2024/02/26

El devorador de calcio (Herbert W. Franke)


Título original: Calciumfresser
Año: 1960


Propiamente lo tendría que haber notado antes. Porque hasta donde alcanza mi memoria, siempre sentí el afán de ayudar a los demás. Pero no me di cuenta hasta la semana pasada. Y mis colegas lo ignoran todavía.
Yo mismo lo descubrí al verme en una situación extraordinaria. Regresábamos de Psi 16 y habíamos hecho ya, sin novedad, dos terceras partes del viaje. Nadie pensaba en nada malo. ¿Qué es una de las cosas peores que le pueden ocurrir a un astronauta? Sin duda, un fallo en la renovación de aire.
¡Y justamente a nosotros tuvo que sucedernos!
No había posibilidad de reparación, además. El catalizador de calcio pulverizado desaparecía. De hora en hora iba empequeñeciéndose ante nuestros ojos, sin que halláramos una explicación para ello. Sin calcio no es posible la reducción del dióxido de carbono, y a bordo no llevábamos repuesto. ¿Quién iba a contar con tan absurda avería?
Nuestra provisión de oxígeno duraría, como mucho, tres días.
Willy no se apartaba del termodetector, pero la probabilidad de hallar un sistema planetario era prácticamente nula, y mucho menos uno con aire respirable.
Todos lo sabíamos. El capitán no nos ocultaba nada. Para eso había demasiada confianza entre nosotros. Y debo decir que la conducta de la tripulación fue ejemplar. Cada cual volvió a su sitio en silencio.
De pronto resonó en toda la nave el grito de Willy. Quien en aquel instante pudo permitírselo, corrió a la cámara de derrota.
—¡Tenemos algo delante! —exclamó—. ¡Y muy cerca!
En efecto, la pantalla mostraba un pequeño disco pálido que oscilaba entre los astros inmóviles. Todos respiramos con alivio, pero el capitán moderó en seguida nuestras esperanzas.
—¿Qué ayuda nos va a llegar de ese cuerpecito celeste? —dijo—. Calculo que no medirá más de un kilómetro cúbico. Debe ser un fragmento de roca desierta.
Nos aproximábamos a gran velocidad. Pronto distinguimos incluso la superficie.
—¡Qué cosa más rara! —comentó Jack—. ¡Ni siquiera tiene forma quebrada!
Su observación era acertada, porque tales cuerpos errantes suelen presentar una superficie muy escabrosa y desigual, y aquél era distinto. Tampoco era esférico ni elipsoidal, ya que esas formas aparecen cuando una masa metálica ha llegado a fundirse.
—¡Ahí veo una señal! —chilló entonces el grueso Smoky, cuya protuberante barriga temblequeó de excitación.
Era cierto. Tres flechas blancas señalaban hacia un punto central. Willy corrigió el rumbo. Todos seguimos la maniobra con la máxima atención.
—¡Chicos! —exclamó el capitán—. ¡Es una nave espacial! Un verdadero monstruo de nave…
Efectivamente todos vimos las escotillas y la baranda de una rampa de entrada. ¿Qué puedo decir? Nos detuvimos, ayudamos a Willy a ponerse el traje espacial y, una vez fuera, observamos cómo manejaba la escotilla, que no tardó en abrirse para dar paso a nuestro compañero. Apenas tuvimos que poner a prueba la paciencia, pues Willy reapareció casi en seguida y sólo nos envió una palabra a través de la emisora:
—¡Aire!
Pasamos a la otra nave y quedamos boquiabiertos. Aquello sobrepasaba todas nuestras imaginaciones. No sólo era el aire respirable lo sorprendente, sino que nos hallábamos rodeados de un lujo que jamás pudimos soñar. El conjunto estaba dividido en incontables habitaciones de diversas dimensiones, pero todas ellas decoradas como las de una fastuosa residencia de Hollywood. Había allí cómodas tumbonas, mullidas alfombras y armarios empotrados. Llamó nuestra atención, sin embargo, el hecho de que los peces de los acuarios estaban muertos y las plantas aparecían extrañamente mustias y amarillentas. Todo lo demás tenía un aspecto impecable, ordenado y limpio, aunque no encontramos a ningún ocupante.
Yo observé que el capitán no estaba tan contento como hubiera sido lógico después de la suerte que habíamos tenido.
—Permanezcamos juntos —ordenó—. De momento nos instalaremos en algunos cuartos cercanos a la entrada, y que nadie se separe de los demás sin autorización.
Fuimos en busca de parte de nuestras provisiones y nos acomodamos lo mejor posible. Al día siguiente el capitán comenzó sus exploraciones, siempre en compañía de dos hombres que se turnaban, de modo que todos tuvimos ocasión de ir con él.
Al principio ocurrió poca cosa. No hacíamos más que descubrir nuevas estancias que no se distinguían en nada de las anteriores. Exceptuando la ausencia de seres vivos, todo parecía en orden. Cierto es que algunos detalles llamaron nuestra atención, pero no les dimos gran importancia: Algunos recipientes se habían convertido en polvo, aunque podía distinguirse su forma primitiva. En varios espejos, la lámina de cristal estaba transformada en una masa opaca y resquebrajada, y raro era el cuadro que no presentaba partes descoloridas. En conjunto, un extraño mosaico de impresiones.
Ya al segundo día encontró el capitán la cabina de mandos y la cámara de derrota. El sistema era fácil de descifrar. Los constructores de la nave debían ser semejantes a los humanos, si bien probablemente más adelantados. Conny comprobó que quedaba suficiente combustible, y Willy calculó y fijó el rumbo.
En mi primera ronda recorrí con el capitán y Smoky la parte más alejada, es decir, los aposentos situados al otro lado de nuestra entrada. Acabábamos de pisar una especie de balcón en el que había varias hileras de cactos secos, cuando el capitán se detuvo abruptamente. El gesto de su mano hizo que también nosotros nos paráramos.
—¿Lo han notado? —preguntó.
—¿Se refiere a… a una sensación como si algo nos succionara? —repuso Smoky.
—Exactamente —dijo el jefe, y ambos me miraron esperando con ansia mi opinión.
—Yo no he sentido nada —tuve que confesar.
—Pues a mí me recorrió todo el cuerpo —explicó el capitán—. Lo describiría como una impresión de ser absorbido. Y lo raro es que ni siquiera resultaba desagradable.
No obstante, la experiencia debía haber sido peor de lo que mis dos compañeros quisieron reconocer, porque el capitán ordenó la retirada.
Estábamos ya cerca de nuestras habitaciones cuando ocurrió un percance: Smoky se rompió una pierna. Fractura lisa de la arcada maleolar. Tuvimos que improvisar una camilla y transportarle a su cuarto.
Ni él mismo sabía cómo le había sucedido. Admitía la posibilidad de haber tropezado. Pero no era así. Yo, que iba detrás de él, había visto que, sin más, la pierna había cedido bajo el peso de su cuerpo, doblándose. Hay que decir que Smoky, con sus noventa kilos a cuestas, no era precisamente un peso gallo, pero eso no era motivo para que los huesos se le rompieran de repente.
Y no fue ése el único problema. Algunos miembros del equipo empezaron a quejarse de cansancio, falta de apetito y dolores musculares. El médico sacudió la cabeza. No se explicaba aquellos síntomas. Se produjo un nerviosismo general, los hombres se chillaban unos a otros, y justamente Jack, a quien normalmente nada hacía perder la calma, acabó de estropearlo todo. El capitán riñó al cocinero porque la comida no le gustaba, y lo hizo con una violencia que tampoco venía a cuento, y el bueno de Jack quiso salvar la situación.
Con forzada animación exclamó:
—¡Más vale mala comida que falta de aire!
Y dio al jefe un amistoso golpecillo. Yo estaba presente, y puedo asegurar que sólo fue un ligero puñete. Sin embargo, el capitán se encogió con gesto dolorido. Primero creímos que se trataba de una broma, pero pronto comprendimos que la cosa iba en serio. Llamamos al médico, y éste comprobó que el jefe tenía tres costillas fracturadas.


