2024/03/25

La estúpida marciana (John Wyndham)


Titulo original: Dumb martian
Año: 1952


Cuando Duncan Weawer compró a Lellie por… no, diciéndolo de esta manera quizás habría líos; cuando Duncan Weawer pagó a los padres de Lellie mil libras como compensación por la pérdida de sus servicios, había pensado llegar hasta seis, o si era absolutamente necesario hasta setecientas libras.
Todos a los que había consultado en Port Clarke le habían asegurado que era un buen precio, pero ya en el campo descubrió que no resultaba tan sencillo como creía la gente de la ciudad. Las tres primeras familias marcianas con las que habló no tenían ninguna intención de vender sus hijas; otra quería 1.500 £ y no quiso rebajar; los padres de Lellie empezaron pidiendo 1.500 £, pero bajaron hasta 1.000 £ en cuanto él hizo ver que no quería dejarse estafar. Cuando lo calculaba al regresar con ella a Port Clarke no quedó demasiado disgustado por el negocio, pues contando con su contrato de cinco años, en el peor de los casos sólo le costaría 200 £ por año, si no podía venderla por 400 ó 500 £ a su vuelta. Desde este punto de vista no era nada exagerado.
Ya en la ciudad fue a explicar la situación y a arreglar las cosas con el agente de la Compañía.
—Oiga —le dijo—, ya sabe usted que tengo un contrato por cinco años como superintendente de la estación de carga de Júpiter IV/II. La nave que me va a transportar allá irá en lastre para recoger carga; qué le parece a usted, ¿podría conseguir otro pasaje en ella?
Antes ya había tenido la precaución de enterarse de que la Compañía acostumbraba a conceder un segundo pasaje en dichas circunstancias, aunque no tenía ninguna obligación de hacerlo.
El agente de la Compañía no se sorprendió en lo más mínimo y después de consultar algunas listas dijo que no veía ninguna objeción a llevar un pasajero extra. Explicó que en estos casos la Compañía también estaba preparada para suministrar la ración extra de alimentos para una persona al precio nominal de doscientas libras por año, pagaderas a base de deducciones del salario.
—¡Qué! ¡Mil libras! —exclamó Duncan con gesto de desesperación.
—Y es un buen negocio —dijo el agente—. Es el precio nominal de las raciones, porque la Compañía cree que vale la pena de pagar el resto por algo que ayude a impedir que un empleado se vuelva loco. Según me han dicho es fácil volverse loco cuando uno está solo en una estación de carga, y lo creo. Mil no es caro si contribuye a evitar que usted se desmorone.
Duncan discutió un poco, por principio, pero el agente tenía las cosas dispuestas de esta manera. Esto significaba que el precio de Lellie aumentaba hasta 2.000 £, esto es 400 £ al año. A pesar de todo, gracias a su propio salario de 5.000 £ al año, libres de impuestos y que no podía gastar durante su estancia en Júpiter IV/II, y que por lo tanto se iban acumulando, no resultaría un gasto tan grande, de manera que accedió.
—Perfectamente —dijo el agente—, en este caso ya lo arreglaré. Todo lo que usted necesita es un permiso de embarque para ella, que lo concederán automáticamente en cuanto les enseñe el certificado de matrimonio.
Duncan se le quedó mirando fijamente.
—¡¿Qué?! ¿Certificado de matrimonio? ¿Qué yo me case con una marciana?
El agente movió la cabeza con reprobación.
—Sin él no hay permiso de embarque a causa de las disposiciones contra la esclavitud. Probablemente pensarían que usted se propone venderla o incluso que la ha comprado.
—¿Quién? ¿Yo? —dijo Duncan indignado.
—Incluso usted —dijo el agente—. La licencia de matrimonio sólo le costará otras 10 £, a menos que tenga ya una esposa, en cuyo caso probablemente más tarde le costará un poco más.
Duncan denegó con la cabeza.
—No estoy casado —le aseguró.
—Bien —dijo el agente con indiferencia—. ¿Entonces por qué se preocupa?
Duncan volvió un par de días más tarde con el certificado y el permiso. El agente los miró.
—Perfectamente —convino—. Le confirmaré la reserva del pasaje. Mis honorarios serán cien libras.
—¿Sus honorarios? ¿Qué diablos…?
—Tómelo usted como si fuese para salvaguardar sus intereses —dijo el agente.
El empleado que le había proporcionado el permiso de embarque también le había pedido cien libras. Duncan no lo mencionó, pero dijo con amargura:
—Una estúpida marciana cuesta mucho dinero.
—¿Estúpida? —dijo el agente mirándole.
—Y encima corta de palabras. Estos condenados marcianos son tan tontos que ni siquiera saben que han nacido.
—Hum —dijo el agente—. Usted no ha vivido nunca aquí, ¿verdad?
—No —admitió Duncan—. Pero he pasado por aquí unas cuantas veces. 
El agente asintió.
—Se comportan como si fuesen imbéciles, y la expresión de su cara les hace parecer tontos —dijo—, pero tiempo atrás fueron personas muy inteligentes.
—Quizá, pero de esto debe hacer mucho tiempo.
—Muchísimo antes de que llegásemos aquí ya habían dejado de preocuparse por pensar mucho. Su planeta moría, y estaban conformes en perecer con él.
—A esto le llamo yo ser tonto. En cualquier caso, ¿no están muriendo todos los planetas?
—¿Ha visto usted alguna vez un viejo sentado tranquilamente al sol? Esto no quiere decir que sea senil, quizá lo sea, pero es muy probable que pueda efectuar algún trabajo mental si de verdad es necesario. Generalmente encuentra que no vale la pena y que cuesta menos dejar que las cosas sucedan por sí mismas.
—Esta tiene unos veinte años, aproximadamente diez años y medio de los de Marte, y desde luego no se preocupa y deja que los acontecimientos sigan su curso. Considero que ya es bastante prueba de estupidez el no saber lo que sucede en el día de su boda.
Además de todo esto resultó que también era necesario pagar otro centenar de libras por vestidos y otros artículos para ella, lo que hacía subir la inversión total hasta 2.310 £. Era una suma que posiblemente hubiera tenido justificación con alguna muchacha verdaderamente inteligente, pero con Lellie… De todos modos la cosa ya estaba hecha. Una vez se había efectuado el primer pago, éste se perdía o había que seguir pagando el resto. Además, en una estación de carga solitaria hasta ella le haría cierta compañía.

El primer oficial llamó a Duncan a la sala de navegación para que diese una ojeada a su futuro hogar.
—Ahí está —dijo señalando una pantalla de observación.
Duncan contempló la mellada superficie del cuarto creciente. Era imposible apreciar su tamaño y tanto podía ser del tamaño de la Luna como del de una pelota de fútbol. En cualquiera de los casos sólo era un montón de peñascos que iba girando lentamente.
—¿Qué tamaño tiene? —preguntó.
—Tiene unos 60 kilómetros de diámetro medio.
—¿Y qué gravedad tiene?
—No lo he calculado, pero piense que no la hay y estará muy cerca de la verdad.
—Bien —dijo Duncan.
De regreso a la sala de estar, pasó un momento por la cabina. Lellie estaba echada sobre la litera con el cobertor elástico sujeto sobre el cuerpo para tener la ilusión de peso. Al verle entrar se incorporó sobre un codo.
No era alta, pues sólo tenía poco más de un metro y medio. La cara y las manos eran delicadas, daban una sensación de fragilidad que no provenía tan sólo de la estructura de los huesos. A un terrestre, sus ojos le parecerían anormalmente redondos y le prestaban a la cara una expresión permanente de inocencia sorprendida. Los lóbulos de las orejas sobresalían bastante por debajo de la masa de cabello castaño que tenía destellos rojizos entre sus ondas. La palidez de la piel quedaba realzada por el color de sus mejillas y el rojo vivo de sus labios.
—Eh —dijo Duncan—. Puedes empezar a empaquetar las cosas.
—¿A empaquetar? —repitió dudando con una voz que resonaba de un modo extraño.
—Sí. Empaquetar —dijo Duncan y le hizo una demostración abriendo una caja y metiendo en el interior algunos trajes y haciendo señal con la mano de que ella acabase de meter el resto.
La expresión de ella no cambió al preguntar como si hubiese comprendido:
—¿Hemos llegado?
—Casi; de manera que ocúpate de esto —le ordenó Duncan.
—Sí, bueno —dijo ella empezando a librarse de las ligaduras.
Duncan cerró la puerta, y dándose impulso fue flotando por el pasadizo que conducía a la sala de estar general. En el interior de la cabina Lellie apartó el cobertor y alcanzando con precaución un par de suelas metálicas las sujetó a sus zapatillas por medio de los cierres. Agarrándose todavía precavidamente a la litera, pasó los pies por el borde y los bajó hasta que las suelas magnéticas resonaron al entrar en contacto con el suelo. Ya con más confianza se puso en pie. El overol castaño que llevaba puesto ponía en relieve unas proporciones que quizá fuesen admirables para los marcianos, pero que desde el punto de vista de los terrestres no eran clásicas; se decía que a consecuencia del tenue aire de Marte, en el transcurso del tiempo, había ido aumentando la capacidad pulmonar con las modificaciones consiguientes. Sintiéndose todavía incómoda por su carencia de peso, cruzó la habitación arrastrando los pies para no perder el contacto. Se detuvo un momento delante de un espejo de pared, contemplando su imagen y después dio la vuelta y se dispuso a empezar a hacer el equipaje.


