2025/03/03

La corredora de cintas (Pamela Sargent)


Título original: Strip-Runner
Año: 1989



Los tres niños alcanzaron a Amy justo cuando llegaba a las cintas transportadoras.
—Barone-Stein —le gritó uno de los niños.
Ella no reconoció a ninguno de ellos, pero era obvio que los niños sabían quién era ella.
—Queremos una carrera —le dijo el más pequeño, hablando en voz baja para que las personas que pasaban no pudieran oír el reto—. Puedes ir delante y escoger el recorrido.
—Hecho —respondió ella rápidamente—. C-254, intersección del camino local de Riverdale.
Los niños fruncieron el entrecejo. Quizás habían esperado una carrera más larga. Parecían muy jóvenes; el más alto de ellos no podía tener más de once años. Amy se inclinó y enrolló un poco los bajos de sus pantalones. Podía vencerlos a todos antes de que llegaran al destino que ella había nombrado.
Pasó más gente que subió a la cinta más cercana. Las bandas móviles de color gris que se extendían infinitamente a ambos lados de ella, desplazaban su cargamento humano por toda la ciudad. La cinta que tenía más cerca se movía en aquel momento a poco más de tres kilómetros por hora; la mayoría de los pasajeros que entonces transportaba eran ancianos o niños pequeños que practicaban unos pasos de baile donde no había sitio. Junto a aquella, otra cinta avanzaba a más de cinco kilómetros por hora; a lo lejos, en las cintas más veloces, los pasajeros no eran más que un borroso conjunto colorido. Todas las cintas transportaban una corriente regular de personas pero la hora punta no comenzaría hasta al cabo de dos horas. Los niños la habían desafiado durante un período tranquilo del día, lo que significaba que no estaban demasiado seguros de sí mismos; no querían arriesgarse a correr entre una multitud de viajeros.
—Vamos —dijo Amy.
Subió a la cinta y los niños hicieron lo mismo detrás de ella. Más adelante, la gente se estaba cambiando a la cinta contigua, avanzando lentamente hacia la más rápida que corría junto a la plataforma del camino local. Los anuncios brillaban alrededor de Amy con su luz fosforescente, constante, ofreciendo ropa, las últimas películas-libro, bebidas exóticas y otro drama hiperonda más sobre las aventuras de un Viajero del Espacio en la Tierra. Por encima de su cabeza, luces zigzagueantes y flechas luminosas destellaban constantemente mostrando las diferentes direcciones a los millones de ciudadanos: POR AQUÍ, A LAS SECCIONES DE JERSEY; SIGA LA FLECHA HACIA LONG ISLAND. El ruido era constante. Las voces aumentaban y disminuían a su alrededor mientras la cinta zumbaba suavemente debajo de sus pies; podía oír débilmente el silbido del camino local.
Amy avanzó caminando por la cinta, pasó corriendo junto a un grupo de gente y cruzó hasta la siguiente, flexionando un poco las rodillas para absorber el incremento de velocidad. No miró hacia atrás porque sabía que los niños continuaban tras ella. Respiró profundamente, pasó rápidamente hasta la cinta siguiente, corrió por ella hacia los pasajeros que se encontraban más adelante, y luego saltó a la cuarta cinta. Giró en redondo, saltó nuevamente a la tercera cinta, y luego cruzó tres cintas en rápida sucesión.
Correr por las bandas móviles era muy parecido a una danza. Mantuvo el ritmo mientras brincaba hacia la derecha, se inclinaba al viento, y luego saltaba a la cinta más lenta que tenía a la izquierda. Amy sonrió mientras un hombre meneaba la cabeza, mirándola. El estilo tímido de la mayoría de los pasajeros no estaba hecho para ella. Otros, que no se atrevían a aceptar la libertad que ofrecían las bandas grises, se contentaban con ser una parte de la corriente canalizada. Parecían sordos a la música de las cintas y a la canción que la llamaba a ella.
Amy miró hacia atrás; ya había perdido a uno de los niños. Avanzó hasta el borde izquierdo de la banda, hizo una finta y luego saltó hacia la derecha, pasó a toda velocidad junto a una sobresaltada mujer, y continuó corriendo de través por las cintas hasta llegar a la más rápida.
Llevaba el brazo izquierdo en alto para protegerse del viento; aquella cinta, al igual que el camino local, avanzaba a casi treinta y ocho kilómetros por hora. El camino local era una plataforma que avanzaba constantemente, con mástiles de abordaje y escudos transparentes colocados a intervalos para proteger del viento a los viajeros. Amy se aferró a un mástil y subió a bordo mediante un balanceo.
Había el espacio justo, suficiente como para que pudiera pasar apretadamente entre los pasajeros. Los dos niños que quedaban la habían seguido hasta el camino local; una mujer masculló enfadada cuando Amy la empujó al pasar junto a ella hacia el otro lado.
Ella saltó a la cinta que estaba más abajo y se desplazaba también a la misma velocidad que el camino local, subió a la plataforma una vez más, y luego volvió a saltar a la cinta. Uno de los niños continuaba con ella, a algunos pasos más atrás. Su compañero debía de haber vacilado un poco, al no esperar que ella volviera a saltar de vuelta a la cinta tan pronto. Un buen corredor de cintas lo habría esperado; ningún corredor permanecía durante mucho rato en un camino local o un camino expreso. Saltó a una cinta más lenta, contó para sí, dio un brinco para caer otra vez sobre la más rápida, volvió a contar, se aferró a un mástil, subió al camino local, empujó a más personas al pasar hacia el lado opuesto, y se lanzó hacia la cinta que estaba más abajo, de espaldas al viento, extendiendo las piernas esparrancadas en el aire. Habitualmente, desdeñaba tales figuras en lo más intenso de una carrera, pero esta vez no pudo resistirse a mostrar sus habilidades.
Aterrizó a aproximadamente un metro por delante de un hombre malcarado.
—¡Críos locos! —gritó—. Debería denunciarlos…
Ella se volvió de cara al viento y cambió a la cinta que tenía a la izquierda, preparándose para absorber el efecto de desaceleración, mientras el hombre enfadado pasaba de largo junto a ella sobre la banda más rápida, y miró hacia atrás. No se veía por ninguna parte al tercer niño entre la corriente de personas que había detrás de ella.
Demasiado fácil, pensó. Los había dejado atrás antes de llegar siquiera a la intersección que llevaba al Sector de Reunión. Continuaría avanzando hacia el punto de destino para que los niños, cuando llegaran a él, pudieran lanzar otro reto si así lo deseaban. Ella dudaba de que fueran a hacerlo; le quedaría tiempo más que suficiente para recorrer el camino de vuelta a casa, después.
Deberían haberlo pensado mejor. No eran unos corredores lo suficientemente buenos como para mantenerse a la altura de Amy Barone-Stein. Ella había dejado por el camino a Kiyoshi Harris, uno de los mejores corredores de cintas de la ciudad, en una carrera de dos horas hasta el final de Brooklyn, y había llegado sola a Queens tras sacudirse de encima a la banda de Bradley Ohaer. Sonrió al recordar cuánto se había enfadado Bradley, al verse vencido por una chica. Pocas eran las jovencitas que corrían por las cintas, y ella era mejor que cualquiera de las otras en aquel juego. Desde hacía ya más de un año, ninguno de aquellos a los que había desafiado, llegó a conseguir vencerla; cuando ella llevaba la delantera, nadie podía seguirle la marcha. Era la mejor chica corredora de cintas de la ciudad de Nueva York, y quizá de todas las ciudades de la Tierra.
No, se dijo mientras atravesaba las cintas hacia la intersección del camino expreso. Ella era simplemente la mejor.
La casa de Amy estaba en la subsección de Kingsbridge. La sensación de triunfo había desaparecido ya para el momento en que llegó al grupo de ascensores que subían hasta su nivel; no sentía mucha ansiedad por llegar a casa. La gente avanzaba en muchedumbres por la calle, entre las paredes metálicas que albergaban a los millones de habitantes. Todas las ciudades de la Tierra eran como Nueva York, lugares en los que las personas habían cavado sus viviendas en la tierra y se habían amurallado en su interior; estaban a salvo dentro de las ciudades, protegidos del vacío del Exterior.
Amy entró a empujones en un ascensor. En él había un grupo de personas que celebraba una boda, el novio vestido con una túnica fruncida y unos pantalones de color oscuro, la novia con un vestido blanco corto y un ramo de flores hechas con papel reciclado entre las manos. Las personas que iban con ellos llevaban botellas y paquetes de raciones claramente destinados a la fiesta. La pareja le sonrió a Amy; ella masculló una felicitación mientras el ascensor se detenía en su nivel.
Apresuró la marcha pasillo abajo hasta que llegó a una enorme puerta de doble hoja con brillantes letras que decían PERSONAL-MUJERES 2H-2N; también había un número para llamar en caso de que alguien perdiera la llave. Amy descorrió la cremallera de su bolsillo y sacó la fina lámina de aluminio, que seguidamente deslizó en el interior de la ranura.
La puerta se abrió. En una antecámara de agradable color rosa, había varias mujeres charlando mientras se peinaban y se aplicaban maquillaje en aerosol ante una pared de espejos. No saludaron a Amy, así que ella no les dijo nada. 


A su padre, al igual que a la mayoría de los hombres, le resultaba asombroso que las mujeres se sintieran libres para hablar las unas con las otras en un lugar semejante. Ningún hombre le dirigía la palabra a otro en los Personales para hombres; incluso el mirar a otro en esos lugares era considerado como algo tremendamente ofensivo. Los hombres nunca se quedaban chismorreando en la antecámara de un Personal, pero las cosas no eran tan liberales allí como su padre suponía. Las mujeres nunca le dirigían la palabra a alguien que claramente demostraba preferir la intimidad, ni saludaban a una nueva residente de subsección hasta que la conocían mejor.
Amy se detuvo ante un espejo y se alisó los cortos rizos oscuros, tras lo cual entró a la zona de los cubículos públicos. Una larga hilera de retretes, con delgadas separaciones pero sin puertas, se alineaba a un lado; una hilera de lavamanos cubría la pared de enfrente.
Una mujer joven se hallaba de rodillas junto a uno de los retretes, donde un niño pequeño estaba sentado en el asiento de aprendizaje; Amy no pudo evitar darse cuenta de que era un varón. Eso estaba permitido hasta que un niño tenía cuatro años, edad suficiente como para ir al Personal de hombres por su cuenta o acompañado del padre, experiencia que tenía que resultar traumática la primera vez. Pensó en lo que tenía que ser para un niño el abandonar la atmósfera más relajada y cálida del Personal de su madre, para ir al de hombres en el que incluso el mirar hacia otra persona era un tabú. Algunos decían que aquella costumbre había surgido a causa de la necesidad de conservar una cierta intimidad en medio de los demás, pero los psicólogos también afirmaban que el tabú tenía su origen en la necesidad del varón de separarse de su madre. No era de extrañar que los hombres actuaran como lo hacían en los Personales. No sólo estarían infringiendo una falta contra la intimidad de los demás si se conducían de otra forma, sino que además demostrarían una inapropiada regresión a la infancia.
Amy mantuvo los ojos bajos, haciendo caso omiso de las otras mujeres y niñas que se hallaban en los retretes, hasta que llegó a una hilera de picos de ducha. Dos mujeres estaban entrando en los cubículos privados del fondo. A la madre de Amy le habían concedido un cubículo privado hacía algunos años, un privilegio que su padre había obtenido para los dos después de un ascenso, pero a Amy no le estaba permitido utilizarlo. Otros padres podrían haberle concedido dicho permiso, pero los suyos eran más estrictos; no querían que su hija se habituara demasiado a gozar de unos privilegios que no había ganado por sí misma.
Se ducharía en aquel momento, y metería la ropa en la ranura de la lavandería para que quedara limpia; el Personal estaría más concurrido después de la cena. Amy suspiró; esa no era la única razón que tenía para demorarse allí. A aquellas alturas su madre habría recibido el mensaje del señor Liang. Amy tenía miedo de ir a casa y enfrentarse con ella.

