2024/11/25

El largo camino de la venganza (Clark Darlton)


Título original: Der lange weg der rache
Año: 1971


Extracto de la Enciclopedia Universal de Bernard, edición de 2176:

"Ya en el siglo XIX describió el escritor inglés H. G. Wells una máquina del tiempo. Sin embargo, hasta el año 2145 fracasaron todos los intentos de construir semejante ingenio. Después, el genial físico Karel Dekker desarrolló un aparato de base hiperenergética que hizo posible el traslado de objetos y seres vivientes al pasado. Lo que por desgracia no se ha logrado todavía es hacer volver a nuestra época presente la materia enviada entonces unos quinientos años atrás. Un viaje al futuro se considera imposible, en general, ya que éste no existe todavía".

El juez Jenner estaba plenamente convencido de haber actuado con justicia y según las leyes. Desde el comienzo del proceso compartió la opinión del fiscal, incluso de manera abierta, pese a que no podía hacer tal cosa. Por ello surgieron diferencias de opinión con el abogado defensor, que tuvo que resignarse a ver perdida la causa de su mandante. No era el cobro de sus honorarios lo que preocupaba a éste. Aunque el barón Edmond von Klarenbach desapareciera para siempre del círculo de los actualmente vivientes, el abogado obtendría su remuneración. Von Klarenbach era hombre acaudalado y debería pagar a su defensor antes de abandonar definitivamente su época.
Porque en eso consistía la condena del juez Jenner.
Hacía tiempo que se había abolido la pena de muerte. Dado que, según Dekker, no podía existir un contrasentido cronométrico (afirmación comprobada por él a través de experimentos), se había adoptado el simple método de enviar al pasado, con ayuda de la máquina inventada por Dekker, a los condenados a la última pena. Allí desaparecían a perpetuidad y ahorraban dinero y disgustos al mundo actual. Era un sistema humano de sacarse de encima a los elementos indeseables.
En el fondo, el barón Edmond von Klarenbach era inocente. También Jenner lo sabía. No obstante, había pronunciado la sentencia que, en realidad, tenía ya decidida antes de iniciarse el proceso.
La cosa se remontaba a los tiempos de su padre, antes de la invención de la máquina del tiempo. Propiamente, todo había empezado por una insignificancia fácil de solucionar mediante una discusión sensata, pero tanto el concejal Jenner como el barón Clavius von Klarenbach eran unos testarudos.
El concejal era un apasionado cazador, y un día, persiguiendo a un magnífico venado de doce puntas, se adentró sin querer en los terrenos del barón. Allí tuvo suerte y cobró pronto la pieza, pero el barón Clavius le acusó de caza furtiva. Se llegó a una conciliación, como era de esperar. Sin embargo, Jenner ya no pudo prosperar en su carrera política y nunca pudo quitarse del todo el mal sabor que el desagradable suceso dejara en él. Murió pocos años después, cuando tenía ya próxima la jubilación.
Su único hijo, Richard Jenner, había estudiado Derecho, y a él le confió el viejo su último deseo; que se vengara del barón Clavius von Klarenbach o del descendiente de éste.
Al principio, Richard no se avenía a la idea de hacer daño a un desconocido, por lo que decidió visitar al anciano barón en su propiedad. Encontró al señor del castillo de un pésimo humor y, al darse a conocer, fue echado sin miramientos de la mansión por el joven Edmond von Klarenbach y un lacayo.
Este suceso quedó grabado en la mente de Richard Jenner, que algunos años más tarde fue nombrado juez. Y llegó el día en que determinó cumplir la oscura última voluntad de su padre.
La ocasión no había de tardar en presentarse, ya que la reforma agraria descubrió ciertas cosas que no arrojaban una luz nada favorable sobre los manejos del joven barón. Edmond von Klarenbach había forzado a varios pequeños terratenientes y campesinos a renunciar a sus derechos con el objeto de conservar íntegra la propiedad que desde hacía siglos había pertenecido a su familia. Una historia complicada, como bien sabía el juez Jenner, pero cuando le fue confiado el caso, empezó a buscar y estudiar todo el material de información que fue posible obtener. Y aunque halló algunas incongruencias a lo largo de su minuciosa labor, no dejó que le apartaran de su decisión. Su deber consistía en eliminar de una vez para siempre al odiado barón. Poco le importaba, para lograrlo, ayudar a que se hiciera justicia a los acreedores o favorecer a bribones. Lo único que ansiaba era cumplir el deseo de su padre.
En el siglo XXII, y pese a todas las innovaciones sociales y sus correspondientes leyes, el sentido de la tradición había renacido con inusitada fuerza. El hijo seguía los negocios del padre y se ocupaba de terminar lo que la muerte había impedido a éste llevar a cabo.
Entre estas cosas figuraba la venganza.
Cuando el juez Jenner hubo repasado todo el material, supo por dónde agarrar al barón Edmond von Klarenbach. Firmó una orden de arresto por extorsión.
No fue difícil para Jenner reunir pruebas. Sacrificando buena parte de su propia fortuna, movió a aquellos terratenientes perjudicados por von Klarenbach a formular su denuncia de manera más dura. La coacción se transformó en exacción, y con ello el aristócrata estuvo perdido.
El juez Jenner le condenó a ser trasladado, mediante la máquina del tiempo, a una época indeterminada: Más o menos, a quinientos años atrás.
Y eso, aunque no lo fuera, equivalía a una condena a muerte.
Durante su última noche en la celda, Edmond von Klarenbach llegó a la conclusión de que existía un camino para revisar un día esa sentencia.
Y se juró seguirlo.
 
Richard Jenner respiró aliviado cuando al día siguiente, al término de su trabajo, regresó al hogar y se sentó dispuesto a repasar la correspondencia. Su ama de llaves estaba de vacaciones, y él era soltero.
Comenzó por leer las cosas de poca importancia y dejó para el final el grueso sobre que ya le llamara la atención desde el principio. La empinada letra resultaba anticuada y un poco pedante, pero no le pareció del todo desconocida.
El sobre no llevaba indicación del remitente.
Jenner lo rasgó y quedó sorprendido al hallar en su interior una serie de páginas escritas a máquina. Iban éstas acompañadas de una carta que presentaba la misma letra inflexible.
Decía ésta:


"17 de abril de 2199.
Al juez Richard Jenner.
Ni usted ni yo podremos olvidar esta fecha. Pero si manda analizar la tinta de mi escrito en un laboratorio, le confirmarán que tiene una antigüedad de quinientos años. Y eso es exacto. Escribo esta carta en el año 1699 y soy el fundador de la estirpe de los von Klarenbach: El barón Edmond von Klarenbach.
Le envío este documento para que los expertos en grafología puedan comprobar que no es usted víctima de una mixtificación. Cualquiera le garantizará que se trata de la letra de un hombre al que usted mismo lanzó quinientos años atrás mediante la máquina del tiempo… y que acaba de volver a su época para vengarse.
¿O esperaba usted escapar sin castigo?
El manuscrito adjunto contiene la historia de mi vida, de esta segunda vida que le debo a usted. Sólo entonces, cuando lo haya leído todo, se dará cuenta del castigo que le reservo.
Y comprenderá también el lema de mi estirpe, que reza así: Nada en este mundo sucede sin motivo.
Barón Edmond von Klarenbach".