—… un verdadero infierno para las mujeres que van a él —estaba diciendo Wishart, el cocinero de a bordo, en el momento de entrar Duncan en el cuarto de estar.
Duncan no se preocupaba en absoluto por Wishart, principalmente porque cuando se le ocurrió que sería deseable que Lellie recibiera algunas lecciones de cocinar sin gravedad, el cocinero había rehusado enseñarla por menos de 50 £ y de esta forma la inversión había subido a 2.360 £. Sin embargo, no entraba en su manera de ser el fingir que no le había oído.
—Un verdadero infierno para los que tienen que trabajar en él —dijo ceñudo.
Nadie hizo ninguna observación a esto porque todos sabían por qué se aceptaban las ofertas de empleo en las estaciones de carga.
Tal como decía frecuentemente la Compañía, no hacía ninguna falta retirarse a los cuarenta años y ser una carga para los demás; los salarios eran elevados y podían citar multitud de casos de personas que habían cimentado sus brillantes carreras subsiguientes en los ahorros de su tiempo de servicio en el espacio. Esto estaba muy bien para los que habían ahorrado y no habían tenido un interés obsesivo por la idea de que un animal de cuatro patas puede correr más de prisa que otro. Como ésta no era una manera muy emprendedora de perder su dinero, cuando a Duncan le llegó la edad de dejar de formar parte de las tripulaciones no hicieron más que pasarle la oferta de rutina.
Nunca había estado en Júpiter IV/II, pero ya se imaginaba lo que sería: Sin lugar a dudas la segunda luna de Callisto, que a su vez era la cuarta por orden de descubrimiento de Júpiter, sería una de las estaciones más desagradables del sistema. No le ofrecieron otras oportunidades, de manera que firmó la aceptación de las condiciones normales: 5.000 £ al año durante cinco años, todo comprendido, más cinco meses de espera a media paga antes de que pudiera llegar allí, y otros seis meses después, también a media paga, durante el "reajuste a la gravedad".
En conjunto significaba que durante seis años no se tendría que preocupar; cinco de ellos sin gastos de ninguna clase y que al final tendría una buena cantidad.
La única duda era que no sabía si resistirían cinco años de aislamiento sin desmoronarse. No se podía tener la seguridad aunque los psicólogos hubieran dado su visto bueno. Unos resistían y otros sólo duraban algunos meses, y tenían que retirarse farfullando. Según decían, si se podían aguantar dos años, se resistirían los cinco, pero la única manera de saber lo que pasaría durante los dos primeros era probarlo…
Duncan había sugerido que podría pasar el tiempo de espera en Marte pues allí podría vivir más económicamente.
Los de la Compañía habían consultado las tablas planetarias y fechas de salida, y descubrieron que también para ellos resultaría más barato. Rehusaron partirse la diferencia del ahorro conseguido, pero le habían reservado un pasaje para la semana siguiente y tomado medidas para que pudiese recibir dinero, a crédito, naturalmente, del agente de la Compañía en Marte.
La colonia marciana en Port Clarke y sus alrededores está formada en su mayoría por navegantes que prefieren pasar allí sus últimos años gozando de menor gravedad, mayor libertad moral y mayor economía. A todos ellos les gusta mucho dar consejos. Duncan los escuchó, pero a la mayoría no les hizo caso, pues no le agradaban los medios de mantenerse cuerdo que le recomendaban, como el de aprenderse la Biblia o las obras de Shakespeare de memoria, copiar tres páginas de la enciclopedia cada día o construir modelos a escala de las naves espaciales en el interior de botellas, creyendo que no sólo sería aburrido sino también poco eficaz. El único que le había parecido que valía la pena de seguir, por ofrecer ciertas ventajas, era el que le indujo a comprar a Lellie y continuaba creyéndolo provechoso a pesar del desembolso de 2.360 libras.
Estaba al corriente de las opiniones sobre este asunto, por lo menos en grado suficiente para impedirle dar una dura respuesta a Wishart y por esta misma razón concedió:
—Quizá no llevaría a una mujer de verdad a un lugar así, pero con una marciana es diferente…
—Incluso una marciana… —empezó a decir Wishart, pero tuvo que interrumpirse al ver que los tubos de freno entraban en funcionamiento y que se deslizaba lentamente por la sala.
La conversación cesó, pues todos tuvieron que dedicarse a asegurar los objetos sueltos.
Por definición, Júpiter IV/II era una subluna y probablemente debía ser un asteroide capturado. La superficie no estaba llena de cráteres como la de la Luna; simplemente era una acumulación de rocas melladas y hendidas. En conjunto el satélite tenía forma de un ovoide irregular; era un trozo de roca yermo y triste que procedía de algún planeta ya desaparecido, sin que pudiese tener ninguna utilidad, excepto por su situación.
Es necesario que haya estaciones de carga porque resultaría antieconómico construir naves de tamaño suficiente para que pudiesen aterrizar en los grandes planetas. En la Tierra se habían construido algunas de las naves más antiguas y de menor tamaño, y por lo tanto se habían tenido que lanzar desde allí, pero la primera nave de gran tamaño montada en la Luna estableció una nueva costumbre. Las naves se convirtieron en verdaderas naves espaciales y ya no estaban construidas para que pudieran soportar una fuerza gravitatoria de gran intensidad. Empezaron a llevar a cabo los viajes transportando combustible, mercancías, carga y relevos de personal exclusivamente entre satélites. Los tipos más modernos ni siquiera tocan en la Luna sino que usan el satélite artificial Pseudos exclusivamente como terminal de la Tierra. Por lo general las mercancías entre las estaciones de carga y las principales se envían por medio de cilindros dotados de motor, que se conocen con el nombre de canastas; los pasajeros se transportan entre una y otra estación por medio de naves cohete pequeñas. Las estaciones como Pseudos o Deimos, que es la principal estación de carga de Marte, tienen suficiente movimiento para mantener ocupado a todo un equipo, pero en los puestos exteriores menos explotados basta con un hombre que es en parte observador y en parte encargado del transporte. Las naves los visitan con poca frecuencia y en Júpiter IV/II, de acuerdo con las informaciones de Duncan, era de esperar un promedio de una cada ocho o nueve meses terrestres.
La nave continuó frenando y descendiendo en espiral mientras ajustaba su velocidad a la del satélite. Los giróscopos se pusieron en funcionamiento para proporcionar la estabilidad. Aquel minúsculo mundo lleno de hendiduras fue creciendo hasta sobrepasar el tamaño de las pantallas de observación. El capitán hizo que la nave adoptase una órbita bastante próxima. Bajo ella se deslizaban monótonamente kilómetros y kilómetros de imponentes rocas informes.
El emplazamiento de la estación fue haciéndose visible lentamente en la pantalla, deslizándose desde la parte izquierda; era una superficie de una cuantas hectáreas algo más nivelada y constituía el primer y único signo de orden en aquel caos. En un extremo había un par de cúpulas semiesféricas, una de las cuales era mucho más grande que la otra. En la parte opuesta había unas cuantas canastas cilíndricas alineadas a lo largo de la rampa de lanzamiento excavada en la roca. A ambos lados se veían hileras de recipientes de lona, algunos de los cuales estaban llenos y tenían forma cónica, mientras que otros más fláccidos estaban vacíos o medio llenos. En un despeñadero que había detrás de la estación estaba instalado un gran espejo parabólico que tenía el aspecto de una flor petrificada de tamaño monstruoso. En todo lo que abarcaba la vista sólo había un signo de movimiento: Una pequeña figura en traje espacial haciendo cabriolas como un loco en el delantal metálico que había delante de la cúpula de mayor tamaño y agitando los brazos en una salvaje bienvenida.
Duncan dejó la pantalla y fue hacia la cabina, encontrando a Lellie luchando por apartar una caja grande que por efecto de la deceleración la aplastaba contra la pared. Apartó la caja y la sacó de allí.
—Ya hemos llegado —le dijo—. Ponte tu traje espacial.
Sus redondos ojos cesaron de prestar atención a la caja y se dirigieron hacia él.
No había medio de decir lo que ella pensaba o sentía. Simplemente dijo:
—Traje ezpacial. Zí, bueno.


