2023/09/25

El centinela (Arthur C. Clarke)


Título original: The sentinel
Año: 1951


La próxima vez que vean la Luna llena allá en lo alto, por el sur, miren cuidadosamente al borde derecho, y dejen que su mirada se deslice a lo largo y hacia arriba de la curva del disco. Alrededor de las dos del reloj, notarán un óvalo pequeño y oscuro; cualquiera que tenga una vista normal puede encontrarlo fácilmente. Es la gran llanura circundada de murallas, una de las más hermosas de la Luna, llamada Mare Crisium, Mar de las crisis. De unos quinientos kilómetros de diámetro, y casi completamente rodeada de un anillo de espléndidas montañas, no había sido nunca explorada hasta que entramos en ella a finales del verano de 1966.
Nuestra expedición era importante. Teníamos dos cargueros pesados que habían llevado en vuelo nuestros suministros y equipo desde la principal base lunar de Mare Serenitatis, a ochocientos kilómetros de distancia. Había también tres pequeños cohetes destinados al transporte a corta distancia por regiones que no podían ser cruzadas por nuestros vehículos de superficie. Afortunadamente la mayor parte del Mare Crisium es muy llana. No hay ninguna de las grandes grietas tan corrientes y tan peligrosas en otras partes, y muy pocos cráteres o montañas de tamaño apreciable. Por lo que podíamos juzgar, nuestros poderosos tractores oruga no tendrían dificultad en llevarnos a donde quisiésemos.
Yo era geólogo —o selenólogo, si queremos ser pedantes— al mando de un grupo que exploraba la región meridional del Mare. En una semana habíamos cruzado cien de sus millas, bordeando las faldas de las montañas de lo que había antes sido el antiguo mar, hace unos mil millones de años. Cuando la vida comenzaba sobre la Tierra, estaba ya muriendo aquí. Las aguas se iban retirando a lo largo de aquellos fantásticos acantilados, retirándose hacia el vacío corazón de la Luna. Sobre la tierra que estábamos cruzando, el océano sin mareas había tenido en otros tiempos casi un kilómetro de profundidad, pero ahora el único vestigio de humedad era la escarcha que a veces se podía encontrar en cuevas donde la ardiente luz del sol no penetraba nunca.
Habíamos comenzado nuestro viaje temprano en la lenta aurora lunar, y nos quedaba aún una semana de tiempo terrestre antes del anochecer. Dejábamos nuestro vehículo una media docena de veces al día, y salíamos al exterior en los trajes espaciales para buscar minerales interesantes, o colocar indicaciones para guía de futuros viajeros. Era una rutina sin incidentes. No hay nada peligroso, ni siquiera especialmente emocionante en la exploración lunar. Podíamos vivir cómodamente durante un mes dentro de nuestros tractores a presión, y si nos encontrábamos con dificultades siempre podíamos pedir auxilio por radio y esperar a que una de nuestras naves espaciales viniese a buscarnos. Cuando eso ocurría se armaba siempre un gran alboroto sobre el malgasto de combustible para el cohete, de modo que un tractor solamente enviaba un SOS en caso de verdadera necesidad.
Acabo de decir que no había nada estimulante en la exploración lunar, pero, naturalmente, eso no es cierto. Uno nunca podía cansarse de aquellas increíbles montañas, mucho más abruptas que las suaves colinas de la Tierra. Cuando doblábamos los cabos y promontorios de aquel desaparecido mar, no sabíamos nunca qué esplendores nos iban a ser revelados. Toda la curva sur del Mare Crisium es un vasto delta donde veinte ríos iban antes al encuentro del océano, alimentados quizá por las torrenciales lluvias que debieron haber batido las montañas en la breve época volcánica cuando la Luna era joven. Cada uno de aquellos valles era una invitación, retándonos a trepar a las desconocidas tierras altas de más allá. Pero aún nos quedaban más de cien kilómetros por recorrer, y no podíamos hacer otra cosa sino contemplar con nostalgia las alturas que otros deberían escalar.
A bordo del tractor seguíamos la hora terrestre, y exactamente a las 22:00 h enviábamos el mensaje final por radio, y cerrábamos para el resto del día. Fuera, las rocas ardían todavía bajo el sol casi vertical, pero para nosotros era de noche hasta que nos despertábamos ocho horas más tarde. Entonces uno de nosotros preparaba el desayuno, se oía mucho zumbar de máquinas de afeitar eléctricas, y alguien siempre ponía en marcha la radio de onda corta de la Tierra. En realidad, cuando el olor del tocino frito comenzaba a llenar la cabina, era a veces difícil no creer que estábamos de regreso en nuestro propio mundo, todo era tan normal y casero, excepto por la sensación de poco peso y por la extraña lentitud con que caían los objetos.


Me tocaba a mí preparar el desayuno en el rincón de la cabina principal que servía de cocina. Después de tantos años, recuerdo aún vívidamente aquel instante, pues la radio acababa de tocar una de mis melodías favoritas, el viejo aire galés, David de la Roca Blanca. Nuestro conductor estaba ya fuera en su traje espacial, inspeccionando nuestras bandas oruga. Mi ayudante, Louis Garnett, estaba de pie delante, haciendo algunas anotaciones en el diario de a bordo del día anterior.
Mientras me encontraba junto a la sartén, esperando, como cualquier ama de casa terrestre, que las salchichas se dorasen, dejé que mi mirada se pasease distraídamente por las paredes de la montaña que cubría todo el horizonte meridional, extendiéndose hasta perderse de vista hacia el este y el oeste, por debajo de la curva de la Luna. Parecían estar a unos dos kilómetros del tractor, pero sabía que la más cercana estaba a treinta kilómetros de distancia. En la Luna, como es natural, no hay pérdida de detalle con la distancia, nada de aquella neblina casi imperceptible que suaviza las cosas distantes de la Tierra.
Aquellas montañas tenían tres mil metros de altura, y se erguían abruptamente desde la llanura, como si en edades pasadas alguna erupción subterránea las hubiese empujado hasta el cielo a través de la fundida corteza. La base de incluso la más cercana, estaba oculta de la vista por la pronunciada curvatura de la superficie del llano, pues la Luna es un mundo muy pequeño, y el horizonte estaba a solamente tres kilómetros del punto en donde me hallaba.
Alcé los ojos hacia las cumbres que ningún hombre había escalado aún, cumbres que, antes de llegar la vida a la Tierra, habían contemplado cómo los océanos en retirada se hundían sombríamente en sus tumbas, llevándose con ellos la esperanza y la temprana promesa de un mundo. La luz del sol batía aquellos baluartes con un resplandor que hería los ojos, y sin embargo, muy poco por encima de ellos las estrellas brillaban fijamente en un cielo más negro que el de una noche de invierno en la Tierra.
Apartaba yo la mirada cuando capté un brillo metálico en lo alto de una arista de un gran promontorio que se proyectaba hacia el mar, a unos cincuenta kilómetros hacia el oeste. Era un punto de luz sin dimensiones, como si una estrella hubiese sido arrancada al cielo por una de aquellas crueles cumbres, y me imaginé que alguna superficie lisa de roca recogía el resplandor del sol y lo reflejaba directamente hacia mis ojos. Tales cosas no son raras. Cuando la Luna está en el segundo cuadrante, los observadores en la Tierra pueden ver a veces cómo las grandes cordilleras del Oceanus Procellarum arden con una iridiscencia azul-blanca, al incidir sobre ellas la luz del sol y saltar de un mundo a otro. Pero tuve la curiosidad de saber qué clase de roca era la que tanto brillaba, y subí a la torrecilla de observación e hice girar hacia el este nuestro telescopio de diez centímetros.
Pude ver lo suficiente para ser tentado. Claros y bien definidos en el campo visual, las cumbres de las montañas parecían estar a solamente un kilómetro, pero lo que fuera que captaba la luz del sol era aún demasiado pequeño para ser resuelto con detalle. Y sin embargo, parecía tener una elusiva simetría, y la cumbre sobre la que se elevaba era extrañamente plana. Contemplé largo rato aquel resplandeciente enigma, forzando mis ojos hacia el espacio, hasta que un olor de quemado procedente de la cocina me indicó que las salchichas de nuestro desayuno habían hecho en vano su viaje de más de un millón de kilómetros.

Toda aquella mañana discutimos durante nuestra marcha a través del Mare Crisium, mientras las montañas occidentales se iban elevando hacia el cielo. Incluso cuando estábamos buscando minerales en nuestros trajes espaciales, continuamos la discusión por la radio. Mis compañeros sostenían que era absolutamente cierto que no había habido nunca ninguna forma de vida inteligente en la Luna. Los únicos seres vivientes que habían alguna vez existido allí, eran unas cuantas plantas primitivas y sus antepasados algo menos degenerados. Lo sabía tan bien como cualquier otro, pero hay ocasiones en que un científico no debe temer hacer el ridículo.
—Escúchenme —dije al fin—, voy a subir allá arriba, aunque solamente sea para tranquilidad de mi conciencia. Aquella montaña tiene menos de cuatro mil metros de altura; es decir, solamente setecientos para la gravedad de la Tierra, y puedo hacer el recorrido en veinte horas a lo sumo. En todo caso, siempre he deseado subir a aquellas cumbres, y esto me proporciona una excelente excusa.
—Si no te rompes la cabeza —dijo Garnett—, serás el hazmerreír de la expedición cuando volvamos a la Base. Desde ahora en adelante aquella montaña probablemente se llamará "La Locura de Wilson".
—No me romperé la cabeza —dije firmemente—. ¿Quién fue el primero en ascender a Pico y a Helicon?
—¿Pero no eras bastante más joven en aquellos tiempos? —preguntó suavemente Louis.
—Eso —dije con gran dignidad— es otra razón más para ir.
Aquella noche nos acostamos temprano, después de conducir el tractor hasta un kilómetro del promontorio. Garnett iba a venir conmigo a la mañana siguiente; era un buen alpinista, y me había acompañado con frecuencia en tales hazañas. Nuestro conductor estaba más que satisfecho con quedarse a cargo de la máquina.
A primera vista, aquellos acantilados parecían completamente inaccesibles, pero para cualquiera que tenga la cabeza firme, es fácil trepar en un mundo en donde todos los pesos son solamente el sexto de su valor normal. El verdadero peligro del alpinismo lunar estriba en un exceso de confianza; una caída de cien metros en la Luna puede matar con tanta seguridad como una de veinte en la Tierra.
Hicimos nuestra primera parada sobre una repisa a unos mil metros sobre el llano. La ascensión no había sido muy difícil, pero mis miembros estaban algo rígidos por el desacostumbrado esfuerzo, y me alegré del descanso. Podíamos todavía ver al tractor como si fuese un pequeño insecto metálico allá a lo lejos, al pie del acantilado, e informamos al conductor sobre la marcha de nuestra ascensión antes de partir de nuevo.


