2025/08/11

El balancín (A. E. van Vogt)


Título original: The Seesaw
Año: 1941


¡MAGO HIPNOTIZA A LA MULTITUD!
11 de junio, 1941—. La policía y los periodistas piensan que Middle City será pronto anunciada como la próxima parada de un maestro mago, y están preparados para darle una sonora bienvenida si accede a explicar exactamente cómo engañó a cientos de personas para que creyeran que habían visto un extraño edificio, aparentemente una especie de armería.
Parece ser que el edificio surgió en el espacio ocupado anteriormente por Tía Sally’s Lunch y Sastres Paterson. Sólo los empleados se encontraban en el interior de las dos tiendas mencionadas, y ninguno advirtió nada fuera de lo común. Un cartel grande y resplandeciente apareció delante de la armería, que había sido conjurada milagrosamente de la nada; y el cartel constituyó la primera evidencia de que toda la escena no era más que una soberana ilusión. Cualquiera que fuera el ángulo en que se mirase, uno creía estar mirando directamente a las palabras que decían:

BUENAS ARMAS
EL DERECHO A COMPRAR ARMAS ES EL DERECHO A SER LIBRE

La vitrina estaba compuesta de un surtido de pistolas, rifles y armas pequeñas de forma curiosa; y un brillante cartel anunciaba:

LAS MEJORES ARMAS DE ENERGÍA DEL UNIVERSO CONOCIDO

El inspector Clayton de la Oficina de Investigación intentó entrar en la tienda, pero la puerta parecía cerrada; unos momentos después, C. J. (Chris) McAllister, reportero del Gazette-Bulletin se dirigió a la puerta, la encontró abierta, y entró.
El inspector Clayton intentó seguirle, pero descubrió que la puerta volvía a estar cerrada. McAllister salió después de un rato, y estaba bastante aturdido. Aparentemente no recordaba nada de lo sucedido, como si lo hubieran hipnotizado, pues no pudo contestar a las preguntas de la policía y de los espectadores.
Después de su reaparición, el extraño edificio se desvaneció tan bruscamente como había aparecido.
La policía confirmó que no comprendía cómo el maestro mago había podido crear una ilusión tan detallada durante tanto tiempo ante una multitud tan grande. Estaban dispuestos a recomendar su show, sin reserva, cuando volviera a aparecer.
Nota del autor: La reseña anterior no menciona que la policía, insatisfecha con el asunto, intentó contactar con McAllister para hacerle nuevas preguntas, pero fueron incapaces de encontrarle. Han pasado semanas y aún no le han encontrado.

Aquí se narra la historia de lo que le sucedió a McAllister desde el instante en que encontró abierta la puerta de la armería.
La puerta de la tienda tenía una cualidad curiosa. No era tanto que se abriera ante su primer contacto sino que, al hacerlo, era como si no tuviera peso. Durante un instante, McAllister tuvo la impresión de que el pomo se había liberado en su palma.
Se quedó quieto, sorprendido. El pensamiento que acudió finalmente a su mente tuvo que ver con el inspector Clayton, quien un minuto antes había encontrado la puerta cerrada.
Aquel pensamiento fue como una señal. Tras él sonó la voz del inspector:
—Ah, McAllister, yo me encargaré de esto ahora mismo.
El interior de la tienda, tras la puerta, estaba demasiado oscuro como para ver algo, y de alguna manera sus ojos no pudieron acostumbrarse a la intensa penumbra.
El puro instinto periodístico le hizo dar un paso hacia la oscuridad que emergía más allá del rectángulo de la puerta. Por el rabillo del ojo vio la mano del inspector Clayton dirigiéndose hacia el pomo de la puerta que sus propios dedos habían soltado un momento antes; y supo claramente que si el oficial de policía pudiera impedirlo, ningún periodista podría entrar en aquel edificio.
Aún tenía la cabeza vuelta, mirando más al inspector de policía que a la oscuridad que tenía delante, y cuando empezaba a dar otro paso fue cuando sucedió algo notable.
El pomo de la puerta no permitió que el inspector Clayton lo tocara. Se torció dé una forma extraña y enérgica, y permaneció allí con esa forma rara y difusa. La puerta en sí, sin ningún movimiento visible y con gran rapidez, tocó de repente los talones de McAllister.
El contacto fue ligero, casi sin peso; y antes de que pudiera pensar o reaccionar ante lo que había sucedido, su propia inercia le llevó hacia dentro.
Mientras se adentraba en la oscuridad, sus nervios experimentaron una tensión súbita y enorme. Entonces la puerta se cerró, y el breve instante de agonía desapareció. Ante él había una tienda brillantemente iluminada; más allá… ¡había cosas increíbles!
Para McAllister, el momento siguiente fue de muda contemplación. Se quedó de pie, con el cuerpo extrañamente retorcido, y sólo vagamente consciente de estar en el interior de la tienda, aunque muy consciente, en el breve momento que transcurrió antes de que fuera interrumpido, de lo que había tras los paneles transparentes a través de los cuales acababa de aparecer.
No había ninguna oscuridad inexorable, ningún inspector Clayton, ninguna multitud de espectadores boquiabiertos, ninguna hilera de tiendas al otro lado de la calle.
Ni siquiera era la misma calle. No había ninguna calle.
En cambio, un tranquilo parque se extendía ante él. Detrás, brillando bajo la luz del sol, resplandecía una ciudad de minaretes y altas torres.
Tras él, una voz de mujer, fuerte y musical, dijo:
—¿Quiere un arma?
McAllister se dio la vuelta. No es que estuviera dispuesto a dejar de maravillarse ante la visión de la ciudad. El movimiento fue una reacción automática ante el sonido. Y como todo el asunto era como un sueño, la escena de la ciudad se desvaneció casi instantáneamente, y su mente se concentró en la joven que avanzaba hacia él desde el fondo de la tienda.
Por un momento, su mente se oscureció. La convicción de que tenía que decir algo se mezcló con las primeras impresiones ante la aparición de la muchacha. Tenía un cuerpo esbelto y bien formado, y su cara lucía una sonrisa agradable. Sus ojos eran marrones, y el cabello castaño y ondulado. Su sencillo vestido y sus sandalias parecían tan normales a primera vista que no volvió a pensar en ellos.


