2025/03/10

El borde (Richard Matheson)


Título original: The Edge
Año: 1958


Eran casi las tres menos dos cuando al fin se presentó una oportunidad para ir a almorzar.
Antes de ese momento su escritorio había estado materialmente cubierto de papeles y documentos que parecían exigirle que se ocupara de ellos; su teléfono había estado sonando ininterrumpidamente, y un verdadero ejército de obstinados visitantes había puesto sitio a su despacho. Hacia las doce sentía los nervios tirantes, como cuerdas de violín tensas al máximo. A la una, las cuerdas estaban ya a punto de romperse. Para la una y media ya estaban empezando a romperse. Le era preciso escapar… en ese momento, en ese instante; huir a refugiarse en el tranquilo reservado de algún restaurante, tomar un coctel y comer algo con toda la calma y tranquilidad que pudiera; escuchar música suave… Tenía que hacerlo.
Una vez en la calle dirigió sus pasos lejos de la zona de los establecimientos donde usualmente comía, ya que no quería correr el riesgo de encontrarse con alguna persona conocida. Aproximadamente a medio kilómetro de su oficina, encontró un restaurante subterráneo de nombre Franco’s. Explicó a la encargada lo que deseaba y ésta lo condujo a un reservado de la parte trasera, donde él ordenó un martini; luego, cuando ella se hubo alejado, estiró las piernas bajo la mesa y cerró los ojos. Exhaló un suspiro de satisfacción. Aquello era excelente; iluminación tenue, el aparato de sonido que emitía música apenas audible y una bebida reconfortante. Suspiró de nuevo.
"Sólo tendré que soportar unos cuantos días como este, y después me iré", pensó.
—¡Hola, Don!
Al escuchar este saludo, abrió los ojos en el preciso momento en que un hombre se dejaba caer en el reservado, frente a él.
—¿Cómo te ha ido? —preguntó el hombre.
—¿Qué? —Donald Marshall se le quedó mirando fijamente.
—A mí, más mal que bien… ¡Qué día…! ¡Qué día! —Comentó el individuo ante los azorados ojos de Donald—. ¿Y a ti?
—Me parece que no… —principió a decir Marshall.
—¡Ah! —exclamó el hombre, con un gesto de satisfacción, al ver que la encargada traía el martini—. Eso me gusta. Traiga otro para mí, por favor; lo más seco que sea posible.
—Sí, señor —contestó la muchacha, que se retiró enseguida.
—Me agrada Franco’s —comentó el hombre, estirándose—. No hay otro lugar como éste para refugiarse cuando el trabajo se vuelve insoportable, ¿verdad?
—Mire —contestó Marshall, con una sonrisa de perplejidad—, creo que ha cometido usted un error.
—¿Cómo? —inquirió el hombre apoyándose en el respaldo y sonriendo a su vez.
—Dije que me parece que ha cometido usted un error.
—¿Qué error? —murmuró el hombre—. ¿Se me olvidó rasurarme? Ello me sucede a menudo. ¿No se trata de eso? —preguntó al ver que Marshall fruncía el entrecejo—. ¿O es que tengo torcida la corbata?
—No, no, usted no entiende lo que… —empezó a explicar Marshall.
—¿De qué se trata, pues? 
Marshall se aclaró la garganta.
—Yo… No soy la persona con quien usted cree que está hablando —declaró Marshall.
—¿Qué? —preguntó el hombre, expresando con la mirada el asombro más grande—. ¿Qué cuento es ese, Don?
Marshall apretó su vaso, molesto.
—Exactamente eso es lo que yo quiero saber —respondió, con menos cortesía.
—No te entiendo —declaró el hombre.
—¿Quién piensa usted que soy yo? —inquirió Marshall, elevando un poco la voz.
Antes de poder contestar, el hombre se quedó boquiabierto unos momentos.
—¿Qué pretendes —respondió al fin— al preguntarme eso? ¿Que quién pienso yo que…?
Se interrumpió cuando la camarera se acercó para dejar el segundo martini. Ambos se quedaron inmóviles durante los breves momentos en que ella estuvo cerca.
—Bueno, pues… —empezó el hombre, tratando de encontrar las palabras adecuadas.
—Mire —lo interrumpió Marshall—. No le reprocho nada. Pero usted no me conoce, ni me ha visto de lejos siquiera en toda su vida.
