2024/04/01

En el sol (Robert Duncan Milne)

 
Título original: Into the sun
Año: 1882



Escenario: San Francisco. Época: 1883.
—¿De modo que usted piensa, doctor, que el cometa que acaba de ser observado desde Sudáfrica es el mismo que el del año pasado…, el descubierto en primer lugar por Cruls en Río de Janeiro y que luego fue claramente visible por todos nosotros aquí a lo largo de todo el mes de octubre?
—A juzgar por los informes relativos a su aspecto general, y a la trayectoria que sigue, no veo qué otra conclusión podemos tomar. Se está acercando al sol desde el mismo lugar que el cometa del año pasado; se le parece en su aspecto; su velocidad es la misma, si no mayor. Todas esas cosas son argumentos identificadores muy fuertes.
—Pero entonces, ¿cómo explica su rápido regreso? Estamos sólo a finales de agosto, y el año pasado se registró que el cometa había cruzado su perihelio aproximadamente el 18 de septiembre…, hace escasamente un año. Incluso los cometas de Encke y Biela, que son tributarios de nuestro sistema solar, por así decirlo, tienen periodos mucho más largos que éste.
—Sólo puedo aventurar la hipótesis de que este cometa pasa tan cerca del sol que su movimiento resulta retardado y su trayectoria alterada tras cada aproximación. Creo, con el señor Proctor y el profesor Boss, que se trata del cometa de 1843 y 1880; que se está moviendo en una sucesión de espirales excéntricas, cuya curvatura ha reducido sus períodos de revolución desde quizá varios cientos de años a, según su último regreso registrado, treinta y siete años, luego a dos y una fracción, y ahora a menos de uno, y que su destino final es verse precipitado en el sol.
—Lo cual es realmente sorprendente, suponiendo que su hipótesis sea correcta. Y si tal cosa llega a ocurrir, ¿qué resultados anticipa usted?
—Eso exige algunas consideraciones. Tome otro cigarro y examinaremos el asunto.
La precedente conversación tenía lugar en las habitaciones de mi amigo el doctor Arkwright, en la calle Market; la hora, aproximadamente las once de la noche; la fecha, el veintisiete de agosto; las preguntas habían sido mías, y las respuestas del doctor. Debo añadir que el doctor era un químico de grandes aptitudes, y que se tomaba un gran interés por todas las discusiones y experimentos científicos.
—Los efectos de la colisión de un cometa con él sol pueden depender de muchas condiciones —observó el doctor, mientras encendía su cigarro—. Dependerán en primer lugar de la masa, impulso y velocidad del cometa…, y algo, también de su constitución. Déjeme ver ese párrafo de nuevo. Ah, aquí está.
Y el doctor procedió a leer del periódico:

Río de Janeiro, 18 de agosto. 
El cometa fue nuevamente visible la pasada noche, antes y después del ocaso, a unos treinta grados del sol. El señor Cruls afirma que es idéntico al cometa del año pasado. Se está acercando al sol a una velocidad de dos grados y medios diarios. A. R. al mediodía de ayer, 178 grados, minutos. Decl., 83 grados, 40 minutos Sur.

