2025/04/21

Asesinato en grado Urth (Edward Wellen)


Título original: Murder in the Urth Degree
Año: 1989


—Que se haga el día.
El día se hizo cuando él dijo que se hiciera. La luz solar que pasó a través del periscopio inundó el camarote del núcleo de Terrarium Nueve.
Keith Flammersfeld vio la luz con los ojos aún cerrados y supo que su pequeño mundo continuaba salvo y tibio al otro lado de sus párpados. Perezosamente, se quitó de las sienes los complicados diodos que lo habían conectado al vídeo de A través del espejo, y que ahora acababa de desvanecerse de la pantalla de su computadora/jugadora.
Abrió los ojos, se sentó en la cama y se desperezó. Profirió un bostezo desmesurado que hizo desaparecer las bolsas de ardilla que flanqueaban su boca pagada de sí misma. Para conservar el tono muscular y mantenerse en forma, volvió a tenderse y se entregó a pensamientos de aerobic durante unos buenos cinco minutos. Se acercaba a los cuarenta pero él hacía retroceder a esos cuarenta.
Sintiéndose en forma después de ese ejercicio, volvió a sentarse y bajó los pies al suelo alfombrado de la cubierta de la nave. Repasó sus prioridades: La visita a la naturaleza podía esperar, pero el clamor de su estómago no podía. Pidió su bandeja de alimentos.
Se deslizó fuera del tabique para quedar justo sobre sus piernas. Acabó con el sano desayuno de frutas, verduras y cereales, todo cultivado allí mismo, en Terrarium Nueve. La bandeja percibió el momento en el que había desaparecido de su superficie el último trozo de comida, y volvió a deslizarse al interior del tabique.
Flammersfeld se puso de pie y se quitó los pantalones cortos del pijama. Los arrojó dentro del reconstructor, entró en el cubículo del lavabo, evacuó, se lavó, se enjuagó la boca y se puso unos pantalones cortos limpios.
Dos pasos a la derecha llevaron a Flammersfeld a su oficina. Se sentó ante la computadora principal y pulsó algunas teclas. La pantalla le presentó un formulario de requerimiento en blanco.
Su rostro se dividió con una enorme sonrisa mientras tecleaba dos cosas y las colocaba en el lugar adecuado con el ratón. Los músculos faciales contraídos en torno a la boca y los ojos le dijeron que aquella era una sonrisa maliciosa. Al darse cuenta de ello, relajó rápidamente la sonrisa y la convirtió en una expresión de inocente alegría. Luego, tras recordarse a sí mismo que estaba solo a bordo de la Terrarium Nueve y que nadie podía verlo, volvió a reasumir la expresión de sonrisa maliciosa.
Saboreó y luego grabó el requerimiento. Estaba a punto de enviarlo a su oficina central en la Tierra, cuando se llevó un sobresalto que casi lo hace caer al suelo.
El cuadrante derecho inferior de la pantalla mostraba una imagen reducida de la foto de otra pantalla monitora.
La imagen estaba etiquetada como proveniente de la estación de trabajo Buck Dos. Dejó su propia página en estado de espera y llenó la pantalla con la imagen intrusa.
La miró fijamente mientras sentía que los ojos se le salían de las órbitas.
Alguien había entrado en su sistema y lo había infectado con rabiosos versos ramplones.

¿Es el sol un pimpollo de leche?
¿De dónde proceden las sombras sobre mi rostro?
¿Por qué el cielo es tan verde como la sangre?
¿Quién ganará la carrera de la Reina Roja?

Locura. Pero incluso la locura tenía que tener una explicación lógica.
Posible explicación número uno, un virus de computadora. Si era verdad, tenía que haber entrado a través de la única conexión de la computadora principal con la Tierra y el universo. ¿Qué sentido tenía intentar hacerle creer que el mensaje provenía de la computadora esclava de Buck Dos, y no de la memoria central de Buck Uno?
¿Simplemente el travieso placer de enviarlo a una cacería inútil a través de la selva de Buck Dos? Una jugarreta muy pequeña para lo que tenía que haber sido un gran esfuerzo para conseguir atravesar el sistema Labcom vacunado y rebotado regularmente, con sede en la Tierra.
Posible explicación número dos, una presencia polizón, hasta entonces insospechada por Flammersfeld y que le había pasado completamente inadvertida a todos los sensores. Si eso era cierto, la persona tendría que haber subido a bordo cuando se detuvo a repostar hacía un año entero. Si alguien semejante había sobrevivido durante todo aquel tiempo alimentándose de las frutas, verduras y granos de cereal cultivados en Terrarium Nueve —aunque no comprendía cómo podría haber ocurrido dado que Flammersfeld mantenía todos sus preciosos alimentos cuidadosamente etiquetados, tabulados y controlados—, ¿por qué iba a querer, aquel polizón o polizona, dar a conocer su presencia en aquel momento? ¿Habría caído enfermo y necesitaría ayuda? ¿Se habría vuelto loco y estaba a punto de atacar? ¿Tras haber esperado el momento más propicio, se disponía ahora a intentar apoderarse de la nave?
Posible explicación número tres, auténtica locura…, la del propio Flammersfeld.
¿Era posible que el mismo Flammersfeld hubiera programado la aparición de aquella imagen, digamos mientras experimentaba en sueños con A través del espejo? ¿Le habría afectado al cerebro la fiebre de camarote, trastornándole la cordura?
Mientras miraba la pantalla, la imagen cambió. Apareció otro verso, letra a letra, lentamente, trabajosamente, como si unos dedos torpes y vacilantes lo estuvieran escribiendo en tiempo real.

Cuando Adán cavaba
¿Fue entonces cuando me creaban? 
Cuando Eva hiló
¿Fue entonces cuando comencé yo?