En la esclusa de la cúpula, el superintendente que salía prestó más atención a Lellie que al manómetro que indicaba la presión. Por experiencia sabía con toda exactitud cuanto tardaba en igualarse la presión y abrió la placa del casco sin molestarse en mirar el instrumento.
—Ojalá hubiese tenido el sentido común de traerme una a mí —observó—. También me hubiera resultado muy útil en el trabajo.
Abrió la puerta interior y les precedió entrando en la cúpula.
—Aquí está —dijo volviéndose hacia ellos—. Sean ustedes bienvenidos.
La habitación principal, que hacía las veces de cuarto de estar, tenía una forma rara a causa de la extraña arquitectura de la cúpula, pero no por eso dejaba de ser espaciosa. Estaba también extremadamente sucia y en conjunto el aspecto era sórdido.
—Tenía intención de limpiarlo, pero nunca llegué a hacerlo —añadió. Después miró a Lellie, que no había alterado su semblante impávido.
—Nunca se puede saber lo que piensan los marcianos —dijo desasosegado—, es como si no captasen lo que uno quiere expresar.
Duncan asintió diciendo:
—Me parece que ésta se asombró por haber nacido y nunca ha llegado a rehacerse.
El otro hombre continuó mirando a Lellie. Sus ojos se desviaron de ella a una serie de grabados de bellezas terrestres que había clavadas en la pared y después volvió a mirar a Lellie.
—Tienen formas raras las marcianas —dijo pensativo.
—A ésta la tienen por una belleza en su tierra —dijo Duncan con algo de sequedad.
—Desde luego, no tenía intención de ofenderla. Supongo que después de todo este tiempo todas me van a parecer raras.
Duncan le hizo señas a Lellie de que abriese la placa facial para que pudiera oírle y luego le dijo que se sacase el traje espacial.
La cúpula era de tipo corriente: Paredes y suelos dobles, con un espacio aislado y en el que se había hecho el vacío, construida como una unidad y anclada en la roca por medio de fuertes barras metálicas. En la parte de los dormitorios había otros tres cuartos de buen tamaño que podrían alojar al personal necesario si aumentaba el tránsito de mercancías.
—El resto —explicaba el empleado saliente— lo constituyen los almacenes de la estación, mayormente alimentos, cilindros de aire, recambios de diversos tipos y agua; será necesario que la vigile con lo del agua. La mayoría de las mujeres parece que piensan que crece de un modo natural en las tuberías.
Duncan denegó con la cabeza.
—Las marcianas, no. El vivir en desiertos les hace respetar el agua. 
El otro recogió un fajo de papeles con notas de almacén.
—Ya las comprobaremos y firmaremos más tarde. El trabajo aquí es muy flojo. La única carga que hay ahora son tierras de metales raros. Callisto todavía no está muy explotada. Es fácil manejarlas. Le comunicarán cuando hay en camino una canasta y es suficiente conectar el radio faro para que llegue. Al hacer envíos uno no se puede equivocar sí sigue las tablas.
Miró en torno a la habitación.
—Todas las comodidades del hogar. ¿Usted lee? Hay muchos libros —añadió, señalando con un movimiento de la mano las compactas hileras que cubrían la mitad del tabique divisorio interior.
Duncan le respondió que nunca había sido muy aficionado a la lectura.
—Bueno, en cualquier caso sirve de algo —dijo el otro—. Aquí hay casi todo lo que vale la pena de leer. Los discos están ahí. ¿Le gusta la música?
Duncan dijo que le gustaban las buenas tonadillas.
—Hum. Es preferible que se dedique a la otra clase de música. Las canciones, después no hay quien se las saque de la cabeza. ¿Juega al ajedrez? —dijo indicando un tablero con las piezas fijadas con clavijas.
Duncan denegó con la cabeza.
—Lástima. En Callisto hay un empleado que juega bastante bien y sentirá no poder acabar esta partida. Sin embargo, si yo me hubiese arreglado como usted posiblemente tampoco estaría interesado por el ajedrez —Sus ojos volvieron a fijarse en Lellie—. ¿Qué cree usted que va a hacer por aquí, aparte de la comida y ayudarle a pasar el rato? —le preguntó.
Aquella cuestión no se le había ocurrido a Duncan, pero se encogió de hombros.
—Supongo que estará perfectamente. Los marcianos tienen una estupidez innata, son capaces de estar sentados durante horas sin hacer nada; es un don que tienen.
—Bien, aquí le será útil —dijo el otro.
Prosiguió el trabajo corriente de la estación. Las cajas se descargaban y las tierras raras se transvasaban de las canastas a los recipientes de lona. De Callisto llegó un transporte pequeño llevando un par de trabajadores cuyo contrato había expirado y partió de nuevo con los que los reemplazaban. Los ingenieros de la nave comprobaron la maquinaria de la estación, cambiaron algunas piezas, volvieron a llenar los tanques de agua, cargaron los cilindros de aire vacíos, repasaron y volvieron a comprobar antes de dar su visto bueno final.
Duncan permaneció en el delantal metálico de la estación en donde poco antes su predecesor había efectuado su fantástica danza de bienvenida, para observar cómo partía la nave.
Esta se elevó en línea recta suavemente impulsada por sus chorros. La curva de su casco se convirtió en un alargado cuarto creciente que brillaba contra el fondo del negro cielo. Los chorros de impulsión principales empezaron a vomitar llamas blancas bordeadas de rosa. Rápidamente fue ganando velocidad y no pasó mucho tiempo antes de que se hubiese convertido en una minúscula mota que se perdió tras la dentada línea del horizonte.
De pronto Duncan tuvo la sensación de que también él se había hundido. Se había convertido en un punto entre una desnuda masa de rocas que a su vez no era más que una mota entre toda la inmensidad. Era imposible tener un punto de comparación con el indiferente cielo que le cubría; era un navío absolutamente negro en el que el sol y una miríada de estrellas brillaban perpetuamente sin razón ni finalidad.
Tampoco había manera de comparar las rocas del satélite en sí que se elevaban con sus agudas crestas y bordes por doquier. No tenía manera de decir si estaban cercanas o lejanas, ni siquiera de descubrir cuál era su forma verdadera. Ni en la Tierra ni en Marte había nada parecido. Sus aristas no erosionadas eran agudas como navajas y hacía millones y millones de años que conservaban aquella agudeza y así continuarían mientras durase la existencia del satélite.
Aquellos millares de años en los que no se habían producido alteraciones parecían extenderse en derredor de él. No sólo él mismo, sino toda la vida resultaba ser una mota, un breve accidente transitorio sin ninguna importancia para el universo. Era una motita insignificante que recibía su luz de los soles eternos. La realidad, estaba constituida simplemente por globos de fuego y esferas de piedra que iban girando insensiblemente a través del vacío, desde tiempos inmemoriales y sin que se pudiese prever su fin…
Dentro de su traje dotado de calefacción, Duncan se estremeció. Nunca había estado tan solo, nunca tan consciente de la vasta y fría soledad del espacio. Mirando hacia la oscuridad mientras se reflejaba en sus ojos la luz que había partido de una lejana estrella hacía millones de años se preguntaba a sí mismo:
—¿Para qué servirá todo esto?
El sonido de esta pregunta sin respuesta le hizo salir de su encantamiento. Sacudió la cabeza para alejar la tentación de especular con lo desconocido. Le dio la espalda al universo, reduciéndolo de nuevo a su condición de segundo término para la vida en general y la vida humana en particular, y se metió en la esclusa.

Tal como su predecesor le había dicho, el trabajo no era abrumador. Duncan establecía contacto por radio con Callisto a horas predeterminadas. Por lo general no servía más que para comprobar mutuamente la existencia de los demás, intercalando a veces un comentario sobre las noticias recibidas por radio. Muy de tarde en tarde anunciaban un envío y le decían cuándo tenía que conectar el radio-faro. Seguidamente y a su debido tiempo aparecía la canasta cilíndrica flotando lentamente hasta el suelo. Resultaba muy sencillo acoplarla a uno de los recipientes que estaban dispuestos para transvasar la carga.
El día del satélite era demasiado corto y sus noches, alumbradas por Callisto y algunas veces también por Júpiter casi tenían la luminosidad del día; en consecuencia prescindían de ello y regían sus vidas por el reloj calendario que indicaba el transcurso del tiempo de acuerdo con el meridiano de Greenwich. En un principio pasó la mayor parte del tiempo disponiendo la carga que había dejado la nave; los artículos destinados para su uso fueron a parar a la cúpula principal, así como otras mercancías que debían almacenarse en donde hubiese calor y aire. Otra porción de la carga se conservó en la cúpula pequeña que no tenía ni aire ni calefacción. La porción más importante hubo que empaquetarla y embalarla cuidadosamente en cilindros para reexpedirla a la base de Callisto. Pero una vez hubo terminado con aquel trabajo casi no tenía nada que hacer.


Duncan se fijó un programa. A intervalos regulares inspeccionaría una y otra cosa, iría flotando hasta el despeñadero y comprobaría el motor solar, etc. Pero atenerse a un programa no imprescindible requiere bastante determinación. Por ejemplo los motores solares estaban construidos para poder funcionar durante largos períodos sin inspección de ninguna clase. Lo único que podía hacer si se parase era llamar a Callisto para que viniese gente en un cohete y lo desmontase hasta que llegase una nave para arreglarlo. La Compañía había indicado con toda claridad que una avería en el motor solar era lo único que podía justificar el abandono de la estación con sus almacenes de valiosas tierras raras (y también se mencionaba que provocar una avería para justificar el cambio resultaría muy oneroso para el empleado). De una u otra forma, el plan no duró mucho tiempo.
En algunas ocasiones Duncan se preguntaba si el haber llevado a Lellie después de todo habría sido una buena idea. Desde el punto de vista puramente práctico quizás él no hubiera cocinado tan bien como ella y probablemente habría dejado que la estación se convirtiese en una pocilga al igual que su predecesor, pero si ella no hubiere estado allí la necesidad de ocuparse de sí mismo lo habría mantenido ocupado. Incluso desde el punto de vista de la compañía, no había duda de que era una compañía, pero era extraña como si fuese medio robot y medio estúpida, y en este aspecto no valía gran cosa. La verdad era que en ocasiones, que cada vez iban haciéndose más frecuentes, sólo el verla le sacaba de sus casillas, sus gestos, su manera de hablar, su pronunciación, su silencio cuando no hablaba, su reserva y todo lo que la hacía diferente de los terrestres y el hecho de que sin ella tendría 2.360 £ más en su haber. Ella tampoco hizo ningún intento serio para poner remedio a sus deficiencias aunque tuviera capacidad de hacerlo. Por ejemplo su cara. Se podría pensar que cualquier muchacha intentaría sacar el mejor partido posible, pero ¡diablos, ella no! Ahí estaba otra vez con su ceja izquierda torcida que hacía que tuviese el aspecto de un payaso asustado, pero a ella maldito lo que le importaba.
—Por Dios —le dijo una vez más—, pon derecha esta maldita ceja. ¿Todavía no sabes cómo hacerlo? También te has puesto mal el colorete. Fíjate en este cuadro y mírate en el espejo: Tienes un gran manchón de rojo fuera de sitio. Y el pelo también, otra vez parece una masa de algas. Tienes las cosas para ondulártelo, pues hazlo de una vez y a ves si dejas de parecer una maldita sirena. Ya sé que no puedes evitar el ser una condenada marciana, pero por lo menos puedes probar de parecerte a una mujer de verdad.
Lellie miró al dibujo coloreado y lo comparó con su imagen críticamente.
—Zí, bueno —dijo con la misma indiferencia.
—Y otra cosa, ¡deja de hablar como un crío! No se dice «zí» es SÍ, sí, sí, dilo así.
—Zi —dijo Lellie obediente.
—Maldita sea… ¿No notas la diferencia? S-s-s, no z-z-z. Ssssí.
—Zí —dijo ella.
—No, pon la lengua más atrás, de esta forma…
La lección prosiguió durante un rato y finalmente él se enfadó.
—Conque te burlas de mí, ¿eh? Vale más que vayas con cuidado, niña. Ahora dime "sí".
Ella dudó mirando su faz iracunda.
—Va, dilo.
—Zzsí —dijo nerviosa.
Le dio una bofetada más fuerte de lo que se había propuesto. El golpe interrumpió su contacto magnético con el suelo y la envió flotando por la habitación agitando brazos y piernas, dio en la pared opuesta y rebotó flotando sin poderse valer ni poder alcanzar ningún asidero. Él fue andando tras ella, la puso en pie y la agarró con la mano izquierda por el overol justamente debajo de la garganta, la mano derecha estaba levantada.
—Dila —ordenó.
Sus ojos miraron desesperadamente de un lado a otro. Él la sacudió. Ella probó y al sexto intento logró articular:
—Zsí.
En aquella ocasión él se conformó.
—Ya ves que puedes hacerlo cuando quieres. Todo lo que necesitas es que te guíen con firmeza.
La dejó marchar y ella se fue tropezando por la habitación apretándose la dolorida cara con las manos, con un rictus de amargura en su rostro.

