2024/05/27

Descenso (Richard Matheson)


Título original: Descent
Año: 1954


Fue un impulso. Les se arrimó a la acera y detuvo el coche. Giró la reluciente llave del contacto y el motor se paró. Se volvió para mirar Sunset Boulevard y las escarpadas colinas verdes que descendían verticales hasta el océano.
—Mira, Ruth —dijo.
Caía la tarde y, más allá de las vallas, veían la luz rojiza del sol reflejándose en el Pacífico. El cielo era un tapiz de oro y carmesí del que colgaban serpentinas de nubes ribeteadas de rosa.
—¡Qué bonito! —exclamó Ruth.
Él levantó la mano del asiento del coche para ponerla sobre la de Ruth, y ella le sonrió un instante, pero la sonrisa se desvaneció mientras observaban la puesta de sol.
—Cuesta creerlo —dijo Ruth.
—¿El qué?
—Que no volveremos a ver otra.
Él miró el cielo de vivos colores con expresión adusta y luego sonrió, pero no de felicidad.
—¿No hemos leído en alguna parte que habrá puestas de sol artificiales? —preguntó—. Nos asomaremos a la ventana de nuestra habitación y veremos una puesta de sol. ¿No lo hemos leído en alguna parte?
—No será lo mismo —repuso ella—. ¿O sí?
—¿Cómo podría serlo?
—Me pregunto cómo será en realidad —murmuró ella.
—A mucha gente le gustaría saberlo.
Guardaron silencio y observaron como se ponía el sol.
"Es curioso", pensó él. "Intentas comprender el verdadero significado de un momento como este, pero no puedes. El momento pasa y no sabes ni sientes nada más que antes. Sólo es un momento añadido al pasado. No aprecias lo que tienes hasta que lo pierdes".
Miró a Ruth y vio que contemplaba el océano con extraña solemnidad.
—Cielo —dijo en voz baja, y le transmitió todo su amor con aquella palabra. Ella lo miró e intentó sonreír—. Seguiremos estando juntos.
—Lo sé. Estoy bien, no te preocupes por mí.
—Sí que me preocuparé —dijo él, y se le acercó para besarle la mejilla—. Te cuidaré. Tanto sobre la tierra…
—Como debajo de ella.
 
Bill salió de la casa para recibirlos. Les lo miró mientras aparcaba el coche en el patio de hormigón que había a la entrada del garaje. Se preguntaba cómo se sentiría Bill por tener que dejar la casa que acababa de terminar de pagar. Libre y sin deudas después de dieciocho años pagando las letras, y al día siguiente quedaría reducida a escombros. "Qué asquerosa es la vida", pensó mientras apagaba el motor.
—Hola, chico —lo saludó Bill—. Hola, preciosa —le dijo a Ruth.
—Hola, guapo —respondió ella.
Salieron del coche, y Ruth cogió un paquete del asiento delantero. La hija de Bill, Jeannie, salió corriendo de la casa.
—¡Hola, Les! ¡Hola, Ruth!
—Oye, Bill, ¿en qué coche iremos mañana? —preguntó Les.
—No lo sé, chico. Lo decidiremos cuando lleguen Fred y Grace.
—Llévame a caballito —le pidió Jeannie a Les, y este se la subió a la espalda, pensando: "Me alegro de no tener hijos; sería horrible tener que bajar con ellos mañana".
Mary apartó la vista de los fogones cuando entraron en la casa. Todos se saludaron, y Ruth dejó el paquete en la mesa.
—¿Qué es? —quiso saber Mary.
—He preparado una tarta —contestó Ruth.
—¡Ah! No tenías que haberte molestado —dijo Mary.
—¿Por qué no? Puede que sea la última que haga.
—No exageres —terció Bill—. Ahí abajo habrá cocinas.
—El racionamiento será tan estricto que no merecerá la pena el esfuerzo —dijo Ruth.
—Será una suerte si tenemos en cuenta los pasteles de mi amada esposa —comentó Bill.
—Ah, ¿sí? —Mary le lanzó una mirada asesina a su sonriente marido, que le dio unas palmaditas en la espalda y se fue al salón con Les.
Ruth se quedó en la cocina para ayudar. Les dejó en el suelo a Jeannie.
—¡Te ayudo a preparar la cena, mamá! —gritó la niña, y se marchó corriendo.
—¡Qué bien! —oyeron que decía Mary.
Les se dejó caer en el enorme sofá de color cereza. Desde el otro extremo de la habitación, Bill acercó el sillón a la ventana.
—¿Vinieron por Santa Mónica? —le preguntó.
—No, por la autopista de la costa. ¿Por qué?
—¡Dios mío! Tendrían que haber ido por Santa Mónica. La gente se ha vuelto loca: Rompen escaparates, vuelcan coches, le prenden fuego a todo. He estado allí esta mañana y he tenido suerte de conservar el coche. Unos bromistas querían tirarlo por Wilshire Boulevard.
—¿Qué les pasa? ¿Están mal de la cabeza? —preguntó Les—. Ni que fuese el fin del mundo.
—Para algunos lo es —dijo Bill—. ¿Qué crees que va a emitir MGM allí abajo, dibujos animados?
—Claro que sí: Tom y Jerry en el centro de la Tierra. 
Bill sacudió la cabeza.
—Las empresas han enloquecido. No hay espacio suficiente para montarlo todo allí abajo. Están de los nervios. Mira lo que dice el periódico.
Les se inclinó para coger el periódico de la mesita; era un ejemplar de hacía tres días. Las principales noticias, por supuesto, se centraban en los detalles del descenso, con los horarios de entrada por las distintas puertas (la de Hollywood, la de Reseda y la del centro de Los Ángeles). En portada, un enorme titular que abarcaba ocho columnas rezaba: "¡RECUERDE! ¡LA BOMBA CAERÁ AL PONERSE EL SOL!". Los periódicos llevaban una semana advirtiéndolo. Y ocurriría al día siguiente.
El resto de las noticias eran sobre robos, violaciones, incendios y asesinatos.
—La gente no lo acepta —dijo Bill—. Es normal que estalle.
—A veces, yo también me siento a punto de estallar —confesó Les.
—¿Por qué? —Bill se encogió de hombros—. En lugar de vivir encima de la tierra, viviremos debajo. ¿Qué demonios va a cambiar? La televisión seguirá siendo mala.
—No me digas que ni siquiera vamos a librarnos de eso.
—No. ¿No lo has leído? —Bill se levantó y se acercó a la mesita para coger el periódico que Les había dejado—. ¿Dónde diablos está? —murmuró para sí mientras lo hojeaba—. Aquí. —Se lo mostró.
LOS CIENTÍFICOS PROMETEN
QUE LA TELEVISIÓN CONTINUARÁ EXISTIENDO
—¿Eso es un consuelo? —preguntó Les.
—Claro —respondió Bill, arrojando el periódico a la mesita—. Así podremos ver como se nos viene encima la bomba.
Bill volvió a su asiento y Les meneó la cabeza.
—Chico, ahí abajo tendremos de todo… ¿Qué pasa, preciosa? 
Ruth estaba en el arco de entrada al salón.
—¿Alguien quiere vino? —preguntó—, ¿Cerveza? 
Bill dijo que quería cerveza, y Les, vino.
—Quizá esa promesa de la televisión sea un poco inverosímil —prosiguió Bill—, pero, por lo demás, los negocios seguirán como siempre.
—Bueno, quizás a una escala distinta, pero seguirá habiéndolos. Madre mía, querrán obtener algo a cambio de todo el dinero que han invertido en los túneles.
—¿Es que no les basta con conservar la vida?
Bill siguió hablando de lo que había leído sobre la vida en los túneles: El sistema de intercambio, los transportes, los planes para la producción de alimentos sucedáneos y la interminable madeja de detalles necesarios para la creación de una sociedad nueva en un mundo nuevo.


