2023/04/24

El diablo estaba enfermo (Bruce Elliot)


Título original: The devil was sick
Año: 1951


Habían transcurrido evos desde que un paciente violento de verdad atravesó por la fuerza el umbral del Asilo de Cuerdos. Había pasado tanto tiempo, que el ojo del observador ya no se detenía para leer las palabras fundidas en el duradero cristometal que figuraba en la entrada. Antaño un desafío a lo desconocido, el tiempo las había convertido en una frase típica: "Un malvado no es más que un héroe enfermo". La autenticidad de tal divisa era probada, ya no merecía consideración. Pero las palabras permanecieron allí hasta el día en el que Acleptos tomó el cincel para cambiar dos de ellas.
Todo comenzó porque hallar un tema inédito para una tesis se había hecho más difícil que graduarse. Acleptos descubrió, después de ardua investigación, tres temas que creyó podrían ser aceptados por la Máquina como originales.
Tragó saliva al presentar la lista al ojo omnisciente del computador. Decía: 

Sedimento activado y qué hacían los antiguos con él. La Caída de la democracia y por qué se produjo. Diablos, demonios y demonología.

La Máquina contestó casi al punto: 
-En el año 4357 Jac Bard escribió la última palabra sobre sedimento activado. Doscientos años más tarde el último elemento desconocido con relación a la caída de la democracia fue analizado detalladamente por el historiador Hermios.
Hubo una breve pausa. Acleptos contuvo la respiración. Si el último había sido ya estudiado, necesitaría otros veinte años de trabajo para hallar más posibles temas. La Máquina respondió: 
-Hay dos aspectos de los demonios que hasta ahora nadie me ha propuesto. Consiste en si son reales o imaginarios, y si son reales, lo qué son. Si son imaginarios, cómo se producen. 


Acleptos sintió que su interior se inundaba de una nueva vida y esperanza. Enderezó sus hombros y se alejó de la Máquina. Por fin, después de tantos años tenía una oportunidad. Por supuesto -y el pensamiento le hizo dudar-, por supuesto, era probable que no consiguiera arrojar nueva luz sobre tal problema. Pero ya disponía de algo con qué trabajar. Los años pasados en las enormes bibliotecas, y todo el trabajo efectuado en casi todos los campos del saber humano, habían producido al fin algún resultado.
Una década atrás, la última vez que presentó una lista a la Máquina, había creído encontrar un tema cuando descubrió referencias, en la sala de documentos antiguos, sobre alguien conocido bajo el nombre de Dios. Lo que le había llamado la atención había sido la letra "D" mayúscula aplicada al nombre. Pero la Máquina le había proporcionado una gran cantidad de detalles sobre aquel tema, terminando con un texto escrito hacía unos mil años y en el que se demostraba la inexistencia de tal ser. Esta tesis, así creía la Máquina, había acabado con todas las futuras especulaciones sobre el tema.
Por simple curiosidad, Acleptos había comprobado la referencia y se mostró conforme como siempre, con el dictamen de la Máquina.
Había sido en verdad un golpe de genio pensar en la antítesis de Dios, decidió Acleptos sonriendo para sí. Ahora podría seguir adelante. Realizaría sus investigaciones, se graduaría, y entonces ya no habría nada que le detuviese. Podría abandonar la Tierra y dar su próximo paso. Echó la cabeza hacia atrás para contemplar las estrellas. Aquel era el camino a seguir. Se permanecía atado a la Tierra hasta efectuar alguna investigación original, pero una vez terminada el derecho autorizaba emigrar adonde se quisiera.
Había un planeta más allá de Alfa y Centauro, que ella había elegido. Y le había prometido esperarle por mucho tiempo que pasara. Acleptos nunca se sintió tan deprimido en su vida como el día que la Máquina aprobó la tesis de ella. Durante largo tiempo tuvo la impresión de haberla perdido para siempre. Pero ahora los años ya no parecían interminables. Su investigación había dado resultado.


Silbando alegremente penetró en el archivo y comenzó a trabajar. Oprimiendo el botón que mostraba las letras d-i-a y d-e-m-o, esperó a que el intrincado sistema de relés ejecutase su función. Con un suave zumbido resbalaron por el tubo neumático los carretes adecuados.
Tres semanas más tarde decidió que poseía más conocimientos sobre diablos, demonios, y otras bestias de piernas largas que vagan durante la noche, que cualquier otro habitante de la Tierra. Acleptos movió la cabeza pensativo. ¡Pensar que el hombre había descendido tan bajo como para creer en tales cosas!
Se vio obligado a trabajar horas extraordinarias en la máquina de traducir. Todo cuanto había encontrado estaba escrito en latín. ¡Y pensar, también, que durante todos sus años de estudio jamás había oído hablar de aquella lengua!
¡Qué basura! Acleptos se indignaba al descubrir la existencia de una época en la que el homo sapiens había creído en tales tonterías. Increíble, pero aquello ocurrió muchísimos años antes.
Se encogió de hombros. Llegó el momento de ponerse a trabajar sobre el problema básico. 
Su más íntimo amigo, Ttom, entró en el laboratorio de investigación. Ni siquiera le había hecho una visita. ¡Ni tampoco le había comunicado su éxito!
-¿Qué?
Ttom examinó de una ojeada la impecable estancia verde. Sobre la mesa de cristal, un cocodrilo disecado le miraba fijamente. Descansando contra su escamosa piel había vasijas de vidrio de diferentes formas y rodeaban al saurio cajas, bandejas con polvillo. Sobre la pared una máquina del tiempo anunció:
-Esta noche habrá luna llena, y...
 Acleptos la apagó.
-¡Llegas oportunamente! -exclamó con alegría.
-¿Para qué?
Tras esta pregunta el rostro de Ttom se sonrojó como el de un niño y exclamó a continuación:
-¡Lo has conseguido! ¡Has encontrado un tema! ¡Acleptos, me alegro tanto!
-Gracias.
Y acto seguido Acleptos se vio obligado a preguntar a su vez:
-¿Y tú?
-Todavía nada.
Pero Ttom se sentía demasiado contento por el éxito de su amigo que volvió a preguntar:
-¿Y se puede saber qué has encontrado?
-Diablos y demonios -respondió Acleptos, iniciando de nuevo la mezcla de unos cuantos polvos.
-¿Qué es eso?
-Una superstición primitiva. Mi trabajo consiste en averiguar si fueron reales o sólo una palabra para designar a los malvados o enfermos, o lo que los antiguos denominaban con estas palabras.
-¿Cómo piensas hacerlo? ¿Qué son todas esas cosas que tienes ahí? -preguntó Ttom, señalando los objetos que había sobre la mesa.
-Voy a seguir las fórmulas anotadas en unos viejos manuscritos y observar qué sucede.
Acleptos había trabajado mucho para reunir todos los extraños objetos que el manuscrito mencionaba. Y miró hacia la mesa y vio que tenía cuanto necesitaba. Aquella misma noche, con la luna llena. 


