2025/10/06

El brazo de la ley (Harry Harrison)


Título original: Arm of the Law
Año: 1958


Era un enorme ataúd de madera que parecía pesar una tonelada. El musculoso individuo se limitó a introducirlo a través de la puerta de la Comisaría y dio media vuelta dispuesto a marcharse. De modo que tuve que gritarle a su espalda:
—¿Qué diablos es eso?
—¿Cómo quiere que lo sepa? —inquirió a su vez mientras se introducía en la cabina—. Lo único que sé es que ha llegado esta mañana en el cohete de la Tierra.
Dicho lo cual, puso el camión en marcha y desapareció envuelto en una nube de polvo rojo.
—Bromistas —gruñí para mí mismo—. Marte está lleno de bromistas.
Cuando me incliné sobre la caja para examinarla, noté un acre sabor a polvo. El jefe Craig debió haber oído el escándalo, ya que salió de su oficina y me ayudó a examinar la caja.
—¿Cree que es una bomba? —me preguntó en tono preocupado.
—¿Por qué iba a molestarse alguien en enviarla..., especialmente en un cacharro de este tamaño? Y desde la Tierra.
El jefe asintió y dio la vuelta para mirar por el otro lado. En el exterior de la caja no constaban las señas del remitente. Al fin decidimos abrirla. Tras ímprobos esfuerzos conseguí desprender la tapa.
Así fue cómo entablamos conocimiento con Ned. Y todos hubiéramos sido mucho más dichosos si el conocimiento hubiera terminado allí. Si hubiésemos vuelto a clavar la tapa y devuelto el envío a la Tierra... Ahora sé lo que quieren decir cuando se refieren a la Caja de Pandora.
Pero nos limitamos a quedarnos al lado de la caja, en pie, como dos embobados.
Ned permanecía completamente inmóvil devolviéndonos la mirada.
—¡Un robot! —dijo el jefe.
—Muy observador; se nota que ha pasado usted por la academia de policía.
—¡Ja, ja! Ahora vamos a enterarnos para qué lo han enviado.
Yo no había pasado por la academia, pero esto no fue obstáculo para que encontrara la carta. Sobresalía ligeramente del interior de un voluminoso libro en un departamento de la caja. El jefe tomó la carta y la leyó con muy poco entusiasmo.
—¡Bien, bien! Los de la United Robotics se han vuelto locos: "Los robots, convenientemente utilizados, pueden resultar muy valiosos en los trabajos policiales...". Quieren que colaboremos en una especie de test... "El robot que incluimos es el último modelo experimental; está valorado en ciento veinte mil créditos".
El jefe y yo dirigimos de nuevo nuestra mirada al robot, compartiendo el deseo que la caja, en vez de contenerle a él, hubiera contenido los ciento veinte mil créditos. El jefe frunció el ceño y movió los labios mientras terminaba de leer la carta. Me pregunté cómo íbamos a sacar al robot de su ataúd.
Experimental o no, era un modelo realmente impresionante. Llevaba un uniforme de color azul marino, aunque los casquillos, circuitos, etc., eran de metal dorado. Alguien se había estado devanando los sesos más de una hora para conseguir aquel efecto. El parecido del robot con un policía de uniforme era extraordinario, y conste que en estas palabras no hay ninguna segunda intención. Lo único que parecía faltarle era la insignia y el revólver.
Entonces me di cuenta del débil brillo de los ojos de cristal del robot. Nunca se me había ocurrido que "aquello" pudiera funcionar por sí mismo. Pero no se perdía nada con probarlo.
—Sal de esa caja —dije.
El robot se irguió con la rapidez de un cohete, plantando sus dos pies delante de mí y llevándose la mano derecha a la sien.
—Robot Policía Experimental, número de serie XPO-456-934B, a sus órdenes, señor.
Su voz vibraba de atención y casi pude oír el zumbido de aquellos tensos músculos de cable. Podía tener caderas de acero inoxidable y un montón de alambres por cerebro, pero me produjo el mismo efecto de un agente de verdad. El hecho que tuviera la estatura de un hombre, dos brazos y dos piernas, y llevara aquel uniforme, ayudaba a aquel efecto. Lo único que tenía que hacer era entrecerrar un poco los ojos, y allí estaba Ned, el agente novato, recién salido de la escuela y dispuesto a entrar de servicio. Sacudí la cabeza para alejar aquella fantasía. Lo que tenía delante de mí no eran más que dos metros de máquina que unos sabios habían construido para divertirse un poco.
—Descansa, Ned —dije. Ned seguía saludando—. Puedes relajarte. Si continúas tan tenso puedes herniarte. Y, de todos modos, yo no soy más que el sargento. El jefe de Policía es éste...
Ned dio media vuelta y se encaró con Craig con la misma ligereza de movimientos de una máquina bien engrasada. El jefe se limitó a contemplarle como a algo que hubiera caído del cielo repentinamente, mientras Ned repetía su rutinaria presentación.
—Me pregunto si sabrá hacer algo que no sea saludar y presentarse —dijo el jefe mientras daba la vuelta al robot examinándolo de arriba abajo.