—Lo que no comprendo es por qué el policía que intentó seguirme no pudo entrar —consiguió decir—. ¿Y dónde está ahora?
Para su sorpresa, la sonrisa de la muchacha se volvió ligeramente suplicante.
—Sabemos que la gente considera tonto por nuestra parte que sigamos machacando con la antigua pugna.
Su voz se hizo más firme.
—Incluso sabemos lo inteligente que es la propaganda que acentúa la estupidez de nuestra postura. Mientras tanto, no podemos permitir que ninguno de los hombres de ella entre aquí. Continuamos cumpliendo muy en serio con nuestros principios.
Se detuvo como si esperara que él comprendiera, pero McAllister vio, por el lento asombro que asomaba en sus ojos, que su cara tenía que estar mostrando claramente cuáles eran sus pensamientos.
¡Los hombres de ella! La muchacha lo había dicho como si se estuviera refiriendo a algún personaje, y como respuesta directa a su mención al oficial de policía. Eso significaba que sus hombres, fuera quien fuese ella, eran policías; y que no podían entrar en esta armería. La puerta era hostil y no les permitía la entrada.
Una extraña sensación de vacío golpeó la mente de McAllister, emparejándose con el vacío que empezaba a notar en la boca de su estómago, una sensación de profundidad insondable, la primera convicción vertiginosa de que nada era como tenía que ser.
La muchacha siguió hablando en tono brusco.
—Quiere decir que no sabe nada de todo esto, que durante generaciones el gremio de fabricantes de armas ha existido, en esta época de devastadoras energías, como la única protección del hombre común contra la esclavitud. El derecho a comprar armas...
Se detuvo nuevamente; sus ojos le escrutaron.
—Ahora que lo pienso —continuó diciendo—, hay algo muy ilógico con respecto a usted. Sus extrañas ropas..., no son de las granjas del norte, ¿verdad?
Él meneó la cabeza, mudo, cada vez más molesto con sus propias reacciones. Pero no podía evitarlo. Se estaba envarando, volviéndose más insoportable a cada instante, como si en alguna parte un muelle vital hubiera sido forzado hasta el punto de rotura.
La muchacha continuó hablando rápidamente.
—Y ahora que lo pienso, es sorprendente que un policía intentara abrir la puerta y no sonara ninguna alarma.
Movió la mano; el metal destelló en ella, tan brillante como el acero bajo el sol.
No había ni el más mínimo tono de disculpa en su voz cuando dijo:
—Permanezca donde está, señor, hasta que haya llamado a mi padre. En nuestro negocio, con nuestra responsabilidad, nunca corremos riesgos. Aquí está pasando algo muy extraño.
Curiosamente, fue en ese punto donde la mente de McAllister empezó a funcionar con claridad; el pensamiento fue paralelo al de ella: ¿Cómo había aparecido aquella armería en una calle de 1941? ¿Cómo había aparecido en aquel mundo fantástico?
¡Algo muy extraño estaba pasando realmente!
Fue el arma lo que llamó su atención. Era una cosa pequeña, con forma de pistola, pero con tres cubos que se proyectaban en un pequeño semicírculo en lo alto de una cámara ligeramente abultada.
Mientras lo miraba, su mente empezó a recuperarse; aquel pequeño instrumento retorcido que brillaba entre los dedos oscuros de la muchacha era tan real como ella misma.
—¡Santo cielo! —exclamó—. ¿Qué clase de arma es ésa? Bájela y tratemos de averiguar qué demonios pasa.
Ella parecía no estar escuchando; bruscamente, él advirtió que su mirada se dirigía a un punto de la pared un poco a su izquierda. Siguió su mirada... a tiempo para ver destellar siete luces blancas en miniatura. ¡Curiosas luces! Quedó brevemente fascinado por el juego de luces y sombras, el crecer y decrecer de un diminuto globo al siguiente, un movimiento infinito de aumentos y reducciones, un efecto increíblemente delicado de reacción instantánea a algún barómetro supersensitivo.
Las luces se fijaron. Su mirada volvió a centrarse en la muchacha. Para su sorpresa, ella estaba retirando el arma. Debía de haber advertido su expresión.
—Está bien —dijo ella fríamente—. Las automáticas están ahora encima de usted. Si nos equivocamos acerca de usted, nos disculparemos. Mientras tanto, si aún está interesado en comprar un arma, me sentiré feliz de mostrarle algunas.
Así que las automáticas estaban sobre él, pensó McAllister irónicamente. No sintió ningún alivio ante tal información. Fueran lo que fuesen las automáticas, no estarían trabajando a su favor; y el hecho de que la muchacha retirara su arma a pesar de su recelo mostraba claramente la eficiencia de sus nuevos perros guardianes.
No podía hacer absolutamente nada más que seguir representando esta farsa cada vez más sombría e inexplicable. O estaba loco, o ya no se encontraba en la Tierra, al menos no en la Tierra de 1941..., lo que resultaba completamente absurdo.
Tendría que salir de este lugar, naturalmente. Mientras tanto, la muchacha suponía que un hombre que entraba en esta tienda, bajo circunstancias normales, era para comprar un arma.
Le sorprendió pensar que, de todas las cosas que podía imaginar, lo que más quería era ver una de aquellas extrañas armas. Había implicaciones de cosas increíbles en la forma misma de los instrumentos.
—Sí —dijo en voz alta—. Naturalmente, enséñemelas. 
Se le ocurrió otra cosa.
—Sin duda su padre está en alguna parte haciendo alguna especie de estudio sobre mí —añadió.
La mujer no hizo ningún movimiento por dirigirle a ninguna parte. Sus ojos eran oscuras lagunas de asombro que le miraban.
—Puede que no se dé cuenta —dijo por fin, lentamente—, pero ya ha revuelto todas nuestras cosas. Las luces de las automáticas deberían haberse apagado en el momento en que mi padre pulsó los botones, como hizo cuando le llamé. ¡Y no lo hicieron! Esto es antinatural. Es muy extraño.


