2024/01/15

Cuando duerme el que vela (Richard Matheson)


Título original: When the waker sleeps
Año: 1950


Si alguien hubiera sobrevolado la ciudad a esa hora del día, o cualquier otro día del año 3850, habría pensado que no quedaba rastro de vida en ella.
Al pasar sobre los chapiteles impolutos habría buscado en vano un ápice de actividad humana. Habría escudriñado las anchas autopistas entrelazadas como la urdimbre y la trama de un inmenso telar y no habría visto ningún automóvil; nada, salvo los carriles desiertos y los semáforos cambiando de color en secuencias mecánicas.
Si hubiera volado a baja altura y sorteado las relucientes torres, habría visto las aceras móviles, los gigantescos ventiladores de rotación pautada que caldeaban las calles en invierno y las refrescaban en verano, las puertas diminutas que se abrían y se cerraban, los surtidores de las fuentes del parque que lanzaban al aire sistemáticas columnas de agua.
Más allá habría salido a campo abierto, donde habría sobrevolado las lustrosas naves que se alineaban frente a los hangares. Todavía más lejos habría vislumbrado el río, los barcos metálicos que descansaban a lo largo de la orilla, echando fina espuma  por la popa, producto del funcionamiento ininterrumpido de sus respiraderos.
Habría regresado a la ciudad, planeando en busca de alguna señal de vida en las anchas avenidas, en el entramado de calles, entre los edificios primorosamente ordenados de la zona de viviendas, en la solidez metálica del sector comercial.
La búsqueda habría resultado infructuosa.
Abajo, todo movimiento habría parecido mecánico. Y, sabiendo de qué ciudad se trataba, habría dejado de buscar ciudadanos para intentar localizar las bajas construcciones metálicas que se extendían a poco más de medio kilómetro, los edificios circulares que albergaban las máquinas infatigables, los ruidosos engranajes al servicio de los habitantes de la ciudad.
Aquellas máquinas lo hacían todo: Filtraban las impurezas del aire, movían las aceras y abrían las puertas, enviaban impulsos sincronizados a los semáforos, hacían funcionar las fuentes y las naves espaciales, los barcos del río y los ventiladores. Eran las máquinas en cuya incontestable eficacia confiaban ciegamente los ciudadanos, que, en ese momento, descansaban en los divanes neumáticos de sus habitaciones. La música que surgía de los altavoces, la brisa fresca de los ventiladores de las paredes, incluso el aire que respiraban; todo provenía de las máquinas o iba a parar a ellas; las indefectibles, fieles e infalibles máquinas.
Entonces se oyó un zumbido. Entonces la ciudad cobró vida.

Un zumbido, un zumbido.
Lo oíste desde el remolino negro del sueño. Frunciste la noble nariz y tiraste de los veinte transmisores neuronales que llevaban a las autopistas de tus extremidades.
El sonido penetró más adentro, atravesó varias capas de somnolencia y te clavó un dedo impaciente en la materia palpitante del cerebro. Volviste la cabeza en la almohada con una mueca.
No cesó. Con mano torpe, cogiste el auricular, abriste un ojo con un tremendo esfuerzo de voluntad y murmuraste algo ininteligible.
—¡Capitán Rackley! —La voz cortante se adelantó.
—Sí —respondiste.
—¡Preséntese de inmediato en el cuartel general!
Aquello acabó con el sueño y el enojo como un viejo irascible barre las piezas del ajedrez del tablero. Los músculos de tu abdomen se activaron y te dejaron sentado. En tu noble pecho, la palpitante bola de carne que imprime velocidad a la sangre tuvo a bien dilatarse y comprimirse con marcada intensidad. Tus glándulas sudoríparas se prepararon para la acción, el peligro, el heroísmo.
—¿Es…?
—¡Preséntese de inmediato! —ladró la voz, y un clic tajante te punzó el oído.
Tú, Justin Rackley, colgaste el auricular y saltaste de la cama con un revuelo de sábanas.
Corriste a la puerta del vestidor y la abriste de golpe. Te zambulliste en sus profundidades y emergiste poco después con unos pantalones ajustados y una guerrera apropiada para ese torso tuyo descomunal. Te los pusiste y te dejaste caer en un asiento cercano para calzarte las botas militares negras.
