2024/04/22

La niña extraviada (Richard Matheson)


Título original: Little girl lost
Año: 1953



El llanto de Tina me despertó en un segundo. La noche era negra como la tinta. Oí que Ruth se movía en la cama, a mi lado. Tina, en la sala, tomó aliento y volvió a empezar, esta vez con más bríos.
—¡Oh Dios! —murmuré, soñoliento.
Con un gruñido, Ruth hizo ademán de apartar las cobijas.
—Voy yo —dije, cansado.
Ella volvió a hundir la cabeza en la almohada. Cuando Tina llora por las noches, ya sea por un dolor de estómago o porque se cae de la cama, Ruth y yo nos turnamos para atenderla.
Levanté las piernas y las dejé caer por encima de las frazadas. Después me arrastré hasta el borde de la cama y bajé los pies al suelo; al tocarlo hice una mueca. La casa estaba helada; siempre era así en las noches de invierno, a pesar de estar en California.
Arrastré los pies por el suelo helado, esquivando la cómoda, el escritorio, la biblioteca del vestíbulo y la esquina del televisor. Tina duerme en la sala, porque sólo pudimos conseguir un apartamento de dos ambientes. Tenemos un sofá que se convierte en cama. En ese momento lloraba a todo pulmón, llamando a su mamá.
—Bueno, bueno, Tina. Papá se encargará de todo. Seguía llorando. En el balcón, Mack —nuestro perro collie— saltó de su cama, armada en una silla de campamento.
En medio de la oscuridad me incliné sobre el sofá, pero las cobijas estaban planas. Retrocedí para mirar al suelo; no estaba por allí.
—¡Oh, Dios mío! —musité, riendo entre dientes a pesar de la irritación—. La pobrecita está bajo el sofá…
Me arrodillé para mirar allí, riendo aún al pensar que Tina se había arrastrado bajo el sofá al caer de la cama. Tratando de no soltar la carcajada, la llamé:
—Tina, ¿dónde estás?
El llanto se hizo más potente, pero no la veía. Estaba demasiado oscuro.
—Oye, ¿dónde estás, tesoro? Ven con papá.
Palpé el suelo, como uno hace cuando pierde un botón de la camisa bajo el escritorio; la criatura seguía llorando y clamaba: "Mamita, mamita".
Ese fue el primer impacto de sorpresa. Por mucho que alargué la mano, no la alcancé.
—Vamos, Tina —dije, nada divertido ya—, deja de jugar conmigo.
Lloro con más bríos. Toqué la pared helada y retiré la mano bruscamente.
—¡Papá! —lloraba Tina.
—Oh, por todos los…
Me levanté a duras penas y crucé la sala para encender la lámpara de junto al tocadiscos. Al volver hacia el sofá me detuve en seco, como un idiota medio dormido; un escalofrío me recorrió la espalda.
Alcancé el sofá de un salto y me arrodillé para mirar por debajo, ya frenético, con la garganta más y más oprimida. La oía llorar bajo la cama, pero no podía encontrarla.
Al captar la verdad, los músculos del estómago se me hicieron un nudo. Deslicé la mano una y otra vez bajo la cama, pero no encontré nada. La oía llorar, pero… ¡por Dios, no estaba allí!
—¡Ruth! —grité—. ¡Ruth, ven!
Oí que Ruth aspiraba con fuerza en el dormitorio. Después, un susurro de sábanas y el rumor de sus pies cruzando velozmente el cuarto. Por el rabillo del ojo distinguí el movimiento azul pálido de su camisón.
—¿Qué pasa? —jadeó.
Me levanté; apenas podía respirar, mucho menos explicarme. Traté de decir algo, pero las palabras se me atravesaron en la garganta. Con la boca abierta, señalé el sofá con un dedo tembloroso.
—¿Dónde está? —gritó Ruth.
—No lo sé —logré decir al fin—. Se…
—¡Qué!
Cayó de rodillas junto al sofá para mirar por debajo.
—¡Tina! —llamó.
—Mamá.
Ruth retrocedió, empalideciendo. Me miró, horrorizada. De pronto me llegó el ruido que hacía Mack en la puerta.
—¿Dónde está? —volvió a preguntar Ruth, con voz hueca.
