2025/03/31

Los fuegos internos (Arthur C. Clarke)


Título original: The Fires Within
Año: 1947


—Esto te interesará —dijo Karn, afectadamente—. ¡Échale un vistazo!
Me alargó el expediente que había estado leyendo y, por enésima vez, decidí solicitar su transferencia o la mía.
—¿De qué se trata? —pregunté con voz de aburrimiento.
—Es un largo informe de un tal doctor Matthews al ministro de la Ciencia. —Lo agitó delante de mí—. ¡Léelo!
Sin demasiado entusiasmo, empecé a ojear el expediente. Poco después alcé la vista y admití de mala gana:
—Quizá tengas razón… esta vez.
Y no volví a hablar hasta que terminé de leerlo.

Mi apreciado ministro [empezaba la carta]. Tal como solicitó, aquí está mi informe especial sobre los experimentos del profesor Hancock, que han tenido resultados tan insospechados y extraordinarios. No he tenido tiempo para presentarlo de forma más ortodoxa, por lo que le envío el dictado tal como está.
Puesto que usted debe prestar atención a muchos asuntos, quizá deba resumir brevemente nuestros contactos con el profesor Hancock. Hasta 1955, el profesor ocupaba la cátedra Kelvin de ingeniería eléctrica en la Universidad de Brendon, obteniendo luego un permiso indefinido que le permitió dedicarse a sus investigaciones. En éstas le acompañaba el fallecido doctor Clayton, otrora geólogo jefe del Ministerio de Combustible y Energía. Su investigación conjunta estaba financiada por donaciones del Fondo Paul y la Sociedad Real.
El profesor confiaba en desarrollar el sonar como medio para una inspección geológica precisa. El sonar, como usted sabrá, es el equivalente acústico del radar y, aunque menos conocido, es varios millones de años más antiguo, puesto que los murciélagos lo usan con gran efectividad para detectar insectos y obstáculos durante la noche. El profesor Hancock pretendía enviar dentro del subsuelo impulsos supersónicos de elevada energía y, con sus ecos, elaborar una imagen de lo que yacía allí. La imagen sería expuesta en un tubo de rayos catódicos y el sistema en su conjunto resultaría exactamente análogo al tipo de radar empleado en aviación para mostrar la tierra a través de las nubes.
En 1957 los dos científicos obtuvieron un éxito parcial, pero habían agotado sus fondos. A principios de 1958 recurrieron directamente al Gobierno en solicitud de una subvención en bloque. El doctor Clayton indicó el valor inmenso de un dispositivo que nos permitiría tomar una especie de radiografía de la corteza terrestre, y el ministro de Combustible dio su aprobación antes de pasarnos la solicitud. Por aquel entonces acababa de publicarse el informe del Comité Bernal y estábamos muy ansiosos de que los casos que lo merecían fueran tratados con rapidez para evitar críticas adicionales. Inmediatamente fui a ver al profesor y presenté un informe favorable; el primer pago de nuestra subvención (S/543A/68) se efectuó pocos días después. Desde entonces he estado continuamente en contacto con la investigación y, hasta cierto punto, he colaborado con mis consejos técnicos.
El equipo usado en los experimentos es complejo, pero sus principios son simples. Impulsos de ondas supersónicas, cortos pero extremadamente potentes, se generan en un transmisor especial que gira continuamente en un depósito de líquido orgánico pesado. El rayo producido penetra en la tierra y "escudriña" como las señales del radar en busca de ecos. Mediante un circuito muy ingenioso de retardo, que resistiré la tentación de explicar, se seleccionan ecos procedentes de cualquier profundidad y así se pueden obtener imágenes de los estratos que se investigan en una pantalla normal de rayos catódicos.
Cuando conocí por primera vez al profesor Hancock, su aparato era más bien tosco, pero pudo mostrarme la distribución de la roca hasta una profundidad de varias decenas de metros y pudimos observar con gran claridad una parte de la línea Bakerloo que pasaba muy cerca del laboratorio. Buena parte del éxito del profesor se debía a la gran intensidad de sus impulsos supersónicos; casi desde el principio pudo generar potencias punta de varios cientos de kilovatios y radiarlas casi en su totalidad dentro del subsuelo. Era peligroso permanecer cerca del transmisor, y advertí que el suelo estaba muy caliente en sus proximidades. Me sorprendió bastante ver la gran cantidad de pájaros en la vecindad, pero pronto descubrí que acudían atraídos por los centenares de gusanos muertos que yacían en tierra.
En la época del fallecimiento del doctor Clayton, en 1960, el equipo trabajaba a un nivel de potencia aproximado al megavatio y podían obtenerse imágenes, francamente buenas, de estratos situados a profundidades de mil seiscientos metros. El doctor Clayton había comparado los resultados con investigaciones geográficas conocidas, y había probado sin lugar a duda el valor de la información obtenida.
La muerte del doctor Clayton, acaecida en un accidente automovilístico, fue una gran tragedia. Siempre había ejercido una influencia estabilizadora sobre el profesor, que nunca había estado muy interesado en la aplicación práctica de su trabajo. Poco después advertí un cambio definido en el aspecto del profesor, y al cabo de pocos meses me confió sus nuevos proyectos. Yo había tratado de persuadirle para que publicara sus hallazgos (ya había gastado unas cincuenta mil libras y el Comité de Cuentas Públicas volvía a crear problemas), pero él pidió un poco más de tiempo. Sus propias palabras, que recuerdo con gran nitidez, porque fueron pronunciadas con un énfasis peculiar, explicarán mejor su actitud.
—¿Nunca se ha preguntado —dijo— cómo es realmente la Tierra en su interior? Con nuestras minas y pozos no hemos hecho más que escarbar en su superficie. Lo que hay más allá es tan desconocido como el lado oculto de la Luna.
»Sabemos que la Tierra es ilógicamente densa, mucho más densa de lo que las rocas y el suelo de su corteza parecen indicar. El núcleo puede ser metal sólido, pero hasta ahora no ha habido forma de saberlo. Incluso a quince kilómetros de profundidad, la presión debe de ser de cinco toneladas, o más, por centímetro cuadrado, y la temperatura, de varios cientos de grados. Lo que ocurre en el centro desborda la imaginación; la presión debe de ser de varias decenas de toneladas por centímetro cuadrado. Resulta extraño pensar que dentro de un año o dos lleguemos a la Luna, pero ni cuando alcancemos las estrellas estaremos mucho más cerca de ese infierno que hay a seis mil kilómetros bajo nuestros pies.
»Ahora puedo obtener ecos reconocibles que proceden de una profundidad de tres kilómetros, pero espero aumentar la potencia del transmisor a diez megavatios en unos pocos meses. Con tal potencia, creo que el alcance se alargará hasta quince kilómetros. Y no pienso pararme ahí.