Tu cara reflejaba pensamientos funestos. Te peinaste el abundante cabello rubio, seguro de cuál era la naturaleza de la emergencia.
¡Los oxidones! ¡Otra vez!
Completamente despierto ya, frunciste la nariz con deliberada elegancia. Pensar en los oxidones, con esas doce patas indicadoras de su ascendencia extraterrestre, con esa repugnante baba reptiliana que rezumaban, te revolvía las tripas.
Saliste corriendo de la habitación, saltaste la barandilla y bajaste las escaleras, preguntándote una vez más dónde se habrían originado aquellos horribles oxidones, qué odioso cruce habría dado origen a su monstruosa especie; preguntándote dónde vivían, dónde proliferaba su horripilante estirpe, dónde mantenían sus reuniones militares, por dónde habían empezado a reptar hacia las grandes fisuras de la Tierra por las que salían en tropel para atacar.
Sin respuesta alguna para esas incontables preguntas, saliste corriendo de casa y bajaste los escalones como una exhalación hacia tu fiel automóvil. Te deslizaste dentro; pulsaste botones, accionaste palancas, pedales y todo lo necesario. En cuestión de minutos atravesabas las calles como una flecha camino de la ancha autopista que te llevaría al cuartel general.
Naturalmente, a esa hora había muy poca gente en la calle. De hecho, no viste a nadie. Fue pasados unos minutos, tras girar con un volantazo, mientras subías veloz como el viento por el carril de incorporación a la autopista, cuando viste otros automóviles que iban zumbando hacia la torre, situada a ocho kilómetros de distancia. Supusiste, acertadamente, que se trataba de otros agentes a los que también habían arrancado del sueño para movilizarlos.
Los edificios pasaban veloces mientras pisabas a fondo, eternamente ceñudo, vivificado por el peligro, oh, intrépido guerrero. Por supuesto que no eras reacio a la acción tras un mes de inactividad, pero las circunstancias eran bastante repugnantes. Pensar en los oxidones daba escalofríos a cualquiera, ¿verdad?
¿Qué los hacía surgir de sus pozos desconocidos? ¿Por qué querían destrozar las máquinas, hacer que la gangrena que destilaban corroyera el metal y desprendiera los dientes de los engranajes como pétalos de una flor marchita? ¿Qué pretendían?
¿Destruir la ciudad? ¿Gobernar a sus habitantes? ¿Aniquilarlos? Preguntas inquietantes, preguntas sin respuesta.
"Bueno", pensaste al entrar en el aparcamiento del cuartel general. "Los oxidones sólo han conseguido llegar hasta unas cuantas máquinas exteriores, entre las cuales no se cuenta la mía, gracias al cielo".
Por lo menos, no sabían más que tú acerca de dónde estaba la Gran Máquina, el fabuloso manantial de energía que impulsaba todas las demás.
Te deslizaste por el asiento del automóvil notando el roce de la tela del pantalón militar y bajaste de un salto al extenso aparcamiento. El taconeo de tus botas negras te acompañó mientras corrías hacia la entrada. Otros agentes se apearon de los automóviles y también atravesaron corriendo la explanada. Nadie decía nada; todos estaban ceñudos. Algunos te saludaron con un seco movimiento de cabeza mientras subían en el ascensor.
"Mal asunto", pensaste.
Sentiste una presión en las ingles cuando la puerta se abrió con un jadeo hidráulico. Saliste y caminaste en silencio por el pasillo hasta la espaciosa sala de reuniones.
Ya estaba casi llena. Hombres jóvenes, invariablemente apuestos y musculosos, formaban pequeños rebaños mientras hablaban sobre los oxidones en voz baja. Las paredes grises insonorizadas absorbían sus comentarios y devolvían aire inerte.
Los hombres te saludaron con la cabeza cuando entraste y reanudaron sus conversaciones. El capitán Justin Rackley, ése eres tú, se sentó en primera fila.
Levantaste la mirada. La puerta que daba a los rangos superiores se abrió de golpe. El general entró a grandes zancadas con un fajo de papeles en el puño. También él estaba ceñudo.