Del apartamento salían cuatro mujeres cuando ella llegó. Las saludó distraídamente y asintió con la cabeza cuando le preguntaron si le iba bien en el colegio. Aquellas eran las amigas más intelectuales de su madre, las que discutían de sociología y arreglaban entre ellas los problemas políticos de la ciudad antes de pasar a los temas esenciales de las ofertas para estirar las cuotas de ingresos y los consejos para la educación de los niños.
La madre de Amy retrocedió al entrar ella; la puerta se cerró. Amy había llegado hasta el centro de la espaciosa sala de estar antes de que su madre hablara.
—¿Adónde vas, querida?
—Emh…, a mi habitación.
—Creo que será mejor que te sientes. Tenemos algo de lo que hablar.
Amy avanzó hacia uno de los sillones y se sentó. La sala de estar tenía más de cinco metros de largo, y en ella había dos sillones, un sofá pequeño, y una otomana de cuero de imitación. La casa tenía también otras dos habitaciones, y sus padres contaban incluso con un lavamanos en su dormitorio, gracias a los magníficos servicios prestados al Estado por su padre.
—Has tardado más de lo habitual en llegar a casa —comentó la madre, sentándose en el sofá, frente a Amy.
—Tenía que ducharme. Emh… ¿no deberíamos preparamos para ir a cenar? Probablemente papá llegará en cualquier momento.
—Me ha dicho que llegará tarde, así que esta noche no comeremos en la cocina de la sección.
Amy se mordió el labio inferior, lamentando por primera vez que a su familia se le permitiera tomar cuatro comidas semanales en su propio apartamento. Sus padres no hubieran podido darle un sermón en las largas mesas de la cocina de la sección, en medio de todos los comensales allí reunidos.
—En todo caso —continuó la madre—, tenía la seguridad de que querrías hablar conmigo a solas antes de que llegara tu padre.
—Oh —Amy miró fijamente la alfombra azul—. Eso.
—Liang dice que tus notas no serán buenas al final del trimestre —Los ojos oscuros de la madre se entrecerraron—. Si no mejoran pronto, va a invitarme a que vaya para mantener una charla, y eso no es todo —Se retrepó en el sofá—. Dice que te han visto corriendo por las cintas.
Amy dio un respingo.
—¿Quién le dijo eso?
—Oh, Amy. Estoy segura de que tiene formas de averiguarlo. ¿Es verdad eso?
—Hum.
—Bueno, ¿lo es? Eso es incluso más grave que tus notas. ¿Quieres que un oficial de policía te lleve detenida? ¿Te has parado a pensar siquiera en los accidentes que podrías provocar, o que tú misma podrías resultar gravemente herida? Ya sabes qué dijo tu padre la primera vez que se enteró de que corrías por las cintas.
Amy asintió con la cabeza. Había ocurrido hacía más de dos años, y él la había sermoneado durante horas, pero desde entonces había permanecido ignorante de las actividades de su hija. "Soy la mejor", pensó; "me conocen todos los corredores de la ciudad". Quería gritarlo y obligar a la madre a reconocer sus logros, pero guardó silencio.
—Es un juego estúpido y peligroso, Amy. Cada año mueren unos cuantos niños corriendo por las cintas, y también resultan heridos los pasajeros. Ya tienes catorce años…, pensaba que eras más madura. No puedo creer que…
—No he estado corriendo por las cintas —dijo Amy—. Quiero decir, que no he hecho una carrera desde hace algún tiempo. 
"No desde hace un par de horas", agregó en silencio para sí, "y eso no fue una auténtica carrera, así que no estoy mintiendo realmente". Se sentía un poco culpable; no le gustaba mentir.
—Y tus notas…
Amy aprovechó la oportunidad de evitar el más peligroso tema de las carreras por las cintas.
—Ya sé que son peores. Ya sé que puedo hacerlo mejor, ¿pero qué diferencia hay?
—¿Es que no quieres que las cosas te vayan bien? Solías estar entre los mejores estudiantes de matemáticas de tu colegio, y tu profesora de ciencias siempre elogiaba…
—¿Y qué? —Amy no podía contenerse por más tiempo—. ¿De qué sirve? ¿Para qué voy a utilizar eso en toda mi vida?
—Tienes que sacar notas altas si quieres que te admitan en un nivel universitario. La posición de tu padre puede hacer que te resulte fácil entrar, pero no permanecerás en él si no estás bien preparada.
—¿Y luego qué? A menos que yo sea un genio, o mucho mejor que cualquiera de los chicos, me obligarán a seguir cursos de dietética, relaciones públicas o psicología infantil para que algún día llegue a ser una buena madre, y, si no, me entrenarán para programar computadoras hasta el día en que me case. De todas formas acabaré por no hacer nada, ¿así que para qué voy a intentarlo?
—¿Nada? —El rostro de piel olivácea de su madre era tranquilo, pero la voz le tembló ligeramente—. ¿No es nada lo que yo hago, cuidándote a ti y a tu padre? ¿No es nada educar a un hijo y hacer un hogar agradable para el esposo?
—No quise decir nada, sino que eso no lo es todo. Tú quisiste más una vez, yo sé que lo quisiste. Tú…, tú…
La madre la miraba impasiblemente. Amy se levantó de un salto y huyó de la habitación.


Estaba tendida en la estrecha cama, mirando con ferocidad el techo suavemente luminoso. Su madre debería ser la primera que la comprendiese. Amy sabía cómo se había sentido en otra época, pero últimamente parecía haber olvidado sus viejos sueños.
La madre de Amy, Alysha Barone, era en cierto modo una medievalista. Eso no resultaba extraño; muchas personas lo eran. Se reunían para hablar de las usanzas y costumbres antiguas y las películas-libro, y la época en la que la Tierra había sido el único hogar de la humanidad. Repasaban nostálgicamente determinados períodos antiguos en los que la gente había vivido en el Exterior en lugar de amontonarse en las ciudades, cuando la Tierra era el único mundo y no existían los Viajeros del Espacio.
Y no era que ninguno de ellos tuviese la posibilidad de vivir en el Exterior, sin paredes, respirando un aire inadecuado lleno de microorganismos que provocaban enfermedades, y comiendo alimentos no procesados que crecían en la tierra; Amy se estremeció ante aquel pensamiento. Era mejor dejar el Exterior para los robots que trabajaban en las minas y atendían las plantaciones necesarias para la ciudad. Era mejor vivir como lo hacían ellos, a pesar de los problemas que pudiera conllevar, evitando así las costumbres patológicas de los Viajeros del Espacio, aquellos descendientes de las gentes de la Tierra que habían colonizado otros planetas hacía ya mucho tiempo. De todas formas, no podían seguir las costumbres de los Viajeros del Espacio. En un mundo habitado por billones, los recursos no podían malgastarse en la construcción de casas privadas, espaciosos jardines, parques y todo lo demás. Alysha Barone, a pesar de sus puntos de vista de medievalista, no estaba capacitada para abandonar aquella ciudad excepto para viajar, bien encerrada, hasta otra.
Sin embargo, su madre había mantenido algunas costumbres ancestrales, con el apoyo de unos cuantos amigos ligeramente anticonvencionales. Alysha Barone había insistido en conservar su nombre de soltera después de casarse con Ricardo Stein, y él había estado de acuerdo cuando ella había pedido que se le pusieran a Amy los dos apellidos. A la pareja se le había concedido permiso para tener su primer hijo durante el primer año de matrimonio, gracias a los índices de sus Valores Genéticos, pero Amy no había nacido hasta cuatro años después. Tanto Alysha como Ricardo habían sido especialistas en estadística del Departamento de Recursos Humanos de Nueva York; les parecía sensato trabajar para obtener un ascenso, ganar más privilegios y ahorrar un poco más de su cuota de pensión antes de tener un hijo. Habían hecho caso omiso de las reprobaciones de sus propios padres y los amigos que los acusaban de ser un poco antisociales.
Amy conocía bien la historia, por haberle oído contar la mayor parte de la misma a su abuela Barone, que la desaprobaba. Los dos habían alcanzado por su cuenta un índice C-4 antes de que Alysha se quedara embarazada; incluso entonces, asombrosamente, habían hablado sobre cuál de los dos debía renunciar a su puesto de trabajo en el Departamento. Sólo las parejas más antisociales de todas hubieran intentado conservar dos posiciones tan codiciadas. Había muchas personas no clasificadas sin trabajo, subsistiendo sin ninguna posibilidad de medrar, y otros que habían sido relegados a los niveles de la fábrica de levadura tras haber sido sustituidos en sus puestos por los robots. Los colegas de sus padres les hubieran hecho la vida imposible si ambos hubiesen permanecido en el departamento; sus superiores les hubieran bloqueado cualquier ascenso, e incluso hallado quizá alguna forma de degradarlos. Además, alguien tenía que cuidar de Amy. La niña no podría ser dejada todo el día en la guardería de la subsección, y las dos abuelas se habían negado a fomentar cualquier actitud antisocial ofreciéndose a cuidar del bebé.
Así pues, Alysha había renunciado a su puesto de trabajo. Puede que el esposo hubiera estado dispuesto a cuidar a la niña, pero él no podía amamantarla y la lactancia ahorraba una ración. Ricardo había obtenido otro ascenso pocos años después del nacimiento de Amy, y se habían mudado de la vivienda de dos habitaciones en la Sección de Van Cortlandt, a aquel apartamento. Ahora el padre de Amy era un C-6, con un retrete privado en el Personal de Hombres, un lavabo funcional en el dormitorio, una pensión mayor para entretenimientos, y el derecho de tomar cuatro comidas semanales en casa.
Sus padres habrían actuado tontamente si hubieran renunciado a la posibilidad de tener todo eso. ¡Cuán inútil habría sido que Alysha intentara conservar su posición en el Departamento! Lo hubieran arriesgado todo.
Se abrió la puerta y entró la madre. Amy se sentó. La cama pequeña ocupaba la casi totalidad de la habitación; no había ningún otro lugar para sentarse, y estaba claro que Alysha quería hablar.
La madre se sentó y le pasó un brazo por los hombros a Amy.
—Ya sé cómo te sientes —le dijo. Amy meneó la cabeza.
—No, no lo sabes.
La madre la abrazó más estrechamente.
—También yo me sentí así en otra época, pero no veía que pudieran irme mejor las cosas si no lo intentaba en absoluto. Uno debe aprender todo lo que pueda, Amy, y no sólo lo necesario para ayudar a los hijos con los deberes. El aprender te proporcionará placer más tarde, porque es algo que se lleva dentro y nadie puede arrebatártelo. Las cosas podrían cambiar, y entonces…
—Nunca cambiarán. Ojalá… Las cosas eran mejores en los viejos tiempos.
—No, no lo eran —le respondió la madre—. Eran mejores para algunas personas y peores para muchas otras. Puede que yo aparente nostalgia del pasado, pero también sé cómo la gente luchaba, moría de hambre y sufría hace mucho tiempo, y las ciudades son mejores que todo eso. Nadie se muere de hambre, y podemos, en general, dedicarnos a nuestros asuntos sin temer la violencia; pero eso requiere cooperación…, no podríamos vivir, tan apiñados como estamos, de ninguna otra forma. Tenemos que llevarnos bien, y a menudo eso significa renunciar a lo que querríamos con el fin de que todos tengan al menos algo. No obstante…
—Comprendo lo que quieres decir —replicó amargamente Amy—. El civismo es bueno. Las ciudades son la cúspide de la civilización humana. 
Mientras hablaba, imitaba los pomposos modales de su profesor de historia.
—Y si no puedo llevarme bien con los demás y dar las gracias por lo que tengo, no soy más que una individualista antisocial patológica.
La madre guardó silencio durante un largo instante.
—En las ciudades —dijo luego—, hay cada vez más robots que les arrebatan el puesto de trabajo a las personas. La población continúa creciendo y eso significa que la gente llegará a tener todavía menos…, podríamos volver a ver algo muy parecido al hambre. Las ciudades no pueden expandirse mucho más, y eso significa menos espacio para cada uno de nosotros. La gente puede estallar ahora contra algún robot, dado que son los blancos más convenientes para expresar el resentimiento, pero si comenzamos a estallar los unos contra los otros… —Hizo una pausa—. Algo tendrá que romperse. Incluso el pequeño grupo de gente que espera que los Viajeros del Espacio los deje finalmente abandonar la Tierra para establecerse en otro mundo, sabe eso.
—Son unos tontos —dijo Amy.
—Eso es lo que diría la mayoría.