La boca de Flammersfeld se tensó. Había realmente alguien en Buck Dos.
Corrió a la caja fuerte instalada en una de las paredes y tecleó el número de la combinación. La puerta de seguridad se abrió y él se armó con la desintegradora que nunca había soñado que llegaría a necesitar algún día.
La Terrarium Nueve, que seguía una órbita baja en torno a la Tierra, era una seis- bucker; seis esferas concéntricas construidas según el principio geodésico de R. Buckminster Fuller. Un pseudo agujero negro emplazado en el centro le confería gravedad terrestre a la esfera más interior. La atracción calibrada disminuía hasta la inexistencia en la esfera más exterior en la que se hallaba el laboratorio de gravedad cero. Podía accederse a él por escalerilla y ascensor. La Terrarium Nueve era lo suficientemente grande como para hacer que las escalerillas norte y sur fuesen prácticas y eficaces. El ascensor, ligeramente inclinado para evitar el pseudoagujero negro, corría a lo largo del eje, desde una escotilla polar a la otra. La caja del mismo tenía asideros para facilitar la orientación, o más bien la borealización o australización.
La estación de trabajo Buck Dos estaba en el hemisferio norte. Flammersfeld se encaminó hacia el ascensor, y cuando se disponía a dar el primer paso al interior del mismo, cambió de opinión.
Tecleó el panel del ascensor para que subiera hacia el norte, a Buck dos, pero lo programó para que se retrasara cinco minutos.


Retrocedió apresuradamente por las planchas de la cubierta geodésica suavemente curvadas hacia la escalerilla sur, y subió velozmente por ella hacia la escotilla.
Si alguien acechaba en espera de que Flammersfeld saliera del ascensor, y si ese alguien mantenía astutamente vigilada la compuerta de la escalerilla norte, cercana al mismo, Flammersfeld, al entrar al lugar por el sur caería sobre aquel alguien por la espalda.
Miró su reloj, respiró profundamente y descorrió el cierre de la escotilla. Con el arma desintegradora preparada para disparar, saltó a la inferior gravedad de Buck Dos donde, sobre tierra lunar y con la adición de varios nitratos, las plantas florecían magníficamente.
Aterrizó suavemente y buscó refugio en la plataforma de diez metros de alto de centeno que se balanceaba lentamente. Contuvo la respiración, escuchó en el susurro suave de brisa programada, pero no oyó ningún sonido anormal. Había burlado al intruso; aparentemente podía desplazarse con seguridad.
Atravesó a buen paso la zona de las rechonchas remolachas, enormes endivias, lozanos guisantes y abultadas alubias. En menos de cuatro minutos llegó a las robustas patatas. Ya casi había llegado. La estación de trabajo estaba debajo del enorme nogal que tenía justo delante. Después de aquél se erguían tomates tremendos, prodigiosos pimientos, lechugas descomunales y corpulentas coles; luego había una pila de desechos para abonar…, y después el ascensor.
Flammersfeld anduvo cuidadosamente de puntillas hasta el nogal y espió al otro lado del enorme tronco. Vio claramente la terminal de computadora. No había nadie ante ella.
Las tomateras le bloqueaban la visión del área del ascensor. Flammersfeld se agachó para dar un salto gigantesco. Se aferró con una mano, a cinco metros de altura, al tallo de una tomatera de cincuenta metros de alto, y se quedó allí colgado mirando a través y por encima de las tomateras mientras el arma desintegradora apuntaba en dirección al ascensor.
Oyó el repentino zumbido del ascensor que comenzaba a funcionar.
Aquello debería obligar a quien estuviese emboscado a tomar posición. Desde su posición, Flammersfeld dominaba los macizos de lechugas y coles. Alguien que estuviese acechando tendría que tener desde allí una visión clara del ascensor y la escotilla norte. Nadie se movió.
El ascensor se detuvo y la puerta se deslizó hasta quedar completamente abierta. Flammersfeld buscó una agitación en alguna parte. El arma desintegradora buscó en vano con su hocico. No había nadie al acecho.
Se quedó allí colgado, mientras el rostro se le enrojecía de furia y frustración; los tomates eran tan grandes como su cabeza, así que ésta podría haber sido uno de ellos. Una caza infructuosa, después de todo.
Con una mueca, guardó la pistola desintegradora en el cinturón de sus pantalones cortos y descendió por la tomatera valiéndose de las manos. Una vez sobre la cubierta, se encaminó hacia la estación de trabajo.
Metió un pie en un zarcillo de tomatera, y tomó nota mental de limpiar los restos y maleza a la primera oportunidad que tuviese. Antes de que se diera cuenta de que el zarcillo era un lazo corredizo, éste ya se había cerrado en torno a su tobillo. Antes de que pudiera inclinarse para aflojarlo, se encontró disparado por el aire, donde permaneció balanceándose y rebotando con el pie cogido en el lazo cuyo otro extremo estaba atado a una flexible rama del altísimo nogal.
Girando los ojos hacia arriba para mirar hacia abajo, descubrió la estaca y el extremo cortado de otra rama de tomatera que había estado sujetando la rama a la cubierta. ¿Dónde estaba el trampero que había cortado la ligadura?
Flammersfeld hizo como si estuviera indefenso. Se debatió y se retorció en la suave brisa mantenida de forma continuada. Hizo que su voz sonara aterrorizada.
—¡Socorro! ¡Déjenme bajar! ¡Por favor!
Sin embargo el polizón, o la polizona —pues Flammersfeld se había decantado a la fuerza por la posible explicación número uno—, no dejó ver su cara.
Flammersfeld no podía esperar de aquella manera durante mucho tiempo más; incluso en la ligerísima gravedad de Buck Dos, el lazo corredizo le estaba cortando la circulación del pie atrapado.
Esperó durante un doloroso minuto más; luego, al ver que no hacía acto de presencia enemigo alguno, sacó la pistola desintegradora del cinturón y cortó el zarcillo.
Mientras caía, apuntó la desintegradora hacia la cubierta y pulsó el botón de retroceso. El ligero efecto contrario enlenteció su caída lo suficiente como para permitirle rodar hacia delante y amortiguar el golpe.
Se puso trabajosamente de pie, y gimió al fallarle el pie dormido. Desplazó su peso al pie sano y miró alrededor de sí en busca de otra trampa o incluso de un ataque directo. Levantó la mirada hacia lo más alto de las ramas y el follaje del nogal, no vio ni silueta ni artificio alguno por encima de sí, y apoyó la espalda contra el tronco. Se inclinó para quitarse el lazo del tobillo…, y vio sobre el suelo algunos fragmentos de hoja de col.
Abrió la boca mientras una escalofriante realidad se le hacía evidente.
Los labios se le apretaron hasta reducirse casi a una línea. Muy bien. Ahora ya sabía con qué tenía que habérselas.
No se trataba de ninguna de las tres explicaciones posibles. Era una cuarta…, que era probable y dentro de pocos minutos sería verificable.
Se echó a reír. ¡Pensar que aquella pobre criatura miserable lo acechaba precisamente a él!
Luego se puso serio. Había subestimado a la criatura. Ni siquiera se le había ocurrido que pudiera ser la responsable de los ramplones versos que habían aparecido en la pantalla de la computadora. Tenía que concederle mérito a aquella cosa; muchísimo más de lo que había imaginado. De todas formas, ahora que lo sabía era perfectamente capaz de enfrentarse con la amenaza.
—Muy bien, bastardo —masculló a través de su sonrisa maliciosa—, estás cavando tu propia tumba.
Cojeó directamente hacia el macizo de coles. Bajó los ojos hasta un espacio vacío y asintió con la cabeza. De allí había sido desarraigada una planta, a pesar de que alguien había hecho esfuerzos para alisar la tierra revuelta.
¡Como si eso pudiera engañarlo! Él sabía perfectamente bien qué era lo que crecía en aquel preciso lugar, qué era lo que debería haber aún allí, qué era lo que parecía andar suelto por el recinto.
Una mirada más próxima le reveló una línea punteada de gotitas verde lechosas que partían del centro de la zona vacía. Tocó una. Pegajosa. Se acercó el dedo a la nariz y olfateó. Su sonrisa se hizo más ancha. Aquella maldita cosa estaba verdaderamente condenada. ¿Sabía que no le quedaba mucho tiempo de vida?
La pista era corta; acababa abruptamente en una planta de col cercana. El tallo recién partido mostraba dónde había sido arrancada una hoja. La sonrisa se le amplió al máximo. La criatura debía de estar utilizando la hoja para contener la hemorragia.