»Y sin embargo… —frunció el ceño—, si fuera usted uno de ellos, ¿cómo podría haber atravesado esa puerta? ¿Es posible que sus científicos hayan descubierto seres humanos que no afecten las energías sensitivas, y que sea usted uno de los muchos enviados como experimento para determinar si podía ganarse la entrada o no?
»Sin embargo, eso tampoco tiene lógica.
»Si tuvieran una sola esperanza de tener éxito, no se arriesgarían tan a la ligera confiando sólo en el factor sorpresa. Al contrario, sería la avanzadilla de un ataque a gran escala. Ella es despiadada, brillante; y anhela todo el poder durante su vida gracias a pobres peones como usted, que no tienen más sentido que adorar su sorprendente belleza y el esplendor de la corte imperial.
La muchacha hizo una pausa con una leve sonrisa.
—Ya estoy haciendo otra vez un discurso político. Pero puede ver que al menos hay unas cuantas razones por las que debemos tener cuidado con usted.
Había una silla en un rincón; McAllister se dirigió hacia ella. Su mente estaba más tranquila, más fría.
—Mire —empezó a decir—. No sé de lo que está hablando. Ni siquiera sé cómo he llegado a esta tienda. Estoy de acuerdo con usted en que todo este asunto requiere una explicación, pero lo veo de modo diferente. En realidad...
Se interrumpió. Estaba medio sentándose en la silla, pero se enderezó como un viejo. Sus ojos se fijaron en el letrero que brillaba sobre una vitrina llena de armas.
—¿Eso es... un calendario? —preguntó roncamente.
Ella siguió su mirada, sorprendida.
—Sí. Estamos a tres de junio. ¿Qué pasa?
—No me refiero a eso. Me refiero... —Se recuperó haciendo un esfuerzo terrible—. Me refiero a esos números que hay encima... Quiero decir, ¿en qué año estamos?
La muchacha parecía sorprendida. Empezó a decir algo, se interrumpió y retrocedió.
—¡No ponga esa cara! No hay ningún error. Estamos en el año cuatro mil setecientos ochenta y cuatro de la casa imperial de Isher. Todo está bien.
No sentía ningún sentimiento de realidad. Se sentó deliberadamente, y se preguntó conscientemente cómo debería sentirse.
Ni siquiera la sorpresa vino en su ayuda. Simplemente, todo el cúmulo de sucesos empezó a adquirir una especie de lógica distorsionada.
Los edificios superpuestos sobre aquellas dos tiendas de 1941; la manera en que había actuado la puerta; el gran cartel exterior con su extraña ligazón de la libertad con el derecho a comprar armas; las armas que estaban en la vitrina; ¡las mejores armas del universo conocido!
Se dio cuenta de que habían pasado varios minutos mientras permanecía allí sentado, pensando en silencio. Y que la muchacha hablaba con mucha seriedad con un hombre alto y de pelo gris, que se encontraba en el umbral de una puerta abierta por la que había aparecido.
Había una tensión extraña y forzada en la forma en que hablaban. Sus palabras, pronunciadas en voz baja, sonaban en sus oídos como un curioso murmullo, extrañamente incómodo. McAllister no pudo analizar el significado de aquellas palabras hasta que la muchacha se dio la vuelta y le dijo con voz ensombrecida por la urgencia:
—¡Señor McAllister, mi padre quiere saber de qué año viene usted!
El sentido de la frase quedó oscurecido por aquella sensación de urgencia.
—¡Oh! —dijo McAllister—. ¿Insinúa que es responsable de...? ¿Y cómo demonios sabía mi nombre?
El viejo sacudió la cabeza.
—No, no somos responsables —empezó a hablar más rápidamente, pero su voz no perdió su tono grave—. No hay tiempo para explicaciones. Ha sucedido lo que los fabricantes de armas hemos temido durante generaciones: Que tarde o temprano apareciera alguien que ansiara un poder ilimitado y que, para perpetuar la tiranía, intentara destruirnos a toda costa.
»Su presencia aquí es una manifestación de la energía que ella ha vuelto contra nosotros, algo tan nuevo que ni siquiera sospechábamos que estaba siendo usado en contra nuestra. Pero ahora no tengo tiempo que perder. Dale toda la información que puedas, Lystra, y adviértele del peligro personal que corre.
El hombre se dio la vuelta. La puerta se cerró sin hacer ningún ruido tras su alta figura.
—¿Qué quiso decir? —preguntó McAllister—. ¿Peligro personal? 
Vio que los ojos marrones de la muchacha le observaban intranquilos.
—Es difícil de explicar —empezó a decir con incomodidad—. Antes que nada, acérquese a la ventana e intentaré aclarárselo todo. Supongo que todo esto es muy confuso para usted.
McAllister inspiró profundamente.
—Al menos estamos llegando a algo.
Su intranquilidad había desaparecido. El viejo parecía saber qué pasaba; eso significaba que no habría dificultades para devolverle a casa. Y en cuanto al peligro que corría el gremio de fabricantes de armas, aquel era problema de ellos, no suyo. Mientras tanto...
Dio un paso hacia adelante, acercándose a la muchacha. Pero para su sorpresa, ella se retiró como si la hubiera golpeado.
Mientras la miraba de arriba abajo, ella se dio la vuelta y se rió sin humor, insegura. Finalmente, suspiró.
—No crea que me estoy comportando como una tonta, no se ofenda..., pero por su propio bien no toque a ningún cuerpo humano con el que pueda entrar en contacto.
McAllister sintió un escalofrío. Notó con repentina agonía que la expresión de inquietud que se reflejaba en la cara de la muchacha era... ¡miedo!
Su propio temor retrocedió ante la impaciencia. Se controló con un gran esfuerzo.
—Mire —empezó a decir—. Quiero aclarar las cosas. Podemos hablar aquí sin peligro, suponiendo que no la toque ni me acerque a usted, ¿no es así?
Ella asintió.
—El suelo, las paredes, todos los muebles, en realidad la tienda entera están hechos de material no conductor.
McAllister tuvo la sensación de que estaba haciendo equilibrios sobre una cuerda floja suspendida sobre un abismo sin fondo. La manera en que esta muchacha hablaba del peligro sin aclarar de qué peligro se trataba, casi le petrificaba.
Se obligó a calmarse.
—Empecemos por el principio —dijo—. ¿Cómo sabían su padre y usted cuál era mi nombre y que no era... —Hizo una pausa antes de pronunciar la extraña frase— de este tiempo?
—Mi padre le observó con rayos X —contestó la muchacha, su voz estaba tan tensa como su cuerpo—. Observó con rayos X el contenido de sus bolsillos. Así fue cómo supimos lo que pasaba. Verá, los rayos X se convirtieron en conductor de la misma energía con la que usted está cargado. Ése era el tema; por eso las automáticas no funcionaron con usted y...