Amy frunció el entrecejo. Tenía conocimiento de esa gente; en ocasiones se iban al Exterior para jugar a ser granjeros o alguna cosa por el estilo. No podía imaginar cómo lo soportaban ni qué sacaban de bueno de aquello. Un detective de la ciudad llamado Elijah Baley era el líder del pequeño grupo; quizás él pensaba que los Viajeros del Espacio lo ayudarían. Recientemente había regresado de uno de los mundos de aquéllos, en el que le habían pedido que los ayudara a resolver un crimen; quizás él pensaba que los Viajeros del Espacio podían ser sus amigos.
Amy estaba bien enterada. Los Viajeros del Espacio sólo lo habían utilizado. Pensó en los personajes que representaban a los Viajeros del Espacio que ella había visto en las aventuras de hiperonda y películas-libro. Eran todas personas altas, hermosas, bronceadas, con cabellos de color rubio bronce, con unos ojos tan fríos como los de las legiones de robots que los servían a ellos. En las historias de ficción podían ser cordiales, e incluso querer a alguna persona de la Tierra, pero en la realidad despreciaban a los habitantes de las ciudades. Nunca permitirían que los terrícolas contaminaran sus mundos u otros de la galaxia. Podían utilizar a un terrícola como Baley, pero se desharían de él después.
—Lo que estoy intentando decirte —continuó Alysha con un tono dulce—, es que pueden producirse cambios. Sea cual sea el tipo de desbaratamiento que comporten, puede que también ofrezcan oportunidades, pero sólo para las personas que estén preparadas para aprovecharlas. 
Amy se tensó ligeramente; aquella era la declaración más antisocial que había oído en boca de su madre.
—Sería mejor que estuvieras preparada para eso y desarrollaras todos los talentos que puedan resultar de utilidad. Cuando trabajaba en el Departamento, sabía qué significaban aquellos datos estadísticos; incluso al burócrata más decidido le resulta imposible esconder toda la verdad. Pude darme cuenta…, pero ya he dicho suficiente.
—Madre… —Amy tragó—. ¿Vas a decirle a papá lo que ha dicho el señor Liang? 
La madre se tironeó de los largos cabellos oscuros, con expresión de angustia.
—Realmente debería hacerlo. No tendré más remedio si me citan a una reunión, y entonces Rick se preguntará por qué no lo mencioné antes. No lo haré si me prometes que vas a trabajar más.
Amy suspiró de alivio.
—Te lo prometo. 
Amy esperaba poder mantener su palabra.
—Entonces te dejaré con tus estudios. Tienes un rato antes de que Rick regrese.
La puerta se cerró detrás de Alysha. Amy cogió su visor y se tendió sobre el lecho. Nada cambiaría, independientemente de lo que dijera su madre. Hiciera lo que hiciese, Amy acabaría, como lo había expresado su amiga Debora Lister, al final de la cola. La empujarían al final de la cola cuando sus profesores comenzasen a insinuar que determinados estudios serían más útiles para una chica. Volverían a obligarla a retroceder cuando los consejeros universitarios señalaran que sería egoísta ocupar una plaza de determinadas clases, dado que ella no emplearía dicha formación especializada durante toda la vida, como sí lo haría un chico. Si conseguía avanzar durante esas etapas, sólo sería para que la relegaran más tarde, cuando se casara y tuviera sus propios hijos.
Podía, claro está, optar por no casarse, pero una vida semejante sería solitaria. Independientemente de los logros que obtuvieran dichas mujeres, la gente murmuraba cuán antisociales eran y las compadecían, lo que probablemente era mejor que el franco resentimiento. Tendría que vivir en uno de los diminutos reservados que se destinaban para las personas solteras, a menos que tuviese la suerte suficiente como para encontrar un compañero o compañera con quien congeniara, y pudiera obtener permiso para compartir una habitación normal.
Alysha había acabado al final de la cola hacía mucho tiempo, aunque más tarde que la mayoría, y tenía un esposo amante que la consolaba, lo cual era una buena cosa. Ni siquiera las parejas que se odiaban se separarían voluntariamente, porque perderían su posición y las obligarían a vivir en dependencias más pequeñas. Por supuesto, Alysha esperaría que Amy pudiera avanzar en el escalafón social; ella no tenía nada en la vida excepto su esposo y su hija.
Un buen número de mujeres eran como Alysha. Sublimaban el individualismo antisocial, que así lo llamaba la película-libro de texto que Amy había proyectado en la biblioteca del colegio. Muchas mujeres vivían a través de sus hijos y luego de sus nietos, con la esperanza de que avanzarían aun sabiendo que existían límites para sus ambiciones. La transferencia de esperanzas era lo que las mantenía en pie, pero también eran conscientes de que demasiada gloria individual sólo provocaba sentimientos antagónicos en los demás. Esa era una de las razones por las que sus padres se negaban a pavonearse de los privilegios que habían ganado y los usaban de mala gana, con un ligero aire de disculpa.
Los hombres tenían otros problemas, que posiblemente les parecían a ellos igualmente molestos. Algunos hombres se quebraban bajo la tensión de soportar la posición de toda la familia. Los psicólogos tenían términos para definir también aquel síndrome.
Amy veía con demasiada claridad qué era lo que le aguardaba en el futuro. Quizá no debería de haber visto aquellas películas-libro de psicología y sociología, que estaban destinadas a especialistas adultos. Sus padres tendrían, llegado el momento, el segundo hijo que les estaba permitido; excepto la dedicación al cuidado de Amy y su padre, el ser sociable de una forma que facilitara las relaciones con los vecinos y los colegas de su esposo, había muy poco que Alysha pudiera hacer. Poco era de extrañar que muchas mujeres tuviesen hijos a los que no tenían derecho. Cuando Amy hubiera crecido, la madre estaría esperando los inevitables nietos, y realizaría con ellos la transferencia de sus esperanzas. ¡Qué engaño tan grande era el de pretender que los hijos no serían absorbidos por el enjambre de la ciudad, cuando se sabía que era así como debía suceder!
Las familias felices, según decía la voz popular, hacían una ciudad mejor; las madres y esposas se dedicaban a sus tareas con la sensación de que cumplían con un deber cívico. La madre de Amy se aferraría a ella, y luego a los hijos que ella tuviera, y…
Si saber mucho hacía que la gente se sintiese de esa forma, quizás era mejor ser un ignorante, adaptarse a lo que no podía cambiarse.
Cruzó los brazos sobre el pecho. Sin embargo continuaba en posesión de un logro y nadie podía arrebatárselo; era la mejor corredora de cintas de la ciudad. No renunciaría a eso, no hasta que fuese demasiado mayor y lenta como para correr carreras, y quizás ese día no llegaría jamás. Si cometía un error y moría durante una carrera, al menos se habría marchado antes de llegar al final de la cola. Sus padres podrían tener otro hijo, quizá dos, y la pérdida de una vida no constituiría diferencia ninguna en una colmena de acero que albergaba demasiadas. Incluso podría decirse a sí misma que estaba dejando lugar para alguien a quien no le importaría estar perdido en el enjambre.
Los textos psicológicos tenían términos para semejantes ideas, todos los cuales hacían que sus sentimientos sonaran como una enfermedad. Quizá lo eran, pero eso no era más que otra razón para que no le importase lo que pudiera ocurrirle en las cintas.
 

