2023/07/31

Punto de partida (Anthony Boucher)


Título original: Transfer point
Año: 1950


Eran tres en el refugio, tres individuos apartados de la humanidad y a salvo de las bandas amarillas.
El gran Kirth-Labbery había construido aquel refugio con su magnífico acondicionamiento de aire, no porque su genio científico hubiese previsto la llegada del agnotón y el fin de la raza humana, sino simplemente porque sentía escozor.
Vyrko estaba sentado, consignando metódicamente la destrucción de la humanidad en una especie de diario para el conocimiento de futuros lectores (si quedaba alguno), como un canto épico del Hombre que, en realidad, no esperaba terminar, pero que constituía su razón de vivir.
La larga y dorada cabellera de Lavra le caía hasta los hombros. No era extraño que su aroma distrajese a Vyrko mientras trabajaba en el diario.
-¿Por qué te tomas tantas molestias? -le preguntó la joven.
Hubiese articulado sus palabras con más claridad de no saborear su lengua con la jugosa manzana que comía. Pero Vyrko no tuvo dificultades en entenderla; la observación era tan familiar como una apertura P4R.
-Es mi deber -le explicó Vyrko con paciencia-. No poseo la percepción ni el conocimiento científico de tu padre. ¿Qué digo tu padre? No sé lo que el más humilde ayudante de su laboratorio. Pero sí enlazar las palabras, para que tengan cierto sentido, y a veces más de uno, y esto es lo que hago.
De los rojos labios de Lavra cayó un pedacito de manzana entre las teclas de la máquina de escribir electrónica. Vyrko la apartó automáticamente; también esto formaba parte del gambito, con las posibles variaciones de semilla de uva, cáscara de naranja.
-¿Pero por qué no nos permite papá salir de aquí? -preguntó ella con petulancia-. Una chica tiene derecho a...
-¿Un convento? -le sugirió Vyrko. Era un buen aficionado paleolingüista-. Existe cierta analogía, incluso a pesar de mi presencia. Sí, los conventos eran refugios contra los Peligros del Mundo. Y ahora el mundo se halla en peligro, fuera de este refugio.
-Continúa -le animó Lavra.
La joven, según suponía Vyrko, había comprendido tiempo atrás que él era un joven excesivamente serio y que el único sistema para retener su atención era haciéndole explicar algo, aunque fuese por enésima vez.
Vyrko sonrió y se acordó de las chicas con las que solía hablar, no a las que hablaba, y del escaso aliento del que ahora disponían para chismorrear en un mundo donde la respiración se había hecho difícil.
Todo empezó con un descubrimiento casual durante un análisis rutinario de laboratorio sobre un nuevo elemento del aire, un gas inerte que el gran paleolingüista Larkish denominó agnotón, la Cosa Desconocida, siguiendo la pauta de otros nombres aplicados de modo similar a otros elementos: Neón, la Cosa Nueva; xenón, la Cosa Extraña.
Luego se habían sucedido (la explicación tenía lugar de manera tan automática, que su cerebro quedó libre y del próximo verso de su poema épico pasó a pensar en la interesante cuestión de si unos lóbulos en sus orejas perjudicarían la simetría del rostro perfecto de Lavra), se habían encendido el escozor y los estornudos, la tos y el jadeo, con el aumento del agnotón en la atmósfera, que no tardó en superar al porcentaje de los demás gases inertes, incluso el argón, y llegando por fin a rivalizar con el oxígeno.
El punto culminante (no, los versos quedaban mejor sin los lóbulos), llegó el día en que los tres se retiraron a este refugio, tras el descubrimiento de que la raza humana era alérgica al agnotón.
Hacía ya muchas décadas que las alergias estaban dominadas. Su curación, incluso su suavización, se había olvidado. Y la humanidad tosía, estornudaba y se rascaba, y al final moría. Ya que, en tanto las alergias del pasado remoto sólo producían agonías que impulsaban al paciente a desear la muerte, el agnotón implicaba incesantes espasmos de tos y estornudos, espasmos que ningún corazón podía soportar largo tiempo.
-Por lo tanto, querida, si abandonas este refugio -concluyó Vyrko-, también se hará dificultosa tu respiración y tu cuerpo se retorcerá bajo el tormento hasta que tu corazón decida que no vale la pena seguir luchando. Aquí estamos a salvo, ya que el eczema de tu padre fue el único caso de alergia conocido en varios siglos, y fue debido a los gases inertes. Aquí se halla el único acondicionador de aire del mundo que excluye a los gases inertes, y con ellos al agnotón. Y aquí...
Lavra se inclinó hacia delante con una sonrisa y un poco de cáscara de manzana en sus labios, acariciando el cabello de su marido. Esto también formaba parte del gambito.
Usualmente, aquí terminaba la explicación (Tyrsa, que cantaba tan bien y hablaba mejor; cuyo rostro, cuya bellísima garganta, estaban ahora atenazados por el agnotón). Pero esta vez se produjo una interrupción.
Kirth-Labbery había entrado sin ser observado. Su cascada voz estaba teñida de impaciencia y fatiga.
-¡Y aquí estamos a salvo! ¡A salvo perpetuamente, con nuestro aire acondicionado, nuestro generador de energía, y nuestros hidropónicos! A salvo en un refugio perenne, acosado por un gas inerte.
-Poco digno, ¿verdad? -sonrió Vyrko. Kirth-Labbery consiguió esbozar una sonrisa.
-¡Maldita sea tu estampa, Vyrko! Te quiero como a un hijo, pero si yo tuviese a un hombre que supiese distinguir un piano de un metazoo para ayudarme en el laboratorio...
-Ya descubrirás algo, papá -le interrumpió Lavra, con vaguedad. Su padre la contempló muy serio.
-Lavra, tu hermosura es lo más grande que yo he creado... con alguna ayuda por parte de los genes de tu madre, por supuesto. Y esta hermosura tiene un gran significado. Procura una momentánea felicidad incluso a un hombre que se ahoga en sus últimos espasmos, mientras nuestra gran civilización...
No concluyó la frase y puso en marcha la pantalla de la televisión. Probó una docena de canales antes de encontrar el que todavía funcionaba. Cuando cada gramo de energía del hombre debe emplearse para respirar, no es posible atender una máquina.
Por fin consiguió captar un telediario de Nyork. El locutor estaba estornudando de un modo atroz.
"Esto sería cómico, de acuerdo con la antigua tradición", pensó Vyrko.
Sin embargo, el locutor consiguió reanudar su discurso, y los técnicos de la emisora también debían estar dominándose.
-Han caído cuatrocientos setenta y dos aviones -anunció el locutor- en las últimas cuarenta y ocho horas. Las autoridades civiles han prohibido, con carácter indefinido, los vuelos de aviación debido al peligro de espasmos en los pilotos, y se rumorea que todos los vehículos de transporte serán objeto de la misma prohibición. Desde hace más de una semana, ningún Rocklipper ha llegado procedente de Lunn, y llevamos ya más de treinta y seis horas desde que se perdió el contacto con la telestación del satélite. Europa lleva ya dos días en silencio, y Asia casi una semana.
»La amenaza más grave de esta epidemia, declaró el presidente de la Academia, es la completa destrucción de los sistemas de comunicación en los que se sustenta el mundo civilizado. Cuando el hombre resulta físicamente incapaz de gobernar sus máquinas...
Fue entonces cuando observaron las primeras bandas amarillas.
Una banda de un color amarillo brillante de unos treinta centímetros de anchura y cinco metros de longitud, tan tenue que parecía insustancial, como una mera cinta de color, apareció por detrás del locutor y serpenteó por el estudio con visible sinuosidad. Sin facciones, sin apéndices, sólo con su color amarillo.
Entonces, con un movimiento muy hábil, como el trallazo de un látigo, envolvió al locutor. Sólo fue un instante. El cuerpo del locutor, envuelto por la banda amarilla, se inclinó hacia la cámara, aterrado, al tiempo que la pantalla dejaba de reflejar las imágenes.
Hubo un chillido de horror.
Vyrko jamás llegó a conocer el origen de las bandas amarillas. Ni siquiera Kirth- Labbery pudo avanzar algo más que conjeturas. De otro planeta, de otros sistemas, de otra galaxia, de otro universo.
No importaba. Kirth-Labbery se mostró casi tan indiferente al problema como Lavra, ya que todo conocimiento preciso había perdido su importancia. Se trataba de un fenómeno extraño, y que iba a completar con eficiencia y rapidez la destrucción de la humanidad iniciada por el agnotón.
-Su llegada inmediatamente después de la epidemia -diagnosticó Kirth-Labbery- no puede ser mera coincidencia. Observarán que se mueven libremente en una atmósfera infectada por el agnotón.
-Sería interesante -comentó Vyrko- visualizar una banda que estornudase.
-Es posible -continuó el científico- que el agnotón sea una mezcla de gases venenosos vertidos sobre la Tierra para prepararla para la llegada de esas bandas. ¿Pero cómo pueden saber que un gas inofensivo para ellas sea letal para otras formas de vida? Es mucho más fácil suponer que gracias a un análisis espectroscópico de la atmósfera de la Tierra hayan visto que en la misma les faltaba un elemento esencial que se han apresurado a producir antes de su invasión.
Vyrko consideró el problema, mientras Lavra mondaba un melocotón con delicada gracia, incapaz de resistirse al placer de chuparse los dedos para saborear el delicioso jugo.
-Entonces, si el agnotón -aventuró Vyrko- es algo que ellos han importado, ¿no puede terminar escaseando este producto?
Kirth-Labbery estaba manipulando los mandos del televisor. Todavía era posible captar algunos destellos de sectores remotos, aunque el científico sabía ya con certeza que se aproximaba el final de todas las transmisiones.
-Es posible, Vyrko. Es la única esperanza. Aquí estamos en este refugio donde el agnotón y las bandas amarillas no pueden penetrar, y donde podremos continuar nuestra existencia, quizá hasta que los invasores se vean obligados a huir. Tal vez en otros lugares de la Tierra existan núcleos semejantes, aunque lo dudo. Nosotros somos y representamos todo el futuro de la humanidad, y yo soy ya viejo.
Vyrko frunció el ceño. Comprendía el terrible peso de una carga que no deseaba, pero que tampoco podía rechazar. Y al mismo tiempo se sentía limitado y ennoblecido. Lavra continuaba comiéndose el melocotón.
La pantalla del televisor cobró nueva vida. Un joven, con el rostro prematuramente arrugado, hablaba con urgencia.
-A todos ustedes, si aún queda alguien, no he obtenido una respuesta hace más de dos días. Es una pura casualidad que yo esté aquí. ¡Estén atentos! He descubierto cómo pueden venir las bandas amarillas. Ahora giraré la cámara. ¡Vean!
El campo visual, por un instante, se hizo completamente incomprensible.
-Ésta es su nave -continuó el joven jadeante-. Se trata de una serie de barrotes de metal casi exactamente del color de las bandas, que al principio parecía la proyección tridimensional de un enladrillado. Después, el ojo humano comenzó a captar nuevos ángulos. Las posibilidades de visión se hallan más allá de nuestra capacidad. Por un momento, casi es posible ver lo que le está vedado al ojo humano. ¡Ahí vienen! -jadeó-. ¡Vienen de...!
La voz y la luminosidad de la pantalla se extinguieron al punto. Vyrko se cubrió los ojos con las manos. La oscuridad era un alivio infinito. Transcurrió un minuto, antes de que el joven se hallara capacitado de nuevo para ejercitar normalmente su nervio óptico. Abrió los ojos, sobresaltado por un grito de Lavra.
Entonces vio la extraña postura de Kirth-Labbery en su asiento. El corazón humano tiene sus límites de resistencia y, como había afirmado el científico, el suyo era ya viejo.