—Las funciones, operaciones y normas de actuación responsable de los Robots Policía Experimentales están definidas en las páginas 184 a 213 del manual. 
La voz de Ned se apagó durante unos segundos mientras se volvía a hurgar en su caja para sacar el volumen que acababa de mencionar.
—En las páginas 1.035 a 1.267, inclusive, se encuentra una ampliación más detallada de aquellas normas.
El jefe, que era incapaz de leer la página cómica de un periódico de un tirón, le dio vuelta entre sus manos al volumen de seis pulgadas de espesor, como si fuera a morderle. Cuando hubo adquirido una vaga idea de lo mucho que pesaba y de la calidad de su encuadernación, lo dejó sobre la mesa de mi oficina.
—Cuídese de eso —me dijo, encaminándose hacia su despacho—. Y también del robot. Haga algo con él.
La capacidad de atención del jefe no había sido nunca muy grande, y esta vez había sido tensada hasta el máximo.
Empecé a hojear el libro pensativamente. Nunca había tenido el menor contacto con robots, de modo que sabía de ellos lo mismo que cualquier hombre de la calle. Probablemente menos. El libro estaba muy bien impreso, con abundantes fórmulas matemáticas, diagramas, mapas en nueve colores, etcétera. Había que leerlo con mucha atención. Una atención que yo no estaba dispuesto a prestarle de momento. Cerré el libro y contemplé al nuevo empleado de la ciudad de Nineport.
—Detrás de la puerta hay una escoba. ¿Sabes utilizarla?
—Sí, señor.
—Entonces vas a barrer esta habitación, procurando levantar la menor cantidad de polvo posible.
Realizó un trabajo perfecto.
Contemplé ciento veinte mil créditos de maquinaria barriendo mi oficina y me pregunté por qué lo habrían enviado a Nineport. Probablemente porque en el Sistema Solar no había otro destacamento de policía más pequeño y menos importante que el nuestro. Los técnicos habrían supuesto que éste era un buen campo de pruebas. Si la cosa fracasaba, no tendría la menor repercusión. Se presentaría alguien para redactar un informe y asunto terminado. Bueno, no quedaba duda que ellos habían escogido el lugar adecuado. Nineport no era el desierto, pero le faltaba muy poco para serlo.


Por eso precisamente estaba yo allí. Yo era el único policía "de verdad" del destacamento. Necesitaban al menos uno para hacerse la ilusión del hecho que los engranajes de la ley funcionaban debidamente. El jefe, Alonzo Craig, era un inepto que había aceptado aquella plaza por la paga, que le permitiría regresar a la Tierra con sus buenos ahorros. Y había otros dos agentes. Uno de ellos viejo, que estaba borracho la mayor parte del tiempo. Y otro muy joven y atolondrado, como todos los jóvenes. Yo había pasado diez años en las fuerzas de la policía metropolitana, en la Tierra. El motivo por el que saliera de ellas no le importa a nadie. He pagado con creces cualquier error que pudiera haber cometido con este destino en Nineport.
Nineport no es una ciudad; es sólo un lugar de paso. Los únicos ciudadanos permanentes son los que abastecen a los que van de camino. Hoteleros, tahúres, taberneros, etc.
Es un puerto espacial, pero sólo llegan naves de transporte, para recoger el metal de algunas minas que siguen funcionando. Y algunos de los que están establecidos aquí se presentan en busca de provisiones. Podría decirse que Nineport es una ciudad que acaba de perder el barco. Dentro de cien años no creo que quede ni rastro de ella. De todos modos, yo no estaré ya aquí, así que me importa un comino.
Volví mi atención al libro de entradas. Cinco borrachos en la jaula, una riña nocturna... Mientras tomaba nota se presentó Fats arrastrando al sexto.
—Se ha encerrado en el lavabo de señoras del espaciopuerto y se ha resistido a la detención —informó.
—Enciérrelo con los otros.
Fats se llevó a su víctima arrastrándola, tal como la había traído. Siempre me ha maravillado la habilidad que demuestra Fats para manejar a los borrachos, dado el caso que generalmente va más cargado que ellos. Nunca le he visto tambalearse ni completamente sobrio. Pero para entendérselas con los borrachos no tiene rival. Seguramente porque comparte sus mismos instintos naturales. Fats cerró la puerta de la jaula detrás del número seis y regresó a mi oficina.
—¿Qué es eso? —preguntó, contemplando al robot a lo largo de la purpúrea belleza de su nariz.
—Un robot. He olvidado el número que su madre le dio en la fábrica, de modo que podemos llamarle Ned. Va a trabajar aquí.
—¡No está mal! Podrá limpiar la jaula en cuanto saquemos de ella a esos tipos.
—Eso es trabajo mío —dijo Billy, que entró en aquel momento. Agarró su porra y frunció el ceño por debajo de la visera de su gorra de uniforme. No es que Billy sea estúpido; lo que ocurre es que la mayor parte de su fuerza se ha acumulado en su espalda en vez de acumularse en su cerebro.