Cuando Richard Jenner hubo leído la carta, se recostó contra el respaldo de su sillón con el misterioso escrito sobre sus rodillas y los ojos cerrados. Se negaba a aceptar lo que parecía la única explicación lógica. Era imposible que un hombre muerto hacía quinientos años volviera de repente a la actualidad. El barón Edmond von Klarenbach había dejado de existir aquella mañana —y, con ello, hacía casi quinientos años— al penetrar en la cámara de la máquina del tiempo.
Nadie había regresado todavía. ¿Por qué iba a hacerlo, pues, el barón?
El juez abrió los ojos y se cercioró de hallarse aún en su acogedor cuarto de trabajo. Con manos temblorosas dejó la carta encima de la mesa y tomó las hojas mecanografiadas, que eran diez. Los caracteres de la máquina de escribir eran modernos, sin duda alguna, y procedían de sus días.
Una conclusión que a la vez tranquilizó e intranquilizó a Jenner. Por fin, el hombre se animó a empezar la lectura:

"No sentí miedo cuando, por la mañana, los guardianes vinieron a buscarme. No me conducirían a la cámara de gas ni a la silla eléctrica, sino a aquel cuarto que albergaba la máquina del tiempo. Desde un principio estuve convencido de que funcionaría, terminando así mi vida en la época presente. Sin embargo, ello no significaba la muerte absoluta ni el final definitivo.
No, yo no experimentaba temor, pero sí un rencor incontenible cuando pensaba en el triunfo del hombre que había realizado de manera tan horrible su mezquina venganza. Por un motivo poco menos que ridículo —yo era entonces todavía un chiquillo— me desterró de mi presente. Con ello me obligó a cavilar durante toda una noche; la noche anterior a mi 'ejecución'. Y mis reflexiones dieron resultados sorprendentes.
Detrás de mí se cerró la cámara del tiempo, y me vi solo. Ni siquiera pude oír cómo manejaban el ingenio, pero me importó poco. Quinientos años, había calculado Dekker. ¿Por qué había de equivocarse? Además, en aquella época, medio milenio atrás, se habían producido muchos descubrimientos científicos que fácilmente podían relacionarse con la influencia de hombres preclaros enviados al pasado con ayuda de la máquina de Dekker en el transcurso de los últimos veinte o treinta años.
Galileo inventó el telescopio.
Kepler estableció las leyes del movimiento.
Newton presentó luego sus leyes sobre la gravitación.
No faltaba mucho para que William Harvey descubriera la circulación sanguínea. Y Pascal tuvo la idea de emplear el barómetro como altímetro.
Fue la época en que los hombres descubrieron su mundo y empezaron a ampliar su horizonte. Comprendí que eran unos tiempos a mi medida, pero supe también, en seguida, lo cauto que debía ser si no quería acabar en un calabozo por hereje o brujo.
En la cámara del tiempo reinaba la oscuridad. De pronto tuve la sensación de flotar en el aire y perder el suelo bajo mis pies. Caí, caí muy abajo, hacia el pasado, a través de los siglos, hasta que súbitamente se cortó la corriente. La sacudida de la llegada al nuevo nivel de tiempo fue tan brusca, que me hizo chocar con violencia contra el suelo. No obstante, apenas sentí el dolor, porque mis ojos percibieron luz. Una luz débil, plateada y muy familiar.
Encima de mí lucía el límpido cielo nocturno con sus estrellas y una luna llena, medio cubierta por unas paredes. Cuando me incorporé la pude contemplar entera. No se había transformado.
Permanecí acurrucado y con el oído tenso. Aparte del susurro de las hojas secas y del aullido del viento al pasar por los huecos abiertos en las paredes, no se percibía nada. Mis manos estaban tan frías y húmedas como el suelo sobre el que me hallaba. Dado que no tenía techo sobre mi cabeza, supuse que había ido a parar a unas ruinas.
¿Aterrizarían todos los delincuentes en aquel mismo lugar?
Noté que me estaba quedando aterido, pues no llevaba más que el delgado traje que era costumbre en las cárceles del siglo XXII. Con esa vestimenta iba a llamar bonitamente la atención, a finales del siglo XVII, si no procedía con un cuidado tremendo. Y eso era imprescindible para realizar con éxito mi plan.
Un plan de quinientos años.
A pesar del frío me situé en un rincón protegido del viento, y pensé. Según mis cálculos debía ser poco después de la medianoche. La hora de los espíritus. En cierto aspecto yo también era una especie de espíritu, y como tal tenía que mirarme cualquier persona que casualmente pasara en aquellos momentos junto a las ruinas y me viese surgir de la nada.
Sí, se trataba de un edificio en ruinas. No tuve duda de ello cuando miré detenidamente a mi alrededor. En el mismo lugar donde más tarde se debería alzar el Palacio de Justicia, se derrumbaba hoy, quizás en el año 1699, un viejo castillo.
Si mi plan surtía efecto, mañana no esperaría allí inútilmente.
Pasé la noche lo mejor que pude y, cuando empezó a clarear, examiné los aposentos aún intactos de las ruinas, y descubrí, en una cámara escondida, algunas ropas desechadas que me prestaron gran servicio. Gracias a ellas pude esconder mi delatora ropa y establecer un primer contacto con la gente.
Al anochecer volví a un escondrijo, en espera del hombre que había de confirmar el acierto de mi actuación. Mi mano empuñaba la espada que también encontrara en la antigua armería de las ruinas.
Pero ahora quiero dar un salto adelante en mi relato, para que se entienda mejor lo ocurrido aquella noche.
Cuando supe que mi plan había dado resultado antes de que pudiese llevarlo a cabo, abandoné las ruinas y me encaminé a la ciudad más próxima. Me hice pasar por un artesano que viajaba para conocer mundo y, como nunca fui precisamente torpe en lo referente a la agricultura, no tardé en encontrar un amo que me convenía. No me resultó nada fácil acostumbrarme a las nuevas circunstancias, pero mi capacidad de adaptación y mi férrea voluntad me ayudaron a ganarme la confianza e incluso la admiración de mi patrono. Yo estaba en situación de darle unos consejos que no podía recibir de nadie más, de modo que pronto fui su mano derecha y, por fin, su amigo.


Corrían tiempos inquietos.
Los turcos habían sitiado Viena para ser después derrotados.
Atlasov descubrió la península de Kamchatka.
Los Países Bajos se habían convertido en la primera potencia comercial del mundo y los ingleses se disponían a fundar Calcuta a través de su compañía de las Indias Orientales.
El príncipe Eugenio se batía en los Balcanes.
En nuestra tierra reinaban la paz y la tranquilidad. 
A mí me constaba que llegarían épocas tempestuosas, pero nunca había sido un buen alumno en Historia. Pero eso tal vez fue una suerte para mí, ya que de otra forma hubiese intentado intervenir en los sucesos. Acababa de comprender de cuán diminutas casualidades e insignificantes acontecimientos dependía el cuadro del futuro.
Murió la mujer de mi amigo y, dos años más tarde, yo me casé con su hija, que de este modo se convirtió en la ascendiente de nuestra estirpe. Ella ignoraba por completo el secreto que yo arrastraba conmigo, y nunca llegó a conocerlo. Al morir su padre diez años después de nuestro matrimonio, yo obtuve el dominio ilimitado sobre todos sus bienes y sabía, además, que en mi familia siempre existiría un hijo que siguiera llevando mi nombre.
Mi primogénito, Jesco, tenía ahora ocho años. A él le confesaría un día el secreto de mi procedencia, para que, cuando a su vez fuera padre, lo transmitiera a su hijo mayor. Así durante quince o veinte generaciones, quizá, hasta que nuestra estirpe contase quinientos años de existencia.
Tampoco para mí se había detenido el tiempo. Si ahora pudiera verme, juez Jenner, quedaría asombrado. Soy un hombre anciano que camina encorvado y tiene los cabellos blancos. Mi testamento está hecho, por si acaso la muerte me sorprendiera antes de lo que espero.
He aquí mi última voluntad:
En el año 2199, el penúltimo descendiente de nuestra familia será condenado por un juez llamado Richard Jenner a volver a nuestra época mediante la máquina del tiempo. Su hijo, Robert von Klarenbach, debe visitar al juez Jenner en la noche del 17 al 18 de abril de 2199, después de haberle enviado mi carta y el manuscrito. Luego le conducirá al Palacio de Justicia para mandarle exactamente quinientos años atrás con ayuda de los técnicos Gremmel y Randolph. Yo le aguardo.
Y ahora, juez Jenner, ¿cómo se siente? ¿No me cree? Siento decepcionarle. Mi hijo Robert, a quien transmito mis instrucciones a través de medio milenio, ha cumplido ya su misión. Porque yo mismo le di muerte a usted con una espada herrumbrosa, en las ruinas, en una noche de luna llena del año 1699. Y usted me reconoció.
Prácticamente, usted ya está muerto, juez Jenner. Mis hijos fueron guardando el secreto a lo largo de veinte generaciones, a través de guerras y de siglos. Todos esperaban este día, juez Jenner, que va a ser el último para usted.
Me imagino que ahora debe estar anocheciendo en su mundo, Jenner. No volverá a ver el sol. Ni siquiera uno que cuenta quinientos años menos. Porque yo le espero aquí, en el pasado. No se mueva de su mesa, no. Sería inútil querer avisar a la policía. Tiene que ser inútil, porque de otra forma no hubiera llegado usted ahora mismo adonde estoy yo, para que pueda matarle.
Por cierto que su cadáver es tenido por el de un extranjero venido de lejanas tierras. ¿Cómo, si no, iban a explicarse los sencillos habitantes de la aldea su curiosa indumentaria?
Y ahora, juez Jenner, le dejo solo con sus pensamientos. Cuando oiga llamar a su puerta, abra.
Es mi hijo Robert".