Sólo tres días después del fallecimiento de Kirth-Labbery, Vyrko volvió a ocuparse de su prosa y sus versos para poner el diario al día. En la pantalla no había aparecido nada más, ni siquiera después de varias horas de esfuerzos. Vyrko se hallaba sentado ante el teclado de su máquina de escribir, contemplando su diario. De repente, se inclinó hacia delante, inquieto por la idea de la palabra "terminado".
Sí, era cierto. El diario estaba terminado. No había nada más que añadir.
Esta situación no era nueva en la literatura. Había leído muchos tratados, y hasta había escrito una sátira sobre el tema. Pero esta vez era la pura verdad.
Vyrko era la figura que más excitaba todas las imaginaciones, el Último Hombre sobre la Tierra. Y estaba aburrido.
De haber seguido viviendo Kirth-Labbery, habría dedicado sus últimas energías al laboratorio, en un esfuerzo, tal vez coronado por el éxito de destruir a los invasores. Pero Vyrko conocía demasiado bien sus limitaciones para intentarlo.
Vrist, su hermano gemelo, vivía en Lunn otra de sus fantásticas aventuras cuando llegó el agnotón. Vrist habría intentado varias proezas físicas para hacerles pagar cara su vida a los invasores. Pero Vyrko hallaba difícil interpretar aquel papel.
Nunca había envidiado a Vrist, hasta entonces.
Ten celos de los muertos; sólo los vivos están solos.
Vyrko sonrió al recordar aquel verso de uno de sus primeros poemas; cuando lo escribió no era más que una expresión de fatuidad, un verso de una canción que entonaría Tyrsa.
Y fue gracias a tal estado de ánimo que encontró (la antigua palabra no poseía una contrapartida moderna) los pergaminos.
Conocía la historia: Un excéntrico (dos mil años atrás, llamado Trees o Tiller) había encerrado los pergaminos en una cápsula hermética para comprobarlas en el futuro; Tarabal las había hallado cincuenta años antes; Kirth-Labbery había gastado en ellas casi todo lo obtenido con el Premio Hartl porque, como solía decir, su increíble mezcla de profecía exacta y magnífica necedad ofrecían la perfecta prueba de la grandeza y el desamparo de la astucia humana.
Pero jamás fue más allá. Al menos, resultarían una novedad para aliviar el aburrimiento de su dramática situación. Y le ayudaron. Pasó más de una hora agradable con aquella lectura, sin apenas necesitar el diccionario. Se mostró particularmente impresionado por un relato que detallaba con suma prolijidad y minuciosidad la política de las Guerras de Religión en América, tema en el que él mismo había basado el argumento de una novela de poca venta. El autor era un tal Norbert Holt. Era extraordinario cómo podía predecir todo aquello, aunque también resultaba extraordinaria la cantidad de narraciones concernientes al espacio y al viaje a través del tiempo, de inventos que la raza humana aún no había conquistado y que ya jamás lo haría. 
Había otra historia, una historia muy clara y concisa de un autor llamado Knight, cuyo protagonista era el Último Hombre sobre la Tierra. La leyó y sonrió, primero por la historia y después por su propia estupidez.
Encontró a Lavra en el laboratorio, lugar insólito para ella.
La joven estaba observando atentamente un rincón donde apenas llegaba la luz.
-¿Qué es lo que te fascina tanto? -le preguntó Vyrko.
Lavra se volvió súbitamente. Su cabello y su cutis rimaban con la gracia perfecta del movimiento.
-Estaba pensando.
Vyrko no se permitió el menor comentario interior ante tan asombrosa y muy improbable declaración.
-El día antes a que falleciese papá, estuve aquí con él, y le pregunté si había alguna esperanza de que pudiésemos salir de aquí. Y me contestó. Dijo que sí, que existía un camino, pero que le asustaba. Era una idea en la que había trabajado, aunque jamás la había puesto en práctica. Y añadió que no consideraba prudente hacerlo.
-No deseo discutir con tu padre, ni siquiera después de muerto.
-Pero yo no dejo de pensar. Lo cierto es que cuando me dijo aquello, miró hacia este rincón.
Vyrko se acercó al lugar indicado y apartó una cortina. Vio una silla de varillas de metal, con un panel de mandos, aunque era difícil precisar qué podía controlar. Se encogió de hombros y volvió a correr la cortina.
Por un momento estuvo contemplando a Lavra. Era tonta y excesivamente hermosa. Hija de Kirth-Labbery, apenas podía contener en su interior más que genes de tonta.
En su retiro podrían crecer varias generaciones, antes de que el inevitable fallo de las instalaciones mecánicas lo hiciese inhabitable. Por entonces, la Tierra estaría ya libre del agnotón y las bandas amarillas, o éstas se habrían establecido tan firmemente que no quedaría la menor esperanza. La tercera generación volvería a la libertad del mundo exterior para perecer o...
Vyrko se acercó a Lavra y posó con gentileza una mano sobre su dorada cabellera.


Vyrko nunca había sabido antes si Lavra se aburría o no. Una vida de inacción casi absoluta, con abundante comida, podía bastarle. Ciertamente, ahora no parecía aburrida.
Al principio, se mostró pasiva; Vyrko siempre había sospechado que a ella le gustaba jugar su propio juego. Luego, cuando su interés fue en aumento y el joven empezó a felicitarse por su habilidad como instructor, ambos se convencieron mutuamente de su triunfo. Y, a partir de ese momento, Lavra llegó a fascinarse con sus propios cambios.
Pero ni siquiera este nuevo incidente sirvió para aliviar del todo el aburrimiento de Vyrko. Si tuviese algo que hacer, algo positivo, alguna iniciativa Vristiana o Kirth- Labberiana a su alcance... Se maldijo por ser un tonto incompetente que había dado por sentadas las maravillas científicas de la era, sin aprenderlas jamás, creyendo que no se hallaban al alcance de su comprensión.
Dormía demasiado, comía con exceso, y durante un breve período de tiempo bebió sin tregua, hasta que encontró mucho menos atractivo el tedio con una borrachera encima.
Trató de escribir, pero la terrible incertidumbre de una legión de futuros lectores le desalentó.
A veces, transcurría una semana sin pensar conscientemente en el agnotón y las bandas amarillas. Después, pasaba todo un día sumido en un terrible estado de nervios, debido a su dramática situación, tras lo cual volvía a caer en el aburrimiento.
La belleza de Lavra tampoco le servía de alivio y la joven comenzó a pedirle alimentos que el jardín hidropónico no podía proporcionarle.
-Si me amases, descubrirías la forma de fabricar queso, o tal vez una nueva especie de melocotón, o un racimo de uvas.
Fue mientras escuchaba un disco de Tyrsa (el último que grabó, con las curiosas tonalidades de las recién redescubiertas óperas de Mozart) y visualizando su poco atractiva cara, aun menos graciosa por aquellas notas que debían surgir de su garganta sin esfuerzo, que Vyrko llegó a tener conciencia de una frase:
Si me amases.
"¿He dicho eso alguna vez?", pensó. Y repitió:
-¿He dicho alguna vez que te amase?
En el semblante de Lavra divisó una nueva expresión.
-No -confesó ella, sorprendida-. No -y su voz carecía de tonalidad-, jamás lo has dicho.
Y cuando sus sollozos, los primeros que Vyrko le oía, parecieron dirigirse a la estancia hidropónica, el joven se sintió embargado por una nueva y extraña emoción. Detuvo el disco en medio del furor pirotécnico de la Reina de las Tinieblas del siglo XVIII.
 
Vyrko halló un curioso refugio en los pergaminos. Sentía una perversa satisfacción leyendo los emocionantes relatos de otros Últimos Hombres sobre la Tierra. A través de ellos podía experimentar sus propias emociones más directamente. Y las demás narraciones también eran divertidas a su manera. Por ejemplo, la crónica extrañamente veraz de una complicada maniobra que evitó la amenaza de lo que hubiera sido la primera y última Guerra Atómica.
Observó un detalle sumamente curioso: Todas las narraciones correctas del futuro afirmaban lo mismo, línea por línea. Ocasionalmente, otros autores adivinaban y predecían consecuencias lógicas o inevitables extrapolaciones; pero sólo Norbert Holt enunciaba nombres y fechas con absoluta veracidad.
No era posible. Era demasiado preciso para ser factible. Era mucho más espectacular que el insensato Nostradamus, a menudo tan discutido en ciertos pergaminos.
Pero así era. Había leído atentamente las historias de Holt una media docena de veces sin hallar un solo fallo, cuando descubrió un ejemplar de las Historias Sorprendentes, que se había escurrido detrás de una estantería, por lo que le resultó una novedad.
Examinó el contenido de la primera página. Sí, en el índice figuraba una novela de Holt -y sintió una tristeza irracional pero punzante- calificada de póstuma. Buscó la página y leyó:

Esta narración, debemos advertirlo con tristeza, es incompleta y no sólo por la trágica muerte de Norbert Holt el mes pasado. Ésta es la última en orden cronológico de las narraciones de Holt referidas a un futuro orgánicamente imaginado, pero fue escrita antes de su obra maestra, "El asedio de la Luna". Holt solía afirmar que jamás podría concluirlo, que no encontraba un final; y falleció sin saber todavía cómo concluir "El último tedio". A pesar de ello, nos honramos en presentar esta obra póstuma del que fue gran escritor del futuro, Norbert Holt.

La nota estaba firmada por las iniciales M. S. Vyrko intuía desde tiempo atrás que entre Holt y su editor Manning Stern existía cierta intimidad profesional a quien esta nota necrológica debió resultar sumamente penosa. Vyrko leyó con afán las primeras frases de El último tedio:

Eran tres en el refugio, tres individuos apartados de la humanidad y a salvo de las bandas amarillas.
El gran Kirth-Labbery había construido aquel refugio.