Yo estaba impresionado, pero, al mismo tiempo, me sentí un poco escéptico.
—Todo eso está muy bien —dije—, pero, con toda seguridad, cuanto más profundo llegue menos cosas habrá para ver. La presión hará imposible la existencia de cavidades, y en cuestión de unos cuantos kilómetros todo se convertirá en una simple masa homogénea haciéndose más y más densa.
—Quizás —admitió el profesor—. Con todo, puedo aprender muchas cosas analizando las características de transmisión. Sea como fuere, ¡ya lo veremos!
Esto ocurrió hace cuatro meses. Y ayer vi el resultado de la investigación. Cuando acepté su invitación, el profesor estaba muy excitado, pero no me dio una simple pista de lo que había descubierto, o qué era lo que sucedía. Me mostró su equipo, ya mejorado, y sacó del líquido el nuevo receptor. La sensibilidad de los mecanismos receptores había sido perfeccionada en gran medida, y este detalle había doblado por sí solo el alcance. Además, la potencia del transmisor era superior. Resultaba extraño contemplar aquella estructura de acero girando lentamente y pensar que estaba explorando regiones que, pese a su cercanía, el hombre no podría alcanzar nunca.
Cuando entramos en la sala que contenía el equipo de observación, el profesor guardaba un extraño silencio. Conectó el transmisor, y, aun cuando únicamente alcanzaba unos cientos de metros, sentí una picazón desagradable. Luego se iluminó el tubo de rayos catódicos y la base de tiempo, que giraba lentamente, formó la imagen que yo había visto muy a menudo en otras ocasiones. Ayer, sin embargo, el aumento de potencia y sensibilidad del equipo producía una imagen más definida. Ajusté el control de profundidad y enfoqué el túnel subterráneo, claramente visible como una oscura senda que atravesaba la débilmente iluminada pantalla. Mientras observaba, una especie de neblina apareció repentinamente y supe que un tren estaba atravesando el túnel.
Continué descendiendo. Aunque había visto aquella imagen muchas veces, siempre resultaba misterioso contemplar grandes masas luminosas flotando hacia mí y saber que se trataba de rocas enterradas, quizá los despojos de los glaciares de hace cincuenta mil años. El doctor Clayton había elaborado un mapa que nos permitía identificar los diversos estratos conforme iban pasando. Al poco rato vi que había pasado el subsuelo aluvial y que estaba entrando en la gran capa de arcilla que recoge y mantiene el agua artesiana de la ciudad. Traspasé también esta capa y me introduje en el lecho de roca, casi a kilómetro y medio bajo la superficie.
La imagen seguía siendo clara y brillante, pero había poco que mirar; los cambios en la estructura del terreno eran escasos. La presión ya había aumentado a mil atmósferas y pronto sería imposible encontrar cavidades abiertas, puesto que la misma roca empezaría a fluir. Me sumergí kilómetro tras kilómetro, pero tan sólo una pálida niebla flotaba en la pantalla, rota en ocasiones cuando los ecos volvían de depósitos o vetas de material más denso. Se hicieron cada vez más escasos conforme aumentaba la profundidad, o bien es que eran tan pequeños que resultaba imposible verlos.
Como es lógico, la escala de la imagen iba expandiéndose continuamente. Abarcaba muchos kilómetros y en aquel instante me sentí igual que un aviador, mirando hacia abajo desde una altura enorme y viendo una capa nubosa compacta. Al pensar en el abismo que estaba observando me atenazó una momentánea sensación de vértigo. Creo que el mundo no volverá a parecerme nunca tan sólido como antes.
A una profundidad de casi dieciséis kilómetros me detuve y miré al profesor. No se había producido ninguna alteración durante cierto tiempo, y yo sabía que la roca iba a comprimirse formando una masa homogénea, sin rasgos. Realicé un rápido cálculo mental y me estremecí al pensar que la presión debía de ser de cinco toneladas por centímetro cuadrado, como mínimo. El registrador estaba girando muy lentamente, puesto que los debilitados ecos empleaban muchos segundos en el azaroso regreso de las profundidades.
—Bien, profesor —dije—, le felicito. Es un logro maravilloso. Pero parece que ya hemos alcanzado el núcleo. No creo que se produzca ningún cambio desde aquí hasta el centro.
Sonrió con el gesto algo torcido.
—Prosiga —dijo—. Aún no ha terminado.
Había algo en su voz que me confundió y alarmó. Le observé atentamente durante un instante. Sus facciones apenas eran visibles con el resplandor verde azulado del tubo de rayos catódicos.
—¿A qué profundidad puede llegar esto? —pregunté, mientras se reiniciaba el interminable descenso.
—A veinticuatro kilómetros —respondió al instante.
Me pregunté cómo podía saberlo, porque el último rasgo que yo había visto con claridad se encontraba a sólo trece kilómetros bajo tierra. Pero continué el largo descenso a través de la roca. El registrador giraba cada vez con más lentitud, hasta llegar un momento en que tardaba cinco minutos para describir una revolución completa. Detrás de mí, el profesor respiraba pesadamente, y el respaldo de mi silla crujió cuando los dedos del científico se aferraron a él.
Luego, de repente, reaparecieron señales muy débiles en la pantalla. Me incliné hacia adelante con ansiedad, preguntándome si aquélla sería la primera visión del núcleo de hierro del mundo. Con una lentitud agonizante, el registrador giró un ángulo recto, después otro. Y entonces…
Salté de la silla, grité "¡Dios mío!" y me volví para mirar al profesor. Durante toda mi vida, sólo en una ocasión recibí un shock intelectual como éste. Fue hace quince años, cuando puse la radio y por casualidad escuché las noticias acerca del lanzamiento de la primera bomba atómica. Aquello había sido algo inesperado, pero esto era inconcebible. En la pantalla habían aparecido tenues líneas entrelazadas, cruzándose y recruzándose hasta formar una rejilla perfectamente simétrica.
Sé que no dije nada durante mucho tiempo, porque el registrador dio una revolución completa mientras yo permanecía paralizado por la sorpresa. Luego el profesor habló en un tono blando, innatural, calmado.
—Quería que usted lo viera por sí mismo antes de decir nada. Esa imagen tiene un diámetro de cincuenta kilómetros, y esos cuadrados, tres o cuatro kilómetros de lado. Advertirá que las líneas verticales convergen y las horizontales se curvan formando arcos. Estamos contemplando parte de una enorme estructura de anillos concéntricos. El centro debe de estar muchos kilómetros hacia el norte, tal vez en la región de Cambridge. Lo que pueda extenderse en la otra dirección es algo que sólo podemos suponer.
—Pero ¿qué es, por amor de Dios?
—Bien, es algo claramente artificial.
—¡Eso es ridículo! ¡A cincuenta kilómetros de profundidad!
El profesor volvió a señalar la pantalla.
—Dios sabe que he hecho todo lo posible —dijo—, pero no puedo convencerme de que la naturaleza pueda formar algo parecido.
Yo no tenía nada que decir.


—Lo descubrí hace tres días —prosiguió—, cuando trataba de comprobar el alcance máximo del equipo. Puedo profundizar aún más, pero creo que la estructura que contemplamos es muy densa y ya no transmitirá mis radiaciones.
»He analizado una docena de teorías, pero al final siempre tengo que volver a una en concreto. Sabemos que allí abajo la presión debe de ser de ocho o nueve mil atmósferas, y la temperatura, lo bastante alta como para fundir la roca. Pero la materia normal es aún espacio casi vacío. Supongamos que hay vida ahí abajo… No vida orgánica, claro está, sino, vida basada en materia parcialmente condensada, una materia en la que las cortezas electrónicas de los átomos son escasas o simplemente no existen. ¿Comprende lo que pretendo decir? Para tales criaturas, hasta la roca, a veinticuatro kilómetros de profundidad, no ofrecerá más resistencia que el agua… Y nosotros y el mundo entero será para ellas tan tenue como los fantasmas.
—Entonces, eso que vemos…
—Es una ciudad, o su equivalente. Usted ha visto su tamaño, por lo que puede juzgar la civilización que debe de haberla construido. Todo el mundo que conocemos, nuestros océanos, continentes y montañas, no es más que una película de niebla que rodea algo fuera de nuestra comprensión.
Durante un rato, ambos permanecimos en silencio. Recuerdo que sentí una tonta sorpresa por ser uno de los primeros hombres del mundo en conocer la aterradora verdad; porque, de alguna forma, nunca he dudado que fuera la verdad. Y me pregunté cómo reaccionaría el resto de la humanidad cuando se hiciera pública la revelación.
No tardé mucho en romper el silencio.
—Si usted está en lo cierto —argüí—, ¿por qué ellos, quienes quiera que sean, nunca han establecido contacto con nosotros?
El profesor me dedicó una mirada más bien compasiva.
—Creemos que somos buenos ingenieros —respondió—, pero ¿cómo podemos nosotros establecer contacto con ellos? Además, no estoy del todo convencido de que no se hayan producido contactos. Piense en todas esas criaturas subterráneas y la mitología… No, es completamente imposible, lo retiro. Con todo, la idea es muy sugestiva.
La imagen de la pantalla no había cambiado mientras hablábamos: La confusa estructura seguía resplandeciendo, desafiando nuestra cordura. Intenté imaginarme calles, edificios, y criaturas moviéndose en ellos, criaturas que podían desenvolverse en la roca incandescente como peces en el agua. Era fantástico. Y fue entonces cuando recordé la gama, increíblemente reducida, de temperaturas y presiones en las que existe la especie humana. Nosotros, y no ellos, éramos los monstruos, puesto que casi toda la materia del universo se encuentra a temperaturas de miles o incluso millones de grados.
—Bien —dije débilmente—, ¿y qué hacemos ahora?
El profesor se inclinó con ansiedad hacia adelante.
—En primer lugar —explicó—, debemos aprender muchas cosas más, y mantenerlo todo en absoluto secreto hasta que estemos seguros de los hechos. ¿Puede imaginarse el pánico que se produciría si esta información se hiciera pública? Por supuesto, la verdad se sabrá tarde o temprano, pero podemos divulgarla lentamente.
»Ya comprenderá que el aspecto geológico de mi trabajo carece ahora de importancia. Lo primero que debemos hacer es construir una cadena de estaciones para descubrir la extensión de la estructura. Las estaciones deberían estar situadas a intervalos de quince kilómetros y en dirección al norte, pero me gustaría construir la primera en alguna parte al sur de Londres para comprobar cuan extensa es esa estructura. Todo el proyecto será tan secreto como lo fue la construcción de la primera cadena de radares al acabar la década de los treinta.
»Al mismo tiempo, pienso elevar otra vez la potencia de mi transmisor. Confío en que el haz de salida sea mucho más estrecho, cosa que aumentará en gran medida la concentración energética. Pero esto nos llevará a grandes dificultades mecánicas, y precisaré más ayuda.
Prometí hacer todo lo posible para obtener ayuda adicional, y el profesor espera que usted pueda visitar el laboratorio a la mayor brevedad. Mientras tanto, le adjunto una fotografía de la mencionada imagen, que, aunque no es tan clara como en la realidad, confío en que demostrará sin lugar a dudas la veracidad de nuestras observaciones.
Sé perfectamente que nuestra subvención a la Sociedad interplanetaria nos ha llevado peligrosamente cerca del total estimado para el presente año, pero hasta los viajes espaciales son, con toda seguridad, menos importantes que la investigación inmediata de este descubrimiento. Un descubrimiento que puede producir profundos cambios en la filosofía y el futuro de toda la especie humana.

