Título original: The Fires Within
Año: 1947
—Esto te interesará —dijo Karn, afectadamente—. ¡Échale un vistazo!
Me alargó el expediente que había estado leyendo y, por enésima vez, decidí solicitar su transferencia o la mía.
—¿De qué se trata? —pregunté con voz de aburrimiento.
—Es un largo informe de un tal doctor Matthews al ministro de la Ciencia. —Lo agitó delante de mí—. ¡Léelo!
Sin demasiado entusiasmo, empecé a ojear el expediente. Poco después alcé la vista y admití de mala gana:
—Quizá tengas razón… esta vez.
Y no volví a hablar hasta que terminé de leerlo.
Mi apreciado ministro [empezaba la carta]. Tal como solicitó, aquí está mi informe especial sobre los experimentos del profesor Hancock, que han tenido resultados tan insospechados y extraordinarios. No he tenido tiempo para presentarlo de forma más ortodoxa, por lo que le envío el dictado tal como está.
Puesto que usted debe prestar atención a muchos asuntos, quizá deba resumir brevemente nuestros contactos con el profesor Hancock. Hasta 1955, el profesor ocupaba la cátedra Kelvin de ingeniería eléctrica en la Universidad de Brendon, obteniendo luego un permiso indefinido que le permitió dedicarse a sus investigaciones. En éstas le acompañaba el fallecido doctor Clayton, otrora geólogo jefe del Ministerio de Combustible y Energía. Su investigación conjunta estaba financiada por donaciones del Fondo Paul y la Sociedad Real.
El profesor confiaba en desarrollar el sonar como medio para una inspección geológica precisa. El sonar, como usted sabrá, es el equivalente acústico del radar y, aunque menos conocido, es varios millones de años más antiguo, puesto que los murciélagos lo usan con gran efectividad para detectar insectos y obstáculos durante la noche. El profesor Hancock pretendía enviar dentro del subsuelo impulsos supersónicos de elevada energía y, con sus ecos, elaborar una imagen de lo que yacía allí. La imagen sería expuesta en un tubo de rayos catódicos y el sistema en su conjunto resultaría exactamente análogo al tipo de radar empleado en aviación para mostrar la tierra a través de las nubes.
En 1957 los dos científicos obtuvieron un éxito parcial, pero habían agotado sus fondos. A principios de 1958 recurrieron directamente al Gobierno en solicitud de una subvención en bloque. El doctor Clayton indicó el valor inmenso de un dispositivo que nos permitiría tomar una especie de radiografía de la corteza terrestre, y el ministro de Combustible dio su aprobación antes de pasarnos la solicitud. Por aquel entonces acababa de publicarse el informe del Comité Bernal y estábamos muy ansiosos de que los casos que lo merecían fueran tratados con rapidez para evitar críticas adicionales. Inmediatamente fui a ver al profesor y presenté un informe favorable; el primer pago de nuestra subvención (S/543A/68) se efectuó pocos días después. Desde entonces he estado continuamente en contacto con la investigación y, hasta cierto punto, he colaborado con mis consejos técnicos.
El equipo usado en los experimentos es complejo, pero sus principios son simples. Impulsos de ondas supersónicas, cortos pero extremadamente potentes, se generan en un transmisor especial que gira continuamente en un depósito de líquido orgánico pesado. El rayo producido penetra en la tierra y "escudriña" como las señales del radar en busca de ecos. Mediante un circuito muy ingenioso de retardo, que resistiré la tentación de explicar, se seleccionan ecos procedentes de cualquier profundidad y así se pueden obtener imágenes de los estratos que se investigan en una pantalla normal de rayos catódicos.
Cuando conocí por primera vez al profesor Hancock, su aparato era más bien tosco, pero pudo mostrarme la distribución de la roca hasta una profundidad de varias decenas de metros y pudimos observar con gran claridad una parte de la línea Bakerloo que pasaba muy cerca del laboratorio. Buena parte del éxito del profesor se debía a la gran intensidad de sus impulsos supersónicos; casi desde el principio pudo generar potencias punta de varios cientos de kilovatios y radiarlas casi en su totalidad dentro del subsuelo. Era peligroso permanecer cerca del transmisor, y advertí que el suelo estaba muy caliente en sus proximidades. Me sorprendió bastante ver la gran cantidad de pájaros en la vecindad, pero pronto descubrí que acudían atraídos por los centenares de gusanos muertos que yacían en tierra.