Vyrko parpadeó y volvió a comenzar. Leyó las mismas palabras. Asió con firmeza el libro, como si el milagro pudiera escapársele de entre los dedos, y se levantó de su asiento con mucha más energía que en los últimos meses.
Encontró a Lavra en la estancia hidropónica.
-¡Acabo de descubrir la cosa más inverosímil! -exclamó.
-Querido -le interrumpió ella-, quiero un poco de carne.
-No seas necia. No tenemos carne. Nadie ha comido carne, excepto en algunos ágapes rituales, desde hace generaciones.
-Entonces quiero una comida ritual.
-Tendrás que esperar mucho tiempo. ¡Pero mira esto! ¡Lee sólo las primeras líneas!
-¡Vyrko! -suplicó la joven-. ¡Lo necesito! ¡De veras!
-¡No seas estúpida!
Lavra frunció los labios y se le humedecieron las pupilas.
-Querido Vyrko... ¿Qué dijiste cuando estabas escuchando aquella música tan divertida, que no me amas?
-¡No! -gruñó él.
-¿No me amas? -Lavra abrió desmesuradamente los ojos-. ¿No me amas después de...?
Al oír esto, toda la irritación y el aburrimiento de Vyrko estallaron de pronto.
-¡Eres muy bella, Lavra, o lo eras hace unos meses, pero eres una estúpida! ¡Y mi amor no es para las personas imbéciles!
-Pero tú...
-He tratado de perpetuar la raza, cosa muy discutible, ya que por el momento tal vez no sea oportuno. No fue una tarea desagradable, pero que el diablo me lleve si esto te concede el menor derecho a irritarme a perpetuidad.
Lavra gimió cuando el joven pegó un portazo al salir de la estancia. Vyrko se sentía ahora extrañamente mejor. La adrenalina es magnífica para el sistema nervioso. Se acomodó en una butaca y comenzó a leer con resolución, en tanto sus ojos se desorbitaban por la incredulidad. Cuando llegó al párrafo que relataba la discusión que acababa de sostener con Lavra, dejó caer el libro al suelo.
Parecía tan fútil en letras de imprenta. Tan estúpida ante... Dejó allí el libro y regresó a la estancia hidropónica.
Lavra estaba llorando quedamente. Una de sus manos desgranaba automáticamente un racimo de uvas, pero no comía. Vyrko se situó a su espalda y comenzó a acariciarle la nuca. Gradualmente fueron disminuyendo los sollozos. Cuando los dedos de Vyrko alcanzaron tiernamente sus orejas, la joven se volvió hacia él con los labios entreabiertos. El racimo le cayó de la mano.
-Lo siento -balbuceó Vyrko-, yo soy el estúpido. Eres la madre de mi hijo, y te amo.
Y comprendió que aquella declaración, aunque absurda, era cierta.
-Ahora ya no quiero nada -afirmó Lavra, cuando recuperó el habla. Se desperezó alegremente; su figura seguía siendo bella hasta en la distorsión que presentaba su cuerpo y que podía servir para preservar una raza. Añadió-: ¿Qué querías decirme antes?
-Que este Holt siempre tiene razón. ¡Llegó a escribir sobre nosotros!
-Oh, oh. Entonces sabremos...
-¡Lo sabremos todo! Sabremos qué son las bandas amarillas, cuál es su destino, qué le sucede a la humanidad y...
-Sabremos si será niño o niña -concluyó Lavra. Vyrko sonrió.
-Mellizos probablemente. Se han dado varios casos en mi familia, al menos en las últimas generaciones. Incluso Holt se refiere a mi mellizo Vrist, aunque no lo haga aparecer en la trama del libro.
-Mellizos. Sería estupendo. Ya no se quedarían solos. Pero de prisa, querido, lee para mí. ¡No puedo esperar!
Entonces Vyrko comenzó a leer la narración de Norbert Holt, demasiado excitado y afectuoso para darse cuenta de que la aversión que Lavra experimentaba por la letra impresa persistía incluso cuando ella era la protagonista. Vyrko leyó lo referente a la discusión y pasó adelante. Leyó una versión suavizada de la última hora que habían pasado. Leyó que le leía a ella la historia.
-¡Ahora! -exclamó Lavra-. Ha llegado el momento. ¿Qué ocurre a continuación?
Y Vyrko leyó:

"El desahogo emocional de cólera y amor dejó a Vyrko casi en paz consigo mismo, pero una ligera inquietud todavía obsesionaba su cerebro. 
Recordaba sin cesar la sugerencia de Kirth-Labbery referente a una posible salida del refugio. Salida para los dos, ahora ya felices; para los dos y para sus, digamos, mellizos.
Inspeccionó con curiosidad el laboratorio, seguido de Lavra. Apartó la cortina para observar la silla de varillas de metal. Era difícil descubrir un cuadro de mandos, que no parecía controlar nada. Vyrko se instaló en la silla para examinarlo todo más detenidamente.
Dejó escapar unos gruñidos. Lavra, finalmente, excitada su curiosidad, alcanzó un botón verde del aparato y lo oprimió.
-No me gusta lo último que dice sobre mí -objetó Lavra-. No me gusta nada. Opino que tu Norbert Holt es cruel.
-Afirma que eres muy hermosa.
-Y que tú me amas, ¿verdad? ¿O es él quien me ama? No lo sé, es todo tan confuso.
-Sí, todo está mezclado, y yo te amo -El beso fue corto".

-¿Y ahora qué? -preguntó Lavra.
-Nada más. La narración concluye aquí.
-Bueno. ¿No vas a...?
Vyrko se sentía muy aturdido. Holt había descrito sus sensaciones con tanta fidelidad. Estaba en paz consigo mismo y, cosa curiosa, el recuerdo de la puerta de escape insinuada por Kirth-Labbery atormentaba su cerebro.
Se levantó y pasó al laboratorio, para inspeccionarlo, siempre seguido por Lavra. Apartó la cortina para examinar la silla de varillas de metal. Era difícil descubrir un cuadro de mandos, que no parecía controlar nada. Vyrko se instaló en la silla para examinarlo todo más detenidamente.
Dejó escapar unos gruñidos. Lavra, finalmente excitada su curiosidad, alcanzó un botón verde del aparato y lo oprimió.
Vyrko no tuvo tiempo de asombrarse cuando Lavra y el laboratorio se desvanecieron. Divisó un vehículo arcaico que parecía a punto de atropellarle y lo esquivó hábilmente. Pero la silla le molestaba y, antes de que lograra levantarse, el vehículo le alcanzó. Se produjo una explosión rojiza, sintió un enorme dolor y después, tinieblas.
Más tarde recordó un momento de conciencia en el hospital y una estridente voz femenina que repetía una y otra vez:
-Pero no estaba allí, y de repente apareció y lo atropellé. Fue como si hubiese surgido de la nada. No estaba allí, y de repente...
La inconsciencia volvió a apoderarse del joven.
Mientras permaneció insensible, con largas y terribles pesadillas en las que unos médicos le auscultaban y comprobaban su estado febril, su mente subconsciente debió ocuparse del problema. Tan pronto como descubrió el periódico en la bandeja del desayuno, lo comprendió todo. Esto ocurrió el primer día que abrió los ojos.
El periódico era de lectura fácil para un paleolingüista con conocimientos especiales sobre pergaminos de asimilación más accesible que el curioso concepto del desayuno. Lo que importa era la fecha: 1948, y los titulares le refrescaron la memoria acerca de la Guerra Fría y de las imprevisibles elecciones. (Tenía que recordar algo respecto a esa elección).
Lo vio con claridad. El genio de Kirth-Labbery se había materializado en una máquina del tiempo. Aquella era la única salida que el científico no había experimentado y en la que no confiaba mucho. Y Lavra apretó el botón verde porque Norbert Halt había escrito que ella lo haría.


-El desayuno no parece gustarle, doctor.
-Tal vez haya sido el periódico. ¡A mí también me pone nervioso y me da fiebre todas las mañanas!
-¡Oh, doctor, siempre está bromeando!
-No hay nada gracioso en este caso. Amnesia total, según puede juzgarse por sus escasos momentos de lucidez. Y su ropa no nos sirve de ayuda. Debía dirigirse a un baile de máscaras. ¡O quizá debiera decir a un baile de máscaras desvestido!
-¡Oh, doctor!
-No me diga que una enfermera puede ruborizarse. ¡Al menos no lo hacían cuando yo era interno! ¡Y le aseguro que tenían motivo para ello! Pero este tipo no lleva encima nada que sirva para identificarle. Conducía una especie de bicicleta y se dejó atropellar. Por el momento será mejor que dejemos de darle alimentos sólidos, y que se haga por vía intravenosa.
En los ágapes rituales había sufrido bastante, recordó Vyrko. La carne no le sentaba bien, y el problema era que no había reconocido aquellos pedazos sólidos que acompañaban a los huevos como carne.
El reajuste fue gradual y pleno, tanto en éste como en los demás aspectos. Al final de las dos primeras semanas comía carne con fruición y, según confesó, con cierto obsceno placer, no ritual. Conversaba también con las enfermeras y los pacientes respecto a los sucesos (que todavía consideraba como piezas momificadas de un museo) de 1948.
Su reajuste, en efecto, resultó tan espectacular que no duró mucho. Y el doctor le enfrentó con la verdad.
-Hay que pensar en el futuro. No puede usted permanecer aquí eternamente. Existe un prejuicio muy razonable respecto al internamiento en los hospitales de personas que gozan de buena salud.
Vyrko se permitió una carcajada.
-Como no tengo idea de quién soy -replicó, aceptando esta explicación más verosímil que la verdadera-, dónde vivo o cuál es mi profesión...
-¿No recuerda nada? ¿No sabe, por ejemplo, si sabía taquigrafía? ¿O si tocaba el violín?
-En absoluto.
A Vyrko no le pareció conveniente explicar que únicamente sabía usar una máquina de escribir electrónica. Pensó:
"He aquí el Hombre del Futuro. Constantemente he leído aventuras de viajes a través del tiempo. Sé cómo son estas cosas. Debería enseñarles los conocimientos del gran Kirth-Labbery y convertirme en el hombre más eminente del mundo. Pero el viaje a través del tiempo nunca tuvo como protagonista a un pobre diablo desinteresado por la ciencia, que jamás sintió curiosidad por lo que sucedía, ni le importaron las relaciones entre una acción y su resultado. Aquí, en esta era, está comenzando la televisión en dos dimensiones y en blanco y negro. Nosotros teníamos una televisión a todo color, estereoscópica, cuyas emisiones eran accesibles a todo el planeta, y que soy capaz de construir, del mismo modo que el doctor podría instalar la luz eléctrica en la antigua Roma. El Ratón del Futuro".
El doctor también había estado meditando.
-Observo que es usted un lector empedernido -dijo-. La bibliotecaria me lo contó.
-Sí, me gusta leer -admitió Vyrko, sonriente.
-¿No ha tratado de escribir? -le preguntó bruscamente el doctor, casi en el mismo tono con que hubiera podido aconsejarle a una joven que su futuro se hallaba en Port Said.
Esta vez Vyrko rió abiertamente.
-Esto parece despertar un recuerdo en mi cerebro. Lo intentaré. ¿Pero, mientras tanto, dónde viviré hasta que empiece?
-Los accionistas del hospital administran un fondo de rehabilitación. Puede pedir un préstamo. No será mucho, claro; pero yo siempre digo que un hombre soltero sólo tiene que alimentar una boca, y si alimenta más, es que ya no está soltero.
-De acuerdo -asintió Vyrko, contemplando los titulares del periódico-, lo solicitaré.