Subió a la tarima y dejó con brusquedad los papeles en la robusta mesa. Se sentó en el borde y golpeó una pata con la bota hasta que todos tus compañeros oficiales disolvieron los grupos y tomaron asiento. El silencio planeó sobre sus cabezas. El general apretó los labios y dio una fuerte palmada en la mesa.
—Caballeros —dijo con aquella voz que parecía surgida de una antigua tumba—, la ciudad se encuentra de nuevo en grave peligro.
Hizo una pausa; parecía capaz de gestionar cualquier crisis. Tú esperabas ascender algún día a general y parecer capaz de gestionar cualquier crisis. "¿Por qué no?", pensaste.
—No malgastaré un tiempo precioso —prosiguió el general, malgastando un tiempo precioso—. Todos conocen sus posiciones; todos saben cuál es su deber. Cuando termine esta reunión, se presentarán en el arsenal para recoger las pistolas de rayos. Tengan presente en todo momento que ningún oxidón debe llegar con vida a la maquinaria. Disparen a matar. Los rayos no son dañinos, repito, no son dañinos para la maquinaria.
Miró a sus hombres, jóvenes e impacientes.
—También conocen los peligros del veneno de los oxidones —añadió—. Por tanto, dado que el más ligero roce de sus aguijones causa una muerte agónica, se les asignará, como ya saben, una enfermera especializada en combatir los venenos sistémicos. Así que, cuando salgan del arsenal, preséntense en el Departamento de prevención.
Guiñó un ojo, cosa absolutamente fuera de lugar, y añadió con marcada intención: 
—Recuerden: ¡Hemos venido aquí a hacer la guerra! ¡Y sólo la guerra!
Aquello, por supuesto, provocó sonrisas de complicidad, comentarios maliciosos y más de un gesto poco marcial. Después el general se recuperó de su pequeña exhibición de humor y camaradería, y volvió al tono estricto de desapego despótico.
—Cuando se les haya asignado la enfermera, aquellos cuyas máquinas estén a más de veinticinco kilómetros de la ciudad se presentarán en el puerto espacial para que se les proporcione un aerocoche. Después procederán todos con la máxima celeridad. ¿Preguntas?
Ninguna.
—No creo necesario recordarles la importancia de esta defensa —concluyó el general—. Como bien saben, si los oxidones llegaran a la ciudad, si atacaran el núcleo de nuestro sistema mecánico, si (¡Dios no lo quiera!) localizaran la Gran Máquina, solo cabría esperar la peor masacre. Destrozarían la ciudad; nos aniquilarían; el hombre sería derrocado.
Los soldados lo miraron con los puños apretados, embriagados por el patriotismo como los sátiros por el alcohol, un patriotismo que también bullía en ti, Justin Rackley.
—Eso es todo —dijo el general con un saludo—. Buena caza.
Bajó de un salto de la tarima y se dirigió a la puerta, que, como por arte de magia, se abrió una fracción de segundo antes de que su impetuosa nariz se aplastara contra ella.
Te levantaste con un hormigueo en los músculos. "¡Adelante! ¡Salvemos nuestra preciosa ciudad!"
Pasaste entre las filas ya desordenadas. De nuevo en el ascensor, hombro con hombro con tus camaradas, una palpitante sensación de alerta te recorría el cuerpo joven y saludable.
El arsenal. Las paredes acolchadas amortiguaban el sonido. Hiciste fila, ceñudo como siempre, arrastrando los pies para recoger el arma. Llegaste al mostrador. Era como una oficina de cambio: Le enseñaste al hombre tu tarjeta de identificación y te entregó una reluciente pistola de rayos y una cartuchera de munición para llevar al hombro.
Después saliste por la puerta y bajaste los escalones recubiertos de caucho hasta el Departamento de prevención. La sangre te corría por las venas como en una montaña rusa.
Eras el cuarto de la fila, y ella, la cuarta de la otra fila, así que te la asignaron.
Examinaste su figura y notaste que el uniforme, aunque parecido al tuyo, le quedaba distinto. Aquello te apartó momentáneamente de tus propósitos marciales. Vaya. La lujuria, implacable, exigía tu atención.
—Capitán Rackley —dijo el hombre—, le presento a la teniente Forbes. Es su única garantía de supervivencia en caso de que lo pique un oxidón. Asegúrese de permanecer cerca de ella en todo momento.