En la época del fallecimiento del doctor Clayton, en 1960, el equipo trabajaba a un nivel de potencia aproximado al megavatio y podían obtenerse imágenes, francamente buenas, de estratos situados a profundidades de mil seiscientos metros. El doctor Clayton había comparado los resultados con investigaciones geográficas conocidas, y había probado sin lugar a duda el valor de la información obtenida.
La muerte del doctor Clayton, acaecida en un accidente automovilístico, fue una gran tragedia. Siempre había ejercido una influencia estabilizadora sobre el profesor, que nunca había estado muy interesado en la aplicación práctica de su trabajo. Poco después advertí un cambio definido en el aspecto del profesor, y al cabo de pocos meses me confió sus nuevos proyectos. Yo había tratado de persuadirle para que publicara sus hallazgos (ya había gastado unas cincuenta mil libras y el Comité de Cuentas Públicas volvía a crear problemas), pero él pidió un poco más de tiempo. Sus propias palabras, que recuerdo con gran nitidez, porque fueron pronunciadas con un énfasis peculiar, explicarán mejor su actitud.
—¿Nunca se ha preguntado —dijo— cómo es realmente la Tierra en su interior? Con nuestras minas y pozos no hemos hecho más que escarbar en su superficie. Lo que hay más allá es tan desconocido como el lado oculto de la Luna.
»Sabemos que la Tierra es ilógicamente densa, mucho más densa de lo que las rocas y el suelo de su corteza parecen indicar. El núcleo puede ser metal sólido, pero hasta ahora no ha habido forma de saberlo. Incluso a quince kilómetros de profundidad, la presión debe de ser de cinco toneladas, o más, por centímetro cuadrado, y la temperatura, de varios cientos de grados. Lo que ocurre en el centro desborda la imaginación; la presión debe de ser de varias decenas de toneladas por centímetro cuadrado. Resulta extraño pensar que dentro de un año o dos lleguemos a la Luna, pero ni cuando alcancemos las estrellas estaremos mucho más cerca de ese infierno que hay a seis mil kilómetros bajo nuestros pies.
»Ahora puedo obtener ecos reconocibles que proceden de una profundidad de tres kilómetros, pero espero aumentar la potencia del transmisor a diez megavatios en unos pocos meses. Con tal potencia, creo que el alcance se alargará hasta quince kilómetros. Y no pienso pararme ahí.
Yo estaba impresionado, pero, al mismo tiempo, me sentí un poco escéptico.
—Todo eso está muy bien —dije—, pero, con toda seguridad, cuanto más profundo llegue menos cosas habrá para ver. La presión hará imposible la existencia de cavidades, y en cuestión de unos cuantos kilómetros todo se convertirá en una simple masa homogénea haciéndose más y más densa.
—Quizás —admitió el profesor—. Con todo, puedo aprender muchas cosas analizando las características de transmisión. Sea como fuere, ¡ya lo veremos!
Esto ocurrió hace cuatro meses. Y ayer vi el resultado de la investigación. Cuando acepté su invitación, el profesor estaba muy excitado, pero no me dio una simple pista de lo que había descubierto, o qué era lo que sucedía. Me mostró su equipo, ya mejorado, y sacó del líquido el nuevo receptor. La sensibilidad de los mecanismos receptores había sido perfeccionada en gran medida, y este detalle había doblado por sí solo el alcance. Además, la potencia del transmisor era superior. Resultaba extraño contemplar aquella estructura de acero girando lentamente y pensar que estaba explorando regiones que, pese a su cercanía, el hombre no podría alcanzar nunca.
Cuando entramos en la sala que contenía el equipo de observación, el profesor guardaba un extraño silencio. Conectó el transmisor, y, aun cuando únicamente alcanzaba unos cientos de metros, sentí una picazón desagradable. Luego se iluminó el tubo de rayos catódicos y la base de tiempo, que giraba lentamente, formó la imagen que yo había visto muy a menudo en otras ocasiones. Ayer, sin embargo, el aumento de potencia y sensibilidad del equipo producía una imagen más definida. Ajusté el control de profundidad y enfoqué el túnel subterráneo, claramente visible como una oscura senda que atravesaba la débilmente iluminada pantalla. Mientras observaba, una especie de neblina apareció repentinamente y supe que un tren estaba atravesando el túnel.