—¡Espere  un  momento!  —dijo  McAllister;  la  cabeza  le  daba  vueltas—. ¿Cargado de energía? 
La muchacha le miró.
—¿No comprende? —jadeó—. Ha recorrido usted cinco mil años, y de todas las energías del universo, ésa es la más potente. Está usted cargado con trillones y trillones de unidades de tiempo-energía. Si sale de esta tienda, volará esta ciudad de los Isher y medio centenar de kilómetros a la redonda.
»Usted... ¡podría destruir la Tierra!
McAllister no había advertido el espejo antes; era curioso, porque era bastante grande, medía por lo menos tres metros, y estaba delante de él en la pared que un minuto antes (podría haberlo jurado), había sido de sólido metal.
—Mírese —decía la muchacha suavemente—. No hay nada tan seguro como la imagen de uno mismo. La verdad es que su cuerpo está aceptando muy bien el shock mental.
¡Desde luego! Miró sorprendido su propia imagen. La cara delgada que le miraba a su vez estaba pálida, pero el cuerpo no temblaba como había sugerido el remolino de su mente.
Nuevamente cobró conciencia de la presencia de la muchacha. Ésta se encontraba de pie con un dedo sobre uno de los interruptores de la pared. Bruscamente, se sintió mejor.
—Gracias —dijo suavemente—. La verdad es que lo necesitaba.
Ella sonrió animosamente; y él pudo sorprenderse ahora por su conflictiva personalidad. Por un lado, ella había sido completamente incapaz de explicar con palabras por qué estaba él en peligro unos minutos antes; sin embargo, era obvio que su acción con el espejo mostraba una aguda comprensión de la psicología humana.
—El problema ahora es —dijo él—, según su punto de vista llegar hasta esa mujer Isher y devolverme a 1941 antes de que vuele en pedazos la Tierra de... este año, sea cual sea.
La muchacha asintió.
—Mi padre dice que puede enviársele de vuelta, pero por el momento... ¡observe!
Él no tuvo tiempo para sentir alivio al saber que podría regresar a su propia época. Ella pulsó otro botón. Instantáneamente, el espejo desapareció en la pared metálica. Otro botón chasqueó y la pared se desvaneció.
Se desvaneció literalmente. Ante él se extendía un parque similar a aquel que había visto a través de la puerta delantera. Era claramente una extensión del mismo paisaje. Había árboles, y flores y hierba verde bajo el sol.
También podía ver la ciudad, más cerca desde este lado, pero no tan hermosa, inconmensurablemente más sombría.
Un enorme edificio, igual de ancho que largo, masivamente oscuro contra el cielo, dominaba todo el horizonte. Medía un cuarto de kilómetro largo, y aunque parecía increíble, tenía por lo menos la misma altura.
Ni en aquel monstruoso edificio ni en el parque había ninguna persona visible. Todo mostraba la evidencia de la dinámica labor del hombre, pero no había ningún hombre, ningún movimiento; incluso los árboles se alzaban inmóviles en aquel día extrañamente plácido y luminoso.
—¡Mire! —repitió la muchacha, más suavemente.
Esta vez no hubo ningún clic. Hizo un ajuste en uno de los botones y de repente la visión dejó de ser clara. No era que el cielo hubiera perdido su intensidad. No era ni siquiera que el cristal fuera visible donde un momento antes no había habido nada.
Seguía sin haber ninguna sustancia aparente entre ellos y aquel brillante parque.
Pero...
¡El parque ya no estaba desierto!
Docenas de hombres y máquinas pululaban por él. McAllister lo observó completamente sorprendido; y entonces la sensación de ilusión se desvaneció, y la oscura amenaza de aquellos hombres caló en él y su emoción se tornó en desmayo.
—Vaya —dijo por fin—. Esos hombres son soldados, y las máquinas son...
—¡Cañones de energía! —dijo ella—. Ése ha sido siempre su problema: Cómo hacer que sus armas se acerquen lo suficiente a nuestras tiendas para destruirnos. No es que los rifles no sean poderosos desde una gran distancia. Incluso los rifles que nosotros vendemos pueden matar a la vida sin protección a kilómetros de distancia; pero nuestras armerías están tan densamente fortificadas que, para destruirnos, ellos deben usar sus cañones más grandes en un blanco cercano.
»En el pasado, nunca pudieron hacerlo porque el parque era nuestro; y nuestro sistema de alarma era perfecto..., hasta ahora. La nueva energía que están usando no afecta a ninguno de nuestros instrumentos protectores; y, lo que es infinitamente peor, les permite un escudo perfecto contra nuestras propias armas. La invisibilidad, por supuesto, se conoce desde hace mucho; pero si no hubiera venido usted, habríamos sido destruidos sin que nunca supiéramos siquiera qué había pasado.
—Pero... —exclamó McAllister bruscamente—, ¿qué van a hacer ustedes? Aún están ahí afuera trabajando.
Los ojos marrones de la muchacha ardieron con una fiera llama amarilla.
—¿Dónde cree que está mi padre? Ha avisado al gremio; y todos los miembros han descubierto ahora que unos cañones invisibles similares a éstos han sido emplazados fuera de este lugar por hombres invisibles. Todos los miembros están trabajando a toda velocidad para encontrar una solución. No la han descubierto aún. Pensé que debería decírselo —acabó diciendo con suavidad.
McAllister se aclaró la garganta, abrió la boca para hablar... y entonces la cerró cuando se dio cuenta de que no encontraba palabras. Fascinado, observó a los soldados conectando lo que tendrían que haber sido cables invisibles que conducían al enorme edificio del fondo; gruesos cables que mostraban la titánica energía que iba a ser liberada sobre la pequeña armería.
La verdad era que no había nada que decir. La terrible realidad del exterior ensombrecía todas las frases posibles. De todas las personas que allí había, él era el más inútil, su opinión la menos valiosa.
Tuvo que haber dicho algo en voz alta sin darse cuenta ya que la voz familiar del padre de la muchacha sonó a su lado.