—¡Que no…! —exclamó el hombre, alarmado—. ¿Que no te conozco?
Marshall no pudo reprimir una sonrisa.
—Esto es verdaderamente cómico —expresó.
El hombre sonrió también, con un gesto de empezar a entender.
—Comprendo. Estabas tratando de burlarte de mí, y la verdad, lograste confundirme por un momento.
Marshall dejó caer con violencia el vaso; los músculos de la cara empezaron a ponérsele tensos.
—¡Esto ya me está colmando la paciencia! —declaró—. Y no estoy dispuesto a…
—Don… —lo interrumpió el hombre—. ¿Qué te pasa? 
Marshall suspiró profundamente, tratando de calmarse.
—Muy bien —respondió en tono conciliatorio—. Supongo que se trata de una auténtica equivocación. ¿Quién cree usted que soy yo? —preguntó, tratando de sonreír.
El hombre no replicó. Se quedó mirando fijamente a Marshall.
—¿Y bien? —interrogó Marshall, sintiendo que empezaba a perder la paciencia.
—¿No es una broma? —inquirió a su vez el hombre.
—¡Mire usted, señor; ya…!
—No, no… espere un momento —lo detuvo el hombre, elevando una mano—. Me… me parece que es posible que existan dos hombres tan parecidos que… —no terminó la frase y se quedó mirando fijamente a Marshall—. Don —continuó después de algunos instantes—, ¿de veras no estás tratando de reírte a mis costillas?
—¡Óigame!
—Muy bien; le ruego me disculpe —capituló el hombre. Se puso a observar detenidamente a Marshall. Luego se encogió de hombros y sonrió, perplejo—. Hubiera podido jurar que usted era Donald Marshall.
Marshall sintió que algo frío empezaba a oprimirle el corazón.
—Soy Donald Marshall —se oyó declarar enfáticamente.
Lo único que se escuchaba en el restaurante era la música, acompañada del tintineo de los cubiertos de plata.
—¿Pero qué significa esto? —preguntó el hombre.
—Usted me dirá —replicó Marshall, con voz ahogada.
—Esto —razonó el hombre, mirándolo fijamente— me parece demasiado como para tratarse de un chiste.
—¡Escúcheme! ¡Ya no aguanto más! —gritó Marshall.
—Muy bien, muy bien —trató de apaciguarlo el hombre, elevando ambas manos como para implorar un momento de calma—. Usted asegura que yo no lo conozco. Muy bien. Pero tiene usted que admitir que nos encontramos ante un caso insólito: Que usted no sea sólo idéntico a mi amigo, sino que también se llame igual que él. ¿Es posible esto?
—Parece que sí —contestó Marshall.
De pronto, tomó su vaso para encontrar en la bebida un momentáneo refugio contra los extraños pensamientos que todo aquel incidente le inspiraba. El hombre hizo lo mismo. 


La camarera se acercó a preguntar si deseaban alguna otra cosa, y Marshall le indicó que regresara más tarde.
—¿Y usted cómo se llama? —preguntó Marshall al hombre.
—Arthur Nolan.
—Entonces, definitivamente, no lo conozco —declaró Marshall, sintiendo malestar en el estómago.
El hombre se apoyó en el respaldo y contempló largamente a Marshall.
—Increíble —razonó en voz alta—. Absolutamente increíble. 
Marshall sonrió y dirigió la vista hacia su vaso.
—¿Dónde trabaja usted? —inquirió el hombre.
—En la compañía American Pacific Steamship —contestó Marshall, alzando la vista. Sentía que aquello, lejos de molestarlo, empezaba a divertirlo. Era algo tan extraordinario, que bien podría servir para que su cerebro descansara de los ajetreos del día.
El hombre se puso a examinarlo con la mirada, y Marshall notó que su breve entusiasmo se esfumaba.
De repente, el hombre soltó una carcajada.
—Debes haber tenido una mañana terrible, camarada —comentó, entre risas.
—¿Qué?
—¡Ya basta! —declaró el hombre.
—¡Óigame!
—Me rindo —capituló Nolan, dibujando una amplia y divertida sonrisa.
—¡Por todos los demonios! —estalló Marshall.
El hombre pareció asustarse. Abrió la boca y colocó el vaso en la mesa.