De hora en hora nuestro horizonte se fue ensanchando, y una porción cada vez mayor de la llanura se fue haciendo visible. Podíamos ahora ver hasta ochenta kilómetros a través del Mare, incluso las cumbres de las montañas de la costa opuesta, a más de ciento sesenta kilómetros. Pocas llanuras lunares son tan planas como el Mare Crisium, y hasta podíamos imaginarnos que había un mar de agua y no de roca a tres kilómetros por debajo de nosotros. Solamente un grupo de agujeros de cráteres hacia el final del horizonte estropeaba la ilusión.
Nuestro objetivo seguía invisible sobre la arista de la montaña, y nos orientábamos por medio de mapas empleando la Tierra como guía. Casi exactamente al este de nosotros, aquel gran creciente de plata pendía bajo sobre la llanura, ya muy en su primer cuadrante. El sol y las estrellas seguirían su lenta marcha a través del cielo y acabarían por desaparecer de la vista, pero la Tierra siempre estaría allí, sin moverse nunca de su lugar fijo, creciendo y menguando a medida que iban pasando los años y las estaciones. Dentro de diez días sería un disco cegador que bañaría aquellas rocas con su resplandor de medianoche, cincuenta veces más brillante que la luna llena. Pero teníamos que salir de las montañas mucho antes de la noche, o nos quedaríamos en ellas para siempre.
En el interior de nuestros trajes estábamos confortablemente frescos, pues las unidades de refrigeración combatían al feroz sol y extraían el calor corporal de nuestros esfuerzos. Rara vez nos hablábamos, salvo para comunicarnos instrucciones de escalada, y para discutir nuestro mejor plan de ascensión. No sé lo que pensaba Garnett, probablemente que aquélla era la aventura más descabellada en que se había metido en su vida. Yo casi estaba de acuerdo con él, pero el gozo de la ascensión, el saber que ningún hombre había pasado antes por allí y la sensación vivificadora ante el paisaje que se ensanchaba, me proporcionaba toda la recompensa que necesitaba.
No creo haberme sentido especialmente agitado cuando vi frente a nosotros la pared de roca que había antes inspeccionado a través del telescopio desde una distancia de cincuenta kilómetros. Se hacía llana a unos veinte metros sobre nuestras cabezas, y allí, sobre la meseta, estaba lo que me había atraído a través de todos aquellos desolados yermos. Casi con seguridad no sería sino una roca astillada hacía siglos por un meteoro en su caída, con sus planos de escisión nuevos y brillantes en aquel incorruptible e inalterable silencio.
No había en la roca dónde asirse con las manos, y tuvimos que emplear un pitón. Mis cansados brazos parecieron recobrar nuevas fuerzas cuando hice girar sobre mi cabeza el ancla metálica de tres dientes y la lancé en dirección a las estrellas. La primera vez no agarró, y volvió cayendo lentamente cuando tiramos de la cuerda. Al tercer intento los tres dientes se fijaron fuertemente, y no pudimos arrancarlos aunando nuestros esfuerzos.
Garnett me miró con ansiedad. Comprendí que quería ir primero, pero le sonreí desde detrás del vidrio de mi casco, y denegué con la cabeza. Lentamente, sin apresurarme, comencé la ascensión final.
Incluso contando mi traje espacial, aquí sólo pesaba unos veinte kilos, de modo que me icé con las manos, sin preocuparme de utilizar los pies. Al llegar al borde me detuve y saludé a mi compañero, luego acabé de subir y me alcé, mirando frente a mí.
Deben comprender que hasta aquel momento había estado casi convencido que no podía encontrar allí nada extraño ni desacostumbrado. Casi, pero no del todo; había sido precisamente aquella duda llena de misterio la que me había impulsado hacia adelante. Pues bien, no era ya una duda, pero el misterio apenas había comenzado.
Me encontraba ahora sobre una meseta que tendría quizá unos treinta metros de ancho. Había sido lisa en un tiempo —demasiado lisa para ser natural—, pero los meteoros en su cara habían marcado y perforado su superficie en el transcurso de incontables inmensidades de tiempo. Había sido aplanada para soportar una estructura aproximadamente piramidal, de una altura doble de la de un hombre, engastada en la roca.
Probablemente ninguna emoción llenó mi mente durante aquellos primeros segundos. Luego sentí una inmensa euforia, y una alegría extraña e inexplicable. Pues yo amaba a la Luna, y ahora sabía que el musgo rastrero de Aristarco y Eratóstenes no era la única vida que había soportado en su juventud. El viejo y desacreditado sueño de los primeros exploradores era cierto. Al fin y al cabo, había habido una civilización lunar, y yo era el primero en encontrarla. El hecho que había llegado quizá cien millones de años demasiado tarde, no me perturbaba; era suficiente haber llegado.
Mi mente comenzaba a funcionar normalmente, a analizar y a formular preguntas. ¿Era eso un edificio, un santuario o algo para lo cual mi lenguaje carecía de palabra? Si era un edificio, ¿entonces por qué había sido erigido en lugar tan inaccesible? Me preguntaba si podría haber sido un templo, y me imaginaba a los adeptos de algún extraño sacerdocio clamando a sus dioses que les salvasen, mientras la vida de la Luna refluía con los agonizantes océanos; ¡clamando en vano!
Adelanté una docena de pasos para examinar más de cerca aquello, pero un cierto instinto de precaución me impidió acercarme demasiado. Sabía algo de arqueología, e intenté adivinar el nivel cultural de la civilización que había alisado aquella montaña, y levantado aquellas brillantes superficies especulares que deslumbraban aún mis ojos.


Los egipcios pudieron haberlo hecho, pensé, si sus trabajadores hubiesen poseído los extraños materiales que esos arquitectos, mucho más antiguos, habían empleado. Debido al pequeño tamaño de aquel objeto, no se me ocurrió pensar que quizá estaba contemplando la obra de una raza más adelantada que la mía. La idea de que la Luna había poseído alguna inteligencia era aún demasiado inusitada para ser asimilada, y mi orgullo no me permitía dar el último y humillante salto.
Y entonces observé algo que me produjo un escalofrío por el cuero cabelludo y la espina dorsal, algo tan trivial e inocente que muchos ni siquiera lo hubiesen notado. Ya he dicho que la meseta presentaba cicatrices de meteoros; estaba también cubierta por algunos centímetros del polvo cósmico que está siempre filtrándose sobre la superficie de todos los mundos donde no hay vientos que lo perturben. Y sin embargo, el polvo y las marcas de los meteoros terminaban abruptamente en un círculo que incluía a la pequeña pirámide, como si una barrera invisible la protegiese de los estragos del tiempo y del lento pero incesante bombardeo del espacio.
Algo gritaba en mis auriculares, y me di cuenta que Garnett me había estado llamando desde hacía algún tiempo. Me dirigí vacilante hasta el borde del acantilado, y le señalé para que viniese a unirse conmigo pues no osaba hablar. Luego volví al círculo señalado sobre el polvo. Recogí un fragmento de roca y lo arrojé suavemente hacia el brillante enigma. No me hubiese sorprendido si el guijarro hubiese desaparecido en aquella barrera invisible, pero pareció tocar una superficie lisa, hemisférica, y resbalar suavemente hasta el suelo.
Supe entonces que estaba contemplando algo que no tenía equivalente en la antigüedad de mi propia raza. Aquello no era un edificio, sino una máquina, que se protegía con fuerzas que habían desafiado a la eternidad. Aquellas fuerzas, cualesquiera que fuesen, operaban aún, y quizá me había acercado ya demasiado. Pensé en todas las radiaciones que el hombre había capturado y dominado durante el pasado siglo. Podía muy bien ser que estuviese ya tan irrevocablemente condenado como si hubiese entrado en el aura silenciosa y mortífera de una pila atómica sin protección.
Recuerdo que entonces me volví hacia Garnett, quien se me había reunido y estaba de pie e inmóvil a mi lado. Parecía haberse olvidado de mí, de modo que no le perturbé, sino que me dirigí hacia el borde del acantilado, esforzándome por ordenar mis pensamientos. Allá abajo estaba el Mare Crisium, extraño y misterioso para la mayoría de los hombres, pero tranquilizadoramente familiar para mí. Levanté los ojos hacia la media Tierra, yaciente en su cuna de estrellas, y me pregunté qué habrían cubierto sus nubes cuando esos desconocidos constructores habían terminado su trabajo. ¿Era la jungla llena de vapores del Carbonífero, la desolada costa sobre la cual debían trepar los primeros anfibios para conquistar la Tierra, o, antes aún, la larga soledad precursora de la llegada de la vida?
No me pregunten por qué no adiviné antes la verdad, la verdad que ahora parece tan obvia. En la primera exaltación de mi descubrimiento había asumido sin titubear que aquella aparición cristalina había sido construida por alguna raza perteneciente al remoto pasado de la Luna, pero de repente y con avasalladora fuerza, se hizo en mí la certeza que ésta era tan extranjera a la Luna como yo mismo.
En veinte años no habíamos encontrado otros vestigios de vida sino unas cuantas plantas degeneradas. Ninguna civilización lunar, cualquiera que hubiese sido su fin, podía haber dejado no más que un solo testimonio de su existencia.
Miré nuevamente a la brillante pirámide, y me pareció aún más remota que todo lo que se relacionaba con la Luna. Y de repente sentí que me estremecía con una risa alocada e histérica, ocasionada por la exaltación y el exceso de fatiga; pues me había imaginado que la pequeña pirámide me hablaba diciéndome: "Lo siento, pero yo tampoco soy de aquí".

