Título original: Der lange weg der rache
Año: 1971
Extracto de la Enciclopedia Universal de Bernard, edición de 2176:
"Ya en el siglo XIX describió el escritor inglés H. G. Wells una máquina del tiempo. Sin embargo, hasta el año 2145 fracasaron todos los intentos de construir semejante ingenio. Después, el genial físico Karel Dekker desarrolló un aparato de base hiperenergética que hizo posible el traslado de objetos y seres vivientes al pasado. Lo que por desgracia no se ha logrado todavía es hacer volver a nuestra época presente la materia enviada entonces unos quinientos años atrás. Un viaje al futuro se considera imposible, en general, ya que éste no existe todavía".
El juez Jenner estaba plenamente convencido de haber actuado con justicia y según las leyes. Desde el comienzo del proceso compartió la opinión del fiscal, incluso de manera abierta, pese a que no podía hacer tal cosa. Por ello surgieron diferencias de opinión con el abogado defensor, que tuvo que resignarse a ver perdida la causa de su mandante. No era el cobro de sus honorarios lo que preocupaba a éste. Aunque el barón Edmond von Klarenbach desapareciera para siempre del círculo de los actualmente vivientes, el abogado obtendría su remuneración. Von Klarenbach era hombre acaudalado y debería pagar a su defensor antes de abandonar definitivamente su época.
Porque en eso consistía la condena del juez Jenner.
Hacía tiempo que se había abolido la pena de muerte. Dado que, según Dekker, no podía existir un contrasentido cronométrico (afirmación comprobada por él a través de experimentos), se había adoptado el simple método de enviar al pasado, con ayuda de la máquina inventada por Dekker, a los condenados a la última pena. Allí desaparecían a perpetuidad y ahorraban dinero y disgustos al mundo actual. Era un sistema humano de sacarse de encima a los elementos indeseables.
En el fondo, el barón Edmond von Klarenbach era inocente. También Jenner lo sabía. No obstante, había pronunciado la sentencia que, en realidad, tenía ya decidida antes de iniciarse el proceso.
La cosa se remontaba a los tiempos de su padre, antes de la invención de la máquina del tiempo. Propiamente, todo había empezado por una insignificancia fácil de solucionar mediante una discusión sensata, pero tanto el concejal Jenner como el barón Clavius von Klarenbach eran unos testarudos.
El concejal era un apasionado cazador, y un día, persiguiendo a un magnífico venado de doce puntas, se adentró sin querer en los terrenos del barón. Allí tuvo suerte y cobró pronto la pieza, pero el barón Clavius le acusó de caza furtiva. Se llegó a una conciliación, como era de esperar. Sin embargo, Jenner ya no pudo prosperar en su carrera política y nunca pudo quitarse del todo el mal sabor que el desagradable suceso dejara en él. Murió pocos años después, cuando tenía ya próxima la jubilación.
Su único hijo, Richard Jenner, había estudiado Derecho, y a él le confió el viejo su último deseo; que se vengara del barón Clavius von Klarenbach o del descendiente de éste.
Al principio, Richard no se avenía a la idea de hacer daño a un desconocido, por lo que decidió visitar al anciano barón en su propiedad. Encontró al señor del castillo de un pésimo humor y, al darse a conocer, fue echado sin miramientos de la mansión por el joven Edmond von Klarenbach y un lacayo.
Este suceso quedó grabado en la mente de Richard Jenner, que algunos años más tarde fue nombrado juez. Y llegó el día en que determinó cumplir la oscura última voluntad de su padre.
La ocasión no había de tardar en presentarse, ya que la reforma agraria descubrió ciertas cosas que no arrojaban una luz nada favorable sobre los manejos del joven barón. Edmond von Klarenbach había forzado a varios pequeños terratenientes y campesinos a renunciar a sus derechos con el objeto de conservar íntegra la propiedad que desde hacía siglos había pertenecido a su familia. Una historia complicada, como bien sabía el juez Jenner, pero cuando le fue confiado el caso, empezó a buscar y estudiar todo el material de información que fue posible obtener. Y aunque halló algunas incongruencias a lo largo de su minuciosa labor, no dejó que le apartaran de su decisión. Su deber consistía en eliminar de una vez para siempre al odiado barón. Poco le importaba, para lograrlo, ayudar a que se hiciera justicia a los acreedores o favorecer a bribones. Lo único que ansiaba era cumplir el deseo de su padre.