No te pareció una tarea muy desagradable. Saludaste al hombre, intercambiaste un aleteo de pestañas con la joven y ladraste la orden de partida. Se encaminaron hacia el ascensor.
Mientras bajaban en silencio, la mirabas de vez en cuando. Lamentaciones largo tiempo olvidadas se reavivaron en tu cerebro revitalizado. Te atrajeron los rizos oscuros que le caían sobre la frente y se le amontonaban en los hombros como retorcidos dedos negros. Notaste que tenía unos ojos castaños de mirada suave, como surgidos de un sueño. ¿Por qué sería de otro modo?
Sin embargo, algo te apartaba de tus insustanciales cavilaciones. ¿Podría ser el deber? De pronto, al recordar lo que ibas a hacer, volviste a sentir miedo. Las amorosas ensoñaciones se alejaron en formación militar.
La teniente Forbes guardó silencio hasta que el aerocoche que les habían asignado surcó el cielo de la periferia de la ciudad. Entonces, en respuesta a tus intentos banales de hablar sobre el tiempo, te dedicó una preciosa sonrisa y viste sus preciosos hoyuelos.
—Sólo tengo dieciséis años —te dijo.
—Entonces, es la primera vez.
—Sí —contestó ella, mirando a lo lejos—. Estoy muy asustada.
Asentiste y le diste unas palmaditas en la rodilla. Intentabas ser paternal, pero conseguiste que el rubor del recato le asomara a las mejillas.
—No te apartes de mí —le dijiste, recalcando el doble sentido—. Te cuidaré bien. 
Básico pero suficiente para una muchacha. Se ruborizó más aún.
 
Las torres de la ciudad brillaban a tus pies. A lo lejos, como un diminuto botón en el borde de una telaraña, viste tu máquina. Empujaste un poco el volante; el diminuto vehículo se inclinó e inició un largo descenso. Mantuviste los ojos fijos en el cuadro de mandos, concentrado en él, mientras te preguntabas qué sería aquella extraña emoción que te recorría el cuerpo como una avalancha y de qué tipo era la fatiga de combate que presagiaba.
Era la guerra. La ciudad, ante todo. ¡Vamos!
El aerocoche bajó y se quedó flotando sobre la máquina mientras activabas los frenos neumáticos. Poco a poco, se posó en el tejado como una mariposa en una flor.
Apagaste el interruptor con el corazón acelerado, ajeno a todo lo que no fuera el peligro al que te enfrentabas. Cogiste la pistola de rayos, saltaste afuera y corriste hasta el borde del tejado.
Tu máquina estaba fuera de la ciudad, en el campo. Tu mirada de lince escudriñó el terreno.
No había ni rastro del enemigo.
Volviste al aerocoche a toda prisa. Ella seguía allí sentada y te observaba. Giraste el dial y el intercomunicador soltó su interminable sonsonete de información. Esperaste impaciente a que el operario de megafonía dijera el número de tu máquina y comunicara que los oxidones estaban a kilómetro y medio.
Notaste que ella contenía la respiración y te miraba asustada. Apagaste el equipo.
—Vamos adentro —dijiste. La mano en la que llevabas la pistola te temblaba deliciosamente. Te encantaba estar asustado, sentir que vivías peligrosamente. ¿No era esa la razón por la que estabas allí?
La ayudaste a salir. Tenía la mano fría; se la apretaste y le dedicaste una leve sonrisa para infundirle ánimo. Después de cerrar la puerta del vehículo para impedir el acceso al enemigo, bajaron las escaleras. Al entrar en la sala principal, el suave zumbido de la maquinaria se te metió en la cabeza al instante.
Entonces, llegados a aquel punto de la aventura, dejaste la pistola de rayos y la munición para hablarle de la maquinaria a la chica. Cabe destacar que estabas más pendiente de la proximidad de la enfermera que interesado en la mecánica. ¡Era tan encantadora, tan joven, y estaba tan necesitada de consuelo!


Tardaste poco en cogerla otra vez de la mano. Después le pasaste el brazo por la esbelta cintura y la atrajiste hacia ti. Tu mente divagaba sobre cosas que nada tenían que ver con la defensa militar.