Privado en adelante de dirigir la expedición, fácil es imaginar el mal humor con que cedió su puesto a Willy.
En su segunda ronda, éste descubrió unas cintas perforadas, el primer indicio de una especie de escritura. El capitán, que no podía moverse, se dedicó a estudiar los signos, cosa que logró con bastante rapidez, y por fin nos enteramos del significado de la sorprendente nave.
—Aún no lo entiendo todo, pero algunos puntos quedan aclarados —dijo—. El aparato en que nos encontramos pertenece a una gran flota que participaba en una operación de emigración. Viajaba en él casi un millón de seres. Durante el desplazamiento enfermaron todos, por lo que fueron trasladados a otras naves. No acabo de descifrar la causa, aunque aquí dice algo… La traducción literal sería "calciófago" o "calciófagos".
Todos debimos poner cara de desconcierto. El médico, sin embargo, se levantó de un salto, tomó su instrumental y corrió a visitar a Spike, sin duda el que estaba en peores condiciones. Yacía éste en una habitación individual destinada a enfermería. El doctor le extrajo sangre y desapareció con ella en su improvisado laboratorio. Al cabo de un rato salió con un tubo de ensayo en la mano, que nos mostró excitado.
—¡Aquí tienen la respuesta! —declaró.
En la probeta danzaba un sedimento blanco y grumoso que a nosotros, desde luego, nada nos decía.
—¡Falta de calcio! —jadeó el médico—. El nivel de calcio se halla muy por debajo de lo normal. Ahora comprendo por qué se nos rompen los huesos y se nos mueven los dientes.
—¿Calcio? —repitió el capitán, pensativo—. Precisamente, nuestro catalizador se componía de calcio…
—¡Bah! —replicó el doctor—. Eso tiene que ser casualidad. En adelante confeccionaré yo el menú, para que la comida contenga suficiente calcio. Además, todos tomaremos pastillas…
—Pero, ¿qué son calciófagos? —quise saber yo.
—Tal vez unas bacterias —indicó el facultativo—. Ahora mismo haré un frotis y me sentaré ante el microscopio.
Teníamos, pues, una pista a seguir, aunque no puedo afirmar que nos sintiéramos muy seguros en nuestra piel.
Al día siguiente, una de las patrullas no regresó. De momento no nos preocupamos, ya que era fácil extraviarse y sufrir retraso en tan gigantesca nave. Pero cuando fueron pasando las horas sin que volviesen los compañeros, el capitán nos envió a Cyril y a mí en su busca.
Sabíamos, más o menos, qué parte del vehículo habían proyectado explorar, y hacia allí nos encaminamos sin vacilación. Hasta entonces, cada salida había constituido una diversión, algo semejante a un paseo por un hermoso paisaje. Ahora, en cambio, los maravillosos aposentos nos resultaban inquietantes. Imperaba en ellos un silencio aterrador. Cada vez que abría una puerta, necesitaba sobreponerme… No podía evitar la sensación de algo que nos acechaba al otro lado.
Habíamos avanzado ya bastante, cuando Cyril empezó a quejarse de un extraño dolor en todos los miembros. Yo no sentía nada, pero estaba dispuesto a proponer a mi compañero el regreso, dado que éste se encontraba cada vez peor, cuando les hallamos…
A pocos pasos de nosotros yacía Fatty, que se movió débilmente al oírnos. Algo más allá descubrimos los cuerpos de los otros muchachos, tendidos en el suelo como si una extraña fuerza les hubiera derribado, y al arrodillarnos junto a Fatty observamos que tenía el rostro deformado y fofo. Sus brazos pendían faltos de vida. Con los ojos entornados, nuestro amigo trató de formar unas palabras.
—Un… ser, un… un animal… que…
Y se hundió como si la última energía hubiese abandonado su cuerpo.
Cyril y yo nos miramos horrorizados. De pronto percibí un ruido en la habitación contigua. Saqué la pistola y abrí la puerta de golpe. Delante de mí se extendía una sala alargada, una especie de invernadero lleno de plantas completamente secas. Al fondo de todo, sin embargo, se arrastraba y serpenteaba algo. Algo que sólo vi en parte, ya que el resto desapareció en un rincón: Una maraña de patas o tentáculos de color gris plateado, que se retorcían incesantemente y se movían de un lado a otro en un intento de busca.
Un grito de Cyril me hizo retroceder. Le hallé apoyado en la pared, lívido. Poco le faltaba para desmayarse.
—Estoy cada vez peor —musitó—. ¡Sácame de aquí…!
Apenas podía andar, de modo que tuve que sostenerle durante casi todo el camino.
Cuando logramos reunimos con los demás, nos aguardaba otra noticia terrible: El médico había comprobado que buena parte de las provisiones estaba descompuesta. Lo estropeado era justamente lo más rico en calcio.
Un grupo de voluntarios fue a recoger a los compañeros accidentados y, si bien no tropezaron con el repugnante animal, a su regreso se sentían totalmente agotados. Los hombres que acababan de rescatar permanecían sumidos en un extraño sopor.
El capitán convocó a una reunión, pero su resultado fue desconsolador. Llegamos a la conclusión de que el animal que yo había visto se alimentaba de calcio y tenía, además, la facultad de absorber esa sustancia de todo cuanto le rodeaba. Estudiamos la posibilidad de tomar algunas medidas extremas: Unos propusieron volar aquella parte de la nave en que se hallaba el monstruo; otros querían colocar complicadas trampas…
Yo sólo prestaba atención a medias. Vi la palidez de mis camaradas, hundidos con evidente dejadez en los cómodos sillones, contemplé el pecho vendado del capitán y la figura inerte de Spike. Diversos pensamientos cruzaron mi mente. Yo seguía encontrándome bien como siempre, sin sentir las molestias propias de la pérdida de calcio. Nadie más que yo había visto el horrible animal y, sin embargo, no sufría consecuencia alguna. Todas mis deducciones conducían, pues, a un punto…
Si mis sospechas eran ciertas, la pena sería muy profunda. Pero esa circunstancia podía significar la salvación de nuestro grupo.
Me retiré con disimulo, desaparecí tras una rejilla cubierta de enredadera y salí de la estancia sin ser visto.
Necesitaba tener la certeza. En el laboratorio del médico encontré lo que buscaba. Una aguja intracardíaca. Desabroché mi camisa y me clavé la aguja debajo del esternón, introduciéndola poco a poco en diagonal, hacia arriba. Sabía exactamente el punto que debía tocar. Me costó un terrible esfuerzo. Mi corazón latía con violencia, y el sudor resbalaba por mi frente. Reaccionaba como un hombre normal.
Y entonces tuve la certeza. La aguja chocó —a unos cinco centímetros de profundidad— contra algo duro, impenetrable, metálico.
No vacilé ni un instante más. Mi vida no tenía importancia alguna. Tomé una pistola ametralladora del depósito y corrí hacia las profundidades de la nave. Nunca me había resultado tan insoportable el olor de las plantas muertas, ni tan sobrecogedora la falta de vida en aquellos lujosos aposentos. Pero tampoco había estado nunca tan seguro de lo que debía hacer.
Largo rato busqué en la zona más profunda del vehículo. ¿Dónde estaría ese maldito calciófago? No veía más que preciosas salas en las que reinaba la muerte. Plantas secas, acuarios con peces putrefactos, sofás, mesas de juego, columpios de jardín, surtidores, esculturas, brillantes bolas que eran fuentes de luz y adorno a la vez.
De pronto observé algún desorden. Sillas corridas de sitio, floreros volcados. ¿Y no había oído un ruido…?
Me detuve a escuchar. Algo se arrastraba. Levanté la pistola de impulsión y avancé. Con toda cautela. Allí estaba el monstruo. Un gigantesco ovillo plateado, todo él cubierto por centenares de patas o antenas que en un punto se ladearon para que me enfocara una especie de espejo parabólico. Yo, sin embargo, no experimenté nada. Y es que, a mí, nadie puede quitarme el calcio. Oprimí el gatillo del arma, pero no se produjo la impulsión. Lo intenté otra vez y nada.
Entonces comprendí que la pistola funcionaba mediante un cátodo de germanio y sulfuro de calcio, por lo que ya no servía para nada.
Una ira horrible se apoderó de mí. De cualquier forma, mi plan no podía fallar. Arrojé al suelo la pistola, agarré una silla, corrí hacia el animal y me lancé sobre él, golpeándole tremendamente con la silla.
Apenas encontré resistencia y casi me vi envuelto en el repelente monstruo. Una masa porosa se desparramó, pulverizada, por el suelo. Los tentáculos y las antenas vibraron, pero yo pasé la mano bruscamente por encima y todos aquellos apéndices cayeron quebrados. El cuerpo del animal, que apareció desnudo al ir perdiendo sus serpenteantes miembros, se hinchó y revolcó furioso. Pero unos cuantos golpes más le dejaron sin vida. Todo había sido muy fácil y, no obstante, yo me sentía agotado. La tensión nerviosa y la excitación fueron demasiado grandes.
Necesité cuatro horas para volver junto a mis compañeros. El capitán me recibió indignado, pero calló cuando le anuncié que el animal estaba muerto, y todos corrieron a ver su cuerpo destrozado.
Sólo a su regreso me di cuenta de la dicha que su salvación significaba para mí. Había logrado conservar la vida de Spike, el físico silencioso y siempre dispuesto a ayudar; del regordete Smoky; de Willy, siempre ansioso de adquirir nuevos conocimientos, y de todos los demás, del formidable equipo de eficientes astronautas al que tengo el orgullo de pertenecer; de Jack, que acababa de descubrir capullos llenos de protóxido de calcio, en suficiente cantidad para cargar de nuevo nuestro catalizador; del doctor, que apareció con restos del animal en unos frasquitos, y no en último lugar la del capitán, que se acercó a mí y dijo:
—¡Maldita sea…! Nunca me supo tan mal tener que castigar a un hombre. Pero debes reconocer que no puedo actuar de otra manera. Quedas arrestado durante tres días. Te alejaste de nosotros sin permiso.
El castigo poco me importa. Lo fundamental es que no se enteren de la realidad. Porque les quiero a todos, y deseo que ellos también sientan afecto hacia mí. Y eso… no sé si sería posible, si se enteraran que llevo una célula positrónica en la fosa epigástrica… De que soy un robot.