-Muchos elementos intervienen en el proceso de conjurar demonios. Si quieres esperar, quizá lo encuentres interesante.
-Naturalmente. No tengo nada que hacer. Pensé que había tropezado con algo nuevo, y lo de siempre, alguien se me había adelantado ya. Acleptos, ¿qué sucederá cuando ya no queden más campos de saber humano, cuando no haya temas que tratar, ni nada sobre lo que escribir?
-¡Yo me hacía esa misma pregunta hasta que descubrí a los demonios! Pero creo que eso tardará en ocurrir y que la Máquina habrá tomado ya sus medidas.
-Estoy empezando a creer que ya ha llegado el momento. Acleptos, ¡eres el único que ha encontrado un tema en cinco años!
Y al pronunciar estas últimas palabras, Ttom trató de esconder una nota de amargura.
-Sé lo que diría la Máquina, Ttom -le respondió Acleptos-. Diría que si yo he descubierto un tema también puedes hacerlo tú.
Al tiempo que hablaba, Acleptos vertió un líquido rojo en una probeta y luego añadió cierta cantidad de polvillo violeta.
Ttom gruñó:
-Supongo que tienes razón. Sin embargo, olvidemos mis problemas. ¿Qué sucede ahora?
-Nada hasta la medianoche. Cuando la luna esté llena, pronunciaré ciertas palabras, encenderé estas cosas que hay aquí -en el manuscrito las llaman velas- y aguardaré la aparición de un diablo o un demonio.
Ambos se echaron a reír.

A medianoche, todavía sonriente, Ttom tomó asiento al borde de un dibujo peculiar que Acleptos había trazado en el suelo. Se llamaba pentáculo. Acleptos había colocado una vela negra en cada uno de sus ángulos. También había quemado ciertos productos químicos, pronunciando unas frases que Ttom ni siquiera trató de entender.
Al principio fue divertido. A medida que pasaba el tiempo, los dos hombres se impacientaron. Nada sucedía. Acleptos dejó de pronunciar sus extrañas frases y dijo:
-Bien, ya conozco la respuesta a la primera pregunta de la Máquina. Los demonios son imaginarios y no reales.
Y entonces fue cuando sucedió.
Se extendió por la estancia un olor mucho más intenso que el de los productos químicos. Luego se produjo una especie de gris luminosidad cerca del dibujo trazado en el suelo.
Acleptos gritó:
-¡Ttom, lo olvidé! Los antiguos libros dicen que es preciso permanecer dentro del pentáculo para protegerse de lo que sea.
Poniéndose en pie de un salto, Ttom se acercó precipitadamente al pentáculo. Pero antes de lograrlo, la cosa se había hecho ya sólida. Alzó sus cerrados párpados y cuando sus ojos se fijaron en él, vio tanta malevolencia concentrada en aquella mirada que Ttom sintió algo que jamás había experimentado antes. Sólo gracias a sus numerosas y variadas lecturas supo que tal sensación se denominaba antiguamente miedo.
La cosa dijo:
-Por fin.


Hasta su voz era enervante. Acleptos estaba aturdido. Había realizado el experimento porque era el sistema lógico de investigación, pero nunca imaginó que tal experimento llegase a tener éxito.
La cosa se frotó unos extraños dedos que mostraban muchas falanges, y dijo:
-Miles de años esperando en la oscuridad la llamada que nunca llegaba. Al principio creí que Él había vencido, pero entonces yo habría dejado de existir.
Encogió sus escamosos hombros y abrió más los ojos rojizos. Eran fascinantes. Las extrañas pupilas cambiaban constantemente de color. Miró primero a Acleptos y luego a Ttom y dijo:
-Así que nada ha cambiado. Los adeptos y el sacrificio, como siempre -La cosa cloqueó en un terrible estertor. Luego añadió mirando a Acleptos-: ¿Qué recompensa deseas a cambio?
La cosa no esperó respuesta. Volvió a frotarse los largos dedos. El sonido resultante fue lo único que se oyó en la estancia. La cosa miró a Acleptos y dijo:
-Ya veo, nada ha cambiado. Una mujer. Muy bien, aquí está.
La cosa hizo una serie de gestos en el aire y antes de que Acleptos pudiese aclarar la garganta para negar, ella ya estaba allí. Parecía atemorizada. Sus cabellos eran lo más hermoso que Acleptos hubiese visto en su vida. Y también su cuerpo. Estaba desnuda, como él había imaginado, puesto que el planeta elegido por ella era cálido. Pero no había vergüenza en su actitud, sólo temor.
-¡Envíala de nuevo allí! ¿Cómo te atreves a arrastrarla por el espacio interestelar? ¡Estúpido! ¡Podías haberla matado!
Acleptos ya no temía la cosa. El único pánico que experimentaba era por su amada.