Les no escuchaba. Miraba a lo lejos, al cielo morado y rojo sobre el cambiante azul oscuro del océano. Oía el flujo constante de las palabras de Bill sin captar su contenido; oía a las mujeres que se movían por la cocina.
"¿Cómo será?", se preguntó. "No tendrá nada que ver con esto. No habrá alfombras de color aguamarina, sólo paredes y más paredes, sin colores vivos, sin chimeneas con láminas de cobre y, sobre todo, sin ventanas por donde se pueda observar el bello mundo que existe al otro lado". Se le fue haciendo un nudo en la garganta. "Un día, y otro, y otro…".
Ruth entró con los vasos. Le pasó a Bill la cerveza y a Les el vino. Lo miró a los ojos un instante y sonrió. Él sintió el impulso de abrazarla y enterrar la cara en su pelo. Quería olvidar. Pero Ruth regresó a la cocina.
—¿Qué? —preguntó luego, porque no había oído la pregunta de Bill.
—He dicho que supongo que iremos a la entrada de Reseda.
—Será tan buena como cualquier otra, digo yo.
—Bueno, me imagino que las entradas de Hollywood y el centro estarán abarrotadas —dijo Bill—. Madre mía, sí que te has bebido rápido el vino.
Les sintió como la lenta calidez le recorría el estómago mientras dejaba la copa.
—¿Está empezando a afectarte, chico?
—¿Es que a ti no?
—Bueno… —Bill se encogió de hombros—. ¿Quién sabe? A lo mejor sólo hago ruido para esconder lo que siento en realidad. Supongo que sí. Sobre todo, me da pena por Jeannie: Sólo tiene cinco años.
Oyeron que un coche aparcaba frente a la casa, y Mary los llamó para decir que Fred y Grace ya habían llegado. Bill apoyó las manos sobre las rodillas y se levantó.
—No dejes que te afecte —dijo, con una sonrisa—. Eres de Nueva York, así que no será muy distinto del metro.
—Cuarenta años en el metro —rezongó Les medio en broma con gruñido de protesta.
—No será tan malo —le aseguró Bill al salir de la habitación—. Los científicos aseguran que encontrarán la forma de eliminar la radiación del país y volver a ponerlo todo en marcha.
—¿Cuándo?
—Quizá dentro de veinte años —respondió, y salió a dar la bienvenida a sus invitados.

—Pero ¿cómo podemos saber cómo son en realidad? —preguntó Grace—. Todas las imágenes que publican son de cómo imaginan los artistas que serán las viviendas de ahí abajo. No tenemos ni idea; podrían ser tranquilamente simples huecos en la pared.
—No seas negativa, chica, sé positiva —le dijo Bill.
—¡Ay! —se lamentó Grace—. Creo que no te das cuenta de lo… terrorífico que será este descenso bajo tierra.
Estaban en el salón. Se habían hartado de comer filetes, ensalada, galletas, tarta y café. Les estaba sentado en el sofá de color cereza, con el brazo en torno a la esbelta cintura de Ruth. Grace y Fred habían ocupado el sofá cama amarillo, y Mary y Bill, cada uno un sillón. Jeannie estaba acostada. El tronco que ardía despacio en la chimenea inundaba de calidez la habitación. Fred y Bill tomaban cerveza de lata, mientras que el resto bebía vino.
—No es que no me dé cuenta, chica —dijo Bill—, pero me adapto. Es algo que tenemos que hacer, así que hay que tomárselo lo mejor posible.
—Es muy fácil decirlo —repuso Grace—, pero yo, por lo pronto, tengo claro que no me apetece nada vivir en esos túneles. Creo que me sentiré desgraciada. No sé qué opina Fred, pero eso es lo que siento. Ni siquiera creo que a Fred le importe.
—Fred se adapta —dijo Bill—. Fred no es negativo.
Fred sonrió un poco, aunque no dijo nada. Era un hombre menudo, sentado junto a su mujer como un niño paciente que aguarda con su madre en la sala de espera de la consulta del dentista.
—¡Oh! —intervino de nuevo Grace—. No entiendo como puedes tomártelo tan a la ligera. ¿Cómo no va a ser un horror? Sin teatros, sin restaurantes, sin viajes…
—Sin salones de belleza —dijo Bill, y soltó una carcajada.
—Sí, sin salones de belleza —repuso Grace—. Si crees que no son importantes para una mujer… En fin…
—Tendremos a nuestros seres queridos —dijo Mary—. Creo que eso es lo más importante. Y estaremos vivos.
Grace se encogió de hombros.
—De acuerdo —convino—. Estaremos vivos y estaremos juntos, pero me temo que no puedo llamar vida a…, a pasar el resto de mis días en un sótano.
—Pues no vayas —dijo Bill—. Demuéstrales lo dura que eres.
—Muy gracioso —replicó Grace.
—Estoy seguro de que habrá gente que decidirá no bajar —terció Les.
—Claro que sí, los locos —repuso Grace—. ¡Qué forma tan espantosa de morir!
—Quizá sea mejor que meterse bajo tierra —comentó Bill—. ¿Quién sabe? Quizá mañana mucha gente pase un día tranquilo en su casa.
—¿Tranquilo? —preguntó Grace—. Te aseguro que Fred y yo estaremos en esos túneles al despuntar el alba.
—No hace falta que lo jures —dijo Bill. 
Se quedaron en silencio un momento.
—¿Les parece bien a todos que usemos la entrada de Reseda? Podríamos decidirlo ya —dijo Bill al cabo de un poco.
Fred giró las palmas hacia arriba en un gesto humilde.
—A mí me parece bien —dijo—. Lo que decida la mayoría.
—Chico, hay que reconocerlo. Tú eres el más importante de todos nosotros —dijo Bill—. Ahí abajo, los electricistas van a ser los mandamases.
—Estará bien lo que decidan ustedes —repuso Fred con una sonrisa.
—¿Saben? —dijo Bill—. Me pregunto a qué demonios nos dedicaremos los carteros.
—Y los empleados de banca —añadió Les.
—Bueno, ahí abajo habrá dinero —dijo Bill—. Allá adonde vayan los Estados Unidos irá también el dinero. Bueno, ¿qué me dicen del coche? Sólo podemos llevar uno para los seis. ¿Vamos en el mío? Es el más grande.
—¿Por qué no en el nuestro? —preguntó Grace.
—A mí me importa un rábano —respondió Bill—. De todos modos, no podemos llevárnoslos abajo.
Grace miraba el fuego con amargura, y abría y cerraba los frágiles puños en el regazo.
—Oh, ¿por qué no paramos esa bomba? ¿Por qué no atacamos nosotros primero?
—Ya no podemos pararla —dijo Les.
—Me pregunto si ellos también tendrán túneles —comentó Mary.
—Seguro —respondió Bill—. Quizás ahora mismo estén sentados en sus casas, igual que nosotros, preguntándose cómo será vivir bajo tierra.
—Seguro que ellos no —dijo Grace con tristeza—. ¿A ellos qué les importa?
—Les importa —dijo Bill, y esbozó una sonrisa amarga.
—No le veo ningún sentido —comentó Ruth.
Todos guardaron silencio y observaron por última vez la chimenea encendida en una fresca noche californiana. Ruth apoyó la cabeza en el hombro de Les, y él le acarició la rubia melena. Bill y Mary se miraron y sonrieron un poco. Fred miraba con expresión dulce y melancólica los troncos que ardían, mientras que Grace abría y cerraba los puños y parecía muy vieja.
En el exterior, las estrellas brillaban por enésima vez el enésimo año…


Ruth y Les estaban en su salón, sentados en el suelo, escuchando discos, cuando Bill tocó el claxon. Se miraron un instante sin decir palabra, un poco asustados. El sol se filtraba por las persianas y dibujaba escaleras doradas en sus piernas.
"¿Qué puedo decir?", se preguntó Les de repente. "¿Acaso existe alguna palabra que pueda hacer este minuto menos duro para ella?".
Ruth se le acercó muy deprisa y se abrazaron tan fuerte como pudieron. El claxon sonó de nuevo.
—Será mejor que nos vayamos —dijo él en voz baja.
—Sí.
Se levantaron. Les se acercó a la puerta principal.—¡Ya vamos! —gritó.
Ruth fue al dormitorio y sacó los abrigos y las dos maletas pequeñas que podían llevar. Tenían que dejar todos los muebles, la ropa, los libros, los discos…
Cuando regresó al salón, Les estaba apagando el tocadiscos.
—Ojalá pudiéramos llevarnos más libros —dijo.
—Habrá bibliotecas, cariño.
—Ya lo sé pero… no es lo mismo.
La ayudó a ponerse el abrigo, y ella lo ayudó con el suyo. El piso estaba muy silencioso y calentito.
—¡Qué agradable es! —comentó ella.
Les la miró un momento como si quisiera preguntarle algo, pero después cogió deprisa las maletas y abrió la puerta.
—Vamos, cielo —le dijo.
Ruth se detuvo en la puerta para mirar atrás. De repente, regresó al tocadiscos, lo puso en marcha y se quedó inmóvil, impasible, hasta que sonó la música. Luego salió y cerró bien.
—¿Por qué has hecho eso? —le preguntó Les.
Ruth se le colgó del brazo y bajaron por el camino hacia el coche.
—No lo sé. A lo mejor para dejar vivo nuestro piso.
Una suave brisa les soplaba en la cara y se agitaban las pesadas hojas de las palmeras.
—Hace un día precioso —dijo ella.
—Sí.
Ruth le apretó el brazo.
Bill les abrió la puerta del coche.
—Arriba, chicos —dijo—. Nos largamos.
Jeannie se puso de rodillas en el asiento delantero para hablar con Les y Ruth mientras el coche se ponía en marcha. Ruth se volvió para ver desaparecer el bloque de pisos.
—A mí me ha pasado igual con nuestra casa —dijo Mary.
—No temas —dijo Bill—, nos apañaremos ahibaho.
—¿Qué es ahibaho? —preguntó Jeannie.
—Vete a saber —repuso Bill. Luego añadió—: Papá está bromeando, nena. Ahibaho significa "ahí abajo".
—Oye, Bill, ¿crees que viviremos cerca en los túneles? —le preguntó Les.
—No lo sé, chico. Va por barrios, así que supongo que nosotros estaremos bastante cerca, pero Grace y Fred no, porque su casa de Venice está en el quinto pino.
—No puedo decir que lo sienta —dijo Mary—. No me atrae la idea de pasarme los próximos veinte años oyendo las quejas de Grace.
—Grace no es mala persona —la defendió Bill—. Sólo necesita una buena patada donde yo me sé de vez en cuando.
Había mucho tráfico en las avenidas principales que se dirigían al este, hacia las dos entradas de la ciudad. Bill conducía despacio por Lincoln Boulevard hacia Venice. Aparte de la cháchara de Jeannie, nadie hablaba. Ruth y Les estaban muy pegados, cogidos de la mano, mirando al frente.
"Hoy nos vamos bajo tierra", se repetía mentalmente Les. "Hoy nos vamos bajo tierra".