FIN

2024/02/18

"C..." (Richard Matheson)


Título original: The foodlegger
Año: 1952


Los vehículos se detuvieron entre chirridos de frenos; unas maldiciones ahogadas rebotaron contra los parabrisas. Los peatones saltaron hacia atrás, con los ojos dilatados y la boca abierta en una incrédula O.
Una gran esfera de metal había aparecido, como brotada del aire, en mitad de la intersección.
—¿Qué, qué? —balbuceó el agente de tránsito, abandonando la fortaleza de su isla de cemento.
—¡Buen Dios! —gritó una secretaria, inclinándose fuera de una ventana del tercer piso—. ¿Qué será eso?
—¡Brotó de la nada! —barbotó un viejo—. ¡De la nada, caramba!
Gritos sofocados. Todo el mundo se inclinó hacia adelante, con el corazón agitado. La puerta circular de la esfera se estaba abriendo.
Un hombre saltó de ella y miró a su alrededor, interesado. Clavó sus ojos en la gente, la gente lo miró a su vez.
—¿Qué significa esto? —vociferó el agente de tránsito, sacando su libreta de informes—. ¿Conque busca problemas?
El hombre sonrió. Los que estaban más próximos le oyeron decir:
—Soy el profesor Robert Wade. Vengo del año 1954.
—Puede ser, puede ser —gruñó el funcionario—. Antes que nada, saque ese armatoste de aquí.
—Pero eso es imposible —dijo el hombre—. Al menos por el momento. 
El agente proyectó el labio inferior.
—Imposible, ¿eh? —desafió.
Dio un paso hacia el globo de metal. Lo empujó. El artefacto no cedió un ápice. Lo pateó y soltó un aullido:
—¡Ay!
—Por favor —dijo el extranjero—. No servirá de nada.
Enojado, el agente empujó la puerta y echó una mirada al interior. Retrocedió de inmediato, con un grito ahogado en los labios pálidos.
—¿Qué? ¿Qué? —gritó, en fabulosa incredulidad.
—¿Qué pasa? —preguntó el profesor.
La cara del agente estaba sombría y perturbada. Le castañeteaban los dientes.
Parecía atónito.
—Si usted… —comenzó el hombre.
—¡Cállese, puerco inmundo! —rugió el agente.
El profesor retrocedió alarmado, con la cara contraída por la sorpresa.
El agente se estiró hacia el interior de la esfera y sacó algunos objetos.
Pandemónium.
Las mujeres desviaron el rostro con chillidos de asco. Los hombres más fuertes ahogaron gritos de asombro, y contemplaron aquello en parálisis total. Los niños echaron miradas furtivas. Las doncellas se desmayaron.
El oficial se quitó la chaqueta, escondió rápidamente los objetos bajo de ella y sostuvo el bulto con una mano temblorosa. Luego aferró violentamente el hombro del profesor.
—¡Sabandija! —bramó—. ¡Cerdo!
—¡Que lo cuelguen! ¡Que lo cuelguen! —coreó un grupo de damas coléricas, marcando el ritmo con sus bastones sobre la acera.
—¡Qué vergüenza! —murmuró un sacerdote, cuya cara se encendió rápidamente en bermellón.
El profesor se vio arrastrado calle abajo. Tironeó, protestando. Los gritos de la multitud le asfixiaron. Lo golpeaban con paraguas, bastones, muletas y revistas enrolladas.
—¡Villano! —acusaban, blandiendo dedos acusadores—. ¡Libertino desvergonzado!
—¡Qué repulsivo!
Pero en los callejones, en los cafetines, en las salas de juego, locas fantasías se ocultaban detrás de las sonrisas maliciosas. La voz se iba corriendo. Risitas ahogadas y formidablemente obscenas latían por las calles de la ciudad.
Llevaron al profesor a la cárcel.
Dos hombres de Tránsito se situaron ante el globo metálico. Alejaban a todos los curiosos. No dejaban de mirar hacia dentro con ojos brillantes.
—¡Justo allí! —decía uno de los agentes, lamiéndose los labios con entusiasmo—. ¡Tremendo!

Cuando sonó el fonovisor, el Comisionado Principal Castlemould estaba contemplando tarjetas pornográficas. Contrajo violentamente sus hombros escuálidos; el susto le hizo chasquear los dientes postizos. Recogió aprisa la pila de tarjetas y las arrojó dentro del cajón de su escritorio. Echándoles una última mirada, cerró el cajón de un golpe, obligó a su rostro huesudo a adoptar una máscara de dignidad oficial y oprimió la llave de control.
Sobre la pantalla del fonovisor apareció el capitán Ranker de la Policía de Tránsito; la gruesa papada rebasaba su cuello duro.
—Comisionado —canturreó el capitán, con las facciones empapadas de obediencia—, siento molestarlo durante su hora de meditación.
—Bueno, bueno, ¿de qué se trata? —preguntó secamente Castlemould, tamborileando en su impaciencia la superficie lustrosa del escritorio.
—Tenemos un prisionero —dijo el capitán—. Dice ser un viajero del tiempo, proveniente de 1954.
El capitán echó a su alrededor una mirada culpable.
—¿Qué busca? —tartajeó el comisionado.
El capitán Ranker extendió una mano en ademán apaciguador. Luego, inclinándose por debajo de la mesa, recogió los tres objetos y los puso sobre su carpeta secante, donde Castlemould pudiera verlos.
Los ojos de Castlemould estuvieron a punto de saltar de sus órbitas. La nuez de Adán se le subió hasta la nariz.
—¡Ahhhh! —graznó—. ¿De dónde sacó eso?
—El prisionero lo traía consigo —respondió Ranker, incómodo.
El viejo comisionado devoró aquellos objetos con la vista. Por un rato, ninguno de los dos habló. Castlemould se sintió invadido por un mareo sensual. Su nariz dilatada soltó un bufido.
—¡Espere! —jadeó, en voz alta y entrecortada—. ¡Un momento!
Cortó la comunicación, pensó durante un segundo y volvió a oprimir la llave. El capitán Ranker retiró bruscamente la mano del escritorio.
—Mejor que no toque esas cosas —le previno Castlemould, con los ojos entrecerrados—. No las toque. ¿Comprendido?
El capitán Ranker se tragó el corazón.
—Sí, señor —balbuceó, mientras un intenso rubor se expandía por su cuello carnoso.
Castlemould hizo un gesto de burla y volvió a interrumpir la comunicación.
Entonces se levantó de un salto, con una risa fuerte y aguda.
—¡Jaajaaa! —gritó—. ¡Jaajaaa!
Cruzó cojeando el cuarto, frotándose las manos. Hurgó deleitado la gruesa alfombra con sus finos zapatos negros.
—¡Jaajjaaaj! ¡Ja jaaj jaaj jaaj! 
Y llamó a su coche particular.

Pasos. El fornido guardia quitó el cerrojo y abrió la puerta.
—Levántese, usted —graznó, con los labios torcidos en una mueca de disgusto.
El profesor Wade se levantó y atravesó la puerta, echando a su carcelero una rápida mirada antes de salir al vestíbulo.
—A la derecha —ordenó el guardia.
Wade giró hacia la derecha y cruzaron el salón.
—Por qué no me habré quedado en casa —murmuró Wade.
—¡Silencio, perro impúdico!
—¡Oh, cállese! —dijo Wade—. Todos ustedes han de estar locos. Tanto lío por un…
—¡Silencio! —rugió el guarda, mirando presuroso a su alrededor, con un estremecimiento—. Ni siquiera mencione esa palabra en esta limpia cárcel.
Wade levantó hacia él sus ojos implorantes.
—Esto ya es demasiado —anunció—. De cualquier modo que se lo mire.
Se le introdujo en un cuarto en cuya puerta se leía: Capitán Ranker, Jefe de la Policía de Tránsito.
El jefe se levantó bruscamente al verlo entrar. Sobre la mesa estaban los tres objetos, discretamente tapados con un paño blanco.
Un hombre apergaminado, vestido como para un velorio, dirigió a Wade una mirada aguda y deductiva. Dos manos señalaron simultáneamente una silla.
—Siéntese —dijo el Jefe.
—Siéntese —dijo el Comisionado.
El jefe se disculpó. El comisionado hizo un gesto entre burlón y despectivo.
—Siéntese —repitió Castlemould.
—¿Quieren ustedes que me siente? —preguntó Wade.
Sobre las facciones del capitán Ranker, ya rojizas, se expandió un apoplético escarlata.
—¡Siéntese! —barbotó—. ¡Cuando el comisionado Castlemould ordena sentarse, quiere decir que se siente!
El profesor Wade se sentó. Ambos funcionarios lo rodearon, como aguiluchos que esperaran la oportunidad de lanzar el primer picotazo. El profesor miró al jefe Ranker.
—Quizá usted quiera decirme…
—¡Silencio! —saltó Ranker.
Wade dio una palmada furiosa sobre el brazo de la silla.
—¡No me callaré! Estoy harto de tanta cháchara estúpida. Miran ustedes en mi cámara del tiempo, encuentran esas tonterías y…
De un manotazo apartó la tela que cubría los objetos. Ambos funcionarios dieron un salto atrás, ahogando un grito, como si Wade hubiese arrancado las ropas de sus respectivas abuelas.
Wade se levantó, arrojando el paño sobre la mesa.
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué pasa? —gruñó—. Es comida. Comida. Un poco de comida.
Los dos hombres soltaron respingos bajo el repetido impacto de esa palabra, como si recibieran ráfagas del viento del purgatorio.
—¡Cierre su sucia boca! —dijo el capitán, con voz fuerte y sibilante—. ¡No queremos oír sus obscenidades!
—¿Obscenidades? —gritó el profesor Wade, abriendo incrédulo la boca y los ojos—. ¿Es que oigo bien? 
Levantó uno de los objetos.
—¡Esto es una caja de galletas! —aclaró, incrédulo—. ¿Van a decir que es obscena?
El capitán Ranker cerró los ojos, estremecido. El viejo comisionado recuperó los sentidos y ahuecó los labios grisáceos, observando con ojillos astutos. Wade arrojó la caja sobre la mesa. El viejo palideció. El profesor tomó los otros dos objetos.
—¡Una lata de carne envasada! —exclamó furioso—. ¡Un termo con café! ¿Qué diablos hay de obsceno en la carne y en el café?
Un silencio mortal llenó el cuarto al final de ese alegato.