—¡Bah, todo esto no es más que un loco y maldito círculo vicioso! Nada más —se dijo el juez Jenner cuando empezó a comprender lo inevitable—. Puedo sacar mi revólver del cajón de mi escritorio y pegar dos tiros a Robert von Klarenbach en cuanto pise mi habitación. Me acusarán de homicidio, seré condenado y… enviado quinientos años atrás. Quizá con un átomo menos de energía, y me encontraré con Klarenbach. Y él me matará.
Jenner dejó cuidadosamente los papeles sobre la mesa y se arrellanó en su sillón.
De pronto comprendió que no tenía salida.
Cuando sonó el zumbador y en la pantalla espía vio el rostro de Robert von Klarenbach, se alzó poco a poco y abrió la puerta.
—Buenas noches —dijo el joven barón, casi cortésmente—. Mi padre desea hablar con usted…
Y señaló hacia la oscuridad de la noche, en la misma dirección en que, aproximadamente, se hallaba el Palacio de Justicia.
El juez Jenner obedeció sin decir palabra.


FIN

2024/11/18

Aviso previo (Richard Matheson)


Título original: Letter to editor
Año: 1952


Querido Don:
Bueno, se acabó el asunto. Tendrás que buscarte a otro que me sustituya. No puedo escribir ni una palabra más. Estoy seco. "¿Por qué?", te preguntarás, y con razón. ¿Cuántas veces te he dicho que tenía dentro veinte años de historias? Al menos un millón de veces. Bueno, pues se me han acabado todas.
Eres el último en enterarte. No quería escribirle a mi agente sin haberme asegurado antes. Pues bien, ahora estoy totalmente seguro, maldita sea.
Todo comenzó más o menos hace un mes. Voy a empezar citando. Atento, inicio de la cita:

3-B-5
Las naves espaciales marcianas aparecen primero como luces intermitentes alrededor de la Luna. Son visibles durante diez minutos seguidos, con intervalos de quince minutos entre una aparición y la siguiente.

Fin de la cita.
Estoy sentado en mi despacho, estrujándome la cabeza para sacar una historia. Es una de esas mañanas en las que a uno le apetece fundir la máquina de escribir para convertirla en una barra de acero con la que matarse a golpes.
Estoy terminando una historia con un diálogo vergonzoso, una trama para darse cabezazos contra la pared, unos personajes (reconozcámoslo) vomitivos. Arranco otra hoja y la tiro a la papelera, que se está llenando esta mañana. Me quedo ahí sentado, abatido, pensando en el suicidio.
Para completar la escena, Ava está en la cocina preparando una tarta, y el pequeño Hoagy, en la cuna, ensuciando el pañal.
Incapaz de soportar el silencio de mi cerebro, inerte como un trozo de gelatina, enciendo la radio. Oigo el final de una noticia fascinante. El locutor dice que el maíz y el trigo han subido dos puntos y que la Bolsa fluctúa. Tomo nota para utilizar eso en alguna historia, más adelante, y cambio de emisora. Llego al final de otra noticia.
-Y las luces intermitentes -recita el comentarista- fueron visibles durante periodos de diez minutos. Los observatorios de todo el país investigan en profundidad este insólito fenómeno. Por lo demás, el valor en Bolsa del maíz… 
Apago la radio.
Así es; no me entero de nada. Puede que a la gente le sorprenda, Don. Pero ya me conoces. A no ser que alguien se agache a decirme que acaba de atropellarme un camión, no me entero.
No lo descubro hasta la hora de comer, en la barra de la cocina.
Estoy tomando sorbos de sopa y leyendo el Sunday Times de hace dos semanas, con el que pretendo ponerme al día. El pequeño Hoagy está dándole una buena paliza a la papilla con la cuchara. Desisto de leer, tiro el periódico a la papelera y enciendo la pequeña radio que hay en la estantería.
La Sexta de Chaikovski muere lentamente y empieza otro informativo.
El locutor dice: 
-Los científicos y las autoridades gubernamentales siguen investigando las extrañas luces intermitentes avistadas anoche alrededor de la Luna. Estas luces pudieron verse en periodos de diez minutos y a intervalos de quince entre una aparición y la siguiente. Los representantes del Gobierno han negado rotundamente los rumores que las atribuyen a naves interplanetarias. Al mismo tiempo, en la Tierra se recibieron emisiones de onda cada media hora, señales que no han podido ser traducidas a ningún código conocido.
Dejo medio sándwich en la mesa, me precipito al despacho y saco el enorme cartapacio titulado Marte. Sabes a qué cartapacio me refiero, Don. Sabes que tardé un año entero en llenarlo, y también que me lo inventé todo de cabo a rabo.
Abro mi cartapacio por la sección 3, subapartado B, párrafo 5, ¿y qué joya informativa me salta a la vista?
La que te he citado antes.
Esto es el no va más, me parece a mí. ¿Quién soy? ¿El Nostradamus de Flatbush?
Es inquietante. Sigo leyendo a partir del punto 3-B-5:

Las emisiones de onda marcianas se reciben a intervalos de treinta minutos durante el periodo en que las luces intermitentes resultan visibles junto a la Luna.

Me quedo sentado y leo el párrafo una y otra vez. No estoy digiriendo la comida. El corazón me aporrea el pecho. Siento la tentación de pellizcarme una pierna. 
-¡Ay! -digo, al darme cuenta, con un escalofrío, de que estoy pellizcándome de verdad.
"Bueno", me digo, "soy un pobre escritor de ciencia ficción mal pagado que ha acumulado todos estos datos sobre Marte con los sobrantes de mi sesera de corcho". Me decía que cuando terminara la recopilación tendría veinte años de material para mi epopeya sobre el planeta Marte. Sería feliz. Los editores serían felices. Don sería feliz. Todos seriamos felices, aplaudiríamos y bailaríamos alrededor de la hoguera.
El problema es que lo que me he inventado está pasando de verdad.
Me quedo un rato sentado. Después devuelvo el cartapacio al estante regreso a la cocina y termino de comer. Pienso con detenimiento en está extraña coincidencia.
Reflexiono un poco más sobre el contenido de mi cartapacio.
La sección 3 se titula Declaraciones de guerra de Marte a los distintos planetas.
El subapartado A se titula "Declaración de guerra a Venus". Como recordarás, la cita de antes era de la sección B.
¿Lo entiendes?
 