Hemos tardado veinte años en quebrantar aquella invisible coraza y en llegar a la máquina del interior de aquellas paredes de cristal. Lo que no podíamos comprender, lo rompimos al fin con la salvaje fuerza de la energía atómica, y ahora he visto los fragmentos de aquella hermosa y resplandeciente cosa que encontré en la montaña.
Carecen de sentido. Los mecanismos —si es que en realidad son mecanismos— de la pirámide, pertenecen a una tecnología que se encuentra mucho más allá de nuestro horizonte, quizá a la tecnología de las fuerzas parafísicas.
El misterio nos obsesiona tanto más ahora que los otros planetas han sido alcanzados, y que sabemos que solamente la Tierra ha sido el hogar de la vida inteligente. Y ninguna civilización perdida de nuestro propio mundo pudo haber construido aquella máquina, pues el espesor del polvo meteórico sobre la meseta nos ha permitido calcular su edad. Estaba ya allí, sobre su montaña, antes que la vida hubiese emergido de los mares de la Tierra.
Cuando nuestro mundo tenía la mitad de su presente edad, algo procedente de las estrellas pasó a través del Sistema Solar, dejó aquella señal de su paso, y prosiguió su camino. Hasta que la destruimos, aquella máquina seguía cumpliendo la misión de sus constructores; y en cuanto a esa misión, he aquí lo que yo presumo:
Hay cerca de cien mil millones de estrellas en el círculo de la Vía Láctea, y hace mucho tiempo que otras razas en los mundos de otros soles deben haber alcanzado y superado las alturas que nosotros hemos alcanzado. Piensen en tales civilizaciones, lejanas en el tiempo, en el resplandor mortecino que siguió a la Creación, dueñas de un Universo tan joven que la vida había llegado solamente a un puñado de mundos. De ellas hubiese sido una soledad que no podemos imaginarnos, la soledad de dioses que buscan a través del infinito, y que no encuentran a nadie con quien compartir sus pensamientos.
Debieron haber estado buscando por los racimos de estrellas del modo que nosotros rebuscamos por entre los planetas. Debía haber mundos por todas partes, pero debían estar vacíos, o poblados de cosas rastreras y sin mente. Tal era nuestra propia Tierra, con el humo de sus grandes volcanes que manchaba aún su cielo, cuando aquella primera nave de los pueblos de la aurora llegó desde los abismos de más allá de Plutón. Pasó los helados mundos externos, sabiendo que la vida no podría desempeñar parte alguna en sus destinos. Se detuvo entre los planetas interiores, calentándose al calor del Sol y esperando a que comenzasen sus historias.
Aquellos vagabundos debieron contemplar la Tierra, que giraba en la estrecha zona entre el hielo y el fuego, y debieron adivinar que era el favorito entre los hijos del Sol. Aquí habría inteligencia; pero tenían incontables estrellas delante de sí, y quizá nunca más volviesen por aquí.
Y así fue que dejaron un centinela, uno de los millones que han dispersado por todo el universo, para que vigilen los mundos con promesa de vida. Era un faro que a través de las edades ha venido señalando pacientemente el hecho de que nadie lo había descubierto.
Quizá comprenderán por qué fue colocada aquella pirámide de cristal sobre la Luna en lugar de sobre la Tierra. A sus constructores no les interesaban las razas que estaban aún luchando por salir del salvajismo. Solamente les interesaría nuestra civilización si demostrábamos nuestra aptitud para sobrevivir, cruzando el espacio y escapando así de nuestra cuna, la Tierra. Ése es el reto con que todas las razas inteligentes tienen que enfrentarse, más tarde o más temprano. Es un reto doble, pues depende a su vez de la conquista de la energía atómica y de la última elección entre la vida y la muerte.
Una vez que hubiésemos superado aquella crisis sería solamente cuestión de tiempo el que encontrásemos la pirámide y la abriésemos. Ahora habrán cesado sus señales, y aquéllos cuyo deber sea éste estarán dirigiendo sus mentes hacia la Tierra. Quizá deseen ayudar a nuestra joven civilización. Pero deben ser muy, muy viejos, y los viejos tienen con frecuencia una envidia loca de los jóvenes.
No puedo nunca mirar la Vía Láctea sin preguntarme de cuál de aquellas compactas nubes de estrellas vendrán los emisarios. Si me perdonan un símil tan prosaico, diré que hemos roto el cristal de la alarma de bomberos, y no nos queda más que hacer sino esperar.
Y no creo que tengamos que esperar mucho.


FIN

2023/09/18

¡Cómo se divertían! (Isaac Asimov)


Título original: The fun they had
Año: 1951


Margie incluso lo escribió aquella noche en su diario, en la página encabezada con la fecha 17 de mayo de 2157:
¡Hoy, Tommy ha encontrado un libro auténtico!
Era un libro muy antiguo. El abuelo de Margie le había dicho una vez que, siendo pequeño, su abuelo le contó que hubo un tiempo en que todas las historias se imprimían en papel.
Volvieron las páginas, amarillas y rugosas, y se sintieron tremendamente divertidos al leer palabras que permanecían inmóviles, en vez de moverse como debieran, sobre una pantalla. Y cuando se volvía a la página anterior, en ella seguían las mismas palabras que se habían leído por primera vez.
—¡Será posible! —comentó Tommy—. ¡Vaya despilfarro! Una vez acabado el libro, sólo sirve para tirarlo, creo yo. Nuestra pantalla de televisión habrá contenido ya un millón de libros, y todavía le queda sitio para muchos más. Nunca se me ocurriría tirarla.
—Ni a mí la mía —asintió Margie.
Tenía once años y no había visto tantos libros de texto como Tommy, que ya había cumplido los trece.
—¿Dónde lo encontraste? —preguntó la chiquilla.
—En mi casa —respondió él sin mirarla, ocupado en leer—. En el desván.
—¿Y de qué trata?
—De la escuela.
Margie hizo un mohín de disgusto.
—¿De la escuela? ¡Mira que escribir sobre la escuela! Odio la escuela.
Margie siempre había odiado la escuela, pero ahora más que nunca. El profesor mecánico le había señalado tema tras tema de geografía, y ella había respondido cada vez peor, hasta que su madre, meneando muy preocupada la cabeza, llamó al inspector.
Se trataba de un hombrecillo rechoncho, con la cara encarnada y armado con una caja de instrumental, llena de diales y alambres. Sonrió a Margie y le dio una manzana, llevándose luego aparte al profesor. Margie había esperado que no supiera recomponerlo.  Pero sabía. Al cabo de una hora poco más o menos, allí estaba de nuevo, grande, negro y feo, con su enorme pantalla, en la que se inscribían todas las lecciones y se formulaban las preguntas. Pero eso, al fin y al cabo, no era tan malo. Margie detestaba sobre todo la ranura donde tenía que depositar los deberes y los ejercicios. Había que transcribirlos siempre al código de perforaciones que la obligaron a aprender cuando tenía seis años. El profesor mecánico calculaba la calificación en menos tiempo del que se precisa para respirar.
El inspector sonrió una vez acabada su tarea y luego, dando una palmadita en la cabeza de Margie, dijo a su madre:
—No es culpa de la niña, señora Jones. Creo que el sector geografía se había programado con demasiada rapidez. A veces ocurren estas cosas. Lo he puesto más despacio, a la medida de diez años. Realmente, el nivel general de los progresos de la pequeña resulta satisfactorio por completo…
Y volvió a dar una palmadita en la cabeza de Margie. Ésta se sentía desilusionada. Pensaba que se llevarían al profesor. Así lo habían hecho con el de Tommy, por espacio de casi un mes, debido a que el sector de historia se había desajustado.
—¿Por qué iba a escribir alguien sobre la escuela? —preguntó a Tommy.
El chico la miró con aire de superioridad.
—Porque es una clase de escuela muy distinta a la nuestra, tonta. El tipo de escuela que tenían hace cientos y cientos de años —Y añadió con suficiencia, recalcando las palabras—: Hace siglos.
Margie se ofendió.
—De acuerdo, no sé qué tipo de escuela tenían hace tanto tiempo.
Leyó por un momento el libro por encima del hombro de Tommy y comentó:
—De todos modos, había un profesor.
—¡Pues claro que había un profesor! Pero no se trataba de un maestro normal. Era un hombre.
—¿Un hombre? ¿Cómo podía ser profesor un hombre?
—Bueno… Les contaba cosas a los chicos y a las chicas y les daba deberes para casa y les hacía preguntas.
—Un hombre no es lo bastante listo para eso.
—Seguro que sí. Mi padre sabe tanto como mi maestro.
—No lo creo. Un hombre no puede saber tanto como un profesor.
—Apuesto a que mi padre sabe casi tanto como él.
Margie no estaba dispuesta a discutir tal afitmación. Así que dijo:
—No me gustaría tener en casa a un hombre extraño para enseñarme.
Tommy lanzó una aguda carcajada.
—No tienes ni idea, Margie. Los profesores no vivían en casa de los alumnos. Trabajaban en un edificio especial, y todos los alumnos iban allí a escucharles.
—¿Y todos los alumnos aprendían lo mismo?
—Claro. Siempre que tuvieran la misma edad…
—Pues mi madre dice que un profesor debe adaptarse a la mente del chico o la chica a quien enseña y que a cada alumno hay que enseñarle de manera distinta.
—En aquella época no lo hacían así. Pero si no te gusta, no tienes por qué leer el libro.
—Yo no dije que no me gustara —respondió con presteza Margie.
Todo lo contrario. Ansiaba enterarse de más cosas sobre aquellas divertidas escuelas. Apenas habían llegado a la mitad, cuando la madre de Margie llamó:
—¡Margie! ¡La hora de la escuela!
—Todavía no, mamá —suplicó Margie, alzando la vista.
—¡Ahora mismo! —ordenó la señora Jones—. Probablemente sea también la hora de Tommy.
—¿Me dejarás leer un poco más del libro después de la clase? —pidió Margie a Tommy.
—Ya veremos —respondió él con displicencia.
Y se marchó acto seguido, silbando y con su polvoriento libro bajo el brazo. Margie entró en la sala de clases, próxima al dormitorio. El profesor mecánico ya la estaba esperando. Era la misma hora de todos los días, excepto el sábado y el domingo, pues su madre decía que las pequeñas aprendían mejor si lo hacían a horas regulares.
Se iluminó la pantalla y una voz dijo:
—La lección de aritmética de hoy tratará de la suma de fracciones propias. Por favor, coloque los deberes señalados ayer en la ranura correspondiente.
Margie obedeció con un suspiro. Pensaba en las escuelas antiguas, cuando el abuelo de su abuelo era un niño, cuando todos los chicos de la vecindad salían riendo y gritando al patio, se sentaban juntos en clase y regresaban en mutua compañía a casa al final de la jornada. Y como aprendían las mismas cosas, podían ayudarse mutuamente en los deberes y comentarlos.
Y los maestros eran personas…
El profesor mecánico destelló sobre la pantalla:
—Cuando sumamos las fracciones una mitad y un cuarto...
Margie siguió pensando en lo mucho que tuvo que gustarles la escuela a los chicos en los tiempos antiguos. Siguió pensando en cómo se divertían.