—No lo sé —repetí, aturdido—. Encendí la luz, pero…
—Pero… está llorando —exclamó Ruth, como si no pudiera creer tampoco en lo que veía… en lo que no veía—. Yo… Cris, escúchala…
Era el llanto, los sollozos asustados de nuestra hija.
—¡Tina! —grité a toda voz, aunque no servía de nada—. ¿Dónde estás, ángel? No hizo más que seguir llorando.
—¡Mamá! —rogó—. ¡Mamita, levántame!
—No, no, esto es cosa de locos… —dijo Ruth, tensa la voz, mientras se levantaba—. ¡Está en la cocina!
—Pero…
Guardé silencio mientras Ruth encendía la luz de la cocina y entraba a ver. El tono desesperado con que habló me hizo estremecer:
—Cris… ¡No esta aquí!
Volvió a la carrera, con los ojos dilatados por el terror, mordiéndose los labios.
—Pero… ¿dónde…?
Se interrumpió, porque los dos oíamos claramente el llanto de Tina debajo del sofá. Y debajo del sofá… no había nada.
De cualquier modo, Ruth se negó a aceptar esa absurda realidad. Miró dentro del armario del vestíbulo, detrás del televisor y hasta en los cinco centímetros que quedaban libres tras el tocadiscos.
—Querido, ayúdame —rogó—. No podemos dejarla así.
—Está debajo del sofá, querida —dije, sin moverme.
—Pero… ¡no está!
Una vez más, en medio de aquel sueño absurdo e imposible, me arrodillé en el suelo frío para palpar bajo el canapé. Me metí en ese espacio y revisé cada centímetro. Pero no pude tocarla, aunque su llanto me sonaba directamente en el oído.
Me levanté, estremecido por el frío y por algo más. Ruth estaba de pie en medio de la alfombra, mirándome.
—Cris —dijo, en voz baja, casi inaudible—. Cris, ¿qué está pasando?
—No lo sé, querida —dije, meneando la cabeza—. No lo entiendo.
Mack comenzó a gemir en el balcón, sin dejar de rascar la puerta. Ruth echó una mirada hacia allí, con el rostro blanco y aterrorizado. Al volver los ojos hacia el sofá, temblaba bajo el camisón de seda. Por mi parte, me sentía incapaz de nada: Mi cerebro tomaba diez direcciones distintas, pero ninguna de ellas llevaba a la solución, ni siquiera a un pensamiento concreto.


—¿Qué vamos a hacer? —preguntó ella, conteniendo un grito.
—No sé, tesoro, pero…
Me interrumpí; ambos avanzamos hacia el sofá. El llanto de Tina se había tornado más débil.
—¡Oh, no! —gimió Ruth—. ¡No! Tina…
—Mamá —dijo Tina, desde lejos.
Se me erizó la piel. Como quien regaña a una criatura desobediente que está fuera de la vista, grité:
—¡Tina, ven aquí!
—¡TINA! —gritó Ruth.
El departamento quedó en silencio. Ruth y yo nos echamos de rodillas junto al sofá, para contemplar ese espacio vacío. Escuchamos.
Nuestra hija roncaba pacíficamente.

—Bill, ¿puedes venir ahora mismo? —dije por teléfono, desesperado.
—¿Qué? —preguntó Bill, con voz espesa y torpe.
—Bill, te habla Cris. ¡Tina ha desaparecido! 
Él pareció despertarse del todo.
—¿La han secuestrado? —preguntó.
—No, está aquí, pero… no está aquí —le oí emitir un gruñido confuso, y tomé aliento—. ¡Bill, por el amor de Dios, ven!
Hubo una pausa. Después respondió:
—En seguida voy.
Por la forma en que lo dijo, comprendí que no entendí por qué debía venir. Dejé caer el receptor y me volví hacia Ruth, que estaba sentada en el diván, temblando y retorciéndose las manos sobre el regazo.
—Ponte la bata, querida —le dije—. Vas a coger frío.
—Cris, yo… —empezó, con las mejillas surcadas de lágrimas—. Cris, ¿dónde está?
—Oh, querida…
Fue cuanto pude decir, débil y desesperadamente. Fui al dormitorio y le traje la bata. Por el camino me detuve ante la calefacción, retorciéndome.
—Toma —le dije, echándole la bata sobre los hombros—. Póntela.