Me recosté y miré a Karn. Algunas partes del documento me resultaban incomprensibles, pero el contenido general estaba lo suficientemente claro.
—Sí —dije—, ¡ya lo tenemos! ¿Dónde está la fotografía?
Me la entregó. La calidad era deficiente, porque había sido copiada muchas veces antes de llegar a nuestras manos. Pero la imagen era inconfundible y la reconocí al momento.
—Eran buenos científicos —dije con admiración—. Esto es Callastheon, no hay duda. Así que hemos descubierto por fin la verdad, aunque nos haya costado trescientos años el hacerlo.
—¿Es tan sorprendente, teniendo en cuenta la montaña de material que hemos debido traducir y la dificultad de copiarlo antes de que se evaporara? —preguntó Karn.
Permanecí sentado durante un rato, pensando en aquella extraña raza cuyas reliquias estábamos examinando. Sólo en una ocasión —y nunca más— había subido hasta la gran abertura que nuestros ingenieros habían abierto en el Mundo de las Sombras. Resultó ser una experiencia aterradora e inolvidable. Las múltiples capas de mi traje presurizado habían dificultado mis movimientos, y pese a estar aislado pude sentir el frío increíble que me rodeaba.
—Fue una pena —musité— que nuestra aparición los destruyera tan completamente. Era una raza inteligente, y podíamos haber aprendido mucho de ellos.
—No creo que se nos pueda culpar de nada —intervino Karn—. En realidad, nunca creímos que pudiera existir nada en esas condiciones tan espantosas. Muy cerca del vacío, casi en el cero absoluto… No, no se podía evitar.
Pero yo no estaba de acuerdo.
—Pienso —dije— que esto es la demostración de que ellos eran la raza más inteligente. Al fin y al cabo, fueron ellos los que nos descubrieron a nosotros. Todo el mundo se rió de mi abuelo cuando afirmó que la radiación que había detectado procedente del Mundo de las Sombras debía de ser artificial.
Karn pasó uno de sus tentáculos por el manuscrito.
—Hemos descubierto la causa de aquella radiación —expuso—, no hay duda. Fíjate en la fecha: Justo un año antes del descubrimiento de tu abuelo, ¡El profesor consiguió su subvención! —Se rió de forma desagradable—. Para él tuvo que ser terrible el vernos llegar a la superficie, justo por debajo de él.
Apenas le escuchaba, porque un sentimiento inquietante me había sobrevenido de repente. Pensé en los miles de kilómetros de roca que yacían bajo la gran ciudad de Callastheon, cada vez más ardientes y densos en el camino hasta el desconocido núcleo de la Tierra. Y por eso, volviéndome hacia Karn, dije:
—No tiene nada de divertido. La próxima vez nos puede suceder a nosotros.


FIN

2025/03/24

La última pregunta (Isaac Asimov)


Titulo original: The Last Question
Año: 1956


La última pregunta se formuló por primera vez, medio en broma, el 21 de mayo de 2061, en momentos en que la humanidad (también por primera vez) se bañó en luz. La pregunta llegó como resultado de una apuesta por cinco dólares hecha entre dos hombres que bebían cerveza, y sucedió de esta manera:
Alexander Adell y Bertram Lupov eran dos de los fieles asistentes de Multivac. Dentro de las dimensiones de lo humano sabían qué era lo que pasaba detrás del rostro frío, parpadeante e intermitentemente luminoso —kilómetros y kilómetros de rostro— de la gigantesca computadora. Al menos tenían una vaga noción del plan general de circuitos y retransmisores que desde hacía mucho tiempo habían superado toda posibilidad de ser dominados por una sola persona.
Multivac se autoajustaba y autocorregía. Así tenía que ser, porque nada que fuera humano podía ajustarla y corregirla con la rapidez suficiente o siquiera con la eficacia suficiente. De manera que Adell y Lupov atendían al monstruoso gigante sólo en forma ligera y superficial, pero lo hacían tan bien como podría hacerlo cualquier otro hombre. La alimentaban con información, adaptaban las preguntas a sus necesidades y traducían las respuestas que aparecían. Por cierto, ellos, y todos los demás asistentes tenían pleno derecho a compartir la gloria de Multivac.
Durante décadas, Multivac ayudó a diseñar naves y a trazar las trayectorias que permitieron al hombre llegar a la Luna, a Marte y a Venus, pero después de eso, los pobres recursos de la Tierra ya no pudieron serles de utilidad a las naves. Se necesitaba demasiada energía para los viajes largos y pese a que la Tierra explotaba su carbón y uranio con creciente eficacia había una cantidad limitada de ambos.
Pero lentamente, Multivac aprendió lo suficiente como para responder a preguntas más complejas en forma más profunda, y el 14 de mayo de 2061 lo que hasta ese momento era teoría se convirtió en realidad.
La energía del Sol fue almacenada, modificada y utilizada directamente en todo el planeta. Cesó en todas partes el hábito de quemar carbón y fisionar uranio y toda la Tierra se conectó con una pequeña estación —de un kilómetro y medio de diámetro— que circundaba el planeta a mitad de distancia de la Luna, para funcionar con rayos invisibles de energía solar.
Siete días no habían alcanzado para empañar la gloria del acontecimiento, y Adell y Lupov finalmente lograron escapar de la celebración pública, para refugiarse donde nadie pensaría en buscarlos, en las desiertas cámaras subterráneas, donde se veían partes del poderoso cuerpo enterrado de Multivac. Sin asistentes, ociosa, clasificando datos con clicks satisfechos y perezosos, Multivac también se había ganado sus vacaciones y los asistentes la respetaban y originalmente no tenían intención de perturbarla.
Se habían llevado una botella, y su única preocupación en ese momento era relajarse y disfrutar de la bebida.
—Es asombroso, cuando uno lo piensa —dijo Adell. En su rostro ancho se veían huellas de cansancio, y removió lentamente la bebida con una varilla de vidrio, observando el movimiento de los cubos de hielo en su interior—. Toda la energía que podremos usar de ahora en adelante, gratis. Suficiente energía, si quisiéramos emplearla, como para derretir a toda la Tierra y convertirla en una enorme gota de hierro líquido impuro, y no echar de menos la energía empleada. Toda la energía que podremos usar por siempre y siempre y siempre.
Lupov ladeó la cabeza. Tenía el hábito de hacerlo cuando quería oponerse a lo que oía, y en ese momento quería oponerse; en parte porque había tenido que llevar el hielo y los vasos.
—No para siempre —dijo.
—Ah, vamos, prácticamente para siempre. Hasta que el Sol se apague, Bert.
—Entonces no es para siempre.
—Muy bien, entonces. Durante miles de millones de años. Veinte mil millones, tal vez. ¿Estás satisfecho?
Lupov se pasó los dedos por los escasos cabellos como para asegurarse de que todavía le quedaban algunos y tomó un pequeño sorbo de su bebida.
—Veinte mil millones de años no es "para siempre".
—Bien, pero superará nuestra época ¿verdad?
—También la superarán el carbón y el uranio.
—De acuerdo, pero ahora podemos conectar cada nave espacial individualmente con la Estación Solar, y hacer que vaya y regrese de Plutón un millón de veces sin que tengamos que preocuparnos por el combustible. No puedes hacer eso con carbón y uranio. Pregúntale a Multivac, si no me crees.
—No necesito preguntarle a Multivac. Lo sé.
—Entonces deja de quitarle méritos a lo que Multivac ha hecho por nosotros —dijo Adell, malhumorado—. Se portó muy bien.
—¿Quién dice que no? Lo que yo sostengo es que el Sol no durará eternamente. Eso es todo lo que digo. Estamos a salvo por veinte mil millones de años, pero ¿y luego? —Lupov apuntó con un dedo tembloroso al otro—. Y no me digas que nos conectaremos con otro Sol.
Durante un rato hubo silencio. Adell se llevaba la copa a los labios sólo de vez en cuando, y los ojos de Lupov se cerraron lentamente. Descansaron.
De pronto Lupov abrió los ojos.
—Piensas que nos conectaremos con otro Sol cuando el nuestro muera, ¿verdad?
—No estoy pensando nada.
—Seguro que estás pensando. Eres malo en lógica, ése es tu problema. Eres como ese tipo del cuento a quien lo sorprendió un chaparrón, corrió a refugiarse en un monte y se paró bajo un árbol. No se preocupaba porque pensaba que cuando un árbol estuviera totalmente mojado, simplemente iría a guarecerse bajo otro.
—Entiendo —dijo Adell—. No grites. Cuando el Sol muera, las otras estrellas habrán muerto también.
—Por supuesto —murmuró Lupov—. Todo comenzó con la explosión cósmica original, fuera lo que fuese, y todo terminará cuando todas las estrellas se extingan. Algunas se agotan antes que otras. Por Dios, los gigantes no durarán cien millones de años. El Sol durará veinte mil millones de años y tal vez las enanas durarán cien mil millones por mejores que sean. Pero en un trillón de años estaremos a oscuras. La entropía tiene que incrementarse al máximo, eso es todo.
—Sé todo lo que hay que saber sobre la entropía —dijo Adell, tocado en su amor propio.
—¡Qué vas a saber!
—Sé tanto como tú.
—Entonces sabes que todo se extinguirá algún día.
—Muy bien. ¿Quién dice que no?
—Tú, grandísimo tonto. Dijiste que teníamos toda la energía que necesitábamos, para siempre. Dijiste "para siempre".
Esa vez le tocó a Adell oponerse.
—Tal vez podamos reconstruir las cosas algún día.
—Nunca.
—¿Por qué no? Algún día.
—Nunca.
—Pregúntale a Multivac.
—Pregúntale tú a Multivac. Te desafío. Te apuesto cinco dólares a que no es posible.


Adell estaba lo suficientemente borracho como para intentarlo y lo suficientemente sobrio como para traducir los símbolos y operaciones necesarias para formular la pregunta que, en palabras, podría haber correspondido a esto: ¿Podrá la humanidad algún día, sin el gasto neto de energía, devolver al Sol toda su juventud aun después que haya muerto de viejo?
O tal vez podría reducirse a una pregunta más simple, como ésta: ¿Cómo puede disminuirse masivamente la cantidad neta de entropía del universo?
Multivac enmudeció. Los lentos resplandores cesaron, los clicks distantes de los transmisores terminaron.
Entonces, mientras los asustados técnicos sentían que ya no podían contener más el aliento, el teletipo adjunto a la computadora cobró vida repentinamente. Aparecieron cinco palabras impresas: DATOS INSUFICIENTES PARA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
—No hay apuesta —murmuró Lupov. Salieron apresuradamente.
A la mañana siguiente, los dos, con dolor de cabeza y la boca pastosa, habían olvidado el incidente.