Todos se miraban mutuamente. Ranker temblaba como algo sin huesos, sofocado por el aturdimiento. La mirada del anciano se paseaba entre el rostro indignado de Wade y los objetos que había vuelto a dejar sobre la mesa. Sus centros cerebrales estaban tensos, en meditación.
Finalmente, Castlemould asintió y soltó una tosecita significativa.
—Capitán —dijo—, déjeme a solas con este canalla. Quiero llegar al fondo de esta atrocidad.
El capitán miró a su superior y asintió con un gesto de su grotesco cráneo. Salió rápidamente sin decir palabra. Lo oyeron alejarse a los tumbos por el vestíbulo, soltando bufidos.
—Ahora —dijo el comisionado, hundiéndose en la inmensidad de la silla de Ranker—, dígame su nombre… —su voz era halagadora, como si estuviera bromeando a medias.
Levantó el paño con dedos serenos y lo dejó caer sobre aquellos "objetos ofensivos", con el decoro de un sacerdote que cubriera con su túnica los hombros desnudos de una bailarina de cabaret.
Wade se hundió en la otra silla con un suspiro.
—Renuncio —dijo—. Vine del año 1954, en mi cámara de tiempo. Traje un poco de… comida… para cualquier emergencia. Y todos me dicen que soy un perro impúdico. Temo que no entiendo nada de esto.
Castlemould plegó las manos sobre su pecho hundido y asintió lentamente.
—Hummm. Bien, joven, me siento inclinado a creerle —dijo—. Es posible, lo admito. Los historiadores hablan de cierto período en el que el… ejem… sustento físico se tomaba por vía oral.
—Me alegro de que alguien me crea —dijo Wade—. Pero me agradaría que me explicara qué pasa con la comida.
El comisionado dio un ligero respingo ante la palabra. Wade volvió a mostrarse sorprendido.
—¿Es posible que la palabra "comida"… se haya vuelto obscena? —observó.
Ante el sonido reiterado de la palabra, algo pareció entrar en acción en el cerebro de Castlemould. Se inclinó hacia adelante y retiró el paño con ojos centelleantes. Pareció comerse con los ojos la caja, el termo, la lata. Su lengua recorrió los labios secos. Wade lo miró fijamente, con una sensación cercana al disgusto.
El viejo pasó una mano temblorosa sobre la caja de galletas, como si fueran las piernas de una corista. Sus pulmones lucharon con el aire.
—Comida…
Murmuró la palabra con el aliento entrecortado por la salacidad.
Luego, rápidamente, volvió a cubrir los artículos, como si el verlos lo aturdiera. Sus ojos viejos y brillantes se dirigieron al profesor Wade. Tomó una pequeña bocanada de aire.
—C…, bueno —dijo.
Wade se recostó en la silla; la confusión le quemaba el cuerpo. Meneó la cabeza e hizo una mueca al pensar en todo aquello.
—Es fantástico —murmuró.
Bajó la cabeza para evitar la mirada del viejo. Luego, al levantarla, vio que Castlemould espiaba otra vez bajo el paño, trémulo como un adolescente en su primera visita al teatro de revistas.
—Comisionado.
El viejo, sobresaltado, se sacudió en la silla y recogió los labios en un siseo asustado. Trató de reponerse.
—Sí, sí —dijo, tragando saliva.
Wade se levantó. Retiró el paño y lo extendió sobre el escritorio. Luego apiló los objetos en el centro y recogió las puntas, anudándolas. Hecho eso, dejó colgar el paquete a un costado.
—No quiero corromper esta sociedad —dijo—. Supongamos que averiguo lo que quiero sobre esta época y me marcho en mi… con esto.
En aquellas facciones arrugadas se dibujó el terror.
—¡No! —gritó Castlemould.
Wade lo miró, suspicaz. El comisionado se mordió mentalmente la lengua.
—Es decir, no tiene por qué marcharse tan pronto. Después de todo… —hizo un ademán extraño con sus brazos apergaminados, continuando—: Usted será mi huésped. Venga. Iremos a mi casa y…
Se aclaró violentamente la garganta; de inmediato se levantó y dio la vuelta al escritorio. Palmeó a Wade en el hombro, con los labios retorcidos, la sonrisa de un hospitalario chacal.
—En mi biblioteca podrá encontrar todos los datos que necesite —dijo. Wade no replicó. El viejo echó a su alrededor una mirada culpable.
—Pero será mejor que usted… hum…, no deje aquí ese bulto. Mejor llévelo consigo.
Dejó escapar un cloqueo confidencial. La suspicacia de Wade se acrecentó.
Castlemould dio a sus palabras un tono severo.
—No me gusta decirlo —dijo—, pero no se puede confiar en los subordinados. Podría causar un terrible revuelo en el departamento. Me refiero a eso.
Y miró al lío con afectado descuido. Su delgada garganta sufrió una contracción de honestidad.
—Nunca se sabe lo que puede pasar —continuó—. Alguna gente, como usted sabe, carece de principios.
Lo dijo como si ese horrendo pensamiento acabara de aparecer involuntariamente en su prístino cerebro. Para evitar toda discusión, se dirigió hacia la puerta. Mientras aferraba el pomo de la puerta se volvió, diciendo:
—Espéreme aquí. Voy a tramitar su excarcelación.
—Pero…
—No es nada, no es nada —dijo Castlemould, saltando hacia el vestíbulo.
El profesor Wade meneó la cabeza. Luego metió la mano en el bolsillo y sacó de él una barra de chocolate.
—Será mejor esconder bien esto —se dijo—, o me veré ante el pelotón de fusilamiento.

Ya en la entrada de su casa, Castlemould dijo:
—A ver, deje el paquete. Lo pondremos en mi escritorio.
—No me parece —dijo Wade, conteniendo la risa ante la cara ansiosa del comisionado—. Podría ser demasiada… tentación.
—¿Para quién, para mí? —exclamó Castlemould—. ¡Jaaj! ¡Qué divertido! 
Sin soltar el paquete del profesor, hizo un puchero.
—Le diré qué podemos hacer —regateó, empecinado—. Iremos a mi estudio y yo cuidaré su paquete mientras usted toma notas de mis libros. ¿Qué le parece, ahhh? ¿Ahhh?
Wade siguió al hombre cojo hasta el estudio de techo alto. Aún no comprendía. Comida. Probó el sonido en su mente. Sólo una palabra inofensiva. Pero, como cualquier otra, tendría el significado que la gente quisiera darle.
Vio que las manos de Castlemould, de venas hinchadas, acariciaban el atado; notó la expresión codiciosa y taimada que invadía su cara vieja y severa. Se preguntó si podría dejar la… Sonrió para sí ante la vacilación de su mente. Se estaba contagiando.
Cruzaron juntos la ancha alfombra.
—Tengo la mejor colección de la ciudad —se jactó el comisionado—. Completa.
Guiñó un ojo surcado de venillas rojas y prometió:
—Sin censura.
—Qué bien —dijo Wade.
Ya ante los estantes, recorrió los títulos con la vista, inspeccionando las hileras paralelas que cubrían las paredes de la habitación.
—¿Tiene algún…? —comenzó, volviéndose.
Se interrumpió. El comisionado no estaba ya junto a él, sino sentado ante su escritorio. Había desenvuelto el atado y contemplaba la lata de carne con la impúdica mirada de un avaro que contara su oro.
—¡Comisionado! —llamó Wade en voz alta.
El viejo saltó violentamente, arrojando la lata al suelo. De inmediato desapareció de la vista, para aparecer un momento después, lleno de avergonzada mortificación, con la lata bien sostenida en ambas manos.
—¿Sí? —preguntó, gentilmente.
Wade se volvió sin perder tiempo; los hombros le temblaban por la risa reprimida.
—¿Tiene algún texto de historia? —preguntó, con voz entrecortada por la hilaridad.
—¡Sí, señor! —espetó Castlemould—. El mejor texto de historia de la ciudad… —tomó el volumen de un estante cubierto de polvo—. Precisamente el otro día lo estaba leyendo —dijo, alcanzándolo al profesor Wade.
Éste asintió, mientras soplaba el polvo del libro, que se levantó en una nube.
—Muy bien —dijo Castlemould—. Ahora usted se sienta aquí… —palmeó el resquebrajado respaldo de cuero de un sillón—. Le traeré algo para que escriba —agregó.
Wade lo contempló mientras volvía apresuradamente al escritorio y tironeaba el cajón superior. Será mejor que lo deje con la comida, pensó, mientras Castlemould volvía con un grueso bloc de artipapel. Wade iba a decirle que tenía su propio bloc, pero cambió de idea; tal vez le vendría bien tener una muestra de papel del futuro.
—Ahora usted se sienta aquí y toma todas las notas que quiera —dijo Castlemould—, y no se preocupe por su c… No se preocupe.
Se tranquilizó.
—¿Y usted? ¿Adonde va?
—¡A ninguna parte, a ninguna parte! —aseguró el comisionado—. Me quedaré aquí. Cuidando la…
Su nuez de Adán dio otra zambullida ante los objetos y la voz se le apagó en una pasión agotadora.


Wade se recostó en la silla y abrió el libro. Sólo una vez volvió a mirar al anciano; Castlemould estaba sacudiendo el termo de café para escuchar su borboteo. Su rostro sumido tenía el aspecto de un idiota meditabundo.