En el siglo XXII, y pese a todas las innovaciones sociales y sus correspondientes leyes, el sentido de la tradición había renacido con inusitada fuerza. El hijo seguía los negocios del padre y se ocupaba de terminar lo que la muerte había impedido a éste llevar a cabo.
Entre estas cosas figuraba la venganza.
Cuando el juez Jenner hubo repasado todo el material, supo por dónde agarrar al barón Edmond von Klarenbach. Firmó una orden de arresto por extorsión.
No fue difícil para Jenner reunir pruebas. Sacrificando buena parte de su propia fortuna, movió a aquellos terratenientes perjudicados por von Klarenbach a formular su denuncia de manera más dura. La coacción se transformó en exacción, y con ello el aristócrata estuvo perdido.
El juez Jenner le condenó a ser trasladado, mediante la máquina del tiempo, a una época indeterminada: Más o menos, a quinientos años atrás.
Y eso, aunque no lo fuera, equivalía a una condena a muerte.
Durante su última noche en la celda, Edmond von Klarenbach llegó a la conclusión de que existía un camino para revisar un día esa sentencia.
Y se juró seguirlo.
Richard Jenner respiró aliviado cuando al día siguiente, al término de su trabajo, regresó al hogar y se sentó dispuesto a repasar la correspondencia. Su ama de llaves estaba de vacaciones, y él era soltero.
Comenzó por leer las cosas de poca importancia y dejó para el final el grueso sobre que ya le llamara la atención desde el principio. La empinada letra resultaba anticuada y un poco pedante, pero no le pareció del todo desconocida.
El sobre no llevaba indicación del remitente.
Al principio, Richard no se avenía a la idea de hacer daño a un desconocido, por lo que decidió visitar al anciano barón en su propiedad. Encontró al señor del castillo de un pésimo humor y, al darse a conocer, fue echado sin miramientos de la mansión por el joven Edmond von Klarenbach y un lacayo.
Este suceso quedó grabado en la mente de Richard Jenner, que algunos años más tarde fue nombrado juez. Y llegó el día en que determinó cumplir la oscura última voluntad de su padre.
La ocasión no había de tardar en presentarse, ya que la reforma agraria descubrió ciertas cosas que no arrojaban una luz nada favorable sobre los manejos del joven barón. Edmond von Klarenbach había forzado a varios pequeños terratenientes y campesinos a renunciar a sus derechos con el objeto de conservar íntegra la propiedad que desde hacía siglos había pertenecido a su familia. Una historia complicada, como bien sabía el juez Jenner, pero cuando le fue confiado el caso, empezó a buscar y estudiar todo el material de información que fue posible obtener. Y aunque halló algunas incongruencias a lo largo de su minuciosa labor, no dejó que le apartaran de su decisión. Su deber consistía en eliminar de una vez para siempre al odiado barón. Poco le importaba, para lograrlo, ayudar a que se hiciera justicia a los acreedores o favorecer a bribones. Lo único que ansiaba era cumplir el deseo de su padre.
En el siglo XXII, y pese a todas las innovaciones sociales y sus correspondientes leyes, el sentido de la tradición había renacido con inusitada fuerza. El hijo seguía los negocios del padre y se ocupaba de terminar lo que la muerte había impedido a éste llevar a cabo.
Entre estas cosas figuraba la venganza.
Cuando el juez Jenner hubo repasado todo el material, supo por dónde agarrar al barón Edmond von Klarenbach. Firmó una orden de arresto por extorsión.
No fue difícil para Jenner reunir pruebas. Sacrificando buena parte de su propia fortuna, movió a aquellos terratenientes perjudicados por von Klarenbach a formular su denuncia de manera más dura. La coacción se transformó en exacción, y con ello el aristócrata estuvo perdido.
El juez Jenner le condenó a ser trasladado, mediante la máquina del tiempo, a una época indeterminada: Más o menos, a quinientos años atrás.
Y eso, aunque no lo fuera, equivalía a una condena a muerte.
Durante su última noche en la celda, Edmond von Klarenbach llegó a la conclusión de que existía un camino para revisar un día esa sentencia.