Llegó el momento en que ella agitó las pestañas y clavó su mirada en la tuya, como en aquel arcaico pasaje literario. Sus ojos color violeta te daban vértigo y te acercaste más. El perfume de su aliento te agarrotaba las extremidades. Sin embargo, algo seguía conteniéndote.
¡Chap! ¡Chop!
Ella dio un respingo y gritó.
¡Los oxidones estaban en las paredes!
Corriste a la mesa en la que habías dejado la pistola de rayos. La munición estaba al lado, en el sofá, y te la colgaste del hombro. Ella se acercó corriendo a ti y, con gesto adusto, le entregaste el estuche de prevención.
Te sentías tan seguro de ti mismo como el general cuando se ponía serio.
—Mantén las jeringuillas cargadas y a mano —dijiste—. Puede que… 
La frase quedó en el aire. Un enorme oxidón baboso golpeó la pared.
Del exterior llegaba el ruido de las grandes ventosas: Buscaban la maquinaria del sótano.
Comprobaste la pistola. Estaba lista.
—Quédate aquí —murmuraste—. Tengo que bajar.
Sin prestar atención a lo que ella te decía, te precipitaste por las escaleras e irrumpiste en el sótano justo cuando el primer horror entraba borboteando por una ventana y aterrizaba en el suelo de metal, como una corriente de lava que desafiara la gravedad.
La monstruosidad de color marrón dorado te miró con su hilera de ojos amarillos, parpadeando, y se te puso la carne de gallina. Luego se escurrió veloz hacia las máquinas con un chapoteo aceitoso. El miedo estuvo a punto de paralizarte.
Y entonces el instinto tomó las riendas. Levantaste con rapidez la pistola y un rayo crepitante de color azul saltó de la boca del arma, tocó el cuerpo escamoso y lo rodeó. Los chillidos y el olor a carne quemada llenaron el aire. Cuando el rayo se disipó, el oxidón muerto quedó el suelo, ennegrecido y humeante, y su baba se desparramó por las soldaduras.
Oíste el sonido de ventosas a tu espalda. Te volviste y volaste en pedazos grasientos al segundo oxidón, pero apareció otro en el borde de la ventana y se abalanzó hacia ti. Otro disparo, y otra mole achicharrada retorciéndose en el suelo.
Tragaste el nudo de tensión que te atenazaba la garganta sin dejar de observarlo todo ni de saltar de un lado a otro. Al cabo de un segundo, otros dos se te acercaban. Dos disparos; uno, fallido. Ya tenías el segundo monstruo casi encima cuando lograste hacerlo picadillo, justo antes de que levantara las patas delanteras para hundirte sus aguijones negros en el pecho.
Te volviste rápidamente y gritaste horrorizado.
Un oxidón bajaba por las escaleras y otro emitía un sonido sibilante, con los largos aguijones apuntándote al corazón. Apretaste el botón y soltaste un grito ahogado. ¡No te quedaban proyectiles!
Te apartaste de un salto y el oxidón cayó hacia delante. Abriste el estuche e intentaste cargar la pistola, pero los nervios te traicionaban. Un proyectil se te cayó y se hizo añicos en el suelo de metal. Tenías las manos ateridas y temblorosas, y el vello erizado. La sangre te palpitaba en las venas. Estabas asustado, pero lo disfrutabas.
El oxidón volvió a atacar mientras introducías el proyectil en la pistola de rayos. Te agachaste… ¡pero no lo suficiente! La punta de un aguijón te rasgó la guerrera y te arañó el brazo. Sentiste cómo el veneno ardiente se te introducía en el organismo.
Apretaste el gatillo y el monstruo se desintegró en una nube de humo untuoso. La maquinaria del sótano estaba a salvo del ataque. Los oxidones la habían pasado de largo.
Alcanzaste la escalera de un salto. Tenías que salvar las máquinas, salvarla a ella, ¡salvarte tú!
Las botas resonaron en las escaleras metálicas. Entraste a toda prisa en la gran sala de máquinas y miraste a tu alrededor.
Se te cayó el alma a los pies. Ella estaba derrumbada en un sofá, desmadejada, inmóvil. Un rastro de baba de oxidón le resbalaba por la guerrera.