—Esto corresponde exactamente con la posición y el movimiento del cometa del año pasado —prosiguió—. Vino de un punto muy aproximado al sur del sol, y en consecuencia fue invisible en el hemisferio norte antes del perihelio.
—Perdón —interrumpí—, pero recordará usted que las predicciones de los periódicos relativas al cometa del año pasado fueron que rápidamente se haría invisible para nosotros, mientras que continuó adornando los cielos matutinos durante semanas, hasta que se desvaneció en la remota distancia.
—Eso se debió a que la naturaleza de su órbita no fue claramente comprendida. El plano de la órbita del cometa corta el plano de la órbita de la Tierra casi en ángulo recto, pero el eje mayor o dirección general de su órbita en el espacio estaba también inclinado unos cincuenta grados con respecto a nuestro plano. Y así ocurrió que mientras la aproximación del cometa se produjo desde un punto algo al este con respecto al sur, su viaje de regreso al espacio se produjo a lo largo de una línea a unos veinte grados al sur con respecto al oeste, lo cual trazó su curso aproximadamente a lo largo de la línea del ecuador celeste. En consecuencia, el cometa del año pasado fue visible a primera hora de la mañana, no sólo para nosotros, sino para todos los habitantes de la Tierra entre el paralelo sesenta 80 norte y el polo sur, hasta que la enorme distancia lo hizo desaparecer. Pero, como iba a decir cuando usted me interrumpió, si la distancia del cometa al sol era sólo de treinta grados cuando fue observado en Río de Janeiro, hace nueve días, y su velocidad era entonces de dos grados y medio diarios, en la actualidad no puede hallarse lejos del perihelio, especialmente puesto que su velocidad se incrementa a medida que se aproxima al sol.
—Supongamos que esta vez se estrella contra el sol. ¿Qué resultados predeciría usted?
—Si un globo sólido del tamaño de nuestro planeta cayera al sol con el impulso resultante de la atracción directa a partir de su actual posición en el espacio, engendraría el suficiente calor como para mantener el fuego solar a su nivel existente, sin posterior abastecimiento, durante unos noventa años. Este cálculo no implica un gran conocimiento científico o matemático, sino que por el contrario es tan sencillo como fidedigno, porque poseemos datos positivos de la masa e impulso de nuestro planeta para tomarlos como punto de partida. Pero con un cometa el caso es distinto. No sabemos de qué elementos está compuesto su núcleo. Es cierto que conocemos el valor de su impulso, ¿pero qué nos dice eso si no sabemos su densidad ni su masa? Un impulso de seiscientos kilómetros por segundo, la velocidad estimada del actual cometa en su perihelio, engendraría indudablemente una violenta combustión si el cometa poseyera un cuerpo ponderable. Por otra parte, los cuerpos grandes compuestos por materia fluida altamente volatilizada podrían chocar contra el sol sin ningún efecto apreciable.
—¿Poseemos algún dato al respecto? —pregunté.
—Con relación a nuestro propio sol, no; pero se han producido algunas circunstancias altamente sugerentes con otros soles que nos conducen a inferir que algo parecido podría ocurrirle al nuestro. Hace algunos años, una estrella de la constelación del Cisne mostró un repentino resplandor, que creció del de una estrella de sexta magnitud, apenas distinguible a simple vista, hasta el de una estrella de primera magnitud. Este brillo se mantuvo durante varios días, luego volvió a su condición original. Es razonable inferir que el gran incremento de su luminosidad pudo ser causado por la precipitación de algún cuerpo sólido de apreciable tamaño; un planeta, un cometa o quizás otro sol, contra el sol en cuestión. Y puesto que la luz y el calor son ahora comprendidos simplemente como diferentes modos o expresiones de la misma cualidad de modulación, es razonable inferir también que el incremento de calor se correspondió al de luz.
—Entonces, ¿cuál supone usted que sería el efecto natural sobre este planeta si una catástrofe como la que acaba de imaginar le ocurriera a nuestro propio sol?
—La luz y el calor de nuestro astro podrían incrementarse un centenar de veces, o un millar, según la naturaleza de la colisión. Uno puede concebir una combustión tan intensa que evapore todos nuestros océanos en sólo un minuto, o incluso que volatilice la materia sólida de nuestro planeta en menos tiempo todavía, como un glóbulo de mercurio en una cámara de aire caliente. En el vocabulario de la naturaleza, "grande" y "pequeño" no son términos absolutos, sino relativos; ambos son igualmente dóciles a sus leyes —observó sentenciosamente el doctor.
—Ciertamente, una observación reconfortante —murmuré—. Esperemos no vernos favorecidos con tal experiencia.
—¿Quién puede decirlo? —respondió el doctor, mientras se alzaba de su silla—. Discúlpeme un momento. Ya sabe que mañana va a producirse una ascensión en globo desde los jardines Woodward, y hay un nuevo ingrediente que voy a introducir en la inflación. El producto requiere un poco más de mezcla. Tome otro cigarro. Estaré de vuelta en un minuto.


Me recliné en mi asiento y medité, mientras oía alejarse los pasos del doctor, que se dirigía a la habitación contigua. Consulté el reloj. Eran las once y media. Era una noche calurosa para San Francisco en agosto…, de hecho un fenómeno notable. Me levanté para abrir la ventana, y mientras lo hacía el doctor entró de nuevo en la habitación.
—¿Qué es eso? —exclamé involuntariamente, mientras levantaba la persiana.
El espectáculo que encontraron mis ojos cuando hube rematado mi movimiento merecía realmente la exclamación.
Los aposentos del doctor Arkwright se hallaban en el lado norte de la calle Market, y la inferior altura de los edificios del otro lado permitía una visión ininterrumpida del horizonte al sur y al este. Al este, sobre los techos de las casas, podía verse una delgada y lívida línea marcando las aguas de la bahía, y más allá las recortadas siluetas de las colinas de la Alameda. Todo aquello era normal y lo había visto cientos de veces antes, pero por el nordeste el cielo estaba iluminado por un tenue resplandor de un apagado color rojo, que se extendía hacia el norte a lo largo del horizonte en un cada vez más amplio arco, hasta que la visión quedaba cortada por la línea de la calle a nuestra izquierda. Aquella luz se parecía en todas sus características a la aurora boreal, excepto en el color. En vez de la fría y clara radiación de la luz septentrional, nos enfrentábamos a un iracundo resplandor color rojo sangre que de tanto en tanto arrojaba ramificaciones, lenguas y rayos de fuego, hacia el cénit. Era como si alguna terrible conflagración se estuviera desarrollando a nuestro norte.
¿Pero qué podía producir una iluminación tan extensa y poderosa?, me dije a mí mismo.
Enormes fuegos forestales, o el incendio de grandes ciudades, se manifiestan con un resplandor reflejado en el cielo que puede verse a grandes distancias, pero no exhiben la regularidad —o la armonía, por decirlo así— que se apreciaba en este caso. La conclusión inevitable era que el fenómeno no poseía una fuente local.
Mientras mirábamos por la ventana pudimos ver que la escena había llamado la atención de otras personas además de nosotros.
Pequeños grupos de gente se habían reunido en las aceras; grupos más grandes en las esquinas de las calles, y los transeúntes no dejaban de volver sus cabezas para contemplar el extraño espectáculo.
Al mismo tiempo el aire se estaba haciendo más denso y más bochornoso a cada minuto.
No era un simple soplo de aire muy caliente, sino una ominosa e inexplicable calma que parecía anidar sobre la ciudad, como la que en algunos climas es precursora de una tormenta, y que aquí es conocida frecuentemente como "clima de terremoto".
El doctor rompió el silencio.
—Esto es algo que está más allá del normal discurrir de las cosas —exclamó—. Esa luz en el norte tiene que tener una causa. Todos los bosques de Sonoma y Mendocino, con los pinares del territorio de Oregon y Washington, no crearían un resplandor como ése. Además, no es el tipo de reflejo en el cielo que causaría un incendio forestal.
—Eso es exactamente lo que yo pienso —afirmé.
—Veamos si podemos relacionarlo con un origen más amplio. Es casi medianoche. Esta luz procede del norte. Los rayos del sol están iluminando ahora el otro lado del globo. Por consiguiente, es el amanecer en el Atlántico, mediodía en la Europa del Este, y el atardecer en Asia Occidental. Cuando usted vino aquí, hace escasamente una hora, el cielo estaba claro, y la temperatura normal.
»Cualquier cosa que haya producido este extraordinario fenómeno ha tenido lugar dentro de la última hora. Desde que hemos empezado a observarlo he podido apreciar que el extremo del arco iluminado se ha deslizado más hacia el este. Por lo tanto, esa luz tiene su origen en el sol, aunque supera por completo los límites de la experiencia.
—¿No podría estar relacionada con el cometa del que hemos estado hablando? — sugerí—. Ahora debería estar cerca de su perihelio.
—Debería estarlo —admitió el doctor—. ¿Quién sabe si el llameante vagabundo no habrá entrado realmente en contacto con el sol? Salgamos fuera.
Nos pusimos los sombreros y abandonamos el edificio. A todo lo largo de las aceras encontramos grupos de excitadas personas mirando a la extraña luz y haciendo especulaciones acerca de su causa.
La opinión general se refería a algún enorme incendio forestal, aunque también había entusiastas religiosos que veían en ello una manifestación de toda clase de cosas; porque en la desinformada mente humana no hay término medio entre lo vulgarmente práctico y lo puramente fanático. Nos apresuramos a lo largo de la calle Market y giramos por Kearny, donde los grupos eran aún más densos y miraban más ansiosamente. Al llegar a las oficinas del Chronicle, observé que una sucesión de mensajeros procedentes de varias oficinas telegráficas estaban confluyendo en las escaleras del edificio.
—Si espera un momento —le dije al doctor—, subiré las escaleras y averiguaré de qué se trata.