Y se juró seguirlo.
Richard Jenner respiró aliviado cuando al día siguiente, al término de su trabajo, regresó al hogar y se sentó dispuesto a repasar la correspondencia. Su ama de llaves estaba de vacaciones, y él era soltero.
Comenzó por leer las cosas de poca importancia y dejó para el final el grueso sobre que ya le llamara la atención desde el principio. La empinada letra resultaba anticuada y un poco pedante, pero no le pareció del todo desconocida.
El sobre no llevaba indicación del remitente.
Jenner lo rasgó y quedó sorprendido al hallar en su interior una serie de páginas escritas a máquina. Iban éstas acompañadas de una carta que presentaba la misma letra inflexible.
Decía ésta:
Decía ésta:
"17 de abril de 2199.
Al juez Richard Jenner.
Ni usted ni yo podremos olvidar esta fecha. Pero si manda analizar la tinta de mi escrito en un laboratorio, le confirmarán que tiene una antigüedad de quinientos años. Y eso es exacto. Escribo esta carta en el año 1699 y soy el fundador de la estirpe de los von Klarenbach: El barón Edmond von Klarenbach.
Le envío este documento para que los expertos en grafología puedan comprobar que no es usted víctima de una mixtificación. Cualquiera le garantizará que se trata de la letra de un hombre al que usted mismo lanzó quinientos años atrás mediante la máquina del tiempo… y que acaba de volver a su época para vengarse.
¿O esperaba usted escapar sin castigo?
El manuscrito adjunto contiene la historia de mi vida, de esta segunda vida que le debo a usted. Sólo entonces, cuando lo haya leído todo, se dará cuenta del castigo que le reservo.
Y comprenderá también el lema de mi estirpe, que reza así: Nada en este mundo sucede sin motivo.
Barón Edmond von Klarenbach".
Cuando Richard Jenner hubo leído la carta, se recostó contra el respaldo de su sillón con el misterioso escrito sobre sus rodillas y los ojos cerrados. Se negaba a aceptar lo que parecía la única explicación lógica. Era imposible que un hombre muerto hacía quinientos años volviera de repente a la actualidad. El barón Edmond von Klarenbach había dejado de existir aquella mañana —y, con ello, hacía casi quinientos años— al penetrar en la cámara de la máquina del tiempo.
Nadie había regresado todavía. ¿Por qué iba a hacerlo, pues, el barón?
El juez abrió los ojos y se cercioró de hallarse aún en su acogedor cuarto de trabajo. Con manos temblorosas dejó la carta encima de la mesa y tomó las hojas mecanografiadas, que eran diez. Los caracteres de la máquina de escribir eran modernos, sin duda alguna, y procedían de sus días.
Una conclusión que a la vez tranquilizó e intranquilizó a Jenner. Por fin, el hombre se animó a empezar la lectura:
"No sentí miedo cuando, por la mañana, los guardianes vinieron a buscarme. No me conducirían a la cámara de gas ni a la silla eléctrica, sino a aquel cuarto que albergaba la máquina del tiempo. Desde un principio estuve convencido de que funcionaría, terminando así mi vida en la época presente. Sin embargo, ello no significaba la muerte absoluta ni el final definitivo.
No, yo no experimentaba temor, pero sí un rencor incontenible cuando pensaba en el triunfo del hombre que había realizado de manera tan horrible su mezquina venganza. Por un motivo poco menos que ridículo —yo era entonces todavía un chiquillo— me desterró de mi presente. Con ello me obligó a cavilar durante toda una noche; la noche anterior a mi 'ejecución'. Y mis reflexiones dieron resultados sorprendentes.
Detrás de mí se cerró la cámara del tiempo, y me vi solo. Ni siquiera pude oír cómo manejaban el ingenio, pero me importó poco. Quinientos años, había calculado Dekker. ¿Por qué había de equivocarse? Además, en aquella época, medio milenio atrás, se habían producido muchos descubrimientos científicos que fácilmente podían relacionarse con la influencia de hombres preclaros enviados al pasado con ayuda de la máquina de Dekker en el transcurso de los últimos veinte o treinta años.
Galileo inventó el telescopio.
Kepler estableció las leyes del movimiento.
