de los experimentos que realizaron en el espacio. Aunque entendía poco de los procedimientos científicos que implicaban los experimentos, y mucho menos de su interpretación, el doctor Irwing continuaba su búsqueda, aun sin saber a ciencia cierta qué era lo que buscaba. Los informes grabados presentaban normalidad durante los primeros nueve días de la misión; luego había una interrupción atribuida a una falla del satélite EUROSTAR, encargado de transmitir la parte visual. No hubo informes en los dos días siguientes, cosa que fue considerada normal por el Centro de Control de Misión, pues lo único importante que faltaba comunicar era el informe preliminar al aterrizaje, denominado DEORBIT. Los experimentos no presentaban una relevancia mayor; sólo un experto en microbiología podría interpretarlos bien. Por último, el satélite espía, que el General McDivitt había tenido la precaución de mantener al margen, representaba una obsolescencia, algo inútil en un mundo desmilitarizado casi en su totalidad. ¿Fueron escogidos? El doctor Irwing concluyó que el cambio ocurrió entre el noveno y el décimo día de la misión. Fue algo repentino. ¿Pero qué?
El lunes 23 de Mayo de 1994 se cumplieron los 42 días de estadía en el espacio. De acuerdo a los cálculos, las reservas de oxígeno ya habían llegado a su fin. Fueron dados por muertos exactamente a la doce del mediodía del día anterior, y el mundo entero les rindió un homenaje póstumo la mañana de aquel lunes. El Presidente de los Estados Unidos daba un discurso ante miles de personas que se habían congregado alrededor del monumento a Lincoln, como una despedida final. Oficialmente todo había terminado.
Sólo una persona permanecía en su lugar, vigilando el terminal número 14, tres días después de haber recibido la orden de abandonarlo todo.
-Tienen que llamar. Tienen que hacerlo...
Sólo en su corazón persistía la esperanza, tal vez absurda, de que el Atlantis llamaría, no para salvar sus vidas, pero sí para redimir su acto. ¿O ya estaban redimidos?
-Doctor Irwing, ¿está usted ahí?
Nunca sabría si la imagen que vio en esos momentos en la pantalla era de este mundo, ni siquiera intentó grabar la transmisión. No pensó, sólo contestó instintivamente.
-Aquí estoy, Comandante Schirra.
El Comandante se veía más delgado, pálido, su cara denotaba un cansancio de días enteros, fatiga, pero aún conservaba ese brillo, esa vida en sus ojos. Su respiración era dificultosa, jadeante. Una mascarilla de oxígeno era su único vínculo con este mundo.
-Creo que se acerca el final. Ya todos se han ido y ya me queda poco a mí. 
Se colocó un momento la mascarilla y respiró. 
-Pero necesitaba saber, necesitaba saber antes...
Parecía que por momentos perdía el conocimiento. El doctor Irwing cerró un puño.
-Comandante...
-Estoy bien -Hizo una pausa y respiró-. ¿Qué piensa el mundo de nosotros?
-Son unos héroes. Han sido cancelados los programas espaciales de casi todos los países desarrollados. Se está ayudando al Sur con esos recursos. Ustedes lo lograron. Es un cambio total de rumbo.
El Comandante Schirra sonrió, casi con sorpresa. Pareció tomar un segundo aire; no pudo disimular su felicidad.
-¿Lo entiende ahora, doctor? Es el quo vadis de la Humanidad. Alguien tenía que hacer la pregunta, y de una manera que no pudiera ser ignorada.
-Usted y su tripulación nunca hubieran podido predecir este cambio. Ni siquiera sabía, hasta hace unos momentos, la consecuencia de su acto.
-Doctor...
-En unos días no pudieron tener una evolución tan drástica de sus perspectivas del mundo. Nunca sabrían a ciencia cierta lo que iba a pasar. En su quinto informe bromea y habla de cosas que hará al regresar. Algo pasó allá arriba, algo los hizo cambiar. ¿Qué, maldición, qué?
Fueron sólo unos segundos entre el momento en que había terminado de hablar y el instante en que la imagen del Comandante desapareció de la pantalla. A veces no recuerda qué fue primero. Lo único que se escuchaba era la voz de Schirra, cada vez más apagada.
-Sucedió en la madrugada del noveno día de misión. Cernan había salido a reparar un deflector del ala izquierda. El lo vio primero, luego nos avisó.
La pantalla presentaba estática constante. En ese momento se vio una grabación, una grabación del circuito interno del Atlantis. En la esquina superior derecha se podía leer la fecha y la hora, con los segundos avanzando sin interrupción. La perspectiva mostraba la parte izquierda del fuselaje del Atlantis, al fondo la silueta cortada de la Tierra y muy lejos, atrás, el brillo del sol. ¿El sol?
¿Pero por qué aumentaba de tamaño? ¿Se estaba acercando? ¿Era el sol?
No podía darle crédito a sus ojos. Pensó por momentos que era la estática, pero ésta desapareció. Aquella luz se acercaba más y más, y adquiría forma, forma humana.
-Observe el aura, doctor. ¿La ve?
Ya aquella luz llenaba por completo el campo visual de la pantalla. Disminuyó lentamente de intensidad y entonces se pudieron distinguir las alas, doradas como el oro, aquel vestido de blancura luminosa y el rostro más inimaginablemente hermoso que ser humano alguno haya visto. El doctor Irwing sintió que se le formaba un nudo en la garganta ante esa visión celestial, ante aquel Ángel bondadoso que ahora volteaba muy lentamente hacia la cámara. No se pudo contener, las lágrimas invadieron sus ojos y deseó, deseó con toda su alma estar en el Atlantis.
-Vea cuando sonríe, doctor. ¿Lo vio?... ¿Lo vio?


FIN