La mujer desapareció con la misma rapidez que se había presentado. La cosa gruñó:
-No sabía que la amabas. Creí que era únicamente el sexo lo que deseabas. ¿Acaso quieres oro? Todos codician oro.
Y una vez más hizo extraños gestos en el aire.
Acleptos comprendió que la situación se estaba haciendo ridícula. Aclaró la garganta y dijo:
-¡Basta!
La cosa se detuvo en su trabajo, y de ser capaz de exteriorizar alguna emoción, ésta habría sido la sorpresa. Luego preguntó:
-¿Ahora qué? ¿Cómo conseguiré oro para ti si me interrumpes?
Acleptos estaba indignado. La indignación al igual que el temor que la había precedido, era una nueva emoción para él. Respondió:
-No te muevas. Soy el amo y tú el esclavo.
Aquellas palabras estaban en las indicaciones que había leído. Ignoraba el significado de ambas palabras, pero el libro ponía mucho énfasis en ellas.
La cosa mantuvo inmóvil su cabeza, pero sus ojos observaron con deseo el cuerpo de Ttom.
Dominando su nueva emoción, Acleptos dijo:
-No pareces comprender. No deseo oro.
Ttom dijo:
-Recuerdo esa palabra en mis lecturas. Los antiguos solían cambiarlo por plomo o por algún metal valioso que fuera parecido.
Acleptos prosiguió:
-Y, desde luego, no quiero que ella regrese de Alfa Centauro.
-¡Poder! -exclamó la cosa sonriendo-. Eso nunca falla. Cuando son demasiado viejos para el sexo y demasiado ricos para el oro, siempre desean poder.
Y sus manos comenzaron a moverse nuevamente.
-¡Alto! -gritó Acleptos por primera vez en su vida. La cosa se paralizó.
Acleptos indicó:
-No hagas eso otra vez. ¡Me molesta! No quiero poder y no me digas lo que es porque no me interesa. Ahora, no te muevas de ahí y contesta algunas preguntas.
La cosa pareció encogerse un poco, y preguntó casi con timidez:
-Pero, ¿para qué me has llamado? Si no quieres nada de mí, tampoco puedo aceptar nada de ti.
La cosa abrió los ojos y los clavó en Ttom, mientras con la punta de la lengua humedecía sus escamosos labios.
-Quiero alguna información. ¿Cuánto tiempo viven los demonios?
-¿Vivir? Siempre, por supuesto.
-¿Y cuál es su función?
-Tentar al hombre para apartarle de la senda del bien.
Las palabras surgían velozmente de labios de la cosa, pero Acleptos no acababa de entenderlas del todo. Sin embargo, quedaban grabadas para volver a escucharlas más tarde y darles algún sentido.