Consiguió el préstamo, una cuenta bancaria, que a su vez le permitió conseguir otros préstamos a un interés exorbitante. Y se llevaron a cabo las elecciones.
Por fin había reconstruido cuanto conocía acerca de ella. Uno de sus últimos pergaminos mencionaba que los republicanos debían ganar las elecciones de 1948. Lo que significaba, de hecho, que habían perdido; y ahora, en octubre de 1948, todos los periódicos, todos los comentaristas, todos los apostantes, estaban convencidos de que, infaliblemente, iban a ganar.
El miércoles 3 de noviembre, Vyrko pagó sus deudas y dio comienzo a su carrera como escritor, sólidamente protegido contra una inmediata muerte por inanición.
Una media docena de relatos de ficción fracasaron sin remedio. Los editores observaban que era un problema de tono, en las raras ocasiones en que no se limitaban a pronunciar frases aún más vagas. Vendió algo de poesía, si a esto puede llamarse venta, pensó Vyrko con amargura, comparando la posición financiera de un poeta en su propia era.
Sus fracasos comenzaron a producirle amargura y fastidio, y sus pensamientos se concentraron cada vez más en el futuro, cuyo desenlace desconocía.
Mellizos. Tenían que ser mellizos, de sexo contrario, naturalmente. La única esperanza para la continuación de la raza residía en una coincidencia de azar y de genética.
Azar.
Empezó a pensar en las apuestas de las elecciones y a imaginar otros ángulos con los que pudiera obtener provecho de sus predicciones para el futuro. Pero sus lecturas de pergaminos le habían hecho temer a las paradojas. Calculó con cuidado las apuestas de las elecciones; no podían afectar al resultado final, ni podían, aun en forma infinitesimal, afectar al azar. Pero un paso adelante...
Vyrko se sentía, como la mayoría de los hombres presuntuosos, muy ufano de su desprecio hacia sí mismo. Y posiblemente, el mayor desprecio lo experimentó al descubrir cuán sencilla era la solución de todos sus problemas.
Podía escribir novelas de ciencia ficción.
El único tema del que podía hablar de modo convincente y desenvuelto, con el tono apropiado, era el futuro. Tal vez lo más oportuno sería empezar con un relato de las Guerras de Religión. Y después...
Hasta el momento en que se disponía a enviar su manuscrito por correo no se le ocurrió toda la verdad.
Sobriamente, medio sonriente, tachó Kirth-Vyrko de la primera página y escribió Norbert Holt.

Manning Stern se regocijó en voz alta ante su descubrimiento.
-¡Este chico lo ha conseguido! Resulta tan real.
Ordenó que se le abonase una cantidad inusitada (inusitada al menos para un primer relato), y envió al autor una carta muy cordial, subrayando la necesidad inmediata de nuevas narraciones y sugiriéndole determinados temas.
El editor de Historias Sorprendentes se asombró al leer la respuesta:

"Lamento afirmar que todos mis relatos se basen en un conocimiento orgánico de los sucesos futuros, por lo que deberá permitirme la elección de mi propio material".

"¿Y quién diablos es aquí el editor?", se preguntó Manning Stern, y dictó una carta concediéndole una entrevista al autor.

Las facciones eran pequeñas y muy marcadas, y el rostro poseía una encantadora vivacidad. Era muy distinta de Lavra, infinitamente alejada de los cánones de belleza que preconizaba el cine de 1940.
-Me perdonará mi sorpresa, señorita Stern -confesó Vyrko-. Pero llevo varios años leyendo sus publicaciones y nunca pensé...
Manning Stern sonrió.
-¿Que su editor resultase una sorpresa? Estoy acostumbrada a ello, a su reacción, quiero decir. No creo que llegue a acostumbrarme nunca a ser una mujer, o un ser humano, si a ello vamos.
-Pero es raro, ¿no? Por lo que sé del ambiente literario.
-¡Oh, Dios mío! Cuando encuentro un hombre que sabe escribir, no le permito que actúe como un chauvinista masculino. Soy un buen editor -añadió con muy poca modestia-, y soy también una mujer científica, no lo olvide. He trabajado en el Proyecto Manhattan, hasta que alguien me tachó de excesivamente liberal. Pero de lo que aquí se trata es de su labor. No está mal, de acuerdo; pero creo que no tiene razón al pretender hacerlo con su exclusiva.
Norbert Holt abrió su cartera.
-He traído algunas cosas que tal vez logren convencerla. 
Una hora más tarde, Manning Stern consultó su reloj y declaró:
-¡Final de la hora de oficina! ¿Le importaría continuar su disquisición delante de un martini, o de cinco? Y le advierto que cuando suplico, suelo ser inflexible.
Una hora después, anunció:
-Podríamos ir a otro local. El tema parece eternizarse.
-Al diablo -exclamó Norbert Holt- con las relaciones editoriales. Volvamos al tema que discutíamos.
-Era de cuadros. Le estaba hablando de...
-No, ahora lo recuerdo. Era de cine. Usted intentaba hablarme de los hermanos Marx. Sin éxito, debo añadir.
-¡Sin éxito! -repitió Manning Stern, pensativa-. Cinco martinis y pronunciar aún esta palabra tan difícil. ¡Pero continuaré hablándole de los hermanos Marx! Mire, Holt. En casa tengo una pobre huérfana que seguramente se está muriendo de hambre. Debo ir a alimentarla. Venga a casa y la conocerá. Tenemos potaje.
-De acuerdo. Siempre me gusta probar un plato nuevo. 
Manning Stern le miró con curiosidad.
-¿Es un chiste? Es usted muy gracioso, Holt. Sabe de todo y, de pronto, parece un marciano ante la cosa más simple. ¿O es que en efecto ha llegado de Marte? Bueno, vamos a dar de comer a Rachel.


Cinco horas más tarde, Holt estaba diciendo:
-Jamás pensé que me alegraría tanto de haber vendido una novela, querida Manning. Nunca me había divertido tanto hablando... -iba a decir con una mujer-. Nunca me había divertido tanto hablando desde...
Casi añadió "desde que llegó el agnotón", pero la joven no pareció fijarse en la brusquedad con que terminó la frase.
-Bendito seas, Norb -dijo únicamente-. Tal vez no seas un chauvinista masculino. Tal vez incluso seas... Bueno, vete a coger el metro, un taxi o lo que quieras. Si sigues aquí un minuto más, o te besaré o admitiré que tienes razón en todo, y no sé cuál de ambas cosas es peor para las relaciones entre un editor y su autor.