—Don, ¿qué te ocurre? —preguntó con entonación de angustia.
—Usted no me conoce —respondió suavemente, y reprimiéndose, Marshall—. Ni yo lo conozco a usted. ¿Sería tan amable de aceptar eso?
El hombre volvió la cabeza hacia todos lados, como buscando auxilio. Luego se apoyó con los mesa, acercándose a su interlocutor.
—Don, por favor, dime —murmuró lleno de alarma—. ¿Estás seguro de que no te acuerdas de mí?
Marshall suspiró profundamente y apretó los dientes, sintiendo que la cólera principiaba a invadirlo. El hombre se recostó hacia atrás. Marshall empezó a su vez a asustarse, al ver la expresión del hombre.
—Alguno de nosotros dos está loco —declaró Donald, tratando en vano de dar a su voz una entonación de indiferencia.
Nolan tragó con dificultad. Se puso a mirar su vaso, como si no se atreviera a ver el rostro de Marshall.
De pronto, Donald empezó a reír.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Vaya escena! Usted está verdaderamente convencido de que me conoce, ¿no?
El hombre hizo una mueca.
—El Donald Marshall que yo conozco —indicó— también trabaja en la American Pacific.
—Eso es imposible —sentenció Marshall, estremeciéndose.
—No —respondió fríamente el hombre.
Durante un momento, Marshall pensó que aquello constituía alguna extraña intriga que se estuviera tramando contra él, pero la alarmada cara del hombre debilitó dicha suposición. Tomó un sorbo de su martini. Luego, con todo cuidado, puso el vaso en la mesa y extendió sobre ella las palmas de las manos, como si, en su confusión, tratara de buscar ayuda en el mueble.
—¿American Pacific Steamship Lines? —preguntó.
—Sí —respondió el hombre, asintiendo a la vez con la cabeza. Marshall sacudió con obstinación la cabeza.
—No puede ser —explicó—. No hay ningún otro Marshall en nuestra oficina. A menos que —agregó rápidamente— alguno de nuestros mecanógrafos del piso bajo…
—Pero tú eres… —lo interrumpió Nolan nerviosamente—. Él es uno de los jefes.
Marshall bajó lentamente las manos y las colocó sobre las rodillas.
—Entonces no comprendo —meditó en voz alta, arrepintiéndose al instante de haber dado a conocer su pensamiento—. Ese hombre —agregó Marshall—, ¿le dijo a usted que trabajaba allí?
—Sí.
—¿Podría usted demostrarlo? —inquirió, en actitud de reto—. ¿Puede probar que trabaja en esa compañía y que se llama igual que yo?
—Don, por favor…
—¿Tiene pruebas o no? —preguntó, exasperado, Marshall.
—¿Está usted casado? —interrogó a su vez Nolan.
Marshall titubeó. Luego, después de aclararse la garganta, respondió:
—Sí.
Nolan se inclinó hacia adelante.
—¿Con Ruth Foster? —preguntó a Marshall, poniendo especial énfasis al pronunciar el nombre de la mujer.
Marshall no pudo ocultar su sobresalto.
—¿No vive usted en la isla? —lo presionó Nolan.
—Sí —respondió débilmente Marshall—, pero…
—¿En Huntington?
Marshall no pudo ni siquiera asentir con la cabeza.
—¿Estudió usted en la Universidad de Columbia?
—Sí, pero…
Con una mezcla de alarma, indignación e impotencia, unió los bordes de los dientes, apretándolos.
—¿Se graduó usted en el mes de junio de 1940?
—¡No! —Marshall se aferró a esta inexactitud—. Yo me gradué en enero de 1941. ¡Mil novecientos cuarenta y uno!
—¿Fue usted teniente en el ejército? —continuó preguntando Nolan, sin hacer caso de la anterior negativa.
Marshall dio un involuntario salto en su asiento.
—Sí —respondió—. Pero usted dijo…
—¿En el batallón ochenta y siete?