En cuanto te volviste, el oxidón desapareció en el interior de la maquinaria, introduciendo su cuerpo escamoso entre los engranajes. La baba le chorreaba por el cuerpo y las mandíbulas. La máquina se detuvo y arrancó de nuevo con un quejido de engranajes deteriorados.
¡La ciudad! ¡Te plantaste de un salto junto a la máquina y le disparaste con la pistola de rayos! El rayo azul falló; no alcanzó al oxidón. Volviste a disparar. El oxidón se movía demasiado deprisa y se escondía detrás de los engranajes. Corriste alrededor de la máquina sin dejar de disparar.
La miraste. ¿Cuánto tiempo tardaba en actuar el veneno? No te lo habían dicho. Sin embargo, ya lo tenía en la carne; la quemazón había empezado. Y tú te sentías a punto de arder en llamas, como si el cuerpo fuera a caérsete a pedazos.
Tenías que ponerte una inyección y ponerle otra a ella. Sin embargo, el oxidón te esquivaba. Tuviste que detenerte para introducir otro proyectil en la recámara. La sala empezó a darte vueltas; no podías controlar el mareo. Pulsaste el gatillo una y otra vez, y el rayo se estrelló contra la maquinaria.
Te tambaleaste con un sollozo y te abriste el cuello de la guerrera. Casi no podías respirar. El olor de sebo chamuscado por los rayos lo impregnaba todo. Rodeaste la máquina dando traspiés y le disparaste otro rayo al veloz oxidón.
Por fin, cuando estabas a punto de desplomarte, lo tuviste a tiro. Pulsaste el gatillo y el oxidón quedó envuelto en llamas, se desmoronó en fragmentos fundidos bajo la maquinaria y el sumidero se lo tragó.
Soltaste la pistola de rayos y te acercaste a ella dando tumbos. Las jeringuillas hipodérmicas estaban en la mesa.
Le abriste la guerrera, le clavaste una aguja en el hombro suave y pálido y, entre escalofríos, le inyectaste el antídoto en la vena. Después te pinchaste en el hombro y sentiste el frío repentino que te recorría la carne y el torrente sanguíneo.
Te derrumbaste junto a ella, con la respiración agitada y los ojos cerrados. El estallido de actividad te había agotado. Tenías la impresión de que necesitarías un mes para reponerte, como de hecho sería.
Ella gimió. Abriste los ojos y la miraste, y la respiración volvió a acelerársete, pero esa vez tenías claro de dónde provenía la agitación. No podías apartar los ojos de ella. Un calor reconfortante te inundaba las extremidades y te acariciaba el corazón. Ella también te miraba.
—Eh… —dijiste.
Entonces dejaste de contenerte; las dudas se esfumaron. La ciudad, los oxidones, las máquinas… El peligro había quedado atrás. Ella te acarició la mejilla.

—Y cuando abriste los ojos —concluyó el médico—, estabas de nuevo en esta habitación.
Rackley se rió y sacudió la cabeza sobre la almohada, sacudiendo las manos de alegría.
—Querido doctor —dijo entre risas—, siempre lo sabe todo. ¡Qué listo es! ¿Cómo lo consigue, listillo?
El médico miró al hombre alto y apuesto tumbado en la cama, todavía sacudido por las carcajadas.
—Olvida que soy yo quien le pone las inyecciones —dijo—. Es natural que sepa qué pasa después.
—¡Claro! ¡Claro! —exclamó Justin Rackley—. Oh, ha sido absolutamente fantástico, fantástico. ¡Imagínese! ¡Yo! —Se pasó los recios dedos por el voluminoso bíceps—. ¡Yo, un héroe!
Aplaudió y soltó una profunda carcajada. Los dientes blanquísimos relucieron en contraste con el intenso bronceado de su cara. La sábana resbaló y le dejó al descubierto los desarrollados pectorales y las tabletas de los abdominales.
—¡Válgame Dios! —suspiró—. ¿Qué sería de mi monótona existencia si sus benditas inyecciones no atenuaran este aburrimiento infinito?