Jerrodd, Jerrodine y Jerrodette I y II observaban la imagen estrellada en el visiplato mientras completaban el pasaje por el hiperespacio en un lapso fuera de las dimensiones del tiempo. Inmediatamente, el uniforme polvo de estrellas dio paso al predominio de un único disco de mármol, brillante, centrado.
—Es X-23 —dijo Jerrodd con confianza. Sus manos delgadas se entrelazaron con fuerza detrás de su espalda y los nudillos se pusieron blancos.
Las pequeñas Jerrodettes, niñas ambas, habían experimentado el pasaje por el hiperespacio por primera vez en su vida. Contuvieron sus risas y se persiguieron locamente alrededor de la madre, gritando:
—Hemos llegado a X-23… hemos llegado a X-23… hemos llegado a X-23… hemos llegado…
—Tranquilas, niñas —dijo rápidamente Jerrodine—. ¿Estás seguro, Jerrodd?
—¿De qué hay que estar seguro? —preguntó Jerrodd, echando una mirada al tubo de metal justo debajo del techo, que ocupaba toda la longitud de la habitación y desaparecía a través de la pared en cada extremo. Tenía la misma longitud que la nave.
Jerrodd sabía poquísimo sobre el grueso tubo de metal excepto que se llamaba Microvac, que uno le hacía preguntas si lo deseaba; que aunque uno no se las hiciera de todas maneras cumplía con su tarea de conducir la nave hacia un destino prefijado, de abastecerla de energía desde alguna de las diversas estaciones de Energía Subgaláctica y de computar las ecuaciones para los saltos hiperespaciales.
Jerrodd y su familia no tenían otra cosa que hacer sino esperar y vivir en los cómodos sectores residenciales de la nave.
Cierta vez alguien le había dicho a Jerrodd, que el "ac" al final de "Microvac" quería decir "computadora análoga" en inglés antiguo, pero estaba a punto de olvidar incluso eso.
Los ojos de Jerrodine estaban húmedos cuando miró el visiplato.
—No puedo evitarlo. Me siento extraña al salir de la Tierra.
—¿Por qué, caramba? —preguntó Jerrodd—. No teníamos nada allí. En X-23 tendremos todo. No estarás sola. No serás una pionera. Ya hay un millón de personas en ese planeta. Por Dios, nuestros bisnietos tendrán que buscar nuevos mundos porque llegará el día en que X-23 estará superpoblado. —Luego agregó, después de una pausa reflexiva—: Te aseguro que es una suerte que las computadoras hayan desarrollado viajes interestelares, considerando el ritmo al que aumenta la raza.
—Lo sé, lo sé —respondió Jerrodine con tristeza. Jerrodette I dijo de inmediato:
—Nuestra Microvac es la mejor Microvac del mundo.
—Eso creo yo también —repuso Jerrodd, desordenándole el pelo.
Era realmente una sensación muy agradable tener una Microvac propia y Jerrodd estaba contento de ser parte de su generación y no de otra. En la juventud de su padre las únicas computadoras eran unas enormes máquinas que ocupaban un espacio de ciento cincuenta kilómetros cuadrados. Sólo había una por planeta. Se llamaban ACs Planetarias. Durante mil años habían crecido constantemente en tamaño y luego, de pronto, llegó el refinamiento. En lugar de transistores hubo válvulas moleculares, de manera que hasta la AC Planetaria más grande podía colocarse en una nave espacial y ocupar sólo la mitad del espacio disponible.
Jerrodd se sentía eufórico siempre que pensaba que su propia Microvac personal era muchísimo más compleja que la antigua y primitiva Multivac que por primera vez había domado al Sol, y casi tan complicada como una AC Planetaria de la Tierra (la más grande) que por primera vez resolvió el problema del viaje hiperespacial e hizo posibles los viajes a las estrellas.
—Tantas estrellas, tantos planetas —suspiró Jerrodine, inmersa en sus propios pensamientos—. Supongo que las familias seguirán emigrando siempre a nuevos planetas, tal como lo hacemos nosotros ahora.
—No siempre —respondió Jerrodd, con una sonrisa—. Todo esto terminará algún día, pero no antes de que pasen billones de años. Muchos billones. Hasta las estrellas se extinguen, ¿sabes? Tendrá que aumentar la entropía.
—¿Qué es la entropía, papá? —preguntó Jerrodette II con voz aguda.
—Entropía, querida, es sólo una palabra que significa la cantidad de desgaste del universo. Todo se desgasta, como sabrás, por ejemplo tu pequeño robot walke-talkie, ¿recuerdas?
—¿No puedes ponerle una nueva unidad de energía, como a mi robot?
—Las estrellas son unidades de energía, querida. Una vez que se extinguen, ya no hay más unidades de energía.
Jerrodette I lanzó un chillido de inmediato.
—No las dejes, papá. No permitas que las estrellas se extingan.
—Mira lo que has hecho —susurró Jerrodine, exasperada.
—¿Cómo podía saber que iba a asustarla? —respondió Jerrod también en un susurro.
—Pregúntale a la Microvac —gimió Jerrodette I—. Pregúntale cómo volver a encender las estrellas.
—Vamos —dijo Jerrodine—. Con eso se tranquilizarán. 
Jerrodette II ya se estaba echando a llorar, también.
Jerrodd se encogió de hombros.
—Ya está bien, queridas. Le preguntaré a Microvac. No se preocupen, ella nos lo dirá.
Le preguntó a la Microvac, y agregó rápidamente:
—Imprimir la respuesta.
Jerrodd retiró la delgada cinta de celufilm y dijo alegremente:
—Miren, la Microvac dice que se ocupará de todo cuando llegue el momento, y que no se preocupen.
Jerrodine dijo:
—Y ahora, niñas, es hora de acostarse. Pronto estaremos en nuestro nuevo hogar. Jerrodd leyó las palabras en el celufilm nuevamente antes de destruirlo:
DATOS INSUFICIENTES PARA RESPUESTA ESCLARECEDORA
Se encogió de hombros y miró el visiplato. El X-23 estaba cerca.


VJ-23X de Lameth miró las negras profundidades del mapa tridimensional en pequeña escala de la Galaxia y dijo:
—¿No será una ridiculez que nos preocupe tanto la cuestión? 
MQ-17J de Nicron sacudió la cabeza.
—Creo que no. Sabes que la Galaxia estará llena en cinco años con el actual ritmo de expansión.
Los dos parecían jóvenes de poco más de veinte años. Ambos eran altos y de formas perfectas.
—Sin embargo —dijo VJ-23X— me resisto a presentar un informe pesimista al Consejo Galáctico.
—Yo no pensaría en presentar ningún otro tipo de informe. Tenemos que inquietarlos un poco. No hay otro remedio.
VJ-23X suspiró.
—El espacio es infinito. Hay cien billones de galaxias disponibles.
—Cien billones no es infinito, y cada vez se hace menos infinito. ¡Piénsalo! Hace veinte mil años, la humanidad resolvió por primera vez el problema de utilizar energía estelar, y algunos siglos después se hicieron posibles los viajes interestelares. A la humanidad le llevó un millón de años llenar un pequeño mundo y luego sólo quince mil años llenar el resto de la Galaxia. Ahora la población se duplica cada diez años…
VJ-23X lo interrumpió.
—Eso debemos agradecérselo a la inmortalidad.
—Muy bien. La inmortalidad existe y debemos considerarla. Admito que esta inmortalidad tiene su lado complicado. La Galáctica AC nos ha solucionado muchos problemas, pero al resolver el problema de evitar la vejez y la muerte, anuló todas las otras soluciones.
—Sin embargo no creo que desees abandonar la vida.
—En absoluto —salto MQ-17J, y luego se suavizó de inmediato—: No todavía. No soy tan viejo. ¿Cuántos años tienes tú?
—Doscientos veintitrés. ¿Y tú?
—Yo todavía no tengo doscientos. Pero, volvamos a lo que decía. La población se duplica cada diez años. Una vez que se llene esta galaxia, habremos llenado otra en diez años. Diez años más y habremos llenado dos más. Otra década, cuatro más. En cien años, habremos llenado mil galaxias; en mil años, un millón de galaxias. En diez mil años, todo el universo conocido. Y entonces, ¿qué?
VJ-23X dijo:
—Como problema paralelo, está el del transporte. Me pregunto cuántas unidades de energía solar se necesitarán para trasladar galaxias de individuos de una galaxia a la siguiente.
—Muy buena observación. La humanidad ya consume dos unidades de energía solar por año.
—La mayor parte de esta energía se desperdicia. Al fin y al cabo, nuestra propia galaxia sola gasta mil unidades de energía solar por año, y nosotros solamente usamos dos de ellas.
—De acuerdo, pero aun con una eficiencia de un cien por ciento, sólo podemos postergar el final. Nuestras necesidades energéticas crecen en progresión geométrica, y a un ritmo mayor que nuestra población. Nos quedaremos sin energía todavía más rápido que sin galaxias. Muy buena observación. Muy, muy buena observación.
—Simplemente tendremos que construir nuevas estrellas con gas interestelar.
—¿O con calor disipado? —preguntó MQ-17J, con tono sarcástico.
—Puede haber alguna forma de revertir la entropía. Tenemos que preguntárselo a la Galáctica AC.
VJ-23X no hablaba realmente en serio, pero MQ-17J sacó su contacto-AC del bolsillo y lo colocó sobre la mesa frente a él.
—No me faltan ganas —dijo—. Es algo que la raza humana tendrá que enfrentar algún día.
Miró sombríamente su pequeño contacto-AC. Era un objeto de apenas cinco centímetros cúbicos, nada en sí mismo, pero estaba conectado a través del hiperespacio con la gran Galáctica AC que servía a toda la humanidad y, a su vez era parte integral suya.
MQ-17J hizo una pausa para preguntarse si algún día, en su vida inmortal, llegaría a ver la Galáctica AC. Era un pequeño mundo propio, una telaraña de rayos de energía que contenía la materia dentro de la cual las oleadas de los planos medios ocupaban el lugar de las antiguas y pesadas válvulas moleculares. Sin embargo, a pesar de esos funcionamientos subetéreos, se sabía que la Galáctica AC tenía mil diez metros de ancho.
Repentinamente MQ-17J preguntó a su contacto-AC:
—¿Es posible revertir la entropía?
VJ-23X, sobresaltado, dijo de inmediato:
—Ah, mira, realmente yo no quise decir que tenías que preguntar eso.
—¿Por qué no?
—Los dos sabemos que la entropía no puede revertirse. No puedes volver a convertir el humo y las cenizas en un árbol.
—¿Hay árboles en tu mundo? —preguntó MQ-17J.
El sonido de la Galáctica AC los sobresaltó y les hizo guardar silencio. Se oyó su voz fina y hermosa en el contacto-AC en el escritorio. Dijo:
DATOS INSUFICIENTES PARA RESPUESTA ESCLARECEDORA
VJ-23X dijo:
—¡Ves!
Entonces los dos hombres volvieron a la pregunta del informe que tenían que hacer para el Consejo Galáctico.