-¿Por qué desean hacer eso? -interrogó Acleptos.
El demonio le miró como si dudase de su estado mental. Respondió:
-Para que el hombre disponga libremente de su voluntad, desde luego. Debe escoger entre el bien y el mal.
-¿Qué significan esas palabras, el bien y el mal?
El demonio tomó asiento sobre sus talones sin prestar la menor atención a las espuelas que se hundían en sus propias posaderas. Volvió a contestar:
-Todos estos años sentado en la oscuridad, y que ahora me llamen para esto -Agitó la cabeza y de pronto pareció adoptar una especie de decisión. Se puso en pie y luego, se lanzó sobre Ttom.
Acleptos alzó el arma especial y oprimió el botón. La extraña criatura se paralizó de modo instantáneo para caer al suelo boca abajo.
Ttom tragó saliva y dijo:
-Creí que nunca ibas a usarla. Llamaré al Asilo de Cuerdos para que se lleven a esta pobre criatura enferma.
Asintiendo con un movimiento de cabeza, Acleptos dijo:
-Esto es mucho más interesante de lo que había supuesto.
Luego tomó asiento, pensativo, hasta que llegó el ambu-bus. Era la primera llamada urgente que el Asilo recibía desde hacía un siglo, pero los dispositivos funcionaron perfectamente.
Ttom y Acleptos observaron cómo los robots recogían a la cosa y la alzaban en sus brazos de metal. Después les siguieron hasta que colocaron la cosa en el ambu-bus, que partió velozmente hacia el Asilo.
A medio camino, Acleptos habló por primera vez:
-¿Te das cuenta de la ironía que hay en todo esto? -preguntó.
-¿A qué te refieres?
Ttom todavía contemplaba a la cosa, que yacía como si estuviese muerta.
-Los diablos, ¿te das cuenta de lo que son? No son más que seres con otra dimensión. De alguna manera, en alguna época, un ser humano, en épocas muy remotas, utilizó las matemáticas, para superar la barrera de las dimensiones. Sin saber qué hacía, envuelto en plena superstición, pensó que los sortilegios constituían una llamada, cuando el dibujo, el calor de las velas y las palabras misteriosas, se combinan en una clave que abría esa otra dimensión.
-Bien, parece razonable. ¿Dónde está la ironía? -Acleptos parecía a punto de llorar. Respondió:
-¿No comprendes? La humanidad luchaba por salir de las tinieblas, cuando siempre sus hermanos ignorados e inmortales podían conquistar el espacio simplemente colocando sus manos en el punto preciso. El hombre, ciego por sus creencias supersticiosas, fue incapaz de aprender nada de estos "diablos". Pero la peor ironía es que los "diablos" no podían ayudar al hombre porque eran deficientes mentales.
Ttom asintió con un movimiento de cabeza.
-Una raza casi imbécil y de talento increíble vivía cerca de nosotros y nunca lo supimos. La Máquina tiene razón. Tenemos mucho que aprender. Me equivocaba cuando dije que todo era ya conocido.
Tal vez el arma usada no se hallaba a punto o el diablo poseía formidables poderes de recuperación, pero el caso es que al apearse del ambu-bus la extraña criatura despertó. Empezó a gritar, cuando los robots intentaron que traspasase el umbral del Asilo de Cuerdos.
Se debatió de tal manera que incluso las cintas de metal que animaban a los robots se tensaron. Acleptos vio como las manos de la criatura comenzaban a moverse como antes.
Gritó a los androides que le retenían:
-¡Sujeten sus manos!
Las manos metálicas se plegaron sobre los largos dedos que se retorcían y la cosa dejó de luchar. Se abrió una puerta y uno de los doctores le dirigió hacia ellos. Dijo:
-¿Qué es eso?
Mientras Acleptos se lo explicaba, Ttom pasó un dedo suavemente sobre las palabras que formaban la divisa de la puerta. Veía las palabras, sus dedos las sentían, pero las había visto demasiadas veces. No quedaron grabadas en su mente.
Cuando Acleptos terminó, el doctor dijo:
-Entiendo. Bien, lo arreglaremos inmediatamente. ¡Será curioso hacer recuperar el sentido común a otra criatura dimensional!
 Acleptos preguntó:
-¿Cree usted que está enfermo o que se trata de un estúpido?
El doctor sonrió.
-Enfermo. Estoy seguro. Ningún ser sano se hubiese comportado de ese modo. ¿Le gustaría verlo?
-Desde luego. Siento un gran interés -Acleptos tomó por un brazo a Ttom y añadió:
-Imagínate, si logramos curarle, significará la comunicación con toda una raza de criaturas. ¿No es maravilloso?
-Acleptos -murmuró Ttom con tono preocupado-, hay algo que no hemos tenido en cuenta. En todas mis lecturas, en todos los datos de que disponemos sobre el universo y sus extrañas criaturas, nunca hallé nada referente a la inmortalidad. ¿Has pensado en esto?
-Naturalmente, pero eso es otra prueba de la razón que tiene la Máquina al asegurar que no lo conocemos todo. ¡Es tan emocionante! Me cuesta trabajo esperar a contárselo. ¿No será una sorpresa para ella saber que no fue un sueño su presencia en mi laboratorio, sino que realmente estuvo allí, atravesando el espacio y el tiempo junto a una criatura enferma que ha vivido siempre?
En la sala de operaciones no había escalpelos, esponjas, ni grapas. El doctor extendió a la cosa sobre la mesa. Los androides la sostuvieron por las manos.
El doctor tomó un instrumento. Una luz intermitente surgió de sus lentes en forma de S. El doctor bañó la cosa con la luz y luego dijo:
-Sólo será un momento. Es decir, si da resultado. De lo contrario habrá que tomar otras muchas medidas.
Súbitamente su voz se quebró. Acleptos retrocedió de la mesa hasta que su espalda tocó la pared. Ttom abrió la boca, asombrado. Únicamente los robots permanecieron impasibles.
Pues la cosa estaba cambiando. En los lugares donde llegaba la luz caían las escamas.
El doctor ordenó a los robots:
-¡Déjenlo libre!
Al hacerlo así la criatura se alzó en todo su esplendor. Una luz dorada iluminaba su dulce rostro. Se acercó hasta la ventana y la sonrisa que esbozaron sus labios era como una despedida. Subió un momento al alféizar y se detuvo unos segundos antes de extender unas enormes alas blancas.
Luego murmuró:
-Pax vobiscum.
Las alas se agitaron y se fue, envuelto en serenidad.


Ésa fue la razón de que Acleptos cambiara las palabras de la divisa que campeaba en la entrada del Asilo de Cuerdos. Ahora decían: 

Un diablo no es más que un ángel enfermo.
 
La Máquina se ha detenido, por supuesto. Su razón de ser y su fuerza era la infalibilidad. Y estaba equivocada sobre la tesis relativa a la existencia de Dios con una D mayúscula.

FIN

2023/04/17

La guerra ha terminado (Algis Budrys)


Título original: The war is over
Año: 1957


Un ligero viento soplaba sobre la polvorienta meseta donde la nave espacial estaba siendo aprovisionada de combustible y Frank Simpson, expectante, con su atuendo de vuelo, cubrió con sus membranas nictitantes unos ojos irritados. Continuó abstraído en su espera, mirando de hito en hito el casco recién terminado.
Allá en lo alto, el frío sol de Castle brillaba débilmente a través de unas nubes escarchadas. Una fila de hombres se extendía desde la cabria con su cuadernal, en el borde de la plataforma, hasta los bastidores enrejados para el combustible, visibles en la base del casco roblonado. Cada vez que desde la ranura se izaba un bloque desnudo de combustible, pasaba de mano en mano, hasta ocupar su sitio en la nave. Un equipo de reserva permanecía silenciosamente a un lado; cuando un hombre flaqueaba en la línea de trabajo, era sustituido por otro de la reserva. Los hombres enfermos o moribundos se hacinaban amodorrados en un lugar dispuesto para ellos, apartado de la zona de trabajo, donde se mantenían en una silenciosa espera. Algunos de ellos estuvieron manejando el combustible desde su llegada de la pila de preparación, a seiscientos kilómetros en línea recta a través de las llanuras, casi mil por vía férrea. Simpson no se sorprendió que estuvieran muriéndose, ni les prestó atención. Su tarea estaba en la nave y pronto se encontraría en ella.
Se quitó la película de suciedad que cubría sus mejillas, extrayéndola de los surcos de su cuero con la uña córnea del índice. Mirando a la nave, se dio cuenta que no experimentaba nada nuevo. No se sentía impresionado por su tamaño, ni complacido por la innata gracia de su diseño, ni excitado por la proximidad de su objetivo. Sólo le impulsaba la ansiedad por hallarse a bordo, cerrar las puertas, soltar amarras, maniobrar los mandos, poner en funcionamiento los motores y adelante, ¡adelante! Desde que nació, probablemente desde la primera conciencia clara de sí mismo, este impulso se desarrolló siempre igual, como un demonio que lo aguijoneaba a su espalda. Cada uno de aquellos hombres sobre la plataforma sentía lo mismo. Sólo que Simpson iba hacia delante, pero esto no significaba un triunfo para él.