Pasó los brazos por las mangas, mientras me rogaba con la mirada que hiciera algo. Sabía perfectamente que nada podía yo hacer, pero me estaba implorando que trajera de vuelta a su criatura.
Volví a arrodillarme, sólo por hacer algo, sabiendo que no serviría de nada. Así permanecí largo rato, con la mirada perdida en el suelo, bajo el sofá, en total oscuridad.
—Cris, está dur… durmiendo en el suelo —dijo Ruth, tartamudeando, pálidos los labios—. ¿No… cogerá frío?
—Yo…
No pude seguir hablando. ¿Qué iba a decirle? ¿Que no estaba en el suelo? ¿Cómo saberlo? Oía la respiración de Tina, sus suaves ronquidos en ese rincón…, pero no estaba allí, no podía tocarla. No se había ido, pero no estaba allí. La mente me daba mil vueltas tratando de entender aquello. Si alguien intenta adaptarse a una situación como ésa, descubrirá que se llega al borde del colapso.
—Querida, no… no está aquí —dije—. Quiero decir, no está en el suelo.
—Pero…
—Ya sé, ya sé —la interrumpí, alzando las manos y encogiéndome de hombros en total derrota—. No creo que tenga frío, querida.
Lo dije en el tono más suave y persuasivo que pude encontrar. Ella iba a responderme, pero no lo hizo. No había nada que decir. Aquello estaba más allá de todas las palabras.
Nos quedamos en silencio, a la espera de que Bill llegara. Lo había llamado porque es ingeniero, recibido en la Tecnológica de California, y uno de los cerebros de la Lockheed, allá en el valle. No sé por qué se me ocurrió que podría ayudarnos. Habría llamado a cualquiera, con tal de tener a alguien que nos ayudara. Los padres somos completamente inútiles cuando estamos asustados por nuestros hijos.
En cierto momento, antes de que Bill llegara, Ruth se arrodilló junto al sofá y volvió a palpar el suelo. Invadida por un nuevo terror, exclamó:
—¡Tina, despierta! ¡Despierta!
—Querida, ¿qué vas a conseguir con eso? —le pregunté. Me miró, aturdida, comprendiendo que no serviría de nada.
Percibí los pasos de Bill, y llegué a la puerta antes que él. Entró serenamente, miró a su alrededor y saludó a Ruth con una leve sonrisa. Cuando se quitó el abrigo vi que aún tenía puesto el pijama.
—¿Qué pasa? —preguntó en seguida.
Se lo dije en pocas palabras, con toda la claridad que pude. Él se arrodilló para verificarlo; mientras palpaba los alrededores del sofá, vi que su frente se arrugaba profundamente: Acababa de oír la calma respiración de Tina. Al fin se enderezó.
—¿Y bien? —le pregunté.
—Mi Dios… —murmuró, meneando la cabeza.
Ambos lo miramos fijamente. Mack seguía gimiendo y rascando la puerta.
—¿Dónde está? —volvió a preguntar Ruth.
—Tranquilízate —dijo él.
Yo me acerqué para abrazarla. Estaba temblando.


—Por la respiración, puedes ver que está bien.
—Pero ¿dónde está? —pregunté—. No se la ve, y ni siquiera se la puede tocar.
—No sé —dijo Bill, otra vez arrodillado junto a la cama.
—Cris —dijo Ruth, preocupada—, será mejor que hagas entrar a Mack; va a despertar a todos los vecinos.
—Bueno, ya voy —dije, pero seguí observando a Bill—. ¿Y si llamáramos a la policía? —pregunté—. ¿Crees que…?
—No, no, no serviría de nada —dijo Bill—. Esto… —meneó la cabeza, como si estuviera descartando todo lo que hasta entonces había dado por seguro, y completó—: Esto no es asunto para la policía.
—Cris, ese perro va a despertar a todos los…
Me volví hacia la puerta del balcón para dejar entrar a Mack, pero Bill me detuvo:
—Espera un momento —dijo.
Me volví, con el corazón otra vez agitado. Bill estaba medio escondido bajo el sofá, escuchando atentamente.
—Bill, ¿qué pa…?
—¡Shhhh!
Ambos guardamos silencio. Bill permaneció un momento más en esa posición.
Después se irguió. Estaba pasmado.
—No la oigo —dijo.
—¡Oh, no!
Ruth cayó junto al sofá.