"La destrucción de la capacidad terrestre para producir c… se completó por el uso militar generalizado de los rocíos bacteriológicos. Esas diminutas gotitas de gérmenes penetraron en los suelos a profundidad suficiente como para imposibilitar el crecimiento de las plantas. Destruyeron también la mayor parte de los animales que proveían proteínas, así como los comestibles oceánicos, en favor de los cuales no se tomaron medidas precautorias en el último ataque desesperado de la guerra.
Asimismo, quedaron impotables las mayores reservas de agua del planeta. Cinco años después de la guerra, en el momento de escribirse esta obra, continuaba la intensa contaminación que las últimas lluvias no habían logrado disminuir.
Más aún…"

Wade levantó la vista del texto, meneando sombríamente la cabeza y miró hacia el comisionado. Castlemould estaba recostado en su silla, jugueteando pensativo con la caja de galletas.
Wade volvió a su libro y finalizó rápidamente el trozo escogido. Echó una mirada a su reloj. Era hora de regresar. Completó sus anotaciones y cerró el libro. Ya de pie, volvió a colocar el volumen en su sitio y se dirigió al escritorio.
—Ahora debo irme —dijo.
Los labios de Castlemould temblaron, descubriendo sus dientes de porcelana.
—¿Tan pronto? —dijo, y en esas palabras había algo cercano a la amenaza Recorrió la habitación con la vista, en busca de algo—. ¡Ah! —exclamó.
Dejó suavemente la caja de galletas y se puso de pie.
—¿Qué tal un bolo intravenoso? —propuso—. Uno cortito, antes de marcharse, ¿eh?
—¿Un qué?
—Bolo intravenoso.
Wade sintió que la mano del comisionado le tomaba el brazo para conducirlo otra vez al sillón.
—Venga —dijo Castlemould, extrañamente jovial.
Wade se sentó. "No pierdo nada", pensó. "Dejaré la comida. Eso lo tranquilizará".
El viejo hacía rodar una incómoda mesita ubicada en un rincón del cuarto. En la parte superior tenía un indicador y múltiples zarcillos brillantes, cada uno terminado en una aguja achaparrada.
—Es nuestra forma de…
El comisionado echó una mirada en su torno, como un vendedor de tarjetas prohibidas y concluyó suavemente:
 —… beber.
Wade le vio tomar uno de los zarcillos.
—A ver, deme la mano —dijo el comisionado.
—¿Duele?
—No, en absoluto —respondió el viejo—. No tiene nada que temer.
Tomó la mano de Wade y clavó la aguja en la palma. Wade ahogó un grito. El dolor pasó casi de inmediato.
—Podría… —comenzó Wade.
En ese momento sintió que un tranquilizador fluir de licores corría por las venas.
—Bueno, ¿verdad? —preguntó el comisionado.
—¿Así beben ustedes?
Castlemould clavó una aguja en su propia palma.
—No cualquiera tiene un modelo especial como éste —dijo, orgulloso—. Este juego intravenoso es un regalo del gobernador del Estado. En agradecimiento por mis servicios, ¿sabe usted? Por llevar ante la justicia a la banda de Tom.
Wade se sentía placenteramente aletargado. Sólo un momento más, pensaba, y después me iré.
—¿La banda de Tom? —inquirió.
Castlemould se acomodó en el borde de otra silla, explicando:
—Apócope de… ejem… banda de los Tomates, grupo de famosos criminales que intentaban cultivar… tomates. ¡Para venderlos al por mayor!
—Horror —comentó Wade.
—Fue grave, muy grave.
—Grave. Creo que ya basta para mí.
—Mejor cambiar un poco —dijo Castlemould y se levantó para manejar los diales.
—Es suficiente para mí —insistió Wade.
—¿Qué le parece esto? —preguntó Castlemould.
Wade parpadeó, sacudiendo la cabeza para despejar las nieblas.
—Basta —dijo—, estoy mareado.
—¿Y esto?
Wade sintió que el calor aumentaba. Parecía correrle fuego por las venas. La cabeza le daba vueltas.
—¡Basta! —dijo, tratando de levantarse.
—¿Y esto? —preguntó Castlemould, quitándose la aguja.
—¡Ya basta! —gritó Wade.
Se inclinó para quitarse la aguja, pero tenía las manos entumecidas y volvió a caer en la silla.
—Apáguelo —dijo, débilmente.
—¿Qué le parece esto? —exclamó Castlemould.
Wade gruñó; un chorro flamígero corría por su cuerpo. El calor retorcía su organismo, trepando a saltos por él. Trató de moverse. No pudo. Estaba ya inerte, en un coma alcohólico, cuando Castlemould apagó al fin el artefacto. Quedó hundido en su silla, con los diminutos tentáculos aún prendidos de la mano. Sus ojos semicerrados estaban vidriosos y abotagados.

Sonidos.
Su cerebro drogado trató de situarlos. Parpadeó. Era como tener el cerebro apresado entre piedras calientes. Abrió los ojos. El cuarto era un borrón. Los estantes se superponían en hileras acuosas de lomos de libros. Meneó la cabeza. Los sesos parecieron sacudírsele en una risita tonta.
Las neblinas empezaron a disiparse una a una, como los velos de una bailarina. Vio a Castlemould ante su escritorio.
Estaba comiendo.
Encorvado sobre el escritorio, con la cara convertida en una mancha de negro rojizo, llevaba a cabo algún fanático rito carnal. Tenía los ojos inseparablemente fijos en el alimento esparcido sobre el paño. Estaba absorto, el termo golpeaba contra sus dientes. Lo sostenía entre sus dedos entrelazados, mientras el cuerpo le temblaba al pasar el líquido fresco por su garganta. Hacía chasquear estáticamente los labios.
Cortó otra rodaja de carne y la encerró entre dos galletas. Su mano temblorosa llevó el emparedado a su boca húmeda. Mordió los lados crocantes y masticó ruidosamente, con los ojos relucientes de excitación.
El rostro de Wade se contrajo por el asco; permaneció allí sentado, contemplando al anciano. Castlemould miraba ciertas postales mientras comía. Tenía la mirada clavada en ellas, y sus mandíbulas se movían esforzadamente. Brillaban sus ojos. Su vista pasaba de lo que comía a las tarjetas.
Wade trató de mover los brazos. Eran como troncos. Con bastante esfuerzo, logró deslizar una mano sobre la otra. Se quitó la aguja, soltando un ronco suspiro. El comisionado no lo oyó. Estaba perdido y absorto en su orgía digestiva.
A modo de prueba, Wade estiró las piernas. Parecían ajenas. Comprendió que, si intentaba ponerse de pie, caería de cara contra el suelo.
Se clavó las uñas en las palmas. Al principio no sintió nada. Después, la sensación fue volviendo lentamente, hasta llegarle al cerebro, barriendo la niebla.
No quitaba los ojos de Castlemould. El viejo comía entre estremecimientos, acariciando cada bocado. Wade pensó: Está haciendo el amor con una caja de galletas.
Luchó por recuperar el dominio sobre sí mismo. Tenía que regresar.
Castlemould ya había vaciado completamente la caja de galletas y recogía las migajas restantes. Las levantaba con un dedo húmedo y se las metía en la boca. Tras asegurarse de que no dejaba restos de carne, levantó el termo, ya prácticamente vacío, y lo suspendió sobre la boca abierta.
Las gotas restantes cayeron —tac, tac— en la cavidad de dientes blancos, y rodaron por la lengua hacia la garganta. Con un suspiro, bajó el termo. Volvió a mirar sus fotografías, con el pecho agitado. Después las dejó a un lado con un ademán de borracho y se dejó caer hacia atrás en la silla. Soñoliento, inexpresivo, contempló su escritorio, la caja vacía, la lata y el termo. Se pasó dos dedos cansados por la boca.
Después de algunos minutos, la cabeza se le cayó hacia adelante. Sus sonoros ronquidos levantaron ecos por toda la habitación.
El festival había concluido.
Wade se levantó con gran esfuerzo. Tropezó; el suelo parecía querer levantarse hasta su cara. Fue a dar contra una esquina del escritorio, donde se sujetó, mareado. Dio la vuelta al escritorio, apoyándose en su cubierta. El cuarto seguía girando ante sus ojos.
Se detuvo tras la silla del viejo, mirando los restos de aquella violenta cena. Aspiró una bocanada de aire, profunda y entrecortada y se sostuvo en la silla, cerrando los ojos, hasta que hubo pasado el mareo. Luego abrió nuevamente los ojos y volvió a mirar hacia la mesa, reparando en las tarjetas. En su rostro se dibujó una expresión incrédula.
Eran representaciones de comida.
Una cabeza de repollo, un pavo asado. En algunas de ellas, mujeres semidesnudas sostenían hojas de lechuga disecadas, magros tomates, naranjas secas, presentándolas en profano ofrecimiento.


—¡Dios, me quiero ir! —exclamó.
Iba ya hacia la puerta cuando recordó que no tenía idea de dónde estaba su cámara del tiempo. Se detuvo, balanceándose sobre la alfombra raída, escuchando los estridentes ronquidos de Castlemould.
Por último retrocedió y se detuvo, mareado, junto al escritorio; sin quitar la vista del comisionado, que dormía con la boca abierta, comenzó a abrir los cajones.
En el último encontró lo que buscaba: Un extraño tubo en forma de revólver. Lo tomó.
—Levántese —dijo, enojado, asestando al viejo un coscorrón.
—¡Aaahhh! —gritó Castlemould, dando un salto.
Se golpeó el diafragma con la esquina del escritorio y volvió a caer en la silla, privado de aliento.
—Levántese —dijo Wade.
Castlemould, confuso, levantó la vista. Trató de sonreír y una miga le cayó de entre los labios.
—¡Oiga, joven!
—Cállese. Va a conducirme hasta donde está mi cámara.
—Eh, espere un…
—¡Ahora!
—No juegue con eso —le advirtió Castlemould—. Es peligroso.
—Espero que sea muy peligroso —dijo Wade—. Ahora levántese y lléveme hasta su coche.
Castlemould se puso rápidamente de pie.
—Joven, esto es…
—¡Oh, cállese, viejo cabrón senil! Lléveme hasta su coche y ruegue que no se me ocurra apretar este botón.
—¡Por Dios, no lo haga!
Mientras se dirigía hacia la puerta, el comisionado se detuvo súbitamente. Hizo una mueca, doblándose en dos: Su estómago comenzaba a protestar contra aquella violación.
—¡Oh, esa comida! —murmuró, hecho una piltrafa.
—¡Ojalá tenga el mayor dolor de estómago de la historia! —dijo Wade, empujándolo—. Se lo merece.
El viejo se llevó las manos al vientre, gruñendo:
—¡Ohhh, no me empuje!
Salieron al vestíbulo. Castlemould cayó contra la puerta del armario, aferrándose a la madera.
—¡Me muero! —anunció.
—¡Vamos! —ordenó Wade.
Castlemould, sin hacerle caso, abrió la puerta y se hundió hacia el fondo del armario. Allí, en esa obscuridad mal ventilada, se descompuso totalmente.
Wade se volvió, disgustado.
Por último, el viejo volvió a salir, a tropezones, con el rostro pálido y sumido.
Cerró la puerta y se recostó contra ella.
—¡Oh! —dijo, débilmente.
—Se lo merecía —dijo Wade—. Sobradamente.
—No hable —rogó el viejo—. Todavía puedo morir.
—Vamos —respondió Wade.