—Está usted muy equivocado, McAllister —dijo—. De todas las personas que hay aquí es usted la más valiosa. Gracias a usted hemos descubierto que los Isher nos estaban atacando. Es más, nuestros enemigos desconocen su existencia, por lo tanto no se han dado cuenta aún del posible efecto producido por la nueva energía camufladora que han utilizado.
»Usted, por tanto, constituye el factor desconocido, nuestra única esperanza, pues nos queda muy poco tiempo. ¡A menos que podamos hacer uso inmediato de la incógnita que usted representa, todo estará perdido!
El hombre parecía más viejo, pensó McAllister. Su cara delgada y lívida mostraba profundas arrugas mientras se volvía hacia su hija, y su voz, cuando habló, sonó ronca.
—¡Lystra, número siete!
Mientras los dedos de la muchacha pulsaban el séptimo botón, su padre lo explicó rápidamente a McAllister.
—El consejo supremo del gremio va a tener una sesión de emergencia inmediatamente. Debemos elegir el método más apropiado para enfrentarnos al problema y concentrarnos individual y colectivamente en ese método. Las conversaciones regionales ya están en progreso, pero sólo una idea importante ha sido llevada a cabo todavía... ¡ah, caballeros!
Habló a alguien más allá de McAllister, que se volvió con un respingo y luego se quedó inmóvil.
Unos hombres salieron de la sólida pared, con facilidad, como si estuvieran atravesando el umbral de una puerta. Uno, dos, tres... doce.
Los hombres tenían la cara seria, todos excepto uno que miró a McAllister, reemprendió la marcha y luego se detuvo con una sonrisa medio divertida.
—No ponga esa cara. ¿Cómo cree que podríamos haber sobrevivido todos estos años si no hubiésemos podido trasladar objetos materiales a través del espacio? La policía de Isher sólo ha conseguido bloquear nuestras fuentes de suministro. Por cierto, mi nombre es Cadron, Peter Cadron.
McAllister asintió de modo mecánico. Ya no estaba impresionado por la nuevas máquinas. Aquí había interminables productos de la edad de las máquinas; la ciencia y los inventos eran tan avanzados que los hombres apenas hacían un solo movimiento que no implicara a una máquina. Se dio cuenta de que un hombre de aspecto solemne que tenía al lado estaba a punto de hablar.
—Estamos reunidos aquí porque está claro que la fuente de la nueva energía es el gran edificio que está ahí fuera...
Se acercó a la pared donde sólo unos minutos antes había estado el espejo y la ventana a través de la cual McAllister había visto el edificio en cuestión.
—Hemos sabido —continuó diciendo el hombre—, desde que ese edificio fue terminado hace cinco años, que era un edificio de energía preparado en contra nuestra; y ahora una nueva energía ha surgido de él para englobar al mundo, una energía inmensamente potente, tan fuerte que rompió la misma tensión del tiempo, afortunadamente sólo en las inmediaciones de esta armería. Aparentemente se debilita cuando se la transmite a través de la distancia...
—¡Mira, Dresley! —interrumpió un hombre delgado y pequeño—, ¿qué sentido tiene todo este preámbulo? Has estado examinando los distintos planes sugeridos por los grupos regionales. ¿Hay o no uno decente entre ellos?
Dresley dudó. Para sorpresa de McAllister, los ojos del hombre se posaron dubitativamente sobre él. Su pesada cara se arrugó por un instante, luego se endureció.
—Sí, hay un método, sólo podemos obligar a nuestro amigo del pasado a que acepte correr un gran riesgo. Todos saben a lo que me refiero. Nos hará ganar el tiempo que necesitamos tan desesperadamente.
—¡Eh! —dijo McAllister, y se quedó de una pieza cuando todos los ojos se volvieron a mirarle.
Los segundos volaron; y McAllister sintió que volvía a necesitar el espejo, para convencerse de que su cuerpo proporcionaba un buen frente. Algo, pensó, algo que le diese confianza en sí mismo.
Paseó la mirada por las caras de aquellos hombres. Los fabricantes de armas componían un modelo confuso y curioso por la manera en que se sentaban, o estaban de pie, o se apoyaban contra las vitrinas rebosantes de brillantes armas; y parecía haber menos de los que había contado previamente. Uno, dos... diez, incluyendo a la muchacha. Podría haber jurado que había catorce.
Sus ojos siguieron moviéndose, justo a tiempo para ver que la puerta de la habitación trasera se cerraba. Cuatro de los hombres habían ido al laboratorio o a lo que fuera que hubiese más allá de aquella puerta. Satisfecho, los olvidó.
Sin embargo, seguía sintiéndose incómodo; y durante un breve instante la maravilla mecánica de esta tienda volvió a captar la atención de sus ojos. Aquí, en este enorme mundo futuro, una tienda era una intrincada máquina en sí misma, y...
Se dio cuenta de que estaba encendiendo un cigarrillo; y bruscamente advirtió que eso era lo que más necesitaba. La primera calada se extendió deliciosamente por sus nervios. Su mente se relajó; sus ojos recorrieron pensativos los rostros que tenía ante él.
—No comprendo cómo pueden ustedes pensar siquiera en obligarme —dijo—. Según ustedes, estoy cargado de energía. Puede que me equivoque, pero si alguno de ustedes intentase empujarme de vuelta, o incluso tocarme, esa energía que hay en mí lo devastaría todo.
—¡Tiene toda la razón! —exclamó un joven, que se volvió irritado hacia Dresley—. ¿Cómo demonios has podido meter la pata de esa forma? Sabes que McAllister tendrá que hacer lo que queremos para salvarse; ¡y tendrá que hacerlo rápido!
Dresley gruñó ante este brusco ataque.
—Demonios —dijo—, la verdad es que no tenemos tiempo que perder, y pensé que no había tiempo de explicaciones y que podría asustarse fácilmente. Veo, sin embargo, que estamos tratando con un hombre inteligente.
Los ojos de McAllister escrutaron al grupo. Había algo extraño allí. Estaban hablando demasiado, perdiendo el tiempo que necesitaban, como si paradójicamente lo estuvieran ganando, esperando que sucediera algo.