Manning Stern fue la primera en cometer la segunda infracción en sus relaciones. El correo recibido a nombre de Norbert Holt, procedente de sus admiradoras, no le dejó a la joven la menor duda de que Historias Sorprendentes se beneficiaría de cualquier cosa que él escribiese.
Jamás un autor había obtenido la popularidad en tan poco tiempo. No era simplemente popularidad. Era la fama desde su primer relato. Gustó a los entendidos (Invitado de Honor de la Washinvention), a los menos entendidos (Primer Presidente de los Escritores de Anticipación de América), y al público en general (autor del primer libro de ciencia ficción que fue catalogado como best-sellers durante más de tres meses).
Y nunca había habido un autor con el que fuese más divertido trabajar, y no por lo que se le editaba, sino acompañándole, conversando con él. Rachel estaba evidentemente enamorada de Holt, y rezaba para que tuviese la decencia de seguir soltero.
Pero había también una vaga sensación de rareza. Como lo del potaje y otras observaciones referentes a las máquinas de escribir.
-Tengo problemas con un relato -anunció un día Norbert Holt-. Una idea que no puedo resolver. Tal vez si se la echase a los leones...
-¿Un problema? -repitió Manning, con voz más chillona de lo que deseaba.
Creía que todo estaba ya definido para los próximos diez años.
-Esto es diferente. Es una narración paradójica, y no consigo concluirla. Supongamos un individuo del remoto año X que lee una historia que le enseña a emplear una máquina del tiempo. La utiliza y regresa al año X 2000, ahora, por ejemplo. Bien, escribe ahora la historia que leerá dos mil años más tarde, que le enseña cómo utilizar la máquina del tiempo, cuyo funcionamiento conoce al haber leído el relato que escribió porque...
Manning Stern iba a ordenarle silencio, cuando Matt Duncan les interrumpió.
-Sí, un ciclo perenne. Muy divertido, pero Bob Heinlein ya lo hizo en Siguiendo sus huellas, el mejor tour de force que he leído jamás. Es imposible repetir el tema después de esto.
-Ouróboros -citó Joe Henderson.
Norbert Holt le miró inquisitivamente; todos sabían que una palabra al día era la contribución máxima de Joe.
Fue Austin Carter quien lo explicó:
-Ouróboros. El gusano que circunda el universo mordiéndose la cola. También la Serpiente Asgard. Y creo que hay algo de los Mayas. Todos los símbolos del infinito, sin principio ni final. Siempre se sale por la misma puerta por la que se ha entrado. De esto trata la magnífica novela de Eddison, El gusano Ouróboros; la perfecta novela cíclica, que termina con el principio, y finaliza no porque haya un punto final, sino porque sería antieconómico imprimir un mismo texto indefinidamente.
-La caja del cuáquero Oats -añadió Duncan-, con un cuáquero sosteniendo una caja, con un cuáquero sosteniendo una caja, con un cuáquero...
Fue una charla profesional. Una agradable velada con los colegas. Pero en las pupilas de Norbert Holt había una expresión de tristeza infinitamente remota.
Aquélla fue la noche en que Manning violó la primera regla de las relaciones editor-autor.
Estaban tomando unos martinis en el mismo bar en que Norbert Holt, muchos años atrás, consiguió pronunciar las palabras sin éxito con completo éxito.
-Han sido unos años muy agradables -observó, hablando al parecer con la aceituna de su vaso.
Había algo extraño en la velada.
-¡Cuánta tensión! -le confió Manning a su aceituna.
-Hace tiempo que te debo una conversación seria.
-No tienes que pagarme esta deuda. No nos gusta mucho hablar en serio, ¿verdad?
-Pues...
-Tengo la atroz sensación -admitió Manning- que tú pretendes hacer una proposición, a mí o a la aceituna. Y si es a mí, tengo la impresión, también atroz, de que aceptaré y Rachel no me lo perdonará nunca.
-Estás a salvo -replicó Norbert, con sequedad-. Esto es serio. Quiero casarme contigo, querida, pero no lo haré.
-Supongo que ahora te rizarás el bigote y me confesarás que tienes esposa e hijos en otro país.
-¡Espero que sea así!
-Muy gracioso, ¿verdad? -Manning casi hubiera querido estar muerta.
-No puedo contarte toda la verdad -continuó él-. No me creerías. He amado a dos mujeres; una con talento y cerebro, y la otra sólo con belleza. Sí, creo que las amaba. Y la peor maldición de Ouróboros es que jamás sabré hasta qué punto. Si al menos pudiera sacarle la cola de la boca.
-Adelante -le rogó ella-, sigue con tus bromas. Son divertidas.
-Y ella va a tener, tendrá mi hijo, mis hijos. Serán mellizos.
-Mira, Holt. Hemos venido aquí como editor y autor, ¿lo recuerdas? Dejémoslo así. No sigas hablando. Soy una buena chica, pero no puedo soportarlo todo. Ha sido muy agradable conocerte y he recibido todos tus manuscritos sobre el futuro con alegría.
-Sabía que no debía hablar. Ni siquiera debí intentarlo. Bien, no habrá más manuscritos del futuro. Ya he escrito todos los que Holt ha leído.
-¿Tiene eso algún sentido? -Manning formuló tal observación a la aceituna, pero ésta ya había desaparecido, y sólo la captó el martini.
-Éste es el último -sacó un paquete de cuartillas dobladas de su bolsillo-, el que no puedo terminar. Tal vez llegues a comprenderlo. Y antes quiero poner en claro que...
El tono de su voz dio a entender el oculto significado de sus palabras y Manning olvidó todo lo demás.
-¿Va a ocurrirte algo? ¿Vas a...? ¡Oh, no, querido! De acuerdo, tienes una esposa en una estación espacial del cinturón de asteroides; pero si te sucede algo...
-No lo sé -replicó Norbert Holt-. No recuerdo la fecha exacta.
Se levantó con brusquedad. 
-No debí intentar despedirme. Volveré a verte, querida, en el próximo ciclo de Ouróboros.
La joven seguía aún absorta en el vaso de martini, ya vacío, cuando oyó chirriar los frenos y la excitada algarabía de la multitud en la calle.
Aquella noche leyó el relato póstumo, cuando tuvo los ojos otra vez secos. Y a pesar de su pena, su cerebro le recordó que seguía siendo una editora.
Comprendió parte de la historia, pero no la creyó.
"No es un relato. Es demasiado corto, demasiado inconsistente. No les gustará a los admiradores de Holt, que son todos los lectores del mundo. Bien, lo mejor será que escriba una nota necrológica".
Meditó, pero sin gran éxito. Jamás había experimentado con tanta fuerza la sensación de deja vu. Ya se había visto enfrentada con este mismo dilema otra vez, en otra espiral del tiempo, como dirían los compañeros de la redacción. Y su decisión había sido...
"Un estúpido sentimentalismo. Esto no puede publicarse. Lo sé. Y si ahora me da uno de mis ataques y cambio de idea..."
Arrojó el texto póstumo de Norbert Holt al fuego. Y ardió al instante.

A la mañana siguiente, Rachel le preguntó:
-¿Quién es Norbert Holt?
Manning había dormido tan profundamente que incluso se sentía tolerante ante las preguntas tontas a la hora del desayuno.
-¿Quién?
-Norbert Holt. No sé por qué, pero este nombre me obsesiona. ¿Es quizá el de uno de tus autores?
-Jamás lo he oído -afirmó Manning. Rachel frunció el ceño.
-Estaba casi segura. ¿No puedes recordar? Repasaré todos los volúmenes de Historias Sorprendentes.

-¿Tuviste suerte con...? ¿Cómo era? ¿Holt? -le preguntó más tarde Manning a la niña.
-No, en absoluto. No lo he encontrado. Estoy sin éxito.
"¿Por qué, pensó Manning muy divertida, debo pensar en martinis a la hora del desayuno?"

FIN

2023/07/24

Un regalo de la Tierra (Fredric Brown)


Título original: Earthmen bearing gifts
Año: 1960


Dhar Ry meditaba a solas, sentado en su habitación.
Desde el exterior le llegó una onda de pensamiento equivalente a una llamada. Dirigió una simple mirada a la puerta y la hizo abrirse.
-Entra, amigo mío -dijo.
Podría haberle hecho esta invitación por telepatía, pero, estando a solas, las palabras resultaban mas afectuosas.
Ejon Khee entro.
-Estas levantado todavía y es tarde.
-Si, Khee, dentro de una hora debe aterrizar el cohete de la Tierra y deseo verlo. Ya sé que aterrizara a unas mil millas de distancia, si los cálculos terrestres son correctos. Pero aún cuando fuese dos veces más lejos, el resplandor de la explosión atómica seguirá siendo visible. He esperado mucho este primer contacto. Aunque no venga ningún terrícola en ese cohete, para ellos será el primer contacto con nosotros. Es cierto que nuestros equipos de telepatía han estado leyendo sus pensamientos durante muchos siglos, pero este será el primer contacto físico entre Marte y la Tierra.
Khee se acomodó en el escabel.
-En efecto -dijo-. Últimamente no he seguido las informaciones con detalle. ¿Porque utilizan una cabeza atómica? Sé que suponen que nuestro planeta esta deshabitado, pero aun así...
-Observan el resplandor a través de sus telescopios para obtener... ¿Como lo llaman? un análisis espectroscópico. Eso les dirá más de lo que saben ahora (o creen saber, ya que mucho es erróneo) sobre la atmósfera de nuestro planeta y de la composición de su superficie. Es como una prueba de puntería, Khee. Estarán aquí en persona dentro de unas conjunciones de nuestros planetas. Y entonces...
Marte se mantenía a la espera de la Tierra. Es decir, lo que quedaba: Una pequeña ciudad de unos novecientos habitantes. La civilización marciana era mas antigua que la de la Tierra, pero había llegado a su ocaso y esa ciudad y sus pobladores eran sus últimos vestigios. Deseaban que la Tierra entrara en contacto con ellos por razones interesadas y desinteresadas al mismo tiempo.
La civilización de Marte se había desarrollado en una dirección totalmente diferente a la terrestre. No había alcanzado ningún conocimiento importante en ciencias físicas ni en tecnología. En cambio, las ciencias sociales se perfeccionaron hasta tal punto que en cincuenta mil años no se había registrado un solo crimen ni producido más de una guerra.
Habían también experimentado un gran desarrollo en las ciencias parasicológicas, que la Tierra apenas empezaba a descubrir.
Marte podía enseñar mucho a la Tierra. Para empezar, la manera de evitar el crimen y la guerra. Después de estas cosas tan sencillas, seguían la telepatía, la telekinesis, la empatía.
Los marcianos confiaban que la Tierra les enseñara algo de más valor entre ellos: Restaurar y rehabilitar un planeta agonizante, de modo que una raza a punto de desaparecer pudiera revivir y multiplicarse de nuevo.
Los dos planetas ganarían mucho y no perderían nada.
Y esa noche era cuando la Tierra haría su primera diana en Marte. Su próximo disparo, un cohete con uno o varios tripulantes, tendría lugar en la próxima conjunción, es decir, a dos años terrestres o cuatro marcianos. Los marcianos lo sabían, porque sus equipos telepáticos podían captar los suficientes pensamientos de los terrícolas como para conocer sus planes.
Desgraciadamente a tal distancia la comunicación era unilateral. Marte no podía pedir de la Tierra que acelerase su programa, ni informar a sus científicos acerca de la composición de la atmósfera de Marte, objetivo de ese primer lanzamiento.
Aquella noche, Ry, el jefe (traducción mas cercana de la palabra marciana), y Khee, su ayudante administrativo y amigo mas íntimo, se hallaban sentados y meditando hasta que se acercó la hora. Brindaron entonces por el futuro con una bebida mentolada, que producía a los marcianos el mismo efecto que el alcohol a los terrícolas y subieron a la terraza. Dirigieron su vista al norte, en la dirección donde debía aterrizar el cohete. Las estrellas brillaban en la atmósfera.

En el observatorio numero 1 de la Luna terrestre, Rog Everett, mirando por el ocular del telescopio de servicio, exclamo triunfante:
-¡Explotó Willie! Cuando se revelen las películas, sabremos el resultado de nuestro impacto en este viejo planeta Marte.
Se incorporo, pues de momento no hacía más que observar y estrechó la mano de Willie Sanger. Era un momento histórico.
-Espero que el cohete no haya matado a nadie. A ningún marciano, quiero decir, Rog. ¿Habrá hecho impacto en el centro inerte de la Gran Syrte?
-Muy cerca, en todo caso. Yo diría que a unas mil millas al sur. Y eso es puntería para un disparo a cincuenta millones de millas de distancia... ¿Willie, crees que habrá marcianos?
Willie lo pensó un segundo y respondió:
-No.
Tenía razón.