FIN

2023/09/11

Misión secreta (Lester del Rey)


Título original: Dark mission
Año: 1940


Los rayos del sol atravesaron las copas de los árboles para iluminar el claro del bosquecillo, revelando una escena de caos y destrucción. El día anterior había habido allí una casa de campo construida de troncos toscamente cortados, pero ahora sólo quedaban restos informes y chamuscados. Una de las paredes se había derrumbado, como si hubiera sufrido los efectos de una tremenda explosión, y yacía esparcida en el suelo, rota en mil fragmentos. El techo estaba hundido como si algún gigante lo hubiese pisoteado para continuar su camino. 
La causa de toda aquella destrucción seguía aún allí, en medio de las ruinas de la casa. Una confusa masa de vigas metálicas retorcidas y planchas destrozadas, aparecía mezclada con los restos del equipo de laboratorio que antes estuvo cuidadosamente ordenado en una de las piezas de aquella casa y los restos de un extraño motor se veían en uno de los lados. Más allá aparecía un enorme tubo que, sin duda, perteneció a un cohete-nave. El enorme objeto de metal que ahora atravesaba el destrozado techo sólo daba una idea del esbelto cilindro plateado que antes fue, pero un observador perspicaz podía adivinar que todo aquello no era más que los restos del choque de una nave espacial. Surgiendo de lo que había sido el laboratorio, las llamas lamían la cáscara metálica y se extendían lentamente hacia el resto de la casa. 
En el claro, dos figuras yacían tendidas en el suelo, de tamaño y constitución similar, pero diferentes en todo lo demás. Una era la de un hombre atezado de mediana edad, completamente desnudo y con el rostro tan destrozado que era imposible reconocerle. El extraño ángulo que mostraba su cabeza era prueba irrefutable de que tenía el cuello roto. El otro hombre podía haber sido un poderoso vikingo de los tiempos pasados, a juzgar por su tamaño y aspecto, pero su rostro revelaba algo mucho más delicado perteneciente a una cultura superior. Iba completamente vestido, y el lento movimiento de su pecho mostraba que aún había restos de vida en él. A su lado, aparecía una viga rota caída del techo, con unas manchas de sangre. Había también sangre en la cabeza del hombre, pero la herida no tenía mucha importancia y aquel individuo sólo estaba inconsciente. 
En aquel momento se agitó convulsivamente, y se incorporó vacilante mientras agitaba la cabeza y se palpaba la herida del cuero cabelludo. Sus ojos recorrieron lentamente el claro y se fijaron en las ruinas que seguían ardiendo alegremente. El cadáver que yacía a su lado reclamó su atención a continuación, y se dirigió hacia él para examinar el cuello del hombre. El extraño frunció el ceño y movió la cabeza vigorosamente, tratando de recobrar la memoria que se burlaba de él. 
Sus recuerdos no querían regresar. Podía reconocer lo que sus ojos contemplaban, pero su mente no contenía palabras para describirlas y el pasado estaba ausente de su mente. Su primer recuerdo era el de despertar mientras la cabeza le latía con un dolor que era casi insoportable. Sin experimentar ninguna sorpresa, estudió la nave, y se dio cuenta de que había caído sobre la casa sin control, pero aquello no despertó ningún recuerdo en su mente y lo dejó por el momento. Él pudo haber estado en la nave o en la casa en el momento del choque; no le era posible decir en cual de los dos sitios. Probablemente el hombre desnudo había estado durmiendo en la casa en aquella ocasión. 
Algo aleteó suavemente en el fondo de su subconsciente, haciéndose más y más fuerte e impulsándole a realizar algo que no comprendía. Sabía que no podía perder tiempo allí, ya que debía realizar una importante misión. ¿Qué misión era la suya? Por un instante casi la recordó y luego la memoria volvió a le eludirlo dejando sólo la urgencia del impulso que debía obedecer. El hombre se encogió de hombros y se alejó de las ruinas en dirección al sendero que aparecía entre los árboles. 
Luego, otro impulso le hizo regresar junto al cadáver, y él obedeció porque no sabía qué otra cosa hacer. Actuando sin voluntad consciente, arrastró el cadáver, hallándolo extrañamente pesado, y lo llevó hacia la casa. Las llamas lo envolvían todo ahora, pero halló un lugar donde el calor no era demasiado grande y lanzó el cadáver encima de un montón de materia en combustión. Luego que el impulso secundario quedó satisfecho, la urgencia del primero volvió a su mente y empezó a caminar por el sendero, moviéndose lentamente. Los zapatos le apretaban los pies, y sus piernas parecían de plomo, pero siguió caminando con obstinación, mientras una serie de preguntas bullían en círculos en su mente. ¿Quién era él, dónde estaba y por qué? 
Quien fuera que hubiese vivido en la casa, ya fuese él o el cadáver, había sin duda escogido aquel lugar deseando soledad; el sendero parecía extenderse sin fin a través del bosque y no pudo encontrar rastros de habitación humana a su lado. El hombre siguió caminando en forma mecánica, preguntándose si alguna vez llegaría al fin, hasta que una hilera de estacas clavadas en el suelo sosteniendo tres filas de alambres llamaron su atención; distinguió una ancha carretera, y pudo ver varios vehículos que corrían a toda velocidad en ambas direcciones. El hombre se apresuró hacia allí, esperando encontrar a alguien que le ayudase en su problema. 
La suerte le acompañaba. Detenido al lado de la carretera había uno de aquellos vehículos y un hombre estaba realizando alguna confusa operación en el extremo delantero del coche. Duras palabras llegaron hasta él sugiriendo cólera. Sonrió suavemente y se acercó al coche con los ojos clavados en la cabeza del hombre. Una sensación dura y tensa atravesó su cerebro, abandonándolo en el instante en que llegaba junto a la máquina. 
-¿Necesita ayuda? -Las palabras se escaparon de su boca inconscientemente, y ahora otras llenaban su mente junto con ideas y conocimientos. Aquello parecía un poco extraño. El urgente impulso que le obligaba a seguir adelante era aún algo inexplicable. 