Cuando Bill tocó el claxon, no pasó nada. Pero después la puerta principal de la casita se abrió de golpe y Grace salió corriendo por el césped como una loca, todavía en camisón y zapatillas, con el pelo negro entre cano recogido en dos largas trenzas.
—¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? —preguntó Mary.
Bill bajó enseguida del coche para ir al encuentro de Grace. El tacón de una zapatilla se le clavó en la tierra blanda y perdió el equilibrio. Bill abrió la puerta de la verja justo a tiempo para sujetarla.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
—¡Fred! —gritó ella.
Bill se quedó desconcertado y su mirada voló de súbito hacia la casa silenciosa y blanca que relucía al sol. Les y Mary salieron del coche de inmediato.
—¿Qué le pasa a…? —empezó a decir Bill, pero los nervios le impidieron terminar la frase.
—¡No quiere irse! —gritó Grace con la cara desencajada de pánico.
Lo encontraron tal como Grace les había dicho que llevaba toda la mañana: Sentado en una butaca junto a la ventana que daba al jardín, inmóvil y con los puños apretados. Bill se le acercó y le puso una mano en el delgado hombro.
—¿Qué tal, amigo? —le preguntó.
Fred levantó la mirada y una sonrisa le asomó por las comisuras de los labios.
—Hola —dijo en voz baja.
—¿No vienes?
Fred inspiró profundamente y pareció a punto de decir algo, pero se contuvo.
—No —contestó, como si estuviese rechazando educadamente unos guisantes en la cena.
—¡Dios mío! ¡Te lo he dicho! —dijo Grace entre sollozos—. ¡Se ha vuelto loco!
—¡Vale le Grace, tranquilízate! —le espetó Bill de mal humor, y ella se llevó el pañuelo empapado a la boca. Mary la abrazó por los hombros—. ¿Por qué no, amigo? —le preguntó luego a Fred.
Otra sonrisa aleteó brevemente en los labios de Fred, y se encogió de hombros.
—Porque no quiero.
—¡Oh, Fred! Fred, ¿cómo puedes hacerme esto? —gimió Grace, que estaba en la puerta de la casa, nerviosa, agarrándose el cuello con la mano.
Bill apretó los labios, pero no apartó la mirada de la cara impasible de Fred.
—¿Y qué pasa con Grace? —le preguntó.
—Grace debería irse —respondió Fred—. Quiero que se vaya, no quiero que muera.
—¿Cómo voy a vivir allí abajo yo sola? —preguntó Grace entre sollozos.
Fred no contestó; se limitó a mirar al frente, como si se avergonzase de ser el centro de atención, como si rebuscara la respuesta adecuada en su mente.
—Mira —empezó a decir—, sé que lo que hago es terrible, que estoy siendo un arrogante, pero no puedo bajar —Apretó los labios con firmeza—. No voy a bajar.
Bill se irguió con un suspiro cansado.
—Bueno —dijo, derrotado.
—Esto… —Fred había abierto el puño derecho y estaba alisando un trocito de papel—. Quizá… Quizá esto explique… lo que quiero decir.
Bill lo cogió y lo leyó. Después miró a Fred y le dio una palmadita en el hombro.
—De acuerdo, amigo —dijo, y se guardó el papel en el abrigo. Miró a Grace—. Si te vienes con nosotros, vístete.
—¡Fred! —casi chilló—. ¿Cómo puedes hacerme algo tan horrible?
—Tu marido se queda —le dijo Bill—. ¿Quieres quedarte con él?
—¡No quiero morir!
Bill se quedó mirándola un momento y luego se volvió.
—Mary, ayúdala a vestirse.


Mientras iban hacia el coche, con Grace sollozando y tambaleándose agarrada del brazo de Mary, Fred vio marcharse a su mujer desde la entrada. Ella no le había dado un beso ni lo había abrazado; había rechazado su despedida con un sollozo de miedo y rabia. Fred se quedó allí, inmóvil, sin mover ni un músculo. La brisa le alborotaba el pelo ralo.
Una vez en el coche, Bill se sacó el papel del bolsillo.
—Voy a leerte lo que ha escrito tu marido —dijo, y leyó—. "Si un hombre muere con el sol en los ojos, muere como un hombre. Pero si muere con tierra en la nariz, sólo muere".
Grace miró a Bill, desolada, sin cesar de retorcerse las manos en el regazo.
—Mami, ¿por qué no viene el tío Fred? —preguntó Jeannie cuando Bill puso en marcha el coche y giró en redondo.
—Porque quiere quedarse —contestó Mary.
El coche aceleró camino de Lincoln Boulevard. Nadie dijo nada. Les pensaba en Fred, sentado a solas en su casita, esperando. Solo. Se le formó un nudo en la garganta y apretó los dientes.
"¿Estará naciendo otro poema en la mente de Fred?", pensaba. "Uno que empiece así: 'Si un hombre muere y no hay nadie para cogerle la mano…'"
—¡Para! ¡Para el coche! —gritó Grace, y Bill se arrimó al bordillo—. No quiero bajar ahí yo sola —dijo con infinita tristeza—. No es justo que me haga ir sola. No… —Calló y se mordió el labio—. Oh… —Se inclinó hacia Mary y le dio un beso—. Adiós, Mary. Adiós, Ruth. —La besó. Después, a Les y a Jeannie, y luego le dedicó una breve sonrisa de arrepentimiento a Bill—. Te odio.
—Te quiero —respondió él.
La observaron alejarse por la calle. Al principio caminaba, pero al acercarse a la casa casi corría, como una niña emocionada. Vieron que Fred se acercaba a la verja. Bill puso en marcha el coche y se alejó, y Fred y Grace se quedaron solos, juntos.
—No podía imaginarme que Fred se sintiese de esa manera, ¿y ustedes? —dijo Les.
—No lo sé, chico —respondió Bill—. Siempre que no estaba trabajando pasaba el rato en el jardín. Le gustaba ponerse unos pantalones cortos y una camiseta, y dejaba que le diera el sol mientras podaba los setos, cortaba el césped o algo parecido. Entiendo lo que siente. Si quiere morir así, ¿qué tiene de malo? Ya es lo bastante mayorcito para saber lo que quiere —Sonrió—. Es Grace la que me ha sorprendido.
—¿No crees que Fred ha sido un poco injusto al obligar a Grace a quedarse con él? —preguntó Ruth.
—¿Qué es justo y qué es injusto? —dijo Bill—. Es su vida y su amor. ¿Dónde está el libro que enseña cómo debe morir y amar una persona?
Se metieron en Lincoln Boulevard.