En diversas ocasiones a medida que transcurrían las semanas y los meses, Duncan se preguntaba si lo podría soportar. Hacía durar todo lo posible el trabajo que tenía, pero aún así le quedaba demasiado tiempo libre.
Una persona de media edad que no ha leído más que alguna revista ocasionalmente, no se dedica a los libros. Tal como su predecesor le había profetizado, se cansó muy pronto de la música popular y no encontraba ningún sentido en la otra. Aprendió a jugar al ajedrez por medio de un libro y le enseñó a Lellie, proponiéndose practicar un poco con ella para retar después al hombre de Callisto. Sin embargo, Lellie se las arreglaba para ganar tantas veces que tuvo que decidir que no tenía la mentalidad apropiada para el juego. En lugar se esto le enseñó a jugar a una especie de solitario doble, pero tampoco esto duró mucho porque las cartas parecían favorecer siempre a Lellie.
En algunas ocasiones se podía captar por la radio algún programa interesante o las noticias, pero cuando la Tierra estaba por el otro lado del sol, Marte medio tapado casi todo el tiempo por Callisto y la rotación del mismo satélite, la recepción era imposible o muy fragmentada y llena de parásitos.
En consecuencia, la mayor parte del tiempo estaba sentado, enojado con el satélite e irritado por Lellie.
La tranquilidad con que ella desempeñaba sus tareas le molestaba, pues le parecía una injusticia que ella pudiera soportarlo mejor que él simplemente por el hecho de ser una marciana estúpida. Cuando la reñía todavía le exasperaba más la cara que ponía al escucharle.
—¡Por Dios! —le dijo en una ocasión—, ¿no puedes hacer que tu cara de imbécil tenga alguna expresión? ¿No puedes reírte o llorar o enfurecerte o algo? El ver una cara que está siempre como la de una niña a la que le acaban de contar el primer chiste verde es suficiente para que uno se vuelva loco. Ya sé que no puedes evitar el ser estúpida, pero por Dios, muévela un poco, haz que tenga alguna expresión.
Ella continuó mirándole sin cambiar su expresión en lo más mínimo.
—Ya me has oído. ¡Sonríe, maldita sea, sonríe! 
Su boca se torció muy ligeramente.
—¿A eso le llamas una sonrisa? ¡Esto es una sonrisa! —dijo señalando una de las fotografías colgadas de la pared que casi tenía la cara partida en dos por una sonrisa que le llegaba de oreja a oreja—. ¡Es así, así! —dijo haciendo una amplia mueca.
—No —dijo ella—. Mi cara no se puede arrugar como la cara de las terrestres.
—¡Arrugar! —dijo exasperado—. ¡Tú lo llamas arrugarse!
Se desligó las ataduras que lo sujetaban a la silla y se encaminó hacia ella. Ella fue retrocediendo hasta que topó con la espalda en una pared.
—¡Voy a hacer que se arrugue la tuya, niña! Ahora, sonríe —levantó la mano. Lellie se tapó la cara con las manos.
—¡No! —protestó—. ¡No, no, no!


El mismo día en que se cumplían ocho meses de la estancia de Duncan en la estación, Callisto retransmitió la noticia de que se acercaba una nave. Un par de días más tarde pudo establecer contacto con ella y confirmar su llegada para una semana después. Se sentía como si le hubieran administrado una inyección de optimismo. Había que hacer preparativos, comprobar existencias, anotar deficiencias y una serie de asientos "sin novedad" que había que inscribir en el diario para ponerlo al día. Fue ocupándose de todo ello con animación e incluso llegó a canturrear mientras trabajaba y a dejar de estar irritado por Lellie. En ella el efecto de la grata noticia fue casi imperceptible, ¿pero qué otra cosa se podía esperar?
El día señalado la nave se cernió sobre ellos creciendo lentamente de tamaño mientras los tubos superiores iban empujándola hacia abajo. En cuanto estuvo anclada, Duncan fue a bordo con la sensación de que todo lo que veía era un antiguo conocido. El capitán lo recibió amablemente y sirvió unas bebidas. Todo era rutinario, pues incluso los balbuceos de Duncan y su ligera embriaguez eran lo acostumbrado en estas circunstancias. Lo único que se salió de lo corriente se produjo cuando el capitán le presentó a un hombre que estaba a su lado y le explicó:
—Le hemos traído una sorpresa, superintendente. Le presento al doctor Whint. Compartirá su destierro durante un tiempo.
Duncan le dio la mano.
—¿Doctor…? —dijo sorprendido.
—En ciencias, no en medicina —le dijo Alan Whint—. La Compañía me ha enviado aquí para llevar a cabo un reconocimiento geológico, si es que se puede emplear esta palabra. Durará aproximadamente un año, y espero que no le importe.
Duncan, por compromiso, dijo que estaría encantado de tener un compañero. Más tarde, lo acompañó a la cúpula. Alan Whint quedó sorprendido al encontrar allí a Lellie; era evidente que nadie le había dicho nada sobre ella. Interrumpió las explicaciones de Duncan para decirle:
—¿Quiere presentarme a su mujer?
Duncan lo hizo con poco entusiasmo. Estaba resentido por el tono de reprobación que notó en la voz del otro, y tampoco le gustó la manera en que saludó a Lellie como si fuese una mujer terrestre. Se percató también de que el otro había visto la herida en la mejilla de ella que el colorete no ocultaba por completo. Mentalmente clasificó a Alan Whint como un tipo orgulloso y desagradable, y esperó que no llegaran a pelearse.
Es difícil asegurar cuál de ellos fue el que inició la discusión unos tres meses más tarde. En varias ocasiones casi habían llegado a enfadarse. Probablemente se hubiera producido antes de no haber estado Whint fuera de la cúpula durante casi todo el tiempo ocupado con su trabajo. Todo empezó cuando Lellie levantó los ojos del libro que leía y preguntó:
—¿Qué quiere decir "emancipación femenina"?
Alan comenzó a dar explicaciones. Estaba a mitad de la primera frase cuando Duncan le interrumpió:
—Oiga, ¿quién le ha autorizado para llenarle la cabeza de ideas absurdas? 
Alan se encogió de hombros y le miró.
—Es una pregunta idiota —dijo—. Y además, en cualquier caso, ¿por qué no ha de tener ella ideas? ¿Por qué no ha de tenerlas todo el mundo?
—Ya sabe usted lo que quiero decir.
—Nunca he comprendido a los individuos que no son capaces de decir lo que piensan. Pruebe otra vez.
—Pues muy bien. Lo que quiero decir es esto: Usted llegó aquí con sus modales afectados y palabrería necia, y desde un principio ha estado metiendo la nariz en donde no le importaba. Incluso ha llegado a tratarla como si fuese una dama encopetada de nuestro país.
—Esa era mi intención y me alegro de que lo comprendiera.
—¿Y cree usted que no sé por qué?
—Estoy seguro de que no. Tiene usted una mentalidad tan estrecha, que en su simpleza se imagina que le voy a quitar a su mujer, y está resentido con todo el peso de la autoridad que le dan las dos mil trescientas sesenta libras. Pero está equivocado. No es así.
Duncan quedó desconcertado, y añadió luego:
—Mi esposa —corrigió—, quizá sólo sea una estúpida marciana, pero legalmente es mi esposa y tengo autoridad sobre ella.
—Sí, Lellie es marciana, y como no puedo demostrar lo contrario, quizá sea su esposa; pero desde luego no tiene nada de estúpida. Por ejemplo, vea la rapidez con que ha aprendido a leer, una vez alguien se ha tomado la molestia de enseñarle a hacerlo. No creo que usted resultase tener grandes conocimientos de un idioma del que sólo conoce algunas palabras y que no sabe leer.
—No era asunto suyo enseñarle. No necesitaba leer, ni le hacía ninguna falta.
—Lo mismo han dicho los partidarios de la esclavitud en todas las épocas. Si no otra cosa, por lo menos he conseguido iluminar su ignorancia sobre este punto.
—¿Y por qué? Porque así ella se figurará que usted es un hombre importante. Por esta misma razón le habla con palabras altisonantes y así ella pensará que usted vale más que yo.
—Le hablo de la misma manera que lo haría con cualquier otra mujer, sólo que con más sencillez porque ella no ha tenido la oportunidad de recibir educación. Si ella cree que yo valgo más que usted, estoy de acuerdo con ella y lamentaría no estarlo.
—Ya le enseñaré yo quién vale más… —empezó a decir Duncan.
—No es necesario. Cuando vine aquí ya sabía que usted tenía que ser un despilfarrador, pues si no no habría aceptado este trabajo; tampoco tardé mucho en darme cuenta de que es un rufián imbécil. ¿Cree que no vi las marcas que ella tenía en la cara? ¿Cree que me he divertido mucho oyendo cómo le chillaba a una muchacha a la que deliberadamente ha mantenido ignorante e indefensa aunque en potencia es diez veces más inteligente que usted? ¿Teniendo que ver cómo un cabeza hueca como usted avasalla a una "estúpida marciana"? ¡Usted es un emético!
Con el acaloramiento del momento Duncan no pudo recordar lo que era un emético, pero en cualquier otro lugar aquel hombre no hubiera llegado tan lejos sin que él le hubiese roto antes la cara. Sin embargo, a pesar de su ira, todavía seguía contando con la experiencia de veinte años en el espacio; cuando era poco más que un muchacho aprendió la futilidad de una pelea en un lugar falto de gravedad, y que era el que estaba más enfadado el que quedaba más en ridículo.
Los dos hervían de impaciencia, pero se aguantaban. Sea como fuere el incidente quedó olvidado y durante un tiempo todo quedó como antes.
Alan continuó efectuando expediciones en el pequeño avión que había traído consigo. Examinó y exploró otras partes del satélite, volviendo con muestras de roca que analizó y ordenó cuidadosamente etiquetadas en varias cajas. En sus ratos libres se ocupaba, igual que antes, en enseñar a Lellie.
Aquello lo hacía tanto para tener una distracción como por la sensación de que era algo que había que hacer. Duncan no se oponía, pero estaba igualmente seguro de que con un trato continuado tan estrecho, tarde o temprano una cosa llevaría a la otra. Hasta entonces no había habido nada que le indujera a sospechar, pero el contrato de Alan tenía todavía nueve meses de duración, aunque lo relevasen a tiempo. Lellie ya empezaba a adorarle y cada día la estropeaba más con su estúpida manera de tratarla como si fuese una mujer terrestre. Llegaría un día en que para conseguir su objeto le considerarían a él como un obstáculo que era necesario eliminar. Como siempre era preferible prevenir que remediar, lo más cuerdo era procurar que no pudiera desarrollarse esta situación. No había ninguna necesidad de armar jaleo para ello…
No la hubo.