La mente de Zee Prime abarcó la nueva galaxia con un leve interés en los incontables racimos de estrellas que la poblaban. Nunca había visto eso antes. ¿Alguna vez las vería todas? Tantas estrellas, cada una con su carga de humanidad… una carga que era casi un peso muerto. Cada vez más, la verdadera esencia del hombre había que encontrarla allá afuera, en el espacio.
¡En las mentes, no en los cuerpos! Los cuerpos inmortales permanecían en los planetas, suspendidos sobre los eones. A veces despertaban a una actividad material pero eso era cada vez más raro. Pocos individuos nuevos nacían para unirse a la multitud increíblemente poderosa, pero ¿qué importaba? Había poco lugar en el universo para nuevos individuos.
Zee Prime despertó de su ensoñación al encontrarse con los sutiles manojos de otra mente.
—Soy Zee Prime. ¿Y tú?
—Soy Dee Sub Wun. ¿Tu galaxia?
—Sólo la llamamos Galaxia. ¿Y tú?
—Llamamos de la misma manera a la nuestra. Todos los hombres llaman Galaxia a su galaxia, y nada más. ¿Por qué será?
—Porque todas las galaxias son iguales.
—No todas. En una galaxia en particular debe de haberse originado la raza humana. Eso la hace diferente.
Zee Prime dijo:
—¿En cuál?
—No sabría decirte. La Universal AC debe de estar enterada.
—¿Se lo preguntamos? De pronto tengo curiosidad por saberlo.
Las percepciones de Zee Prime se ampliaron hasta que las galaxias mismas se encogieron y se convirtieron en un polvo nuevo, más difuso, sobre un fondo mucho más grande. Tantos cientos de billones de galaxias, cada una con sus seres inmortales, todas llevando su carga de inteligencias, con mentes que vagaban libremente por el espacio. Y sin embargo una de ellas era única entre todas por ser la Galaxia original. Una de ellas tenía en su pasado vago y distante, un período en que había sido la única galaxia poblada por el hombre.


Zee Prime se consumía de curiosidad por ver esa galaxia y gritó:
—¡Universal AC! ¿En qué galaxia se originó el hombre?
La Universal AC oyó, porque en todos los mundos tenía listos sus receptores, y cada receptor conducía por el hiperespacio a algún punto desconocido donde la Universal AC se mantenía independiente.
Zee Prime sólo sabía de un hombre cuyos pensamientos habían penetrado a distancia sensible de la Universal AC, y sólo informó sobre un globo brillante, de sesenta centímetros de diámetro, difícil de ver.
—¿Pero cómo puede ser eso toda la Universal AC? —había preguntado Zee Prime.
—La mayor parte —fue la respuesta— está en el hiperespacio. No puedo imaginarme en qué forma está allí.
Nadie podía imaginarlo, porque hacía mucho que había pasado el día —y eso Zee Prime lo sabía— en que algún hombre tuvo parte en construir la Universal AC. Cada Universal AC diseñaba y construía a su sucesora. Cada una, durante su existencia de un millón de años o más, acumulaba la información necesaria como para construir una sucesora mejor, más intrincada, más capaz en la cual dejar sumergido y almacenado su propio acopio de información e individualidad.
La Universal AC interrumpió los pensamientos erráticos de Zee Prime, no con palabras, sino con directivas. La mentalidad de Zee Prime fue dirigida hacia un difuso mar de Galaxias donde una en particular se agrandaba hasta convertirse en estrellas.
Llegó un pensamiento, infinitamente distante, pero infinitamente claro.
ÉSTA ES LA GALAXIA ORIGINAL DEL HOMBRE
Pero era igual, al fin y al cabo, igual que cualquier otra, y Zee Prime resopló de desilusión.
Dee Sub Wun, cuya mente había acompañado a Zee Prime, dijo de pronto:
—¿Y una de estas estrellas es la estrella original del hombre? 
La Universal AC respondió:
LA ESTRELLA ORIGINAL DEL HOMBRE SE HA HECHO NOVA. ES UNA ENANA BLANCA
—¿Los hombres que la habitaban murieron? —preguntó Zee Prime, sobresaltado y sin pensar.
La Universal AC respondió:
COMO SUCEDE EN ESTOS CASOS UN NUEVO MUNDO PARA SUS CUERPOS FÍSICOS FUE CONSTRUIDO EN EL TIEMPO.
—Sí, por supuesto —dijo Zee Prime, pero aun así lo invadió una sensación de pérdida. Su mente dejó de centrarse en la Galaxia original del hombre, y le permitió volver y perderse en pequeños puntos nebulosos. No quería volver a verla.
Dee Zub Wun dijo:
—¿Qué sucede?
—Las estrellas están muriendo. La estrella original ha muerto.
—Todas deben morir. ¿Por qué no?
—Pero cuando toda la energía se haya agotado, nuestros cuerpos finalmente morirán, y tú y yo con ellos.
—Llevará billones de años.
—No quiero que suceda, ni siquiera dentro de billones de años. ¡Universal AC! ¿Cómo puede evitarse que las estrellas mueran?
Dee Sub Wun dijo, divertido:
—Estás preguntando cómo podría revertirse la dirección de la entropía. 
Y la Universal AC respondió:
TODAVÍA NO HAY DATOS PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
Los pensamientos de Zee Prime volaron a su propia galaxia. Dejó de pensar en Dee Sub Wun, cuyo cuerpo podría estar esperando en una galaxia a un trillón de años luz de distancia, o en la estrella siguiente a la de Zee Prime. No importaba.
Con aire desdichado, Zee Prime comenzó a recoger hidrógeno interestelar con el cual construir una pequeña estrella propia. Si las estrellas debían morir alguna vez, al menos podrían construirse algunas.

El Hombre, mentalmente, era uno solo, y estaba conformado por un trillón de trillones de cuerpos sin edad, cada uno en su lugar, cada uno descansando, tranquilo e incorruptible, cada uno cuidado por autómatas perfectos, igualmente incorruptibles, mientras las mentes de todos los cuerpos se fusionaban libremente entre sí, sin distinción.
El Hombre dijo:
—El Universo está muriendo.
El Hombre miró a su alrededor a las galaxias cada vez más oscuras. Las estrellas gigantes, muy gastadoras, se habían ido hace rato, habían vuelto a lo más oscuro de la oscuridad del pasado distante. Casi todas las estrellas eran enanas blancas, que finalmente se desvanecían.
Se habían creado nuevas estrellas con el polvo que había entre ellas, algunas por procesos naturales, otras por el Hombre mismo, y también se estaban apagando. Las enanas blancas aún podían chocar entre ellas, y de las poderosas fuerzas así liberadas se construirían nuevas estrellas, pero una sola estrella por cada mil estrellas enanas blancas destruidas, y también éstas llegarían a su fin:
El Hombre dijo:
—Cuidadosamente administrada y bajo la dirección de la Cósmica AC, la energía que todavía queda en todo el universo, puede durar billones de años. Pero aun así eventualmente todo llegará a su fin. Por mejor que se la administre, por más que se la racione, la energía gastada desaparece y no puede ser repuesta. La entropía aumenta continuamente.
El Hombre dijo:
—¿Es posible no revertir la entropía? Preguntémosle a la Cósmica AC.
La AC los rodeó pero no en el espacio. Ni un solo fragmento de ella estaba en el espacio. Estaba en el hiperespacio y hecha de algo que no era materia ni energía. La pregunta sobre su tamaño y su naturaleza ya no tenía un sentido comprensible para el Hombre.
—Cósmica AC —dijo el Hombre— ¿cómo puede revertirse la entropía?
La Cósmica AC dijo:
LOS DATOS SON TODAVÍA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
El Hombre ordenó:
—Recoge datos adicionales. 
La Cósmica AC dijo:
LO HARÉ. HACE CIENTO DE BILLONES DE AÑOS QUE LO HAGO. MIS PREDECESORES Y YO HEMOS ESCUCHADO MUCHAS VECES ESTA PREGUNTA. TODOS LOS DATOS QUE TENGO SIGUEN SIENDO INSUFICIENTES.
—¿Llegará el momento —preguntó el Hombre— en que los datos sean suficientes o el problema es insoluble en todas las circunstancias concebibles?
La Cósmica AC respondió:
NINGÚN PROBLEMA ES INSOLUBLE EN TODAS LAS CIRCUNSTANCIAS CONCEBIBLES.
El Hombre preguntó:
—¿Cuándo tendrás suficientes datos como para responder a la pregunta? 
La Cósmica AC respondió:
LOS DATOS SON TODAVÍA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
—¿Seguirás trabajando en esto? —preguntó el Hombre. La Cósmica AC respondió:
SI.
El Hombre dijo:
—Esperaremos.