Desaparecida la pista, Flammersfeld miró por los contornos en busca de otros indicios.
Sus ojos se encontraron con la pila de desechos que tenía cerca. Sintió una punzada por haberla descuidado; había permitido que se descompusiera hasta transformarse casi en abono. Se tensó. Había alguna diferencia en su estructura, alguna variación en sus componentes. Consistía, mitad en ramas de árbol que él había seccionado para estudiarlas, y mitad en papel de impresora desechado. Tuvo la impresión de que el papel cubría ahora una superficie mayor de la pila que la última vez que lo había visto…, que estaba más esparcido y menos plegado en forma de acordeón.
La criatura tenía que estar oculta allí debajo. Flammersfeld sostuvo la pistola en posición de disparo.
Con la mano libre apartó el papel continuo impreso, húmedo y enmohecido, que voló como largas pancartas aleteantes. No encontró a la criatura, pero debajo del papel halló lo que parecía una tosca catapulta, una cosa fabricada con ramas y tallos de tomatera, y una compacta bola de tierra aglutinada mediante alguna goma de origen vegetal. También encontró un tambor con una manivela: Un torno; también esto estaba construido con ramas partidas y tallos de tomatera.
Ambos artilugios daban la impresión de haber sido pergeñados por un niño, pero habían funcionado. La catapulta había disparado el peso al que estaba atado el extremo del zarcillo por encima de la rama del nogal, y el torno había tirado de la misma para doblarla hasta el suelo.
Removió un poco más y halló otra cosa, la mitad de la cáscara de una nuez tan grande como su mano ahuecada. Estaba habituado al tamaño; lo que contenía era…, otra cosa.
La criatura había utilizado la cáscara vacía como mortero para machacar algo de origen vegetal y convertirlo en una sustancia resinosa, negra y pegajosa que tenía un aromático olor a brea. Era una preparación tosca en la que se veía espuma de saliva.
Imágenes de amilasa danzaron dentro de la cabeza de Flammersfeld. ¿Cuál sería la acción enzimática idiosincrásica en aquel caso sobre —lo que él estaba seguro que descubriría al analizar aquello— la pimienta verde? Parecía claro que la criatura estaba pensando en curare, una flecha envenenada. Eso era exactamente lo que parecía aquella sustancia.
Flammersfeld se dio cuenta de que estaba completamente sudado. Necesitaba un relajante, pero no de aquella clase. Aquel podía relajarlo hasta la muerte.
Sería mejor poner pies en polvorosa. Estaba seguro de que la criatura moriría desangrada… ¿pero cuánto tardaría? Flammersfeld se dio cuenta de que ya no estaba tan seguro acerca de un montón de cosas referentes a la criatura.
¿Cómo podía ser que le hubiese pasado inadvertido el despertar de su inteligencia y el hecho de que su odio se volviera contra él?
Aún en cuclillas, miró en torno de sí. Por primera vez observaba aquel pequeño mundo desde el punto de vista de otro.
Desde el macizo de coles, la pantalla de la computadora se veía con absoluta claridad. ¡Cuánto debía de haber aprendido la criatura simplemente observando y escuchando el trabajo y el juego!
Aquel no era el momento para meditar sobre aquellas cuestiones. Aquel era el momento de largarse como si se lo llevaran los demonios antes de que volara una pequeña flecha o lo acometiera una pequeña lanza.
Flammersfeld se puso de pie y se encaminó hacia el ascensor abierto a paso ligero.
Profirió un suspiro al conseguir llegar a su destino, y tendió la mano para pulsar el botón que cerraba la puerta y hacerlo descender a continuación.
El asesino debía de haberse deslizado al interior del ascensor cuando el lazo tenía a Flammersfeld colgado del nogal.
Desde el rincón izquierdo de la caja, donde el asesino se había acuclillado, invisible detrás de la puerta que no se había abierto del todo, un brazo frágil clavó la punta afilada y envenenada de una ramita en el tejido blando del tobillo de Flammersfeld.
Flammersfeld bajó la mirada hacia el rostro tristemente inteligente y salvajemente astuto.
—Que Dios te maldiga —le dijo.
—Que tú te maldigas.
Fue la primera y última vez que oyó la torpe vocecilla chillona.
Pero él no estaba pensando en eso. Estaba pensando en llegar a la enfermería a tiempo de preparar un antídoto. Con el corazón latiéndole violentamente, pulsó los botones para cerrar y hacer bajar el ascensor.
Los ojos se le pusieron vidriosos, y no volvió a mirar a la criatura hasta que el ascensor se detuvo y las puertas se abrieron. Entonces apartó a la criatura de su camino con una patada, y dio dos pasos tambaleantes antes de que sus piernas quedaran tendidas sobre la cubierta.
El asesino no pudo contener la hemorragia de sangre verde y poco después siguió a Flammersfeld a través del oscuro umbral al interior de los dominios de la muerte; pero el asesino había ganado lo que deseaba: Venganza y olvido.