Un buen día Alan Whint salió en un vuelo de rutina para explorar algún punto del lado opuesto del satélite. Simplemente no regresó, y eso fue todo.
No había manera de averiguar lo que Lellie pensó a este respecto, pero pareció sucederle algo.
Durante varios días pasó casi todo el tiempo en pie junto a la ventana principal del cuarto de estar mirando los resplandecientes puntos de luz que brillaban en la oscuridad. No era que estuviese esperando la vuelta de Alan, pues sabía tan bien como el mismo Duncan que transcurridas treinta y seis horas ya no había esperanzas de regreso. No dijo nada y su expresión conservaba el exasperante aspecto de sorpresa inmutable. Sólo en los ojos hubo una diferencia perceptible: Estaban más apagados, como si todavía se concentrase más.
Duncan no podía decir si ella sabía o sospechaba algo. Y no había manera de saberlo sin plantearle la cuestión, si es que ella misma no se lo había preguntado ya. Sin que lo llegase a admitir del todo, ella le ponía nervioso, demasiado nervioso para reprocharle el tiempo que pasaba mirando por la ventana sin hacer nada. Estaba desagradablemente consciente de cuantas maneras había para que incluso una persona de inteligencia corta idease un accidente fatal en un lugar como aquél. Como precaución adoptó la costumbre de fijar botellas de aire nuevas a su traje espacial cada vez que salía y de comprobar que tuvieran toda la presión. También se acostumbró a colocar un trozo de roca de forma que la puerta exterior de la exclusa no se pudiese cerrar tras él. Se propuso fijarse en que tanto su comida como la de ella provinieran directamente de la misma lata y la observó cuidadosamente mientras trabajaba. Todavía no podía asegurar si ella lo sabía o lo sospechaba… 
Una vez estuvieron seguros de que había muerto, ella nunca volvió a mencionar el nombre de Alan…
Ella continuó con la misma disposición de ánimo durante una semana. Luego cambió bruscamente, y sin prestar más atención a la negrura del exterior empezó a leer con voracidad y sin discriminación.
A Duncan le costaba comprender su ensimismamiento en los libros, y tampoco le gustaba, pero de momento decidió no intervenir. Por lo menos tenía la ventaja de evitar que ella pensase en otras cosas. Gradualmente empezó a sentirse más a gusto. La crisis había pasado. Tanto si lo suponía como si no, ella había decidido no hacer nada. Su afición por los libros, sin embargo, no disminuyó. A pesar de que Duncan le recordó varias veces que era para tener compañía que se había gastado la no despreciable suma de 2.360 £, ella continuó como si estuviese determinada a leer toda la biblioteca de la estación.
Paso a paso el asunto fue cayendo en el olvido. Cuando llegó la siguiente nave, Duncan la observó atentamente por si ella hubiera estado esperando para comunicar sus sospechas a la tripulación. Sin embargo resultó que no hacía falta. No hizo ninguna tentativa de hacer referencia al asunto y cuando la nave partió y con ello se perdió la oportunidad, él se convenció de que tenía razón, ella era una estúpida marciana y se había olvidado del incidente de Alan Whint como lo hubiese hecho una criatura.

Sin embargo, a medida que iban transcurriendo los meses de su contrato se encontró con que poco a poco tuvo que ir modificando aquella opinión que se había formado sobre la estupidez de ella. En los libros, Lellie aprendía cosas que él mismo no sabía. Incluso tenía algunas ventajas, aunque le colocaba en una posición que no le agradaba, cuando por ejemplo empezaba a pedirle que le explicase algo, pues le fastidiaba que una marciana le pusiera en un aprieto. Teniendo la sospecha de todo hombre práctico acerca de los conocimientos adquiridos en los libros, creyó necesario explicarle que una gran parte de lo que se decía en éstos eran tonterías y que en realidad nunca llegaban a tratar los problemas de la vida tal como él los había vivido. Citó ejemplos que le concernían extraídos de su experiencia, y de hecho se encontró con que estaba enseñándola.
Ella aprendía rápidamente; tanto las cosas prácticas como las de los libros. Duncan no tuvo más remedio que modificar una vez más su opinión sobre los marcianos; no era que fuesen completamente estúpidos como él había pensado, sino que por lo normal eran demasiado estúpidos para empezar a usar la inteligencia que tenían. Una vez había empezado, Lellie resultó ser una especie de aspiradora para toda clase de conocimientos y no pasó mucho tiempo antes de que ella conociese tanto de la estación de carga como él mismo. No se había propuesto enseñarla, pero con ello tenía una ocupación que resultaba preferible al aburrimiento de los primeros días. Además se le había ocurrido que era un asiento en el haber.
Era una cosa rara, hasta entonces había pensado que la educación era una pérdida de tiempo, pero ahora empezaba a pensar seriamente que cuando volviese a Marte podría recuperar bastante más que las 2.360 £ que había esperado. Quizá sería una secretaria bastante útil… Había empezado a enseñarle contabilidad elemental y comercio, por lo menos lo que él sabía de estos asuntos.
Continuaron pasando los meses de servicio, que ahora transcurrían con mayor rapidez. Durante el último período, cuando ya tenía confianza en su capacidad de resistir sin desmoronarse, era una sensación confortable la de sentarse tranquilamente sabiendo que en casa el dinero se iba acumulando gradualmente. En Callisto se abrió un nuevo yacimiento, con lo que aumentaron algo las entregas al satélite. Por otra parte la rutina continuó inalterable. Las escasas naves continuaron llegando, cargando y marchándose. Luego, al cabo de un tiempo sorprendentemente corto, Duncan pudo decirse a sí mismo: "¡La próxima nave, no, la otra, y ya habré terminado!". El tiempo todavía transcurrió más rápidamente hasta que llegó el día en que permaneciendo en pie en el delantal metálico del exterior de la cúpula observaba la nave que se iba elevando lentamente en la negrura del cielo y se dijo a sí mismo: "¡Es la última vez que veo esta escena! Cuando la próxima nave salga de aquí, yo estaré a bordo, y después, ¡vaya vida la que me daré…!".
Permaneció contemplando la nave que ya no era más que una lucecita entre las demás hasta que la rotación del satélite hizo que quedase debajo del horizonte. Dio la vuelta para entrar en la esclusa y se encontró con que la puerta estaba cerrada.
Una vez hubo decidido que no habría repercusiones con el asunto de Alan Whint había abandonado su costumbre de mantenerla abierta con un trozo de roca. Cuando salía para efectuar un trabajo cualquiera en el exterior, la dejaba abierta y así se quedaba hasta su regreso. En el satélite no había viento ni nada que pudiera moverla. Con irritación cogió la manecilla y empujó. No se movió.
Duncan lanzó un juramento. Anduvo hasta el borde del delantal metálico y se impulsó ligeramente al lado de la cúpula para poder mirar por la ventana. Lellie estaba sentada en una silla, con las ligaduras sujetas y, aparentemente, sumida en pensamientos. La puerta interior de la esclusa estaba abierta, de manera que era lógico que no se pudiera abrir la exterior. Además de la cerradura de seguridad, toda la presión del interior de la cúpula la mantenía cerrada.
Sin acordarse de momento, Duncan golpeó el grueso cristal de la doble ventana para llamar su atención; era imposible que ella oyese ningún sonido y debió ser que percibió el movimiento y miró la ventana sin moverse. Duncan le devolvió la mirada. Su cabello todavía estaba ondulado, pero las cejas, el color y todos los demás toques en los que Duncan había insistido para que se pareciese lo más posible a una mujer terrestre, habían desaparecido. Sus ojos le contemplaban fijamente, duros como piedras y con aquella expresión fija de ligero asombro.
La repentina comprensión fue para Duncan como un golpe físico. Durante algunos segundos para él todo se interrumpió.
Quiso fingir que no lo había comprendido y le hizo señales de que cerrase la puerta interior de la esclusa. Ella continuó mirándole sin moverse. Luego él miró el libro que estaba leyendo y lo reconoció; no era uno de los de la biblioteca de la Compañía en la estación. Era un libro de versos, encuadernado en azul. Había pertenecido tiempo atrás a Alan Whint.
De pronto a Duncan le sobrecogió el pánico. Contempló la hilera de diminutos indicadores que tenía en el pecho y lanzó un suspiro de alivio: Ella no había hecho nada con la reserva de aire y había presión suficiente para unas treinta horas. El sudor que le había empezado a brotar en la frente se fue secando a medida que recuperaba el control de sí mismo. Con un ligero disparo de su cohete propulsor, regresó flotando al delantal metálico, en donde pudo anclar las botas magnéticas y dedicarse a pensar.
¡Qué astuta fue! Lo dejó pensar durante todo aquel tiempo que no se acordaba de nada. Lo planeó dejando que él se olvidase mientras. Esperó a que llegase el último momento para hacerle una jugarreta. Pasaron algunos minutos antes de que su mezcla de ira y pánico le dejase pensar con coherencia.
¡Treinta horas! Se podían hacer muchas cosas e incluso, si no conseguía volver a entrar en la cúpula en las primeras veinte, siempre quedaba el recurso desesperado de lanzarse hasta Callisto en una de las canastas cilíndricas.