Continué descendiendo. Aunque había visto aquella imagen muchas veces, siempre resultaba misterioso contemplar grandes masas luminosas flotando hacia mí y saber que se trataba de rocas enterradas, quizá los despojos de los glaciares de hace cincuenta mil años. El doctor Clayton había elaborado un mapa que nos permitía identificar los diversos estratos conforme iban pasando. Al poco rato vi que había pasado el subsuelo aluvial y que estaba entrando en la gran capa de arcilla que recoge y mantiene el agua artesiana de la ciudad. Traspasé también esta capa y me introduje en el lecho de roca, casi a kilómetro y medio bajo la superficie.
La imagen seguía siendo clara y brillante, pero había poco que mirar; los cambios en la estructura del terreno eran escasos. La presión ya había aumentado a mil atmósferas y pronto sería imposible encontrar cavidades abiertas, puesto que la misma roca empezaría a fluir. Me sumergí kilómetro tras kilómetro, pero tan sólo una pálida niebla flotaba en la pantalla, rota en ocasiones cuando los ecos volvían de depósitos o vetas de material más denso. Se hicieron cada vez más escasos conforme aumentaba la profundidad, o bien es que eran tan pequeños que resultaba imposible verlos.
Como es lógico, la escala de la imagen iba expandiéndose continuamente. Abarcaba muchos kilómetros y en aquel instante me sentí igual que un aviador, mirando hacia abajo desde una altura enorme y viendo una capa nubosa compacta. Al pensar en el abismo que estaba observando me atenazó una momentánea sensación de vértigo. Creo que el mundo no volverá a parecerme nunca tan sólido como antes.
A una profundidad de casi dieciséis kilómetros me detuve y miré al profesor. No se había producido ninguna alteración durante cierto tiempo, y yo sabía que la roca iba a comprimirse formando una masa homogénea, sin rasgos. Realicé un rápido cálculo mental y me estremecí al pensar que la presión debía de ser de cinco toneladas por centímetro cuadrado, como mínimo. El registrador estaba girando muy lentamente, puesto que los debilitados ecos empleaban muchos segundos en el azaroso regreso de las profundidades.
—Bien, profesor —dije—, le felicito. Es un logro maravilloso. Pero parece que ya hemos alcanzado el núcleo. No creo que se produzca ningún cambio desde aquí hasta el centro.
Sonrió con el gesto algo torcido.
—Prosiga —dijo—. Aún no ha terminado.
Había algo en su voz que me confundió y alarmó. Le observé atentamente durante un instante. Sus facciones apenas eran visibles con el resplandor verde azulado del tubo de rayos catódicos.
—¿A qué profundidad puede llegar esto? —pregunté, mientras se reiniciaba el interminable descenso.
—A veinticuatro kilómetros —respondió al instante.
Me pregunté cómo podía saberlo, porque el último rasgo que yo había visto con claridad se encontraba a sólo trece kilómetros bajo tierra. Pero continué el largo descenso a través de la roca. El registrador giraba cada vez con más lentitud, hasta llegar un momento en que tardaba cinco minutos para describir una revolución completa. Detrás de mí, el profesor respiraba pesadamente, y el respaldo de mi silla crujió cuando los dedos del científico se aferraron a él.
Luego, de repente, reaparecieron señales muy débiles en la pantalla. Me incliné hacia adelante con ansiedad, preguntándome si aquélla sería la primera visión del núcleo de hierro del mundo. Con una lentitud agonizante, el registrador giró un ángulo recto, después otro. Y entonces…
Salté de la silla, grité "¡Dios mío!" y me volví para mirar al profesor. Durante toda mi vida, sólo en una ocasión recibí un shock intelectual como éste. Fue hace quince años, cuando puse la radio y por casualidad escuché las noticias acerca del lanzamiento de la primera bomba atómica. Aquello había sido algo inesperado, pero esto era inconcebible. En la pantalla habían aparecido tenues líneas entrelazadas, cruzándose y recruzándose hasta formar una rejilla perfectamente simétrica.