—¡Oiga! —exclamó Marshall empujando a un lado su casi vacía copa, como si quisiera tener más espacio para realizar su defensa—. Puedo darle dos explicaciones igualmente buenas para aclarar todo este asunto. Primera: Un hombre que se parece a mí y sabe algunas cosas sobre mi vida, está pretendiendo suplantarme, sólo Dios sabe por qué. Segunda: Usted se ha estado informando acerca de mí y todo lo que me concierne con el fin de enredarme en algo. No, ¡usted puede negarlo, por supuesto! —Añadió casi presa de frenesí, al ver que Nolan hacía intentos de responderle—. ¡Puede hacerme todas las preguntas que quiera, pero yo sé quién soy, y ya descubrí lo que usted pretende!
—¿Está seguro? —preguntó el hombre, sumamente turbado. 
Marshall encogió las piernas bruscamente.
—Entiéndalo bien —advirtió Marshall—. No me da la gana seguir sentado aquí discutiendo con usted. Todo esto es absurdo, de principio a fin. Vine para descansar y estar tranquilo un rato… a este sitio al que nunca había venido y…
—Don, aquí es donde nos reunimos todos los días a comer —trató de explicarle Nolan, quien, aún más impresionado que Marshall, parecía enfermo.
—¡Eso no es cierto! ¡Es una estupidez!
Nolan se limpió los labios con el dorso de la mano.
—¿De modo que tú… tú crees que se trata de un juego sucio? —inquirió Nolan, más entristecido que enojado.
Marshall se quedó mirándolo. Podía sentir dentro de su pecho los violentos latidos del corazón.
—¿O que hay algún hombre que se quiere hacer pasar por ti? ¡Dios mío! Me parece que… bueno, que si yo fuera tú —siguió en voz baja, y sin atreverse a levantar la vista— iría a…, a consultar a un doctor… a un…


—¡Basta! —lo interrumpió violentamente Marshall—. Creo que ya es tiempo de que alguno de nosotros se vaya —miró hacia todos lados—. Hay bastantes lugares vacíos.
Apartó rápidamente la vista de la afligida cara de Nolan y tomó su martini.
—¿Y bien? —agregó, al ver que Nolan no se movía. Nolan sacudió tristemente la cabeza.
—¡Dios mío! —murmuró.
—¡Dije que ya era suficiente! —gritó Marshall.
—Pero, Don —trató de calmarlo Nolan—, ¿no puedes comprender? ¿Quieres quedarte con esa falsa impresión?
Marshall comenzó a levantarse.
—No, no; espera —lo detuvo Nolan—. Yo soy el que me voy a ir —se quedó mirando, completamente aturdido, a Marshall—. Ya me voy —repitió.
Se levantó con dificultad, como si tuviera puesta una pesada carga de plomo sobre los hombros.
—No sé en realidad qué decirte, Don —musitó Nolan—; pero… ¡por el amor de Dios!, ve a consultar a un médico… a un…
Se quedó a un lado del reservado, durante un largo rato, contemplando a Marshall. Después, se volvió y caminó de prisa hacia la puerta de salida.
 
Marshall lo observó alejarse.
Cuando el hombre se hubo ido, Marshall se recostó en el respaldo y se puso a mirar distraídamente el vaso. Tomó el palillo de dientes que venía en el coctel y empezó a juguetear con la pequeña cebolla encurtida que estaba en uno de sus extremos. Al llegar la camarera, le ordenó lo primero que vio en el menú.
Mientras comía se puso a pensar en lo desquiciante que había sido todo aquello. Porque, a menos que Nolan fuese un consumado actor, había parecido real y sinceramente alarmado por lo que había sucedido.
¿Pero qué era exactamente lo que había pasado? Una cosa era sufrir una confusión respecto a la identidad de una persona y otra muy distinta era una equivocación que, como aquella, tuviera visos de verosimilitud. ¿Cómo se explicaba que aquel hombre supiera tantas cosas sobre él? ¿Y sobre Ruth, Huntington, la American Pacific, y hasta sobre su grado de teniente en el escuadrón 78? ¿Cómo?
Súbitamente, recordó.
Años antes había sido muy aficionado a las novelas de ciencia ficción, que trataban de viajes a la luna, máquinas para avanzar o retroceder en el tiempo, y otras cosas semejantes. Y uno de los temas que con más frecuencia se repetían, era el de los universos alternos; una descabellada teoría, según la cual existe, para cualquier acontecimiento posible o imaginable, un universo diferente. Según ella, podría haber otro universo dentro del cual había conocido a Nolan, se hubiera reunido con él diariamente en Franco’s y se hubiese recibido en la universidad con un semestre de anticipación.