Incluso si Lellie se decidiese a hablar más tarde de lo de Alan Whint, no le podía pasar nada pues estaba seguro de que ella ignoraba cómo lo había hecho. Sería la palabra de una marciana contra la suya. Probablemente considerarían que le había dado un ataque de la locura del espacio…En cualquier caso quizá le imputasen una parte de la culpa y sería preferible arreglar el asunto con Lellie antes; además la idea del cilindro era arriesgada y sólo había que tenerlo en cuenta en último caso. Antes podía probar otras cosas.
Duncan reflexionó un rato más y luego se propulsó hasta la cúpula de menor tamaño; en su interior desconectó los cables de las baterías que se cargaban con la energía del motor solar. Esperó durante un rato. La cúpula aislada tardaría algún tiempo en perder el calor, pero no pasaría mucho antes de que se hiciese perceptible el descenso en la temperatura y se pudiera comprobar con los termómetros una vez hubiese cesado de funcionar la fuente de calor. La pequeña capacidad y bajo voltaje de las baterías que habían allí no servirían para casi nada aunque a ella se le ocurriera conectarlas.
Esperó durante una hora mientras el lejano sol se ponía y el brillante arco de Callisto empezaba a verse en el horizonte. Luego volvió a la ventana de la cúpula para observar el resultado. Llegó justamente a tiempo de ver a Lellie que se acababa de poner su traje espacial a la luz de dos lámparas de emergencia.
Lanzó un juramento. Un simple proceso de enfriamiento no iba a dar resultado, pues no solamente el traje espacial la protegería, sino que además la reserva de aire de ella duraría más que la suya, y había abundantes botellas de repuesto incluso en el caso de que el aire de la cúpula se solidificase.
Esperó hasta que se hubo colocado el casco y conectó la radio del suyo. Vio que ella hacía una pausa al oír su voz, pero no replicó y deliberadamente desconectó su receptor. Él no hizo lo mismo, mantuvo el suyo conectado para el momento en que ella recuperase el sentido común.
Duncan volvió al delantal y consideró la situación. Había tenido la intención de abrirse camino hasta la cúpula sin estropearla si podía, pero si ella no se iba a helar resultaría difícil. Ella tenía sobre él la ventaja de tener aire y aunque era cierto que en el traje espacial no podría comer ni beber, por desgracia a él le pasaba lo mismo. El único sistema, al parecer, era atacar a la misma cúpula.
No muy convencido volvió a la cúpula pequeña y conectó el cortador eléctrico, cuyo cable fue ondulando tras él cuando se propulsaba de nuevo hasta la cúpula principal. Junto a la pared metálica curva se detuvo a considerar el trabajo que tenía que realizar y sus consecuencias. Una vez hubiese atravesado la pared exterior encontraría un vacío y después la sustancia aislante, no había ningún inconveniente, se fundiría como la mantequilla y sin oxígeno no se podría inflamar. Lo más difícil sería emprender la tarea de cortar la chapa interior. Sería preferible empezar realizando cortes pequeños para hacer que descendiese la presión y mantenerse apartado porque si por casualidad explotaba, en la ausencia de gravedad, lo más probable sería que se viera impulsado a una gran distancia. ¿Y qué haría ella? Bien, pues lo más probable era que tapara los agujeros a medida que él los hiciera y si tenía el buen criterio de emplear estopa de amianto, no tendría más remedio que hacer cortes grandes y exponerse a la explosión… Las dos chapas se podrían soldar nuevamente antes de que él volviese a llenar el recinto de aire con los cilindros… La pequeña pérdida de material aislante no tendría ninguna importancia… Perfectamente, sería mejor empezar en seguida…
Hizo las conexiones y se arregló para anclarse en grado suficiente para poder hacer palanca. Levantó el cortador y oprimió el interruptor. Volvió a oprimirlo y lanzando un juramento recordó que había desconectado la corriente.
Se impulsó a lo largo de los cables y volvió a conectar los interruptores. De pronto las rocas quedaron iluminadas por la luz que provenía de las ventanas de la cúpula. Se preguntó si volver a tener corriente le serviría a ella de indicación sobre lo que pensaba hacer. No importaba, en cualquier caso pronto se enteraría.
Una vez más se colocó junto a la cúpula y el cortador funcionaba. En poco tiempo cortó un círculo de unos sesenta centímetros de diámetro y lo apartó. Mientras estaba observando la abertura, hubo un clic en su receptor y oyó la voz de Lellie:
—Es preferible que no trates de entrar. Estoy preparada para ello.
Con el dedo en el interruptor de la radio dudó preguntándose qué contrapartida podría haber preparado ella. La amenaza que había en su voz lo intranquilizó y decidió ir a ver por la ventana cuál era su defensa, si es que tenía alguna.
Ella estaba sentada junto a la mesa vestida todavía con su traje espacial y trabajando en un aparato que había preparado. Por un momento no se dio cuenta de lo que se proponía.
Había una bolsa de plástico medio hinchada y sujeta de alguna manera a la parte superior de la mesa. Encima y a cierta distancia, ella estaba sujetando una placa metálica. Sujeto con cinta aislante a la parte superior de la bolsa había un alambre metálico. La vista de Duncan siguió el cable hasta una batería, una bobina y un detonador sujeto a un fajo de media docena de cartuchos de dinamita.
Quedó desagradablemente sorprendido. Era muy sencillo y no podía fallar. Si descendía la presión del aire de la habitación, el de la bolsa se dilataría: El alambre entraría en contacto con la placa y la cúpula saltaría por el aire.
Lellie acabó su trabajo conectando el segundo cable a la batería. Se dio la vuelta y miró por la ventana. Era exasperadamente difícil creer que tras aquella máscara de estúpido asombro pudiera ser totalmente consciente de lo que estaba haciendo. Duncan intentó hablarle, pero ella había desconectado el receptor y no hizo ningún movimiento para establecer contacto con él. Simplemente permaneció mirándole y observando como se enfurecía. Unos minutos más tarde se dirigió hasta un sillón y sentándose ató las ligaduras y se dispuso a esperar.
—Perfectamente —exclamó Duncan en el interior de su casco—, pues tú también explotarás, ¡maldita seas! —lo que era una estupidez porque no tenía ninguna intención de destruir la cúpula ni de morir.
Nunca había logrado averiguar qué había tras aquella estúpida expresión, quizás estuviese fríamente decidida, o quizá no. Si se hubiese tratado de un interruptor que ella tuviera que accionar para destruir el lugar, hubiera podido arriesgarse a que ella fallara en el último momento. Pero de esta manera él accionaría el interruptor en cuanto hubiese hecho un agujero para dejar salir el aire. Una vez más se retiró hasta el delantal para volver a anclarse. Tenía que haber alguna forma de introducirse en la cúpula sin hacer disminuir la presión. Pensó con toda intensidad durante algunos minutos, pero si había manera de hacerlo no fue capaz de descubrirla, y además, si no tenía ninguna garantía de que ella no hiciera explotar por sí misma el explosivo si se asustaba…
No, no se le ocurrió ningún sistema. Tendría que ser la canasta cilíndrica hasta Callisto.
Miró a Callisto que en aquellos momentos veía encima de él en el cielo, y a Júpiter a mayor distancia y de menor tamaño, pero con más brillo. No era un vuelo muy largo, lo peor sería aterrizar allí. Quizá si atiborrase la canasta de guata... Más tarde podría hacer que la gente de Callisto volviese a traerlo, todos juntos encontrarían la manera de entrar en la cúpula y Lellie tendría que lamentarlo… que lamentarlo mucho…
En la explanada había tres cilindros alineados, cargados y dispuestos para ser empleados. No quiso admitir que le asustaba el aterrizaje; pero asustado o no, si ella ni siquiera quería conectar la radio para asustarle, aquella sería su última oportunidad, y la demora sólo conseguiría reducir el margen de su reserva de aire.
Se decidió y salió del delantal metálico. Un ligero toque a su propulsor lo envió flotando por la explanada en dirección a los cilindros. Con la práctica que tenía le resultó fácil llevar al más próximo de ellos hasta la rampa. Una mirada más a la inclinación de Callisto le ayudó a tranquilizarse; por lo menos no había duda de que llegaría allí. Si su radiofaro no estaba conectado para guiarle podría llamarlos por la radio de su traje en cuanto estuviese más próximo.
En aquel cilindro no había mucha guata y fue a buscar más en los otros, metiéndola toda en el suyo. Mientras estaba pensando en la manera de lanzarse a sí mismo, se dio cuenta de que empezaba a sentir frío. Al graduar el interruptor para que aumentase la calefacción, miró al amperímetro que tenía en el pecho e instantáneamente se dio cuenta. Ella sabía que él colocaría botellas de aire nuevas y las comprobaría, de manera que había sido en la batería o, lo que era más probable, en el circuito en lo que se había entrometido. El voltaje estaba tan bajo que la aguja casi no marcaba. El traje tenía que haber estado perdiendo calor desde hacía un buen rato.
Sabía que no duraría mucho, quizá sólo unos minutos. Después de la sorpresa del descubrimiento no tuvo miedo, sino una rabia impotente. Le había robado su última oportunidad, pero por Dios podía tener la seguridad de que no se saldría con la suya, sólo con hacer un agujerito en la cúpula y no moriría solo.
El frío empezó a apoderarse de él y parecía que le iba anegando lentamente en el interior del traje. Oprimió el control del propulsor y fue volando hacia la cúpula. El frío empezó a ser insoportable y los pies y manos se le insensibilizaron en tal grado que le resultó difícil poder detener el propulsor al llegar a la pared de la cúpula. Sin embargo todavía necesitaba hacer otro esfuerzo porque había quedado flotando a un metro de altura. El cortador estaba donde él lo había dejado a unos cuantos metros de distancia. Luchó desesperadamente por apretar el botón que lo enviaría hacia abajo, pero los dedos no le obedecieron. Sudaba y jadeaba por el esfuerzo que realizaba para que se movieran y por la angustia del frío que se iba apoderando de él. De pronto sintió un dolor lacerante en el costado que le hizo acudir las lágrimas a los ojos. Tomó aliento y el aire sin calentar le entró en los pulmones y los heló.


En el cuarto de estar de la cúpula, Lellie continuaba esperando. Había visto la figura con traje espacial que pasaba volando a una velocidad superior a la normal y comprendió lo que implicaba. Su artefacto explosivo ya estaba desconectado y ahora estaba alerta con una gruesa alfombra de goma en la mano, dispuesta a acudir a cualquier punto en que se abriese una perforación. Esperó un minuto, dos minutos… Cuando hubieron transcurrido cinco minutos se dirigió a la ventana. Pegando la cara al cristal y mirando de lado podía ver toda una pernera de un traje espacial y parte de otra que flotaban horizontalmente a un metro del suelo. Las observó durante algunos minutos. Su caída gradual apenas resultaba perceptible.
Se apartó de la ventana y dejó la alfombra de goma, que se quedó flotando por la habitación. Permaneció pensativa y se dirigió a la biblioteca, de la que sacó el último volumen de la enciclopedia; fue pasando las páginas hasta que se enteró perfectamente y con toda exactitud del estado legal y derechos relacionados con la palabra "viuda".
Buscó un papel y un lápiz. Dudó un momento tratando de recordar lo que le habían enseñado y después empezó a escribir cifras y a quedar absorta en su trabajo. Finalmente levantó la cabeza y contempló el resultado: 5.000 £ por año, durante cinco años, colocadas a un interés compuesto del seis por ciento, daban una bonita suma, que para un marciano casi era una pequeña fortuna.
Pero luego volvió a dudar. Lo más probable era que una cara, que no tuviera fija de un modo permanente la expresión de ligera sorpresa, hubiera fruncido el entrecejo en aquel momento, porque, desde luego, había que hacer una deducción, la cantidad de 2.360 £.