El hombre del coche levantó la cabeza al oír su pregunta, y una expresión de alivio se extendió por su ardoroso rostro. 
-Ayuda es precisamente lo que necesito -replicó con gratitud-. He estado trabajando en esta maldita máquina más de una hora, y nadie se ha detenido a ayudarme hasta este momento. ¿Sabe algo de coches? 
El extraño, como él mismo se llamaba a falta de otro nombre mejor, se inclinó sobre el motor y probó los alambres del circuito eléctrico, vagamente asombrado ante la sencillez de la máquina. Se incorporó y pasó al otro lado, levantando la cubierta metálica e inspeccionando la disposición de las piezas de metal. Entonces tuvo la certeza de que sabía cuál era la avería mientras su mano se extendía hacia la caja de herramientas. 
-Probablemente se trata de las válvulas... fuera de tiempo -dijo. 
En efecto, aquello era la causa de la avería. Unos minutos más tarde el motor cobró vida y empezó a funcionar suavemente mientras el conductor se volvía hacia el extraño. 
-Creo que ya está arreglado. Ha sido una suerte que usted llegase; este es el peor lugar de la carretera, y no hubiese encontrado a un mecánico en muchas millas. ¿Hacia dónde se dirige? 
-Yo... -el extraño se contuvo con prontitud-. Hacia la gran ciudad -contestó a falta de poder expresar con certeza su destino. 
-Entonces suba conmigo. Yo me dirijo a Elisabeth, justo en su misma dirección. Estoy muy satisfecho de haberle encontrado; muchas veces un hombre llega a hablar solo en estos largos viajes, a menos de que tenga algo que hacer. ¿Un cigarrillo? 
-Muchas gracias, no. Nunca fumo. 
El extraño contempló cómo el otro encendía su cigarrillo y se sintió incómodo. El olor del tabaco, cuando llegó a su olfato, le produjo náuseas, igual que el olor de la gasolina y el efluvio personal del otro hombre, pero trató de apartar aquellos pensamientos de su mente tanto como le fue posible. 
-¿Ha oído hablar algo respecto a una nave espacial? 
-Desde luego. ¿Se refiere sin duda a la nave de Oglethorpe? He leído en los periódicos todo lo referente a este asunto -el viajante apartó la vista de la carretera por un instante, y sus pequeños y negros ojos brillaron de interés-. Hace mucho tiempo que me pregunto por qué esos financieros cargados de dinero no quieren apoyar a los cohetes, y finalmente veo que ese Oglethorpe lo ha hecho. Ahora, quizá por fin, nos enteremos de lo que hay de cierto respecto a ese asunto de Marte. 
El extraño sonrió mecánicamente.
-¿Qué tal es su nave? 
-Hay una fotografía de ella en el Scoop, en la primera página. Lo encontrará detrás del asiento trasero. Ésa es. ¿Se ha preguntado a que se parecerán los marcianos?
-Es algo difícil de decir -contestó el extraño. Hasta la tosca fotografía del periódico le demostraba que aquélla no era la nave que había caído sobre la casa, sino otra completamente diferente-. ¿No hay noticias de otra nave espacial? 
-No, por lo menos que yo sepa, excepto los cohetes de prueba del ejército. ¿No lo sabe? Muchas veces pienso que los marcianos se parecerán a nosotros -El viajante pensó que el otro era tan escéptico como él sin detenerse a mirar la expresión de su rostro-. Una vez escribí una novela respecto a eso, para una de esas revistas de fantasía científica, pero me la devolvieron. En ella decía que quizás hace mucho tiempo existió una civilización en la tierra, la Atlántida tal vez, y que atravesaron el espacio para colonizar Marte. Sólo que la Atlántida se hundió y tuvieron que quedarse allí sin poder regresar. En mi novela decía que un día regresaron, después de haber permanecido perdidos durante muchos siglos, pero volvieron a la madre Tierra para iniciar de nuevo la civilización. No era un mal argumento, ¿eh?
-Muy interesante -admitió el extraño-. Pero me parece ligeramente familiar. Supongamos que hubo una guerra entre la madre Tierra y Marte que destruyó ambas civilizaciones en vez de que se hundiera el continente de la Atlántida. ¿No le parece eso más lógico? 
-Es posible, no lo sé. Quizás algún día trate de escribir ese argumento, aunque parece ser que estas revistas sólo quieren monstruos interplanetarios... ¡Maldito estúpido, adelantarnos en una colina! -Sacó el brazo por la ventanilla para agitar un puño regordete, y luego volvió a su conversación-. El otro día leí una historia que trataba de dos razas distintas, una parecida a los pulpos, mientras la otra tenía veinte pies de alto y era toda azul. 
El recuerdo le sacudió sin acabar de hacerse claro, y por un instante el extraño creyó recordar. Azul... luego el recuerdo desapareció, dejándole sólo una confusa sensación. El extraño arrugó el ceño y se acomodó en el asiento, contestando sólo con monosílabos al monólogo del otro, mientras contemplaba la sucesión de campos y ciudades que se deslizaban a su lado. 
-Ya estamos en Elisabeth. ¿Quiere que le deje en algún sitio? 
El extraño se despertó del sopor producido por el agudo dolor que sentía en la cabeza y miró a su alrededor. 
-Déjeme en cualquier lugar -contestó. Luego, el impulso subconsciente en el fondo de su cerebro se apoderó de nuevo de él y continuó-. Quiero ir a ver a un médico. 
Aquello era lo que debía hacer. Quizás el impulso no era más que el deseo lógico de buscar la ayuda de un médico. Pero aún sentía la vibrante orden en su mente, buscando una expresión, y el extraño dudó de la lógica de cualquier cosa que estuviera conectada con todo aquello. Su necesidad de ayuda no podía explicar la sensación de desastre que la acompañaba. Mientras el coche se detenía frente a una casa en cuya puerta estaba la placa de un doctor, su pulso latía con una urgencia enloquecida. 
-Ya estamos -el viajante se inclinó para alcanzar la manivela de la puerta, casi rozando las manos del otro. El extraño las retiró bruscamente, evitando el contacto por unos escasos centímetros, y un frío estremecimiento recorrió su espslda dejándolo confuso. Si aquella mano le hubiese tocado... la puerta medio abierta se cerró de nuevo, pero dejó un hecho grabado en su conciencia. Bajo ningún concepto debía permitir que cualquier otro estableciese contacto con su cuerpo, ya que de lo contrario sucedería algo horrible. Era otro de aquellos absurdos pensamientos, disociados con todo el resto, pero demasiado fuertes para ser desobedecidos. 
El extraño salió del coche murmurando unas palabras de agradecimiento, y avanzó por el pequeño camino que conducía hacia el gabinete del doctor Lanahan, visita de 12:00 a 04:00. 

El doctor era un hombre de avanzada edad, con el buen humor y la afable expresión de un médico de familia, y su gabinete revelaba su carácter. Había una estantería llena de libros apoyada contra una pared, un pequeño armario con las puertas encristaladas conteniendo varios medicamentos y cierto número de desordenados instrumentos médicos. Escuchó en silencio el relato del extraño, intercalando su sonrisa para animarlo a continuar, mientras golpeaba rítmicamente su mesa de consulta con un lápiz que mantenía en la mano derecha. 


-Me parece un caso claro de amnesia -anunció por fin-. Bastante extraña en algunos aspectos, pero la mayor parte de estos casos son bastante difíciles. Cuando el cerebro sufre alguna herida, los efectos son generalmente imprevisibles. ¿Ha pensado en la posibilidad de alucinaciones con respecto a estos impulsos de que me habla? 
-Sí -había pensado en ello desde todos los puntos de vista y rechazado las soluciones que encontró como falta de fundamento-. Si se tratase de impulsos ordinarios, estaría de acuerdo con usted, pero son mucho más profundos y fuertes que éstos, y en alguna parte existe una razón lógica para ellos. Me siento seguro de ello. 
-Hum -el doctor detuvo el rítmico golpeteo de su lápiz y reflexionó. El extraño quedó un instante inmóvil contemplando la base del cuello del médico, y la extraña sensación de tensión volvió a atravesar su cerebro, igual que le había sucedido al encontrar al viajante por primera vez. Algo se despertó en su mente y luego se tranquilizó. 
-¿No lleva nada consigo que permita identificarlo? 
-¿Qué? -exclamó el extraño, sintiéndose un poco incómodo por no haber pensado en ello antes, y empezó a buscar en sus bolsillos-. No caí en ello -extrajo un paquete de cigarrillos, un pañuelo manchado, unas gafas, y varios objetos más que no significaban nada para él, y por fin una cartera llena de billetes. El doctor se apoderó de ella y examinó su contenido. 
-Evidentemente llevaba bastante dinero consigo... Hum, no hay tarjeta de identificación, excepto por las letras L. H. ¡Ah! Aquí está; una tarjeta de visita -se la entregó junto con la cartera y sonrió con satisfacción-. Es evidente que es usted un colega mío, doctor Lurton Haines. ¿Recuerda ahora? 
-Nada. 
De todas maneras era agradable poseer un nombre, pero aquella era la única sensación que experimentaba a la vista de la tarjeta. ¿Y por qué razón debía llevar consigo gafas graduadas y cigarrillos que nunca había usado?
El doctor estaba buscando algo en la estantería de libros y finalmente regresó a la mesa con un volumen encuadernado en piel roja. 
-Este es el Quién es Quién -explicó-. Vamos a ver. Aquí está. Lurton R. Haines, M. D. Es extraño, pensé que era mucho más joven de lo que dice aquí. Se dedica a la investigación del cáncer. No se menciona ningún pariente. La dirección es sin duda la de la casa de su primer recuerdo: Surrey Road, Danesville. ¿Quiere leer lo que dice de usted? 
Le entregó el volumen y el extraño cuyo nombre era aparentemente Haines, le echó un vistazo, pero no recibió más información que la que el otro ya le había dado, excepto el hecho de que contaba 42. Puso el libro sobre el escritorio, abrió su cartera y dejó un billete de banco encima del libro, donde el otro pudiera alcanzarlo. 
-Muchas gracias, doctor Lanahan -sin duda no había nada más que el doctor pudiera hacer por él, y el olor de la pequeña sala de consulta y el que despedía el cuerpo del médico le estaban casi ahogando; sin duda padecía alergia al olor de otros hombres. 
-No se preocupe por la herida de la cabeza, no es más que un corte superficial. 
-Pero... 
Haines se encogió de hombros y se esforzó en sonreír, mientras llegaba hasta la puerta y salía al exterior. El impulso de urgencia había ahora desaparecido, para ser reemplazado por una vasta sensación de fracaso y comprendió que su misión había terminado sin éxito. 