—Extrañas noticias del Este —dijo apresuradamente el director ante los mensajes telegráficos, respondiendo a mi pregunta y señalando al mismo tiempo a un pequeño montón de comunicaciones—. Han estado llegando durante la última media hora desde todos los puntos de la Unión.
Tomé uno al azar, y leí su contenido:

NUEVA YORK, 3:15 A. M. UNA EXTRAORDINARIA LUZ ASOMA POR EL HORIZONTE ORIENTAL. MUY ROJA Y AMENAZADORA. PARECE PROCEDER DE UNA GRAN DISTANCIA, ALLÁ EN EL MAR. LA GENTE INCAPAZ DE PRECISAR LA CAUSA.

Otro decía:

NUEVA ORLEANS, 4:10 A.M. UN VÍVIDO INCENDIO REFLEJADO EN EL CIELO UN POCO AL NORDESTE. LA OPINIÓN GENERAL ES QUE ENORMES INCENDIOS HAN BROTADO EN LOS CAÑAVERALES. LA POBLACIÓN INTRANQUILA Y ANSIOSA. 

—Hay un montón más —hizo notar el director—. De Chicago, Memphis, Canadá… De hecho, de todas partes…, y todos con lo mismo. ¿Qué le parece?
—El fenómeno es evidentemente universal —dije—. Debe de tener su origen en el sol. ¿Ha observado lo caliente y sofocante que se está poniendo el aire? ¿Tiene usted algún comunicado de Europa?
—Todavía no. Ah, aquí hay un cablegrama retransmitido desde Nueva York — dijo el director, tomando un comunicado de la mano de un mensajero que acababa de entrar—. Éste puede que nos diga algo. Escuche:

LONDRES, 7:45 A. M. HACE CINCO MINUTOS EL CALOR DEL SOL SE HA VUELTO OPRESIVO. TODOS LOS TRABAJOS SE HAN DETENIDO. LA GENTE CAE EN REDONDO POR LAS CALLES. LOS TERMÓMETROS SUBEN DE 11 A 45 GRADOS. Y SIGUEN SUBIENDO. UN MENSAJE DEL OBSERVATORIO DE GREENWICH DICE…

—El comunicado se interrumpe bruscamente aquí —intercaló el director—, y el operador de Nueva York añade: "Mensaje cortado en seco. Nada más por el cable. Intensa alarma en todas partes. Luz y calor aumentando…"
—Bueno —dije—, debe de ser tal como sugirió el doctor Arkwright. El cometa observado de nuevo en Río de Janeiro, hace diez días, ha caído en el sol. Sólo el cielo sabe lo que podremos hacer.
—Debo publicar estos comunicados y sacar el periódico a cualquier precio —dijo el director con determinación—. Ah, aquí viene el hielo para las rotativas. —Media docena de hombres entraban por la puerta, cada uno de ellos con un saco al hombro.
—El periódico tiene que salir a la calle aunque para ello la Tierra deba arder. Espero que podamos resistir hasta el amanecer, y que antes de entonces lo peor ya haya pasado.
Abandoné la oficina, me reuní con el doctor en la calle y le conté las noticias.
—No hay ninguna duda —observó inmediatamente—. El cometa del año pasado ha caído en el sol. Todos los mensajes telegráficos eran casi simultáneos en el tiempo, puesto que ahora es medianoche aquí, y en consecuencia las cuatro en Nueva York y las ocho en Inglaterra.
—¿Qué podemos hacer? —pregunté.
—No creo que haya motivo para una alarma inmediata. Debemos ver si el calor aumenta materialmente entre ahora y el amanecer, y tomar medidas de acuerdo con ello. Mientras tanto, preocupémonos de nosotros. 