Newton presentó luego sus leyes sobre la gravitación.
No faltaba mucho para que William Harvey descubriera la circulación sanguínea. Y Pascal tuvo la idea de emplear el barómetro como altímetro.
Fue la época en que los hombres descubrieron su mundo y empezaron a ampliar su horizonte. Comprendí que eran unos tiempos a mi medida, pero supe también, en seguida, lo cauto que debía ser si no quería acabar en un calabozo por hereje o brujo.
En la cámara del tiempo reinaba la oscuridad. De pronto tuve la sensación de flotar en el aire y perder el suelo bajo mis pies. Caí, caí muy abajo, hacia el pasado, a través de los siglos, hasta que súbitamente se cortó la corriente. La sacudida de la llegada al nuevo nivel de tiempo fue tan brusca, que me hizo chocar con violencia contra el suelo. No obstante, apenas sentí el dolor, porque mis ojos percibieron luz. Una luz débil, plateada y muy familiar.
Encima de mí lucía el límpido cielo nocturno con sus estrellas y una luna llena, medio cubierta por unas paredes. Cuando me incorporé la pude contemplar entera. No se había transformado.
Permanecí acurrucado y con el oído tenso. Aparte del susurro de las hojas secas y del aullido del viento al pasar por los huecos abiertos en las paredes, no se percibía nada. Mis manos estaban tan frías y húmedas como el suelo sobre el que me hallaba. Dado que no tenía techo sobre mi cabeza, supuse que había ido a parar a unas ruinas.
¿Aterrizarían todos los delincuentes en aquel mismo lugar?
Noté que me estaba quedando aterido, pues no llevaba más que el delgado traje que era costumbre en las cárceles del siglo XXII. Con esa vestimenta iba a llamar bonitamente la atención, a finales del siglo XVII, si no procedía con un cuidado tremendo. Y eso era imprescindible para realizar con éxito mi plan.
Un plan de quinientos años.
A pesar del frío me situé en un rincón protegido del viento, y pensé. Según mis cálculos debía ser poco después de la medianoche. La hora de los espíritus. En cierto aspecto yo también era una especie de espíritu, y como tal tenía que mirarme cualquier persona que casualmente pasara en aquellos momentos junto a las ruinas y me viese surgir de la nada.
Sí, se trataba de un edificio en ruinas. No tuve duda de ello cuando miré detenidamente a mi alrededor. En el mismo lugar donde más tarde se debería alzar el Palacio de Justicia, se derrumbaba hoy, quizás en el año 1699, un viejo castillo.
Si mi plan surtía efecto, mañana no esperaría allí inútilmente.
Pasé la noche lo mejor que pude y, cuando empezó a clarear, examiné los aposentos aún intactos de las ruinas, y descubrí, en una cámara escondida, algunas ropas desechadas que me prestaron gran servicio. Gracias a ellas pude esconder mi delatora ropa y establecer un primer contacto con la gente.
Al anochecer volví a un escondrijo, en espera del hombre que había de confirmar el acierto de mi actuación. Mi mano empuñaba la espada que también encontrara en la antigua armería de las ruinas.
Pero ahora quiero dar un salto adelante en mi relato, para que se entienda mejor lo ocurrido aquella noche.
Cuando supe que mi plan había dado resultado antes de que pudiese llevarlo a cabo, abandoné las ruinas y me encaminé a la ciudad más próxima. Me hice pasar por un artesano que viajaba para conocer mundo y, como nunca fui precisamente torpe en lo referente a la agricultura, no tardé en encontrar un amo que me convenía. No me resultó nada fácil acostumbrarme a las nuevas circunstancias, pero mi capacidad de adaptación y mi férrea voluntad me ayudaron a ganarme la confianza e incluso la admiración de mi patrono. Yo estaba en situación de darle unos consejos que no podía recibir de nadie más, de modo que pronto fui su mano derecha y, por fin, su amigo.
Corrían tiempos inquietos.
Los turcos habían sitiado Viena para ser después derrotados.
Atlasov descubrió la península de Kamchatka.
Los Países Bajos se habían convertido en la primera potencia comercial del mundo y los ingleses se disponían a fundar Calcuta a través de su compañía de las Indias Orientales.