Sabían muy poco de la ciencia de curar, aunque se esforzaban desesperadamente por conocer las causas de las enfermedades. Todos los conocimientos humanos de medicina pasaban ahora a través de la mente de Haines, junto con sus sorprendentes éxitos y sus negros fracasos. Haines comprendió que su propio problema estaba aún más allá de la capacidad humana. Y aquella comprensión, igual que el repentino regreso del lenguaje humano, era un misterio para él; le había invadido mientras contemplaba al doctor, junto a una sensación de aguda tensión en el cerebro; después sólo quedó el acre sabor del fracaso que le acompañaba. Aún más extraño le parecía el hecho de que sus recién recobrados conocimientos de medicina no eran los de un especialista en investigaciones del cáncer, sino las teorías generales que podían ser conocidas por un médico corriente. 
Una solución a este misterio se ofreció ante sus ojos pero era demasiado fantástica para creer en ella. Desde tiempo inmemorial se venía sospechando la existencia de telépatas, pero nunca se supo de nadie que pudiera captar campos enteros del conocimiento humano obteniéndolos de la mente de otra persona, simplemente mirándole a los ojos. No, aquello era aún más ilógico que el súbito despertar de partes aisladas de su memoria frente a aquellos dos hombres. 
Haines se detuvo en una esquina, sintiéndose cansado por la carga de desesperación que pesaba sobre él, y trató de reflexionar. Un muchacho vendedor de periódicos se le acercó con una última edición en la mano. 
-Times y News -ofreció el muchacho con un tono agudo-. Scoop y Journal. ¡Las últimas noticias de la catástrofe de trenes! ¿Diario, señor? 
Haines se encogió de hombros sin comprenderle claramente. 
-No, gracias. 
-¡Rubia hallada muerta en el cuarto de baño! -insinuó el muchacho incansable-. Las últimas noticias del cohete de Marte -Aquel hombre debía tener un punto débil en algún lugar. 
Pero las ofertas del vendedor sólo consiguieron atravesar a medias los oídos de Haines. Empezó a cruzar la calle, apretándose las sienes con la palma de las manos, antes de que el impulso secundario se apoderase de su mente y lo hiciese regresar hacia el vendedor de periódicos. Halló algunas monedas en su bolsillo, dejó caer un níquel encima del montón de diarios, ignorando la mano que el chico le tendía, y recogió un ejemplar del Scoop
-Debe estar loco -decidió el muchacho en voz baja mientras se metía la moneda en el bolsillo. 
La fotografía del cohete terrestre no aparecía en la página delantera del diario, pero Haines pudo localizar el reportaje sin dificultad: Cohete a la Luna despega el miércoles, decían los titulares con chillona tipografía, seguida por una columna que comprendía la información:

El primer vuelo del hombre hacia Marte ya no tardará, según ha declarado James Oglethorpe a los informadores esta mañana. Sin desanimarse ante el escepticismo de los científicos, el financiero continúa con sus planes y espera que su tripulación salga para Marte el próximo miércoles 8 de junio según tenía anunciado. La construcción de la máquina ha sido terminada, y está ahora en período de pruebas. 

Haines leyó rápidamente el reportaje, fijándose en los hechos más importantes. El periodista no parecía muy convencido, pero bajo sus vagamente burlonas palabras, Haines pudo encontrar la información que necesitaba. Aquel cohete podía funcionar. El hombre estaba por fin sobre el camino que le llevaría a la conquista de los planetas. El diario no hablaba de ningún otro cohete. Era obvio por lo tanto que el aparato que se estrelló en su casa había sido construido en secreto en un inútil esfuerzo de adelantarse al modelo de Oglethorpe. 
Aquello no tenía mucha importancia. Lo que el impulso que sentía en su mente consideraba como verdadera importancia era que él debía detener aquel viaje. Por encima de todo lo demás, el hombre no debía realizar aquel primer vuelo a Marte. Haines comprendió que aquello era absurdo, pero a pesar de todo sabía que existía una razón válida para sus en apariencia enloquecidos pensamientos. Era su deber sagrado el impedir aquel viaje y un deber que debía llevar a cabo. 
Volvió rápidamente junto al vendedor de periódicos tendiendo una mano para tocarle en el hombro, pero sintió cómo sus músculos retrocedían para evitar el contacto. A pesar de ello el muchacho pareció sentir su presencia, porque se volvió rápidamente. 
-¿Diario? -empezó a decir antes de que lo reconociese-. ¡Oh! Es usted, ¿qué quiere? 
-¿Dónde puedo hallar un tren para Nueva York? -Haines sacó una moneda de 25 centavos de su bolsillo y la tiró encima de la pila de papeles. Los ojos del muchacho se iluminaron de nuevo. 
-Cuatro calles más abajo, gire a la derecha y siga recto hasta que llegue a la estación. No puede equivocarse. Gracias, señor. 

El descubrimiento de la Guía Telefónica como fuente de información fue uno de los mayores éxitos de Haines y el hecho de que el primer Oglethorpe con quien trató de hablar era un barrendero de color no hizo que se sintiera menos satisfecho por ello. Ahora se dirigía hacia el centro de la ciudad, mientras iba contando el número de las calles, que no le parecían muy lógicos. Aparentemente el único sistema era de progresión aritmética, sin tener en cuenta la situación de las calles. 
Sus hombros se caían con un gesto de cansancio, y las líneas de dolor que se marcaban alrededor de sus ojos habían conseguido fruncir apretadamente su ceño. Accesos intermitentes de tos le torturaban durante largos minutos para luego dejarle tranquilo algún rato. Aquello era un nuevo síntoma, igual que la presión que sentía sobre el corazón. Y por todas partes le envolvía el irritante aroma de los hombres, la gasolina y el tabaco, una rancia mezcla de la que no podía escapar. Hundió sus manos profundamente en los bolsillos para evitar el contacto casual con alguien en la calle y cruzó hacia el edificio que llevaba el número que iba buscando. 
Otro hombre entraba en aquel momento en el ascensor y Haines le siguió mecánicamente, agradecido de no tener que ascender las escaleras. 
-¿El señor Oglethorpe? -preguntó al ascensorista con cierta vacilación. 
-Cuarto piso, habitación 405. 
El muchacho abrió la puerta, señalando con un dedo, y Haines salió del ascensor hacia el hall brillantemente iluminado del cuarto piso. Se veían una media docena de puertas, pero se dirigió sin vacilar hacia la que estaba marcada "James H. Oglethorpe. Particular". 
-¿Tiene usted hora para la entrevista? -La muchacha le miró al rostro mientras mantenía la mano en la puerta que cerraba su camino. El rostro de la secretaria era un verdadero estudio sobre los efectos de la frustración, lo cual probablemente explicaba lo agudo de su tono. Ella continuó con el tono empleado por los fieles empleados que defienden los intereses de su principal-. El señor Oglethorpe se encuentra muy ocupado. 
-Tengo una cita para el almuerzo -contestó Haines brevemente. Se había dado cuenta de que los hombres hablaban con más libertad cuando estaban comiendo. 
La muchacha hojeó un pequeño cuaderno y volvió a mirarle. 
-No tengo anotada ninguna entrevista con usted, señor... 
-Haines. Doctor Lurton Haines -sonrió con sequedad mientras movía casualmente un billete de 20 dólares en una mano. El dinero era, al parecer, una enfermedad a la que nadie resultaba inmune. Los ojos de la joven se fijaron en el billete y cierta duda apareció en su rostro mientras consultaba de nuevo el cuaderno. 
-Desde luego, es posible que el señor Oglethorpe hubiese convenido esa entrevista hace algún tiempo y se olvidase de decírmelo -ella captó su ligero gesto y siguió el movimiento del billete hacia la esquina de su escritorio-. Haga el favor de sentarse y hablaré con el señor Oglethorpe. 
La muchacha regresó al cabo de unos minutos y le hizo un guiño.
-Se había olvidado de usted -le dijo a Haines-. Pero todo está arreglado. Vendrá dentro de unos minutos, doctor Haines. Es una suerte que aún no hubiese salido para almorzar. 

James Oglethorpe era un hombre más joven de lo que esperaba Haines, aunque tal vez su interés en las naves espaciales era una de las cosas que podían habérselo hecho sospechar. Salió con paso ágil de su oficina mientras se colocaba el sombrero sobre su negro cabello rizado y examinaba brevemente al otro con los ojos. 
-¿El doctor Haines? -preguntó mientras extendía una fuerte y atezada mano-. Parece ser que tenemos una cita para almorzar juntos. 


Haines se levantó con rapidez e hizo una corta inclinación antes de que el otro tuviera la oportunidad de cogerle la mano. Al parecer Oglethorpe no captó su maniobra, porque continuó hablando afablemente. 
-Es fácil olvidarse de esas entrevistas concertadas por teléfono. ¿No es usted el investigador del cáncer? Uno de sus amigos estuvo aquí hace unos cuantos meses buscando un donativo para sostener su la obra. 
Se encontraban ahora en el ascensor y Haines esperó hasta que la puerta se abrió y se dirigieron hacia el restaurante que existía en el mismo edificio antes de contestar. 
-Sin embargo, esta vez no he venido buscando dinero. Lo que me interesa es la nave espacial que usted financia. Creo que puede tener éxito. 
-Yo también lo creo así, aunque usted es uno de los pocos que piensan de este modo -la precaución, duda y el interés aparecían claros en el rostro de Oglethorpe. Encargó el almuerzo al camarero antes de volverse de nuevo hacia Haines-. ¿Quiere hacer este viaje? Si es así aún tenemos lugar para un médico en la tripulación. 
-No, nada de eso. Tostadas y leche sola, por favor... 
Haines no sabía cómo exponer su idea sin tener nada concreto en qué fundar sus argumentos. Contemplando la forma cuadrada de la mandíbula del otro y la actitud general obstinada de aquel hombre, abandonó toda esperanza y sólo continuó hablando porque era, indudablemente, su deber. Dejó volar su imaginación mientras hablaba, preguntándose a sí mismo cuanto de todo aquello podía ser cierto. 
-Otro cohete ha hecho ese viaje, Mr. Oglethorpe, y ha podido regresar. Pero el piloto estaba agonizante antes de llegar a la Tierra. Puedo enseñarle los restos de su máquina, aunque no quedará mucho después del incendio, quizás ni siquiera lo suficiente para demostrar que se trataba de una nave espacial. En alguna parte de Marte existe algo que el hombre nunca debe hallar, se trata...
-¿Fantasmas? -sugirió Oglethorpe, con brusquedad. 
-¡La muerte! Y ahora le pido... 
De nuevo Oglethorpe le interrumpió. 
-No lo haga. Ayer vino otro hombre a verme, quien también decía que había estado allí... me ofreció mostrarme, así mismo, los restos de su máquina. Esta mañana recibí una carta que me explicaba que los marcianos habían visitado a su autor y que amenazaban con toda clase de represalia si emprendía ese viaje. No intento llamarle embustero, doctor Haines, pero ya he oído demasiadas de esas historias; quien fuera que le contase a usted eso, no era más que un loco o alguien que busca publicidad. Puedo mostrarle a usted un cajón lleno de cartas cuyos temas comprenden desde la astrología hasta los zombis, todas dándome instrucciones para que no emprenda el viaje a Marte, y algunas hasta incluyen fotografías. 
-Supongamos que le dijese que yo mismo he hecho el viaje en aquel cohete -Las tarjetas dentro de su cartera decían que él era Haynes, y la cartera estaba en el traje usado por él, pero también estaban allí las gafas y los cigarrillos que no le servían de nada. 
Oglethorpe torció sus labios en una mueca que no se sabía si era de disgusto o de sorpresa. 
-Doctor Haines, usted es un hombre inteligente y admitamos que yo también lo soy. Quizás esto le parecerá ridículo, pero la única razón por la que me dediqué a reunir la fortuna que dicen que poseo fue para construir esa nave, y puedo asegurarle que necesité para ello más trabajo y tiempo de lo que muchos creen. Así que emprendería ese viaje incluso si una hormiga verde de cuatro metros de alto entrase en mi despacho y me amenazase con las iras del infierno. 
El imposible impulso que existía detrás de su mente reconoció lo que era igualmente imposible. Oglethorpe era el tipo de hombre que actuaba primero y se preocupaba de los resultados de sus acciones después. La conversación se desvió hacia cuestiones sin importancia y Haines dejó que el otro llevase el peso del diálogo, que fue haciéndose más espaciado hasta finalmente convertirse en silencio. 