—¡Tina! Oh, Dios mío, ¿dónde está?
Bill se levantó y recorrió el cuarto a paso rápido, mientras Ruth seguía encorvada junto al sofá, con el rostro descompuesto por el miedo.
—Escuchen —dijo Bill—, ¿oyen algo?
—¿Oír algo? —preguntó Ruth, levantando la vista.
—Caminen, caminen —dijo Bill—. Traten de oír.
Ruth y yo recorrimos el cuarto como dos robots, sin tener idea de lo que hacíamos. Todo estaba en silencio, con excepción del gemir incesante de Mack, que seguía rascando la puerta. Al pasar junto al balcón, apreté los dientes y murmuré secamente: "Cállate". Por un momento, se me ocurrió la vaga idea de que Mack sabía lo que ocurría con Tina. La adoraba.
De pronto, Bill se detuvo en el rincón del armario, escuchando. Notó que lo observábamos, y nos indicó por señas que nos acercáramos. Ambos cruzamos de prisa la alfombra para detenernos a su lado.
—Escuchen —susurró.
Lo hicimos. Al principio no logramos oír nada. En seguida, Ruth ahogó una exclamación. Los tres contuvimos el aliento.
En el rincón superior, allí donde las paredes se encontraban con el cielorraso, se oía nuevamente la respiración de Tina.
Ruth clavó la vista en ese punto, pálida, completamente extraviada.
—Bill, qué diablos…
Ni siquiera terminé la frase. Bill se limitó a menear lentamente la cabeza. De pronto levantó la mano, y nos quedamos petrificados ante el nuevo sobresalto.
El ruido había desaparecido.
—Tina… —sollozó Ruth, desolada, avanzando en otra dirección—. Tenemos que encontrarla. Por favor…
Corrimos por el cuarto al azar, tratando de oír a Tina. El rostro de Ruth, surcado por las lágrimas, era la imagen viva del terror.
En esa oportunidad fui yo quien la encontró: Estaba bajo el televisor. Todos nos arrodillamos a escuchar. Tina murmuró algo, como para sí misma, y pareció moverse en sueños.
—Quiero mi muñequita —murmuró.
—¡Tina! —gritó Ruth.
La tomé entre mis brazos y traté de calmarla. Fue inútil. Yo mismo no podía evitar que la garganta se me anudara, ni que el corazón golpeara lentamente, con mucha fuerza, dentro de mi pecho. Apoyé las manos húmedas y temblorosas en la espalda de mi mujer.
—Por el amor de Dios —dijo, dirigiéndose al aire—, ¿qué es lo que pasa?
Con ayuda de Bill la senté en una silla, junto al tocadiscos. Él se detuvo sobre la alfombra, mordiéndose furiosamente los nudillos, como solía hacer cuando se hallaba ante un problema.
Levantó la vista como para decir algo, pero anunció:
—Voy a hacer entrar al perro —y se dirigió hacia la puerta—. Está armando un escándalo terrible.
—¿Tienes alguna idea de lo que ha pasado con Tina? —pregunté.
—¿Bill…? —rogó Ruth.
—Creo que está en otra dimensión —dijo Bill, abriendo la puerta.
Aquello ocurrió tan de repente, que nada pudimos hacer por impedirlo. Mack entró de un salto, gimiendo, y se lanzó directamente hacia el sofá.
—¡El perro sabe! —gritó Bill, y se lanzó tras de Mack.
Aquí viene lo incomprensible: Mack se deslizó bajo el sofá, en un remolino de orejas, patas y cola. Un segundo después había desaparecido; nada más. Los tres dimos un gran salto.
—¡Sí, sí! —dijo Bill.
—¿Sí qué? —exclamé yo, sin saber, en verdad, dónde estaba parado.
—¡La niña está en otra dimensión!
—¿De qué estás hablando? —pregunté, entre preocupado y furioso por esas extrañas palabras.
—Siéntate —dijo.
—¿Qué me siente? ¿No se puede hacer nada más?
Bill miró a Ruth. Ella pareció adivinar lo que iba a decir.
—No sé dónde está —dijo mi amigo. 


Me dejé caer en el sofá.