Llegaron a la entrada poco después de mediodía. Uno de los cientos de policías de las fuerzas conjuntas del orden les dijo que fuesen al descampado que había un poco más adelante, aparcasen allí y volviesen andando.
—¡Santo cielo! Miren cuántos coches —dijo Bill. Conducía muy despacio por la carretera llena de gente que iba a pie.
Había muchísimos coches, miles. Les se acordó del campo de aviación que había visto una vez, después de la Segunda Guerra Mundial, lleno de bombarderos, ala con ala hasta donde alcanzaba la vista. Aquello era igual, salvo que se trataba de coches y que la guerra no había terminado, sino que acababa de empezar.
—¿No será peligroso dejar aquí los coches? —preguntó Ruth—. ¿No serán un blanco fácil?
—Da igual dónde caiga la bomba, chica. Va a cargárselo todo —respondió Bill.
—Además —añadió Les—, tal y como están construidas estas entradas, no creo que importe mucho dónde caiga la bomba.
Salieron del coche y se quedaron quietos un instante, como si no estuviesen muy seguros de qué hacer.
—Bueno, vámonos —dijo entonces Bill, y le dio unas palmaditas al capo. Hasta la vista, chatarra… Descansa en paz.
—¿En paz o en piezas? —preguntó Les.
Había una cola muy larga frente a cada uno de los veinte mostradores de delante de la entrada. La gente avanzaba despacio. Al llegar la persona al mostrador, daba su nombre y dirección, y la asignaban a una determinada fila para entrar en los búnkeres. Casi nadie hablaba; se limitaban a cargar con sus maletas y a caminar pasito a pasito hacia la entrada de los túneles.
Ruth se agarró al brazo de Les con fuerza y él se notó el estómago agarrotado, como si los músculos se le estuviesen calcificando lentamente. Cada sobrio paso que daban los acercaba más a la entrada y los alejaba más del cielo, el sol, las estrellas y la luna. De repente, Les se sintió muy enfermo y asustado; quería coger a Ruth de la mano, volver a su piso y quedarse allí hasta que todo terminara. Fred estaba en lo cierto; no pudo evitar pensarlo. Fred estaba en lo cierto, pues sabía que un hombre no podía seguir siendo él mismo si abandonaba el único hogar que conocía para vivir bajo tierra como un topo. Algo sucedería allí abajo, algo cambiaría. El aire artificial, los paneles uniformes de bombillas que imitaban el sol, la luna eléctrica y las estrellas fluorescentes, todo aquello inventado a instancias de un estudio psicológico que presagiaba aberraciones si se eliminaban por completo aquellas cosas. ¿Creían que bastaría? ¿De verdad creían que una persona podía arrastrarse por una gran tumba durante veinte años y conservar el alma?
Se puso rígido sin darse cuenta y sintió ganas de gritar al mundo su estupidez, una estupidez que había logrado llevar a los hombres a su propia destrucción. Se le cortó la respiración. Miró a Ruth y vio que ella lo observaba.
—¿Estás bien? —le preguntó ella.
—Sí. Bien —repuso él con un suspiro entrecortado.
Intentó no pensar en nada, pero no lo consiguió. Contemplaba a las personas que lo rodeaban y se preguntaba si sentirían, al igual que él, una tremenda rabia por lo que estaba pasando, por lo que, en definitiva, habían permitido que sucediera.
¿Pensaban también en la noche anterior, las estrellas, el aire fresco y los sonidos de la tierra? Negó con la cabeza. Era una tortura pensar en eso.
Los cinco avanzaban despacio por la larga rampa de hormigón que conducía a los ascensores. Les observó a Bill. Llevaba a Jeannie de la mano y la miraba sin dejar traslucir sus sentimientos. Les lo vio volverse y darle un golpecito a Mary con la maleta que cargaba en la otra mano. Cuando ella lo miró, Bill le guiñó un ojo.
—¿Dónde vamos, papi? —preguntó Jeannie, y el eco de su voz aguda resonó en las paredes alicatadas de blanco.
Bill tragó saliva.
—Ya te lo he dicho —respondió—. Vamos a vivir bajo tierra una temporada.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó la niña.
—Calla ya, cielo —dijo Bill—. No lo sé.
En el ascensor, el silencio era absoluto. Iban cien personas en él, pero parecía una tumba que descendía, cada vez más abajo. Y abajo. Y abajo.


FIN

2024/05/20

Transbordador a la Luna (Kurt Mahr)


Título original: Die Mondfähre
Año: 1974


—¡Eh, Dick! Tienes aún veinte minutos —dijo la seca voz del amplificador.
—Entendido —repuso Dick sin interés.
"Los últimos veinte minutos son siempre los peores", pensó luego. Miró a través del grueso vidrio de la ventana y vio las extremidades de la estación espacial, semejantes a patas de araña y de un blanco cegador a la luz del Sol, en contraste con la oscuridad del vacío. Escondido entre la maraña de metálica filigrana se hallaba el vehículo que debería ocupar veinte minutos más tarde.
Richard McHenry, jefe de los pilotos de pruebas de United Aerospace Industries, nacido el 24 de junio de 1963 en Spokane, estado de Washington, de treinta y seis años de edad y poseedor de diversas condecoraciones y diplomas por su valor civil y por sus esfuerzos en favor del progreso, así como de una serie de marcas de velocidad en diferentes aparatos de la navegación aérea y espacial, el hombre al que nada podía asustar, como creían sus colaboradores, tenía miedo.
Y ese miedo no era nada nuevo para él. Lo sentía cada vez que le esperaba un despegue difícil. Tenía entonces la impresión de que unas mariposas revoloteaban en su estómago, según la frase empleada con frecuencia por los de su profesión. Era algo así como fiebre de candilejas. Hoy, más fuerte que nunca. Richard McHenry trató de vencer el nerviosismo revisando una vez más todo el equipo. El traje espacial, compuesto de varias capas entre las que había aceite, era perfecto. Funcionaba el acondicionamiento de aire. El sudor y la humedad producida por el aliento eran eliminados sistemáticamente. Las conexiones con el dispositivo de radio, que transmitían datos como presión arterial, temperatura del cuerpo, pulso y demás, se encontraban firmes en sus cajas. Sólo necesitaba establecer el contacto y ponerse el casco, con lo que estaría a punto.
El cronómetro indicó que todavía le quedaban doce minutos. Flotó a través de la pequeña estancia que durante las últimas horas le había servido de cabina de adaptación y se sentó frente al escritorio en el que se hallaban sujetos los papeles que contenían los principales datos referentes al vuelo de prueba. McHenry repasó de nuevo los números, que prácticamente sabía de memoria, e intentó imaginarse la importancia y envergadura de la empresa.
El nuevo transbordador, pequeño vehículo muy comercial, debía dar renovado impulso a la selenología, que por falta de dinero, había estado paralizada durante más de dos decenios. El transbordador a la Luna, una veloz nave para la que la distancia entre la estación y el satélite era sólo una excursión insignificante, un producto de la más moderna tecnología, provisto de un propulsor nuclear que, bajo una carga normal, hacía posibles aceleraciones continuas de hasta 10 g… Ingenio que, desde luego, podía emplearse una y otra vez, que disponía de un mecanismo de dirección totalmente automático, accionado por una calculadora; con vuelo ininterrumpido a la Luna, sin pérdida de tiempo a causa de las molestas órbitas lunares, etcétera, etcétera… Era un aparato que aquel día proporcionaría a Richard McHenry una nueva marca: La marca de velocidad absoluta. En el punto de conmutación —allí donde el vector del mecanismo impulsor giraba ciento ochenta grados y el vehículo empezaba a frenar— la velocidad alcanzaría más de ciento noventa kilómetros por segundo, unas ocho veces más de lo conseguido en vuelo por el hombre más rápido del mundo, que era el propio Richard McHenry.
Naturalmente, a Dick le entusiasmaban estas cosas. Además, conocía el transbordador de memoria, tanto por dentro como por fuera. Al fin y al cabo, los hombres de UAI no ponían en manos de cualquiera una astronave nuevecita y le decían: "Anda, aquí tienes esto. ¡A ver qué sacas del aparato!"
No, él había efectuado muchas pruebas con el transbordador; salidas por los alrededores de la estación interplanetaria, alcanzando en ellas velocidades de hasta veinte kilómetros por segundo.
Pero nada más. El gran día era hoy. El día en que se iba a demostrar a la humanidad que, en caso necesario —y por un precio económico—, podía llegarse en setenta minutos desde la base hasta la Luna.
—Dos minutos todavía, Dick —dijo la voz del amplificador—. Creo que ya debieras ponerte en camino.
El vuelo de prueba era una empresa de la industria privada. En consecuencia, no había comité de despedida, cámaras de televisión ni aglomeraciones. Sólo habían acudido al lugar del despegue varios miembros de la casa, compañeros de profesión que lo hacían por amistad. Éstos pasaron flotando junto a Dick por el largo túnel flexible que unía la estación interplanetaria con el transbordador. El túnel carecía de ventanas, y Dick ya no volvió a ver su vehículo por fuera.
El interior del transbordador estaba lleno de aceite, igual que los espacios entre las diversas capas de su traje. Era ése el nuevo sistema. Todo —el piloto, los instrumentos, el lastre y la carga útil— iba envuelto en aceite. Con ello se pretendía reducir el tremendo efecto de la presión que se originaba en aceleraciones de hasta 10 g. El principio funcionaba bien. Había sido probado con suficiente frecuencia en centrífugas y también a bordo del aparato. Tanto la carga orgánica como la inorgánica soportaba más fácilmente una presión de 10 g, gracias al aceite, que una tercera parte de ese valor en la atmósfera artificial de la nave espacial corriente.
El casco de Dick fue cerrado cuidadosamente, y el piloto penetró en la esclusa. El mamparo se cerró tras él. Pronto empezó a fluir el aceite y a subir a su alrededor. En cuanto estuvo llena la esclusa, la escotilla interior se abrió de manera automática. Dick fue avanzando en medio de aquella masa viscosa y densa. Tenía ya alguna práctica en ello y sabía cómo actuar. Llegó por fin al asiento y se sujetó. En el cuadro de mandos se encendieron, como de costumbre, las luces de control. Todo estaba a punto. Los instrumentos, listos para su puesta en marcha, y el aceite del transbordador no formaba ni una sola burbuja.
—Todo en orden —dijo Richard McHenry a través del micrófono instalado en su casco.
—Todo menos tú —repuso una voz amable, la del médico Bob Phillips—. ¿Qué te ocurre? ¿Estás nervioso? ¡Tienes ciento treinta pulsaciones!
Dick soltó una risa forzada.
—¿Viajaste alguna vez con un cubo de fuego debajo del trasero? —bromeó.
—Bueno, muchacho, no te pongas agresivo. Si tú te encuentras bien, no tenemos por qué preocuparnos.
—¡Claro que estoy bien! —confirmó Dick.
—En tal caso, ¡adelante!
Entonces se oyó otra voz. La de Karl Wetzstein, el jefe de vuelos. Hablaba éste un inglés duro, con acento alemán.
—¡Treinta segundos!
Dick comprobó la movilidad de sus brazos y muñecas. El transbordador iba dirigido de forma completamente automática. Sólo era necesaria la intervención del piloto si uno de los componentes fallaba. McHenry llevaba unos extraños guantes cuyos dedos eran tan anchos como media mano. También los interruptores y botones del tablero de mandos eran de tamaño muy superior al normal. Si Dick apretaba los dedos unos contra otros y movía la mano hacia delante como una palanca, ofreciendo así al pegajoso aceite un mínimo radio de acción, podía valerse bastante bien.
—¡Faltan quince! —dijo Wetzstein.
Dick levantó la vista. Encima de él flotaba una gran pantalla en el aceite, y en ella apareció en el acto el revestimiento exterior de la estación con sus numerosos miembros. El aceite estaba perfectamente limpio de residuos y formaba un líquido cristalino y transparente. Dick vio la pantalla con tanta claridad como si estuviera sentado delante del televisor en su propia casa.
Wetzstein contó los segundos que pasaban. Cuando llegó al número cero se produjo una fuerte sacudida. El piloto se sintió apretado contra el respaldo de su sillón, igualmente relleno de aceite. La imagen de la estación interplanetaria desapareció como si la hubiesen borrado, y la pantalla mostró el fondo negro del vacío, salpicado de estrellas.