—Desde ahora será el trabajo de Ned, porque voy a ascenderte. A partir de hoy me ayudarás en algunos de mis trabajos.
Billy se enfurecía a veces, y yo temía que su enorme fuerza pudiera acarrearle algún disgusto. Mi explicación le tranquilizó, ya que se sentó al lado de Fats y se dedicó a contemplar cómo Ned limpiaba el suelo.

Las cosas siguieron de este modo durante una semana aproximadamente. Ned se entregaba a su tarea con tanto entusiasmo, que la Comisaría no tardó en adquirir un aspecto positivamente antiséptico. El jefe, que siempre tenía un ojo abierto para esta clase de cosas, descubrió que Ned podía archivar la tonelada de informes atrasados que llenaban su oficina.
Todo esto mantenía ocupado al robot, y nos acostumbramos a él hasta el punto que apenas nos dábamos cuenta de su presencia. El propio Ned trasladó su caja al almacén y se arregló allí una especie de ataúd-cama. El manual quedó enterrado en mi mesa-escritorio y nunca se me ocurrió volver a hojearlo. De haberlo hecho, podría haber visto algunos de los grandes cambios que se aproximaban. Ninguno de nosotros tenía la más ligera idea de lo que un robot puede o no puede hacer. Ned ejercía las funciones de hombre de limpieza-archivador, y así debería haber continuado. Y hubiera continuado así si el jefe no hubiera sido tan perezoso. La cosa empezó del siguiente modo: Eran las nueve de la noche aproximadamente, y el jefe se disponía a marcharse cuando llegó la llamada. El jefe levantó el receptor, escuchó unos instantes y volvió a colgar.
—El bar de Greenback. Otro atraco. Dicen que vayamos en seguida.
—Esto es una novedad. Falta un mes para que se inicien los atracos. ¿Para qué diablos paga lo que China Joe le exige si no va a protegerle?
El jefe se mordió pensativamente el labio inferior durante un buen rato y finalmente tomó una decisión.
—Será mejor que vaya usted allí para ver qué pasa.
—A sus órdenes —dije, poniéndome la gorra—. Pero no hay nadie más por aquí, y tendrá que quedarse usted de guardia en la oficina hasta que yo regrese.
—¡Vaya una lata! —murmuró—. Me estoy muriendo de hambre y me fastidia mucho tener que quedarme aquí sentado esperando.
—Yo iré a hacer el informe —dijo Ned dando un paso hacia adelante y haciendo su bien engrasado saludo.
Al principio el jefe no lo tomó en serio. Era como si un renacuajo acabara de ofrecerse para sustituirle en su trabajo.
—¿Cómo podrías hacer tú un informe? —gruñó, devolviendo el renacuajo a su sitio.
Pero la frase, que pretendía ser insultante, le salió en forma de pregunta. Y en menos de tres minutos Ned le hizo al jefe un resumen de las actividades a desarrollar por un oficial de policía para hacer un informe de un atraco o de un robo cuya denuncia acabara de recibirse. Por la mirada de asombro que apareció en los salientes ojos del jefe comprendí que Ned acababa de sobrepasar todas las posibilidades de comprensión de mi superior.
—¡Basta! —balbuceó finalmente Craig—. Si sabes tanto, ¿por qué no haces un informe?
Lo cual me sonó como otra versión del si eres tan listo, ¿por qué no eres rico?, que solíamos decir a los muchachos aplicados en la escuela. Ned, por lo visto, se lo tomó al pie de la letra y se volvió hacia la puerta.
—¿Quiere usted decir que desea que haga un informe sobre ese atraco?
—Sí —dijo el jefe, sólo para librarse de él, y vimos desvanecerse su forma azul a través de la puerta.
—Debe ser más listo de lo que parece —dije—. Ni siquiera ha preguntado dónde está situado el bar de Greenback.
El jefe asintió y el teléfono sonó otra vez. Su mano descansaba aún sobre el receptor, de modo que lo levantó con un movimiento reflejo. Escuchó durante unos instantes, y por la palidez que adquirió su rostro se hubiera dicho que alguien le estaba extrayendo la sangre del cuerpo.
—Los atracadores continúan en el bar —balbució finalmente—. Llama el chico de Greenback..., para preguntar qué estamos haciendo. Dice que está escondido debajo de una mesa en la trastienda...
No oí el resto porque crucé la puerta corriendo y subí al automóvil oficial de un salto. Podían ocurrir un centenar de cosas si Ned llegaba allí antes que yo. Disparos, heridos, montones de cosas. Y la policía cargaría con las culpas por enviar a un robot a efectuar el trabajo de un agente. Nunca había sentido calor en Marte, pero en aquellos momentos estaba sudando.


Nineport tiene catorce reglas de tráfico y las quebranté todas antes de haber recorrido una manzana. A pesar de mi rapidez, Ned fue más rápido que yo. Cuando di la vuelta a la esquina le vi abrir la puerta del establecimiento de Greenback y meterse dentro. Destrocé los frenos, pero llegué a tiempo de obtener un asiento de primera fila.