—No me dé coba diciendo que soy inteligente —dijo bruscamente—. Están ustedes sudando sangre. Serían capaces de matar a su abuela y echarme la culpa porque el mundo que creen justo está en peligro. ¿Cuál es ese plan en el que quieren obligarme a tomar parte?
Fue el joven el que replicó.
—Vamos a darle ropas aislantes y devolverle a su propia época...
Hizo una pausa.
—Hasta ahora eso parece magnífico —dijo McAllister—. ¿Dónde está la trampa?
—¡No hay ninguna trampa! 
McAllister le miró.
—Escuche, basta ya. Si es así de simple, ¿cómo demonios voy a ayudarles contra la energía de Isher?
El joven se volvió hacia Dresley con el ceño fruncido.
—Ya ves —le dijo al otro—. Le ha hecho sospechar al hablar de obligaciones. 
Se volvió de nuevo hacia McAllister.
—Lo que tenemos en mente es la aplicación de una especie de palanca de energía y del principio del punto de apoyo. Tiene que hacer usted de "peso" en el extremo más largo de una especie de "palanca" energética, que levante el "peso" mayor en el extremo más corto. Retrocederá cinco mil años en el tiempo; la máquina con la que está sincronizada su cuerpo, y que ha causado todo este problema, se moverá adelante en el tiempo unas dos semanas.
—De esa manera —interrumpió otro hombre antes de que McAllister pudiera hablar—, tendremos tiempo de encontrar un contraagente. Tiene que haber una solución, o de otro modo nuestros enemigos no habrían actuado tan en secreto. Bien, ¿qué piensa?
McAllister se acercó lentamente a la silla que había ocupado con anterioridad. Su mente giraba a toda velocidad, furiosamente, pero sabía con toda seguridad que no tenía ni una fracción del necesario conocimiento técnico para salvaguardar sus intereses.
—Tal como yo lo veo —dijo lentamente—, se supone que tiene que funcionar como una especie de manivela. El principio de la palanca, la vieja idea de que si uno posee una palanca suficientemente grande y un punto de apoyo adecuado, podrá mover el mundo.
—¡Exactamente! —Fue Dresley quien habló—. Sólo que esto funciona con el tiempo. Usted viaja cinco mil años y el edificio unas pocas sema...
Su voz se apagó, y su ansiedad le abandonó al ver la expresión de la cara de McAllister.
—¡Mire! —dijo McAllister—, no hay nada más penoso que un puñado de hombres honestos envueltos en su primera acción deshonesta. Son ustedes hombres fuertes, intelectuales, que se han pasado la vida apoyando un ideal. Siempre se han dicho que si la ocasión lo requiriese, no dudarían en hacer un sacrificio drástico. Pero no están engañando a nadie. ¿Cuál es el problema?
Fue bastante sorprendente ver que le arrojaban el traje. No se había dado cuenta de que los hombres habían salido de la habitación trasera; sufrió una especie de shock al advertir que habían ido en realidad en busca de trajes aislantes antes de que pudieran saber que los usaría.
McAllister miró sombríamente a Peter Cadron, que le tendía aquella cosa grisácea y flexible. Sintió que una llamarada de furia le invadía, pero antes de que pudiera hablar, Cadron dijo con voz tensa:
—¡Póngase esto, rápido! ¡Es cuestión de segundos! Cuando esas armas de ahí fuera empiecen a disparar energía, no querrá estar vivo para discutir sobre nuestra honestidad.
Siguió dudando; la habitación parecía insoportablemente caliente; y se sentía enfermo, enfermo de inseguridad. El sudor inundaba sus mejillas. Su mirada frenética se posó en la muchacha, que permanecía al fondo en silencio, junto a la puerta delantera.
Se dirigió hacia ella; y su mirada o su presencia resultó increíblemente asustadiza, pues ella retrocedió y se puso blanca como una sábana.
—¡Mire! ¡Estoy metido en esto hasta el cuello! ¿Cuál es el riesgo? Tengo la impresión de que existe alguna oportunidad. Dígame, ¿cuál es el problema?
La muchacha estaba ahora gris, casi tan gris y sombría como el traje que sostenía Peter Cadron.
—Es la fricción —murmuró por fin—. Puede que no llegue a 1941. Verá, será usted una especie de "peso" y...
McAllister se apartó de ella. Se colocó el traje encima de sus ropas.
—Me está un poco estrecho en la cabeza, ¿no?
—¡Sí! —Fue el padre de Lystra quien habló—. En cuanto pulse ese interruptor, el traje se volverá completamente invisible. Los de fuera creerán que lleva usted sólo sus ropas normales. El traje está completamente equipado. Podría vivir en la superficie de la Luna con él.
—Lo que no comprendo es por qué tengo que llevarlo. Llegué aquí sin necesidad de él.
Frunció el ceño. Sus palabras habían sido automáticas, pero la idea se le ocurrió bruscamente.
—Esperen un momento. ¿Qué pasa con la energía de la que estoy cargado cuando estoy dentro de este traje aislante?
Vio que la expresión de los que le rodeaban se envaraba cuando abordó el tema.
—¡De modo que es eso! —exclamó—. El aislamiento tiene como fin evitar que pierda esa energía. Es así como puedo hacer de "peso". No tengo duda de que hay una conexión entre este traje y esa otra máquina. Bien, no es demasiado tarde. Voy a...
Con un movimiento desesperado, trató de hacerse a un lado para evitar las manos de los cuatro hombres que saltaron hacia él. ¡Movimiento vano! Lo capturaron instantáneamente y lo sujetaron con una fuerza que no pudo vencer.
Los dedos de Peter Cadron pulsaron el interruptor.
—Lo siento —dijo Cadron—, pero cuando entramos en esa habitación de atrás, también nos vestimos con trajes aislantes. Por eso no pudo lastimarnos. Lo siento nuevamente. Y recuerde esto: No existe la certeza de que vaya a ser sacrificado. El hecho de que no haya ningún cráter en nuestra Tierra demuestra que usted no explotó en el pasado, y que resolvió el problema de alguna manera. Ahora, que alguien abra la puerta, ¡rápido!
Le llevaron irremediablemente hacia adelante. Y entonces...
—¡Esperen!
Era la muchacha. El color gris de su cara se volvía lívido. Sus ojos brillaban como joyas oscuras; y en sus dedos se encontraba la pistola resplandeciente con la que había apuntado a McAllister al principio.