FIN

2024/03/18

Cephes 5 (Howard Fast)


Título original: Cephes 5
Año: 1973


El tercer oficial (en entrenamiento, así que en realidad era simplemente el ayudante del tercer oficial) dio unos pasos por el corredor de la gran nave espacial en dirección al recinto de meditación. Aunque ya llevaba cuatro años estudiando las once clases distintas de naves espaciales, la presente era nueva, impresionante y mucho más compleja, mucho más debido a que esta era una nave Clase Dos, absolutamente autónoma en cuanto a mantenimiento y con una posibilidad indefinida de recorrido. A distinción de otras naves espaciales, no llevaba el nombre del planeta de origen sino del de destino, Cephes 5, y como todas las naves médicas, le estaba permitido entrar en cualquier puerto de la galaxia.
Sabía que había tenido suerte de que se lo destinara a esta nave para completar su entrenamiento, y a los veintidós años era lo suficientemente joven y romántico como para dudar de su buena fortuna y bendecir su buena estrella continuamente.
Hacía tres días que se había embarcado como cadete oficial, en el último puerto que había tocado la nave, y desde entonces lo tenían ocupado con exámenes médicos, inoculaciones, instrucciones y giras de orientación. Esta era su primera hora libre, y buscó el recinto de meditación.
Era una habitación larga, sin nada de particular, de paredes color marfil, cielorraso de igual color, iluminada por una agradable luz dorada. Por todos lados habían pilas de almohadones. De la tripulación de la nave, unas ciento veinte personas, había en ese momento una docena, meditando. Estaban sentados sobre los almohadones con las piernas cruzadas, el cuerpo erguido, las manos juntas y la mirada baja en una posición que era tal vez la más generalizada entre todos los planetas de la galaxia. El tercer oficial escogió un almohadón y se sentó, cruzando sus piernas desnudas. Sólo vestía un pantaloncillo de algodón.
Trató de desprenderse de su ego, como había aprendido hacía mucho tiempo, de tranquilizar sus dudas y temores para fundirse con la inmensidad del universo hasta formar parte de un todo infinitamente superior. Pero no lo logró. Se sentía bloqueado, confundido, preocupado, su mente pasaba de pensamiento en pensamiento mientras en medio de ellos comenzaban a tomar cuerpo extrañas fantasías.
Miró a los otros hombres y mujeres que se encontraban en el recinto, pero todos estaban en silencio, y aparentemente no los turbaba ningún pensamiento extraño y espantoso como a él.
Durante una media hora el tercer oficial trató de controlar su propia mente y mantenerla en claro, pero después se dio por vencido y abandonó el recinto de meditación, dándose cuenta entonces de que se había sentido así, en ese curioso estado de excitación mental, desde el momento en que subió a bordo del Cephes 5, sólo que recién se percataba de ello.
Pensó que se debía a su ansiedad, que estaba excitado porque lo habían destinado a esta gran nave misteriosa. Fue a una de las habitaciones con ventanales para contemplar el espacio, se sentó en una silla y apretó el botón que levantaba la pantalla, descubriendo el exterior. Se tenía la impresión de estar sentado en el medio de la galaxia, en el centro de una cantidad infinita de estrellas brillantes. El tercer oficial recordó que en sus primeros viajes de entrenamiento, la sala de contemplación había curado cualquier problema de temor o intranquilidad. Ahora no surtió efecto, pues sus pensamientos eran tan turbadores como en el recinto de meditación.
Preocupado e intrigado, el tercer oficial abandonó la habitacion y se encaminó a la oficina del consejero de la nave. Le quedaban cuatro horas de tiempo libre antes de comenzar su recorrido por la sala de máquinas. Había decidido dedicar sus horas libres a conocer a los otros integrantes de la tripulación en el salón de recreo, pero cambió de idea, ya que más importante era saber por qué la atmósfera de la nave lo llenaba de un sentimiento de caos y premonición.
Llamó a la puerta de la oficina del consejero y entró al oír una voz que le ordenó hacerlo. Entró con inseguridad porque nunca había acudido a un consejero de una nave interestelar. Los consejeros eran personajes legendarios en toda la galaxia, ya que en cierta manera pertenecían al más alto grado en la organización de la humanidad. Eran hombres muy viejos y muy sabios, y poseían un talento tal que no podía sino llenar de temeroso respeto a un cadete de veintidós años. En las naves espaciales, los consejeros estaban incluso por encima del capitán, aunque era muy raro que un consejero contraviniera una orden de un capitán o interfiriera de manera alguna en la dirección de la nave. Se corrían historias de que había consejeros de más de doscientos años, aunque se sabía con seguridad que había muchos de ciento cincuenta años.
Cuando el tercer oficial entró en la oficina pequeña y amueblada con sencillez, un hombre viejo, vestido con una bata de seda azul, se volvió del escritorio donde estaba escribiendo y dio la bienvenida al tercer oficial con un movimiento de cabeza. Era por cierto muy viejo, con la piel arrugada y seca como cuero viejo, y miró al tercer oficial con ojos de un color amarillo pálido, llenos de agradable curiosidad. ¿Era verdad que los consejeros podían leer el pensamiento de otra persona con la misma facilidad que los hombres comunes oían el sonido?, se preguntó el tercer oficial.
-Sí, es verdad -dijo el viejo suavemente-. Tenga paciencia, tercer oficial. Tiene más cosas que aprender de las que se imagina.
Le indicó una silla.
-Siéntese y póngase cómodo. Hay una diferencia de ciento doce años entre su edad y la mía, y aunque cuando llegue a mi edad le parecerá poco importante, ahora es casi extraordinario, ¿verdad?
El tercer oficial asintió.
-¿Estuvo en el recinto de meditación y no pudo meditar?
-Sí, señor.
-¿Sabe por qué?
-No, señor.
-¿Tampoco sospecha la razón?
-He estado varias veces en naves espaciales -dijo el tercer oficial.
-Y hace tres días que está en ésta, ya lo han examinado, ha escuchado conferencias, le han inyectado toda clase de sueros y anticuerpos, lo han orientado, pero no le han dicho lo que transporta esta nave, ¿verdad?
-Así es, señor.
-¿Ni cuáles son sus propósitos?
-No, señor.
-Y como corresponde, usted no lo preguntó.
-No, señor, no pregunté nada.
El consejero miró en silencio al tercer oficial por espacio de dos o tres minutos. El tercer oficial encontró que sus propios problemas se confundían con la excitación y la curiosidad que sentía al estar sentado cara a cara con uno de los legendarios consejeros, y por último no pudo contenerse más.
-¿Me perdonaría si le hiciera una pregunta personal, señor?
-No se me ocurre ninguna pregunta que deba ser perdonada -replicó el consejero, sonriendo.
-¿Está leyéndome la mente ahora, señor? Esa es la pregunta.
-¿Leyéndole la mente ahora? Oh no, claro que no. ¿Por qué iba a hacerlo? Ya sé todo respecto a usted. Necesitamos jóvenes poco comunes en nuestra tripulación, y usted es un joven extremadamente poco común. Para leerle la mente tengo que concentrarme y hacer un esfuerzo. Por el contrario, estaba leyendo mi propia mente, acordándome de cuando tenía su edad. Tenemos una tendencia a reflexionar demasiado, y a desviarnos del tema. Volviendo al asunto de su meditación. Le llevará algún tiempo, pero cuando comprenda el propósito del Cephes 5, vencerá estas dificultades y logrará meditar en un plano superior al de antes, de acuerdo con un nuevo esfuerzo de la voluntad. No se preocupe por el momento. ¿Sabe qué quiere decir la palabra "asesinato"?
-No, señor.
-¿La ha oído antes?
-No que yo acuerde.
Parecía que el viejo sonreía interiormente. De nuevo se produjo un minuto de reflexión. El tercer oficial esperó.
-Hay todo un espectro del ser que debemos examinar -dijo por fin el consejero-, y por eso lo introduciremos en un área que no se ha imaginado nunca. No le dañará, ni siquiera lo turbará en exceso, porque ya pensamos en ello cuando lo elegimos para formar parte de la tripulación del Cephes 5. Comenzaremos con el asesinato como idea y como acto. El asesinato es el acto que acaba con una vida humana, y como idea tiene su origen en sentimientos anormales de odio y agresión.
-Odio y agresión -repitió con lentitud el tercer oficial.
-¿Entiende lo que digo?
-Creo que sí.
-Las palabras deben resultarle familiares. Permítame que penetre en su mente por un instante, para que sienta todo esto mucho mejor de lo que yo puedo explicárselo.
La cara del viejo carecía de expresión. De repente el tercer oficial hizo un gesto de asco, y profirió un grito. Entonces el rostro del viejo volvió a cobrar expresión y el tercer oficial se cubrió la cara con las manos y se quedó así durante un rato, temblando.
-Lo siento, pero era necesario -dijo el consejero-. El miedo es parte integrante, y por eso debí tocar el centro del miedo y el del espanto en su cerebro. De otra manera es imposible explicarle el color a un ciego.