—Amy Barone-Stein —dijo el bedel del pasillo—, la busca una persona.
Amy levantó los ojos hacia el robótico rostro gris, una parodia del de un ser humano. No sentía ninguna afición por los robots y aquel, con sus ojos inexpresivos y su boca de extraños movimientos, tenía un aspecto más idiota que el de la mayoría.
—¿De qué se trata? —le preguntó.
—Alguien que está ahí fuera desea hablar con usted —replicó el robot—, y me ha pedido que la acompañe.
—Bien, ¿de quién se trata?
—Me ha dicho que le diera su nombre si me lo preguntaba o si me decía que no quería verla. Es Shakira Lewes.
A Amy se le cayó la mandíbula superior. Debora Lister se acercó más a ella y le propinó un suave codazo en las costillas. Shakira Lewes no había corrido por las cintas durante años, pero Amy había oído hablar de ella. Kiyoshi Harris declaraba que era la mejor corredora femenina que había visto en su vida, y su última carrera, cuando había ido a la cabeza de tres pandillas desde Brooklyn a Yonkers y los había dejado a casi todos por el camino, era todavía una leyenda.
"Ella era la mejor", se dijo Amy; "ahora, la mejor soy yo".
—Oh, Amy —dijo Debora—. ¿Vas a ir a hablar con ella?
—Podría hacerlo.
—Te perderás la reunión del Club de Ajedrez —le dijo la chica rubia.
—En ese caso me la perderé.
—Yo te acompaño —decidió Debora—. Tengo que ver eso.
—La señorita Lewes solicitó la presencia de Amy Barone-Stein —dijo el robot—. No dijo que…
—Oh, para ya —le espetó Amy. Los ojos del robot se agrandaron un poco con lo que podría haber sido desconcierto—. No dijo que no podía acompañarme una amiga, ¿verdad?
—No, no lo dijo.
—En ese caso, condúcenos hasta ella.
El robot se volvió y abrió la marcha, pasando por delante de un Personal, y luego entre los grupos de estudiantes que atestaban el pasillo. Amy se preguntaba cómo había conseguido Shakira Lewes que el robot hiciera su voluntad. Técnicamente, los bedeles del pasillo no estaban para ir en busca de los estudiantes de los niveles escolares excepto en caso de emergencia; pero aquel robot era probablemente demasiado estúpido como para darse cuenta de que lo estaban engañando. El robot mantenía la espalda tiesa mientras marchaba sobre sus rígidas piernas. "Malditos robots", pensó, "que les quitan los puestos de trabajo a las personas". Los bedeles del pasillo habían sido seres humanos en otra época.
Para el momento en el que llegaron al grupo de ascensores, una pequeña multitud de chicos y chicas las seguían. Subieron todos tras el robot y descendieron al nivel de la calle. Cuando salieron del colegio, Amy vio que había más chicos congregados en torno a una mujer alta, de piel oscura y cabello corto negro.
—Ooh —susurró Debora—. Tal vez quiera desafiarte.
Amy meneó la cabeza y señaló la espalda del robot. Un robot no podía hacerle daño a un ser humano ni, mediante la inacción, permitir que un ser humano resultara lastimado; para el simple cerebro positrónico de aquella criatura, el posible daño incluiría sin duda las carreras de cintas.
—Amy Barone-Stein —declaró el robot con su voz monótona—. Esta es Shakira Lewes.
Los muchachos se apartaron al acercarse Amy. La mujer era lo bastante esbelta para una corredora, si bien un poquitín demasiado alta; la mayoría de los corredores, como Amy, eran bajos y ligeros, capaces de deslizarse incluso a través de la más pequeña brecha abierta entre los pasajeros, durante una carrera. Shakira Lewes tenía un rostro perfecto de huesos delicados; se parecía muchísimo a una actriz de un drama histórico sobre África que había visto Amy últimamente. Llevaba una camisa roja y unos pantalones negros que hacían que sus largas piernas pareciesen aún más largas. Los chicos la miraban atentamente. Ninguno de ellos había mirado jamás a Amy de aquella manera, ni siquiera después de enterarse de lo ocurrido durante su carrera contra la pandilla de Bradley Ohaer.
—Ya puedes dejarnos —le dijo Shakira al robot. El bedel de pasillo se volvió en redondo y entró en el edificio. La mujer hablaba con tanta arrogancia como un Viajero del Espacio; Amy levantó hacia ella unos ojos llenos de admiración y odio—. He oído hablar de ti —continuó Shakira—. Me gustaría hablar contigo.
Amy adelantó el mentón.
—¿De qué?
—A solas, si es posible.
A solas significaba caminar entre la multitud, detenerse sobre una cinta o un camino local para hablar o, si uno tenía suerte, encontrar una silla o banco libre en alguna parte.
—Si tienes algo que decirme —respondió Amy—, dilo aquí.
—Va a desafiarla —dijo alguien detrás de Amy; ella giró la cabeza. 
Luis Horton estaba entre el grupo; estaba furioso con ella desde que lo había vencido en una carrera hasta el Sector Yonkers.
—Va a desafiarla —repitió Luis—. Tal vez Amy no pueda con ella.
—Yo puedo con cualquier corredor de Nueva York —dijo Amy. Shakira frunció el entrecejo.
—Yo he dicho que quería hablar. No he hablado en absoluto de correr.
—¿Tienes miedo? —preguntó otro chico.
El rostro de Shakira se hizo más ceñudo. Amy se dio cuenta de a qué conduciría todo aquello; los demás esperaban un desafío. Normalmente, ella misma lo hubiera exigido, pero algo no iba bien. No tenía sentido que aquella mujer, que sin duda tenía mejores cosas que hacer, viniera en busca de una carrera contra Amy, fuera cual fuese su fama. Shakira tenía que haber perdido la práctica, y se arriesgaría a consecuencias mucho más graves como delincuente adulta si la apresaba la policía. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía querer de Amy? Tal vez algo ilegal, alguna empresa ilícita en la que podrían resultar útiles un chico o una chica que pudieran sacudirse de encima fácilmente a la policía.
Amy se encogió de hombros.
—Vamos, chicos. Cualquiera puede darse cuenta de que es ya demasiado mayor como para correr por las cintas.
—Soy mayor, es cierto —dijo Shakira—. Tengo veintiún años.
—Lewes no tiene miedo —murmuró Luis—. Es Amy quien lo tiene.
A Amy se le encendieron las mejillas. Ahora todos estaban observándola; llegó a imaginar que las personas que pasaban la estaban observando, presenciando su oprobio.
—Yo no tengo miedo de nada —dijo—. Hagamos una carrera, Shakira Lewes, no me perderás. Desde aquí hasta la intersección del camino local de Sheepshead Bay…, a menos que seas demasiado mayor como para correr una carrera tan larga.
Shakira guardó silencio.
—¡Ahora! ¿O es que estás demasiado mayor y cansada como para intentarlo? 
Los oscuros ojos grandes de la mujer destellaron.
—Tú lo has querido. Lo haré.
Los muchachos organizaron un griterío. Incluso Debora, que nunca correría por las cintas, tenía el rostro arrebolado de expectación. Amy se sintió repentinamente furiosa con todos ellos. No estaba preparada para aquella carrera; ahora se daba cuenta de que había esperado que Shakira retrocedería ante la propuesta. Si la mujer la vencía, ella nunca podría superarlo, mientras que si Amy ganaba, los otros simplemente darían por supuesto que Shakira estaba en decadencia. Había arriesgado demasiado en aquel desafío, y aún no sabía para qué la necesitaba Shakira.
—Vamos —dijo Amy.
—Un momento —La mujer levantó un brazo—. Esto es una asunto entre dos, entre tú y yo…, y todavía quiero hablar contigo.
—Hablarás conmigo después de que te haya vencido —dijo Amy sin demasiada convicción, tras lo cual siguió a Shakira hasta la cinta más cercana.


Shakira avanzó por las cintas grises a una velocidad apenas por encima de la normal. Amy se mantenía pegada a ella. La mayoría de los chicos y chicas ya se habían encaminado al camino expreso; recibirían a la campeona en el punto de destino de Sheepshead Bay. Luis y dos de sus amigos las seguían para estudiar un poco las habilidades de Shakira antes de reunirse con los demás. Aún quedaban claros entre los pasajeros, pero las cintas ya comenzaban a estar abarrotadas de gente. Shakira hizo una exposición de movimientos: Incrementó la velocidad de la marcha, avanzó de lado con pasos constantes y regulares, y cambió a una cinta adyacente sin romper el ritmo; Amy la siguió. Realizó un movimiento Popovich, que llevaba el nombre del corredor que la había perfeccionado, consistente en saltar de uno a otro lado entre dos cintas antes de rebotar en la segunda y caer en una tercera. Incluso consiguió realizar un salto derviche: Tras volverse de cara a Amy, saltó en el aire y describió un giro completo antes de aterrizar elegantemente en una cinta más lenta; un salto derviche era peligroso incluso en las cintas lentas.
Era buena, pero Amy conocía aquellos movimientos. Lúcete, pensó; la mujer sólo estaba intentando intimidarla. Las maniobras espectaculares era más probable que llamaran la atención, además de cansar a un corredor demasiado pronto. Siguió a Shakira hasta el camino local, y luego bajó tras ella con un balanceo dejando atrás a los chicos. Había cogido el ritmo de Shakira, pero se mantenía alerta y cautelosa; algunos corredores podían hacer que sus seguidores se confiaran a un paso tranquilo antes de hacer algo inesperado.
Danzaron avanzando a través de las cintas en dirección a la plataforma del camino expreso. La multitud era muy apretada en la cinta adyacente a la plataforma. Shakira se aferró a un mástil y subió mediante un balanceo; Amy se aferró al siguiente. Las largas piernas de la mujer dieron la vuelta sin llegar a tocar el suelo y pasaron a poca distancia de un pasajero, tras lo cual la mujer volvió a hallarse sobre la cinta desde donde levantó la mirada hacia Amy, sonriendo.
Amy aferró el mástil, a punto de seguirla, cuando un grupo de personas entraron en la cinta justo debajo de ella. Tuvo un atisbo de rostros sobresaltados cuando sus piernas volaron en dirección a ellos; había el espacio justo para aterrizar. Una mujer se tambaleó sobre la cinta; un hombre la cogió por un brazo. Amy supo en un instante que no podía arriesgarse a saltar. Shakira se volvió, pasó corriendo junto a otros pasajeros, pasó a la izquierda y desapareció.
Amy se quedó colgando del mástil; el viento le azotaba las piernas. Subió nuevamente a bordo, aturdida por lo abrupto de su derrota. Había perdido antes de que llegaran siquiera a la parte baja de Manhattan; las lágrimas le escocían los ojos.
Alguien la empujó; los pasajeros la rodearon.
—¡Malditos corredores! —gritó un hombre.
Otros viajeros se reunieron alrededor de ella; un puñetazo la derribó.
—¡Traigan a la policía! —gritó una mujer.
Unos dedos la cogieron por los cabellos; un pie le dio un puntapié en una rodilla. Se cubrió la cabeza con los brazos; ya no le importaba lo que le sucediera; había perdido.