La conmoción es como un incendio: Si no se le añade combustible, se apaga. Paso unas cuantas noches sin dormir. Llamo a la Universidad de Nueva York, a la de Brooklyn y a unos cuantos sitios más. Pregunto por los catedráticos de astronomía. No sé por qué los llamo, pero tengo que contárselo a alguien. Decírselo al presidente no serviría de nada; ya está bastante ocupado con la Guerra Fría, así que pruebo con los astrónomos.
No son de mucha ayuda. Tres de ellos opinan que son meteoritos. Dos dicen que cometas. Uno, menuda sorpresa, opina que se trata de histeria colectiva. 
Pienso: "Ah, bueno, ¿quién sabe?"
Si me dicen que las señales provienen de erupciones solares, me lo tragaré. ¿Por qué no? ¿Crees que estoy deseando ser un profeta?
Me olvido del asunto. Mis vísceras regresan a la Tierra y todo vuelve a ir a las mil maravillas. Escribo otras dos historias sobre Marte a lo largo de la semana siguiente. Te las envío. Tú las vendes.
Entonces, una mañana, me encuentro de nuevo en el mar de los Sargazos de la creación. El aire crepita con el silencio. Estoy en medio de la nada.
Otra vez busco un poco de consuelo en la radio.
Un hombre habla con la boca llena de bollo y café soluble.
-Dime, Bella -dice, y sé que estoy escuchando el programa del rey y la reina de los tópicos a la hora del desayuno-. Dime, Bella -repite. 
Bella duerme o ha caído muerta sobre las tostadas francesas.
-Qué -responde al fin.
-Veo que vuelven a correr esos rumores disparatados sobre marcianos, al estilo de Orson.
-¿Sí? -pregunta Bella. Qué conversadora tan profunda y excelsa. 
-Pues sí -prosigue el hombre, tras hacer una pausa para tomar un sorbo de café tan ruidoso que casi puedo saborearlo-. Sí -resuella-. Están seguros, pero segurísimos, de que esas luces son de naves espaciales. Walter Provincial lo dice tal cual en su columna: "La base de las Fuerzas Armadas de Wyoming captó una de esas luces lunares en la pantalla de su radar y registró un rastro de…". No te lo pierdas, Bella: "De más de ocho mil kilómetros por hora". ¿Qué te parece?
-¡Vaya! -responde Bella.
-Y eso no es todo -sigue el hombre-. Un catedrático de arqueología de la Universidad de Lichen dice que las señales de radio recibidas se descifran con una tabla de códigos que encontró en una antigua tumba egipcia.
¡¿Qué?!
No es Bella. Soy yo, que he pegado un salto hasta el techo. Bajo y cojo mi cartapacio. Estoy sudando. ¿Por qué?

3. B. Rendimiento
1. Las naves espaciales militares marcianas son capaces de alcanzar velocidades comprendidas entre los trescientos kilómetros por hora (la velocidad de crucero) y los más de quince mil por hora como máximo.

Rango dentro del cual entran perfectamente los ocho mil kilómetros por hora.
No es una prueba abrumadora, ¿verdad? De acuerdo. No lo sería si no hubiera nada más… Pero ahora viene la gota que colma el vaso, mi querido agente. Agárrate a la silla.

5-D-7
Las partidas de exploración marcianas aterrizaron en la Tierra en el año 1600 a. C. y durante los años siguientes. Dejaron en varios lugares tablillas metálicas grabadas con las claves necesarias para interpretar sus señales. Por ejemplo, después del reinado de Tutmosis III, estas tablillas se colocaron en las tumbas de cien personas importantes e ilustres de la época.


¡Tumbas egipcias! 
"Dios mío", me digo, "empiezo a darme miedo". Me quedo detenido unos minutos en lo que podría considerarse un coma. A lo lejos, oigo que Ava me grita que lleve no sé qué a no sé dónde para hacer no sé qué. Me hago el sordo.
Después de quedarse ronca de gritar, entra en el despacho con los brazos en jarras.
-¿Estás sordo o qué? -me pregunta con cariño.
-Ven aquí -le digo, y es la voz de un profeta la que habla-. Siéntate a mi lado. Está pasando algo terrible.
-Tengo cosas que hacer.
Yo insisto. Al final se sienta y se lo cuento. Le cito los párrafos escogidos.
-¿Y bien? -dice.
-¡Y bien! -exclamo-. ¿Es que tú también te has quedado sorda? ¿No te das cuenta de lo que significa? Yo me inventé todo lo que te he leído. ¡Y ahora es real! ¡Real!
-¿Cómo va a ser real si te lo has inventado?
-No lo sé -digo en un susurro. Echo un vistazo hacia atrás-. Tal vez los marcianos le dictaron todas esas historias a mi subconsciente. Quizá todas las historias que he escrito sean ciertas. Por Dios, ¡quizá sea un publicista cósmico sin saberlo!
-¡Seguro! -dice ella.
-¡Van a declarar la guerra a la Tierra! ¡Van a aniquilamos a todos! 
Se levanta para marcharse.
-Que no se te olvide tender la ropa -dice.

Han pasado varias semanas desde que mi sistema automático ha dejado de ponerme verde. Estoy subiendo en el ascensor del edificio Shill para entrevistarme con Mike, tu editor favorito y el mío también.
Me hace pasar a su despacho y nos sentamos frente a frente después de darnos la mano.
-Tengo grandes noticias para ti -le digo-. Cuentos espeluznantes del espacio lleva diez años publicando hechos históricos.
Parpadea. Se levanta indignado.
-¿Pretendes insultarnos a mi personal y a mí? -me pregunta. Le hago un gesto para que se siente y él se arrellana en la silla de cuero—. ¿Qué disparate estás diciendo?
Lo pongo al corriente de los hechos. Pierde su palidez editorial para convertirse en un muñeco de nieve cuando le explico que mi congresista no ha respondido al telegrama que le envié y que el jefe de Protección Civil ha archivado mi solicitud en la carpeta de los chiflados.
-Se ríen de mí -le digo, tras terminar mi historia-. ¿Y ahora qué? ¿Competimos con revistas históricas como American Heritage?
Se queda sentado en silencio, mordisqueándose los nudillos. Me ensimismo. Al cabo de un rato me mira.
-Tenemos que asumirlo -dice-. Les hemos dicho a nuestros lectores una y otra vez que Cuentos espeluznantes publicaba la mejor ficción. Ahora hemos quedado como unos mentirosos. Pero debemos afrontarlo con valentía. Empecemos con una serie de artículos que cuenten a la gente la verdad sobre este caso. 
Consulta una libreta.
-¿Puedes pasarle los primeros artículos a Don antes del miércoles? Eliminaremos un relato de Matheson y meteremos lo tuyo.
-Pero parece que no te das cuenta de que… Bueno, de que esto es la guerra.
-¿Y cuándo diablos no lo es? -dice Mike-. Bueno, pasemos a los detalles.
Así que vuelvo a casa y me siento. Estoy solo. Ava está en el zoo de Prospect Park con Hoagy, según dice la nota que me encuentro en la máquina de escribir.
Aunque me asusta, enciendo la radio. Rezo para que emitan música. Escucho el último suspiro de Don Juan, de Gluck. Me preparo. Empiezan las noticias.

"Astrónomos de todo el país informan sobre una evidente acumulación de las misteriosas luces intermitentes junto a la Luna. Las luces son ahora visibles de día. Una comisión del Gobierno está llevando a cabo una investigación exhaustiva".

La apago. Miro las paredes. "Investigación exhaustiva". Qué noticia tan estupenda. Pienso en lo estupenda que es mientras saco mi cartapacio y leo la sección 15.
 