—Buen despegue —comentó la voz de Karl Wetzstein, cuya serena objetividad resultaba tranquilizante por dar la sensación de que no había nada de particular en el vuelo.
—Aceleración y vectores, todo normal. ¡Magnífica salida, Dick!
—Bien —contestó Richard McHenry, sin dejar de observar el acelerómetro.
De momento, los motores luchaban todavía contra casi 1 g de aumento de la aceleración de la gravedad. Sin embargo, a medida que el transbordador se alejaba de la estación en dirección a la Luna, se aflojaba la garra con que la Tierra intentaba sujetar el vehículo. La aceleración que Dick vio marcada en el instrumento de medición era un valor manipulado: Aceleración según rendimiento del mecanismo propulsor, menos la aceleración de la gravedad. Es decir, el verdadero aumento de su velocidad con respecto a la Luna.
—Más treinta segundos —se hizo oír Wetzstein de nuevo—. R apenas llega a cuarenta y dos mil. R punto está en nueve-dos-ocho-cero. ¡Formidable, muchacho!
El nudo que parecía haberse formado en el estómago de Richard McHenry empezó a aflojarse. Todo marchaba a las mil maravillas. Ya no tenía por qué preocuparse. La máquina calculadora pilotaba la pequeña nave espacial con fantástica seguridad. Dick se permitió descansar. En algo menos de una hora, el transbordador se posaría sobre la superficie lunar con la suavidad de una hoja de árbol.
Pasaban los segundos —tic-tac, tic-tac— y eran como cadenitas que constituían un minuto y otro… McHenry, acostumbrado ya a la presión, no sentía molestia. Su velocidad aumentaba en cien metros por segundo, aproximadamente. Era el hombre más rápido en el espacio. Echó una mirada a la pantalla. Por la derecha comenzaba a penetrar en el área visual el perfecto disco de la Luna. ¡Ya era hora! Tendría que ocupar aproximadamente el centro de la pantalla y sobresalir por los bordes cuando él se dispusiera a alunizar.
Richard McHenry se entretuvo con cosas rutinarias, aunque sabía que carecían de importancia. De haberse producido una desviación digna de tener en cuenta, Wetzstein o Phillips se lo hubieran comunicado. Los hombres de la estación interplanetaria se preocupaban mucho más que él de su propio bienestar. Temperatura interior del traje: 23 grados. Presión interior del equipo: 3,8 atmósferas. Humedad relativa: 57 por ciento. Todo conforme. El traje protector funcionaba como debía. Un cuarto de hora después del despegue, el transbordador avanzaba hacia la Luna a una velocidad de casi noventa kilómetros por segundo, y ahora, transcurridos treinta minutos, había doblado sobradamente la marca. En el interior del vehículo todo seguía en orden. Richard esperaba el aviso del jefe de vuelo. Sólo unos segundos podían faltar para el punto de contacto. Entre las fases de aceleración y freno se intercalaban algunos instantes de vuelo por inercia. Ese período de tiempo era necesario para que el asiento del piloto pudiera girar ciento ochenta grados. Porque el transbordador llevaba motopropulsores de eyección en ambos extremos. Con ello se evitaba la complicada vuelta del fuselaje, que fuera tradición de la navegación espacial desde un principio. La fase de inercia tenía una duración exacta de 11,35 segundos. Así de minuciosos eran todos los cálculos efectuados para el vuelo a la Luna del transbordador, ya que la tremenda velocidad exigía que cada maniobra se efectuara en el momento previsto, con una tolerancia de no más de algunas centésimas de segundo. Cualquier error podía provocar una catástrofe.
—Punto de conmutación menos treinta segundos, Dick —anunció Karl Wetzstein—. ¿Cómo te encuentras?
—Mareado por la velocidad —intentó bromear McHenry.
—Así me gusta —rió el director de vuelo—. Faltan quince segundos.
Exactamente quince segundos después cesó la presión. Callaron los motores. El sillón empezó a girar y, en nueve segundos y medio, describió una rotación de 180 grados. La consola y el tablero de mandos iban sujetos al asiento y dieron también la vuelta.
—… Tres…, dos…, uno… —contó Karl Wetzstein.
Y, de pronto, una voz ahogada. Un grito. Richard McHenry supo en seguida lo que había ocurrido: Fallaba el sistema de freno. El transbordador seguía volando por inercia. En el receptor hubo crujidos y zumbidos. Dick se imaginó a los hombres de la estación espacial. Wetzstein habría desconectado el micrófono para que no llegaran hasta él las exclamaciones de angustia y le preocuparan todavía más. ¡Pobre Karl! Siempre pensaba en todo.
Entonces, como si le arrancaran un velo de los ojos, McHenry se dio cuenta del peligro que corría. El vehículo se acercaba a la Luna a una velocidad de más de 190 kilómetros por segundo. La redondez del satélite parecía hincharse y crecer continuamente en la pantalla, como si fuera a arrojarse sobre el pequeño e indefenso transbordador. De sobra sabía el piloto que, si no sucedía algo inmediatamente, en poco más de un cuarto de hora se estrellaría contra la superficie lunar.
El receptor cobró nueva vida con un crujido.
—Dick, tenemos un problema —explicó la voz serena de Wetzstein—, pero no hay motivo de temor. El diagnóstico indica que hay un relé defectuoso en la calculadora de a bordo —prosiguió Wetzstein—. El relé puede ser sustituido mediante una interrupción manual. Ahora te leeré una lista de posibilidades. Cada vez que…
—No creo que tengamos tanto tiempo —le cortó Richard—. ¿Qué te parece si activo las toberas de mando y paso de largo junto a la Luna?
—Eso significaría un fallo de la empresa —contestó Wetzstein en seguida—. Te digo que no es tan crítica la situación.
—Entendido —confirmó McHenry, si bien en el fondo de su conciencia surgió la duda de que el jefe de vuelo diera más importancia al riesgo de fracaso que a la seguridad del piloto.
—Así pues, conexión uno —dijo Wetzstein—. Acumulador nuclear, segundo sector, ¡fuera!
—Acumulador nuclear, segundo sector, ¡fuera! —repitió McHenry tras efectuar la maniobra.
—Posible la conexión manual. ¡Ahora!
—Posible la conexión manual. ¡Ahora!
Richard McHenry realizó seis operaciones en total. Entonces agregó Wetzstein:
—Recuéstate y descansa, chico. El resto lo haremos nosotros desde aquí. La presión resultará un poco más pesada de soportar. Para disminuir la endemoniada marcha que llevas, debemos subir provisionalmente hasta los veinte grados.
McHenry tensó los músculos en espera de los efectos de freno. Pasaron unos segundos. Como un relámpago surcó la mente del piloto una sospecha. ¿Y si no era el relé lo que fallaba…?
Voces agitadas en el receptor. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde las manipulaciones? ¿Cuántos minutos había perdido inútilmente? ¿A qué distancia se hallaba aún de la Luna? La gigantesca bola grisácea parecía mirarle burlona desde la pantalla. Alguien gritó:
—¡Eso no puede continuar, porque se va a…!
El resto fue un murmullo. Una mano debió tapar la boca al imprudente.
Inmediatamente se oyó la voz de Karl Wetzstein:
—Activamos las toberas de mando, Dick. Verás que la nave pasa de largo junto a la Luna. Desde donde tú estás, a la derecha… Luego volveremos a hablar.
Ni una palabra sobre el relé defectuoso que, aparentemente, había sido superado con ayuda de las seis operaciones a mano. Ni una palabra, tampoco, sobre el hecho de que la maniobra de desviación llegaba demasiado tarde. El transbordador no estaba preparado para efectuar rápidos cambios de ruta. Sus especialidades eran la aceleración y el freno, pero nadie había hablado jamás de cambios de rumbo. Esta capacidad no necesitaba estar muy desarrollada mientras el aparato volara con arreglo a un plan. Además, existía un proyecto para vender el transbordador a instituciones oficiales y científicas, y en semejante caso se hablaba de las ventajas del ingenio; no de sus posibles puntos flacos.