—Oh, Bill…
—Muchacho —respondió él, con un gesto de impotencia—, esto me coge tan de sorpresa como a ti. Ni siquiera sé si estoy o no en lo cierto, pero no se me ocurre otra cosa. Creo que Tina, de algún modo, ha entrado en otra dimensión, probablemente la cuarta. Mack, al presentirlo, ha logrado seguirla. ¿Pero cómo llegaron allí? Eso es lo que no sé. Me metí bajo el sofá, y tú también. ¿Viste algo?
No hice más que mirarlo; él conocía la respuesta.
—¿Otra… dimensión? —preguntó Ruth, con voz tensa; la voz de una madre a quien se le dice que su hijo se ha perdido para siempre.
Bill echó a andar por el cuarto, golpeando un puño contra la palma de la otra mano.
—Maldición, maldición —murmuraba—. ¿Cómo pudo pasar algo así?
Ruth y yo lo escuchábamos a medias, aturdidos, sin dejar de prestar atención a la respiración de nuestra hija. No hablaba con nosotros, en realidad, sino para sí mismo, en un intento por situar el problema en una perspectiva adecuada.
—El espacio unidimensional es una línea —dijo rápidamente—. El bidimensional, un infinito número de líneas. El tridimensional, un infinito número de planos, o un número infinito de espacios bidimensionales. Ahora, el factor básico… el factor básico…
Dio otra palmada, levantando la vista al cielorraso. Por último volvió a empezar, con más lentitud.
—Cada punto de cada dimensión es una sección de una línea de la dimensión siguiente. Todos son puntos de las secciones lineales de las líneas perpendiculares que hacen de la línea un plano. Todos los puntos de un plano son secciones de líneas perpendiculares que hacen del plano un cuerpo. Eso significa que en la tercera dimensión…
—¡Bill, por el amor de Dios! —estalló Ruth—. ¿No podemos hacer algo? Mi niña está… allí.
Bill perdió el hilo de su pensamiento y meneó la cabeza.
—Ruth, no sé…
Me levanté y volví a echarme al suelo, bajo el sofá. ¡Tenía que encontrarla!
Tanteé, busqué, presté atención, hasta que el silencio fue como una campana. Nada.
De pronto, Mack ladró a todo pulmón en mi oído. Salté hacia atrás y me golpeé la cabeza. Bill corrió a deslizarse a mi lado, con la respiración agitada.
—Bendito sea Dios —murmuró, casi furioso—. De todos los sitios del mundo, justo aquí…
—Si la… entrada está aquí —musité—, ¿por qué escuchamos la voz y la respiración por todo el cuarto?
—Bueno, si ella se mueve más allá del efecto de la tercera dimensión, en la cuarta, su movimiento, para nosotros, parecerá esparcirse por todo el espacio. En realidad, ella está en un solo punto de la cuarta dimensión, pero a nuestro modo de ver…
Se interrumpió. Mack gemía. Pero, lo que resultaba más importante, Tina había vuelto a llorar. Exactamente en nuestros oídos.
—¡La trajo de vuelta! —exclamó Bill, excitado—. ¡Dios mío, qué perro! —y agregó, mientras se volvía en todas direcciones, buscando, palpando el aire—:Tenemos que encontrar la entrada… ¡Hay que entrar y sacarlos de allí! Sabe Dios cuánto puede durar este hoyo dimensional.
—¿Qué? —exclamó Ruth, y en seguida volvió a llorar—: Tina, Tina, ¿dónde estás? Aquí está mamá…
Iba a decirle, una vez más, que no serviría de nada, pero en ese momento Tina contestó:
—¡Mamá, mamá! ¿Dónde estás?
Nos llegó el gruñido de Mack; Tina gritó, enojada.
—Trata de correr para encontrar a Ruth —dijo Bill—, pero Mack no la deja. No sé cómo lo supo, pero el perro ha localizado la unión.
—¿Dónde están, por el amor de Dios? —dije, en un arrebato nervioso.
Y al retroceder, caí precisamente en ese maldito hoyo. Hasta el día de mi muerte seré incapaz de describir cómo era. Pero aquí va.
Era negro, al menos para mí. Sin embargo, parecía haber allí millones de luces. No obstante, en cuanto trataba de mirar directamente hacia una de ellas, desaparecía. Sólo las veía por el rabillo del ojo.
—¡Tina! —grité—. ¿Dónde estás? ¡Contéstame, por favor!