Un policía de paisano, un C-6 con privilegio de asiento en el nivel superior del camino expreso, rescató a Amy de entre la multitud antes de que la golpearan demasiado gravemente, y se la llevó al Palacio Municipal. El cuartel general de la Policía estaba en los niveles superiores de la estructura; Amy supuso que la entregarían a un oficial y la ficharían. En cambio, el detective la condujo a través de una gran sala común llena de gente y escritorios, hasta una mesa emplazada en un rincón y rodeada por una barandilla.
Ella se sentó ante el escritorio; se sentía triste y sola. El policía de paisano le tomó el nombre, lo tecleó en la computadora que tenía delante, pidió información adicional, y luego llamó a su padre por las líneas internas.
—Estás de suerte —le dijo el hombre cuando concluyó la llamada—. Tu padre no ha salido aún del trabajo, así que subirá hasta aquí desde su nivel y te llevará a casa.
Ella lo miró atentamente.
—¿Quiere decir que no va a retenerme aquí?
El detective le dirigió una mirada ceñuda. Se trataba de un hombre corpulento, calvo, con un espeso bigote y una piel casi tan oscura como la de Shakira.
—No creas que no he considerado la posibilidad de detenerte. No debería de estar perdiendo el tiempo contigo. Soy muy poco tolerante con los chiquillos imprudentes a los que no les importa la seguridad de nadie. Podrías haber comenzado una revuelta en ese camino expreso; quizá debería haberte dejado librada a los tiernos cuidados de aquella turba. ¿Sabes lo que puede sucederte ahora, muchacha?
—No —masculló, aunque podía imaginárselo.
—Para empezar, un juicio en el tribunal juvenil. Puede que te sentencien a unos cuantos meses en el Nivel de Delincuentes Juveniles, o puede que tengas suerte y te condenen a ayudar en el hospital durante algunos días por semana. Allí tendrás muchas oportunidades de ver a las víctimas de los accidentes —Se tiró del bigote—. Eso podría hacerte bastante bien. Quizás estés allí cuando traigan a un corredor de cintas muerto que no fue lo bastante rápido. Podrás ver a sus padres llorando cuando el hospital lleve a cabo el Ritual de Solicitud antes de utilizar cualquiera de los órganos del cadáver; y tendrás serios problemas si alguna vez vuelves a comportarte incorrectamente.
Amy cerró los ojos con fuerza.
—Quédate aquí —le dijo el hombre, aunque ella apenas tenía alternativa, con aquella sala tan llena de policías.
Permaneció sentada, chapoteando en su desesperación, hasta que regresó el detective con una taza de té; no le ofreció nada a ella.
Volvió a sentarse detrás del escritorio.
—¿Vas a darme el nombre de los corredores que conoces?
Ella negó violentamente con la cabeza. Por mucho que odiara a Shakira, no caería tan bajo.
—No pensaba que fueras a hacerlo. No estás haciéndoles ningún favor, ¿sabes? Si sufren algún accidente o lastiman a alguien, espero que seas capaz de vivir con ese cargo de conciencia.
El detective trabajó silenciosamente en su computadora hasta que llegó el padre de Amy. Ella miró el rostro pálido y severo de él y desvió rápidamente los ojos. La formalidad de las presentaciones ocupó sólo un momento antes de que el policía de paisano comenzara a sermonear a Ricardo Stein acerca del delito cometido por su hija, sazonando su discurso con datos estadísticos de los accidentes provocados por los corredores de cintas, y el número de muertes que había producido aquel juego durante el año en curso.
—Si yo no hubiera estado en el camino expreso —concluyó el hombre—, la muchacha podría haber resultado seriamente maltratada, y no es que no se lo mereciese.
—Lo comprendo, señor Dubois —dijo el padre.
—Ella necesita aprender una lección.
—Estoy de acuerdo —Ricardo se echó hacia atrás los espesos cabellos castaños—. Aceptaré cualquier sentencia que se le imponga. Su madre y yo no nos apartaremos de nuestro camino para defenderla, y probablemente nosotros tengamos una parte de culpa por no haberla educado mejor y controlarla más. Puede estar seguro de que no se repetirá semejante conducta.
—Imagino que usted se encargará de que así sea, señor Stein; un ciudadano sólido como usted —El señor Dubois se retrepó en su asiento—. Así pues, les haré un favor a usted y su esposa, y por esta vez dejaré que Amy salga en libertad con una simple advertencia. Sólo tiene catorce años, y este es su primer delito, al menos la primera vez que la descubrimos, y el Nivel de Delincuentes Juveniles está ya suficientemente abarrotado; pero la tenemos en nuestros archivos, y si se la detiene nuevamente por cualquier cosa, quedará retenida hasta el juicio, momento en el cual es probable que obtenga una sentencia severa.
—Le quedo muy agradecido —dijo el padre de Amy.
—Escúchame, muchacha —El señor Dubois apoyó los brazos sobre el escritorio—. No creas que puedes quedarte quieta durante un tiempo y luego comenzar nuevamente las carreras de cintas. Ahora ya sabemos quién eres, y nos resultará fácil identificarte. No son muchas las chicas que corren por las cintas. 
Desvió los ojos hacia el padre.
—Creo que puedo contar con usted para que la mantenga en su sitio. No le haría ningún bien a su posición el tener un criminal en la familia.
—Puede contar conmigo, señor Dubois.


El padre de Amy no le dirigió la palabra durante todo el trayecto hasta la casa. Esa era una mala señal; nunca se mostraba tan silencioso a menos que estuviera enfurecido. La dejó en el exterior del Personal de Mujeres y continuó hacia el apartamento.
Holgazaneó en el interior del Personal todo lo que se atrevió a demorarse, y luego se obligó a caminar pasillo abajo, llena de miedo, mientras se preguntaba qué le harían sus padres. A aquellas alturas ya habrían hablado de todo el asunto, y probablemente la madre le habría hablado al padre del mensaje enviado anteriormente por el consejero de estudios.
Ambos estaban sentados en el sofá cuando ella entró; no serviría de nada apelar a su madre en busca de misericordia. La pareja raramente se mostraba en desacuerdo o discutía delante de ella, y en un asunto de semejante importancia le presentaría un frente único.
Anduvo lentamente hasta un sillón y se sentó. No le pegarían; sus padres no creían en la eficacia de los castigos físicos. Una paliza, incluso con todas las magulladuras que los pasajeros del camino expreso le habían hecho, podría haber sido mejor que tener que soportar las crueles acusaciones de su padre y el que le dijera cuán humillante era su delito para todos ellos. Ella no había pensado en absoluto en ellos, en cuán acongojados se habrían sentido si ella se hubiese hecho daño. No había pensado en cuánto podría dañar la reputación de Ricardo en el trabajo esa demostración de individualismo patológico que había puesto ella en escena, o la reputación de su madre entre los vecinos. No había tomado en consideración cuánto podía afectar a sus futuras oportunidades una mancha en su historial, ni había reflexionado acerca del peligro que su actitud representaba para los viajeros. No había pensado en el mal ejemplo que les estaba dando a los niños más pequeños que ella, y había hecho caso omiso de la primera advertencia de su padre respecto a dichas actividades.
Para cuando su padre acabó con el sermón, tras haber repetido varias veces la mayoría de los puntos de su argumento, era ya demasiado tarde para acudir a la cocina de la sección. La madre suspiró mientras sacaba la mesa de la pared y enchufaba el calentador de platos; el padre refunfuñó que se habían perdido el pollo que la cocina de la sección servía aquella noche. Habían estado reservando la cuarta comida de aquella semana para el sábado, día en que irían a visitarlos los padres de Ricardo con algunos de sus amigos; Amy también había estropeado aquellos planes.
Amy acercó la otomana a la mesa y se sentó, mientras la madre espolvoreaba sobre la comida unas especias que había ahorrado. El padre atendió una llamada en el comunicador, le ladró unas cuantas palabras a la pantalla y colgó.
—Era Debora Lister —Acercó los dos sillones a la mesa y se sentó en uno de ellos—. Le dije que no podías hablar.
Amy pinchó apáticamente la carne de vaca sintética y los brécoles. Lo mismo daba, pensó. Debora la llamaría para contarle lo que había ocurrido cuando Shakira se había presentado, sola y triunfante, en Sheepshead Bay.
—No contestarás a ninguna llamada de tus amigos durante un tiempo —continuó el padre—. Le notificaré al principal del colegio que no debes salir de los niveles escolares como no sea para dirigirte directamente a casa, y un bedel tomará nota de la hora a la que sales, así que no pienses que puedes vagabundear por ahí durante el viaje de regreso. Cuando no estés en el colegio, te quedarás aquí excepto cuando vayas a comer con nosotros o al Personal; y durante tu tiempo libre, cuando no estés estudiando, me prepararás un informe sobre los peligros que entraña el correr por las cintas. No te resultará difícil acceder a esos datos, y me lo presentarás dentro de una semana —Ricardo hizo una pausa para respirar—; y si alguna vez vuelvo a enterarme de que has estado corriendo por las cintas, yo mismo te llevaré a la policía y exigiré que se te someta a juicio.
—Cómete la comida, Amy —dijo la madre; era la primera vez que hablaba.
—No tengo hambre.
—Será mejor que te lo comas; es lo único que nos queda de las raciones de casa de esta semana.
Se obligó a comer. El padre acabó la comida y apoyó un codo sobre la mesa.
—Hay algo que todavía no comprendo —dijo con voz cansada—. ¿Por qué, Amy? ¿Por qué has hecho una cosa así? Pensaba que eras más sensata. ¿Por qué has corrido esos riesgos?
Ella ya no pudo aguantar más.
—Soy la mejor. 
Se puso de pie y le propinó una patada a la otomana.
—¡Soy la mejor corredora de cintas de la ciudad! ¡Eso es lo único que haré en mi vida, lo único que los demás recordarán de mí! ¡Soy la mejor, y ahora me lo han arrebatado!
Los ojos grises de su padre se agrandaron.
—No pareces muy arrepentida, jovencita.
—¡Lamento haber perdido! ¡Lamento que me atraparan! ¡Lamento que hayas tenido que ir a recogerme, pero no lamento nada más!
—¡Vete a tu habitación! —le gritó—. ¡Si continúo escuchando palabras como esas, acabaré por levantarte la mano!
Alysha se inclinó por encima de la mesa y aferró el brazo que se elevaba en el aire mientras Amy huía hacia su dormitorio.