El miedo se apoderó de Richard McHenry. Con los ojos clavados en la pantalla, intentó captar el movimiento que debía hacerse visible en cuanto comenzaran a trabajar las toberas de mando. La Luna ya no era un disco. Ahora llenaba por completo la pantalla y se había convertido en un infernal paisaje de roca gris, blanca luz y negras sombras. La mirada del piloto se posó en un prominente cráter y creyó comprobar que el vehículo se movía hacia un lado. Pero lo hacía demasiado despacio. La circunferencia de la enorme boca aumentaba con mayor rapidez que aquella con la que se producía su cambio de posición.
Las ideas se confundieron en la mente de Richard McHenry. Con frecuencia se había visto cerca de la muerte, pero nunca de modo tan irremediable. El conocimiento le fallaba. El miedo a morir parecía hacer un nudo en su cerebro. El hombre no supo ya qué veía, y perdió la noción del paso del tiempo. La desgarrada superficie lunar se le antojó una horrible mueca de la parca. Su interior se rebelaba contra la despiadada suerte que le condenaba a estrellarse contra aquel cuerpo celeste sin vida… y a la máxima velocidad alcanzada jamás por una astronave tripulada. McHenry empezó a gritar. Chillaba con tanta fuerza, que los oídos le retumbaban en la estrechez del casco. Vio cómo se desparramaban los detalles del suelo de la Luna, escurriéndose hacia todos lados como si tuvieran prisa en abandonar el lugar del choque. El piloto se mordió la lengua y notó el sabor salado de la sangre…
En aquel instante de supremo terror saltó una chispa en alguna parte del martirizado cerebro de McHenry. Acababa de romperse un puente sobre el que hasta entonces se habían movido ordenadamente sus pensamientos e impresiones.
Y de súbito se produjo en la existencia de Richard McHenry una drástica transformación.
Estaba apoyado en el mostrador de un pequeño bar. No conocía el establecimiento ni a la gente que había en él. Tenía un vaso delante. Lo tomó asombrado y bebió un trago. Whisky de centeno con jengibre, como siempre. Estaba tan atónito que fue incapaz de formular pensamiento alguno durante unos instantes. Simplemente permaneció sentado, con la mirada fija que no veía nada.
Se había estrellado contra la Luna, ¿no? El transbordador no había podido ser frenado. Vehículo y cadáver se encontrarían en cualquier parte entre Lassell y Guericke, al nordeste del Mare Nubium. ¿Era aquello el reino de los muertos? ¿El bar y su dueño, un hombre en mangas de camisa? ¿Con el televisor al fondo? ¿Y con todos los demás clientes?
¿O había sido sólo un sueño? Quizá todavía estaba soñando… ¿Pudo ser producto de su calenturienta fantasía ese vuelo de prueba en el transbordador? O tal vez se había realizado un milagro. Una fuerza desconocida le había arrancado del aparato en el último momento, trasladándole al bar… Que justamente fuera esta idea la que le pareció más admisible, demuestra cuál era el estado mental de Richard McHenry. Sí, el destino le había hecho un regalo. La vida. Pero no debía hablar sobre ello. Ni siquiera pensar en semejante misterio. De otro modo, el destino se cansaría de él y le arrebataría lo que con tan imponente generosidad le había concedido. Era como el niño del cuento, al que un hada regaló una jarra de leche que nunca se vaciaría, mientras no contara cómo se había convertido en dueño de tan maravillosa vasija. El pequeño resistió la tentación durante un par de días, pero luego fue incapaz de negar la respuesta a las curiosas preguntas. Explicó la historia y, cuando de nuevo quiso servirse leche de la jarra, la halló vacía.
Tenía que procurar pasar desapercibido. Y sobre todo averiguar dónde había ido a parar. Una rápida mirada al calendario colgado junto al televisor le causó el primer susto. El 13 de septiembre de 1999. El día en que debía tener lugar el vuelo de prueba a la Luna. El reloj de su muñeca marcaba la una y cuarenta y cuatro. Pero no debía funcionar bien, ya que el de la pared señalaba las nueve y quince. McHenry dedicó su atención al televisor. Nada le aclaró el documental que proyectaban. Sólo un cuarto de hora más tarde hubo una interrupción del programa. Apareció en la pantalla el multicolor pavo real de la National Broadcasting Corporation, y la voz de un locutor invisible anunció:
"Aquí canal cinco, WFLC, Florence, Carolina del Sur. Son las veintiuna treinta". 
A continuación dio comienzo un nuevo programa, que no interesó a Richard McHenry. Éste vació su vaso y pagó. El hombre del bar dijo:
—¡Buen viaje, señor! ¿Está seguro de que podrá llegar esta misma noche a Florida?
Sin pensarlo apenas, Richard McHenry hizo un gesto con la mano.
—¡Claro que sí! —repuso con voz firme—. Sólo hay unos centenares de millas, y además estoy perfectamente sereno.
El camarero esbozó una risita. McHenry saludó y salió al exterior. Un aire húmedo y caliente le dio en la cara. De pronto, el piloto comprendió que la pregunta del hombre era más significativa de lo que de momento había creído. Sabía que él se dirigía a Florida. ¿Quién se lo había dicho? Hasta la hora de pagar, Richard no había cruzado palabra alguna con él. Además, ni él mismo sabía cuál era su destino. Recordó los primeros segundos de su… —¿cómo decirlo?—, de su aparición, cuando se encontró de repente en un taburete de bar, en vez de continuar en la cabina llena de aceite del transbordador. Nadie se había extrañado de verle allí. Al menos no recordaba que nadie hubiese mostrado sorpresa ¿Qué explicación tenía eso? Sólo una: Que durante todo el rato hubo seguramente un segundo Richard McHenry a su lado o, mejor dicho, en su lugar. Un segundo Richard que en algún momento había entrado en el bar como un cliente completamente normal, sentándose ante el mostrador.
Y ese hombre, el doble de McHenry, debió hablar con el encargado o propietario del local, y a lo largo de la conversación le habría dicho que aquella misma noche pensaba llegar a Florida. Hasta ese punto la cosa era bastante lógica. Pero había una dificultad. ¿Qué había sido del doble al presentarse el verdadero Richard McHenry?
Delante del bar se extendía un aparcamiento. Richard buscó en el bolsillo derecho de su pantalón y halló las llaves que allí solía llevar. Ford Motor Company, Lincoln. Continuó adelante y, ya desde lejos, descubrió su Mark 8 de color azul turquesa, modelo descapotable; el mismo automóvil que condujera hasta el momento de volar a la estación interplanetaria para entrenarse de cara al vuelo de prueba en el transbordador. Incluso el número de matrícula era exacto: 19 WW-23146, Florida, Sunshine State, 1999 a 2000.
McHenry entró en el coche. Las llaves encajaban. El motor se puso en marcha con un zumbido. Richard accionó la palanca que hacía subir la capota. Con cuidado abandonó el lugar de estacionamiento y enfiló la carretera. Minutos después vio un indicador: "Interstate 95, South". Siguió aquel camino y llegó a la autopista. Graduó el cruisomatic a 75 millas por hora y, en adelante, sólo tuvo que ocuparse del volante. Conectó la radio y dejó que una suave música ligera, interrumpida por anuncios, invadiera el vehículo. Tenía mucho en que pensar.
Los razonamientos que se hacía se acercaban de manera asombrosa, en muchos puntos, a las leyes naturales que, siglos más tarde, había de establecer e interpretar la cronosofía. Parte de estas reflexiones pasó a la posterioridad en forma de correspondencia mantenida meses después entre Richard McHenry y su más íntimo amigo, y constituyen hoy lectura obligada para todo estudiante de cronosofía.
El piloto pensó que no podía haber un solo nivel de existencia, sino varios. En sus cartas empleaba esta misma expresión. La cronosofía usa, por el contrario, el concepto de condiciones universales o, simplemente, universos. McHenry llegó a la conclusión de que, por lo general, la vida de una persona se desarrolla en una única esfera de existencia. No así en su caso. La tremenda presión psíquica de los momentos anteriores al choque del transbordador contra la superficie lunar le había arrancado, por lo visto, del nivel acostumbrado para lanzarle a otro muy distinto, aquel en que Richard, en vez de prepararse para el peligroso vuelo en la estación espacial, permanecía sentado en un bar de Florence, localidad de Carolina del Sur, con el propósito de trasladarse aquella misma noche a Florida.