El grupito que sujetaba a McAllister se detuvo como si los hubieran golpeado. Éste apenas se dio cuenta; para él sólo existía la muchacha, y la forma en que los músculos de sus labios actuaban y la manera en que súbitamente estalló su voz.
—¡Esto es completamente indigno! ¿Tan cobardes somos? ¿Es posible que el espíritu de la libertad pueda sobrevivir solamente a través de un asesinato y un burdo desafío a los derechos del individuo? ¡Yo digo que no! El señor McAllister debe tener la protección del tratamiento hipnótico, aunque todos muramos durante los minutos perdidos.
—¡Lystra! —Era su padre.
McAllister se dio cuenta por el rápido movimiento del anciano que poseía una mente muy brillante, y que comprendía todos los matices de la situación.
Dio un paso hacia adelante y le quitó a su hija el arma de las manos. Era el único hombre en la habitación, pensó McAllister, que se atrevía a acercarse a ella en aquel momento con la certeza de que no dispararía, pues la histeria aparecía en todas las arrugas de su cara, y las lágrimas que la siguieron mostraban lo peligrosamente cerca que había estado de ponerse en contra de los otros.
Lo extraño es que en ningún momento había sentido esperanza. Toda la acción parecía completamente disociada de su vida y de sus pensamientos; solamente observaba. Se quedó allí plantado durante lo que pareció una eternidad y, luego, por fin, le invadió una sensación; fue una sensación de sorpresa porque no le empujaban a su perdición. Con la sorpresa acudió la consciencia de que Peter Cadron había soltado su arma y se acercaba a él.
Los ojos del hombre estaban tranquilos, y mantenía la cabeza orgullosamente alta.
—Mi hija tiene razón, señor —dijo—. En este punto nos elevamos sobre nuestros débiles temores y le decimos a este infeliz: ¡Tenga coraje! ¡No será olvidado! No podemos garantizarle nada, ni siquiera podemos decirle exactamente qué le sucederá. Pero le decimos que si está en nuestro poder ayudarle, tendrá nuestra ayuda. Y ahora... debemos protegerle de las enormes presiones psicológicas que de otra manera le destruirían, simple pero efectivamente.
Pero ya era demasiado tarde, McAllister advirtió que los otros habían vuelto la cara de aquella extraordinaria pared, la pared que ya había mostrado tanta versatilidad. Ni siquiera pudo ver quién pulsó el botón activador que provocó lo que luego sucedió.
Hubo un destello de luz cegadora. Durante un instante sintió como si su mente hubiera sido desnudada; y contra aquella desnudez la voz de Peter Cadron presionaba como una marca indeleble:
—Para conservar su autocontrol y su cordura, ésta es su esperanza: ¡Esto es lo que hará a pesar de todo! Y, por su bien, hable de su experiencia sólo a los científicos o aquellos que estén al mando y que usted crea que lo comprenderán y ayudarán. ¡Buena suerte!
El efecto de aquel breve destello permaneció tan fuerte que sólo sintió vagamente el contacto de sus manos sobre él, empujándole. Tuvo que haberse caído, pero no sentía ningún dolor.
Se dio cuenta de que estaba tendido en la acera. La voz profunda y familiar del inspector Clayton tronó sobre él.
—¡Despejen la zona, nada de multitudes ahora!
McAllister se puso en pie. Un puñado de caras curiosas le observaban, y no había ningún parque, ninguna ciudad de ensueño. En cambio, una hilera de tiendas de un solo piso se extendía monótonamente a los dos lados de la calle.
Tenía que marcharse de allí. Esta gente no comprendería. En algún lugar de la Tierra tenía que haber un científico que pudiera ayudarle. Después de todo, no había explotado. Por tanto, en algún lugar, de alguna manera...
Murmuró las respuestas a las preguntas que le asediaban; y entonces la multitud le dejó en paz. Siguieron minutos indeterminados de penosa caminata; las calles se hacían más estrechas, más sucias.
Se detuvo, sorprendido. ¿Qué estaba pasando?
Era de noche en una ciudad resplandeciente. Estaba en una avenida que se extendía como una joya hasta muy lejos.
Una calle que vivía, ardiendo con una suave luz que manaba de su superficie, un camino de luz, como un río fluyendo bajo un sol que no iluminaba nada más, recto y suave y...