Las estrellas y las galaxias murieron y se convirtieron en polvo, y el espacio se volvió negro después de tres trillones de años de desgaste.
Uno por uno, el Hombre se fusionó con la AC, cada cuerpo físico perdió su identidad mental en forma tal que no era una pérdida sino una ganancia.
La última mente del Hombre hizo una pausa antes de la fusión, contemplando un espacio que sólo incluía la borra de la última estrella oscura y nada aparte de esa materia increíblemente delgada, agitada al azar por los restos de un calor que se gastaba, asintóticamente, hasta llegar al cero absoluto.
El Hombre dijo:
—AC, ¿es éste el final? ¿Este caos no puede ser revertido al universo una vez más? ¿Esto no puede hacerse?
AC respondió:
LOS DATOS SON TODAVÍA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.
La última mente del Hombre se fusionó y sólo AC existió en el hiperespacio.
 
La materia y la energía se agotaron y con ellas el espacio y el tiempo. Hasta AC existía solamente para la última pregunta que nunca había sido respondida desde la época en que dos técnicos en computación medio alcoholizados, tres trillones de años antes, formularon la pregunta en la computadora que era para AC mucho menos de lo que para un hombre el Hombre.
Todas las otras preguntas habían sido contestadas, y hasta que esa última pregunta fuera respondida también, AC no podría liberar su conciencia.
Todos los datos recogidos habían llegado al fin. No quedaba nada para recoger.
Pero toda la información reunida todavía tenía que ser completamente correlacionada y unida en todas sus posibles relaciones.
Se dedicó un intervalo sin tiempo a hacer esto.
Y sucedió que AC aprendió cómo revertir la dirección de la entropía.
Pero no había ningún Hombre a quien AC pudiera dar la respuesta a la última pregunta. No había materia. La respuesta —por demostración— se ocuparía de eso también.
Durante otro intervalo sin tiempo, AC pensó en la mejor forma de hacerlo.
Cuidadosamente, AC organizó el programa.
La conciencia de AC abarcó todo lo que alguna vez había sido un universo y pensó en lo que en ese momento era el caos.
Paso a paso, había que hacerlo. Y AC dijo:
¡HÁGASE LA LUZ!
Y la luz se hizo…


FIN

2025/03/17

Nosotros los exploradores (Philip K. Dick)


Título original: Explorers We
Año: 1959


—Caramba —dijo Parkhurst con voz entrecortada, sintiendo un hormigueo de excitación en su rostro enrojecido—. Acérquense, muchachos. ¡Miren!
Se amontaron alrededor de la pantalla del visor.
—Allá está —dijo Barton. El corazón le latía de forma extraña—. Tiene un aspecto magnífico.
—Ya lo creo que tiene buen aspecto —corroboró Leon. Temblaba—. Digamos que… puedo distinguir Nueva York.
—Y una mierda.
—¡Sí que puedo! La parte gris. Junto al agua.
—Eso ni siquiera son los Estados Unidos. Estamos mirándolo boca abajo. Eso es Siam.
La nave se desplazaba velozmente por el espacio, los escudos antimeteoros aullaban. Por debajo, el globo verde-azulado iba creciendo. Las nubes se movían a su alrededor, ocultando los continentes y los océanos.
—Nunca pensé que volvería a verla —dijo Merriweather—. Les juro que creí que estábamos atrapados aquí arriba —su cara se contrajo—. Marte. Ese maldito desperdicio rojo. Sol, moscas y ruinas.
—Barton sabe reparar jets —dijo el Capitán Stone—. Puedes darle las gracias.
—¿Sabes qué es lo primero que voy a hacer cuando esté de vuelta? —chilló Parkhurst.
—¿Qué?
—Ir a Coney Island.
—¿Por qué?
—Por la gente. Quiero volver a ver gente. Montones. Idiotas, sudorosos, ruidosos. Helados y agua. El océano. Botellas de cerveza, cajas de leche, servilletas de papel.
—Y chicas —dijo Vecchi, con los ojos brillándole.
—Mucho tiempo, seis meses. Iré contigo. Nos sentaremos en la playa y miraremos a las chicas.
—Me pregunto qué clases de bañadores usan ahora —dijo Barton.
—¡Puede que no usen ninguno! —gritó Parkhurst.
—¡Hey! —gritó Merriweather—. Voy a volver a ver a mi esposa —se quedó aturdido de repente. Su voz se redujo a un susurro—. Mi esposa.
—Yo también tengo esposa —dijo Stone, con una amplia sonrisa—. Pero me casé hace mucho. 
Después pensó en Pat y en Jean. Un dolor punzante le agarrotaba la traquea.
—Apuesto a que han crecido mucho.
—¿Crecido?
—Mis hijos —murmuró Stone con voz ronca.
Se miraron unos a otros, seis hombres, andrajosos, con barba, con ojos brillantes y febriles.
—¿Cuánto tiempo? —dijo Vecchi en voz muy baja.
—Una hora —afirmó Stone—. Estaremos abajo en una hora.
La nave chocó contra la tierra con un golpe que les tiró de narices al suelo. La nave iba dando tumbos muy deprisa, con los frenos de los retropropulsores chirriando, atravesando las rocas y destrozando el suelo. Hasta que se detuvo, con el morro enterrado en una colina.
Silencio.
Parkhurst se levantó tambaleándose. Se agarró a la barra de seguridad. Le chorreaba sangre de un corte sobre uno de sus ojos.
—Estamos abajo —dijo.
Barton se agitaba en el suelo. Gruñó, se puso de rodillas hacienda un esfuerzo.
Parkhurst le ayudó.
—Gracias. Estamos…
—Estamos abajo. Estamos de vuelta.
Los retropropulsores se habían apagado. El ruido había cesado… sólo se oía el suave goteo de los fluidos de la pared que rezumaban hasta el suelo.
La nave era un revoltijo de metal. El casco estaba partido en tres trozos. Se había doblado hacia adentro, combado y retorcido. Había papeles esparcidos e instrumentos destrozados por todos lados.
Vecchi y Stone se levantaron despacio.
—¿Esta todo bien? —masculló Stone, frotándose el brazo.
—Échame una mano —dijo Leon—. Me he retorcido el maldito tobillo o algo.
Se levantaron. Merriweather estaba inconsciente. Le reanimaron y le pusieron de pie.
—Estamos abajo —repitió Parkhurst, como si no pudiera creerlo—. Esto es la tierra. Estamos de vuelta. ¡Vivos!
—Espero que las muestras estén bien —dijo Leon.
—¡Al diablo con las muestras! —gritó Vecchi exaltado. Se puso a trabajar frenéticamente en los tornillos de la parte izquierda, destornillando la pesada cerradura de la escotilla—. Salgamos y demos un paseo por los alrededores.
—¿Dónde estamos? —preguntó Barton al Capitán Stone.
—Al sur de San Francisco. En la península.
—¡San Francisco! Oigan, ¡podemos coger los tranvías! —Parkhurst ayudó a Vecchi a destornillar la escotilla—. San Francisco. Una vez pasé por aquí. Tienen un parque grande. El Golden Gate Park. Podemos ir a la feria.
La escotilla se soltó, abriéndose completamente. La charla cesó repentinamente. Los hombres echaron un vistazo afuera, parpadeando debido a la blanca y cálida luz solar.
Abajo, un verde campo se extendía a lo lejos. Las colinas se erguían puntiagudas en la distancia, en el aire cristalino. Abajo, unos cuantos coches circulaban por una autopista, se veían como puntos diminutos, brillando al sol. Postes de teléfono.
—¿Qué sonido es ése? —dijo Stone, escuchando con atención.
—Un tren.
Venía de las vías lejanas, expulsando humo negro por la chimenea. Un suave viento recorría el campo, moviendo la hierba. Más allá, a la derecha, había una ciudad. Casas y árboles. La marquesina de un teatro. La típica gasolinera. Pequeñas tiendas junto a la carretera. Un motel.
—¿Crees que alguien nos ha visto? —preguntó Leon.
—Deben de habernos visto.
—Nos tuvieron que oír —dijo Parkhurst—. Hicimos un ruido de mil demonios cuando chocamos contra el suelo.
Vecchi dio un paso hacia el campo. Movió los brazos aparatosamente, completamente estirados.
—¡Me estoy cayendo! 
Stone se rio.
—Te acostumbrarás. Hemos estado en el espacio demasiado tiempo. Vengan —saltó hacia abajo—. Empecemos a caminar.
—Hacia la ciudad —Parkhurst se puso a su lado—. Puede que nos den de comer gratis… Qué diablos, ¡champán! —hinchó el pecho bajo el uniforme andrajoso—. Héroes que regresan. Las llaves de la ciudad. Un desfile. Una banda militar. Carrozas con damas.
—Damas —gruñó Leon.
—Estas obsesionado.
—Claro —Parkhurst avanzaba por el campo y los otros le seguían formando hilera—. ¡deprisa!
—Mira —le dijo Stone a Leon—. Allí hay alguien. Observándonos.
—Son muchachos —dijo Barton.
—Un grupo de muchachos —se rio con ganas—. Vamos a saludarles.
Se dirigieron hacia los muchachos, andando entre la alta hierba del fértil suelo.
—Debe de ser primavera —dijo Leon—. El aire huele como en primavera. 
Aspiró el aire profundamente.
—Y la hierba.
Stone calculó.
—Es el nueve de abril.