FIN

2023/07/17

Las botas mágicas (Viktor Saparin)


Título original: Volshebnye botinki (Волшебные ботинки)
Año: 1955


Todo empezó con una nadería. Al ponerse Petja una bota, su madre notó que la suela tenía un agujero del tamaño de una monedita, tapado sólo por la plantilla. Otra "monedita", un poco más grande, aparecía también en la suela del otro pie. Petja había observado que, quién sabe por qué, la bota derecha se desgastaba más de prisa que la izquierda, por lo que el descubrimiento no le sorprendió en absoluto.
Sin embargo, su madre endureció la mirada.
—Imagínese, Iván Ivanovic —a falta de otros, la mujer se dirigía a un huésped de sus vecinos, una persona venida de lejos, que en aquel momento había entrado en la cocina—. Este chico se come las botas. Se las he comprado hace un mes y mire. ¿Ha visto alguna vez algo semejante?
Iván Ivanovic dejó sobre la mesa la tetera que tenía en la mano y miró a Petja.
—Es un chico como otro cualquiera —dijo—. No tiene importancia…
—¡Un chico como otro cualquiera! —La madre de Petja alargó los brazos—. ¿Dónde ha visto algo parecido? Es un desastre. ¡Se come los zapatos!
—Yo también era así —repuso Iván Ivanovic, conciliador. Volvió a coger la tetera y la puso bajo el grifo— Mire, no ha pasado nada, he llegado a ser profesor… Sólo es un chico nervioso…
—Pero las botas las hacen para chicos normales —continuó la madre de Petja—. No hay zapatos especiales para los que no se están nunca quietos.
—Es verdad —contestó Iván Ivanovic, en tono serio—. Es verdad. Los futbolistas, los deportistas, disponen de botas especiales, y nadie piensa en acusarles de correr demasiado. Sin embargo, para los chicos no hay nada. Y es natural que corran… Habría que proporcionarles también botas adecuadas…
—No sé dónde encontrar botas que le duren más de un mes —exclamó la mujer, sacudiendo la cabeza—. ¡Sería un milagro!
Petja, ofendido, arrugó la nariz. ¡Qué culpa tenía él de ser un chico nervioso! ¿Debía, entonces, quedarse sentado siempre, con las piernas cruzadas? En vez de afrontar el problema específicamente, como hacía su profesor, su madre las tomaba siempre con él. Como si gastara las suelas adrede.
Iván Ivanovic dejó la tetera sobre la plancha del hornillo y se dirigió hacia la puerta. En el umbral se detuvo, mirando otra vez a Petja como para examinarlo.
—Le enviaré un par de botas mágicas —prometió, con sencillez—. El muchacho me parece adecuado, siempre que sea verdad todo cuanto me ha dicho acerca de él. Se las mandaré, pero con una condición: Que el chico se ponga las botas todos los días y le deje hacer todo lo que quiera. Y no se preocupe, Antonina Ignatevna, ya verá cómo mis botas no se gastan nunca.
A pesar de la cólera, Antonina Ignatevna no pudo por menos de sonreír. Era una buena persona ese Iván Ivanovic.
—Ojalá fueran mágicas.
Petja estaba convencido de que Iván Ivanovic había inventado todo aquello para calmar a su madre. No tenía, realmente, aspecto de mago.
¿Dónde estaba el cucurucho que Petja recordaba haber visto sobre la cabeza del malabarista del circo? ¿Y aquella mirada penetrante o aquel modo de mover las manos, propio de los magos? Iván Ivanovic era un hombrecillo de chaqueta gris, con gafas, de barbita puntiaguda. Se parecía mucho a Sereza, el zapatero del segundo piso. Nadie habría dicho al verlo que de joven fue un muchacho nervioso.
Sin embargo, dos semanas después de la partida de Iván Ivanovic llegó un paquete. Su remitente era el hombrecillo.
Petja pensó que contendría un par de botas claveteadas con refuerzos metálicos, tal vez un par de botas de montaña semejantes a las que en una ocasión vio en un escaparate. Pero en el paquete había un par de zapatos negros vulgares, de corte sencillísimo. Petja se los probó. Le iban de perilla. —En seguida se ve que es un hombre —murmuró la madre—. Con toda su inteligencia, Iván Ivanovic no sabe que a los chicos se les debe comprar todo un poco grande. Y aseguraba que le durarían mucho tiempo… Venga, póntelos. A caballo regalado…; pero las gastarás pronto. Recuérdalo.
Aquel día comenzó la extraordinaria historia de las botas.
Contra todas las leyes de la naturaleza, las botas siguieron intactas.
Al principio, Petja caminó despacio, con cautela. Llevaba botas mágicas y nunca se sabe. Luego, poco a poco, se acostumbró a la novedad hasta que no pensó más en ello. Volvió a correr como antes y a jugar al fútbol cuanto quiso.
Una tarde, cuando Petja ya se había metido en la cama, la madre cogió las botas y se puso a observarlas. "Ya las has llevado bastante —dijo para sí—, y… ¡Pero si están nuevas! Y pensar que… La suela está como nueva. Entonces, si quiere, sabe cuidarlas…"
Aquella noche la mujer dio a Petja el beso de despedida con cariño especial, pero Petja tenía la vaga sensación de no haber merecido enteramente el agradecimiento de su madre.
"Bah —se dijo, al dormirse—, dependerá mucho de las botas. También María Petrovna se lamentaba muchas veces de la calidad de sus botas. No se me puede echar la culpa a mí".
María Petrovna habitaba en el apartamento de enfrente y era una mujer conocida por su escepticismo con respecto a todo y a todos. A los chicos, nerviosos o no, los había clasificado tiempo atrás en la categoría de los fenómenos absolutamente negativos.
Por eso, cuando Antonina Ignatevna le contó las alabanzas de Petja, explicando que se había vuelto formal y que ya no gastaba las botas, no vaciló en desilusionarla.
—Mire, María Petrovna, son realmente botas mágicas —insistió la madre de Petja—, o mi Petja ha cambiado. Hace seis meses que las lleva, sin quitárselas nunca, y aún no se han gastado.
—No tiene nada de extraordinario —le replicó María Petrovna, tras haber echado una mirada a las suelas—. ¿Ve estas bolitas? No se gastan nunca. Pero a mí no me gustan; producen reuma.
—¿Qué dice? ¡La suela de esparto deja pasar el aire! —objetó Antonina Ignatevna.
—Bueno, son de goma —admitió María Petrovna.
—No pueden ser de goma —disintió Antonina Ignatevna—. ¡Son tan ligeras! ¡Pruebe!
A regañadientes, María Petrovna cogió las botas.
—No pesan casi nada —dijo, con desprecio—. Se ve que están hinchadas.
—¿Por qué hinchadas?
—Sencillísimo. ¿Sabe cómo se hace? Se hinchan las burbujas de aire de la goma. Por eso es ligera.
Dejó las botas en el suelo, limpiándose los dedos.
Antonina Ignatevna sabía perfectamente que el procedimiento de obtener el crepé era muy distinto, pero, como siempre, María Petrovna había dicho la última palabra.
Pasaron los meses. Las botas no se gastaban, como si de verdad fuesen mágicas. Antonina Ignatevna empezó a mirarlas con cierto temor. Sabía que el profesor no era Mefistófeles, sino un hombre normal, pero en aquel regalo suyo había algo sobrenatural. Y no se trataba únicamente de la resistencia extraordinaria de las botas, había algo más.
En una ocasión, Antonina Ignatevna descubrió un arañazo en la punta de la bota izquierda. Sin duda, al jugar con otros chicos, Petja le había dado un golpe. Sin embargo, unos días después el arañazo había desaparecido sin dejar la menor huella. ¿Y cómo explicar el hecho de que las botas pareciesen siempre nuevas, aunque Petja no se preocupaba nunca de limpiarlas?
Por otra parte, seguían ajustándose exactamente a la medida del pie de Petja; pese al transcurso del tiempo, no se habían deformado.
Es cierto que, en general, el zapato de piel cede y se adapta al pie, pero al propio tiempo envejece. En cambio, aquellas botas parecían ser nuevas.
María Petrovna, incapaz de estarse callada, le echó un día un pequeño sermón a Antonina Ignatevna:
—Exagera usted con su pequeño. ¡Cada día, un par de zapatos nuevos! Debería gastar mejor el dinero. ¡Ya se arrepentirá!
—Por favor —le contestó Antonina Ignatevna—. ¡Si hace un año que lleva los mismos zapatos!
—¿Cree que soy tonta? —María Petrovna parecía ofendida—. Estas madres… ¡Pierden la cabeza por los hijos! No saben qué hacer por ellos. Pero así solo los malcrían.
Dicho esto, empezó a acusar a Antonina Ignatevna de mentirosa. De no saber educar a su hijo. De comprar cada día a "su Petenfza" un par de zapatos nuevos, mientras ella seguía usando los mismos, viejos y aun desfondados.
La pobre Antonina Ignatevna intentó explicarle la verdad, pero, ¿qué explicaciones podía dar?
Por culpa de las botas, la vida de Antonina Ignatevna se complicó de una forma increíble. ¿Decir la verdad? Nadie la creería. ¿Admitir que compraba a Petja un par de zapatos nuevos todos los días? Era absurdo.
Pasaron otros dos meses, pero los zapatos no envejecían. Antonina Ignatevna fue presa de la consternación.
—Ven —dijo un buen día e Petja—. Deja que estas botas descansen un poco. Ponte las viejas.
Y le volvió a dar las botas que en su tiempo provocaron su conversación con el profesor. El zapatero Sereza les había puesto medias suelas.
—Hice muy bien al comprarlas un número mayor —observó la mujer—. Las debes llevar, se te quedarán pequeñas. Estas las guardaré en el armario.
¿Quería convencerse de que su hijo había aprendido a cuidar las botas? ¿O bien aquellas botas eternas empezaban a asustarla? Es difícil decir lo que la madre de Petja tenía en la mente, pero cuando el chico se calzó las botas viejas, lanzó un suspiro de alivio.
Acostumbrado a las botas del profesor, tan ligeras que parecía que no las llevaba, Petja sentía ahora pesados sus pies. No pasó mucho tiempo sin que Antonina Ignatevna no tuviese que llevarlas de nuevo al zapatero. Por lo tanto, Petja seguía siendo el chico inquieto de antes, y el secreto de la larga duración de las botas regaladas por el profesor no dependía de sus cuidados. Pero Antonina Ignatevna continuó testarudamente haciendo arreglar las botas viejas hasta que, por fin, el bueno de Sereza le dijo:
—Ya es hora de echarlas a la basura. Cómprele al chico un par de botas nuevas.
¡Comprar unas botas nuevas cuando en el armario tenía un par más de nuevo!
A regañadientes, abrió el cajón donde las había puesto. Hacía ya varios meses que no las veía.
—Tienen un poco de polvo —suspiró, dándoselas a su hijo—. Pruébatelas, quizá te estarán estrechas.
Petja cogió las botas que, como en el pasado, alegraban la vista con su limpieza.
Y como en aquel lejano día en que Petja se las puso por primera vez, también ahora le sentaban como un guante.