El inspector H. Seton Davenport, del Departamento de Investigación Criminal Terrícola, había esperado ver cualquier cosa excepto un detective invertido. Sin embargo, eso fue exactamente con lo que se dio de bruces.
La voz del doctor Wendell Urth, el extraterrólogo de los extraterrólogos terrícolas, había sonado rara cuando autorizó la entrada de Davenport. Davenport había percibido una nota de tensión en la fina voz de tenor cuando dijo:
¡Adelante!
Pero Davenport no había siquiera soñado que eso se debía al esfuerzo realizado por el doctor Urth para permanecer cabeza abajo. Al menos eso era lo que parecía estar haciendo, a primera vista, el sabio asesor extra oficial del DICT.
Una segunda mirada le reveló que aquello a lo que el doctor Urth estaba realmente dedicado era a hacer rodar un holograma solar por las tablas del piso; y que estaba haciendo eso para iluminar el suelo que quedaba debajo de los estantes inferiores de libros-película.
La sangre que se concentraba en la cabeza del doctor Urth hacía que sus ojos abiertos pareciesen más hipertiroideos. El que tuviera los ojos abiertos y que los faldones de la camisa del buen doctor se hubieran salido, o caído del interior de los pantalones, le dijo a Davenport qué era lo que ocurría. Sin dar un paso más, Davenport escrutó el suelo.
Los descubrió, no en el suelo mismo, sino sobre uno de los estantes inferiores al que habían rebotado. Avanzó dos pasos, se estiró y recogió lo que estaba buscando el doctor Urth.
—Aquí tiene, doctor Urth.
—Aquí me tiene a mí, ciertamente —resolló el doctor Urth—. Y en una postura muy embarazosa. 
Entonces pareció reconsiderar las palabras y el tono empleado por Davenport. Volvió la mitad de su cuerpo invertido para mirar a Davenport, entrecerró los ojos y aparentemente distinguió lo que Davenport tenía en la mano.
—Ah.
Se enderezó entre jadeos y resuellos, y dejó el sol holograma cargado de energía solar encima de una pila de papeles; estaba evidentemente calculado para que sirviera de pisapapeles además de para ayudar a alumbrar la enorme sala desordenada y en penumbra.
El doctor Urth cogió las gafas de la mano tendida de Davenport.
—Gracias. 
Luego se dibujó en su rostro una cambiante sonrisa, una que varió de la de un búho parpadeante a la de un alegre Buda. Dijo: 
Pero ya ha obtenido usted su recompensa al verme haciendo el ridículo.
Limpió los cristales con un faldón de la camisa, los observó con ojos miopes miró a través de ellos y finalmente se los puso. Las orejas cumplían su cometido, pero la nariz de botón hacía muy poco para sostener la montura.