Las escenas de alarma se habían intensificado en las calles a medida que las cruzábamos. Parecía como si la mitad de la población hubiera abandonado sus casas y se hubiera reunido en los lugares más públicos. Miles de personas estaban empujando y apretujándose en las inmediaciones de las distintas oficinas de los periódicos en sus frenéticos esfuerzos por vislumbrar los boletines de noticias, donde lo sustancial de los diversos telegramas había sido progresivamente incluido tan rápido como iban llegando.
Multitud de coches y carretas iban de aquí para allá, repletos con grupos de familias que al parecer intentaban salir de la ciudad, probablemente sin ningún destino definido y sin saber exactamente qué estaban haciendo ni adonde podrían ir.


A medida que se acercaba el amanecer, el violento arco rojo se iba extendiendo a partir del horizonte, sus contornos haciéndose más pronunciados y brillantes, y su llameante cresta creciendo más arriba en el cielo. No podía concebirse nada más terrible, más calculado para producir sentimientos de embrutecido terror, y para convencer al espectador de su absoluta indefensión para enfrentarse a un acontecimiento inevitable e inexorable, mientras aquel llameante arco color rojo sangre se extendía sobre más de una cuarta parte del horizonte. También el aire se estaba volviendo por momentos más pesado y asfixiante.
Un vistazo al termómetro de uno de los hoteles nos dio una temperatura de 45,5 grados.
Entre las dos y las tres de la madrugada cuatro alarmas de incendio sucesivas sonaron en los barrios inferiores de la ciudad.
Dos grandes almacenes y un depósito de licores, en tres bloques contiguos, se incendiaron, evidentemente por obra de algún pirómano. Multitudes de la peor chusma se reunieron, como de mutuo acuerdo, en las zonas comerciales. Tiendas y almacenes fueron forzados y saqueados, y las fuerzas de la policía, pese a trabajar enérgicamente, no fueron capaces de detener la labor de pillaje, alimentada por los terrores morales de la noche y la parálisis general que amilanaba a la mejor clase de ciudadanos. 
Extrañas escenas se producían en cada esquina y calle. Grupos de mujeres arrodilladas en las aceras, hendiendo el aire con plegarias y lamentaciones, eran empujadas violentamente por rufianes enloquecidos y furiosos por el alcohol. Una procesión de fanáticos religiosos, cantando chillones y discordantes himnos, y llevando linternas en sus manos, pasaron desapercibidos por entre las atestadas calles, y luego los pudimos ver abriéndose camino por la empinada cuesta de Telegraph Hill. En pocas palabras, los terribles y extraños efectos de aquella espantosa noche hubieran abrumado la pluma de un Dante que hubiera querido describirlos, o el lápiz de un Doré que hubiera querido plasmarlos en imagen.
—Vamos a casa —dijo el doctor, consultando su reloj—. Son las tres y media. La temperatura de la atmósfera está subiendo a todas luces. Hay posibilidades de que se haga insoportable tras la salida del sol. Debemos considerar qué es lo que podemos hacer.
Nos abrimos camino por las repletas calles, pasando junto a desesperados hombres sobrecogidos por el terror y sollozantes mujeres. Pero cuando cruzamos junto a los boletines de noticias exhibidos en la esquina de las calles Bush y Kearny, me sentí animado pensando que al menos una industria humana seguiría funcionando hasta que los mecanismos ya no pudieran trabajar más, y que el mundo podría obtener todos los detalles del destino que se le avecinaba, mientras los cables telegráficos pudieran transmitirlos, las linotipias formar las líneas y las rotativas imprimirlas. Sentí que el poder y la grandeza de la prensa nunca habían sido tan ejemplificados como ahora, cuando la regular e incesante pulsación de su maquinaria iba vomitando las noticias del desastre que se abatía sobre el otro hemisferio y que dentro de pocas horas traería sus catastróficos efectos hasta nosotros.
Las últimas dos carretas que trajeron hielo al periódico fueron abordadas y saqueadas por la sedienta multitud y, mirando a la sala de máquinas cuando penetré en el edificio, pude ver a los operarios de las rotativas desnudos hasta la cintura en aquel terrible baño de aire caliente, mientras arriba el director, desnudo asimismo hasta la cintura, y con el rasgo adicional de una toalla húmeda enrollada en torno a sus sienes, reunía más y más telegramas. Hizo un gesto hacia el último comunicado de Nueva York cuando entré. Lo tomé y leí lo que sigue:

NUEVA YORK, 6 AM. EL SOL ACABA DE APARECER. EL CALOR ES TERRIBLE. EL AIRE SOFOCANTE. LA GENTE BUSCA LA SOMBRA. MILES DE PERSONAS SE BAÑAN EN LOS MUELLES. MILES DE MUERTOS POR INSOLACIÓN.