Volvió la espalda en dirección a Castle Town, que se divisaba a lo lejos en el horizonte, al otro lado de las grandes llanuras que terminaban al pie de esta meseta.
Castle Town era su ciudad natal. Pensó para sí con sorna que difícilmente podría haber sido otra. ¿En qué otro sitio de Castle se podría vivir que no fuera Castle Town? Recordaba el albergue retirado de su familia sin ningún sentimiento especial de afecto. Pero mientras se hallaba allí, en pie, soportando el fino viento, enturbiado por la polvareda, lo apreciaba en su memoria. Era un lugar recogido y confortable, rodeado por el rico y húmedo aroma de la tierra. Una rampa se extendía hasta la superficie; a su término se abrían unos cuantos palmos de terreno bien apisonado por el peso de varias generaciones de su familia, que descansaban allí extáticamente para saturarse del poco frecuente calor del sol.
Alzó los hombros contra el frío de la meseta y le acometió el deseo de hallarse más allá de las llanuras, donde Castle Town yacía a un lado de la amplia colina, sobre un riachuelo escondido que se arrastraba serpenteando.
Castle Town le recordaba a su padre y le parecía oírlo:
—¡Ésta es la generación, Frank! La generación que verá la nave terminada y a uno de nosotros tripulándola. ¡Podrías ser tú, Frank!
Tampoco olvidaba el largo proceso, hecho de duro trabajo, de cierta aptitud innata y un poco de suerte, que lo había llevado allí para pilotar esta nave hacia las estrellas.
Y al volver a la realidad, dio la espalda a las llanuras y a Castle Town, para contemplar la nave una vez más.
Fueron necesarias varias generaciones para su construcción y otras para aprender cómo roblonar del primer jabalcón al primer formero. Hubo que buscar por todo el planeta una fuente de combustible apropiado. Cientos de equipos de exploración, algunos de los cuales jamás regresaron, desaparecieron en territorios desconocidos y no consignados en los mapas, que rodeaban las llanuras. Por fin fue descubierta y se inició la construcción de la pila. Durante la elaboración del combustible murieron muchos de los operarios, sin que se conocieran todavía las causas.
La nave creció lentamente en la meseta, año tras año, en el foco de las vías por las que circulaban los vagones procedentes de los pozos del mineral y de los talleres metalúrgicos, donde unos operarios luchaban entre juramentos y maldiciones con la fundición ardiente que salpicaba en los moldes, mientras otros se laceraban las manos al limar las rebadas de las piezas fundidas.
Los obreros de las grúas izaron cada pieza junto a la plataforma, lugar designado para construir la nave, hacia lo alto, donde el aire era fino y el terreno circundante se encontraba a cientos de kilómetros, allá abajo, donde los pacientes equipos se atrafagaban con la descarga de los vagones que llegaban sin cesar, dejando las huellas de las pesadas piezas en sus hombros encallecidos.
Ahora, todo culminaba felizmente y podía partir.


El crujido de la grava lo hizo volver la cabeza hacia la izquierda. Vio a Vilmer Edgeworth que subía en aquella dirección, llevando una caja sellada de metal enmohecido.
—Aquí está —dijo Edgeworth, entregándole la caja. Edgeworth era un hombre brusco y descortés, que a Simpson nunca le agradó mucho. Tomó de sus manos la caja.
Edgeworth siguió su ojeada hacia la nave.
—Casi dispuesta ya, al parecer —comentó.
—El aprovisionamiento de combustible está casi listo. Ahora roblonarán esas últimas planchas sobre los bastidores y en seguida podré irme —explicó Simpson.
—Sí. Ya puede irse —convino Edgeworth—. ¿Por qué?
—¿Eh?
—¿Por qué se va? —repitió Edgeworth—. ¿Hacia dónde se dirige? ¿Sabe pilotar una nave espacial? ¿En qué hemos volado nosotros hasta ahora?
Simpson lo miró con asombro.
—¿Por qué? —estalló—. ¡Porque necesito hacerlo, porque todos hemos trabajado con toda el alma en ello durante generaciones, para que yo pudiese partir! —Sacudió violentamente la caja metálica bajo las mandíbulas de Edgeworth.
Edgeworth retrocedió varios pasos.
—No estoy tratando de detenerlo —dijo.
La rabia de Simpson se desvaneció ante la disculpa.
—Perfectamente —dijo, conteniéndose. Miró a Edgeworth con curiosidad—. ¿Por qué hace entonces esas preguntas?
Edgeworth sacudió la cabeza.
—No lo sé —dijo. Nunca había logrado contener su exaltación. Tras su primer impulso, sus modales perdieron mucho de su seguridad habitual—. Mejor dicho —prosiguió—, no sé que pensar. Algo no marcha bien. ¿Por qué estamos haciendo esto? Ni siquiera comprendemos lo que hemos construido aquí. Escuche, ¿sabe que allá se encuentran pueblos como Castle Town, pero mucho más pequeños? Están habitados por hombrecillos diminutos, de unas tres pulgadas de altura, que andan sobre sus manos y sus pies, y que van desnudos. No pueden hablar y carecen de manos.
—¿Qué tiene eso que ver?
La cabeza de Edgeworth oscilaba.
—No lo sé. ¿Ha visto alguna vez el osario?
—¿Para qué?
—Nadie pensó hacerlo, pero yo sí. Escuche, nuestros antepasados eran más pequeños que nosotros. Sus huesos eran más pequeños. Cada generación que precedía tenía los huesos más pequeños.
—¿Y cree que eso supone algo para mí?
—No —admitió Edgeworth. El aliento le silbaba un poco entre los dientes—. No significa nada para mí tampoco. Pero necesitaba decírselo a alguien.
—¿Por qué? —repuso Simpson.
—¿Eh?
—¿Qué objeto tiene esta conversación? —preguntó Simpson—. ¿A quién le importan los huesos viejos? ¿Quién mira en los osarios? Lo único importante aquí es la nave. Hemos sudado y nos hemos esclavizado por ella. Hemos muerto y hemos viajado por lugares ignorados, hemos trabajado en minas y hemos fundido y moldeado metales para construirla, cuando podíamos trabajar para nuestro propio provecho. Hemos luchado con el tiempo, con nuestros cuerpos débiles, con las distancias, para arrastrar esas cargas hasta aquí, las hemos izado y hemos construido la nave. ¡Ahora debo irme!
Veía a Edgeworth a través de una neblina roja. Parpadeó con impaciencia. Lentamente, su reacción agresiva contra cualquier obstáculo se disolvió en su corriente sanguínea y pudo sentirse un poco avergonzado.
—Lo siento, Edgeworth —murmuró. Sacudió violentamente la cabeza en dirección a la nave, al escuchar el sonido de las machotas de roblonar que martilleaban sus oídos. Los depósitos de combustible estaban siendo plateados por encima y la larga línea de cargadores, con las manos ociosas, se dejaban caer al suelo para descansar, mientras observaban la terminación de la nave.
—Me voy —agregó Simpson. Se puso la caja metálica bajo el brazo y avanzó lentamente hacia la escalera de la nave, pasando entre los hombres tumbados. Ninguno lo miró. Para ellos no tenía importancia. Era la nave lo que interesaba.