El príncipe Eugenio se batía en los Balcanes.
En nuestra tierra reinaban la paz y la tranquilidad.
A mí me constaba que llegarían épocas tempestuosas, pero nunca había sido un buen alumno en Historia. Pero eso tal vez fue una suerte para mí, ya que de otra forma hubiese intentado intervenir en los sucesos. Acababa de comprender de cuán diminutas casualidades e insignificantes acontecimientos dependía el cuadro del futuro.
Murió la mujer de mi amigo y, dos años más tarde, yo me casé con su hija, que de este modo se convirtió en la ascendiente de nuestra estirpe. Ella ignoraba por completo el secreto que yo arrastraba conmigo, y nunca llegó a conocerlo. Al morir su padre diez años después de nuestro matrimonio, yo obtuve el dominio ilimitado sobre todos sus bienes y sabía, además, que en mi familia siempre existiría un hijo que siguiera llevando mi nombre.
Mi primogénito, Jesco, tenía ahora ocho años. A él le confesaría un día el secreto de mi procedencia, para que, cuando a su vez fuera padre, lo transmitiera a su hijo mayor. Así durante quince o veinte generaciones, quizá, hasta que nuestra estirpe contase quinientos años de existencia.
Tampoco para mí se había detenido el tiempo. Si ahora pudiera verme, juez Jenner, quedaría asombrado. Soy un hombre anciano que camina encorvado y tiene los cabellos blancos. Mi testamento está hecho, por si acaso la muerte me sorprendiera antes de lo que espero.
He aquí mi última voluntad:
En el año 2199, el penúltimo descendiente de nuestra familia será condenado por un juez llamado Richard Jenner a volver a nuestra época mediante la máquina del tiempo. Su hijo, Robert von Klarenbach, debe visitar al juez Jenner en la noche del 17 al 18 de abril de 2199, después de haberle enviado mi carta y el manuscrito. Luego le conducirá al Palacio de Justicia para mandarle exactamente quinientos años atrás con ayuda de los técnicos Gremmel y Randolph. Yo le aguardo.
Y ahora, juez Jenner, ¿cómo se siente? ¿No me cree? Siento decepcionarle. Mi hijo Robert, a quien transmito mis instrucciones a través de medio milenio, ha cumplido ya su misión. Porque yo mismo le di muerte a usted con una espada herrumbrosa, en las ruinas, en una noche de luna llena del año 1699. Y usted me reconoció.
Prácticamente, usted ya está muerto, juez Jenner. Mis hijos fueron guardando el secreto a lo largo de veinte generaciones, a través de guerras y de siglos. Todos esperaban este día, juez Jenner, que va a ser el último para usted.
Me imagino que ahora debe estar anocheciendo en su mundo, Jenner. No volverá a ver el sol. Ni siquiera uno que cuenta quinientos años menos. Porque yo le espero aquí, en el pasado. No se mueva de su mesa, no. Sería inútil querer avisar a la policía. Tiene que ser inútil, porque de otra forma no hubiera llegado usted ahora mismo adonde estoy yo, para que pueda matarle.
Por cierto que su cadáver es tenido por el de un extranjero venido de lejanas tierras. ¿Cómo, si no, iban a explicarse los sencillos habitantes de la aldea su curiosa indumentaria?
Y ahora, juez Jenner, le dejo solo con sus pensamientos. Cuando oiga llamar a su puerta, abra.
Es mi hijo Robert".
—¡Bah, todo esto no es más que un loco y maldito círculo vicioso! Nada más —se dijo el juez Jenner cuando empezó a comprender lo inevitable—. Puedo sacar mi revólver del cajón de mi escritorio y pegar dos tiros a Robert von Klarenbach en cuanto pise mi habitación. Me acusarán de homicidio, seré condenado y… enviado quinientos años atrás. Quizá con un átomo menos de energía, y me encontraré con Klarenbach. Y él me matará.
Jenner dejó cuidadosamente los papeles sobre la mesa y se arrellanó en su sillón.
De pronto comprendió que no tenía salida.
Cuando sonó el zumbador y en la pantalla espía vio el rostro de Robert von Klarenbach, se alzó poco a poco y abrió la puerta.