Estaban en el coche; el comisionado, ya recuperado de su descompostura, iba al volante. Wade, sentado a lo ancho del asiento delantero, sostenía el arma a la altura del pecho.
—Quiero disculparme por… —empezó el comisionado.
—Conduzca.
—Bueno, no me gusta sentirme poco hospitalario.
—Cállese.
El rostro del viejo se puso tenso.
—Escuche, joven —dijo, en una tentativa—, ¿le gustaría ganar bastante dinero? 
Wade adivinó lo que seguiría, pero de cualquier modo preguntó:
—¿De qué modo?
—Muy fácilmente.
—Trayéndole comida —concluyó Wade.
—Y bien —gimió Castlemould, con la cara contraída—, ¿qué tiene de malo?
—Y tiene el coraje de preguntármelo —observó Wade.
—Oiga, joven. Hijo mío…
—¡Oh, por Dios, cállese! —replicó Wade, encogiendo los hombros, disgustado—. Acuérdese del armario de su vestíbulo y cierre la boca.
—Pero, hijo —insistió el comisionado—, eso fue porque yo no estoy acostumbrado. Pero ahora… —de pronto adoptó una expresión astuta y demoníaca—, ahora le he tomado el gusto.
El coche giró en una esquina. Mucho más adelante, Wade pudo ver su cámara.
—En ese caso, piérdale el gusto —replicó sin quitarle los ojos de encima.
El comisionado parecía desesperado. Sus escuálidos dedos aferraban el volante, mientras el pie izquierdo tamborileaba decididamente sobre el suelo.
—¿No va a cambiar de idea? —preguntó, amenazante.
—Dé gracias porque no disparo.
Castlemould no dijo más; se limitó a contemplar la ruta con ojos entornados y calculadores. El coche se detuvo junto a la cámara con un silbido.
—Diga a los oficiales que quiere examinar la cámara —ordenó Wade.
—¿Y si no lo hago?
—En ese caso recibirá en el estómago lo que hay dentro de este tubo, sea lo que sea.
Castlemould forzó una brusca sonrisa y los oficiales se aproximaron.
—¿Qué significa…? —empezó el oficial.
Pero de la truculencia pasó visiblemente a la reverencia.
—¡Ohhh! ¡Comisionado!
Se quitó la gorra con una sonrisa de oreja a oreja y agregó:
—¿Qué puedo hacer por usted?
—Quiero echar un vistazo a esa… cosa —dijo Castlemould—. Necesito verificar algo.
—Sí, sí, señor.
Wade advirtió, en voz baja:
—Voy a poner el tubo en mi bolsillo.
El comisionado le dejó abrir la puerta sin decir nada. Los dos se aproximaron a la cámara. Entonces, Castlemould dijo en voz alta:
—Entraré primero. Puede ser peligroso.
Los oficiales comentaron apreciativamente aquel coraje. Wade crispó los labios.
Se contentó pensando en el puntapié con que lanzaría al viejo afuera.
Los huesos del comisionado crujieron ruidosamente al subir los dos peldaños de la puerta. Trepó soltando un gruñido entre los dientes apretados. Wade lo ayudó con un empujón y disfrutó con el ruido que hizo el anciano al golpear contra el mamparo de acero.
Levantó su mano libre. Pero no podía entrar con una sola mano; le hacían falta las dos. Se tomó de los peldaños y subió de un empujón.
En cuanto Wade entró, Castlemould le metió la mano en el bolsillo y sacó de allí el arma.
—¡Aaah jaaj! —su aguda voz levantó ecos estremecedores dentro de aquella pequeña concha.
Wade se apretó contra el mamparo. Podía ver poca cosa en aquella penumbra.
—¿Qué piensa hacer ahora? —preguntó.
—Usted me llevará de regreso —dijo Castlemould, haciendo centellear sus dientes de porcelana—. Voy con usted.
—Aquí sólo hay lugar para una persona.
—Entonces iré yo solo.
—No sabe operarlo.
—Dígame cómo se hace —ordenó Castlemould.
—¿Y si no?
—Si no, lo quemo. 
Wade se puso tenso.
—¿Y si lo hago? —preguntó.
—Se quedará aquí hasta que yo regrese.
—No le creo.
—Tendrá que hacerlo, joven —cloqueó el comisionado—. Ahora, dígame cómo funciona.
Wade llevó la mano al bolsillo.
—¡Atención! —le advirtió Castlemould.
—Quiere la hoja de instrucciones, ¿no?
—Démela. Pero atención. Conque hoja de instrucciones ¿eh?
—No entenderá una palabra —replicó Wade, introduciendo la mano en el bolsillo.
—¿Qué es eso? —preguntó Castlemould—. Eso no es papel.
—Una barra de chocolate —pronunció Wade—. Una barra de chocolate, gruesa, dulce, cremosa, rica…
—¡Démela!
—Aquí está. Tómela.
El comisionado arremetió. Perdió el equilibrio y el arma apuntó al suelo. Mientras se inclinaba, Wade lo tomó por el cuello. Lo arrojó por la puerta y el viejo cayó despatarrado en la calle.
Gritos. Los oficiales quedaron horrorizados. Wade arrojó la barra de chocolate.
—¡Perro obsceno! —gritó, temblando de risa al ver que la barra rebotaba sobre el cráneo abultado del viejo.
Por último cerró la puerta e hizo girar la rueda hasta sellarla por completo. Accionó unas cuantas llaves y se aseguró al asiento, riendo aún al pensar en los esfuerzos que haría el comisionado para quedarse con la barra de chocolate.
La intersección estaba libre en ese punto, con excepción de unos vestigios de humo acre. Sólo había un sonido en aquella quietud mortal: El contemplativo gañido de un viejo hambriento.

La cámara se detuvo con un sacudón. La puerta se abrió, y Wade bajó de un salto. Se vio rodeado por hombres y estudiantes que vinieron a torrentes desde el cuarto de control.
—¡Bueno, lo lograste! —dijo su amigo.
—Por supuesto —replicó Wade, sintiendo con placer que las cosas eran mucho más importantes de lo que expresaban las palabras.
—Esto hay que celebrarlo —dijo su amigo—. Esta noche iremos a cenar y pediremos el bistec más grande que hayas visto en tu vida… ¡Eh! ¿Qué te pasa?
El profesor Wade se había ruborizado.


FIN

2024/02/12

La cúpula (Fredric Brown)