El interior de la nave estaba casi completamente hueco, enrejado con una celosía de ristreles que convergían en una serie de pesados aros de acero. Montada a prueba de golpes en el cilindro de espacio libre interior a los aros, se hallaba una pesada y compleja maquinaria, llena de alambres y de tubos esmeradamente soldados, formando un conjunto encajado en arcilla refractaria y protegido por placas de goma silicosa. Una pesada trama de alambre corría desde las aberturas del blindaje final de acero prensado y conectaba la máquina a un generador. Otros alambres corrían a los postecillos que se proyectaban desde el blindaje galvanizado del casco interior. Nadie sabía su finalidad. Una cuadrilla distinta lo había construido, mientras se iban formando las secciones del casco y esta tarea les llevó años. Simpson miraba las costuras del blindaje, realizado por medio del procedimiento llamado «soldadura autógena», según le explicó el capataz.
Debajo del compartimiento principal se hallaban las máquinas con su pesada culata de plomo.
—¿Para qué esto? —recordó haber preguntado cuando lo vio nivelar en su sitio.
—No lo sé, y fui yo quien lo hizo construir. —El capataz de la cuadrilla extendió los brazos con desamparo—. La nave sólo... no la encuentro en forma... sin eso.
—¿Pretende decir que no volaría sin una tonelada de peso muerto?
—No. No... no lo creo. Creo que podría volar, pero usted moriría, como los hombres que manejaban el combustible, antes de llegar a su destino. —El capataz meneó la cabeza—. Creo que es eso.
En el morro de la nave, pendiente sobre la cabeza de Simpson al arrimarse a la escalera interior junto a la compuerta de aire, estaba la cabina de pilotaje. Contenía una cama con suspensión cardán y también pedestales para los controles enraizados en el ahusado casco y que convergían en el lecho. El morro era sólido y Simpson se admiraba de haberlo diseñado así. Sospechaba que hubo algún procedimiento especial de construcción. Después de una última mirada a su alrededor, trepó escalera arriba, hasta la cama, moviéndose torpemente con la caja bajo el brazo. Una vez en la cama, encontró un marco que sobresalía de su armazón. La caja se ajustaba a él en forma exacta, con grapas de resorte que la mantendrían bien sujeta.
Se acomodó en la cama, asegurando sus caderas y su pecho con anchas correas. Intentó alcanzar los controles, hasta que los encontró todos a una distancia cómoda para su manejo.
«Aquí estoy —pensó para sí—, estoy dispuesto.»
Sus dedos recorrieron una hilera de conmutadores. En el vientre de la nave algo resonó y las macilentas luces de emergencia se apagaron al quedar encendidas las de maniobra. Un juego de pantallas se elevó sobre su cabeza, dentro del sistema de mecanismos de la nave, que le proporcionó una perfecta visión del espacio exterior. Dirigió una última mirada a la plataforma y a los hombres de vigilancia, al cielo y a las llanuras. En lo alto del morro de la nave, muy por encima de las llanuras, pensó que podría divisar la colina de Castle Town.
Pero ya no le quedaba tiempo. Sus manos recorrían rápidamente los mandos. Las luces dispuestas al efecto destellaban en el tablero y a su espalda los motores auxiliares se hallaban trabajando también a pleno rendimiento. Tiró hacia sí de las palancas de maniobra y las macizas máquinas comenzaron a ronronear. Recorrió ágilmente los enclavamientos para asegurar el curso normal del combustible. Abrió la boca y comenzó a jadear, falto de aliento. Sintió tambalearse la nave y experimentó un relámpago de pánico. Pero un instante después había recobrado la calma. Todo iba bien. La nave acababa de romper sus amarras. Todo iba bien, la nave funcionaba y el viaje comenzaba. Por fin se hallaba en el espacio.
Las pantallas traseras estaban empañadas por el halo de las ardientes arenas. La nave rugía sordamente en su volar hacia el cielo, cegando a los espectadores que la observaban desde la meseta tras ella.