Pero esto no fue lo que más sorprendió a Antonina Ignatevna. Ahora estaba en cierto modo acostumbrada a cosas semejantes. Pero no a aquello. Recordaba perfectamente que, al meter las botas en el armario, las suelas parecían ligeramente gastadas; entonces se había alegrado, porque las rozaduras y los arañazos venían a confirmar que se trataba de botas normales, de objetos de este mundo sometidos al desgaste de las fuerzas de la naturaleza. Hecho extraño, ahora se alegraba de algo que un tiempo atrás la enfurecía.
Pues bien, al echar una mirada a las suelas, Antonina Ignatevna vio, con asombro, que estaban absolutamente nuevas.
Y no sólo eso. Mirándolas de costado, examinando el espesor de las suelas, hizo un descubrimiento aún más increíble.
La pobre mujer se puso las gafas, se las quitó y, finalmente, las acercó de nuevo a sus ojos. ¿Sería posible? ¡Las suelas eran aún más gruesas que antes! Nunca había conseguido comprender cómo Petja no conseguía desgastar unas suelas tan delgadas, pero ahora… ¡habían crecido!
Antonina Ignatevna se quedó sin aliento. Era absurdo. ¿Pueden existir en el mundo zapatos que crecen?
Casi tuvo miedo de darle a Petja botas tan extraordinarias. ¿Pero qué podía hacer? ¿Tirarlas?
El dilema fue resuelto por la casualidad. Aquel día, Petja no pudo utilizar las botas del profesor, porque se puso enfermo. Por fortuna, sólo se trataba de un ligero catarro, que lo retuvo, sin embargo, en el lecho durante una semana. Durante aquel tiempo, las famosas botas no quedaron sin usar. Su fama se había extendido por todo el caserío y los amigos de Petja, cuyas respectivas madres tampoco les escatimaban los coscorrones a causa de los zapatos rotos, se las pidieron prestadas para jugar a la pelota. ¿Qué les importaba a ellos que la eterna duración de aquellas botas no tuviese una explicación científica? El caso más bien excitaba su fantasía, y muchos defendían las versiones más increíbles, demostrando una fe ilimitada en las posibilidades en la técnica, mientras otros, los más pequeños, que aún no habían salido del mundo de la fantasía, creían que las "botas del profesor" eran verdaderamente mágicas.
Así, las botas de Petja empezaron a ser usadas por turno. Con ellas jugaban a la pelota muchachos enloquecidos que a veces se dislocaban una rodilla o un tobillo, pero no se rompían nunca. Aguantaban bastantes pruebas duras, pero realmente no parecía existir ninguna fuerza en el mundo capaz de estropearlas.
Llegó así un día en que Antonina Ignatevna ya no pudo más y, tras preguntar a la vecina su dirección, escribió una carta a Iván Ivanovic.
Esta fue la respuesta del profesor:

Sí, crecen, Y en esto, querida Antonina Ignatevna, no hay nada milagroso. Comprendo su asombro e intentaré explicarle el motivo.
¿Por qué crecen? ¿Ha oído hablar alguna vez de las epifitas? Son plantas que no viven sobre la tierra, sino en el aire. No tienen raíces y pueden vivir sobre una empalizada, incluso sobre un hilo del telégrafo, sin tocar la tierra. ¿Cómo se nutren? No de telegramas, naturalmente, y perdóneme la broma. Toman todo lo preciso para su desarrollo del aire. En el aire siempre hay humedad, siempre hay polvo que contiene partículas minerales. Y nuestras plantas se adaptan a este tipo de alimentación, digamos "aérea".
Desde hace varios años, nuestro instituto estudia estos minúsculos organismos vegetales, que viven en grandes colonias como los corales. Estas dan lugar a una masa compacta, ligera, flexible como la goma, pero que deja pasar el aire. Las botas que se obtienen con esa masa no son en nada inferiores a la piel, incluso tienen una propiedad de la que la piel carece: Crecen. ¿Recuerda la piel de zapa de Balzac? Aquélla disminuía. Pero la nuestra crece continuamente, porque vive. Las células vegetales de que está formada se multiplican con rapidez, alimentándose, como todas las epifitas, a través del aire. Para las suelas hemos preparado una piel que crece de modo particularmente rápido, porque esta parte del zapato se gasta más. Le diré también que la suela puede alimentarse mejor que las demás partes de la bota, porque se halla en contacto con la tierra, donde la humedad y las sustancias minerales son más numerosas. La alimentación más sustanciosa contribuye a hacer que la suela se regenere más de prisa. Es un proceso imperceptible para el ojo del hombre; si no llega usted a tener las botas encerradas en el armario durante cuatro meses enteros, es probable que nunca habría descubierto que éstas crecen realmente. Como es natural, también las botas que crecen tienen sus inconvenientes. No se pueden conservar almacenadas largo tiempo porque su número variaría. Un adulto que se compra hoy un par, un tiempo después las encontraría demasiado grandes. En los zapatos de los adultos sólo puede aplicarse en la suela. Y no es poco; en efecto, hemos recibido muchas cartas de agradecimiento de carteros y de personas cuya profesión les obliga a caminar mucho, entre los cuales hemos distribuido un cierto número de pares, a título de prueba.
Pero las botas de los chicos se pueden fabricar todas ellas con piel creciente. Creemos haber resuelto un problema que preocupa a todos: La confección de botas que puedan ser llevadas durante varios años seguidos. En nuestros experimentos hemos sometido ya a desgaste artificial varios pares, calculando un consumo normal de cinco años, pero una cosa es la experimentación y otra la prueba práctica. Por esta razón me interesa muchísimo saber el fin que tendrán las botas de Petja. Escríbame, por favor, si no le molesta demasiado, al menos una vez cada seis meses. Tenemos bajo nuestro "patrocinio" muchos escolares que usan nuestras botas, pero las de Petja forman, parte de la primera partida y todas las noticias al respecto nos son particularmente preciosas. Yo ya le he escrito dos veces, pero debo haber confundido la dirección, porque tampoco mis parientes me han contestado.
Para nuestros experimentos no escogemos a los chicos especialmente inquietos, pero eso no significa que nuestras botas sean tratadas de la peor manera. Como en todas las demás cosas, también con ellas es necesario un cierto cuidado.
Al probar una nueva marca de bicicleta, se la somete a las pruebas más difíciles, pero al usarlas normalmente, es bueno observar todas las normas prescritas de mantenimiento. Nuestras botas están destinadas a los adultos obligados por su profesión a caminar mucho y a los chicos, pero no a las personas descuidadas. Dígaselo a Petja. Cuidar un objeto significa doblar su vida. Si Petja quiere convertirse en un ejemplo en materia de botas, no como destructor, sino por saberlas conservar y sacarles rendimiento, deberá observar estas sencillas normas, que adjunto a la carta. Esto también es un experimento y le ruego que colabore. Antes era un caso desesperado de descuido, pero hoy, sin embargo, se me cita como ejemplo de orden. Quisiera saber precisamente lo que duran nuestras botas cuando se las cuida bien. Escríbame.
P. S.: Dentro de unos días entrará en servicio la primera fábrica experimental para la producción en serie de las "botas mágicas".

Una semana más tarde, Petja y su madre asistieron en un cine a la proyección de un documental sobre la fábrica de suelas autor regeneradoras, como las llamaba el locutor.
—Tenemos sierras auto afiladas —decía el locutor—, existen relojes de cuerda automática, relojes para los distraídos que, una vez se les ha dado cuerda, ya no se paran nunca. Ahora nos llega la suela que no se gasta nunca. Ahí está, ante vuestros ojos.
En la pantalla aparecieron enormes tinas poco profundas que contenían un caldo nutritivo en el que se cultivaban pequeñísimos organismos vegetales que, vistos al microscopio, parecían minúsculas estrellas amarillas.
El documental mostraba cómo estos organismos, al crecer, formaban una delgada hoja, tan ligera que flotaba sobre el caldo. La hoja seguía creciendo, haciéndose poco a poco más espesa.
—Con el desarrollo de los microorganismos —explicaba el locutor—, el material resulta cada vez más compacto. Ahora, la piel ya está lista. Puede ser enviada al corte.
En un departamento cerrado, numerosas máquinas automáticas recortaban, en la "piel" artificial que allí llegaba, miles de suelas de varias dimensiones.
—Y la suela sigue creciendo —añadió el locutor. Se vio una enorme suela que ocupaba toda la pantalla. La toma en acelerado proporcionaba una rápida visión del crecimiento. El espesor de la suela aumentaba a ojos vistas.
—El tiempo transcurrido es, en realidad, de dos meses —explicó el locutor—. La suela ha crecido tanto, que ha compensado el desgaste producido por un uso prolongado y constante. Y seguirá creciendo indefinidamente, como los hongos que quizás alguno de ustedes cultiva. ¡Gastarán los zapatos, pero esta suela no se desgastará jamás!
—¡Menos mal! —Apenas salió del cine Antonina Ignatevna lanzó un suspiro de alivio—. Ahora todo está claro.
Al encontrarse a María Petrovna, se enfrentó con ella sin miedo:
—¡Vaya al cine! —le aconsejó—. Verá cómo se hacen los zapatos de Petja. ¡Ya no podrá decir que le compro un par nuevo cada mes!
—Ya sé lo que hacen en el cine —replicó la vecina—. Un montón de trucos. Tengo un sobrino que estudia en el Instituto de Cinematografía y precisamente estos días han dado una clase especial sobre ilusiones ópticas.
—Pues estas botas existen —replicó la madre de Petja, acercando su hijo a María Petrovna—. Y Petja, también. No son ninguna ilusión óptica.
—Bueno. Supongamos que sea verdad —concedió la vecina, con superioridad—. Pero todos los chicos son unos mentirosos. Y el suyo no es mejor que los demás. No comprendo por qué lo mima así. ¿Qué necesidad tenía de hacerle esas botas especiales? ¿No le basta con las botas corrientes?