Su vida había terminado. Amy era incapaz de ver las cosas de otra manera. La historia corrió rápidamente. Ella había perdido con Shakira Lewes y la había apresado la policía; Luis Horton estaba haciendo todo lo posible para difundir la noticia. Un bedel de pasillo anotaba la hora a la que salía del colegio y le recordaba, delante de los otros estudiantes, que se esperaba que marchase directamente a casa; algunos chicos y chicas siempre se reían de ella.
Respondía a las preguntas de sus amigos, incluso a las de Debora, con expresión ceñuda, y muy pronto nadie le dirigió la palabra fuera de la clase. Nadie se atrevía a hablarle de la carrera, ni a contarle lo que había dicho Lewes al llegar al punto de destino. Se produjo la inevitable reunión con el señor Liang y su madre, y una situación embarazosa adicional cuando el consejero se enteró del informe que ella estaba preparando para su padre. Leyó el informe ante la cámara de la red informativa del colegio, obligada por el señor Liang y el principal a repudiar el juego; se le encogía el alma siempre que pensaba en cuánto se habrían reído de ella los estudiantes que habían visto su imagen. La condena en el Nivel de Delincuentes Juveniles no podría haber sido mucho peor.
Pasadas tres semanas, los padres aflojaron un poco la disciplina. Amy aún tenía que regresar directamente del colegio a casa, pero los padres le permitían hacer los deberes con los amigos de la subsección, después de la cena. La noticia de su caída había sido reemplazada por los rumores sobre el éxito de Luis Horton en una carrera contra la pandilla de Tom Jandow hasta la periferia de Queens. Sus amigos volvían a hablar con ella, pero eran lo suficientemente cautos como para no mencionarle a Shakira Lewes.
Estaba arruinada, y era todo culpa de aquella mujer. Temía los viajes diarios por las cintas, cuando a veces veía a otros corredores y recordaba lo que había perdido. Ya no podía oír la música de las cintas, el rítmico canto de su zumbido que la impulsaba a correr. Ya estaba al final de la cola; el último resquicio de libertad que jamás llegaría a conocer había desaparecido. Se convertiría en sólo una mota más dentro de las cuevas de acero, y su pasada gloria quedaría olvidada.


Amy salió del ascensor al llegar a su nivel, con Debora; inmediatamente se tensó de consternación. Al fondo del pasillo, Shakira Lewes holgazaneaba en el exterior del Personal de Mujeres.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó la chica rubia.
—No lo sé.
—Nunca te lo dije —comentó Debora—, pero cuando acabó la carrera, ella…
—No quiero oír hablar de eso.
Amy sacó su llave cuando llegaron a la puerta, decidida a hacer caso omiso de la mujer. Vagar por el exterior de un Personal era la conducta más grosera posible.
—Hola, Amy —la saludó Shakira.
—¿No has causado ya bastantes problemas? —le espetó Amy—. Este no es tu lugar.
—Pero es que nunca mantuvimos nuestra conversación. Esta es la primera oportunidad que tengo de buscarte, y estaba bastante segura de que pasarías por aquí después del colegio.
Amy apretó los dientes.
—Ahora resulta que ni siquiera puedo ir a mear tranquila.
—Quiero hablar contigo —le dijo Shakira, y bajó la voz cuando tres mujeres salieron del Personal—. Esta noche, después de cenar, sola.
Los dedos de Amy se tensaron alrededor de la llave.
—¿Y por qué tendría que hablar contigo? 
Shakira se encogió de hombros.
—Estaré en el nivel-G de Hempstead, al final del Camino Expreso de Long Island. Bájate y atraviesa las cintas hasta la calle G-20. Yo estaré esperando delante de una tienda llamada Tad’s Antiques; ¿crees que podrás encontrarla?
Amy se sintió insultada.
—Sé cómo llegar a cualquier parte; pero no sé por qué debería molestarme.
—Entonces no lo hagas. Llegaré allí a las siete y esperaré hasta las nueve. Si no te presentas, es asunto tuyo, y no volveré a molestarte, pero puede que te interese lo que tengo que decirte.
Shakira se volvió en redondo y se encaminó hacia los ascensores antes de que Amy pudiera replicarle.
Debora la apartó de la puerta del Personal.
—¿Vas a ir? —le preguntó.
—Sí. Tengo que averiguar qué quiere.
—Pero tus padres te han dicho que no salgas de la subsección. Si alguno de sus amigos te viera…
—De todas formas voy a ir. Tengo que ir.
Arreglaría las cosas con aquella mujer de una u otra forma.
—¿Hasta la periferia de la ciudad? —susurró Debora.
—No podrá hacerme nada en la calle con toda la gente alrededor. Deb, tú tendrás que cubrirme. Puedo decirles a mis padres que voy a tu casa. No creo que se les ocurra llamar para comprobarlo, pero si lo hicieran, diles que he ido al Personal.
—Si mi padre no llega antes que yo al comunicador.
—No tendré más remedio que correr ese riesgo —replicó Amy. Debora profirió un suspiro.
—Podría querer desafiarte otra vez. ¿Qué piensas hacer si eso ocurre?
—Me preocuparé por eso cuando llegue el momento.
Ya había tomado la decisión. Si Shakira quería otra carrera, no podría negarse, y la otra se aseguraría de que algunos de los chicos que la conocían estuvieran aguardando en el punto de destino como testigos. A pesar de los riesgos, sería la oportunidad de recuperar el honor perdido.

Amy llegó a la calle G-20 a las siete y media. Shakira, como había prometido, estaba esperando ante la tienda de antigüedades, que tenía un anticuado cartel plano con letras manuscritas. No había muchas tiendas en aquel vecindario viejo y en mal estado, en el que los altos muros metálicos de los niveles de residencia parecían más grises que la mayoría, y por la calle se veían sólo unos pocos cientos de personas. Amy sentía aprensión. Las secciones como aquella eran las peores de la ciudad; sólo vivían en ellas, tan cerca del Exterior, los ciudadanos a los que les iban mal las cosas. Shakira estaba mirando una atractiva exposición de antiguas tazas y cubertería de plástico que había en el escaparate de la tienda. En el interior, el dueño le había hecho una concesión a los tiempos modernos; un robot atendía a la cola de clientes.
—No te ha llevado mucho tiempo llegar hasta aquí —musitó la mujer.
—Ni siquiera debería estar aquí —le respondió Amy—. Se supone que no debo salir de mi subsección, pero mis padres piensan que estoy con una amiga. 
Por primera vez, no le habían hecho demasiadas preguntas, y habían parecido incluso un poco aliviados de que fuese a pasar la velada fuera de casa
—Les dije que estaría de vuelta a las diez y media, así que di lo que tengas que decir.
—Yo no quería correr esa carrera, pero tú insististe y todavía tengo mi orgullo —Shakira se rodeó el cinturón con los dedos—. Luego, una vez que me encontré corriendo, se apoderaron de mí los viejos hábitos. Tal vez quería ver si aún conservaba los reflejos.
—Debes de habértelo pasado muy bien, jactándote de ello más tarde.
—No me jacté —le respondió Shakira—. Simplemente me encontré con los muchachos y les dije que se marcharan a casa. Les dije que me había costado mucho dejarte atrás, y que eras una de las mejores corredoras que me habían seguido.
Amy frunció los labios.
—Es muy amable por tu parte, Shakira. Sin embargo, me ganaste.
—Vi lo que ocurría, el porqué de que no volvieras a saltar a la cinta. Algunos corredores hubieran corrido el riesgo de todos modos, incluso con menos espacio del que tú tenías. Hubieran saltado, y si un par de personas caían de la cinta, mala suerte. Me alegro de que no seas tan antisocial como para hacer eso.
—En fin, ¿qué es lo que quieres de mí? —le preguntó Amy.
Algunas mujeres se detuvieron cerca de ella para mirar el escaparate, pero ella no les prestó atención; ni siquiera en aquella zona maltrecha la gente sería tan grosera como para escuchar las conversaciones de los demás.
—Bueno, oí hablar de una chica, Amy Barone-Stein, que podía correr por las cintas con los mejores. Todavía conozco a algunos corredores, aunque mis amigos colegas no los aprobarían. Pensé que podrías ser un poco como yo; inquieta, quizás un poco enfadada con el entorno, que te preguntarías si alguna vez llegarías a ser algo más que una pieza de la maquinaria de la ciudad.
Amy retrocedió un poco.
—¿Y qué?
—Pensé que podría gustarte enfrentarte con un reto.
—Pero si acabas de decir que no querías en absoluto aquella carrera…
—No estoy refiriéndome a eso —le respondió Shakira—. Me refiero a un auténtico reto, algo mucho más duro y más interesante que correr por las cintas. Podría resultar valioso para ti si tienes las entrañas necesarias para hacerlo. 