Por lo menos había aprendido una cosa: Conocía la situación del campo de despegue de la nave, y las disposiciones de vigilancia y defensa que la protegían. Información que los periodistas no pudieron conseguir, ya que Haines la obtuvo directamente del cerebro de Oglethorpe. Ahora ya no podía dudar de su habilidad de obtener la información que desease por medio de algún extraño proceso telepático. O bien él era un fenómeno psíquico, o el accidente le había causado un efecto que debía sorprenderle, pero que ahora le parecía muy natural. 
Haines había detenido un taxi a la salida del aeropuerto, y las instrucciones que dio hicieron que el chófer le mirase con asombro. Pero el dinero seguía siendo un medio poderoso para convencer a cualquiera. Ahora atravesaban unos campos aún más desolados que los bosques alrededor de la casa de Haines y por fin llegaron al final de la carretera, donde ésta se unía con un pequeño sendero lleno de barro marcado profundamente por las roderas de los camiones que Oglethorpe había usado para transportar sus materiales. El taxi se detuvo en aquel lugar. 
-¿Es éste el lugar donde quería ir? -preguntó el chófer, indeciso. 
-Aquí es.
Haines añadió otro billete al precio que ya había sido convenido y pagado y despidió al chófer. Luego caminó pesadamente hacia el sendero y echó a andar con un esfuerzo de voluntad, deteniéndose con frecuencia para descansar. Los oídos le zumbaban con fuerza, y todas las vértebras de su columna dorsal protestaban agudamente a cada nuevo paso. Pero no le era posible regresar ni detenerse; ya lo había intentado en el aeropuerto, descubriendo que el impulso que le obligaba a continuar era lo bastante fuerte para dominar a su tambaleante voluntad. 
-Si sólo pudiera descansar... -murmuró en voz baja, pero la fuerza que reinaba en su cerebro le hizo levantar de nuevo los pies, que le pesaban como si fuesen de plomo, y lo empujó a caminar en dirección al campo de despegue. Por encima de él las grises nubes cubrieron la luna y Haines miró hacia Marte, que brillaba con un rojizo fulgor en el firmamento. Unas cuantas palabras de la parte más ruda y baja del vocabulario del viajante acudieron a sus labios, pero el esfuerzo de pronunciarlas era más de lo que el rojo planeta merecía. Haines continuó su camino en silencio. 
Marte se había movido varios grados en el cielo cuando vio por primera vez la pista de despegue, tendida en un valle largo y estrecho. En uno de los extremos se alzaban las barracas de los obreros, y en el otro una gigantesca estructura que protegía la nave de miradas indiscretas. Haines se detuvo de nuevo para soportar un terrible acceso de tos, mientras sentía que sus pulmones se deshacían lentamente. Su respiración era entrecortada y violenta mientras empezaba el descenso hacia el valle.
Los guardias debían estar dispuestos a intervalos regulares en todo el perímetro del campo de despegue. Oglethorpe no quería correr riesgos con aquellos fanáticos que le habían escrito cartas amenazadoras denunciándole como un loco que conducía a sus hombres hacia la muerte. Las naves espaciales son cosas muy frágiles y sólo se necesitaban unos cuantos hombres decididos a destrozarla una vez la hubiesen descubierto. Haines contempló las posiciones de los guardias y se escondió entre la maleza, esperando los períodos en que la luna quedaba cubierta por las nubes, para seguir avanzando. Una vez casi hizo sonar la alarma general al tropezar con un alambre tendido en el suelo, aunque pudo evitarlo a tiempo. 
Un poco más adelante toda la maleza había sido cuidadosamente cortada, mas su traje era casi del mismo color del suelo bajo la luz de la luna y manteniéndose quieto entre los períodos de obscuridad, pudo arrastrarse hacia el hangar de la nave sin que nadie advirtiese su presencia. Observó la distancia que separaba a los guardias y las casas de la nave y asintió en silencio, pensando que estarían seguros de cualquier explosión. 
El campo parecía despejado. Entonces, bajo las sombras de la estructura que guardaba a la nave espacial, una pequeña chispa roja brilló un instante para apagarse luego; allí había un hombre, fumando un cigarrillo. Esforzando sus ojos Haines pudo distinguir el largo cañón de un rifle apoyado contra la pared. Aquel guardia debía ser una precaución extra, desconocida aún por el mismo Oglethorpe. 