15-B-3
Durante un periodo de entre cincuenta y quinientas horas terrestres, las naves marcianas se agruparán en torno a la Luna hasta que estén listas.

"¿Listas para qué?", te preguntarás.
Esta sección se titula, tiemblo al decírtelo, La invasión marciana de la Tierra.
Así que aquí estoy, un escritor maldito. Según mis documentos, esos documentos que creía haberme sacado de la manga, una mañana de estas las naves rodearán la Tierra y colocarán a su alrededor una pantalla electromagnética impenetrable. Después bajarán las esferas con las tropas, provistas de armas capaces de desintegrar cualquier cosa situada en un kilómetro a la redonda.
Esta sección, la 15, fue la última que recopilé. Pensaba usarla aproximadamente en mi vigésimo año como escritor. Incluso había elegido un posible título para el último relato. Se llama El fin de la Tierra. Creo que lo cambiaré.
Bueno, ya casi he terminado mi historia, Don. Esa es la cuestión. No puedo seguir escribiendo. Ni una palabra. No hago más que sentarme y meditar sobre lo que está pasando.
Ya ves, será mejor que te busques a otro. ¿Que por qué? Pues, maldición, porque ahora que todos mis documentos son reales, ¿sobre qué demonios voy a escribir? ¡Ya sabes que el ensayo no se me da bien!
Con pesar:
BURT


FIN

2024/11/11

El peatón (Ray Bradbury)


Título original: The pedestrian
Año: 1951


Entrar en aquel silencio que era la ciudad a las ocho de una brumosa noche de noviembre, pisar la acera de cemento y las grietas alquitranadas, y caminar, con las manos en los bolsillos, a través de los silencios, nada le gustaba más al señor Leonard Mead. Se detenía en una bocacalle, y miraba a lo largo de las avenidas iluminadas por la Luna, en las cuatro direcciones, decidiendo qué camino tomar. Pero realmente no importaba, pues estaba solo en aquel mundo del año 2052, o era como si estuviese solo. Y una vez que se decidía, caminaba otra vez, lanzando ante él formas de aire frío, como humo de cigarro.
A veces caminaba durante horas y kilómetros y volvía a su casa a medianoche. Y pasaba ante casas de ventanas oscuras y parecía como si pasease por un cementerio; sólo unos débiles resplandores de luz de luciérnaga brillaban a veces tras las ventanas. Unos repentinos fantasmas grises parecían manifestarse en las paredes interiores de un cuarto, donde aún no habían cerrado las cortinas a la noche. O se oían unos murmullos y susurros en un edificio sepulcral donde aún no habían cerrado una ventana.
El señor Leonard Mead se detenía, estiraba la cabeza, escuchaba, miraba, y seguía caminando, sin que sus pisadas resonaran en la acera. Durante un tiempo había pensado ponerse unos botines para pasear de noche, pues entonces los perros, en intermitentes jaurías, acompañarían su paseo con ladridos al oír el ruido de los tacos, y se encenderían luces y aparecerían caras, y toda una calle se sobresaltaría ante el paso de la solitaria figura, él mismo, en las primeras horas de una noche de noviembre.
En esta noche particular, el señor Mead inició su paseo caminando hacia el oeste, hacia el mar oculto. Había una agradable escarcha cristalina en el aire, que le lastimaba la nariz, y sus pulmones eran como un árbol de Navidad. Podía sentir la luz fría que entraba y salía, y todas las ramas cubiertas de nieve invisible. El señor Mead escuchaba satisfecho el débil susurro de sus zapatos blandos en las hojas otoñales, y silbaba quedamente una fría canción entre dientes, recogiendo ocasionalmente una hoja al pasar, examinando el esqueleto de su estructura en los raros faroles, oliendo su herrumbrado olor.
—Hola, los de adentro —les murmuraba a todas las casas, de todas las aceras— ¿Qué hay esta noche en el canal cuatro, el canal siete, el canal nueve? ¿Por dónde corren los cowboys? ¿No viene ya la caballería de los Estados Unidos por aquella loma?
La calle era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía, como la sombra de un halcón en el campo. Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto, inmóvil, podía imaginarse en el centro de una llanura, un desierto de Arizona, invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros a la redonda, sin otra compañía que los cauces secos de los ríos, las calles.
—¿Qué pasa ahora? —les preguntó a las casas, mirando su reloj de pulsera— Las ocho y media. ¿Hora de una docena de variados crímenes? ¿Un programa de adivinanzas? ¿Una revista política? ¿Un comediante que se cae del escenario?
¿Era un murmullo de risas el que venía desde aquella casa a la luz de la luna? El señor Mead titubeó, y siguió su camino. No se oía nada más. Trastabilló en un saliente de la acera. El cemento desaparecía ya bajo las hierbas y las flores. Luego de diez años de caminatas, de noche y de día, en miles de kilómetros, nunca había encontrado a otra persona que se paseara como él.
Llegó a una parte cubierta de tréboles donde dos carreteras cruzaban la ciudad. Durante el día se sucedían allí atronadoras oleadas de autos, con un gran susurro de insectos. Los coches corrían como escarabajos hacia metas lejanas tratando de pasarse unos a otros, mientras un ligero incienso salía por los tubos de escape. Pero ahora estas carreteras eran como arroyos en una seca estación, sólo piedras y luz de luna.
Leonard Mead dobló por una calle lateral hacia su casa. Estaba a una manzana de su destino cuando un coche solitario apareció de pronto en una esquina y lanzó sobre él un brillante cono de luz blanca. Leonard Mead se quedó paralizado, casi como una polilla nocturna, atontado por la luz.
Una voz metálica llamó:
—Quieto. ¡Quédese ahí! ¡No se mueva!
Mead se detuvo.
—¡Arriba las manos!
—Pero… —dijo Mead.
—¡Arriba las manos, o dispararemos!
La policía, por supuesto, pero qué cosa rara e increíble; en una ciudad de tres millones de habitantes sólo había un coche de policía. ¿No era así? Un año antes, en 2052, el año de la elección, las fuerzas policiales habían sido reducidas de tres coches a uno. El crimen disminuía cada vez más; no había necesidad de policía, salvo este coche solitario que iba y venía por las calles desiertas.
—¿Su nombre? —dijo el coche de policía con un susurro metálico.
Mead, con la luz del reflector en sus ojos, no podía ver a los hombres.
—Leonard Mead —dijo.
—¡Más alto!
—¡Leonard Mead!
—¿Ocupación o profesión?
—Imagino que ustedes me llamarían un escritor.
—Sin profesión —dijo el coche de policía como si se hablara a sí mismo.
La luz inmovilizaba al señor Mead, como una pieza de museo atravesada por una aguja.
—Sí, puede ser así —dijo.
No escribía desde hacía años. Ya no vendían libros ni revistas. Todo ocurría ahora en casas como tumbas, pensó, continuando sus fantasías. Las tumbas, mal iluminadas por la luz de la televisión, donde la gente estaba como muerta, con una luz multicolor que les rozaba la cara, pero que nunca los tocaba realmente.
—Sin profesión —dijo la voz de fonógrafo, siseando— ¿Qué estaba haciendo afuera?
—Caminando —dijo Leonard Mead.
—¡Caminando!
—Sólo caminando —dijo Mead simplemente, pero sintiendo un frío en la cara.
—¿Caminando, sólo caminando, caminando?
—Sí, señor.
—¿Caminando hacia dónde? ¿Para qué?
—Caminando para tomar aire. Caminando para ver.
—¡Su dirección!
—Calle Saint James, once, sur.
—¿Hay aire en su casa, tiene usted acondicionador de aire, señor Mead?
—Sí.
—¿Y tiene usted televisor?
—No.
—¿No?
Se oyó un suave crujido que era en sí mismo una acusación.
—¿Es usted casado, señor Mead?
—No.
—No es casado —dijo la voz de la policía detrás del rayo brillante.
La luna estaba alta y brillaba entre las estrellas, y las casas eran grises y silenciosas.
—Nadie me quiere —dijo Leonard Mead con una sonrisa.
—¡No hable si no le preguntan!
Leonard Mead esperó en la noche fría.
—¿Sólo caminando, señor Mead?
—Sí.
—Pero no ha dicho para qué.
—Lo he dicho; para tomar aire, y ver, y caminar simplemente.
—¿Ha hecho esto a menudo?
—Todas las noches durante años.
El coche de policía estaba en el centro de la calle, con su garganta de radio que zumbaba débilmente.
—Bueno, señor Mead —dijo el coche.
—¿Eso es todo? —preguntó Mead cortésmente.
—Sí —dijo la voz— Acérquese. —Se oyó un suspiro, un chasquido. La portezuela trasera del coche se abrió de par en par— Entre.
—Un minuto. ¡No he hecho nada!
—Entre.
—¡Protesto!
—Señor Mead…
Mead entró como un hombre que de pronto se sintiera borracho. Cuando pasó junto a la ventanilla delantera del coche, miró adentro. Tal como esperaba, no había nadie en el asiento delantero, nadie en el coche.
—Entre.
Mead se apoyó en la portezuela y miró el asiento trasero, que era un pequeño calabozo, una cárcel en miniatura con barrotes. Olía a antiséptico; olía a demasiado limpio y duro y metálico. No había allí nada blando.
—Si tuviera una esposa que le sirviera de coartada… —dijo la voz de hierro— Pero…
—¿Hacia dónde me llevan?
El coche titubeó, dejó oír un débil y chirriante zumbido, como si en alguna parte algo estuviese informando, dejando caer tarjetas perforadas bajo ojos eléctricos.
—Al Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas.
Mead entró. La puerta se cerró con un golpe blando. El coche policía rodó por las avenidas nocturnas, lanzando adelante sus débiles luces.
Pasaron ante una casa en una calle un momento después. Una casa más en una ciudad de casas oscuras. Pero en todas las ventanas de esta casa había una resplandeciente claridad amarilla, rectangular y cálida en la fría oscuridad.
—Mi casa —dijo Leonard Mead.
Nadie le respondió.
El coche corrió por los cauces secos de las calles, alejándose, dejando atrás las calles desiertas con las aceras desiertas, sin escucharse ningún otro sonido, ni hubo ningún otro movimiento en todo el resto de la helada noche de noviembre.