Amy retrocedió otro paso, segura de que la mujer estaba a punto de proponerle una empresa turbia.
—Verás, yo formo parte del grupo de Lije, ya sabes, Elijah Baley, la gente que sale al Exterior una vez por semana. Su hijo, Bentley, es conocido mío.
Amy jadeó ante aquello, completamente sorprendida.
—Pero ¿por qué…?
—Sólo somos unos pocos de momento. La ciudad nos proporciona un poco de apoyo, principalmente por Lije, por el señor Baley, pero sospecho que el gobierno de la ciudad piensa, al igual que todo el resto, que somos unos excéntricos, y que nos engañamos al pensar que alguna vez podremos instalarnos en otro mundo.
—¿Para qué molestarse? —preguntó Amy—. Los Viajeros Espaciales no permitirán nunca que nadie salga de la Tierra.
—Lije salió, ¿no es cierto?
—Eso fue diferente, y lo enviaron de vuelta aquí tan rápidamente como les fue posible. Apostaría a que ni siquiera le dieron las gracias por resolver el asesinato. Nunca permitirán que un grupo de gente de la tierra se instale en uno de sus mundos.
—No, en uno de los suyos, no —Shakira se recostó contra el escaparate—. Pero Lije Baley está convencido de que finalmente permitirán que un grupo de colonizadores se instale en un planeta deshabitado, quizás antes de lo que creemos, y que nos proporcionarán naves para llegar hasta allí. Sin embargo, no podremos fundar otro mundo si no estamos capacitados para vivir en el Exterior de la ciudad.
—¿Y quieres que me una a ese grupo? —preguntó Amy.
—Pensé que podía interesarte. Nos vendrían bien nuevos reclutas, y los más jóvenes parecen adaptarse con mayor facilidad. Simplemente piensa en ello: Si llegamos a abandonar la Tierra, cada colono será necesario, todas las personas serán importantes y útiles. Necesitaremos gente dispuesta a apostar por una nueva vida, individualistas que quieran batir una marca, quizás incluso ciudadanos que sean un poco antisociales siempre que sean capaces de cooperar con los demás. Tú podrías ser una de esas personas, Amy.
—Si es que llegan a marcharse. 
Shakira sonrió.
—¿Qué puedes perder si lo intentas? —Hizo una pausa—. ¿Tienes siquiera una idea de lo precaria que es la vida en la ciudad? ¿Cuánto uranio más podremos conseguir para nuestras plantas energéticas? Piensa en la enorme cantidad de energía que necesitamos sólo para traer el agua hasta aquí y deshacernos de la basura. Imagínate solamente si se interrumpiera el suministro de aire simplemente durante una o dos horas; la gente moriría por cientos de miles. Tendremos que abandonar las ciudades. No pueden continuar creciendo indefinidamente sin ocupar tierras que necesitamos para el cultivo, o bosques que necesitamos para obtener madera. Habrá cada vez menos comida, menos espacio, menos de todo hasta que…
Amy miró a lo lejos durante un instante. Su madre le había dicho lo mismo.
—No hay futuro aquí, Amy —Shakira se acercó más a ella—. Puede haberlo para nosotros, en otros mundos.
Amy suspiró.
—Lo que hagan unas pocas personas no constituirá ninguna diferencia.
—Esto es el principio, y si tenemos éxito, otros nos seguirán. Parecías creer que lo que hacías era importante cuando sólo corrías por las cintas —La mujer le hizo un gesto para que se acercara—. Ahí va mi reto. Te estoy preguntando si saldrás al Exterior conmigo.
—¿Con esa gente?
—Ahora mismo. Sin duda, una corredora de cintas que se arriesgó a meterse en un atolladero y puso en peligro su vida, no tendrá miedo de salir al aire libre durante un instante.
—Pero…
—Vamos.
Siguió a Shakira calle abajo, incapaz de resistirse. La mujer se detuvo ante una abertura que había en los altos muros. Amy miró entrecerrando los ojos y distinguió un largo túnel débilmente iluminado con otro muro al final.
—¿Qué es esto? —preguntó Amy.
—Una salida. La mayoría de ellas están ahora bajo guardia, pero esta no lo está. Realmente no hay necesidad de tenerlas vigiladas; la mayoría de la gente no conoce su existencia o no quiere pensar en ellas. Incluso la gente que vive en esta subsección probablemente ha olvidado que la salida está aquí. ¿Vendrás conmigo?
—¿Y si alguien nos siguiera? —Amy miró nerviosamente hacia el final de la calle que parecía aún más vacía que antes—. No es nada seguro.
—Créeme, nadie nos seguirá. Prefieren creer que este sitio no existe. ¿Vendrás?
Amy tragó con dificultad y luego asintió con la cabeza. No era más que un pasadizo; no podía ser tan peligroso. Entraron; se mantuvo cerca de la mujer mientras el reconfortante sonido familiar de la calle se hacía cada vez más débil a sus espaldas.
—La salida está al final —le dijo Shakira.
La voz sonaba hueca en el extraño silencio. A Amy se le hizo un nudo en el estómago cuando llegaron al final.
—¿Preparada? —preguntó Shakira.
—Creo que sí.
—Cógete a mí. Estará oscuro en el Exterior; eso hará que sea más fácil para ti, y yo no te soltaré.
Shakira apoyó con fuerza una mano contra el muro del fondo. Apareció lentamente una abertura. Amy sintió el aire frío en el rostro; cuando salieron al Exterior, la puerta se cerró tras ellas. Cerró fuertemente los ojos; sentía terror de mirar y ya anhelaba la tibieza y la seguridad de la ciudad.
Una ráfaga de viento la abofeteó, mucho más feroz que el viento de las cintas más rápidas. Abrió los ojos y miró a lo alto. Por encima de su cabeza había un cielo negro moteado de estrellas, y aquel brillante disco perlado tenía que ser la luna. Exceptuando el viento y el frío que calaba hasta los huesos, podría haber estado dentro del planetario de la ciudad; pero el planetario no daba una idea correcta de lo enorme que era el cielo, ni mostraba las nubes plateadas que navegaban por debajo del negro firmamento. Bajó la mirada; ante ella se extendía una planicie blanca azulada y vacía, en la que sólo se alzaban las cúpulas de una granja distante. Sus oídos palpitaban ante aquel silencio roto sólo por el aullido intermitente del viento.
Aire libre; y la sustancia blanca que cubría el suelo tenía que ser nieve. El viento sopló nuevamente, levantando un blanco velo de copos, y luego murió. Había espacio a todo su alrededor, aire no filtrado, tierra bajo sus pies, y la luna bañándolo todo con su luz; la seguridad de los muros había desaparecido. El estómago se le agitaba mientras el corazón le latía con fuerza; la cabeza le daba vueltas. La mano con la que se sujetaba a Shakira se aflojó; la pálida planicie comenzó a girar a su alrededor. Luego comenzó a caer a través del infinito silencio sobre una oscuridad tan negra como el cielo…


Unos brazos la cogieron y la levantaron en vilo; sintió una tibieza en la espalda. El silencio había desaparecido. Manoteó en el aire y se dio cuenta de que estaba nuevamente en el interior del túnel.
Parpadeó; tenía la boca seca.
—¿Te encuentras bien? —Shakira le tocó la frente; Amy se apoyó pesadamente sobre la mujer—. Te metí dentro lo más rápidamente posible. Lo siento; olvidé que esta noche habría luna llena. Te habría resultado más fácil si hubiera estado todo completamente oscuro.
Amy tembló, temerosa de soltarse.
—No lo sabía —dijo—. No creía que… —Se estremeció con alivio, agradeciendo el aire tibio, el débil pero constante ruido de las calles, los muros de la ciudad. Intentó sonreír—. Supongo que no lo he hecho muy bien.
—Ya lo creo que sí. La primera vez que salí al Exterior, me desmayé inmediatamente después de respirar por vez primera al aire libre. La segunda vez volví corriendo dentro después de pocos segundos y juré que no volvería a poner nunca un pie en el Exterior. Tú lo has hecho muchísimo mejor que yo; estaba contando. Debes de haber estado de pie ahí fuera durante unos dos minutos.
Shakira la sostuvo a medias con un brazo, y ambas recorrieron lentamente el camino de vuelta a la calle.
—¿Puedes caminar sola? —preguntó la mujer cuando salieron del túnel.
—Creo que sí.
Shakira la soltó, y Amy miró hacia el fondo de la calle, que antes había parecido tan vacía, aliviada ante la visión de la gente.
—No podría volver a hacer eso, Shakira. No podría soportarlo… todo ese espacio…
—Yo creo que sí puedes —Shakira cruzó los brazos—. Puedes si no abandonas ahora. Volveremos a salir dentro de dos días. Necesitarás llevar más ropa; sería una buena cosa si pudieras conseguir guantes y una gorra.
Amy sacudió la cabeza, sorprendida ante la rareza de necesitar ropa más abrigada; la temperatura del interior no variaba nunca.
—Estamos en invierno, así que sólo daremos un corto paseo; no permaneceremos durante mucho tiempo en el Exterior. Me gustaría que nos acompañases. Yo me quedaré contigo junto a la entrada, y no tendrás que permanecer en el Exterior un segundo más de lo que puedas resistir. Créeme, que si continúas intentándolo, incluso aunque creas que no podrás soportarlo, se hará cada vez más fácil. Puede que incluso llegues a esperar el día con impaciencia.
—No sé… —comenzó a decir Amy.
—¿Lo intentarás?
Amy respiró profundamente para percibir el alma de la ciudad, la ligera esencia picante de los cuerpos, un soplo del perfume de alguien, un olor acre y penetrante que no pudo identificar; nunca antes había reparado en los olores.
—Lo intentaré —Frunció el entrecejo—. Mis padres me matarán si se enteran alguna vez. Tendré que pensar en una excusa…
—Pero es que debes decírselo a tus padres, Amy.
—Ellos nunca me dejarán salir.
—En ese caso deberás hallar una manera de convencerlos. Ellos tienen que estar enterados por dos buenas razones. Una es que si los chicos salieran al Exterior sin permiso de sus padres, le acarrearían problemas a Lije, y la otra es que podrían decidir unirse ellos mismos a nuestro grupo. Vendré a buscarte a tu domicilio, así que tendrás que decirles el porqué de que yo esté allí. Puedes darme tu respuesta entonces.
—Hay otra cuestión —dijo Amy—. Ese señor Baley es detective. Cuando descubra que me han detenido, puede que no me quiera en el grupo.
Shakira se echó a reír.
—No te preocupes por eso. Te contaré un secreto: Lije Baley fue un corredor de cintas bastante bueno en sus tiempos. Oí hablar un poco de su pasado por mi tío y otro de los compañeros que tenía en aquellos viejos tiempos. Él no utilizará eso contra ti, pero no les digas nada de ello a los demás. 
Shakira la cogió del brazo y caminaron juntas hacia las cintas.
—Será mejor que nos vayamos a casa.
Amy la miró de soslayo.
—¿No te gustaría otra carrera?
—Ni hablar. Tú ya te has metido en bastantes problemas, y ahora tenemos más que perder. Quizás un poco de baile, pero solamente si hay sitio y sólo en las cintas lentas.