Con un gesto, el doctor le señaló una silla a Davenport. Él se sentó en el escritorio-sillón con un suspiro al que le hizo eco el asiento. Entrelazó las manos encima de la panza y miró al visitante con expectación. La panza realzaba el aspecto de expectación.
—¿Se trata esta visita de la muerte de Terrarium Nueve?
Davenport asintió con la cabeza.
—"Muerte" es la palabra de trabajo para lo ocurrido allí. "Muerte" es un término lo suficientemente ambiguo para algo que no podemos definir satisfactoriamente. No podemos llamarlo accidente, no podemos llamarlo asesinato, y no estamos dispuestos a llamarlo suicidio.
El doctor Urth adoptó una postura más cómoda.
—Cuénteme los detalles.
—Será mejor y más fácil mostrárselos.
Davenport sacó una hoja de hologramas de uno de sus espaciosos bolsillos. Dio unos saltitos con la silla para aproximarla al doctor Urth, y se inclinó para mostrarle los hologramas uno por uno, señalar y explicar.
—Aquí tiene un primer plano de Terrarium Nueve tomada desde el vehículo de investigación cuando llegaba en respuesta a una alarma de anormalidad. Flammersfeld, el único experimentador a bordo de la Terrarium Nueve, no había transmitido su informe diario a la central de la Tierra a la hora prevista, no había enviado la señal de Todo-En-Orden a la hora indicada, ni había respondido a las llamadas de preocupación… Aquí están las tomas que la oficial al mando tomó de las dos plataformas de atraque antes de realizar su entrada por el puerto norte. Advertirá la presencia de al menos un año de polvo estelar intacto en ambas plataformas. Eso indica que nadie atracó allí desde la última vez en que la Terrarium Nueve repostó, hace un año entero… Aquí tiene el escenario de la muerte, emplazado en la esfera más interior.
El doctor Urth cogió este último holograma en sus manos y realizó un prolongado escrutinio del mismo. Luego le dirigió a Davenport una mirada burlona.
—Aparte de decirme que Flammersfeld acababa de bajar a sus dependencias desde Buck Dos, que llevaba consigo una col para estudiarla o para comérsela, que salió del ascensor y cayó muerto tras habérsele clavado de alguna forma un dardo con la punta envenenada en el tobillo, este holograma no me dice todo lo que necesito saber si voy a ayudarlo a dilucidar su muerte. ¿Qué hay de los descubrimientos de la autopsia? ¿Qué veneno era ese?
Davenport meneó la cabeza.
—Eso es lo que resulta extraño. Uno pensaría que un bioquímico del nivel de Flammersfeld lo habría preparado en su laboratorio, dentro de tubos de ensayo, sin impurezas. Sin embargo, este veneno era una extraña clase de curare toscamente preparado. La investigadora encontró una parte del preparado dentro de una cáscara de nuez que descubrió en una pila de desperdicios en Buck Dos. —Le entregó otro holograma al doctor Urth—. Aquí tiene una toma de eso.
El doctor hizo con la cabeza un medio asentimiento y una media negación.
—Eso ya lo veo, ¿pero qué son estas cosas?
Davenport miró el punto que le señalaba el doctor Urth.
—Ah, sí, eso. Parecen ser un torno de juguete y una catapulta de juguete. Los ingenieros a los que consultamos dicen que no son grandes ingenios pero que funcionan. Quizá Flammersfeld estaba atravesando una segunda infancia.
El doctor Urth profirió un gruñido que expresaba duda. Volvió al holograma de la escena de la muerte. Con un peludo dedo señaló una masa negra verdosa.
—¿Es esta la col? 
Davenport hizo una mueca.
—Estaba muy mal. Bastante podrida para cuando la investigadora llegó allí. Había apestado todo el lugar, nos dijo, así que, tras tomar unas fotografías, la incineró.
—Mal.
—Sí, podrida.
El doctor Urth le dirigió al inspector del DICT una mirada de censura.
—No me refería a la col, sino al acto de la oficial. Tendría que haber conservado la prueba, independientemente de lo ofensiva que a ella le resultase.
Davenport ni defendía ni culpaba a la oficial. Al igual que ella, él no veía la col como una prueba sino como una coincidencia.
—Tal vez.
—No hay tal veces en estas cosas —le espetó el doctor Urth. La panza evidenció una agitación momentánea que desapareció con un suspiro del doctor—. Bueno, eso ya no tiene solución; pero me hubiera gustado haber podido mirar de cerca esa col. Tiene algo extraño.
Davenport sonrió.
—No hay ningún problema. Este es uno de los nuevos hologramas SOTA. ¿Ve los ratones burbuja pegados a los bordes izquierdo y superior?
El doctor Urth advirtió por primera vez la presencia de dos perlas de aire que casi se encontraban en la esquina superior izquierda de la película del holograma. Sus ojos se animaron.
—¿Significa eso que si emplazo una fijación estereotáxica sobre la col, esta se ampliará?
—Exactamente. Pinzando los bordes puede desplazar los ratones por los bordes. Coordine ambos ratones para que agranden y realcen automáticamente el área que quiere observar con mayor detalle. Hay un límite, por supuesto, pero verá bastantes más detalles de los que puede apreciar en este momento.
El doctor Urth desplazó los ratones hasta que tuvo el área de la col aumentada a cinco veces el tamaño anterior.
La observó durante mucho tiempo y muy fijamente, y finalmente se quitó las gafas y se enjugó lágrimas de esfuerzo visual de los ojos.
—Mucho mejor, pero sigue siendo insuficiente. Mi queja no se refiere a la resolución, sino al objeto captado. La col está borrosa a causa de la descomposición. Debo admitir que incluso a pesar de que la oficial la hubiese conservado para que usted pudiera ponérmela delante, hubiera resultado una tarea dura sacar mucho más de ella. Eso no significa que su destrucción haya sido una gran pérdida. Podría haber sido posible determinar su composición exacta mediante una autopsia.
Davenport lo miró fijamente.
—¿Una autopsia? ¿A una col?
El doctor Urth asintió secamente.
—Autopsia. Escojo cuidadosamente mis palabras. 
Su boca se retorció repentinamente y él se irguió inesperadamente, tras lo cual habló con un tono semiburlón:
—Yo no mastico dos veces la misma col —Volvió a ponerse completamente serio—. Resulta claro que algo se escapó de las manos: El experimento, el experimentador, o ambos.
Davenport estaba aún procesando aquello de la autopsia. ¿Qué era lo que quería decirle el doctor Urth?
El doctor suspiró y le devolvió el holograma de la escena de la muerte. Se estremeció ligeramente y luego le echó a Davenport una mirada con la que parecía preguntarse si Davenport lo había advertido.