Era absurdo, pero, al menos, constituía una explicación. Como si al entrar en Franco’s hubiera, accidentalmente, entrado también en ese otro universo, el cual estuviera ligeramente descentrado respecto a aquel en el que estaba cuando aún no había salido de la oficina.
"¿Puede ser posible", meditó, "que a toda la gente le pase lo mismo, y que, sin saberlo, esté cambiando de universo constantemente? Quizá yo, sin advertirlo, he estado entrando y saliendo de ellos durante toda mi vida; y sólo ahora lo supe, a causa de una simple casualidad que me hizo pasar de modo violento a un distinto universo, sin haber perdido todavía la conciencia del anterior".
Cerró los ojos y se estremeció. "Dios mío", dijo dentro de sí; "¡Oh, Dios del Cielo! ¡He estado trabajando demasiado!". Se sentía como si estuviera en el borde de un precipicio, esperando que alguien lo empujara. Hizo grandes esfuerzos para dejar de pensar en su conversación con Nolan. Si continuaba meditando en eso, se vería obligado a tratar de resolver el misterio que entrañaba, y no se sentía aún preparado para ello.
Después de un momento pagó su cuenta y salió del restaurante, experimentando una molesta sensación en el estómago, como si el alimento se le hubiera convertido en un gélido y pesado bloque de hielo. Se dirigió en taxi a la estación de Pennsylvania y, después de una corta espera, abordó el tren que iba hacia la costa del norte. Durante todo el trayecto a Huntington, estuvo sentado en el vagón para fumadores, con un cigarrillo apagado entre los dedos, observando el paisaje. El malestar que sentía en el estómago, lejos de disminuir, aumentaba.
Al llegar a Huntington, atravesó la estación y se dirigió al sitio de los taxis que estaban esperando a los pasajeros. Escogió, deliberadamente, el mismo que le daba servicio todos los días.
—Por favor, lléveme a mi casa —dijo al chófer, mirándolo ansiosamente, con el temor de no ser reconocido.
—Con mucho gusto, señor Marshall —respondió el chófer, sonriendo.
Marshall se recostó, suspirando, en el respaldo. Tenía los dedos acalambrados.
—Hoy regresó usted muy temprano —comentó el chófer—. ¿Se siente mal?
Marshall tragó saliva.
—No exactamente. Es sólo un simple dolor de cabeza —respondió.
—Espero que se le pase pronto.
Mientras iban a su casa, Marshall observaba atentamente el pueblo, esperando, aunque no se atrevía a confesárselo, encontrar discrepancias, diferencias. Mas no halló ninguna; todo estaba igual. Sintió que su estómago empezaba a mejorar.
Ruth estaba en la sala, cosiendo.
—Don —lo saludó, al tiempo que se levantaba y corría a abrazarlo—. ¿Te pasa algo malo?
—Es que me duele la cabeza; por eso volví más temprano.
—¡Oh! —exclamó ella. Lo condujo cariñosamente hacia una silla y le quitó la chaqueta y los zapatos—. Enseguida te traeré algo para que te mejores.
—Gracias.
Ruth empezó a subir las escaleras. Marshall observó el cuarto donde se encontraba. Sonrió. Todo estaba como siempre, hasta en sus menores detalles. Ya no había por qué preocuparse.
Ruth iba bajando las escaleras cuando sonó el teléfono. Empezó a levantarse, pero ella dijo:
—Yo voy a contestar, mi amor.
—Está bien.
Él la observó cuando, en el corredor, levantaba el aparato y contestaba.
Ruth, con el receptor en la oreja, se quedó escuchando.
—Sí, mi amor —dijo ella automáticamente—. ¿Vas a…?
De pronto se detuvo, y, separando el receptor, se quedó viéndolo horrorizada.
Lo volvió a colocar en su oreja.
—¿Vas… a venir hoy muy tarde? —preguntó con débil voz.
Marshall sintió que se paralizaba en el asiento, incapaz de apartar la vista de Ruth. Ni siquiera cuando ella, aún sosteniendo el receptor, se volvió para mirarlo pudo moverse.
"Por favor", dijo él mentalmente, "por favor no lo digas. Te lo suplico".
—¿Quién es usted? —preguntó Ruth.


FIN

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