Nunca en su vida imaginó que algo semejante existía más allá del cielo. No había nubes, ni cortinas de polvo, ni ondulaciones estremecidas en la atmósfera, ni resplandores difusos de luz. Únicamente estrellas y nada más que estrellas, sin nada que las velara, esparcidas por la negrura, agrupándose en nebulosas espirales, que se coagulaban y en sábanas de luz, gigantescas lentes y ovas de galaxias, un sol tras otro y tras otro. Los miraba con admiración, mientras la maciza nave se lanzaba contra ellas, enteramente aturdido. Pero cuando llegó el momento de maniobrar los controles, que hasta entonces había dejado muy sueltos, lo hizo precisa y perfectamente. La máquina, anidada en su red de estructuras, engulló más y más potencia del generador. Cuando comprendió con perfecta claridad por qué la nave exigió un diseño complejo, se hallaba ya en el hiperespacio. Lo atravesó como una exhalación en la más completa oscuridad, hasta que de pronto, se vio fuera de él otra vez. Mientras los sonidos de alarma resonaban por todo el fuselaje, apareció ante él una gigantesca nave interestelar.
Cortó rápidamente toda la potencia de marcha, excepto los circuitos de señales y luces y mantuvo una mano protectora sobre la caja metálica, preguntándose que contenía, de dónde habría venido. Y esperó.

Simpson empujó apresuradamente el cierre interior del escotillón que hacía posible el acceso a la nave terrícola y se detuvo, mirando a los dos extranjeros que lo aguardaban. Su piel era tersa y de un blanco tostado, con protuberancias fibrosas de aspecto suave amoldadas a la forma de sus cráneos. "Aspecto suave", sería también una adecuada descripción de conjunto. De piel flexible como la tela, sus rostros aparecían redondos y sus facciones turbiamente definidas. Blandos. Pulposos. Los contempló con disgusto y aversión.
Uno de ellos cuchicheó al oído del otro, probablemente para que Simpson no pudiera escucharlo:
—¿Terrícola? ¿Que viene de...? ¡No puedo creerlo!
—¿Cómo hubiera podido aprender lo suficiente para llegar hasta aquí? —repuso el otro rápidamente— . Reflexione, Hudston. Ya me oyó al teléfono. Ha adquirido un acento terrible y algunos modismos extraños, pero se trata de un terrícola, sin duda alguna.
Simpson iba descifrando sus blandas entonaciones. Debió encolerizarse, pero no lo hizo. Al contrario, algo pugnaba por salir de su garganta, algo enterrado, algo que había comenzado no con él sino con generaciones pasadas y que ahora surgía a la luz:
—¡La guerra ha terminado! —gritó—. ¡Ha terminado! ¡La hemos ganado!
El primer terrícola lo miró con asombro, enarcando una ceja.
—¿De verdad? ¿Qué guerra es esa? No tenía noticia de ninguna guerra.
Simpson pareció confuso. Se sintió también vacío, aturdido y perplejo ante lo que brotó de su laringe. No sabía que respuesta dar. Quiso decir algo más, pero nada se le ocurría. Vacilante, ofreció la caja metálica al terrícola.
—¡Déjeme ver eso! —exclamó rápidamente el segundo terrícola, tomando la caja de las manos de Simpson. Miró fijamente la tapa—. ¡Santo cielo!
—¿Qué es, almirante? —preguntó Hudston. El segundo terrícola le mostró en silencio el sello sobre la tapa, que nunca había significado algo para Simpson ni para ningún otro habitante de Castle.
—T.S.N. Servicio de Correos —deletreó Hudston—. Pero qué diablos... ¡Oh, ya comprendo, señor! Fue disuelto, en el siglo veinticuatro, ¿verdad?
—A finales del veintitrés —murmuró el almirante—. Cuando se completó la cadena de radio hiperespacial.
—¿Cuatrocientos años, señor? ¿Dónde la encontraría este hombre?
El almirante estaba examinando la caja. La tapa, que todo el mundo en Castle creía sellada, se abrió de pronto. El almirante sacó una colección de mapas arrugados y un libro con cubiertas de cuero debajo de ellos. Ninguno de ambos terrícolas prestaba la menor atención a Simpson. Éste se removía incómodo y observó en la pared metálica como algunas varillas oscilaban para seguir sus movimientos.
El almirante cepilló cuidadosamente la cubierta del libro, que mostraba un título en oro: "Cuaderno de Bitácora Oficial, T.S.N.S. Hare."
—¡Muy bien, ahora estamos llegando a alguna parte! —ojeó cautelosamente algunas de las primeras páginas, para comprobar la fecha. Luego prosiguió—. Asuntos de trámite. Vayamos al grano, si es que lo hay.
Se detuvo y miró a Simpson otra vez durante un momento, sacudió la cabeza violentamente y continuó su búsqueda.