Título original: The dome
Año: 1951


Kyle Braden permanecía sentado en su mullida butaca, contemplando el interruptor de la pared opuesta y preguntándose por millonésima vez (¿o sería por billonésima?) si estaba dispuesto a correr el riesgo de accionarlo. La millonésima o la billonésima vez en... aquella tarde haría treinta años.
Significaría probablemente la muerte, pero él no sabía bajo que forma. Desde luego, no sería una muerte atómica; todas las bombas se habrían utilizado ya hacía muchos años. Habían servido únicamente para destruir por completo la civilización. Para ese fin, había bombas de sobra. Y sus cuidadosos cálculos, realizados hacía treinta años, demostraban que tendría que transcurrir casi un siglo antes que el hombre consiguiese iniciar una nueva civilización... es decir, lo que quedase del hombre.
Mas, ¿qué ocurría en aquel momento, allá afuera, al otro lado del campo de fuerza en forma de cúpula que todavía le protegía de aquel horror? ¿Qué habría allí? ¿Hombres o bestias? ¿Y si la Humanidad se hubiese embrutecido totalmente, abandonando el terreno a otros animales menos malignos? No, la Humanidad había conseguido sobrevivir sin duda; únicamente debía de haber retrocedido. Y posiblemente el recuerdo del propio mal que se había infligido perduraría como una leyenda, para evitar que cometiese aquel tremendo error por segunda vez. Pero..., ¿bastaría para evitarlo, aunque el recuerdo de la catástrofe se conservase plenamente?
Treinta años, se dijo Braden. Suspiró ante el recuerdo de aquel lapso de tiempo que pareció interminable. Pero él había contado con todo lo necesario durante aquellos años, y la soledad era preferible a una muerte repentina. Más valía vivir solo que perecer..., morir allí afuera de alguna horrible manera.
Esto era lo que pensaba treinta años atrás, cuando él tenía treinta y siete. Y seguía pensando lo mismo en la actualidad, después de haber cumplido los sesenta y siete. No lamentaba en absoluto haber hecho lo que hizo. Pero se sentía cansado. Por millonésima vez (¿o sería billonésima?) se preguntó si no había llegado ya el momento de accionar aquel interruptor.
¿Y si allá afuera la Humanidad hubiese conseguido regresar a alguna sencilla forma de vida agrícola? Él podría ayudar a sus semejantes, darles cosas y consejos muy necesarios. Podría saborear, antes de ser verdaderamente viejo, su gratitud y la dicha de ayudar al prójimo.
Además, no quería morir solo como un perro. Había vivido solo y había soportado bastante bien su soledad..., pero a la hora de la muerte necesitaba la compañía de sus semejantes. Morir solo allí dentro sería peor que perecer en manos de los nuevos bárbaros que esperaba encontrar en el exterior. Era hacerse demasiadas ilusiones suponer que sólo después de treinta años la Humanidad ya habría conseguido crear una cultura agraria.
Y aquel día sería el mejor para hacerlo. Se cumplían treinta años de su encierro voluntario, si sus cronómetros no mentían, lo cual era imposible. Esperaría unas cuantas horas para que fuese exactamente la misma fecha y la misma hora, treinta años hasta el último minuto. Sí, ocurriese lo que ocurriese, entonces lo haría. Hasta aquel momento, el carácter irrevocable que tendría la acción de pulsar el interruptor le había detenido cada vez que pensaba en hacerlo.
Si la cúpula de energía pudiese anularse para crearse de nuevo, le hubiera sido fácil tomar aquella decisión y lo habría intentado hacía ya mucho tiempo. Tal vez a los diez o quince años de la catástrofe. Pero se requería una energía tremenda para crear el campo de fuerzas, a pesar que bastaba con muy poca energía para mantenerlo. Cuando lo creó, todavía existía energía en grandes cantidades en el mundo.
Por supuesto, el propio campo había hecho que se interrumpiese la conexión -todas las conexiones- después que él lo creó, pero las fuentes de energía existentes en el interior del edificio habían bastado para atender a sus propias necesidades y suministrar la pequeña cantidad de energía requerida para mantener el campo.
Sí, se dijo de pronto con decisión, accionaría aquel interruptor cuando se cumpliesen exactamente treinta años. Treinta años eran demasiado tiempo para estar solo.
Él no había querido estar solo. Si Myra, su secretaria, no se hubiese ido cuando... pero lo hizo por enésima vez. ¿Por qué había demostrado ella tanta terquedad, tan ridícula terquedad, para desear compartir la suerte del resto de la Humanidad, para querer prestar ayuda a los que ya no la necesitaban? Y ella le amaba. Si no hubiese sido por aquella idea quijotesca, se hubiera casado con él. Tal vez él le explicó la verdad con demasiada crudeza y ella se impresionó. ¡Qué maravilloso hubiera sido que ella se hubiese quedado con él!
En parte, de ello tuvo la culpa que las noticias llegasen antes de lo que él esperaba. Cuando él apagó la radio aquella mañana fatídica, ya sabía que sólo quedaban unas cuantas horas. Oprimió el botón para llamar a Myra y ella entró, bella, fresca, serena. Se hubiera dicho que no escuchaba jamás los noticiarios ni leía los periódicos... que no sabía lo que estaba pasando.
-Siéntate, querida -le dijo él.
Los ojos de Myra se abrieron un poco, con asombro, ante aquella inesperada manera de dirigirle la palabra, pero se sentó graciosamente en la silla que siempre utilizaba para tomar notas al dictado. Enarboló su lápiz.
-No, Myra -dijo él-. Esto es un asunto personal... muy personal. Quiero pedirte que te cases conmigo.
Esta vez, ella abrió los ojos con verdadero asombro.
-Doctor Braden, ¿es que... bromea usted?
-No. Te aseguro que no. Sé que tengo algunos años más que tú, pero no muchos, supongo. Tengo treinta y siete cumplidos aunque parezco algo más viejo a consecuencia de lo mucho que he trabajado en mi vida. Y tú tienes... ¿Veintisiete, no es eso?
-Cumplí veintiocho la semana pasada. Pero no pensaba en la edad. Es que... verá. Si digo que me parece demasiado repentino, parecerá una frase común, pero es la verdad. Usted ni siquiera... -y sonrió con expresión traviesa- ni siquiera me ha acosado. Y usted es el primer hombre para el cual he trabajado que no lo ha hecho.
Braden le dirigió una sonrisa.
-Lo siento. No sabía que eso fuese necesario. Pero Myra, hablo en serio. ¿Quieres casarte conmigo?
Ella le miró con aire pensativo.
-Yo... no sé. Lo curioso es que... creo que estoy un poco enamorada de usted. No sé por qué he de estarlo. Usted siempre se ha portado de una manera muy fría, interesado únicamente en su trabajo. Nunca ha intentado besarme, ni siquiera me ha galanteado.
»Pero... la verdad es que no me gusta esta declaración tan repentina y poco... sentimental. ¿Por qué no me lo vuelve a preguntar dentro de unos días? Y entre tanto... no estaría de más que me dijese también que me ama. No le vendría mal.