Pero la hipótesis de los diversos niveles de existencia no explicaba la presencia de otro McHenry, del doble que estuvo en el bar antes que el auténtico y conversó con el dueño. Más lógico era pensar que el doble debía ser trasladado a su vez a otra esfera, al presentarse el verdadero McHenry. Eso demostraría la existencia de una reacción en cadena según la cual, en cada nivel, un McHenry ya aparecido era, irremisiblemente, expulsado por otro. Y uno tenía que ser, por fin, el condenado a pilotar el transbordador y estrellarse contra la Luna.
Esta idea produjo remordimientos de conciencia a Richard McHenry. Si su teoría era cierta, él era responsable —voluntaria o involuntariamente— de que otro McHenry hubiese perdido la vida. Desde luego, Richard no se habría hecho semejantes reproches si hubiera conocido las leyes de la cronosofía. Porque su hipótesis era equivocada en ese punto. No existía ninguna reacción en cadena en cuyo transcurso los McHenry se arrojaran mutuamente de las esferas existenciales. Sólo tenemos un sinnúmero de posibles condiciones universales, en cuya totalidad se hallan realizados los acontecimientos y las circunstancias imaginables. Hay, pues, un gran número de universos en los que un McHenry se estrella en su transbordador contra la Luna. Y existe casi el mismo número de circunstancias en las que un Richard McHenry se encuentra de pronto sentado en un bar desconocido y recuerda que, segundos antes, estaba a punto de aplastarse contra la superficie del satélite. Según las leyes de la cronosofía, no debe preguntarse por el "antes". Para el hombre sólo resultan esenciales las condiciones universales que su razón le permite comprender. La investigación de otras circunstancias escapa incluso a la lógica más desarrollada.
Poco después de las once, la emisora que Richard McHenry había tenido puesta hasta entonces interrumpió su programa para dar paso a una voz masculina evidentemente impresionada:
—Estimados radioescuchas: Trasmitimos un boletín que acabamos de recibir. Como quizá ya sepan, se proyectaba probar en estos días, de manera ya definitiva, el nuevo transbordador lunar construido por el consorcio United Aerospace Industries. La estación espacial nos comunica que el primer vuelo de prueba ha dado comienzo hace media hora, aproximadamente. La nave lleva sólo un piloto a bordo y todo parece indicar que este hombre lucha con serias dificultades. Establecemos conexión con la estación interplanetaria.
Hubo una breve pausa. Desconcertado, McHenry observó que era exactamente la misma hora en que, después de la vuelta dada por el asiento del piloto, había esperado que los frenos empezaran a funcionar. Lo había olvidado. Las reflexiones sobre los niveles de existencia le distrajeron.
A través de la radio surgió ahora, envuelta en factores perturbadores, la voz de un técnico de la estación espacial:
—Habla Jeff Cooper en nombre de UAI. El transbordador despegó hoy, a las veintidós horas treinta y ocho minutos según el horario Este de verano, en dirección a la Luna en su primer vuelo de prueba. La distancia de aproximadamente ciento noventa mil kilómetros que separa la estación del punto de conmutación, es decir, del punto en que hay que pasar de la aceleración positiva a la negativa, fue cubierta en treinta y dos minutos. Un fallo impidió que se pusiera en marcha el dispositivo de freno y, en estos momentos, el vehículo avanza a gran velocidad, por inercia, contra nuestro satélite. El equipo dirigido por Karl Wetzstein, director de vuelo, trabaja febrilmente para descubrir el fallo y hacer posible el alunizaje seguro de la nave. Dentro de escasos minutos… ¡Un momento, señores, recibo más información!
Se oyeron unos murmullos. Al cabo de pocos segundos volvió a oírse la voz del locutor, ahora francamente dominada por la angustia.
—Acaban de comunicarme que el fallo no se debe a un relé defectuoso situado en la calculadora de a bordo. Dicho relé ha sido sustituido manualmente, pero los frenos siguen sin responder. Por desgracia, el tiempo perdido con los desesperados intentos es demasiado, por lo que, dada la velocidad del vehículo, existen pocas esperanzas de salvación para la nave. Hay que contar, pues, con que el transbordador se estrelle con su piloto Rich… ¡Un instante, señores, vuelven a interrumpirme!
Y, apartando el micrófono: 
-¿Qué hay ahora?
Un silencio, murmullos ahogados y luego, durante varios segundos, nada. Por último volvió la voz del locutor, solemne y patética:
-Damas y caballeros, debo tristemente informarles que la nave se ha estrellado hace unos momentos contra la superficie de la Luna. Les habla Jeff Cooper. Me despido de ustedes y devuelvo la conexión a la emisora.
El hombre de la radio había esperado que le dieran la entrada. Estaba preparado. Los oyentes no debían tener ocasión de reflexionar sobre el accidente. Era imprescindible que antes conocieran la opinión de los técnicos.
-Aquí radio WBOR, Riceboro, Georgia. Estimados radioescuchas: La catástrofe que acaba de producirse en la Luna nos ha conmovido profundamente a todos. Intentamos imaginar lo sucedido, pero temo que ustedes, como yo, no posean conocimientos técnicos suficientes para explicarse la desgracia. Por lo tanto paso el micrófono a nuestro experto en vuelos espaciales, el doctor Milton Kuhn, quien…
Richard McHenry desconectó el aparato. Las palabras del locutor seguían sonando en sus oídos y confirmaban la sospecha que ya le había asaltado a bordo del transbordador: Que a los hombres encargados de preparar el viaje les importaba más el éxito de su cometido que la seguridad del piloto de pruebas.
Jeff Cooper había hablado de las pocas esperanzas de salvación para la nave. ¡No para el piloto sino para la nave! También había dicho que era de temer que el transbordador se estrellara con su piloto. ¡No que se estrellara el piloto con el transbordador! Y luego la noticia del choque del vehículo contra la superficie lunar. Ni una palabra más sobre el piloto de pruebas que forzosamente había perdido la vida.
El solitario automovilista sintió una ira incontenible. ¡Al diablo merecía ser enviada toda aquella camarilla maldita, que sólo pensaba en el triunfo de la técnica y no daba valor alguno a la vida del hombre a quien, a fin de cuentas, debían su éxito! Recordó perfectamente el miedo experimentado cuando intentaba suplir el relé estropeado, cuando transcurría minuto tras minuto y la Luna estaba cada vez más cerca.
La cólera pudo más que él y, bajo la carga emocional, volvió a producirse una chispa en su cerebro. Un nuevo puente se hundió en su conciencia.
Se hallaba atado a su sillón de la nave. La presión producida por la aceleración le comprimía duramente contra los almohadones rellenos de aceite. Con toda su energía trataba de vencer el pánico que se iba apoderando de él, porque el recuerdo del viaje nocturno por la autopista de Georgia estaba todavía fresco en su mente. La misma inexplicable fuerza que ya una vez le arrojara de un nivel de existencia a otro, acababa de jugar de nuevo con él.