Siguió caminando durante unos minutos en los que no comprendió nada, observando los coches que corrían a su lado, ¡y entonces sintió una salvaje esperanza!
¿Estaba de nuevo en la era de los Isher y de los fabricantes de armas? Podría ser; eso parecía, lo que significaba que le habían traído de vuelta. Después de todo, no eran malvados, y le salvarían si pudieran. Por lo que sabía, habían pasado semanas en su tiempo y...
Bruscamente, se encontró en el centro de una cegadora tormenta de nieve. Retrocedió ante el primer golpe de viento, poderoso e inesperado, y luego, abrazándose a sí mismo, luchó para calmarse física y mentalmente.
La maravillosa ciudad nocturna había desaparecido; lo mismo había sucedido con la carretera brillante; todo se había desvanecido, transformándose en este mundo mortal y salvaje.
Escrutó la nieve. Era de día; y pudo divisar las oscuras sombras de los árboles que se alzaban a través de la bruma blanca de la tormenta, a menos de treinta metros de distancia.
Instintivamente, se dirigió a aquel refugio, y salió finalmente de aquel viento presionante.
"Un minuto en el distante futuro —pensó—. Al siguiente… ¿dónde?".
Ciertamente no había ninguna ciudad. Sólo árboles, un bosque deshabitado e invierno...
La tormenta desapareció. Y los árboles. Se encontraba en una playa arenosa; ante él se extendía el mar azul que se alzaba sobre unos edificios blancos devastados. Alrededor, esparcidos muy lejos en aquel mar encantador, muy lejos en las colinas recubiertas de hierba, se encontraban los restos de lo que una vez había sido una ciudad enorme. Un aura de increíble edad flotaba por todas partes. Y el silencio de lo muerto sólo era roto por el suave e intemporal rumor de las olas.
Una vez más hubo un cambio inesperado. Más preparado esta vez, se hundió dos veces bajo la superficie del vasto y rápido río, que le llevaba de un lado a otro. Era difícil nadar, pero el traje aislante funcionaba bien con el aire que creaba a cada segundo que pasaba; después de un momento, empezó a dirigirse hacia la orilla poblada de árboles que tenía a un centenar de metros a la derecha.
Le asaltó un pensamiento y dejó de nadar. "¿Qué sentido tiene?".
La verdad era tan sencilla como terrible. Estaba siendo balanceado del pasado al futuro; era el "peso" en el largo extremo de un columpio de energía; y de alguna manera cada vez se deslizaba más lejos. Sólo aquello podía explicar los catastróficos cambios de los que ya había sido testigo. Dentro de un minuto experimentaría otro cambio y...
¡Sucedió! Se encontraba boca abajo sobre la verde hierba, pero no sentía curiosidad ninguna. No alzó la vista, sino que se quedó así hora tras hora mientras el columpio continuaba meciéndose: Pasado... futuro... pasado... futuro...
Sin duda, los fabricantes de armas habían ganado su respeto: Pues al final de este mareante tiovivo estaba la máquina que había sido usada por los soldados de Isher como fuerza activadora; también se tambaleaba arriba y abajo en un loco vaivén.
La promesa de los fabricantes de ayudarle era ahora vana, pues no podían saber lo que había sucedido. No podrían encontrarle en este laberinto del tiempo.
La ley mecánica de que las fuerzas deben equilibrarse continuaba.
En algún lugar, en algún momento del tiempo, se alcanzaría el equilibrio, probablemente en el futuro, porque aún seguía el hecho de que no había explotado en el pasado. Sí, en algún lugar se conseguiría el equilibrio cuando encarara una vez más ese problema, pero ahora...
El balancín continuó y continuó; el mundo, por un lado, era joven y brillante, y por otro sombrío y viejo.
El infinito se extendía ante él.
De repente pensó que sabía dónde se detendría el columpio. Acabaría en el pasado remoto, con la liberación de la inmensa energía temporal que había estado acumulando con cada uno de aquellos monstruosos vaivenes.
No sería el testigo, sino la causa de la formación de los planetas.


FIN

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