-Te lo digo ahora, Myra. Perdóname. Pero al menos... no te opones a la idea... no me dices que no.
Ella denegó lentamente con la cabeza. Sus ojos, fijos en él, eran hermosísimos.
-Entonces, Myra, permíteme que te explique por qué me he declarado de una manera tan imprevista y repentina. En primer lugar, he estado trabajando desesperadamente contra el reloj. ¿Sabes en qué he estado trabajando?
-En algo relacionado con la defensa... En un... aparato. Y si no me equivoco, lo ha estado haciendo por su cuenta, sin apoyo del gobierno.
-Exactamente -dijo Braden-. En las altas esferas no aceptarían mis teorías; y casi todos mis colegas, los demás físicos, están en desacuerdo conmigo. Pero afortunadamente tengo -o mejor dicho, tenía- recursos particulares muy cuantiosos procedentes de unas patentes que registré hace algunos años, sobre aparatos electrónicos. Sí, he estado trabajando en una defensa contra las bombas atómicas y los ingenios termonucleares; una defensa contra todo, que será eficaz excepto en el caso que la Tierra se convierta en un pequeño sol. Un campo de fuerzas globular a través del cual nada, absolutamente nada, puede ingresar.
-Y usted...
-Sí, lo he creado. Está a punto de entrar en operación ahora mismo, en torno al edificio en que nos encontramos, permaneciendo activo mientras yo lo desee. Nada podrá atravesarlo aunque lo mantenga durante muchos años. Además, este edificio está provisto de una tremenda cantidad de abastecimientos de toda clase. Hay incluso productos químicos y semillas para los cultivos hidropónicos. Tengo más que suficiente para que vivan aquí dos personas durante... durante toda una vida.
-Pero supongo que entregará su invento al gobierno, ¿verdad? Si es una defensa contra las bombas de hidrógeno...
Braden frunció el ceño.
-Sí, lo es, pero por desgracia su valor militar es insignificante, por no decir nulo. Y los altos jefes del ejército lo saben. Tienes que saber, Myra, que la energía requerida para crear este campo de fuerzas aumenta en progresión geométrica con relación a su tamaño. El que rodea a este edificio tendrá veinticinco metros de diámetro, y cuando lo ponga en acción, la cantidad de energía requerida dejará probablemente a oscuras a todo Cleveland.
»Cubrir con una de estas cúpulas de energía aunque sólo fuese una pequeña aldea o un campamento militar, requeriría más energía eléctrica de la que consume toda el país en varias semanas. Y una vez cortado el suministro de energía para permitir que algo o alguien entrase o saliese, se requeriría la misma cantidad descomunal de energía para activarlo de nuevo.
»El único empleo concebible que podría hacer el gobierno de este invento sería precisamente el que intento hacer yo. Preservar la vida de una o dos personas, a lo sumo de algunos individuos, para que sobreviviesen al holocausto y la época de salvajismo y brutalidad subsiguiente. Y con excepción del que aquí existe, ya es demasiado tarde para establecer otro equipo similar en otro sitio.
-¿Demasiado tarde? ¿Por qué?
-No habría tiempo para construir la instalación. Querida, tenemos la guerra encima.
La joven palideció intensamente.
Braden prosiguió:
-Lo ha dicho la radio, hace unos minutos. Boston ha sido destruida por una bomba atómica. Se ha declarado la guerra. -Habló más de prisa-. Y tú sabes lo que esto significa y las consecuencias que acarreará. Voy a cerrar el interruptor que creará el campo y lo mantendré en vigor hasta que considere seguro abrirlo nuevamente. -No quiso impresionarla aún más diciéndole que no creía poder abrirlo en todo lo que les restaba de vida-. Ahora ya no podremos ayudar a nuestros semejantes, es demasiado tarde. Pero podemos salvarnos nosotros.
Suspiró antes de añadir:
-Siento tener que exponerte los hechos con tanta crudeza. Pero ahora ya sabes por qué lo hago. En realidad, no te pido que te cases conmigo ahora, si aún tienes algún escrúpulo. Sólo te pido que te quedes aquí hasta que tus últimos escrúpulos desaparezcan. Déjame decir y hacer las cosas que creo mi deber hacer y decirte.
»Hasta ahora -prosiguió sonriendo-, hasta ahora he trabajado tanto, tantas horas al día, que no he tenido tiempo de cortejarte. Pero ahora tendremos tiempo, muchísimo tiempo. Y quiero que sepas que te amo, Myra.
Ella se levantó de pronto. Casi a ciegas, se dirigió hacia la puerta.
-¡Myra! -la llamó él, dando la vuelta a la mesa para salir en su seguimiento. Al llegar al umbral, ella se volvió y le detuvo con un gesto. Tanto su semblante como su voz eran tranquilos.
-Tengo que irme, doctor. Estudié un curso de enfermería. Mis servicios pueden hacer falta.
-¡Pero, Myra, tú no sabes lo que va a suceder ahí fuera! Los hombres se convertirán en animales. Sufrirán la más horrible de las muertes. Escúchame, te quiero demasiado para permitir que te enfrentes con esto. ¡Quédate, te lo suplico!
De manera sorprendente, ella le sonrió.
-Adiós, doctor Braden. Es posible que yo también muera con el resto de los animales. Le autorizo a que me considere loca.
Y cerró la puerta tras ella. Él vio cómo se alejaba desde la ventana. Al terminar de descender la escalera, echó a correr por la acera.
En el cielo resonaba el rugido atronador de los reactores. "Probablemente son los nuestros", se dijo Braden. "Es demasiado pronto para que sean los otros". Aunque también podría ser el enemigo, que había llegado cruzando el Polo y el Canadá, a tan gran altura que los aparatos no habrían podido ser detectados, para descender en picada después de cruzar sobre el lago Erie, con Cleveland como uno de sus objetivos. Era posible que incluso estuviesen enterados de su existencia y de sus trabajos y, por ello, considerasen a Cleveland como un objetivo primordial. Echó a correr hacia el interruptor y lo accionó.
Frente a la ventana y a seis metros de ella, surgió un muro opaco y gris. Todos los sonidos procedentes del exterior cesaron. Él salió de la casa y contempló el extraño muro. Era la mitad visible de un hemisferio gris de doce metros de alto por veinticinco de ancho, suficiente para contener la casa de dos pisos, de forma casi cúbica, donde tenía su vivienda y sus laboratorios. Y él sabía además que se hundía a doce metros de profundidad en la tierra, para contemplar una esfera perfecta. Ningún agente exterior podría atravesarla, por poderoso que fuese; ninguna lombriz podría penetrar en ella por debajo.
Nada ni nadie la atravesaron durante treinta años.
"Tampoco fueron demasiado malos, aquellos treinta años", se dijo. Tenía sus libros. Leyó y releyó sus obras favoritas hasta sabérselas casi de memoria. Continuó sus experimentos y, aunque durante los últimos siete años, desde que cumplió los sesenta, cada vez le habían interesado menos y había ido perdiendo su espíritu creador, consiguió realizar algunos pequeños descubrimientos.
Ninguno de ellos comparable con el campo de fuerzas o siquiera con sus inventos anteriores, pero le faltaba incentivo. Había poquísimas probabilidades que lo que inventase fuese de utilidad para él o para alguien. ¿Le serviría un adelanto en electrónica a un salvaje que ni siquiera sabría cómo manejar un sencillo aparato de radio y mucho menos construirlo?
En fin, había tenido cosas más que suficientes para mantenerle ocupado y con ello salvar su razón, aunque no su felicidad.
Se dirigió hacia la ventana y contempló la muralla gris e impalpable que se alzaba a seis metros de distancia. Si pudiese bajarla un momento para levantarla de nuevo una vez hubiese distinguido lo que había al otro lado... Pero una vez bajada, lo sería para siempre.
Volvió junto al interruptor y se puso a mirarlo. De pronto se abalanzó sobre él y lo desactivó. Regresó lentamente a la ventana y poco a poco fue avivando el paso, hasta que por último casi corrió hacia ella. La muralla gris había desaparecido y lo que vio más allá de donde estaba era absolutamente increíble.
No era el Cleveland que él había conocido, sino una hermosa ciudad, una nueva ciudad. Lo que antes era una calle estrecha se había convertido en una amplia avenida. Las casa, los edificios, eran limpios y bellos, y su estilo arquitectónico le era desconocido. Los árboles, el césped, todo estaba bien cuidado. ¿Qué había ocurrido? ¿Cómo era posible? Era inadmisible que después de una guerra atómica la Humanidad se hubiese recuperado tan de prisa para realizar tan gigantescos progresos. O bien toda la Sociología se equivocaba de medio a medio.
¿Y dónde estaban los habitantes de aquella ciudad? Como en respuesta a esta muda pregunta, un automóvil cruzó ante él. ¿Un automóvil? Era distinto a todos los que él conoció. Mucho más rápido, de líneas mucho más esbeltas, extraordinariamente manejable; apenas parecía tocar el suelo, como si utilizase la antigravedad para anular su peso, mientras unos giróscopos lo estabilizaban. En él iba una pareja, el hombre sentado al volante. Era joven y apuesto y su compañera también joven y hermosa.
Se volvieron para mirar hacia él y de pronto el joven detuvo el vehículo, frenando casi en seco, a pesar que iban a una velocidad considerable. "Naturalmente", se dijo Braden, "no es la primera vez que pasan por aquí y estaban acostumbrados a la presencia de la cúpula gris. Y ahora se dan cuenta que ha desaparecido". El coche se puso de nuevo en movimiento. Braden supuso que iban a avisar a alguien.
Se acercó a la puerta y salió a la hermosa avenida. Una vez en el exterior comprendió la razón que se viesen tan pocas personas y que hubiese tan poco tráfico. Sus cronómetros no habían funcionado bien. En aquellos treinta años se habían parado con frecuencia. Era muy temprano y por la posición del Sol dedujo que serían entre las seis y siete de la mañana.


Comenzó a caminar. Si se quedaba allí, en la casa donde había permanecido durante treinta años bajo la cúpula, no tardaría en venir alguien cuando la pareja que le había visto difundiese la noticia. Desde luego, los que viniesen le explicarían lo que había ocurrido, pero él quería averiguarlo por sí mismo, para irlo descubriendo gradualmente.
Comenzó a caminar, sin cruzarse con nadie. Aquel barrio se había convertido en una hermosa zona residencial y era muy temprano. Distinguió algunas personas a lo lejos. Vestían de una manera diferente a la suya, pero no lo bastante para que su atuendo despertase una curiosidad inmediata. Vio algunos de aquellos vehículos extraordinarios, pero ninguno de sus ocupantes le hizo caso. Iban a una velocidad increíble.
Por último, llegó a una tienda que estaba abierta. Entró en ella, ya tan consumido por la curiosidad que no podía esperar más. Un joven de cabello rizado arreglaba objetos detrás del mostrador. Miró a Braden con expresión sorprendida e incrédula, y luego le preguntó cortésmente:
-¿En qué puedo servirle, señor?
-Le ruego que no me tome por un loco. Más tarde le explicaré. Contésteme esto: ¿Qué ocurrió hace treinta años? ¿No hubo una guerra atómica?
Los ojos del joven se iluminaron.
-Claro, usted debe de ser el hombre que ha permanecido encerrado en la cúpula. Esto explica por qué usted...
Se interrumpió con embarazo.
-Sí -dijo Braden-. Yo estaba bajo la cúpula. Pero... ¿Qué pasó? ¿Qué pasó después de la destrucción de Boston?
-Vinieron astronaves, señor. La destrucción de Boston fue accidental. Vino una flota de naves desde Aldebarán. Una raza mucho más adelantada que nosotros pero animada de benévolas intenciones. Vinieron para hacernos ingresar a la Unión y para ayudarnos. Por desgracia una de sus naves cayó -precisamente sobre Boston- y el motor atómico que le suministraba la energía explotó, matando a un millón de personas. Pero a las pocas horas aterrizaron centenares de otras naves y los extraterrestres nos explicaron lo sucedido y nos presentaron sus excusas, con lo que se consiguió evitar la guerra, por muy poco. Las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos ya iniciaban su ataque, pero se consiguió hacer regresar a nuestros aviones.
Braden preguntó con voz ronca:
-¿Entonces no hubo guerra?
-En absoluto. La guerra es algo que pertenece al pasado más tenebroso, gracias a la Unión Galáctica. Ni siquiera existen actualmente gobiernos nacionales que puedan declararla. La guerra es imposible. Y nuestro progreso, con la ayuda de la Unión, ha sido tremendo. Hemos colonizado Marte y Venus; estaban deshabitados y la Unión nos lo asignó a nosotros, para que pudiésemos realizar obra de expansión. Pero Marte y Venus ya no son más que los suburbios. Viajamos a las estrellas. Incluso hemos...
Hizo una pausa al ver que Braden se aferraba al borde del mostrador, como si fuese a caerse. Se había perdido todo aquello. Había permanecido treinta años enclaustrado y a la sazón ya era un viejo.
Preguntó entonces:
-Incluso tienen..., ¿qué?
Algo en su interior le dijo que ya sabía lo que iba a venir y apenas escuchó su voz al formular la pregunta.
-Verá usted, no somos inmortales, pero poco nos falta. Nuestra vida se cuenta por siglos. Hace treinta años, yo debía tener su edad en aquella época. Pero... lamento que usted lo perdiese, señor. Los procedimientos que empleaba la Unión sólo servían a seres humanos que no hubiesen sobrepasado la madurez; es decir, que a lo más tuviesen cincuenta años. Y usted debe de tener...
-Sesenta y siete -respondió Braden secamente-. Muchas gracias por sus informaciones... joven.
Sí, se lo había perdido todo. El viaje a las estrellas, hubiera dado todo cuanto poseía por efectuarlo, pero ahora ya no le interesaba. Y había perdido también a Myra.
Hubiera podido ser suya y ambos gozarían aún de una juventud casi perpetua.
Salió de la tienda y dirigió sus pasos hacia la casa que había estado cubierta con la cúpula. Probablemente ya estarían esperándole allí. Y tal vez le proporcionarían la única cosa que pensaba pedirles: Energía para restablecer el campo de fuerzas, con el fin de terminar lo que le restaba de vida bajo la cúpula. Sí, lo único que ahora deseaba era lo que antes menos había ambicionado: Morir como había vivido, es decir, solo.


FIN