Los atracadores eran dos. Uno de ellos estaba detrás del mostrador revisando el contenido de la caja. El otro montaba guardia al otro lado. Sus armas no estaban a la vista, pero el espectáculo de Ned, embutido en su chaqueta azul y entrando en el establecimiento como un huracán, fue demasiado para sus excitados nervios. Empuñaron rápidamente sus pistolas mientras Ned se paraba en seco. Empuñé mi propio revólver, esperando ver salir volando por la ventana, de un momento a otro, trozos de robot.
Los reflejos de Ned eran excelentes. Lo cual es de esperar, supongo, de un robot.
"TIREN SUS ARMAS. QUEDAN USTEDES DETENIDOS".
Su voz resonó con tanta fuerza, que mis tímpanos vibraron largo rato. El resultado fue el que podía esperarse. Los dos pistoleros dispararon a la vez, y el aire se llenó del zumbido de los proyectiles. Los cristales de la puerta saltaron hechos añicos y me dejé caer sobre mi estómago. Por el ruido de los disparos, supe que ambos maleantes soltaban bombones del 50. Unos bombones que lo atraviesan todo.
Pero a Ned no parecían causarle el menor efecto. La única medida de precaución que adoptó fue la de cubrirse los ojos. Una especie de pantalla provista de una pequeña abertura cayó sobre ellos. A continuación avanzó hacia el primer pistolero.
Sabía que Ned era rápido, pero no creía que tanto. Un par de proyectiles se estrellaron contra él mientras cruzaba la sala, pero antes que el atracador pudiera variar su puntería Ned se había apoderado de su pistola. Agarró al ladrón de un brazo, haciéndole objeto de la llave más diabólica que yo había visto hasta entonces, y cuando la pistola cayó de los inertes dedos la agarró limpiamente en el aire. Con el mismo movimiento con que introdujo la pistola en uno de sus bolsillos, sacó un par de esposas y las colocó rápidamente en las muñecas del atracador. El atracador número dos se encaminaba rápidamente hacia la puerta, y yo estaba esperándole para hacerle objeto de un caluroso recibimiento. Pero, no fue necesario. Había recorrido la mitad del camino cuando Ned se plantó delante de él. Cuando el asombrado pistolero quiso reaccionar, se encontraba esposado y caído en el suelo, junto a su compañero.
Entré en el bar, le pedí a Ned las armas de los bandidos y llevé a cabo la detención oficial. Esto fue todo lo que Greenback vio al salir de su escondrijo de detrás del mostrador, y era lo único que yo deseaba que viera. El suelo estaba materialmente cubierto de trozos de vidrio, y el establecimiento olía como el interior de una botella de Jack Daniels. Greenback empezó a aullar como un lobo al contemplar aquellos destrozos. No parecía estar enterado de la llamada telefónica que nos puso sobre aviso, de modo que entré en la trastienda y allí encontré al chico que había hecho las llamadas.
Resultó ser un caso de supina ignorancia. El chico sólo llevaba unos días al servicio de Greenback, y no sabía que al producirse un atraco había que avisar a los hombres de China Joe en vez de llamar a la policía. Le dije a Greenback que aleccionara mejor al chico, para evitar estropicios como los que acababan de producirse. Luego empujé a los dos esposados atracadores hacia el automóvil. Ned subió con ellos y los tres se instalaron en el asiento posterior.
El jefe seguía sentado en su oficina, tan pálido como antes, cuando nos presentamos delante de él. No lo hubiera creído posible, pero palideció un poco más.
—De modo que los ha detenido —murmuró. Antes que yo pudiera contestar, le asaltó una segunda y más terrible idea. Agarró a uno de los pistoleros por la manga de la camisa, y le dijo—: Tú perteneces a la banda de China Joe, ¿no es cierto?
—No conozco a ningún China Joe. Hemos llegado hoy mismo a esta ciudad, y...
—Independiente, por Dios —suspiró el Jefe, dejándose caer en su sillón—. Encierre a estos hombres y dígame rápidamente lo que ha sucedido.
Metí a los dos pistoleros en la jaula y luego, de regreso en la oficina del jefe, levanté un dedo no demasiado firme hacia Ned.
—Aquí está el héroe —dije—. Los capturó a los dos con una sola mano. Es el robot-huracán, capaz de barrer todo el mal de esta depravada comunidad. Y es a prueba de balas, también.
Pasé un dedo por el amplio pecho de Ned. La pintura había desaparecido en muchos lugares, arrancada por los proyectiles, pero el metal apenas estaba arañado.
—Esto va a producirme muchos quebraderos de cabeza —gimió el Jefe.
Yo sabía que se estaba refiriendo a los muchachos que manejaban el negocio de la protección. A los hombres de China Joe no les gustaba que se produjeran tiroteos y detenciones sin su aprobación. Pero Ned creyó que el Jefe tenía otra clase de preocupaciones, y se apresuró a aclarar la situación.