FIN

2023/07/10

Fuera de la cuna, para siempre en órbita (Arthur C. Clarke)


Título original: Out of the cradle, endlessly orbiting
Año: 1959


Antes de comenzar, quisiera señalar algo que demasiada gente parece haber olvidado. El siglo veintiuno no comienza mañana, sino un año después, el 1º de enero de 2001. Aunque el calendario marca 2000 desde medianoche, al viejo siglo le quedan todavía doce meses. Cada cien años los astrónomos debemos volver a explicarlo. Sin embargo, las celebraciones comienzan tan pronto como aparecen los ceros…
Así que ustedes quieren conocer el momento más memorable de mis cincuenta años de exploración espacial… ¿Ya entrevistaron a Von Braun? ¿Cómo está? Magnífico. No lo he visto desde que festejamos su octogésimo cumpleaños con un banquete en Astrogrado, la última vez que bajó de la Luna.
Sí, presencié algunos de los momentos más importantes en la historia de los vuelos espaciales, comenzando por el lanzamiento del primer satélite. Yo tenía entonces veinticinco años, y era un joven matemático en Kapustin Yar. No era tan importante como para estar en el centro de control durante la cuenta regresiva. Pero escuché el despegue: Fue el segundo sonido más imponente que haya oído en toda mi vida. (¿El primero? Ya hablaré de eso luego.) Cuando supimos que estaba en órbita, un veterano científico pidió su Zis, y fuimos a Stalingrado para festejar. Como ustedes saben, sólo los grandes personajes tenían automóvil en el Paraíso de los Trabajadores. Recorrimos la distancia de cien kilómetros casi en el mismo tiempo que le llevó al Sputnik dar una vuelta a la Tierra, y eso era ir muy rápido. Alguien calculó que la cantidad de vodka consumida al día siguiente podría haber lanzado al satélite que estaban construyendo los norteamericanos, pero creo que exageró.
La mayoría de los libros de historia dicen que la Era Espacial comenzó entonces, el 4 de octubre de 1957; no voy a discutir con ellos, pero creo que los momentos más emocionantes vinieron después. Como acontecimiento dramático es imposible superar la carrera de la Marina estadounidense para pescar a Dimitri Kalinin del Atlántico Sur, antes que su cápsula se hundiera. Luego, aquél comentario radial de Jerry Wingate, con adjetivos que ninguna cadena se hubiera atrevido a censurar, mientras daba vueltas alrededor de la Luna y se convertía en el primer hombre que vio el lado oculto. Y, por supuesto, sólo cinco años después, esa emisión televisiva desde la cabina del Hermann Oberth, cuando aterrizó en la Bahía de los Arcoiris, donde todavía permanece, eterno monumento a los hombres enterrados a su lado.
Aquellos fueron los grandes demarcadores en el camino al espacio, pero están equivocados si creen que voy a hablarles de ellos; pues lo que más me emocionó fue algo muy, muy diferente. Ni siquiera estoy seguro de poder compartir la experiencia, y si lo logro ustedes no podrán hacer una historia a partir de la misma. Por lo menos no una nueva, ya que estuvo en todos los periódicos de la época. Pero la mayoría de esos periódicos erró el enfoque completamente; para ellos era buen material con interés humano, y nada más.
Sucedió veinte años después del lanzamiento del Sputnik I, y para entonces, con muchas otras personas, yo estaba en la Luna…, y era demasiado importante, ¡ay!, para continuar siendo un verdadero científico. Hacía doce años que no programaba una computadora electrónica; tenía entonces una tarea algo más difícil: Programar seres humanos, pues era Jefe Coordinador del Proyecto Ares, la primera expedición tripulada a Marte.
Salíamos de la Luna, por supuesto, a causa de la baja gravedad; es unas cincuenta veces más fácil, en términos de combustible, despegar de allí que de la Tierra. Habíamos pensado construir las naves en una órbita de satélite, que habría reducido más aún la necesidad de combustible. Pero cuando la estudiamos, la idea no era tan buena como habíamos pensado. No es fácil instalar fábricas y talleres de máquinas en el espacio; la ausencia de gravedad es una molestia en vez de una ventaja, si uno quiere que las cosas no se muevan. Pero entonces (fin de los años setenta), la Primera Base Lunar estaba bien organizada. Tenía plantas de procesado químico y realizaba operaciones industriales de todo tipo a pequeña escala, para producir las cosas que necesitaba la colonia. De modo que decidimos utilizar las instalaciones existentes, en lugar de exigir nuevas en el espacio, con grandes dificultades y gastos.
Alfa, Beta y Gamma, las tres naves de la expedición, estaban siendo construidas dentro de los muros de Platón, quizás la planicie amurallada más perfecta de este lado de la Luna. Platón es una planicie tan grande que si uno se detiene en el medio no adivinará nunca que está en el centro de un cráter; el anillo de montañas se esconde más allá del horizonte. Las cúpulas a presión de la base estaban a unos diez kilómetros de la plataforma de lanzamiento, conectadas a la misma por medio de los funiculares adorados por los turistas pero que han arruinado el paisaje lunar.
La época de los pioneros fue dura, pues carecíamos de los lujos actuales. La Cúpula Central, con sus parques y lagos, era todavía un sueño en las mesas de dibujo de los arquitectos; y de existir, hubiéramos estado demasiado ocupados para disfrutarla, pues el Proyecto Ares devoraba cada momento disponible. Iba a ser el primer gran salto del Hombre al espacio; ya entonces veíamos a la Luna como un simple suburbio de la Tierra, un escalón en el camino a lugares que realmente importaban. Nuestras creencias estaban claramente expresadas en la famosa frase de Tsiolkovsky, que yo había colgado en mi oficina para que todos la vieran al entrar:

LA TIERRA ES LA CUNA DE LA MENTE. PERO
NO SE PUEDE VIVIR EN LA CUNA PARA SIEMPRE.
 
(¿Cómo? ¡No, claro que no conocí a Tsiolkovsky! En 1936, cuando él murió, yo tenía solamente cuatro años.)


Luego de media vida de secretos era bueno poder trabajar libremente con hombres de todas las naciones, en un proyecto respaldado por el mundo entero. De mis cuatro asistentes uno era norteamericano, uno hindú, uno chino, y uno ruso. A menudo nos felicitábamos por escapar a Seguridad y a los peores excesos del nacionalismo, y aunque existía una amable rivalidad entre los científicos de diferentes países, eso estimulaba nuestro trabajo. A veces yo me jactaba frente a visitantes que recordaban las épocas malas del pasado: "No hay secretos en la Luna".
Bueno, yo estaba equivocado; había un secreto, lo tenía delante de la nariz, en mi propia oficina. De no haber estado tan absorto en todos los detalles del Proyecto Ares, quizás habría sospechado algo. Reflexionando después, por supuesto, vi todo tipo de pistas e indicios, pero en aquel momento no me di cuenta.
Noté vagamente, es cierto, que Jim Hutchins, mi joven asistente norteamericano, estaba cada vez más abstraído, como si algo lo preocupara. Una o dos veces tuve que llamarle la atención por errores pequeños; siempre pareció herido, y prometió que no volvería a suceder. Era uno de esos típicos muchachos honestos que los Estados Unidos producen en tanta cantidad; generalmente muy de confianza, pero no excepcionalmente brillantes. Estaba en la Luna desde hacía tres años, y fue de los primeros en traer a su mujer desde la Tierra cuando se levantó la prohibición sobre personal no esencial. Nunca comprendí cómo lo logró; debe haber tenido algunas influencias, pero indudablemente era la última persona que se esperaría encontrar en el centro de una conspiración mundial. ¿Dije mundial? No, fue mayor, ya que se extendió hasta la Tierra. Docenas de personas estuvieron involucradas, incluyendo al alto mando de la Autoridad Astronáutica. Todavía parece un milagro que hayan podido mantener el secreto.
El lento amanecer había comenzado hacía ya dos días -tiempo de la Tierra-, y aunque las agudas sombras se acortaban, faltaban todavía ciento veinte horas para el mediodía. Estábamos listos para hacer las primeras pruebas estáticas de los motores de Alfa, pues la planta de energía había sido instalada, y el armazón de la nave estaba completo. Allí, en la planicie, parecía más una refinería de petróleo a medio construir que una nave espacial, pero nosotros la encontrábamos hermosa, por su promesa de futuro. Era un momento de tensión; nunca antes se había puesto en funcionamiento un motor termonuclear de tal tamaño, y a pesar de todas las precauciones de seguridad, nunca se podía estar tranquilo… Si algo salía mal, podría demorar el Proyecto Ares por años.
La cuenta regresiva había comenzado ya cuando Hutchins, algo pálido, vino corriendo.
-Debo presentarme a la Base inmediatamente -dijo-. Es muy importante.
-¿Más importante que esto? -repliqué sarcásticamente, pues estaba sumamente disgustado.
Dudó un momento, como queriendo contarme algo; luego contestó:
-Me parece que sí.
-Muy bien -dije, y se fue como un relámpago.
Podría haberlo interrogado, pero hay que tener confianza en los subordinados. Mientras volvía al tablero de control central, malhumorado, decidí que ya estaba cansado del temperamental joven norteamericano, y que pediría su traslado. Era extraño: En la prueba se había mostrado tan inteligente como los demás, y ahora volvía precipitadamente a la Base en el funicular. El cilindro romo del tren estaba ya a medio camino de la torre de suspensión más próxima, deslizándose por cables casi invisibles, moviéndose por encima de la superficie lunar como un extraño pájaro.
Cinco minutos más tarde mi humor era todavía peor. Un grupo vital de instrumentos de grabación se descompuso repentinamente, y habría que retrasar la prueba por lo menos tres horas. Furioso, recorrí el fortín diciéndole a todo aquél que me quisiera oír (y por supuesto, todos tenían que hacerlo) que en Kapustin Yar hacíamos las cosas mucho mejor. Me había calmado un poco y estábamos ya en la segunda vuelta de café cuando los altavoces transmitieron la señal de Atención General. Sólo hay un llamado de mayor importancia: El lamento de las alarmas de emergencia, que he oído dos veces en la Colonia Lunar, y espero no oír nunca más.
La voz que resonaba en todos los espacios cerrados de la Luna, y en las radios de todos los que trabajaban allá afuera, en las silenciosas planicies, era la del General Moshe Stein, Presidente de la Autoridad Astronáutica. (En aquella época todavía existían muchos títulos de cortesía aunque ya no significaban nada.)
-Hablo desde Ginebra -dijo-, y tengo que hacer un importante anuncio. Durante los últimos nueve meses ha estado en marcha un gran experimento. Lo hemos mantenido en secreto a causa de las personas involucradas, y porque no queríamos provocar falsas esperanzas o miedo. No hace mucho, como ustedes recordarán, algunos expertos se negaban a creer que el hombre pudiera sobrevivir en el espacio. También esta vez hubo pesimistas; dudaban que pudiéramos llevar a cabo el paso siguiente en la conquista del Universo. Hemos probado su error, y ahora quisiera presentarles a George Jonathan Hutchins, primer Ciudadano del Espacio.
Se oyó un chasquido cuando la comunicación pasó a otro circuito; luego hubo una pausa llena de murmullos y ruidos vagos. Y entonces, en toda la Luna y la mitad de la Tierra, se oyó el sonido del que prometí hablarles: El sonido más imponente que haya escuchado en mi vida.
Era el llanto de un bebé recién nacido: El primer niño en la historia de la Humanidad dado a luz fuera de la Tierra. Nos miramos en el fortín súbitamente silencioso, y luego miramos las naves que estábamos construyendo allá afuera, en la brillante planicie lunar. Habían parecido tan importantes unos pocos minutos atrás… Todavía lo eran; pero no tan importantes como lo que había sucedido en el Centro Médico, y que volvería a suceder billones de veces en incontables mundos durante todas las eras por venir.
Pues en ese momento, caballeros, supe que el hombre de veras había conquistado el espacio.


FIN