—Es casi un resumen del mensaje de Londres de hace tres horas —dije, mientras salía apresuradamente—. Dentro de otras tres horas podemos esperar lo mismo aquí.
Me reuní con el doctor en la calle, y juntos seguimos hacia su casa.
—Ahora —dijo cuando le hube transmitido el significado del último mensaje—, sólo hay una cosa que podamos hacer si deseamos salvar nuestras vidas. Es tan sólo una posibilidad aunque el plan tenga éxito, pero dadas las circunstancias es la única posibilidad.
—¿De qué se trata? —pregunté con crispación.
—Supongo que el incremento del calor y la luz que se producirá tan pronto como el sol surja por encima del horizonte resultará fatal para toda vida animal bajo la influencia de sus rayos. La población de Europa, y a estas alturas, sin la menor duda, la de todo este país al este del Mississippi, está próxima a ser aniquilada. Con respecto a nosotros, es sólo cuestión de tiempo, a menos que…
—¿A menos qué? —exclamé excitado, mientras él hacía una pensativa pausa.
—A menos que estemos dispuestos a correr un gran riesgo —añadió—. Usted tiene bastante dominio de la filosofía como para saber que calor y luz son simples formas de movimiento…, expresiones, por decirlo así, de la misma acción molecular de los elementos que agitan o a través de los cuales pasan. No poseen una existencia intrínseca en sí mismos, ninguna entidad, si se hallan independientes de una materia exterior. En este caso las dos formas de materia exterior afectadas por ellos son el éter que satura el espacio y la atmósfera de nuestro planeta. ¿Me sigue?
—Por supuesto —respondí con impaciencia, pues temía una de las disquisiciones del doctor en un momento tan crítico como aquél—. Pero mi querido señor, ¿cuál es la aplicación práctica de su teorema? ¿Cómo podemos aplicarlo al caso que nos ocupa?
—En este caso —prosiguió—, el calor, es decir el calor con el que tenemos que enfrentarnos, es causado por la acción de los rayos del sol sobre nuestra atmósfera. Si nos trasladáramos más allá de los límites de esa atmósfera, ¿qué ocurriría? Simplemente, que no tendríamos calor. Ascienda a una altitud suficiente, incluso bajo los rayos directos del sol en su cénit, y se helará hasta morir. El límite de las nieves perpetuas no es un límite extremo.
—Capto su idea perfectamente —asentí—. Acepto la exactitud de sus premisas. ¿Pero de qué nos servirán? En la práctica, las montañas de Sierra Nevada están tan lejos como los picos del Himalaya.
—Hay otros medios de alcanzar la altitud necesaria —replicó el doctor—. Como usted bien sabe, hoy iba a efectuarse una ascensión en globo desde los jardines Woodward. Yo iba a asistir a la inflación, para probar un nuevo método de generar gas. Ahora propongo que nos esforcemos en tomar posesión del globo y realicemos la ascensión. No creo que nadie se nos anticipe o se nos cruce en el camino.
»Debemos recordar que el riesgo de que el globo estalle, debido a la expansión del gas, es grande, puesto que, si no sabemos hacer bien las cosas, vamos a vernos expuestos, no sólo a su normal expansión, ya que deberemos penetrar en los estratos superiores de la atmósfera, sino también a su anormal expansión por el calor.
—En cualquier caso es una partida de dados con la muerte —respondí, y procedí a ayudar al doctor a empaquetar el aparato y los productos químicos que había preparado aquella noche.
Una vez hecho eso, abandonamos el edificio y nos apresuramos hacia el sur a lo largo de la calle Market. No había ningún coche, y los carruajes que vimos no prestaron ninguna atención a nuestras señas; así que el precioso tiempo pareció pasar volando, mientras cubríamos rápidamente el kilómetro largo que nos separaba de los jardines.
Afortunadamente las puertas estaban abiertas, y no se veía a ninguno de los empleados, de modo que nos dirigimos al lugar donde el globo, inflado a medias, yacía como un viscoso monstruo antediluviano en su cubil. Ajustamos el aparato y arreglamos las cuerdas tan rápidamente como nos fue posible, y aguardamos ansiosamente mientras la gran bolsa se hinchaba lentamente y se estremecía, alzándose y cayendo alternativamente, pero adoptando de forma gradual proporciones más y más esféricas.
Mientras tanto, tuvimos oportunidad de observar de nuevo las condiciones de la atmósfera y del cielo. Eran ya las cuatro y media, y en menos de una hora el sol surgiría por el este. Los pálidos y azulados tintes del amanecer estaban empezando a imponerse junto al lívido semicírculo que llameaba sobre ellos. Más tarde se transformaron en un matiz duro y cobrizo a medida que la luz del día se hacía más fuerte, pero conservando sus contornos sin ningún cambio. El calor se hizo más opresivo, el termómetro que habíamos traído con nosotros registraba ahora 56 grados. Nos llegaban extraños sonidos procedentes de la ciudad…, ininteligibles, por supuesto, pero que las circunstancias de la mañana convertían en aterradoramente sugerentes. Los animales gemían y aullaban incesantemente en sus jaulas, y podíamos oír sus frenéticos forcejeos en busca de la libertad. Una forma felina que consiguió liberarse pasó como un rayo por nuestro lado a la débil claridad. Aunque todo el parque zoológico hubiera quedado en libertad en aquel momento, no hubiéramos tenido nada que temer de ninguno de sus componentes, tan grande es la influencia que ejercen las crisis de los elementos sobre el mundo animal.