Davenport mantuvo una expresión impenetrable. El doctor Urth profirió un leve suspiro.
—Esto requiere meditación —Volvió hacia su visitante un rostro grave y unos ojos parpadeantes—. ¿Qué le diría a un dedo de Ganímedes?
—Le diría hola. 
Davenport había oído hablar de Ganímedes pero nunca lo había visto, y mucho menos probado. Sabía que era extremadamente raro y extremadamente caro, y sabía que muchas comunidades lo prohibían. No estaba dispuesto a preguntarle al doctor Urth cómo lo había conseguido.
—Estoy por el juego.
Pero ya no se pareció tanto a un juego cuando el doctor Urth sacó dos frascos y dos vasos de un cajón para licores del escritorio-sillón, y uno de los frascos resultó contener dedos.
El doctor Urth sacudió el frasco para extraer dos dedos y los colocó con la uña hacia abajo, uno en cada vaso.
Davenport se estremeció ante aquella visión.
Una de las comisuras de la rosácea boca de Urth se alzó.
—Ganímedes es un binario. La parte fluida actúa sobre la parte sólida. La "uña" del dedo es una cristalización. Observe.
Vertió el fluido ámbar del otro frasco en uno de los vasos y cuando cayó sobre la uña el dedo se disolvió. El conjunto se volvió de un violeta claro que despertaba los sentidos. El doctor Urth transformó el otro dedo, le tendió uno de los vasos a Davenport, y levantó el otro en el aire con un gesto de brindis.
Davenport le correspondió levantando el suyo, olió el contenido y sorbió. Tentadoramente delicioso, deliciosamente tentador. Se dio cuenta de que podía ser peligroso: Un gusto demasiado fácilmente adquirido por una cosa que no era tan fácilmente asequible.
La delicada pero fuerte bebida pareció volver filosófico al doctor Urth.
—En realidad, Ganímedes no proviene de Ganímedes sino de Calisto. Hay muchas cosas que llevan el nombre equivocado. ¿Qué usted tiene por nombre "Davenport" [escritorio pequeño]? Yo debería llevar ese nombre. Soy realmente yo la patata sentada en el sillón, la patata asentada, la cama plegable. En el mejor de los casos un rosal trepador…, atado como me encuentro al campus de la universidad. Es usted quien lleva el polvo en los zapatos, el hombre de acción. Davenport, tiene usted el nombre incorrecto.
Davenport se permitió sonreír. La nariz de Davenport estaba afinada para meterse en los lugares más estrechos; una pelea de juventud le había dejado una cicatriz en forma de estrella en la mejilla derecha. Sin embargo, una persona podía agotar su cuota de acción, perder el gusto por la aventura y —mientras atesoraba sus recuerdos de encuentros peligrosos— mirar casi con envidia al académico enclaustrado que corría aventuras con la mente. Quizás el Ganímedes lo había vuelto filosófico también a él, o propenso a charlar; estaba a punto de expresar sus sentimientos con respecto a la vida, cuando el doctor Urth le ahorró el trabajo.
El doctor había bebido el último sorbo, se había llevado el vaso a la altura de los ojos, había mirado a través de su vacío y ahora acababa de dejarlo con una decisión no carente de cierto lamento.
—Volvamos al trabajo. Para darle el nombre correcto a la muerte de Flammersfeld, debo entender primero qué es exactamente Terrarium Nueve, en qué estaba metido Flammersfeld.
Levantó un índice en el aire, a pesar de que Davenport no había dado muestras de intentar intervenir.
—Ya sé que usted cree que lo sabe, pero por favor escúcheme mientras le digo qué es lo que yo pienso. Déjeme enumerar lo obvio y definir lo conocido; no hay nada que se pase por alto con mayor frecuencia que lo obvio, ni nada tan misterioso como lo conocido.
Davenport tendió las manos con las palmas hacia arriba con un gesto comprensivo, indicando que lo dejaba todo en manos del doctor Urth.
El doctor le respondió con un asentimiento igualmente benevolente.
—Para prevenir las alteraciones ecológicas, la Tierra tiene leyes en contra de la introducción de plantas o animales genéticamente alterados en el medio ambiente terrícola. Dichos experimentos deben ser llevados a cabo fuera del planeta. De ahí los Terrariums… ¿había una docena la última vez que los contamos?…, en órbitas cercanas a la Tierra. Un beneficio colateral es la gravedad cero, que facilita técnicas tales como la de la fotosíntesis; el rápido flujo segmentador constante de soluciones concentradas de proteínas en un campo eléctrico de alta intensidad —Miró con intención a Davenport—. Su turno. ¿Qué es lo que cree saber acerca de Terrarium Nueve y de los experimentos de Flammersfeld?
Davenport se encogió de hombros.
—Todo lo que sé de Terrarium Nueve es que fue construida y puesta en servicio hace seis años, y que Flammersfeld fue su primer y único habitante. Todo lo que sé de Flammersfeld es que era un trabajador infatigable que nunca se tomaba un descanso; rechazaba de forma rutinaria los permisos; según sus superiores de la oficina central él decía que podía obtener toda la relajación que necesitaba mediante el vídeo interactivo, y de hecho en el momento de su muerte estaba en la computadora el vídeo de A través del espejo; también sé que actualmente estaba trabajando en dos proyectos no relacionados entre sí. Además de que tenía planes para el futuro; su último pedido, aunque no llegó a enviarlo, era embriones de cerdo y unos huevos de águila.
El doctor Urth arrugó la frente y se acomodó las gafas.
—Me gustaría ver las notas de los dos experimentos no relacionados entre sí que ha mencionado usted.
Davenport pareció incómodo ante aquel pedido.
—Eso podría ser imposible.
La boca del doctor Urth se contrajo.
—¿Existe algún problema de acreditación? Si es así, buenos días. 
Davenport se apresuró a responderle.
—No se trata de eso, doctor Urth, no se trata de eso en absoluto. Yo creo que su acreditación es de proporciones cósmicas.
Aquello apaciguó al doctor Urth.
—Entonces ¿cuál es el problema? ¿Es que Flammersfeld destruyó sus notas?
—Tampoco se trata de eso. Lo que ocurre es que parecía paranoicamente secretista. Esas notas están en la memoria de la computadora, pero encerradas detrás de palabras clave que no hemos conseguido descifrar todavía.
—Admiro su optimismo, señor, pero el optimismo, aunque es admirable incluso cuando constituye una tontería, es uva verde, comida futura que no nos alimenta en el presente.
Davenport se puso rojo. El doctor Urth se suavizó.
—Dos proyectos no relacionados entre sí; sabe usted todo eso. Puede que sepa usted más de lo que cree saber, es decir, si puede usted darme el título de esos dos proyectos. Los superiores de la oficina central a los que Flammersfeld informaba tenían que tener alguna idea de aquello sobre lo que estaba trabajando si eran los que tenían que aprobar sus pedidos.
Davenport se animó.
—No tengo los títulos en mente ahora mismo, pero recuerdo que estaba buscando una cura para la hemofilia y que estaba investigando para localizar los…, eh…, sensores de dirección de las células de las plantas.