—No habrá ninguna dificultad —dijo—. En ningún momento he violado ninguna de las Leyes Restrictivas Robóticas, las cuales forman parte de mis circuitos de control y son, por lo tanto, completamente automáticas. Los hombres que empuñaron sus pistolas violaron la ley robótica y la humana al recurrir a la violencia, primero con amenazas y luego con hechos. No he lastimado a esos hombres..., me he limitado a detenerles.
Aquello estaba por encima de la capacidad de comprensión del Jefe, pero a mí me gustaba creer que era capaz de entenderlo. Y me había estado preguntando cómo era posible que un robot —una máquina— pudiera estar involucrado en cosas tales como la violación de la ley. Ned tenía también la respuesta para esto.
—Los robots han estado desempeñando estas funciones durante muchos años. ¿Ha olvidado usted los medidores automáticos de velocidad para determinar si los automovilistas violaban las reglas de tráfico? Un robot detector de alcohol está más capacitado que un oficial de policía para juzgar si un conductor ha bebido demasiado. En cierta época, los robots podían incluso tomar decisiones acerca de la conveniencia de matar. Antes de la promulgación de las Leyes Restrictivas Robóticas, los apuntadores automáticos de cañones eran de uso general. Su desarrollo final fue una batería completa de cañones antiaéreos de largo alcance. El explorador automático localizaba a todas las aeronaves en un radio determinado. Las que no enviaban correctamente la señal de identificación eran detenidas y en caso necesario destruidas por unos cañones automáticos..., disparados por un mecanismo robot.
Los argumentos de Ned no podían ser discutidos. Lo único que podía reprocharle, tal vez, era su vocabulario de profesor universitario. Pero preferí desviar la dirección de mi ataque.
—Sin embargo, un robot no puede ocupar el puesto de un policía, que es un complicado trabajo humano.
—Desde luego que lo es, pero la función de un robot policía no consiste en ocupar el puesto de un policía humano. Fundamentalmente, yo combino las funciones de numerosas piezas del mecanismo policial, integrándolas y haciéndolas asequibles inmediatamente. Además, puedo ayudar a los procedimientos mecánicos de la ley. Si usted detiene a un hombre, le coloca las esposas. Pero si me ordena a mí que lo haga, yo no tomo ninguna decisión moral. No soy más que una máquina que coloca unas esposas a un hombre...


Mi mano se alzó para detener el torrente de argumentos robóticos. Ned estaba atiborrado hasta las orejas de hechos y de cifras, y yo sabía que llevaba las de perder si insistía en discutir con él. Cuando Ned detuvo a los atracadores no quebrantó ninguna ley, desde luego. Pero existen otras leyes, aparte de las que están contenidas en los códigos.
—China Joe no se sentirá muy satisfecho cuando se entere de esto —dijo el jefe, expresando mis propios pensamientos.
La Ley de la Selva. La que no figura en los códigos. La que regía en Nineport. El lugar era lo suficientemente grande para albergar a una notable población de jugadores de ventaja, y de explotadores del vicio en todas sus formas. Una población gobernada por China Joe. Lo mismo que el departamento de policía. Nos tenía a todos en su bolsillo, y era él quien pagaba realmente nuestros sueldos. Y éstas no eran cosas que uno pudiera explicarle a un robot.
—Sí, China Joe...
De momento creí que era el eco de las palabras que acababa de pronunciar el jefe, pero luego me di cuenta que alguien acababa de entrar en la oficina. Alguien llamado Alex. Dos metros de hueso, músculo y mala intención. El brazo derecho de China Joe. Obsequió con una pálida sonrisa al jefe, el cual se hundió todavía más en su sillón.
—China Joe desea que le explique usted las causas por las cuales sus agentes van por ahí deteniendo a la gente y provocando el destrozo de botellas de excelente licor. Lo del licor es lo que le ha puesto más furioso. Dice que ya está harto de usted, y que después de esto, puede...
—Queda usted detenido, de acuerdo con el artículo 46, párrafo 19, de las normas revisadas...
Ned había actuado antes que pudiéramos darnos cuenta del hecho que se movía. Delante de nuestras propias barbas, estaba deteniendo a Alex y firmando nuestras sentencias de muerte.
Alex no era lento. Mientras se volvía para ver quién le había agarrado, empuñaba ya su revólver. Disparó una sola vez, directamente contra el pecho de Ned, antes que el robot se apoderase del arma y esposara al pistolero. Mientras todos los presentes boqueábamos como peces sacados del agua, Ned recitó el pliego de cargos en un tono que, me atrevería a jurar, era de satisfacción.
—El detenido es Peter Rakjomskj, alias Alex el Hacha, reclamado en Ciudad Canal por asalto a mano armada e intento de asesinato. Reclamado también por la policía local de Detroit, Nueva York y Manchester, bajo la acusación de...
—¡Quítenme esto de encima! —aulló Alex.
Podíamos haberlo hecho, y haber tratado de arreglar las cosas, si Benny Bug no hubiera oído el disparo. Asomó la cabeza por la puerta de la oficina el tiempo justo para echar una asombrada ojeada a lo que estaba sucediendo allí.