Finalmente tuvimos la satisfacción de ver el gran globo mecerse suavemente por encima del suelo, si bien no completamente hinchado todavía, y tensar las cuerdas que lo sujetaban.
Habíamos colocado ya los sacos de lastre y otros artículos necesarios en la barquilla cuando, sudando por todos los poros, cortamos simultáneamente las últimas cuerdas y nos elevamos pesadamente en el aire. No había ni el menor soplo de viento, pero nuestro rumbo se orientaba ligeramente hacia el este, en dirección a la bahía.
Ahora era ya pleno día, y el borde superior del sol asomó por encima del horizonte cuando estimamos que nuestra altitud en relación con los objetos que nos rodeaban era de unos trescientos metros. Cuando todo el disco apareció el calor se hizo más intenso, y por consejo del doctor enrollamos nuestras cabezas con una toalla, humedeciéndola parcamente con una preparación de éter y alcohol, cuya rápida evaporación proporcionaba un cierto frescor durante unos momentos. El cielo tenía ahora el aspecto de un enorme domo de bronce, y las aguas del océano al oeste y la bahía debajo de nosotros reflejaban el opaco, mortal, despiadado resplandor con una horrible fidelidad. Habíamos tomado la precaución de sujetar gruesas mantas colgadas de las cuerdas que sostenían la barquilla, y las manteníamos ligeramente humedecidas con agua. Nuestra sed era intensa a medida que nuestra transpiración se hacía más profusa, y nos habíamos despojado de todas nuestras prendas menos de la ropa interior de lana, pues la lana es un aislante, y en consecuencia es tan efectivo para rechazar el calor como para retenerlo. Íbamos provistos de un potente telescopio marino, y también de unos grandes prismáticos de largo alcance, y tomamos tantas observaciones de la situación debajo de nosotros como nos permitió la incomodidad de la situación. A simple vista, la ciudad se presentaba como una zona de pequeños rectángulos al extremo de una península amarronada, pero a través de nuestros instrumentos las calles y casas se volvían sorprendentemente claras y detalladas. Podían verse pequeñas formas negras y achaparradas moviéndose, cayendo, tendidas en las calles.
En los muelles de la ciudad podía divisarse toda una línea de cuerpos desnudos o semidesnudos metidos en el agua y sumergidos en ella con excepción de la cabeza, y aun éstas desaparecían a cortos intervalos debajo de la superficie. Miles y miles de personas se dedicaban a esta operación. El espectáculo habría resultado absolutamente absurdo y ridículo de no ser por sus terribles implicaciones.
—Me temo que la mortalidad será terrible si las cosas no mejoran pronto —dijo el doctor—, y no veo ninguna perspectiva de ello. Nuestro termómetro señala ya sesenta y cuatro grados, incluso a esta altitud. Estamos en el tepidarium de un baño turco sobrecalentado. Y si ése es el caso a la altitud barométrica de tres mil metros, tres kilómetros por encima del suelo, ¿cuál debe de ser ahí abajo? ¡Es demasiado terrible de contemplar!
—Tan sólo son las siete —observé, mirando mi reloj—. El sol apenas hace una hora que se ha levantado.
—Tenemos que arrojar más lastre y alcanzar los estratos superiores a toda costa.
Y echó por la borda un saco de veinte kilos de arena.
Ascendimos a una tremenda velocidad durante varios minutos, y luego nuestra ascensión volvió a hacerse regular. Observamos con intenso alivio que el termómetro no subía, que incluso había bajado casi dos grados; pero ese alivio se vio contrarrestado por la extrema dificultad en respirar el rarificado aire a aquella enorme altitud, que estimamos por el barómetro de siete mil quinientos metros. En consecuencia, abrimos la válvula y descargamos algo de gas, y descendimos hasta un estrato de densa niebla. Aquella niebla me recordó el vapor de agua que se eleva de la vegetación tropical durante la estación de las lluvias, y le mencioné el hecho al doctor.
—Si esas nieblas permanecieran inmóviles sobre la ciudad —respondió—, podrían constituir un escudo contra la destrucción, pero no tenemos ningún dato meteorológico sobre el que apoyarnos. Nadie puede estimar actualmente la cantidad de calor o los efectos meteorológicos que se están produciendo en la superficie de la Tierra, a siete kilómetros por debajo de nosotros.
El estrato de niebla en el que nos encontrábamos ahora era denso e impenetrable. Permanecimos en él como en un baño de vapor, sin que el globo pareciera derivar, sino tan sólo oscilar blandamente de un lado para otro, como una vela fláccida ondeando indolentemente en su mástil en una calma chicha.
Así pasaron horas y horas, la temperatura oscilando entre los 55 y los 60 grados.
El doctor conservaba su habitual tranquilidad.
—Tengo graves temores de que el terrible cataclismo final —observó grandilocuentemente, como en respuesta a mis pensamientos— que predicen todos los sistemas filosóficos y religiones a lo largo de todas las edades, y que parece estar tremendamente arraigado en la conciencia del hombre, esté sobre nosotros. De todos modos, siento la resolución de no caer víctima de la ardiente energía que ha sido evocada, y estoy dispuesto a anticipar tal destino por otro mucho más rápido y menos desagradable.
Y mientras hablaba, señaló significativamente a su cadera derecha.
—¿Quiere decir que un acto así —utilicé deliberadamente una vaga perífrasis para eludir un tema tan desagradable— es moralmente defendible bajo tales circunstancias?
—¿Y qué puede importar? —replicó el doctor, alzándose de hombros—. De dos alternativas, que conducen ambas al mismo final, el sentido común acepta la más fácil. Su negativa a tomar la cicuta no hubiera salvado a Sócrates.
Pese a los terribles presentimientos que me llenaron, las exigencias de la situación parecían hacer que mi cerebro estuviera preternaturalmente concentrado y anormalmente activo. La calma que nos rodeaba, la falta de sonidos o de cualquier descripción, el lánguido calor de la densa niebla en que estábamos inmersos, ejercían una influencia sedante, y volvían la mente peculiarmente impresionable a las acciones internas.