—Buenas noches —dijo el joven barón, casi cortésmente—. Mi padre desea hablar con usted…
Y señaló hacia la oscuridad de la noche, en la misma dirección en que, aproximadamente, se hallaba el Palacio de Justicia.
El juez Jenner obedeció sin decir palabra.
Murió la mujer de mi amigo y, dos años más tarde, yo me casé con su hija, que de este modo se convirtió en la ascendiente de nuestra estirpe. Ella ignoraba por completo el secreto que yo arrastraba conmigo, y nunca llegó a conocerlo. Al morir su padre diez años después de nuestro matrimonio, yo obtuve el dominio ilimitado sobre todos sus bienes y sabía, además, que en mi familia siempre existiría un hijo que siguiera llevando mi nombre.
Mi primogénito, Jesco, tenía ahora ocho años. A él le confesaría un día el secreto de mi procedencia, para que, cuando a su vez fuera padre, lo transmitiera a su hijo mayor. Así durante quince o veinte generaciones, quizá, hasta que nuestra estirpe contase quinientos años de existencia.
Tampoco para mí se había detenido el tiempo. Si ahora pudiera verme, juez Jenner, quedaría asombrado. Soy un hombre anciano que camina encorvado y tiene los cabellos blancos. Mi testamento está hecho, por si acaso la muerte me sorprendiera antes de lo que espero.
He aquí mi última voluntad:
En el año 2199, el penúltimo descendiente de nuestra familia será condenado por un juez llamado Richard Jenner a volver a nuestra época mediante la máquina del tiempo. Su hijo, Robert von Klarenbach, debe visitar al juez Jenner en la noche del 17 al 18 de abril de 2199, después de haberle enviado mi carta y el manuscrito. Luego le conducirá al Palacio de Justicia para mandarle exactamente quinientos años atrás con ayuda de los técnicos Gremmel y Randolph. Yo le aguardo.
Y ahora, juez Jenner, ¿cómo se siente? ¿No me cree? Siento decepcionarle. Mi hijo Robert, a quien transmito mis instrucciones a través de medio milenio, ha cumplido ya su misión. Porque yo mismo le di muerte a usted con una espada herrumbrosa, en las ruinas, en una noche de luna llena del año 1699. Y usted me reconoció.
Prácticamente, usted ya está muerto, juez Jenner. Mis hijos fueron guardando el secreto a lo largo de veinte generaciones, a través de guerras y de siglos. Todos esperaban este día, juez Jenner, que va a ser el último para usted.
Me imagino que ahora debe estar anocheciendo en su mundo, Jenner. No volverá a ver el sol. Ni siquiera uno que cuenta quinientos años menos. Porque yo le espero aquí, en el pasado. No se mueva de su mesa, no. Sería inútil querer avisar a la policía. Tiene que ser inútil, porque de otra forma no hubiera llegado usted ahora mismo adonde estoy yo, para que pueda matarle.
Por cierto que su cadáver es tenido por el de un extranjero venido de lejanas tierras. ¿Cómo, si no, iban a explicarse los sencillos habitantes de la aldea su curiosa indumentaria?
Y ahora, juez Jenner, le dejo solo con sus pensamientos. Cuando oiga llamar a su puerta, abra.
Es mi hijo Robert".
—¡Bah, todo esto no es más que un loco y maldito círculo vicioso! Nada más —se dijo el juez Jenner cuando empezó a comprender lo inevitable—. Puedo sacar mi revólver del cajón de mi escritorio y pegar dos tiros a Robert von Klarenbach en cuanto pise mi habitación. Me acusarán de homicidio, seré condenado y… enviado quinientos años atrás. Quizá con un átomo menos de energía, y me encontraré con Klarenbach. Y él me matará.
Jenner dejó cuidadosamente los papeles sobre la mesa y se arrellanó en su sillón.
De pronto comprendió que no tenía salida.
Cuando sonó el zumbador y en la pantalla espía vio el rostro de Robert von Klarenbach, se alzó poco a poco y abrió la puerta.
—Buenas noches —dijo el joven barón, casi cortésmente—. Mi padre desea hablar con usted…
Y señaló hacia la oscuridad de la noche, en la misma dirección en que, aproximadamente, se hallaba el Palacio de Justicia.
El juez Jenner obedeció sin decir palabra.
FIN
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