El doctor Urth se palmeó la panza como si acabara de comerse un buen banquete.
—Excelente. Hemofilia. La enfermedad hemorrágica. Enfermedad de reyes, por ejemplo, de los Romanov de la Rusia zarista. Las mujeres la transmiten a través de un cromosoma X recesivo pero no la sufren ellas mismas. La hemorragia es profusa, incluso en las más leves heridas. En un tubo de ensayo, la sangre normal extraída de una vena coagula en un período de entre cinco y quince minutos; el tiempo de coagulación de la sangre hemofílica varía entre treinta minutos y varias horas. Algo perfecto para investigarlo en una gravedad cero. Mientras que el volumen absoluto de la totalidad del plasma excluirá la segmentación por electroforesis en una gravedad cero, no ocurre lo mismo con los componentes menores como los factores de coagulación.
Su voz se hizo aún más aguda a causa del entusiasmo.
—Sí, sí; y el otro proyecto de Flammersfeld era naturalmente adecuado para la gravedad cero. Las plantas presentan un intrigante enigma: ¿Cómo siente una planta la dirección de la gravedad? Las plantas tienden a crecer en dirección vertical…, pero aún estamos por descubrir los sensores celulares de dirección. Sí, sí. Ya tenemos nuestra respuesta.
Davenport miró fijamente al doctor Urth.
—¿La tenemos?
—Es algo tan obvio —dijo el doctor Urth con tono mordaz—, como lo es mi nariz.
"Quizás es por eso que yo no la veo", murmuró mentalmente Davenport, pero adoptó una máscara agradable.
—Usted ha dicho antes que es fácil pasar por alto lo obvio.
—Al menos me ha estado usted escuchando —el doctor Urth hizo de sí mismo un monumento de paciencia—. Escuche ahora un poco de poesía.

—Ha llegado la hora —dijo la morsa— de que hablemos de muchas cosas:
De zapatos…, de barcos…, y de lacre; de reyes…, y coles…
y de por qué hierve el mar tan caliente y de si tienen alas los cerdos.

El doctor Urth miró con fijeza a Davenport y sonrió.
—No sabe usted si reír o bufar ante un despropósito tan rematado. Bueno, ría. Los seres humanos necesitamos el estímulo de la frivolidad; no puede haber demasiada gravedad.
Davenport no se echó a reír pero tampoco soltó un bufido.
—Eso pertenece a un libro infantil, ¿no es así?
—Ciertamente. El infante que llevaba dentro Charles Lutwidge Dodgson se llamaba Lewis Carroll. Esos versos pertenecen a Alicia a través del espejo.
—¡El vídeo interactivo de Flammersfeld!
—El mismo.
Davenport meneó la cabeza.
—¿Cómo encaja eso en todo este asunto?
—Encaja, en primer lugar, con una rima infantil muy antigua.
 
El viejo Rey Col era un alma feliz,
y una feliz alma vieja era; pedía su pipa,
pedía su cuenco,
y llamaba a sus tres violinistas. 
Cada violinista tenía un violín, y un muy buen violín tenía; 
Twee tweedle dee, tweedle dee,
hacían los violines.
¡Oh, nadie tan raro hay que se pueda comparar
con el rey Col y sus tres violinistas!