—¿No tenemos medios, entonces, de calcular la probable intensidad del calor en la superficie de la Tierra? —pregunté.
—Absolutamente, ninguno. Nos hallamos ahora a una altitud, indicada por la presión barométrica, de seis mil quinientos metros. Probablemente estaremos mucho más altos, pues el vapor en el que nos hallamos inmersos influye sobre el barómetro. Las condiciones atmosféricas como la presente, a tal altitud, se hallan por completo más allá de la experiencia de la ciencia. Pueden ser, y probablemente lo son, causadas por la acción del intenso calor en las sobrecalentadas superficies que hay debajo de nosotros. Al hecho de su presencia, sin embargo, debemos nosotros nuestra existencia. Esta atmósfera, aunque peculiarmente permeable a los rayos calóricos, es incapaz de retenerlos.
—Supongamos —proseguí yo, de un humor alocadamente especulativo, engendrado por la excitación del momento—, supongamos que el calor de la superficie de la Tierra fuera lo suficientemente intenso como para fundir los metales, el hierro por ejemplo…, las sustancias más refractarias, de hecho. Vayamos más lejos aún: Supongamos que tal calor fuera intensificado diez veces. ¿Cuál sería su efecto sobre nuestro planeta?
—Las partes sólidas, la corteza terrestre con todo lo que hay sobre ella, serían las primeras en experimentar los efectos de una catástrofe semejante. Luego los océanos empezarían a hervir, y sus superficies se convertirían en vapor.
—¿Y luego qué?
—Ese vapor ascendería a las regiones superiores de la atmósfera hasta alcanzar un equilibrio de rarefacción, cuando su expansión lo enfriara, tras lo cual seguiría una rápida condensación, y volvería a bajar a la Tierra en forma de lluvia. Cuanto más repentino e intenso fuera el calor, antes se produciría ese resultado, y más copiosa sería la precipitación de la lluvia. Tras la primera terrible crisis, la gran compensación de la ley natural entraría en juego, y la superficie del planeta se vería protegida de posteriores daños por el escudo del vapor húmedo…, la vis medicatrix naturae, por decirlo así. El equilibrio sería restaurado, pero en el proceso la mayoría de los organismos habrían perecido.
—¿La mayoría de los organismos, dice usted?
—Es posible que los infusorios del océano, e incluso algunas de las comparativamente más evolucionadas formas de vida oceánica, sobrevivieran. Es también posible que los animales terrestres que habitan en zonas muy altas, los Andes por ejemplo, o aquellos cuyo habitat lo constituyen las nieves perpetuas y los glaciares, los seres de las zonas polares, y otros situados en lugares parecidos, pudieran escapar. Eso dependería también de la intensidad y duración del calor. Debemos recordar que el tamaño, visto desde una perspectiva universal, es meramente relativo. Si consideramos nuestro planeta como una pelota de quince centímetros de diámetro, nuestros océanos, con su insignificante profundidad media de unos pocos kilómetros, podrían ser representados con una hoja del más fino papel de escribir. ¿Cuánto tiempo cree que podría resistir una película de agua tan delgada si situáramos la pelota a unos pocos centímetros de un fuego bruscamente avivado?
Asentí ante la conclusión que el símil dejaba entrever, y el doctor prosiguió:
—Ya no puede haber ninguna duda de que la actual convulsión de los elementos es debida a la colisión del cometa con el sol. Sabiendo como sabemos cuál era su órbita por las computaciones del año pasado, podemos asegurar que su precipitación sobre la superficie solar tuvo lugar en el lado más alejado de nuestra propia posición en el espacio. Por eso no hemos experimentado una excitación atmosférica tan repentina e intensa como lo habría sido de haberse estrellado en el otro lado. Lo que falta por ver ahora es cuál va a ser la duración de los efectos.
Durante la última parte de nuestra conversación, un bajo sonido gimiente, que habíamos empezado a escuchar hacía unos minutos, fue haciéndose más pronunciado y pareció estarse acercando. Al mismo tiempo observamos que el barómetro estaba bajando rápidamente.
—Eso es el sonido del viento —exclamé—. Lo he oído en los desiertos tropicales y en los mares tropicales. No puede haber ningún error. Procede del este.
—El aire caliente del reseco continente se está acercando. Científicamente hablando, la convección atmosférica está ocupando su lugar, y vamos a tener que soportar su impacto.
Mientras hablaba, el globo se vio agitado por un violento temblor. Vibró de la cubierta a la barquilla, y al momento siguiente fue golpeado por el más terrible tornado que es posible imaginar. La ráfaga fue como la tórrida exhalación de un horno, e involuntariamente cubrimos nuestras cabezas con las mantas, y nos acurrucamos convulsivamente amparándonos en el débil baluarte de las paredes de la barquilla, que estaba siendo arrastrada, a una tremenda velocidad y en un ángulo horriblemente agudo, por la distendida bolsa de gas que se agitaba sobre nuestras cabezas. Afortunadamente, ambos nos habíamos aferrado mecánicamente a la barandilla de la cesta por el lado de donde venía el viento, ya que de otro modo nos hubiéramos visto instantáneamente precipitados por encima de la barandilla del lado opuesto hacia el abismo que se abría bajo nosotros. Durante menos de un minuto, por lo que mis agobiados y desorientados sentidos podían computar, fuimos llevados por aquel terrible simún, para hallarnos luego nuevamente como antes, en medio de una calma inexplicable. Evidentemente habíamos derivado hacia un remolino del ciclón, pues pude oír su hosco y terrible rugir a una cierta distancia a nuestra derecha.
Apenas nos habíamos recuperado un poco cuando el impacto nos sacudió de nuevo, esta vez por el otro lado de la barquilla. De nuevo fuimos lanzados por la irresistible furia de los elementos; pero esta vez en una dirección sensiblemente descendente. La ráfaga nos había golpeado desde arriba, y estaba lanzándonos hacia abajo, abajo, abajo…, hacia la inevitable destrucción. Afortunadamente, la masa comparativamente grande del globo ofrecía más resistencia que la barquilla a su avance hacia abajo. Pero seguíamos cayendo, cayendo, y de pronto emergimos del estrato nuboso y obtuvimos un breve y brusco atisbo de la escena a nuestros pies. La última contrarráfaga había compensado aparentemente todas las demás acciones, pues nos hallamos directamente encima de la ciudad.
¿La ciudad? No había ciudad. Reconocí, por supuesto, los contomos de la península, y la conocida configuración de la bahía y las islas, a través de los ocasionales desgarrones en las densas nubes de vapor que ascendían abundantemente hacia nosotros. Poco menos que aturdido, y enloquecido como estaba por el intenso calor, una horrible curiosidad me impulsó a contemplar el terrible misterio de abajo, y mientras con una desollada y temblorosa mano sujetaba la manta, que se había mantenido en su sitio gracias a la humedad acumulada de las nubes de arriba, contra mi dolorida cabeza y sienes, con la otra alcé los potentes prismáticos hasta mis ojos. Capté algunos atisbos que me llenaron de indecible horror. No se distinguían ni calles ni edificios allí donde había estado la ciudad.
Los ojos no se posaban en otra cosa que no fueran irregulares y deformes montañas de escoria vitrificada y cenizas calcinadas. Todo estaba tan cubierto de cicatrices y en un silencio tal que parecía la torturada superficie de la luna. No se veían ni llamas ni fuegos.
Las cosas parecían haber superado con mucho el estadio de la combustión activa, como si todos los elementos necesarios para mantener las llamas hubieran sido eliminados. Aquí y allí, sin embargo, un ominoso resplandor rojo oscuro evidenciaba que la lava en que había sido transformada la ciudad estaba aún incandescente. Las dunas de arena del este brillaban como glaciares o espejos empañados por entre las fisuras del vapor, y grandes masas informes de lo que parecía madera calcinada se desparramaban aquí y allá por la superficie de la bahía. 