—¡Alex! ¡Se están cargando a Alex!
Inmediatamente desapareció, y cuando corrí hacia la puerta ya no pude ver a nadie. Los muchachos de China Joe siempre circulaban por parejas. Y, pasados diez minutos, el propio China Joe estaría enterado de todo.
—Hazle la ficha —le dije a Ned—. Soltarle ahora no solucionaría nada. De todos modos, ha empezado ya el fin del mundo.
En aquel momento entró Fats, murmurando algo en voz baja. Al verme, disparó el pulgar por encima de su hombro.
—¿Qué pasa? He visto el pequeño Benny Bug salir de aquí como alma que lleva el diablo y desaparecer en su automóvil a toda velocidad...
Entonces, Fats vio a Alex con las esposas puestas e inmediatamente se le disiparon los efectos de la borrachera. Se quedó con la boca abierta un par de segundos, y luego su cerebro empezó a funcionar. Sin tambalearle lo más mínimo, se acercó a la mesa del jefe y depositó sobre ella su insignia de policía.
—He llegado a la conclusión que soy demasiado viejo y demasiado bebedor para pertenecer a la policía. Por lo tanto, acepte mi dimisión. Porque si quien yo sé me encuentra aquí cuando se presente con sus amigos, no viviré un día más para contarlo.
—Rata —gruñó el jefe a través de sus apretados dientes—. Abandona el barco cuando se está hundiendo. ¡Rata!
Fats dio media vuelta y se marchó.
A partir de aquel momento, el Jefe pareció despreocuparse de todo. Ni siquiera parpadeó cuando recogí la insignia de Fats de encima de su mesa. No sé por qué lo hice; tal vez porque pensé que era de justicia. Ned había empezado todo el lío, y yo estaba lo bastante furioso como para desear que le tocara también su parte, en el momento del desenlace. En su pecho había dos anillas, y no me sorprendió descubrir que la insignia encajaba perfectamente en ellas.
—Ahora, ya eres un verdadero policía —le dije, en tono sarcástico.
Debí tener en cuenta que los robots son inmunes al sarcasmo. Ned se tomó mis palabras muy en serio.
—Éste es un gran honor, no solamente para mí sino para todos los robots. Procuraré cumplir lo mejor posible todas mis obligaciones.
Me pareció oír estremecerse de alegría a todos sus cables mientras llenaba la ficha de Alex.
Si la situación no hubiese sido tan mala, hubiera gozado de veras con el espectáculo de Ned en acción. Llevaba almacenado en su cuerpo más material policíaco del que Nineport había tenido nunca. De una de sus caderas surgió un tampón, y Ned apoyó en él los dedos de Alex, haciéndolos rodar ligeramente, para estamparlos a continuación en una cartulina. Luego mantuvo apartado al detenido a la distancia de su brazo, mientras algo producía un ruido seco en su abdomen; unos segundos después caían dos instantáneas de una abertura lateral. Las fotos quedaron pegadas a la cartulina. Un espectáculo realmente fascinante, aunque no quise continuar presenciándolo. Tenía cosas más importantes en que pensar. Como en seguir viviendo, por ejemplo.
—¿Se le ocurre algo, jefe?
Por toda respuesta obtuve un gruñido. En aquel momento se presentó Billy, el resto de la plantilla. Le expuse claramente la situación, diciéndole que podía escoger entre quedarse o marcharse. Sea por estupidez, sea por bríos, escogió quedarse, y me sentí orgulloso de él. Ned fue a encerrar al detenido y empezó a barrer.
Así estábamos cuando se presentó China Joe.
A pesar del hecho que le estábamos esperando, su llegada nos puso el corazón en un puño. Le acompañaban los más duros de sus hombres, que se mantenían agrupados ante la puerta. China Joe avanzó un paso, con las manos enterradas en las mangas de su larga túnica de mandarín. Sus facciones asiáticas eran completamente inexpresivas. No perdió el tiempo hablando con nosotros; se limitó a decir a sus hombres:
—Limpien esto, muchachos. El nuevo jefe de policía llegará dentro de unos momentos y no quiero que encuentre holgazanes remoloneando por aquí.
Esto me puso furioso. A pesar de todo, sigo siendo un policía. Sobornado y todo lo que se quiera, pero hay ocasiones en que el espíritu del Cuerpo pesa más que todas las consideraciones. Al mismo tiempo, sentía una gran curiosidad acerca de China Joe. En todo el tiempo que llevaba tratándole no había conseguido hacerme con un solo dato sobre su verdadera personalidad.


—Ned, échale un buen vistazo al tipo de la bata, y dime quién es.
Los circuitos electrónicos funcionaban muy de prisa. Ned disparó la respuesta casi inmediatamente.
—Es un seudo-oriental, que utiliza el color amarillento de su tez para crearse otra personalidad. No es chino. Ha sufrido también una operación en los ojos, cuyas cicatrices son aún visibles. Todo ello destinado, evidentemente, a ocultar su verdadera identidad, aunque las medidas Bertillón de sus orejas y de otros rasgos permiten identificarle. Está en la lista de Reclamados Especiales de la Interpol, y su verdadero nombre es...