A través del receptor instalado en el casco le llegó la voz de Karl Wetzstein con su acento alemán:
—Punto de conmutación menos treinta segundos, Dick —dijo tan tranquila—. ¿Cómo te encuentras?
—Mareado por la velocidad —respondió McHenry.
Era increíble, en otra ocasión había pronunciado ya las mismas palabras, y ahora acababa de repetirlas sin saber lo que decía. Wetzstein rió.
—Eso me gusta. ¡Faltan quince segundos!
Y de súbito, a los quince segundos, cesó la presión. Calló el grupo motopropulsor. El sillón empezó a girar. En nueve segundos y medio describió una rotación de ciento ochenta grados. También se movían la consola y el cuadro de mandos. Richard McHenry dominó el impulso de arrojarse sobre la consola y separar el acoplamiento que unía el grupo motopropulsor de la máquina calculadora. Pero todavía no era prudente. No sabía si la historia se repetiría.
—… Tres…, dos…, uno… —contó Wetzstein.
Una exclamación ahogada y un grito brotaron del receptor. Richard McHenry, ahora sin peso y sólo impedido en sus movimientos por el viscoso aceite, se levantó para inclinarse sobre la consola. El receptor llevaba un rato desconectado. Cuando volvió a cobrar vida, Karl Wetzstein dijo:
—Tenemos un problema, Dick. Pero no hay motivo de alarma.
—¡Sí que lo hay! —gritó McHenry, antes de que el científico pudiera continuar—. Y yo mismo estoy tratando de solucionarlo.
Pulsó un botón tras otro. En primer lugar, una tecla que decía Manual Override. Con ello tenía el vehículo en su poder. Los de la estación espacial ya no podían actuar sobre el aparato.
—¡Dick, escucha, hombre! —suplicó Wetzstein—. Sólo es un relé defectuoso, que desde aquí…
—¡Al diantre con tu relé! —bramó Richard McHenry, furioso—. No quiero estrellarme contra la Luna. ¡Además no es el relé lo que falla!
—¡Dick! —La voz de Karl Wetzstein adquirió de pronto un tono cortante e imperioso—. Reaccionas de manera irresponsable. Te ordeno que…
—¡Cierra el pico!
El técnico quedó un instante sin saber qué decir. Cuando habló de nuevo, lo hizo de otro modo. Evidentemente había llegado a la conclusión de que el piloto estaba a punto de perder el juicio y que sólo se le podría volver a la razón con palabras sensatas y reposadas.
—Dick, te ruego que desconectes el Manual Override.
—¡Un cuerno! —jadeó McHenry—. He puesto en marcha las toberas de mando e intento pasar por el borde de la Luna.
—¡Repito que la situación no es tan crítica! —insistió Karl Wetzstein—. Sólo hace falta salvar el relé y frenar luego con algo más de fuerza.
—¡No es el relé! —repuso de nuevo McHenry.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé de sobra, y además voy a decirte una cosa: Ustedes, los de abajo, piensan únicamente en el transbordador. Sólo les importa el resultado del vuelo. Mi seguridad no preocupa a nadie. ¡Allá ustedes con su conciencia! Pero entérate de que a mí sí que me interesa mi vida, ¿oyes? Si tengo suerte, pasaré con el vehículo por encima de la Luna. En otra ocasión podemos intentar el vuelo nuevamente, pero ahora…, ¡ahora déjame en paz!
Wetzstein se tomó muy a pecho las palabras de McHenry. El contacto con el transbordador se mantuvo, pero no se cruzaron más palabras. A los pocos minutos se demostró el éxito de las operaciones realizadas por el piloto. Las toberas de mando habían entrado en acción y, poco a poco, la nave fue empujada hacia arriba. "Arriba" significaba en este caso, dada la falta de peso de McHenry, la dirección en que se hallaba la pantalla. Paulatinamente, la Luna empezó a deslizarse hacia abajo. Muy pronto quedó confirmado que la maniobra no podía haberse retrasado ni en un segundo más. El transbordador pasó junto a la Luna sin sufrir daño alguno, pero en el punto de la distancia mínima la separaban del satélite veinte kilómetros escasos.
Richard McHenry volvió a ponerse en comunicación con el jefe de vuelo. El vehículo continuaba deslizándose por el espacio a la misma velocidad. Wetzstein y el piloto acordaron que McHenry debía accionar a mano el giroscopio que permitía al transbordador girar alrededor de su reducido eje. El proceso requirió más de media hora. Ése era el motivo por el cual Richard ya no había considerado antes tal posibilidad. Sólo después de haber dado la vuelta la nave pudo ser puesto nuevamente en funcionamiento el grupo motopropulsor de proa y utilizado para frenar el aparato. Mientras tanto en la estación interplanetaria habían preparado un plan de vuelo que permitiría a McHenry regresar a la base sin hacer escala en la Luna. En la media hora de vuelo sin impulsión hasta más allá de nuestro satélite, el vehículo había recorrido casi trescientos sesenta mil kilómetros. El retorno le llevaría a McHenry día y medio. La enorme capacidad del grupo motopropulsor de la nave podía aprovecharse únicamente en una décima parte, dado que su mecanismo de dirección era accionado principalmente a mano, aunque siguiendo las órdenes de la estación interplanetaria. Poco antes del término del viaje, Richard McHenry tendría que volver a girar el transbordador para poder frenar la marcha.
Si hasta entonces el pueblo apenas se había interesado por los ensayos de una empresa privada, las noticias transmitidas después del espectacular salvamento de McHenry cuando estaba a punto de estrellarse contra la Luna se refirieron a un solo tema: El nuevo transbordador. El piloto regresó a la base en condiciones bastante buenas, aunque un poco hambriento. De haber funcionado todo del modo previsto, tras el alunizaje hubiera ocupado durante un día la solitaria estación lunar automática, que contaba con suficientes provisiones.
Richard fue trasladado sin demora a la Tierra, donde la UAI le mantuvo alejado de toda publicidad durante un par de días. La importante agrupación industrial no había olvidado aún el informe del jefe de vuelo, según el cual McHenry, pese a ser un prestigioso piloto de pruebas, había fallado en el momento decisivo, negándose a obedecer las órdenes. Y eso no se podía tolerar, sobre todo por prevalecer la opinión de que el problema técnico de a bordo era causado simplemente por el defecto de un relé, cosa que habría podido superarse.
Pero luego se comprobó la sensacional realidad, si bien ésta no llegó nunca a oídos del gran público. El relé resultó ser inocente. Lo que había fallado era un elemento de control del sistema propulsor de proa. Y para complicarlo todo aún más, el programa diagnóstico de la potente máquina calculadora de la estación espacial había dado una indicación equivocada, por culpa de un error de programación, echando la culpa de todo al relé. En consecuencia, Richard McHenry se habría estrellado efectivamente contra la Luna si hubiera hecho caso a su jefe. Sólo su terquedad le había salvado de una muerte segura, evitando asimismo la destrucción del costoso prototipo de transbordador.
Los de la UAI se preguntaban cómo pudo averiguar Richard McHenry que no era el relé lo que fallaba, pese al diagnóstico de la calculadora. Nadie lo entendía y el piloto se negó a dar explicaciones, por lo que oficialmente se atribuyó la salvación, con palabras más o menos ampulosas, al "instinto del experto astronauta".
Pero había otra cuestión para la que McHenry hallaba tan poca respuesta como los hombres de United Aerospace Industries a su problema. ¿Dónde quedaba el mundo en que el otro McHenry se había estrellado realmente contra la Luna? ¿Dónde se hallaba el otro nivel de existencia en el que, de noche, un Mark 8 volaba por la autopista de Georgia, y qué había ocurrido después que la fuerza del destino arrancara de un segundo a otro a McHenry de su asiento al volante del coche para devolverlo al transbordador lunar?
¡Pobre Richard McHenry! Unos siglos más tarde, las leyes de la cronosofía hubieran podido aclarar sus dudas, pero así tuvo que arrastrarlas consigo. Sabemos, a través de su testamento, que ese misterio ocupó su mente hasta el final de sus días.


FIN