Menos de cinco segundos bastaron para revelar todo lo que he necesitado tanto tiempo para describir. Los prismáticos, demasiado calientes para poder seguir sujetándolos, cayeron de mis manos. En aquel momento el globo fue golpeado de nuevo por el ciclón, y empujado hacia el este con la misma furia que antes. El doctor intentó agarrarse convulsivamente a la barandilla de la cesta, falló y, con un salvaje aullido de desesperación, los brazos abiertos y los ojos desorbitados clavados fijamente en los míos, desapareció en el abismo.

Estoy solo en el globo, quizá solo en el mundo. Mi compañero fue arrastrado a la horrible muerte de abajo. Su terrible grito resuena aún en mis oídos. Resuena por encima del bronco rugir del ciclón. Soy arrastrado irresistiblemente hacia delante.
La ráfaga cambia de nuevo. El globo hace una nueva pausa en uno de los extraños remolinos formados por este desconcertante simún. El viento desciende hasta convertirse en un gemido. Se alza de nuevo. Se retuerce en torno a la barquilla como el convulsivo debatirse de algún gigantesco reptil agonizante. Me aferra de nuevo en su irresistible presa.
El globo está siendo arrastrado hacia tierra.
Estoy cayendo. Pero no…, parece como si la tierra -la plutónica, ígnea tierra- estuviera ascendiendo hacia mí. Con una rapidez semejante a la de la luz, parece lanzarse al aire para acudir a mi encuentro. Oigo el rugir de llamas mezclándose con el rugir de las ráfagas de viento. Veo el hirviente, burbujeante desierto de agua a través de los desgarrones en las nubes de vapor.
Estoy acercándome a la derretida superficie. Mis sensaciones han cambiado. Soy consciente de que la superficie ha dejado de parecer que estaba ascendiendo. Ahora me doy cuenta de que soy yo quien está cayendo…, cayendo hacia las horribles profundidades de abajo. Más cerca…, cada vez más cerca; desgarradas y ennegrecidas por el terrible calor a medida que me aproximo… Voy cayendo…, cayendo…, cayendo…

FIN

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