China Joe estaba furioso, y con motivo.
—Ésta es la cosa..., el cacharro de hojalata dirigido por radio... Ya hemos oído hablar de él, y vamos a hacerle un regalo...
Entonces me di cuenta que uno de los tipos que acompañaban a China Joe estaba arrodillado detrás de un tubo lanzacohetes. Cargado con proyectiles antitanque, sin duda. Éste fue mi último pensamiento antes de oír el silbido del proyectil.
Es posible que aquella arma acabe con un tanque. Pero no puede cargarse a un robot. Al menos, no a un robot-policía. Ned se deslizaba por el suelo, boca abajo, cuando estalló la pared trasera: No hubo un segundo disparo. Ned agarró el tubo del bazooka y allí acabó la cosa.
Me refiero al arma antitanque, claro. Porque el verdadero escándalo empezó a continuación. Billy decidió que la persona que disparaba un proyectil antitanque en una comisaría de policía estaba quebrantando la ley, y avanzó con su porra en alto. Me arrimé a él, puesto que no quería perderme la diversión. Ned estaba debajo de un montón de cuerpos, pero yo estaba seguro que él sabría cuidar de sí mismo.
Resonaron un par de apagados disparos y alguien aulló. Después de esto nadie se atrevió a disparar, por miedo a herir a un compañero. Un tipo llamado Brooklyn Eddie me golpeó en la cabeza con la culata de su revólver. Para corresponder a su atención, le aplasté la nariz de un puñetazo.
Lo que siguió está envuelto en una especie de niebla. Pero recuerdo que el espectáculo fue de los que hacen época.
Cuando la niebla se disipó un poco, me di cuenta que yo era el único que estaba en pie. Mejor, dicho, apoyado. Menos mal que allí estaba la pared.
Ned entró por la puerta que daba a la calle arrastrando un paquete que tenía un leve parecido con Brooklyn Eddie. Tuve la fundada esperanza que aquello hubiera sido obra mía. Las muñecas de Eddie estaban esposadas. Ned le soltó amablemente junto al montón de pistoleros..., y repentinamente me di cuenta del hecho que todos llevaban la misma clase de esposas. Me pregunté vagamente si Ned las fabricaba a medida que las iba necesitando, o si las tenía almacenadas en una pierna hueca, o algo por el estilo.
Me dejé caer sobre una silla, profiriendo un suspiro de alivio.
Había manchas de sangre por todas partes, y si un par de los hombres de China Joe amontonados en el suelo no hubieran gruñido, hubiera creído que estaban todos muertos. Uno de ellos lo estaba, desde luego. Una bala le había atravesado el pecho, y la mayor parte de la sangre era probablemente suya.
Ned hurgó un momento en el montón y sacó a Billy al exterior. Estaba inconsciente, pero en su rostro se dibujaba una beatífica sonrisa y de su muñeca colgaban los astillados restos de su porra. Cuesta muy poco hacer dichosas a ciertas personas. Una bala le había atravesado la pierna, y no hizo el menor movimiento cuando Ned cortó la pernera de sus pantalones y le vendó la herida.
—El falso China Joe y otro hombre se han escapado en un automóvil —informó Ned.
—No te preocupes por ellos —conseguí balbucear—. No irán muy lejos.
Entonces me di cuenta que el jefe continuaba sentado en su sillón, tal como se encontraba al empezar el escándalo. Al acercarme a él comprobé que Alonzo Craig, Jefe de Policía de Nineport, estaba muerto.
Un solo disparo. Arma de calibre pequeño, tal vez un 22. Le había atravesado el corazón, y la escasa sangre que brotó de la herida quedó empapada por las ropas. Una pistola de pequeño calibre. Un arma fácil de ocultar en la manga de una túnica de mandarín.
Todo mi cansancio desapareció como por arte de magia. Lo único que sentía era una rabia ciega. Tal vez Craig no había sido el tipo más listo ni el más honrado del mundo. Pero no merecía un final como éste. Asesinado a sangre fría por un pistolero que creyó que le había traicionado.
Inmediatamente después caí en la cuenta que debía tomar una decisión. Con Billy fuera de combate y Pats dimitido, yo era todo el destacamento de policía de Nineport. Lo que tenía que hacer ahora era ponerme a salvo, antes que fuera demasiado tarde.
Ned entró en la oficina, recogió a dos de los bandidos y fue a encerrarlos en una de las celdas.
Tal vez fue la vista de su espalda azul, o tal vez estaba cansado de correr. Lo cierto es que tomé la decisión antes que mi cerebro llegara a definirla. Cuidadosamente, le saqué al Jefe su insignia dorada y me la coloqué en el lugar que ocupaba la que había llevado hasta entonces.
—El nuevo Jefe de Policía de Nineport —dije, sin dirigirme a nadie en particular.
—Sí, señor —dijo Ned, al pasar por mi lado.
Soltó a uno de los detenidos para saludarme, y luego reanudó su tarea. Le devolví el saludo.