Apresuraron el paso. Los chicos estaban parados, observándolos, silenciosos e inmóviles.
—¡Oigan! —gritó Parkhurst—. ¡Estamos de vuelta!
—¡¿Qué ciudad es esta?! —gritó Barton.
Los chicos se quedaron mirando, con los ojos muy abiertos.
—¿Hay algún problema? —murmuró Leon.
—Nuestras barbas. Tenemos un aspecto horrible —Stone colocó la manos a los lados de la boca para amplificar el sonido—. ¡No tengan miedo! Hemos vuelto de Marte. El vuelo en cohete. Hace dos años ¿Se acuerdan? El pasado octubre hizo un año.
Los chicos miraban fijamente, con caras blancas. De repente se dieron la vuelta y huyeron. Corrían frenéticamente hacia la ciudad.
Los seis hombre miraban como se marchaban.
—Qué diablos —murmuró Parkhurst, desconcertado—. ¿Qué ocurre?
—Nuestras barbas —Stone repitió preocupado.
—Algo va mal —dijo Barton, débilmente. Empezó a temblar—. Algo muy malo está pasando.
—¡Cállate! —dijo Leon bruscamente—. Son nuestras barbas. 
Arrancó de un tirón un trozo de su camisa.
—Estamos sucios. Vagabundos mugrientos. Vamos —Comenzó a caminar en la misma dirección que los chicos, hacia la ciudad—. Vamos. Probablemente un coche especial ya esté de camino hacia aquí. Vayamos a su encuentro.
Stone y Barton se miraron. Seguían a Leon despacio. Los otros se quedaron rezagados.
En silencio, inquietos, los seis hombres con barba avanzaban por el campo hacia la ciudad.
Un joven sobre una bicicleta se marchó a toda velocidad al verlos acercarse. Unos trabajadores del ferrocarril, que reparaban las vías, tiraron sus palas, y se pusieron a gritar.
Sin reaccionar, los seis hombres vieron cómo se marchaban.
—¿Que es esto? —murmuró Parkhurst.
Cruzaron la vía. La ciudad se encontraba al otro lado. Entraron en una enorme arboleda de eucaliptos.
—Burlingame —dijo Leon, leyendo un cartel. Echaron un vistazo calle abajo. Hoteles y cafeterías. Coches aparcados. Gasolineras. Tiendecillas. Una pequeña ciudad periférica, gente de compras por las aceras. Coches que circulaban despacio.
Salieron de la arboleda. Al otro lado de la calle un encargado de gasolinera les vio y se quedó helado.
Tras un momento, soltó la manguera que estaba sujetando y se fue corriendo bajando por la calle principal, soltando gritos de advertencia.
Los coches se pararon. Los conductores salieron de un salto y se marcharon corriendo. Hombres y mujeres salieron en tropel de los almacenes, y se dispersaron inmediatamente. Se alejaron en manada, con una huida frenética.
En un instante la calle se quedó desierta.
—Dios santo —Stone avanzaba desconcertado—. ¿Qué…? 
Cruzó hasta la calle. No había nadie a la vista.
Los seis hombres caminaron calle abajo, confundidos y en silencio. Nada se movía. Todos habían huido. Una sirena aullaba, con su sonido oscilante. Por una callejuela un coche echó marcha a toda velocidad. En una ventana de la parte superior Barton vio una cara pálida y asustada.
Entonces la persiana fue bajada.
—No comprendo —murmuró Vecchi.
—¿Se han vuelto locos? —preguntó Merriweather.
Stone no dijo nada. Tenía la mente en blanco. Entumecida. Se sentía cansado. Se sentó en el bordillo a descansar, recuperando el aliento. Los otros se sentaron a su alrededor.
—Mi tobillo —dijo Leon. Se apoyó en una señal de stop, con labios contraídos por el dolor—. Tengo un dolor de mil demonios.
—Capitán —preguntó Barton—. ¿Qué pasa?
—No lo sé —dijo Stone.
Buscó un pitillo en su bolsillo hecho jirones. Al otro lado de la calle había una cafetería desierta. La gente se había ido corriendo. Todavía había comida en la barra. Una hamburguesa se achicharraba en una sartén, el café hervía en una cafetera de cristal sobre un quemador.
En la acera había comestibles saliéndose de las bolsas que habían soltado los aterrorizados compradores. Se oía el motor de un coche abandonado.
—¿Y bien? —preguntó Leon— ¿Qué hacemos?
—No lo sé.
—Algo tenemos que hacer .
—¡No sé! 
Stone se puso de pie. Cruzó y entró en la cafetería. Le observaban mientras se sentaba en una silla de la barra.
—¿Qué hace? —preguntó Vecchi.
—No sé —Parkhurst siguió a Stone y entró en la cafetería—. ¿Qué estás haciendo?
—Estoy esperando a que me atiendan.
Parkhurst agarró torpemente a Stone por el hombro.
—Vamos, Capitán. Aquí no hay nadie. Todos se han ido.
Stone no dijo nada. Se sentó en una silla de la barra, con el rostro ausente, esperando pasivamente a que le atendieran.
Parkhurst salió de nuevo.
—¿Qué diablos ha ocurrido? —le preguntó a Barton—. ¿Qué les pasa a todos?
Un perro con manchas apareció y empezó a olisquear. Paso de largo, tenso y alerta, olfateando con recelo. Se marchó deprisa por una bocacalle.
—Rostros —dijo Barton.
—¿Rostros?
—Nos están observando. Allí arriba —Barton señaló un edificio—. Escondidos. ¿Por qué? ¿Por qué se esconden de nosotros?
De repente Merriweather se puso tenso.
—Algo se acerca —se giraron ansiosos.
Calle abajo dos sedanes negros daban la vuelta a la esquina, dirigiéndose hacia ellos.
—Gracias a Dios —murmuró Leon. Se apoyó en la pared de un edificio—. Aquí están.
Los dos sedanes se detuvieron junto al bordillo. Las puertas se abrieron. Unos cuantos hombres bajaron, rodeándolos en silencio. Bien vestidos. Con corbatas y sombreros, y largos abrigos grises.
—Soy Scanlan —dijo uno—. FBI.
Era un hombre mayor de pelo gris acero. Con tono cortante y frío. Estudió a los cinco atentamente.
—¿Dónde está el otro?
—¿El Capitán Stone? Allí adentro —Barton señaló la cafetería.
—Sáquenlo aquí afuera. 
Barton entró en la cafetería.
—Capitán, están fuera. Vamos.
Stone le acompañó, de vuelta al bordillo.
—¿Quiénes son, Barton? —preguntó con voz entrecortada.
—Seis —dijo Scanlan, asintiendo. Hizo un gesto a sus hombres con el brazo—. OK. Esto es todo.
Los hombres del FBI se acercaron, haciendo que se juntaran en la fachada de ladrillo de la cafetería.
—¡Esperen! —gritó Barton de forma estridente. La cabeza le daba vueltas—. ¿Qué… qué está pasando?
—¿Qué es esto? —exigió saber Parkhurst con un tono de reprobación. Le caían lágrimas por el rostro, manchándole las mejillas—. Díganoslo, por el amor de Dios.