FIN

2024/11/04

Misterio mayor (José Mallorquí)



El tipo era de lo más loco que se podía imaginar. Rido trató de convencerle.
—El viaje al pasado entraña demasiados riesgos —dijo—. No se lo aconsejo. No vale la pena.
—¡Capitán! —Rufus Tooth irguió, indignado, la cabeza—. Acaba usted de proferir una herejía. El misterio de la identidad de las obras de Shakespeare sigue apasionando al mundo.
—A mí no me apasiona —dijo Sánchez Planz. 
Tooth le miró como a un gusano.
—Afortunadamente —dijo—. Shakespeare no sería Shakespeare si un idiota como usted hallara placer en su lectura.
—¡Oiga! —gritó Sánchez Planz—. ¡Me acaba usted de ofender!
—¡Cálmate! —rogó Pablo.
—La verdad no ofende —dijo Tooth.
—Ciertas verdades no son agradables —observó Rido—. Por tanto es mejor no pronunciarlas.
Mientras hablaba observaba, divertido, al hombrecillo que estaba ante él, vestido a la moda de la Reina Isabel I, allá por el año 1592. Se había presentado un momento antes con unos volúmenes bajo el brazo y en la mano libre el dinero necesario para un viaje a 1595, o sea, a mil cuatrocientos años antes, poco más o menos. Después de dejar el dinero ante Pablo Rido, el cascarón entregó su tarjeta.

RUFUS TOOTH
Presidente de la Asociación Shakespeariana
Catedrático de la Universidad de Collum

Su pretensión era trasladarse a los tiempos de la Reina Isabel y averiguar si las obras de Shakespeare fueron escritas por éste o por sir Francis Bacon, como opinaban muchos.
—¿Hará eso mejores las obras? —preguntó Rido.
—No se trata de mejorar las inmejorables obras —respondió Tooth—. Lo interesante es dar al César lo que es del César. Si Francis Bacon escribió las obras y Shakespeare las firmó para que su amo no se viera mezclado en la entonces poco noble condición de autor teatral, la posteridad debe rendirle el homenaje que merece. Hoy no se considera deshonroso escribir para el teatro. Si en tiempo de Shakespeare el teatro era innoble, hasta el punto de que un gran poeta se viera obligado a ocultarse tras una fachada llamada Shakespeare, es ya hora de que pongamos las cosas en claro. Y para saber la verdad, no veo otra solución que trasladarme al pasado y preguntar quién era el autor de Hamlet y todas las demás. He revisado todos los archivos y he estudiado todos los documentos. He leído todo lo que se ha escrito en mil trescientos años acerca de Shakespeare. Sin embargo, la duda subsiste. ¿Quién es el autor? ¿Quién puso el cerebro en Romeo y Julieta? ¿Quién puso el nombre nada más?
—Comprendo el interés que para usted y los de su clase tiene el averiguar quién escribió esas obras; pero actualmente ya no se representan…
—¡Protesto! —gritó Tooth—. Se representan semanalmente en la Universidad de Collum. Nosotros no permitimos que Shakespeare muera. Sigue viviendo en nuestro escenario. Y seguirá viviendo mientras exista la "Shakespeariana".
—¿Qué más quieren, pues?
—La verdad. Si es necesario ir a buscarla al pasado, yo iré.
—Pero su descubrimiento no despertará ningún entusiasmo. Aunque todas las semanas representen ustedes una obra de Shakespeare, en el año dos mil novecientos cincuenta y cuatro Hamlet ya no interesa a las masas. Y si cambia el nombre del autor y en vez de decir que es de Shakespeare demuestra usted que es de sir Francis Bacon, el interés no aumentará, pues el cambio de autor no querrá decir cambio de argumento.
Rufus Tooth estaba rojo de ira.
—Usted es propietario de una agencia de viajes, capitán Rido. Agencia T.E.T., Tiempo, Espacio, Tiempo. Para conservar el permiso de explotación tiene usted que aceptar a todos los viajeros que se presenten para ir al Pasado o al Futuro, siempre y cuando sus propósitos no sean peligrosos para la seguridad del Estado. Recháceme como viajero al Pasado y le prometo que haré anular su permiso.
—Como usted quiera —suspiró Rido—. Le llevaré a la Inglaterra de mil quinientos noventa; pero recuerde que no debe usted alterar en nada el curso de los acontecimientos. Eso es muy peligroso. Podría usted crear una desviación del Tiempo y entonces le sería imposible regresar al presente. Aquí tiene un folleto que explica todo lo que puede y no puede hacer un viajero al pasado.
Rido tendió a Tooth el folleto y mientras el catedrático lo leía, el capitán examinó los lomos de los libros que Tooth había dejado sobre la mesa. Eran varias ediciones antiguas de las obras completas de William Shakespeare, escritas en inglés.
—¿Para qué las quiere? —preguntó Rido. Tooth las cogió como si fueran un tesoro.
—Necesito confrontar algunos pasajes que han dado origen a largas controversias.
Rido sonrió, comprensivamente y volviéndose hacia su amigo, pidió:
—¿Te importa acompañar al Profesor? No estoy muy seguro de que sepa manejarse bien en el pasado. No es fácil cuando no se tiene experiencia. Ponte un traje por el estilo del que lleva el Profesor. No puedes presentarte en el siglo XVI vistiendo como ahora.