Los robustos muros de la subsección de Kingsbridge rodearon una vez más a Amy. Casi había olvidado el frío, el viento, el silencio, el terrible vacío del Exterior.
Sin embargo sabía que tendría que volver a salir. Las reconfortantes cuevas de acero no serían siempre un refugio seguro. Tendría que encararse con el vacío hasta que ya no le tuviese miedo, y se preguntaba qué le parecería entonces la ciudad.
Esperó junto a la puerta del apartamento durante unos instantes antes de deslizar la llave en la ranura. Sus padres podrían estar ya durmiendo, y no podría hablarles de aquel acontecimiento a la hora del desayuno, en la cocina de la sección. Podría hablar con ellos al día siguiente, e intentaría no esperar demasiadas cosas.
La puerta se abrió; Amy entró en la casa. Los padres estaban aún despiertos, abrazados en el sofá; se enderezaron rápidamente y se arreglaron las ropas de dormir.
—¡Amy! —Su padre parecía ligeramente incómodo—. Llegas temprano.
—Pensé que llegaba tarde.
Él echó una mirada al aparato temporal de la pared.
—Oh…, creo que tienes razón. No me había dado cuenta. Bueno, lo dejaré pasar por esta vez.
Amy estudió a la pareja. Parecía que estaban de buen humor; los ojos marrones de su madre brillaban, y el rostro ancho de su padre carecía de la tensión habitual. Puede que no tuviera una oportunidad mejor para hablar con ellos, y no quería que su madre se enterase por el señor Lister, a la hora del desayuno, que no había estado en casa de Debora.
—Hum. —Amy se aclaró la garganta—. Quiero hablar con ustedes. 
El padre volvió a mirar el aparato temporal.
—¿Es importante?
—Es muy importante. 
Se encaminó hacia un sillón y se sentó delante de ellos.
—En realidad no puede esperar. Por favor, déjenme hablar hasta que haya acabado, y luego podrán decir todo lo que quieran —Hizo una pausa—. No estaba en casa de Deb. Sé que no debía hacerlo, pero he salido de la subsección.
Su padre se sobresaltó; la madre le cogió una mano.
—No para correr por las cintas, se los lo juro —agregó apresuradamente Amy.
Bajó los ojos, temerosa de mirarlos directamente, y luego les contó todo lo referente a su primer encuentro con Shakira, la carrera que culminó en desastre, el encuentro en la calle de Hempstead, lo que Shakira le había contado del grupo que salía al Exterior, y el reto que había aceptado aquella noche al enfrentarse con el espacio abierto de más allá de la ciudad. No había pensado contarles todos los detalles, pero para el momento en el que acabó el relato estaba segura de haber mencionado todo lo esencial.
—¿Saliste al Exterior? —susurró Alysha.
—Sí.
—¿No te sentiste aterrorizada?
—Nunca en mi vida he tenido tanto miedo, pero tenía que…, yo… 


El padre se hundió en el sofá.
—Nos has desobedecido deliberadamente —Parecía más exasperado que enfadado—. Nos mentiste al decirnos que estabas con Debora Lister. Saliste de la subsección para encontrarte con una joven dudosa que es una condenada corredora de cintas, y…
—No lo es —protestó Amy—. Ya no corre, y no lo habría hecho conmigo si yo no hubiera insistido, ya te lo he dicho. Eso fue culpa mía.
—Al menos estás admitiendo tu culpa —dijo él—. Yo te dejé hablar, así que ahora déjame acabar a mí. Ahora quiere que andes vagabundeando por el Exterior con ese grupo suyo. Te lo prohíbo, ¿me oyes? No quiero que vuelvas a tener nada más que ver con ella, y si te llama o viene aquí, yo mismo se lo diré. Tendré que ser más rígido contigo, Amy. Dado que no puedes ser sincera con nosotros acerca de tus actos, volverás a verte restringida nuevamente a este apartamento y...
—Rick —La voz de Alysha era baja pero firme—. Déjame hablar. Si el unirse a esa gente significa tanto para Amy como parece, pienso que quizá debería hacerlo.
El rostro de Ricardo palideció mientras se volvía hacia su esposa.
—Ya sé que nos ha desobedecido, pero creo poder entender por qué le parecía algo tan necesario como para hacerlo. De todas formas, ¿en cuántos líos podría meterse si hay un detective con ellos? Parecen bastante inofensivos.
—¿Inofensivos? —exclamó el esposo—. Saliendo al Exterior, engañándose a sí mismos acerca de…
—Déjala ir, Rick —Alysha estrechó la mano de él, que tenía entre las suyas propias—. Esa joven le ha dicho la verdad. Tú sabes que es cierto, tú puedes ver lo que muestran las proyecciones estadísticas del Departamento, tanto si quieres reconocerlo como si no. Si existe alguna posibilidad de que esa gente que está con Elijah Baley pueda marcharse de la Tierra, tal vez sería mejor que Amy se fuera con ellos.
Amy contuvo la respiración, sorprendida por el hecho de que su madre tomara partido por ella y se enfrentara al padre en su presencia.
—¿Tú aceptarías eso? —preguntó Ricardo—. ¿Y si los Viajeros del Espacio le permitieran a esa gente abandonar la Tierra, y no es que yo crea que exista la posibilidad, pero y si así lo hiciesen? ¿Me estás diciendo que te contentarías con no volver a ver a tu hija nunca más?
—No me contentaría, tú lo sabes muy bien. ¿Pero puedo aferrarme a ella si tiene la oportunidad, por pequeña que sea, de hacer otra cosa? Sé cómo será su vida aquí, quizá más de lo que tú lo sabes. Prefiero saber que está haciendo algo significativo para sí misma en otra parte, aunque eso signifique que la perdamos, a tener que continuar viviendo con la pretensión de que no veo sus frustraciones y decepciones.
Rick levantó la mirada.
—No puedo creer que esté oyéndote decir eso.
—Oh, Rick —Ella le soltó la mano—. Hace años hubieras esperado oírme decir y hacer lo inesperado. 
Sonrió ante su propia frase.
—¡Cuán convencionales nos hemos hecho desde entonces! —Lo miró fijamente durante un instante—. Quizás yo acompañe a Amy cuando vaya a encontrarse con el grupo. Después de todo, tengo que ver qué clase de gente son. Tal vez salga yo misma al Exterior.
El esposo frunció el entrecejo con aire vencido.
—Esta es una bonita situación —dijo—. No sólo tengo una hija desobediente, sino que ahora también tengo a mi esposa contra mí. Si mis compañeros de trabajo se enteran de que ambas andan por ahí con ese grupo de Baley, probablemente no me hará mucho bien dentro del Departamento.
—¿De veras? —La madre de Amy arqueó las cejas—. Ellos siempre han sabido que nosotros dos éramos un poco, digamos excéntricos, y eso no te ha molestado siquiera una vez. Tal vez deberías acompañarnos y conocer el grupo del señor Baley. Sería más prudente hacer que tus colegas pensaran que compartes nuestro punto de vista, por extraño y divertido que pueda parecerles a ellos, que dejar que crean que se ha abierto una brecha entre nosotros —Torció ligeramente la boca—. Ya sabes lo que dicen: Las familias felices y unidas hacen una ciudad mejor.
Ricardo se volvió a mirar a Amy.
—¿Volverías a hacerlo? Me refiero a salir al Exterior. ¿Volverías a pasar realmente por ello?
—Sí, lo haría —replicó Amy—. Sé que será una experiencia dura, pero lo intentaría.
—Es tarde —le dijo el padre—. Ahora no puedo pensar en ello. 
Se puso de pie y cogió a Alysha del brazo cuando ella se levantó.
—Discutiremos de este asunto mañana, cuando haya tenido tiempo para considerarlo. Buenas noches, Amy.
—Buenas noches.
La madre le estaba susurrando algo al padre cuando Amy se encaminó hacia su habitación. El padre había cedido de momento, y era casi seguro que la madre lo haría cambiar de opinión. Se desvistió para meterse en la cama, convencida de haber ganado la batalla.
Se tendió, cansada y a punto de dormirse, y pronto se deslizó al interior de un sueño. Volvía a estar sobre las cintas, atravesando sobre ellas un arco que se abría al Exterior, pero en esa ocasión no tenía miedo.

La ciudad dormía. Las cintas y caminos expresos continuaban funcionando; transportaban a los pocos que permanecían despiertos: Jóvenes amantes que se habían escabullido para encontrarse, policías que hacían su ronda, trabajadores del hospital que se dirigían hacia sus casas después del turno de noche, y almas inquietas empujadas a deambular por las cavernas de Nueva York.
Amy estaba de pie sobre una cinta, rodeada de personas dispersas aquí y allá. Cuatro chicos pasaron en medio de una carrera, saltando de una cinta a otra; por un momento sintió la tentación de unirse al juego. Anteriormente había salido algunas veces durante la noche, para practicar algunas maniobras cuando las cintas estaban más vacías, y regresado a su subsección antes de que despertaran sus padres. La cinta más lenta comenzó a verse paulatinamente más concurrida; la ciudad estaba despertando. Sus padres estarían ya levantados cuando ella volviera a casa, pero estaba segura de que comprenderían por qué había salido aquella noche.
Los dos habían ido con ella a conocer a Elijah Baley y su grupo. El detective era un hombre alto de cabellos oscuros, con un rostro alargado y solemne que se había animado un poco cuando Shakira le había presentado a los nuevos reclutas. La madre y el padre de Amy no habían salido al Exterior con ellos; quizá lo hicieran la próxima vez. Ella sabía el gran esfuerzo que aquello les exigiría, y esperaba que lograran reunir la valentía suficiente como para dar ese paso. La acompañarían cuando volviera a reunirse el grupo; al menos le habían prometido eso. Cuando Amy fuese capaz de enfrentarse al espacio abierto sin miedo, de caminar por la tierra valientemente, como lo hacía Shakira, tal vez sería ella misma quien los conduciría al Exterior.
Dio un salto vertical, giró en el aire como un derviche, y corrió por la cinta. La banda metálica zumbaba bajo sus pies; podía oír nuevamente su música. Dio un brinco hacia delante, describió una voltereta en el aire, aterrizó primero sobre las manos y luego cayó sobre los pies, se irguió y saltó a la cinta siguiente. Danzó atravesando las bandas grises hasta llegar al camino expreso y subió a bordo del mismo.
Las manos se le tensaron sobre el mástil cuando evocó el primer atisbo de luz diurna de su vida. La blancura de la nieve había sido cegadora, y en el cielo azul completamente limpio, había visto una brillante bola de llamas, el sol desnudo. Había sabido que estaba de pie sobre una bola de tierra cubierta sólo por un fino velo de aire, una mota que caía a través de un espacio más vasto y vacío que cualquier cosa que ella pudiera haber visto jamás. Entonces se había apoderado de ella el terror, y la había empujado de vuelta al interior donde se había acurrucado sobre el piso, enferma de miedo y desesperación; pero también había estado el fuerte brazo de Shakira para ayudarla a ponerse nuevamente de pie, y la voz de Elijah Baley que le hablaba de sus propios miedos pasados. Amy no había vuelto a salir al Exterior aquel día, pero había permanecido en la puerta abierta y se había obligado a respirar más aire ventoso.


Aquello era un principio. Tenía que enfrentarse a aquel reto si quería conducir alguna vez a otros al exterior, o seguir a los esperanzados colonos a otro mundo.
Dejó el camino expreso y danzó por las cintas luciendo su destreza, imaginando que corría una última carrera. Estaba cerca de la calle Hempstead, donde se había encontrado con Shakira.
La calle estaba prácticamente vacía y el escaparate de las tiendas a oscuras. Amy bajó de las cintas, anduvo apresuradamente en dirección al túnel y corrió por el pasadizo hasta que su respiración se convirtió en un jadeo rápido y entrecortado. Cuando llegó al final vaciló sólo durante un momento, y luego presionó el muro con las manos.
El espacio abierto apareció ante ella. El apagado zumbido de las lejanas cintas se desvaneció detrás de ella, y se encontró en el Exterior sola, con el viento de la mañana en el rostro. El cielo era una bóveda oscura que se abría en lo alto. Miró hacia el este y vio que la aurora iluminaba la cueva estrellada.

FIN

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