Esta vez Davenport no pudo evitar echarse a reír; y pasado un momento el doctor Urth se le unió.
Davenport fue el primero en ponerse serio y esperó, sin prejuicios, a que el doctor Urth recobrara la serenidad.
El doctor Urth pareció un tanto más serio cuando retomó el hilo del discurso donde lo había dejado.
—La rima del rey Col estaba en la mente de Lewis Carroll, consciente o inconscientemente, cuando escribió el discurso de la morsa.
"Rey Col", empleando la palabra como en ensalada de col, se separa de forma natural en "coles y reyes"; y volvió a reunirse en la mente de Flammersfeld como una fusión protoplásmica de semillas de col y sangre real.
Davenport acercó el holograma de la escena de la muerte a la luz, y miró fijamente la col aumentada.
—¿Quiere usted decir que esta cosa…?
El doctor Urth asintió con la cabeza. Señaló un punto de la parte superior de la col.
—Eso se parece mucho a la agalla de corona, ¿no le parece?
—No me lo parece…, dado que no sé absolutamente nada acerca de agallas de corona.
—Entonces, créame lo que voy a decirle. Existen dos clases de células vivas, las eucariotas y las procariotas. La célula procariota tiene núcleo, es decir que la membrana nuclear protege a los cromosomas de la misma. La célula procariota está menos organizada; es decir, que los cromosomas flotan libremente en el citoplasma, entre los orgánulos celulares. Vayamos a la agrobacteria, que es el nombre común de la Agrobacterium tumefaciens. La agrobacteria contiene el plásmido Te, un diminuto espiral de ADN, de un largo aproximado de doscientos genes. La agrobacteria puede perforar una célula vegetal e inyectarle el plásmido Te en el núcleo. Una vez dentro, el espiral de doscientos genes, llamado tADN por transferencia de ADN, se libera del plásmido Te y se convierte en parte de los cromosomas de la planta. Los tADN pueden programar a la planta para que nutra a la agrobacteria.
El doctor Urth hizo una pausa momentánea para respirar y —según pensó Davenport—, para producir un efecto dramático.
—Ahora llegamos al centro de todo este asunto. El insidioso parásito llamado agrobacteria provoca una hinchazón tumoral, una agalla en forma de pequeña corona en este caso. 
La voz del doctor Urth aumentó de volumen a causa de la ira.
¿Puede usted imaginárselo? ¡Ese malévolo procedimiento era la elaborada forma que empleaba Flammersfeld para ponerle a su pobre y pequeño rey Col, un híbrido inteligente, la corona de la realeza!
Davenport fijó la mirada en la imagen, no vio más que una col podrida, e intentó imaginársela como había sido en vida: Un ser con poder de raciocinio, y por lo tanto memoria y previsión; con sentimientos, y por lo tanto con la necesidad de amar y odiar. Tendría que haber sido principalmente cabeza, con el rostro enmarcado por hojas. Se estremeció. Como un destello, visualizó aquel rostro superpuesto con la cara redonda del doctor Urth, otro hijo de Buda. Levantó la mirada hacia el doctor Urth.


El doctor parecía melancólico. Davenport recordó de pronto que el doctor Urth había sido un niño prodigio. El doctor Urth habría sentido simpatía por los monstruos de cualquier tipo. El doctor Urth debió de sentir su mirada y captar sus pensamientos, porque el doctor Urth lo miró a los ojos y sonrió con tristeza.
—Todos nosotros, nosotros mismos y nuestras matrices, son modelos de interferencia, y por eso resulta natural pensar en cruzar esto con aquello. Es la naturaleza de la bestia, es decir, del universo. En conjunto, es una suerte que Flammersfeld y su criatura murieran cuando lo hicieron…, si bien no en la forma en que lo hicieron. Los seres humanos necesitamos un mínimo de frivolidad; no puede haber demasiada gravedad; pero Flammersfeld llevó las cosas demasiado lejos, interfirió demasiado —Su semblante se ensombreció—. Y tenía la intención de continuar interfiriendo. ¿Recuerda su último pedido, los embriones de cerdo y los huevos de águila? ¿Y recuerda el verso de Lewis Carroll: "Y de si tienen alas los cerdos"? Los seres humanos necesitamos una cantidad mínima de gravedad; no puede haber demasiada frivolidad —Su rostro adoptó una expresión que indicaba que había terminado—. Eso es todo.
Davenport guardó los hologramas y se puso de pie para marcharse.
—Gracias por su ayuda, doctor Urth.
El doctor Urth le quitó importancia al asunto con un vaivén de la mano. Se levantó y le estrechó la mano al visitante.
Su voz detuvo a Davenport en el umbral.
—Inspector. 
Davenport se volvió.
—¿Sí, doctor Urth?
—En cuanto a mis honorarios… 
Davenport sonrió.
—Me estaba preguntando cuándo llegaríamos a ese punto.
—Ahora lo sabe. Hemos llegado en este momento. Unas pocas fruslerías.
—Usted sabe que haré todo lo posible. ¿De qué se trata?
—En primer lugar, dos datos informativos para satisfacer mi curiosidad. Cuando regrese a Nueva Washington, tenga la amabilidad de pasar por Near-Earth Ltd., y recuperar el expediente de Terrarium Nueve. Vea si puede averiguar a través de los pedidos de Flammersfeld y otros documentos, la historia genética de la col y de la sangre hemofílica —Sonrió—. He apostado conmigo mismo que la col era una col de Saboya y que la sangre provenía de uno de los descendientes de la casa real de Saboya.
Davenport parpadeó.
—¿Saboya? ¿Por qué iba Flammersfeld a trabajar con una col y una sangre específicas de Saboya?
—Por la misma razón que impulsó a James Joyce a enmarcar una vista de Cork en corcho: El sentido de lo conveniente.
Davenport pensó en ello detenidamente y luego meneó la cabeza.
—Si no le importa que se lo diga, el sentido de lo conveniente puede conducir a la locura.
El doctor Urth se cubrió la boca con una mano regordeta.
—Ve usted mis intenciones con tanta claridad que casi dudo en mencionar el resto de mis honorarios.
Davenport lo miró con cautela y se sintió impulsado a decir:
—Adelante.
—Consiga que el investigador que se ha hecho cargo de Terrarium Nueve lleve a cabo un cruzamiento entre tortuga y grillo.
Davenport intentó imaginarse qué aspecto tendría aquello.
—¿Puede saberse para qué, en nombre del cielo?
—Para que cuando pierda las gafas, la montura hecha con esa concha me conduzca hasta ellas con el cric-cric.


FIN

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