La puerta de la cabina de la máquina del tiempo se abrió. Ante los viajeros extendíase una campiña verde, sobre la cual caía una fina llovizna.
—Por lo visto siempre ha llovido en Inglaterra —comentó Sánchez Planz, muy incómodo dentro de su traje.
—Estamos en Londres —dijo Rido—. Volveré a buscarle dentro de una semana. Buena suerte.
Tooth saltó fuera de la cabina con sus libros y comenzó a mirarlo todo como si fuese el Conde de Montecristo y acabara de encontrar su tesoro. Sánchez Planz le siguió de mala gana, refunfuñando:
—¡Ni se nos ha ocurrido traer un paraguas, por lo menos!
—Hasta dentro de siete días —se despidió Rido.
Cerró la puerta de la cabina y ésta desapareció del prado junto al Támesis, quedando Sánchez Planz y Tooth en la Inglaterra de fines del siglo XVI.
Se dirigieron a la ciudad y no encontraron mucha gente por el camino.
Preguntaron a algunos de los que iban por la carretera, acerca de dónde podían encontrar a mister Shakespeare.
Los interrogados movían la cabeza.
—No lo conozco. Nunca he oído hablar de él. 
Esta era la respuesta infinitas veces repetida. Londres decepcionó a Tooth.
—Es una ciudad asquerosamente sucia.
Planz, que tenía experiencia en esas cosas, explicó:
—En este siglo, todas las ciudades del mundo son asquerosas.
—Tiene razón —suspiró Tooth—. Olvidaba el siglo en que estamos.
Se alojaron en La Vieja Posada del Caballero Negro y pagaron por anticipado con monedas de la época, suministradas por Rido, que las adquiría de un acuñador de moneda antigua para uso de los viajeros del Tiempo. Una simple moneda de oro parecía tener, en aquellos tiempos, poder adquisitivo suficiente, para quedarse con Londres entero, incluyendo el Palacio Real, y recibir aún varias moneditas para completar el cambio.
La criada que les ensuciaba la habitación, tirando al suelo todo el polvo acumulado en las mesas y estanterías, y agitándolo luego con la escoba y los zorros, fue la primera persona que les dio noticias de un tal Shakespeare.
—Sí, sí, le conozco. Antes de venir aquí yo, trabajaba en la Taberna del Cisne de Avon…
Al oír lo de Avon, Tooth arqueó las cejas. ¡El bardo de Avon! Éste era uno de los nombres de Shakespeare. Tal vez existiera alguna relación.
—Allí va siempre el señor Shakespeare. Es muy buen caballero; pero no tiene mucha suerte. Ha pedido varios empleos a la Reina; pero la Reina tiene a otros a quienes regalar los empleos.
La criada se echó a reír como un caballo. Se daba manotazos contra las piernas y hacía caer hacia el suelo del cuarto un poco más de mugre.
—¿Saben que un día me pidió que me casara con él? —preguntó luego.
—Si tuvieses tres décimas de sentido común le habrías aceptado —dijo Tooth—. Es un genio.
—Tiene muy mal genio y quería que yo trabajase para él —dijo la criada—. Lo que a mí me interesa es encontrar a un hombre que trabaje para mí. Estoy harta de limpiar habitaciones.
—Con un aspirador… —empezó Sánchez Planz, y, en seguida tosió para ocultar su turbación. ¡Cómo se le iba a uno la lengua cuando estaba en el Pasado!


El Cisne de Avon era una taberna sucia y maloliente como todas las tabernas de aquella época. La humedad, el humo de las chimeneas y el de la cocina se mezclaban nauseabundamente, formando un conjunto odioso. El tabernero tenía aspecto de verdugo, Sánchez Planz estaba seguro de haberlo visto aquella mañana en el tablado donde se descuartizaba a unos cuantos delincuentes por el delito de haber robado tres pañuelos y siete gallinas. El verdugo parecía disfrutar sinceramente con su trabajo, y si el tabernero no era el mismo verdugo, era, por lo menos, su hermano gemelo.
—Conozco a Shakespeare —contestó el dueño del Cisne de Avon.
—¿El autor teatral? —preguntó Tooth, temblando de gozo.
—¿Ése? ¿Autor teatral? —El tabernero se echó a reír como un ogro a punto de devorar a un pulgarcito—. No. Nada de eso. Por ahora bebedor de cerveza y de aguardiente. Una calamidad, aunque no para mi taberna. Algún día le veremos ahorcado…
Esto convenció a Sánchez Planz de que el tabernero mataba el tiempo libre ahorcando o descuartizando reos.
—Sí, mis señores, sí. Tomen nota de mis palabras. Veremos a William Shakespeare colgando de una horca.
—¿Entiende usted mucho de eso? —preguntó Sánchez Planz.
—¡Claro que sí! —rió el tabernero—. Es uno de mis oficios.
—¿Es usted verdugo? —preguntó Tooth.
—Ejecutor Real —replicó el tabernero—. Tengo el título en pergamino sellado. Nadie es mejor ejecutor de las sentencias de Su Majestad que yo. Hace poco le dije a un cliente: "Usted acabará mal, amigo. Acabará en mis manos. ¿Se apuesta algo?" Y él apostó un soberano de oro. Pues bien, al cabo de tres meses, cuando estaba a punto de empujar a un condenado desde lo alto de la escalera, el hombre me dijo: "Un momento, por favor". Yo le dije que el público se impacientaba y que había otros reos esperando; pero él respondió: "Tengo que pagarte una deuda. Tuviste razón al decir que yo acabaría mal. Toma, tu soberano. Está en el bolsillo". Como él no me lo podía dar, porque tenía las manos atadas, yo mismo saqué el soberano, le di las gracias y le empujé. Murió como un pájaro.
—¿Y eso de ser verdugo no le quita clientela? —preguntó Tooth.
—¡Al contrario! ¡Si ustedes supieran la cantidad de cuerda de ahorcado que vendo! A juzgar por ella, todo Londres y algunos condados más han sido ya ahorcados.
—¿Hace trampa? —preguntó Sánchez Planz.
—Sí —rió el tabernero—. Les vendo cuerda normal por cuerda de ahorcado.
—Eso es una estafa —dijo Tooth—. Daré parte a la policía.
—¡Por Dios, señor! —exclamó, asustado, el tabernero—. ¡Que me pierde! Me ahorcarían de cualquier manera… Piense que soy el mejor verdugo… y que los demás…
—No diremos nada —prometió Sánchez Planz—. Pero pónganos en contacto con ese Shakespeare.
El tabernero les guió, temeroso, hasta una habitación donde dormía a pierna suelta un hombrecillo desgarbado y borracho como una cuba.
—No volverá en sí antes de un par de días —dijo el tabernero—. Cuando las pilla así, le duran mucho.
No quedaba más remedio que esperar, y esperaron. Tooth se quedó en la taberna. Sánchez Planz se fue a la posada.