Los hombres del FBI tenían armas. Las sacaron. Vecchi retrocedió, levantando las manos.
—¡Por favor! —gimió—. ¿Qué hemos hecho? ¿Qué está ocurriendo? 
Una esperanza repentina nació en el pecho de Leon:
—No saben quienes somos. Creen que somos comunistas —Se dirigió a Scanlan—. Somos la expedición Marte-Tierra. Me llamo Leon. ¿Lo recuerda? El último octubre hizo un año. Estamos de vuelta. Hemos vuelto de Marte —su voz se iba apagando.
Les pusieron las armas cerca. Mostrándoles las bocas de los cañones; habían traído hasta tanques.
—¡Estamos de vuelta! —Merriweather dijo con voz ronca—. ¡Somos la expedición Marte-Tierra, de regreso!
La cara de Scanlan era inexpresiva.
—Eso suena bien —dijo fríamente—. Sólo que la nave se estrelló y explotó cuando llegó a Marte. Ningún miembro de la tripulación sobrevivió. Lo sabemos porque enviamos un equipo de robots recuperadores y trajeron los cadáveres de regreso… seis en total.
Los hombres del FBI abrieron fuego. Echaron Napalm abrasador en la dirección de las seis figuras con barba. Se echaron hacia atrás, y después las llamas les alcanzaron. Los hombres del FBI vieron como las seis figures se incineraban, y luego apartaron la vista. No pudieron soportar la visión de la seis figuras retorciéndose, pero podían oírlas. No era que disfrutaran oyéndolo, pero permanecieron allí, esperando y observando.
Scanlan le dio una patada a los fragmentos achicharrados.
—No era fácil estar seguro —dijo—. Posiblemente aquí sólo hay cinco… pero no vi huir a ninguno de ellos. No tenían tiempo. 
Al presionar con el pie, un pedazo de ceniza se desprendió; se fragmentó en partículas que todavía humeaban y hervían.
Su compañero Wilks tenía la mirada fija en el suelo. Era nuevo en esto, todavía no se podía creer lo que había visto hacer al napalm.
—Yo... creo que me vuelvo al coche —murmuró, apartándose de Scanlan.
—No es completamente seguro que esto se haya terminado —dijo Scanlan, y luego vio el rostro del joven—. Sí —dijo—, ve y siéntate.
La gente empezaba a aparecer en las aceras. Mirando a hurtadillas desde puertas y ventanas.
—¡Les han pillado! —gritó un chico con excitación—. ¡Han pillado a los espías del espacio!
Gente con cámaras sacaron fotos. Aparecieron curiosos por todos lados, caras pálidas, de ojos saltones. Boquiabiertos de asombro ante la indiscriminada masa de ceniza achicharrada.
A Wilks le temblaban las manos; se arrastró hasta el coche y cerró la puerta tras de sí. La radio zumbaba, y la apagó, sin querer oír ni decir nada al respecto. En la entrada de la cafetería, permanecían los hombres con abrigo gris del Departamento, hablando con Scanlan. En breve unos cuantos se marcharon a paso rápido, giraron por la esquina de la cafetería y subieron por el callejón. Wilks vio cómo se marchaban. "¡Qué pesadilla!", pensó.
Al volver, Scanlan se agachó y metió la cabeza en el coche.
—¿Te sientes mejor?
—Algo mejor —al poco le preguntó—. ¿Cuál es ésta, la vigésimo segunda vez?
—Vigésimo primera —respondió Scanlan—. Cada dos meses… los mismos nombres, los mismos hombres. No te digo que acabarás por acostumbrarte. Pero al menos no te sorprenderás.
—No veo ninguna diferencia entre ellos y nosotros —dijo Wilks, hablando abiertamente—. Fue como quemar a seis seres humanos.
—No —dijo Scanlan. Abrió la puerta del coche y se sentó en el asiento trasero, detrás de Wilks—. Solamente parecían seis seres humanos. Esa es la cuestión. Eso es lo que quieren. Eso es lo que intentan. Sabes que Barton, Stone, y Leon…
—Lo sé —interrumpió—. Alguien o algo que vive en algún sitio allí afuera vio su nave bajar, los vio morir, e investigó. Antes de que llegáramos allí. Y comprendieron lo bastante como para continuar, lo bastante para darles lo que necesitaban. Pero — hizo un gesto— ¿no hay nada más que podamos hacer con ellos?
Scanlan continuó:
—No sabemos lo suficiente sobre ellos. Sólo esto, nos están enviando imitaciones, una y otra vez. Intentando colarse entre nosotros —su cara se puso rígida, reflejando desesperación.
—¿Están locos?
—Puede que sean tan distintos que el contacto no sea posible. ¿Creen que todos nos llamamos Leon y Merriweather y Parkhurst y Stone? Esa es la parte que me deprime… O quizás es nuestra oportunidad, el hecho de que no entiendan que somos seres individuales. Imagínate cuánto peor sería si en algún momento crearan un, lo que sea… una espora… una semilla. Algo distinto de esos seis pobres desgraciados que murieron en Marte… algo que no supiéramos que era una imitación…
—Tienen que tener un modelo —dijo Wilks.
Uno de los hombres del Departamento hizo una señal con el brazo, y Scanlan salió como pudo del coche. Enseguida estuvo junto a Wilks.
—Comentan que sólo hay cinco —informó—. Uno huyó; creen que lo vieron. Está mal herido y no puede moverse deprisa. El resto de nuestros hombres van tras él, quédense aquí, mantengan los ojos abiertos. 
Caminó hasta el callejón donde estaban los demás hombres del Departamento.
Wilks encendió un pitillo y se sentó, apoyando la cabeza en el brazo. Mimetismo… todos se asustaron. Pero, ¿realmente había intentado alguien establecer contacto?
Dos policías aparecieron, apartando a la gente de ese lugar. Un tercer Dodge negro, repleto de hombres del Departamento se detuvo junto a la cuneta y los hombres bajaron.
Uno de los hombres del Departamento, al que no reconoció, se acercó al coche.
—¿No tienes la radio encendida?
—No —dijo Wilks. La volvió a encender con un movimiento brusco.
—Si ves a uno, ¿sabes cómo matarlo?
—Sí —aseguró.
El hombre del Departamento volvió con su grupo.
"Si dependiera de mí", se preguntó Wilks, "¿qué haría yo? ¿Intentar averiguar lo que quieren? Cualquier cosa que se parezca tanto a un humano, se comporte de un modo tan humano, debe de sentirse humano… y si ellos —sean lo que sean— se sienten humanos, ¿no podrían llegar a ser humanos, con el tiempo?"
Desde el borde de la multitud, una forma individual se separó de la gente y se dirigió hacia él… vacilante, la forma se detuvo, meneó la cabeza, se tambaleó y recuperó el equilibrio, y después adoptó una postura igual que la de la gente que encontraba en las inmediaciones. Wilks lo reconoció porque había sido entrenado para tal fin, durante varios meses. Había conseguido ropas distintas, unos pantalones deportivos y una camisa, pero la había abotonado mal, y tenía un pie descalzo. Evidentemente no conocía ese tipo de calzado. O, pensó, puede que estuviera demasiado confuso y herido.
A medida que se acercaba a él, Wilks levantó su pistola y le apuntó al estómago. Le habían enseñado a disparar a esa parte del cuerpo; había disparado, en el campo de entrenamiento de tiro, a una silueta dibujada, una tras otra. Justo en el medio, partiéndola en dos, como a un bicho.


En su cara, la expresión de sufrimiento y de desconcierto se acentuó mientras veía a Wilks prepararse para dispararle. Se detuvo, colocándose justo enfrente, sin hacer ningún movimiento para escapar. Entonces Wilks pudo ver que tenía unas quemaduras horribles; de todos modos no iba a sobrevivir.
—Tengo que hacerlo —dijo.
Se quedó mirando a Wilks, y entonces abrió la boca y comenzó a decir algo. Wilks disparó.
Antes de que pudiera hablar, había muerto. Wilks se apartó cuando el cuerpo cayó de bruces y se quedó tirado junto al coche.
"No hice lo que debía", pensaba para sí mientras miraba el cuerpo tendido. "Disparé porque tenía miedo. Pero tenía que hacerlo. Aunque estuviera mal. Había venido para infiltrarse entre nosotros, imitándonos para que no lo reconociéramos. Eso es lo que se nos dice, tenemos que creer que están conspirando contra nosotros, no son humanos, y nunca serán nada más que eso".
"Gracias a Dios", pensó, "todo se ha acabado".
Y entonces recordó que no era cierto que todo se hubiera acabado.
 
Era un día cálido de verano, a finales de julio.
La nave aterrizó con un rugido, levantó la tierra en un campo arado, atravesó una valla destrozándola, al igual que una cabaña y finalmente se detuvo junto a un barranco.
Silencio.
Parkhurst se puso de pie tembloroso. Agarró la barra de seguridad. Le dolía el hombro. Meneó la cabeza, confuso.
—Estamos abajo —dijo. Su voz aumentó de tono sobrecogido por la excitación—. ¡Estamos abajo!
—Ayúdame a levantarme —pidió el Capitán Stone con voz entrecortada. Barton le echó una mano.
Leon se sentó limpiándose un hilito de sangre del cuello. El interior de la nave era un auténtico desastre. La mayoría del equipo estaba destrozado y esparcido por todos lados.
Vecchi se dirigió a la escotilla con paso vacilante. Con dedos temblorosos, comenzó a desenroscar los pesados tornillos.
—Bien —dijo Barton—, estamos de vuelta.
—Casi no puedo creerlo —murmuró Merriweather. La escotilla se aflojó y rápidamente la apartaron—. No parece posible. La vieja Tierra.
—Oigan, escuchen —dijo Leon con voz entrecortada, mientras se encaramaba para salir dando un salto hasta el suelo—. Que alguien coja la cámara.
—Es ridículo —dijo Barton, riéndose.
—¡Cógela! —gritó Stone.
—Sí, cógela —dijo Merriweather—. Como habíamos planeado, si volvíamos. Un documento histórico, para los libros de texto de los colegios.
Vecchi se puso a hurgar entre los escombros.
—Creo que está rota —dijo. Sostenía la cámara abollada.
—Puede que aún funcione —dijo Parkhurst, jadeando por el esfuerzo de seguir a Leon afuera—. ¿Cómo vamos a salir los seis en la foto? Alguien tiene que apretar el botón.
—La programaré con el temporizador —dijo Stone, cogiendo la cámara y programando el mecanismo—. Todos en posición.
Apretó el botón, y se unió a los otros.
Los seis hombres con barba y andrajosos estaban de pie junto a su nave destrozada, cuando la cámara disparó. Contemplaban los verdes campos a lo lejos, sobrecogidos y en silencio. Se miraban unos a otros, con ojos brillantes.
—¡Estamos de vuelta! —gritó Stone—. ¡Estamos de vuelta!


FIN