 
La furgoneta del hospital se llevó al muerto y al herido. Cuando el médico me hubo curado y vendado la cabeza, mis ideas empezaron a aclararse. Ned fregó el suelo. Yo me tragué diez aspirinas y esperé a que mis ideas se hubieran aclarado del todo para decidir lo que tenía que hacer.
Cuando estuve en condiciones de meditar bien el asunto, la respuesta fue obvia.
Demasiado obvia. Invertí el mayor tiempo posible en volver a cargar mi revólver.
—Vuelve a llenar tu caja de esposas, Ned. Vamos a salir.
Como un buen policía, Ned no hizo ninguna pregunta. Al salir, cerré la puerta exterior y le entregué la llave a Ned.
—Toma. Es muy posible que seas el único que supere la prueba que hoy nos espera.
Para ir a la casa de China Joe di un gran rodeo con el coche, procurando alargar el viaje, tratando de descubrir otro modo de resolver la cuestión. No había otra solución. Se había cometido un asesinato, y su autor había sido Joe. Por lo tanto, tenía que detenerle.
Me detuve en la esquina para dar unas breves instrucciones a Ned.
—En aquel bar vive el individuo al cual seguiremos llamando China Joe hasta que dispongamos de tiempo para que me des un detallado informe acerca de él. Ahora no podemos entretenernos en eso. Lo que tenemos que hacer es presentarnos allí, detener a Joe y entregarlo a la justicia. ¿Entendido?
—Entendido —respondió Ned—. Pero, ¿no sería más sencillo detenerle ahora, cuando está marchándose en aquel automóvil, que esperar a que regrese?


El automóvil en cuestión pasó junto a nosotros a más de ochenta por hora. Apenas pude distinguir a Joe, instalado en el asiento trasero.
—¡Páralos! —grité, sin tener la menor idea de lo que podía hacer Ned para detener a un automóvil lanzado a aquella velocidad.
Pero, le había dado una orden, y Ned la cumplió. Asomó la cabeza por la ventanilla, y por primera vez me di cuenta del hecho que la mayor parte de su equipo estaba ubicado en su torso. Probablemente, incluso su cerebro estaba allí. Con aquel cañoncito en la cabeza, no debía quedar espacio en ella para nada más.
Un 75. En el lugar que tendría que haber ocupado su nariz se alzó una chapa, dejando al descubierto la boca del arma. Entre sus dos ojos. Para poder apuntar bien.
El BUM BUM casi me rompió los tímpanos. Desde luego, Ned era un tirador perfecto..., como lo hubiera sido yo, de haber tenido por cerebro una máquina de calcular. Los dos proyectiles destrozaron las ruedas traseras del automóvil, que empezó a zigzaguear peligrosamente, hasta que se detuvo en medio de la carretera. Eché a correr detrás de Ned. Esta vez, los bandidos no opusieron la menor resistencia, ni trataron de huir. La vista del humeante cañón que asomaba entre los dos ojos del robot resultaba demasiado impresionante. Y estoy convencido que éste había sido el efecto buscado por Ned al no ocultar la boca del arma. Probablemente había seguido algún curso de psicología en la escuela de robots.
En el automóvil había tres bandidos, con los brazos tocando la capota, como en la secuencia final de una película de gángsters. Y el suelo del coche cubierto de unos interesantes maletines.
China Joe sólo refunfuñó cuando Ned me contó que su verdadero nombre era Stantin, y que la silla eléctrica de Elmira le estaba esperando desde hacía mucho tiempo. Le prometí a Joe Stantin que procuraría que la cita tuviera lugar lo antes posible. El resto de la banda sería juzgada en Ciudad Canal.
Fue un día muy ocupado.

Las cosas se han apaciguado mucho desde entonces. Billy salió del hospital y lleva mis antiguos galones de sargento. Incluso Fats reingresó en el departamento, aunque ahora está sereno de cuando en cuando y apenas se atreve a mirarme a la cara. El trabajo es escaso, ya que además de ser una ciudad pequeña, Nineport es ahora una ciudad honrada.
Ned se encarga de la patrulla nocturna, del laboratorio y de los archivos. Parece mucho trabajo, pero a Ned no parece importarle. Su tiempo libre lo pasa palpándose los arañazos que le produjeron las balas y sacándole brillo a su insignia. Sé que un robot no puede ser feliz ni desgraciado, pero Ned tiene aspecto de ser feliz.
A veces juraría que le oigo zumbar para sí mismo. Pero, desde luego, se trata únicamente de los motores y de las cosas que lleva dentro.
Supongo que hemos establecido aquí una especie de precedente: El que un robot puede desempeñar perfectamente las funciones de un oficial de policía. No se ha presentado aún nadie de la fábrica, de modo que ignoro si el de Ned es el primer caso o no.
Y voy a decirles algo más. No pienso quedarme aquí siempre. He enviado ya algunas cartas, solicitando un nuevo empleo.
De modo que algunas personas van a recibir una gran sorpresa cuando sepan quién va a substituirme en el cargo de Jefe de Policía.


FIN

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