Un repentino claro entre las espesas nubes iluminó el suelo con la luz lunar, y Haines se apretó contra este mientras trataba de resolver las nuevas complicaciones que aparecían ante él. Durante un instante pensó en la retirada, pero comprendió que aquello no le era posible; su camino estaba ahora firmemente marcado y no tenía otro remedio sino seguirlo. Cuando la luna volvió a esconderse, se levantó en silencio y se dirigió hacia la figura que aguardaba al pie de la estructura metálica. 
-¡Hola, amigo! -su voz era de un tono bajo, calculado para alcanzar al hombre que estaba de guardia al lado del hangar, pero sin que le oyesen los guardias estacionados en el perímetro del campo-. ¡Hola, ahí! -continuó-. ¿Puedo acercarme? Soy un inspector especial enviado por Oglethorpe. 
Un rayo de luz surgió de la sombra, cegándole, y siguió caminando hacia delante, con el paso más tranquilo que pudo. La luz haría revelar su presencia a los otros guardias, aunque lo dudaba; su atención se dirigía hacia afuera, lejos del hangar. 
-Acérquese -llegó la respuesta por fin-, ¿cómo pudo pasar la otra línea de vigilancia? -La voz tenía un tono de sospecha, aunque no en extremo. El rifle, observó Haines, estaba apuntando hacia su vientre y se detuvo a unos pasos de distancia, en un lugar en que el otro pudiera contemplarle. 
-Jimmy Durham sabía que yo iba a venir -dijo al guardia. De acuerdo con la información que había robado de la mente de Oglethorpe, Durham era el jefe de los servicios de vigilancia-. Me dijo que no tuvo tiempo de avisarle a usted, pero me arriesgué de todos modos para venir a echar un vistazo por aquí. 
-Hum. Creo que todo debe estar conforme, ya que los otros le dejaron pasar; pero no podrá marcharse hasta que alguien lo identifique. Mantenga las manos levantadas -el guarda se le acercó con precaución y pasó las manos por encima de sus bolsillos en busca de armas escondidas. Haines mantuvo sus manos bien lejos del alcance del otro, de modo que no hubiese peligro de un contacto dérmico directo-. Bien, todo va bien. ¿Qué es lo que quiere ver? 
-Estoy de inspección general. El Jefe tuvo noticias de que es posible que tengamos dificultades y me envió aquí para asegurarme de que se mantenía la vigilancia y para avisar a todos. ¿Todo está bien guardado? 
-No. Las cerraduras no servirían de mucho en estos hangares. Por eso estoy aquí. ¿Quiere que llame a Jimmy para que lo identifique y pueda marcharse? 
-No se preocupe. -No había duda que las condiciones se presentaban ideales, excepto por una cosa. ¡Sin duda habría un medio para cumplir su misión sin tener que matar al guardia! Haines no sentía ningún deseo de añadir aquella nueva tarea al trabajo que se veía obligado a realizar-. No tengo prisa ahora que ya lo he visto todo. ¿Quiere fumar? 
-No, gracias. Acabo de tirar el último. ¿Qué sucede, no tiene fósforos? Tome los míos. 
Haines frotó uno de los fósforos contra, la superficie áspera de la cajita y encendió el cigarrillo con dedos vacilantes. El humo le hirió en la garganta, pero pudo dominar la tos y exhaló una bocanada azul; en la obscuridad, el guardia no pudo darse cuenta de que sus ojos se llenaban de lágrimas y que un espasmo de dolor cortaba su rostro. Haines estaba luchando contra el impulso que había ordenado el cigarrillo para distraer la atención del guardia y sabía que una vez más se vería vencida su voluntad consciente. -Muchas gracias. 
Una de las manos del guardia rozó por accidente la suya mientras la tendía para recobrar la cajita. Un instante después la garganta del hombre estaba entre las manos del extraño y los dos se tambaleaban mientras el guardia luchaba para zafarse del mortal abrazo y dar la alarma general. Pero el sorpresivo ataque confundió sus esfuerzos por una fracción de segundo y la mano de Haines se levantó para caer fuertemente contra el cuello del guarda con un golpe seco. Se escuchó un sordo gemido y la figura se desplomó al suelo. 
¡El poderoso impulso había vencido de nuevo! El guarda estaba muerto, su cuello roto por el fuerte golpe. Haines se inclinó contra el edificio, luchando para recobrar el aliento y conteniendo el deseo de vomitar. Cuando consiguió dominarse, levantó la lámpara eléctrica del guardia y se dirigió hacia el hangar. En la oscuridad, la silueta de la gran nave era apenas perceptible. 
Con pasos vacilantes, Haines siguió su camino hacia la nave, y luego encendió un fósforo y lo escondió entre sus manos hasta que pudo distinguir la compuerta de entrada que permanecía abierta. Demasiada luz podía ser vista a través de una ventana y llamar la atención de los otros guardias. 
Una vez dentro, encendió la lámpara eléctrica y caminó hacia delante descendiendo por la escalera central en dirección a la parte inferior, donde debían estar instalados los motores de propulsión. Después de todo, había sido simple el llegar hasta allí y ahora sólo le quedaba el rápido trabajo de la destrucción. 
Examinó con facilidad las válvulas de control echando un vistazo encima de las paredes metálicas mientras buscaba las tuberías que partían de los grandes depósitos de combustible. Por los mecanismos que pudo ver, aquella nave era sin duda muy inferior a la que se había estrellado, y sin embargo se necesitaron años para construirla y en ella estaban invertidos hasta el límite todos los capitales de Oglethorpe. Una vez destruida, era posible que los hombres tardasen otros diez años en reemplazarla; por lo menos dos, y en aquellos dos años... 
La idea se escapó de su mente, pero el recuerdo de lo sucedido volvía lentamente. Pudo verse a sí mismo en la compacta sala de mandos de su nave espacial, luchando contra los depósitos de combustible exhaustos y vencido en la lucha inexorable. Hubo un impulso final de los tubos de propulsión mientras la nave caía en picada a través de la atmósfera. Sólo tuvo el tiempo justo de llegar a las compuertas automáticas antes del choque. Milagrosamente, la caída de la nave fue amortiguada por la casa situada en el bosque, y él fue lanzado sobre las ramas de un árbol sin sufrir mayores daños cuando cayó al suelo. 
El hombre que habitaba en aquella casa sufrió peor suerte. Fue despedido por la explosión junto con una de las paredes, ya muerto. Vagamente, el extraño recordaba el rápido cambio de ropas con el cadáver, y luego como la viga había caído sobre él, envolviendo su mente en la oscuridad. De manera que después de todo él no era Haines, sino el piloto del cohete, y su historia a Oglethorpe era básicamente cierta. 
Haines, todavía se llamaba a sí mismo con aquel nombre, se agarró a la pared cuando sus rodillas se doblaron debajo de él y continuó su camino ayudándose con las manos. Tenía aún su trabajo para realizar. Después, lo que sucediera a su débil cuerpo era un asunto sin importancia. Le parecía ahora que desde que despertó en el bosque había esperado encontrar la muerte de un instante a otro y que nunca dio importancia a aquel hecho. 
Recorrió con la mirada la sala de máquinas de la nave espacial, hasta que sus ojos se posaron en una caja llena de herramientas que permanecía abierta con un gesto de invitación, ofreciéndole una gran llave inglesa. Aquello le serviría para abrir las válvulas. La lámpara eléctrica permanecía en el suelo donde la había dejado caer, y la hizo mover con el pie hasta que iluminó la pared, mientras se inclinaba para coger la llave. Sus dedos estaban rígidos mientras se doblaban sobre la herramienta. 
Y bajo la luz de la lámpara, se dio cuenta de sus manos por primera vez en muchas horas. Unas venas de azul puro se marcaban con fuerza bajo una piel que ya ostentaba un tinte azulado. Haines pensó vagamente en aquello durante un instante, levantando su otra mano para examinarla; allí también tenía el débil color azul y en sus palmas, cuando las volvió, aparecía el mismo color. ¡Azul! 
El último dique que contenía a su memoria se derrumbó con un ruido atronador, inundándole con una poderosa corriente de imágenes. Una parte de su mente seguía trabajando en las válvulas con ayuda de la llave inglesa, mientras la otra estudiaba el conocimiento y los recuerdos que habían vuelto a su mente. Pudo contemplar una vez más las calles de una delicada y extraña ciudad, medio abandonada, y mientras parecía mirarla, un hombre se tambaleó surgiendo de una de sus entradas, apretándose la garganta con manos azules, para caer al suelo en medio de dolorosas convulsiones. Las gentes pasaban por su lado con rapidez, evitando el contacto con el cadáver, llenos de miedo de tocarse uno al otro. 
Por todas partes, la muerte tendía sus garras para arrebatar la vida de su raza. El planeta estaba sujeto a una terrible plaga. La enfermedad permanecía sobre la piel de la persona infectada, para transferirse por medio del simple contacto y extenderse aún más. En el aire, sólo unos segundos eran suficientes para matar los gérmenes, pero otros nuevos virus crecían constantemente de los poros de la piel del enfermo, de modo que siempre existían causas de contagio sobre la epidermis. Tras el contacto directo, la enfermedad iniciaba su temible campaña, hasta que después de varios meses sin síntomas visibles, de repente atacaba al organismo que lo albergaba convirtiéndolo en azul, y entregándolo a la muerte luego de unas cortas y dolorosas horas. 
Algunos decían que aquello era el resultado de un experimento que escapó al control de sus inventores, mientras otros juraban que fue producido por una espora que cayó del espacio. Fuese lo que fuese, en Marte no se conocía cura posible. Sólo las leyendas que hablaban de una raza parecida a la suya en el mundo original de la Tierra, les ofrecían un destello de esperanza y todos se habían vuelto hacia él cuando no vieron otra posibilidad. 
Haines se vio a sí mismo, soportando con éxito sucesivos exámenes y reconocimientos que por fin dieron por resultado el que se le seleccionase para partir en la nave que estaban construyendo a toda prisa. Había sido escogido porque sus poderes telepáticos eran extraordinarios aún para la ciencia psíquica de Marte; y las pocas semanas que les quedaban habían sido utilizadas para desarrollar aquel poder en forma sistemática e implantar firmemente en su subconsciente los deberes de la misión que debía llevar a cabo mientras quedara un resto de vida en su cuerpo. 
Haines contempló como el chorro líquido de los tubos de combustible empezaban a surgir con fuerza y dejó caer la llave inglesa. El viejo Lean Dagh había dudado de su capacidad para obtener conocimientos por medio de la telepatía de una raza de cultura distinta, pensó vagamente. Era una lástima que su viejo profesor hubiese muerto sin conocer el éxito de sus métodos, aunque su misión había terminado en fracaso, debido a los escasos conocimientos que el hombre tenía de las ciencias curativas. Ahora sólo le quedaba la tarea de impedir que la raza de este mundo pudiese morir del mismo modo. 
Se puso en pie con un esfuerzo y volvió a salir por la escotilla mientras murmuraba palabras incoherentes. El color azul de su piel se iba haciendo más oscuro poco a poco, y tuvo que obligarse con un esfuerzo de voluntad para atravesar el espacio que separaba la nave de la puerta del hangar, forzando a sus cansados músculos a ceder hasta la última gota de energía, hasta que llegó al lado del cuerpo del guardia que yacía donde lo había dejado antes. 
Toda la fuerza que le quedaba era inútil contra la gravedad de aquel planeta mucho más pesado y debía dominar la tortura que cada movimiento le infligía. Trató de arrastrar el cuerpo tirando de él, y luego cayó al suelo él mismo arrastrándose de espaldas a la nave, mientras usaba un brazo y clavaba sus dientes en el cuello de la chaqueta del cadáver para arrastrarlo consigo. Se sentía flotar en un mundo que bordeaba la inconsciencia, y una vez su mente se vio envuelta por la negrura. Se despertó para encontrarse ya dentro de la nave espacial, aún arrastrando su carga; los impulsos implantados en su subconsciente eran mucho más fuertes que su propia voluntad. 
Poco a poco arrastró el cadáver consigo hasta la sala de motores y lo dejó caer en el suelo donde el combustible líquido alcanzaba ya unos centímetros de altura. El aire estaba lleno de gases y helado por la evaporación, pero sólo se sentía vagamente consciente de aquellos hechos. Ahora sólo se necesitaba una chispa, y su última tarea quedaría concluida. 
Era inevitable que unos pocos de los muertos en Marte quedarían sin ser incinerados, y allí donde los hombres encontrasen al último de aquella raza infortunada, los gérmenes fatales aún podrían vivir en su interior. Ellos debían salvar a los hombres de la Tierra de aquel terrible peligro. Hasta que llegase el momento de que el último marciano se hubiese convertido en polvo y dejado que el aire fresco eliminase a la plaga, la raza de la Tierra debía permanecer dentro de los confines de su propia atmósfera, donde se encontraba segura. 
Sólo existía él mismo y el cadáver que había tocado como posibles fuentes de infección y la nave que podía llevar a los hombres a otras causas de gérmenes. Todo aquello tenía fácil remedio. 
El hombre que había llegado de Marte buscó en su bolsillo los fósforos del guardia, sonriendo levemente. En el último instante antes de que la oscuridad final le envolviera, sacó uno de los fósforos de la cajita y lo frotó contra la áspera superficie. Una débil llama apareció en su mano y se extendió en un creciente círculo.


FIN