Sé que no dije nada durante mucho tiempo, porque el registrador dio una revolución completa mientras yo permanecía paralizado por la sorpresa. Luego el profesor habló en un tono blando, innatural, calmado.
—Quería que usted lo viera por sí mismo antes de decir nada. Esa imagen tiene un diámetro de cincuenta kilómetros, y esos cuadrados, tres o cuatro kilómetros de lado. Advertirá que las líneas verticales convergen y las horizontales se curvan formando arcos. Estamos contemplando parte de una enorme estructura de anillos concéntricos. El centro debe de estar muchos kilómetros hacia el norte, tal vez en la región de Cambridge. Lo que pueda extenderse en la otra dirección es algo que sólo podemos suponer.
—Pero ¿qué es, por amor de Dios?
—Bien, es algo claramente artificial.
—¡Eso es ridículo! ¡A cincuenta kilómetros de profundidad!
El profesor volvió a señalar la pantalla.
—Dios sabe que he hecho todo lo posible —dijo—, pero no puedo convencerme de que la naturaleza pueda formar algo parecido.
Yo no tenía nada que decir.
—Lo descubrí hace tres días —prosiguió—, cuando trataba de comprobar el alcance máximo del equipo. Puedo profundizar aún más, pero creo que la estructura que contemplamos es muy densa y ya no transmitirá mis radiaciones.
»He analizado una docena de teorías, pero al final siempre tengo que volver a una en concreto. Sabemos que allí abajo la presión debe de ser de ocho o nueve mil atmósferas, y la temperatura, lo bastante alta como para fundir la roca. Pero la materia normal es aún espacio casi vacío. Supongamos que hay vida ahí abajo… No vida orgánica, claro está, sino, vida basada en materia parcialmente condensada, una materia en la que las cortezas electrónicas de los átomos son escasas o simplemente no existen. ¿Comprende lo que pretendo decir? Para tales criaturas, hasta la roca, a veinticuatro kilómetros de profundidad, no ofrecerá más resistencia que el agua… Y nosotros y el mundo entero será para ellas tan tenue como los fantasmas.
—Entonces, eso que vemos…
—Es una ciudad, o su equivalente. Usted ha visto su tamaño, por lo que puede juzgar la civilización que debe de haberla construido. Todo el mundo que conocemos, nuestros océanos, continentes y montañas, no es más que una película de niebla que rodea algo fuera de nuestra comprensión.
Durante un rato, ambos permanecimos en silencio. Recuerdo que sentí una tonta sorpresa por ser uno de los primeros hombres del mundo en conocer la aterradora verdad; porque, de alguna forma, nunca he dudado que fuera la verdad. Y me pregunté cómo reaccionaría el resto de la humanidad cuando se hiciera pública la revelación.
No tardé mucho en romper el silencio.
—Si usted está en lo cierto —argüí—, ¿por qué ellos, quienes quiera que sean, nunca han establecido contacto con nosotros?
El profesor me dedicó una mirada más bien compasiva.
—Creemos que somos buenos ingenieros —respondió—, pero ¿cómo podemos nosotros establecer contacto con ellos? Además, no estoy del todo convencido de que no se hayan producido contactos. Piense en todas esas criaturas subterráneas y la mitología… No, es completamente imposible, lo retiro. Con todo, la idea es muy sugestiva.
La imagen de la pantalla no había cambiado mientras hablábamos: La confusa estructura seguía resplandeciendo, desafiando nuestra cordura. Intenté imaginarme calles, edificios, y criaturas moviéndose en ellos, criaturas que podían desenvolverse en la roca incandescente como peces en el agua. Era fantástico. Y fue entonces cuando recordé la gama, increíblemente reducida, de temperaturas y presiones en las que existe la especie humana. Nosotros, y no ellos, éramos los monstruos, puesto que casi toda la materia del universo se encuentra a temperaturas de miles o incluso millones de grados.
—Bien —dije débilmente—, ¿y qué hacemos ahora?
El profesor se inclinó con ansiedad hacia adelante.
—En primer lugar —explicó—, debemos aprender muchas cosas más, y mantenerlo todo en absoluto secreto hasta que estemos seguros de los hechos. ¿Puede imaginarse el pánico que se produciría si esta información se hiciera pública? Por supuesto, la verdad se sabrá tarde o temprano, pero podemos divulgarla lentamente.