El tercer oficial lo miró, asintiendo.
-Estará bien dentro de un momento. Lo que acaba de comprender es el asesinato. Hay otros grados: El dolor, la tortura, una variedad increíble de padecimientos... Avíseme si no entiende alguna de estas palabras.
-"Tortura". Me parece que he oído esa palabra.
-Es la imposición deliberada del dolor psicológico o físico.
-¿Por qué razón? -preguntó el tercer oficial. 
- He ahí el problema. ¿Por qué razón? Toda razón implica cordura. Estamos hablando de enfermedad, de la enfermedad más horrenda que haya experimentado el hombre.
 -¿Y el asesinato? ¿Es simplemente un síndrome? ¿Es algo que sucedió en el pasado? ¿Algo que sucedió en la niñez de la raza humana? ¿O es un postulado?
-No, no. Es una realidad.
-¿Quiere decir que la gente se mata entre sí?
-Exactamente.
-¿Sin razón?
-Sin razón, tal como usted entiende la palabra razón. Pero dentro del espectro de esta enfermedad, hay una razón y una causa subjetivas.
-¿Una razón suficiente para matar? -murmuró el tercer oficial.
-Una razón suficiente para matar. 
El joven meneó la cabeza.
-Es increíble, sencillamente increíble. Con todo respeto, señor, pero yo fui educado, tuve una buena educación. Leo libros, miro la televisión. Me mantengo al tanto de todo. ¿Cómo puede ser que no haya oído estas palabras?
-¿Cuántos planetas habitados hay en la galaxia? -preguntó el viejo, sonriendo levemente.
-Treinta y tres mil cuatrocientos sesenta y nueve.
-Setenta y dos desde el mes pasado, cuando se poblaron Philbus 7, 8 y 9. Treinta y tres mil cuatrocientos setenta y dos... ¿Responde eso a su pregunta? Hay miles de planetas donde nunca ha habido un asesinato, como hay miles de planetas donde no se conoce la tuberculosis, la pulmonía o la escarlatina.
-Pero eso es porque curamos todas esas enfermedades, todas las necesidades del hombre.
-Sí, casi todas las enfermedades. Casi todas. No tenemos un conocimiento que sea absoluto. Aprendemos mucho, pero cuanto más sabemos, más se abren las fronteras de lo desconocido, y la única enfermedad que actualmente nuestros mejores médicos e investigadores no pueden combatir es esta que estamos discutiendo.
-¿Tiene nombre?
-Sí. Se llama locura.
-¿Dice que es una enfermedad muy antigua?
-Muy antigua.
Le tocó el turno al tercer oficial de quedarse pensativo, y el viejo esperó pacientemente que reflexionara. Por fin el cadete preguntó:
-Si no tenemos cura, ¿qué le pasa a estas personas que asesinan?
-Las aislamos.
De pronto el tercer oficial entendió, y sintió un escalofrío.
-¿En el planeta Cephes 5?
-Sí. Los aislamos en el planeta Cephes 5. Lo hacemos con toda la bondad y compasión posibles. Hace mucho, mucho tiempo, intentamos otras alternativas, pero todas fallaron, y por último se llegó a la conclusión de que lo único posible era el aislamiento.
-Y esta nave... -el tercer oficial se interrumpió.
-Sí, sí. Esta es la nave que los transporta. Recogemos a estas personas en todos los lugares de la galaxia y las llevamos a Cephes 5. Por eso elegimos nuestra tripulación con tanto cuidado. Elegimos personas de gran fuerza interior. ¿Entiende ahora por qué le costó tanto meditar?
-Sí, creo que sí.
-Ninguna persona sensible puede sustraerse a las vibraciones que animan la nave, pero se puede aprender a vivir con ellas, y hallar nueva fuerza a la vez. Naturalmente, siempre tiene la opción de abandonar la nave.
El viejo miró pensativamente al tercer oficial, algo triste por la fugaz belleza de la juventud. Se fijó en el cabello rubio dorado, los ojos celestes, en el ferviente enfrentamiento y la toma de conciencia del problema de la vida, y recordó la época cuando él había sido joven y vigoroso, no lamentando el paso de los años, sino con la eterna fascinación que le producía contemplar el proceso de la vida, del que formaba parte.
-No creo que abandone la nave, señor -dijo el tercer oficial después de un momento.
-Yo tampoco lo creo. 
El consejero se puso de pie. Era un hombre alto y erguido. La bata azul le colgaba de los hombros, huesudos y anchos. Era alto, como todas las personas negras que habitan los planetas de las constelaciones Rebus y Alma 
-Vamos -dijo al joven-, ya analizaremos esto con más detenimiento. Y recuerde, tercer oficial, que no tenemos alternativa. Se trata de un factor genético, y si no hubiéramos aislado a esta pobre gente, toda la galaxia se habría contagiado.
El tercer oficial abrió la puerta, dejó pasar al consejero y lo siguió por el corredor hasta uno de los ascensores. En el camino se cruzaron con otros integrantes de la tripulación, hombres y mujeres, blancos, negros, amarillos y morenos, y todos saludaron con respeto al consejero. Se detuvieron frente al ascensor, y cuando se abrió una puerta, entraron. El capitán de la nave salía del mismo ascensor, y retuvo la puerta un momento para saludar al consejero. El capitán era mujer.
-Gracias, capitán. Éste es el tercer oficial cadete. Hace sólo tres días que está con nosotros.
El tercer oficial no había visto al capitán hasta ese momento, y se impresionó por su gracia y belleza. Parecía tener unos cincuenta y tantos años, era de piel amarilla con negros ojos rasgados y cabello oscuro, apenas canoso. Usaba la bata de seda blanca, símbolo de mando, y saludó con amabilidad al tercer oficial, haciéndolo sentir necesario e importante.
-Estuvimos hablando de Cephes 5 -le explicó el consejero-. Ahora lo llevo a la cámara de sueño.
-Está en buenas manos -dijo el capitán.
El ascensor descendió hasta las profundidades de la inmensa nave, se detuvo, y se abrió la puerta. El tercer oficial siguió al consejero hasta que llegaron a una sala larga y ancha que a primera vista lo dejó sin aliento, anonadado. Era semejante a un inmenso depósito de cadáveres donde por lo menos quinientas personas dormían en literas. Había hombres y mujeres, y también niños, algunos de tan sólo diez o doce años, ninguno de más de veinte, personas de todas las razas de la galaxia. Dormidos no había nada que los distinguiera de las personas normales.
El tercer oficial empezó a hablar en voz baja.
-No es necesario -dijo el consejero-. No pueden despertar hasta que nosotros los despertemos.
El viejo condujo al joven a lo largo de la extensa hilera de camas hasta el fin de la cámara donde, detrás de una pared de vidrio, había un grupo de personas vestidas de blanco trabajando alrededor de una mesa sobre la que de encontraba extendido un hombre. En la cabeza tenía una cinta de la que salían alambres, y en la parte de atrás del recinto había máquinas.
-Les bloqueamos la memoria -explicó el consejero-. Eso lo podemos hacer. Después les damos nuevos recuerdos. Es un procedimiento muy complejo. No se acordarán de ninguna existencia antes de Cephes 5, y se sentirán completamente orientados hacia Cephes 5 y a las costumbres del lugar.
-¿Los dejan allí, simplemente?
-Oh no, claro que no. Tenemos nuestras agencias en Cephes 5. Hace muchísimos años que las tenemos. Hacer que estas personas se acostumbren a la vida de Cephes 5 es un proceso muy delicado e importante. Si los habitantes de Cephes 5 lo descubrieran, las consecuencias serían trágicas para ellos. Pero hay muy pocas probabilidades de que eso ocurra. Es casi imposible, en realidad.
-¿Por qué?
-Porque la estructura de la vida en Cephes 5 gira alrededor de la formación del ego. Todas las personas del planeta se pasan la vida creando un ego que subjetivamente los coloca en el centro del universo. Esta estructura del ego es lo más importante de la enfermedad, porque dependiendo de la enfermedad que crea el ego, cada individuo forma en su mente un superhombre antropomórfico al que llama Dios y que le da el derecho de matar.
-Me parece que no entiendo -dijo el tercer oficial.
-Ya lo entenderá. Basta con aceptar el hecho de que los habitantes de Cephes 5 colocan a su planeta y a sí mismos en el centro del universo, y luego estructuran su vida de manera tal que no surja ninguna duda a ese respecto. De esa manera hemos podido continuar el proceso todos estos años. Se niegan incluso a considerar el hecho de que pueda haber vida en otros planetas del universo.
-¿Así que no lo saben?
-No, no lo saben.
Se quedaron allí un momento. El tercer oficial observaba lo que sucedía del otro lado del panel de vidrio, sintiéndose cada vez más incómodo. Luego el consejero le tocó el hombro y le dijo:
-Suficiente. Hasta cuando duermen piensan y sueñan, y usted es demasiado nuevo en esto como para poder estar expuesto a sus vibraciones durante mucho tiempo. Venga, vamos a otra parte, sentémonos a contemplar el universo y a charlar un rato hasta que nos tranquilicemos.
En el cuarto de contemplación, teniendo la gloria brillante y grandiosa de las estrellas frente a él y la presencia reconfortante del consejero a su lado, el tercer oficial logró tranquilizarse y comenzó a pensar en lo que había visto. Se dio cuenta de que estaba lleno de compasión y era presa de una enorme tristeza; le habló de ello al viejo.
-Es normal -dijo el consejero.
-¿Qué hacen en Cephes 5? -preguntó.
-Matan.
-¿Está vacío el planeta?
-No. Estas pobres criaturas dementes conocen que su función es asesinar, y colocan esa función por encima de todo. Por eso se reproducen como nadie en el universo, aumentando su población constantemente, así que aunque aumenten las muertes, siempre la reproduccion es mayor.
-¿Tienen una inteligencia normal?
-Son muy inteligentes, pero la inteligencia no les sirve de mucho. El gran obstáculo es su ego.
-¿Cómo pueden ser inteligentes y continuar asesinando?
-Porque su inteligencia está dirigida a un solo fin: Asesinar a sus semejantes. Como ya le dije, son dementes.
-Pero, si son inteligentes, ¿no idearán alguna forma de desplazarse en el espacio?
-Oh, sí. Ya lo han hecho, con cohetes muy primitivos. Pero originalmente elegimos Cephes 5 porque es el planeta habitable más alejado del centro de la galaxia; está a casi cuarenta años luz de cualquier otro planeta habitable. Se desplazarán a través del espacio, sí, pero el problema de curvarlo y trasladarse a una velocidad mayor que la de la luz son problemas que el hombre sólo puede solucionar dentro de sí.
El tercer oficial permaneció sentado en silencio durante algún tiempo, y luego preguntó:
-¿Sufren mucho?
-Me temo que sí.
-¿Hay esperanza para ellos?
-Siempre hay esperanza -contestó el viejo.
-En nuestra tabla de planetas lo llamamos Cephes 5 -dijo el tercer oficial-. Pero cada planeta tiene un nombre local. ¿Cómo lo llaman ellos?
-Lo llaman Tierra -dijo el viejo.


FIN