Mi voz se multiplicó en un millón de ecos. Las palabras se repitieron interminablemente, sin cesar, alejándose, como si tuvieran vida propia. Cuando moví la mano, el movimiento provocó un sonido sibilante, que se alejó repetido, como una bandada de insectos volando en medio de la noche.
—¡Tina!
El eco me lastimó los oídos.
—Cris, ¿la oyes? —dijo una voz, o tal vez un pensamiento. En ese momento, algo húmedo me rozó la mano. Di un salto. Era Mack.
Extendí las manos, moviéndolas furiosamente, en busca del perro y de la niña; cada movimiento despertaba ecos sibilantes en aquella vibrante negrura, hasta que me pareció estar rodeado por miles de pájaros que aleteaban locamente en torno a mi cabeza. La presión me latía con pesadez en el cerebro.
En ese momento encontré a Tina. En realidad, si yo no hubiese sabido que era ella, lo mismo habría dado tocar cualquier otra cosa. No era una forma, según la entendemos en la tercera dimensión. Dejemos eso, no quiero entrar en esa clase de detalles.
—Tina —susurré—, Tina querida.
—Papá, tengo miedo de la oscuridad —dijo, con una voz muy finita. Mack gimió.
También yo tenía miedo de la oscuridad. Un pensamiento me perturbaba: ¿Cómo saldríamos de allí?
En ese momento me llegó el otro pensamiento:
—Cris, ¿los encontraste?
—¡Sí, los tengo! —grité.
Entonces, Bill me tomó por las piernas —más tarde supe que las había dejado fuera, en la tercera dimensión— y tiró de mí hacia la realidad, trayéndome de regreso con la niña, el perro y una brazada de recuerdos que prefiero olvidar.


Aparecimos todos amontonados bajo el sofá. Me golpeé la cabeza contra él, y estuve a punto de perder el sentido. Después recibí alternativamente los estrujones de Ruth, los lenguetazos del perro y una mano de Bill, que me ayudó a levantarme. Mack, babeando, nos saltaba a todos.
Cuando estuve en condiciones de hablar, noté que Bill había bloqueado la parte inferior del sofá con dos mesitas para jugar a las cartas.
—Para mayor seguridad —dijo.
Asentí débilmente. Ruth volvió al dormitorio.
—¿Dónde está Tina? —pregunté automáticamente, mientras ciertos incómodos restos de recuerdos se agitaban en mi cerebro.
—En nuestra cama —dijo—. Por una noche no molestará.
—Claro que no —asentí, meneando la cabeza, y me volví hacia Bill, preguntando—: Oye, ¿qué diablos pasó?
—Bueno, ya te lo dije —respondió, con una sonrisa torcida—. La tercera dimensión es sólo un escalón previo a la cuarta. Cada punto de nuestro espacio, en particular, es parte de una línea perpendicular de la cuarta dimensión.
—¿Luego?
—Luego, aunque las líneas que forman la cuarta dimensión son perpendiculares a cada punto de la tercera, no son paralelas entre sí para nuestro modo de ver. Pero si diera la casualidad de que en una zona hubiese varias líneas paralelas en ambas dimensiones, podrían formar un pasaje de conexión.
—¿Quieres decir que…?
—Eso es lo incomprensible —dijo—. Precisamente bajo este sofá hay una zona de puntos que representan secciones de líneas paralelas, paralelas en ambas dimensiones, y forman un corredor hacia el espacio siguiente.
—O un agujero —dije. Bill parecía disgustado.
—Para qué diablos sirvió mi razonamiento —dijo—, si la sacamos gracias a un perro.
—Puedes quedarte con los méritos —le dije.
—¿Para qué los quiero?
—¿Y los ruidos? —pregunté.
—¿A mí me lo preguntas?
Y eso fue todo. Naturalmente, Bill informó a sus amigos de la Tecnológica. Durante todo un mes el departamento fue examinado de punta a punta por físicos investigadores, pero no encontraron nada. Dijeron que aquello había desaparecido, y algunos dijeron cosas peores.
De cualquier modo, cuando volvimos de casa de mi madre —donde vivimos mientras duró la investigación científica—, corrimos el sofá a la otra punta de la sala y pusimos en su lugar la mesita con el televisor.
Una noche de éstas, tal vez, las risitas de Arthur Godfrey nos llegarán desde otra dimensión. Quizá incluso pertenezca a ella.


FIN

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