»Ya comprenderá que el aspecto geológico de mi trabajo carece ahora de importancia. Lo primero que debemos hacer es construir una cadena de estaciones para descubrir la extensión de la estructura. Las estaciones deberían estar situadas a intervalos de quince kilómetros y en dirección al norte, pero me gustaría construir la primera en alguna parte al sur de Londres para comprobar cuan extensa es esa estructura. Todo el proyecto será tan secreto como lo fue la construcción de la primera cadena de radares al acabar la década de los treinta.
»Al mismo tiempo, pienso elevar otra vez la potencia de mi transmisor. Confío en que el haz de salida sea mucho más estrecho, cosa que aumentará en gran medida la concentración energética. Pero esto nos llevará a grandes dificultades mecánicas, y precisaré más ayuda.
Prometí hacer todo lo posible para obtener ayuda adicional, y el profesor espera que usted pueda visitar el laboratorio a la mayor brevedad. Mientras tanto, le adjunto una fotografía de la mencionada imagen, que, aunque no es tan clara como en la realidad, confío en que demostrará sin lugar a dudas la veracidad de nuestras observaciones.
Sé perfectamente que nuestra subvención a la Sociedad interplanetaria nos ha llevado peligrosamente cerca del total estimado para el presente año, pero hasta los viajes espaciales son, con toda seguridad, menos importantes que la investigación inmediata de este descubrimiento. Un descubrimiento que puede producir profundos cambios en la filosofía y el futuro de toda la especie humana.
Me recosté y miré a Karn. Algunas partes del documento me resultaban incomprensibles, pero el contenido general estaba lo suficientemente claro.
—Sí —dije—, ¡ya lo tenemos! ¿Dónde está la fotografía?
Me la entregó. La calidad era deficiente, porque había sido copiada muchas veces antes de llegar a nuestras manos. Pero la imagen era inconfundible y la reconocí al momento.
—Eran buenos científicos —dije con admiración—. Esto es Callastheon, no hay duda. Así que hemos descubierto por fin la verdad, aunque nos haya costado trescientos años el hacerlo.
—¿Es tan sorprendente, teniendo en cuenta la montaña de material que hemos debido traducir y la dificultad de copiarlo antes de que se evaporara? —preguntó Karn.
Permanecí sentado durante un rato, pensando en aquella extraña raza cuyas reliquias estábamos examinando. Sólo en una ocasión —y nunca más— había subido hasta la gran abertura que nuestros ingenieros habían abierto en el Mundo de las Sombras. Resultó ser una experiencia aterradora e inolvidable. Las múltiples capas de mi traje presurizado habían dificultado mis movimientos, y pese a estar aislado pude sentir el frío increíble que me rodeaba.
—Fue una pena —musité— que nuestra aparición los destruyera tan completamente. Era una raza inteligente, y podíamos haber aprendido mucho de ellos.
—No creo que se nos pueda culpar de nada —intervino Karn—. En realidad, nunca creímos que pudiera existir nada en esas condiciones tan espantosas. Muy cerca del vacío, casi en el cero absoluto… No, no se podía evitar.
Pero yo no estaba de acuerdo.
—Pienso —dije— que esto es la demostración de que ellos eran la raza más inteligente. Al fin y al cabo, fueron ellos los que nos descubrieron a nosotros. Todo el mundo se rió de mi abuelo cuando afirmó que la radiación que había detectado procedente del Mundo de las Sombras debía de ser artificial.
Karn pasó uno de sus tentáculos por el manuscrito.
—Hemos descubierto la causa de aquella radiación —expuso—, no hay duda. Fíjate en la fecha: Justo un año antes del descubrimiento de tu abuelo, ¡El profesor consiguió su subvención! —Se rió de forma desagradable—. Para él tuvo que ser terrible el vernos llegar a la superficie, justo por debajo de él.
Apenas le escuchaba, porque un sentimiento inquietante me había sobrevenido de repente. Pensé en los miles de kilómetros de roca que yacían bajo la gran ciudad de Callastheon, cada vez más ardientes y densos en el camino hasta el desconocido núcleo de la Tierra. Y por eso, volviéndome hacia Karn, dije:
—No tiene nada de divertido. La próxima vez nos puede suceder a nosotros.
FIN