—¡Aquí está, Hudston! Escuche: «Siguiendo a toda velocidad, rumbo al Sistema Solar. Todo bien» —leyó—. «En 0600 GST, Gobierno Provisional Eglin concluida tregua pendiente armisticio. Signatarios fueron...» Bueno, esto no interesa. Todos se han convertido en polvo desde hace mucho tiempo. Veamos lo que le ocurrió a él. —El almirante volvió algunas páginas—. Aquí lo tenemos. Esto es lo consignado el siguiente día. Se interrumpe aquí, como verá, y termina más adelante: «Prosiguiendo a toda velocidad, rumbo al Sistema Solar. En hiperespacio. Todo bien. Tiempo estimado de llegada, Base Griffon, + 2d, 8 hrs.»
—Observe esa tachadura, Hudston. Debe habérsele movido el brazo. Ahora: «Continuación del cuaderno de bitácora: Combate casual con buque patrulla de Eglin, al parecer ignorante de la tregua, resultado con avería grave por torpedo, compartimientos D-4, D-5, D-6, D-7. Nave sin gobierno. Máquinas y generador hiperespacial semiaveriados y nave definitivamente fuera de combate, creyéndose navegación por ahora imposible. Sufrido quemaduras superficiales y fracturas simples en pierna derecha y brazo izquierdo.»
—Aquí está lo registrado al día siguiente: «Nave todavía sin gobierno y máquinas y generador continúan semiaveriados. Casi todos los instrumentos de a bordo desprendidos o en corto-circuito por choque explosión. Navegación imposible. Nave ahora cayendo dentro y fuera de hiperespacio a intervalos casuales. Intentando desconectar generador sin conseguirlo. Se sospecha avería compleja progresiva en circuitos del coordinador y rejillas de modulación.»
—¿Por qué no pidió ayuda, señor?
El almirante miró de soslayo a Hudston.
—Le era imposible. No podía comunicar a mayor velocidad que la luz, a menos que enviara correos. Estaba confuso, Hudston. Herido y atrapado. Y esa, dicho sea de paso, es la última anotación. Lo restante es un corto diario: «Aterrizaje forzoso alrededor de 1.200 GST en un planeta pequeño, deshabitado y desconocido. Las constelaciones no proporcionan ninguna orientación, ni aun por Proyección Náutica. Estoy aquí al azar.
La nave quedó destruida en el choque. Tengo dos piernas rotas y algunas heridas. Logré salvar el botiquín, por lo que no hay problema. No estoy bien. Sigo perdiendo sangre por derrame interno y no sé cómo aplicar a las fracturas un vendaje Stedman.
Hice una pequeña exploración esta tarde. Desde mi observatorio, no se divisa más que hierba, pero vi algunas montañas y ríos antes del choque. Hace frío pero muy moderado, a menos que estemos en verano ahora. Acaso primavera. Me entristece pensar en el invierno.
Pienso en cuánto tiempo pasará hasta que en la Tierra sepan que la guerra ha terminado.»
Simpson se movió nerviosamente. Otra vez aquellas palabras. Debería haberse interesado por esta nave y por esta gente. Pero ni siquiera los lisos y macizos mamparos, dotados de brillante luz propia, ni los dos terrícolas con sus uniformes escarlata, parecían causarle impresión.
Estaba allí. Lo había conseguido. Y no parecía importarle lo que ocurriera después.
—No hay mucho más en el diario —dijo el almirante—: «Me siento muy débil hoy. No cabe duda, estoy perdiendo más de lo que puedo soportar. Ingiero protrombina en terrones como si fuera azúcar, pero sin resultado. Se me están acabando, de todos modos.
El alimento será también un problema. En este sitio nada es comestible, excepto algunos pequeños seres que parecen proceder de un cruce entre perro de las praderas y lagarto. Pero necesitaré unas dos docenas de ellos para un almuerzo.
De nada sirve engañarme. Si con mi UI (Unidad de Información) no puedo sostener mis entrañas, la vitamina K tampoco será capaz de hacerlo. El alimento, por tanto, no llegará a constituir un problema.
Esto me hace pensar algo muy interesante. Dispongo de una UI, elemento que se supone anida nuestro interior, dotado de vida, y que intenta salir de nuestro cuerpo. La verdad es que no había pensado mucho en ello, hasta ahora. Siempre me ocupé de transmitir mis informaciones directamente. Pero ahora este elemento, por derecho propio, vive dentro de mí. Está construido de tal forma que su finalidad es que toda la información que poseo llegue al destinatario adecuado. He oído decir incluso que una UI se ha proyectado fuera de un hombre, atravesando todas las barreras protectoras hasta entregar un mensaje. Son endiabladamente listas, a su manera. Nada las detiene, ni nada las rechaza.
Estoy aquí solo en este lugar solitario donde nadie podrá encontrarme. Si dispusiera de una nave, podría llegar hasta ella e irme. Forzosamente llegaría, en un sentido o en otro, a territorio de la Federación. Pero no la tengo. Ni tengo ya ninguna otra cosa. Me pregunto que podrá hacer ahora mi UI.»
El almirante miró a Hudston.
—Aquí termina el diario. Hay una firma... «Norman Castle, oficial alférez, T.S.N.» Hudston miró distraído al almirante.
—Fascinante —comentó—. Todo un problema para su UI, ¿verdad? Supongo que un modelo tan primario como el de Castle debió morir con él, sencillamente.
—Las UIs nunca mueren, Hudston —repuso el almirante lentamente. Cerró el viejo cuaderno de bitácora y su rostro se contrajo bajo el impacto acumulativo de una idea—. Cuando se tiene una UI, se tienen mil. Y nunca se dan por vencidas —su voz se apagó hasta convertirse en un suspiro—. Son demasiado poco inteligentes para ceder, pero demasiado astutas.
Miró a Simpson.
—No creo que la UI de Castle fuese lo bastante evolucionada para tener sentido del tiempo. Ni para juzgar que su misión había caído en desuso —giró rápidamente la cabeza en dirección a Simpson.
—La guerra ha terminado —le dijo—. Concluyó hace tiempo. Gracias de todos modos. Ha cumplido bien su misión.
Simpson no lo oía. Estaba vacío, agotado. Su fuego interior lo había abandonado y su mente se retraía, perdiendo todo interés en las cosas trascendentales para los hombres. Cayó bajo la mesa, a cuatro patas como un animal, aullando y desgarrando sus ropas con mordiscos rabiosos.


FIN