Cuando se repuso del efecto del alcohol, Shakespeare escuchó la asombrosa historia que acerca de él contaba Tooth.
—Si no fuese usted un caballero respetable, creería que miente, señor —dijo Shakespeare—. Alguna vez se me ha ocurrido escribir alguna comedia; pero no tengo cabeza para eso.
—¿Las escribe sir Francis Bacon? —preguntó Tooth, seguro de haber llegado ya a la solución del problema.
—No sé de qué me habla…
—¿No conoce Romeo y Julieta
Shakespeare le miraba aterrado.
—Ni sé quienes son. Le aseguro…
—Es una de sus obras más geniales —cortó Tooth—. Romeo y Julieta, Hamlet, La fierecilla domada, Otelo… ¡Hemos llegado demasiado pronto! ¡Imbécil de mí! Debí haber venido en mil seiscientos diez o doce. No importa. Volveré. Volveré dentro de veinte años… Bueno, volveré en mil seiscientos doce. Eso es. Para entonces usted ya será famoso y podrá decirme quién es el autor de las obras de Shakespeare.
—¿Mis obras?
—Sí, sí. Ya lo sabrá entonces y me dirá la verdad. Le prometo no hacer mal uso de ella. Mañana volveremos al Futuro y regresaremos enseguida.
—¿Es eso posible realmente? —preguntó Shakespeare.
—Existen unas máquinas que en un minuto le llevan a uno al tiempo que prefiere. Lo mismo da que sea pasado que futuro.
—Me gustaría verlo —dijo Shakespeare—. ¡Qué máquina tan rara!

—Capitán Rido, le presento a William Shakespeare —dijo Tooth cuando Rido acudió a la cita en el prado junto al Támesis, siete días después de haberles dejado en el Pasado.
—Encantado de conocerle —dijo Rido, estrechando la mano del nerviosísimo Shakespeare—. No tenga miedo. No somos diablos. Procedemos de otra época situada a mil cuatrocientos años de ésta. Una época que le admira profundamente, señor Shakespeare.
—El pobre aún no sabe que va a escribir obras de teatro —dijo Planz. Shakespeare miraba la máquina del tiempo.
—¡Qué interesante! —comentó.
Rido entró en la cabina para explicar a Shakespeare algunos de los detalles técnicos de la máquina, Tooth le siguió, complacido con el asombro del futuro dramaturgo. Fuera, sentado sobre el paquete de las obras de Shakespeare, que se habían ocultado a éste, Planz echaba una última mirada a Londres y dirigió un último pensamiento a la criada de la posada.
Shakespeare señalaba una palanca de la cabina.
—¿Es posible que tirando así, de esto, se traslade uno al Futuro…?
El aturdido y futuro vate había acompañado la acción a la palabra y la máquina del tiempo desapareció ante los ojos de Sánchez Planz, que quedó naufragado en el Pasado.
—¡Dios mío! —gritó Rido—. ¿Qué ha hecho usted?
—¿Qué he hecho? —preguntó Shakespeare—. ¡Déjenme salir de aquí!
—¡Nos ha lanzado usted al Futuro! —gritó Rido—. ¡Al año siete mil!
La puerta de la cabina se abrió ante un horrible paisaje surcado por máquinas guerreras que se lanzaban chorros de fuego mutuamente.
—La Séptima Guerra con Marte —explicó Rido, moviendo uno de los mandos y regresando a un futuro más apacible.
—Debemos volver al mil quinientos noventa y dos —dijo Tooth.
—Es imposible volver a la misma fecha exacta —explicó Rido—. Hemos de escoger una fecha posterior en cinco o diez años, por lo menos.
Graduó a 1597 y tirando de la palanca se lanzó al Pasado. Un minuto después abrióse la puerta de la cabina y ante los tres viajeros apareció Sánchez Planz, elegantemente vestido y sentado sobre un paquete.
—Hola —saludó—. ¿Cómo ha ido el viaje?
—Bien —sonrió Rido—. Estaba seguro de que hoy estarías aquí.
—Sí—gruñó Sánchez Planz—. Conozco las limitaciones de la Máquina. Cinco años en esta Inglaterra, esperando el día de mi regreso al hogar.
—No parece haberle ido mal —comentó Tooth—. Tiene usted muy buen aspecto.
—No me quejo —sonrió Planz—. Las cosas han ido bastante bien; pero eso de carecer de agua corriente, de telerradiovisión, "átomoviles"… En fin, que me gustan más mis tiempos.
—¿Se puede saber de qué has vivido durante estos cinco años? —preguntó Rido, mientras Shakespeare, con las piernas vacilantes, salía de nuevo a su época.
—Pues… la verdad… no ha sido fácil. De momento fue muy difícil. Se me terminó el dinero, me echaron de la posada, y me tiraron los libros a la cabeza. Eso me dio la idea. Busqué cuál había sido la primera obra teatral de Shakespeare, y la copié, yendo a ofrecerla a los actores del Teatro del Globo. La aceptaron, la representaron y me dieron veinte libras.
—¡No! —gimió Tooth—. ¡No me diga que hizo eso!
—¿Por qué no iba a hacerlo? Estaba en un mundo del cual no sabía nada. Me moría de hambre teniendo en mis manos las obras completas de Shakespeare; pero Shakespeare estaba vagando en el Futuro y no podía escribirlas. Tuve que hacerlo para no alterar el curso de los acontecimientos.
—¿Cuántas ha escrito y representado? —preguntó Tooth, llorando como un niño.
—En los libros están señaladas con todos los datos necesarios. Me he atenido a las fechas que se citaban. No he alterado nada. He tenido mucho éxito y todos los actores me piden colaboración. Yo me limito a darles lo que les corresponde. Y ahora, amigo Shakespeare, aquí tiene usted sus obras completas. Siga copiándolas por el orden que ya le he señalado y no se preocupe. Tiene usted la vida y la fortuna aseguradas hasta mil seiscientos dieciséis.
—¿Por qué esa fecha? —preguntó Shakespeare, contemplando los libros que le tendía Planz.
—Es la de su muerte. No se lo oculto, porque lo dice en los libros. Procure atenerse en todo a la reseña biográfica. Y no altere el orden en que fueron estrenadas las obras. Aún le quedan muchas por escribir. No se precipite. Y si le dicen que ha cambiado algo, atribúyalo a cualquier enfermedad. Puede usted estar enfermo durante un mes, pues su biografía dice que por estas fechas estuvo muy enfermo. Adiós, y tome…
Planz entregó a Shakespeare dinero, un manuscrito con todos los detalles de su vida en aquellos cinco años y de los lugares donde estaban guardados sus ahorros, luego entró en la cabina y Rido cerró la puerta.
Tooth no intentó quedarse en el Pasado para averiguar quién había escrito en realidad las obras de Shakespeare.
—Ha armado usted el lío más grande que se recuerda en la Historia de la Literatura —dijo tristemente a Planz.
—Así parece —admitió el compañero de Rido—. Ahora ya nunca se podrá saber quién escribió Hamlet, Romeo y Julieta y Otelo. Yo copié palabra por palabra los textos que tenía a mano. Procuré no cambiar nada. Supongo que el amigo Shakespeare hará lo mismo.
—No puede hacer otra cosa —dijo Tooth—. Copiar sus dramas de las obras completas de William Shakespeare; pero ¿quién fue el autor?
—Eso no se sabrá nunca —murmuró Rido.
Abrióse la puerta de la cabina y apareció ante ellos la sala de la agencia de viajes T.E.T., año 2954.
—Ya hemos llegado —siguió el capitán—. Si quiere una bonificación se la haré muy a gusto. Lamento que haya gastado en balde su dinero.
—No es necesario —sollozó Tooth—. ¿Quién iba a imaginar que Shakespeare copió todas sus obras? No sabía versificar, ni tenía ideas…
—No se preocupe —le calmó Sánchez Planz, imponente dentro de su isabelino traje—. Aprenderá. Con la práctica de copiar se aprende mucho. Varias veces estuve a punto de mejorar el verso de Shakespeare. Ya componía casi mejor que él.
Tooth lo miró, esperanzado.
—Por favor… ¿Fue usted quien compuso?
—No, no—interrumpió Sánchez Planz—. Yo sólo copié. Nada más. No puse nada de mi cosecha; pero le aseguro una cosa, que quienquiera que fuese el que escribió todas esas obras, era un tío muy listo. ¡Lo que debía de saber!
—Sí… sí. Pero ¿quién escribió las obras de Shakespeare?


FIN