El médico lo miró con frialdad y apretó los dedos blancos y fuertes en un pálido puño. Una idea se le clavó como un cuchillo en el cerebro: "Este es el fin de nuestra especie, la penosa cúspide de la evolución humana. Es la corrupción definitiva".
Rackley bostezó y se desperezó.
—Debo descansar —Miró al médico desde la cama—. Ha sido un sueño realmente agotador.
Rio tontamente. Echó la cabeza en la almohada y palmeó las sábanas, desternillándose.
—Dígame —jadeó—, ¿qué demonios pone en esas exquisitas inyecciones? Se lo he preguntado muchas veces.
El médico recogió su bolsa de plástico.
—Una simple mezcla de productos químicos para estimular las suprarrenales por un lado e inhibir las funciones cerebrales superiores por otro. En resumen —concluyó—, un cóctel de intensificación y reducción.
—Ah, siempre dice lo mismo —dijo Justin Rackley—. Pero es sin duda una delicia. Una completa delicia. ¿Vendrá el mes que viene para mi siguiente sueño y la recreación?
El médico dejó escapar un suspiro de cansancio.
—Sí —dijo, sin molestarse en disimular su repulsión—. Volveré el mes que viene.
—Gracias al cielo no tendré que vérmelas con este espantoso sueño de los oxidones hasta dentro de cinco meses —dijo Rackley—. ¡Uf! ¡Es tan nauseabundo! Prefiero los sueños más agradables sobre extracción y transporte de minerales de Marte y la Luna o los de aventuras en centros de alimentación. Son mucho más bonitos. Pero… —Torció los labios—. Añádales más chicas de esas tan bonitas.
Su cuerpo fuerte y cansado se retorció de placer—Oh, sí —murmuró, cerrando los ojos.
Suspiró y giró el cuerpo musculoso, despacio, exhausto, para quedarse de lado.


El médico caminó por las calles desiertas con la cara crispada por la misma frustración de siempre.
"¿Por qué? ¿Por qué?", no dejaba de repetirse. "¿Por qué debemos seguir manteniendo la vida en las ciudades? ¿Para qué? ¿Por qué no dejar que desaparezca el último vestigio de civilización, si es así como debe ser? ¿Por qué empeñarse en mantener vivos a estos hombres?"
Cientos, miles de Justin Rackley. Animales bien cuidados, criados y alimentados de forma artificial, masajeados para que tuvieran un organismo saludable y armonioso, atendidos por medios mecánicos para evitar que sus cuerpos se convirtieran en las gordas babosas blancas que ya eran mentalmente. De lo contrario morirían.
¿Y por qué no dejarlos morir? ¿Por qué visitarlos una vez al mes, llenarles las venas de drogas hipnóticas y sentarse a observar cómo, uno a uno, se introducían en sus mundos oníricos para escapar del aburrimiento? ¿Tendría que pasarse la vida sugestionando aquellos cerebros debilitados, haciéndolos volar entre planetas y lunas, metiendo todo tipo de amores y grandiosas aventuras en sus sueños de héroes falsos?
Desanimado y cansado, el doctor entró en otro edificio dormitorio. Más cuerpos de formas hermosas y robustas, pasivos en sus divanes. Más inyecciones de sueños.
Se las administró y observó los cuerpos levantarse y caminar tambaleantes hacia los armarios. Esta vez se vistieron de exploradores, con salacot, pantalones cortos y botas. Se quedó junto a la ventana, viéndolos subir a los automóviles y alejarse. Se acomodó en el asiento para esperar su vuelta. Conocía todos y cada uno de los movimientos que harían porque era él quien los construía en su cabeza.
Irían a los depósitos hidropónicos para combatir una invasión de comedores de energía. Más grandes que los oxidones, pura fuerza, amenazaban con absorber el alimento para las plantas de las bandejas de crecimiento, la carne viva y amorfa que crecía en las soluciones de nutrientes. Los comedores de energía serían vencidos, por supuesto. Siempre era igual.
Naturalmente, no eran más que sueños. Quimeras fantásticas conjuradas en las expectantes mentes dormidas mediante magia química y aburridos hechizos científicos.
¿Pero qué habrían dicho todos aquellos Justin Rackley, aquellos bellos y desesperados despojos apáticos, de haber sabido que estaban engañándolos? ¿Qué sucedería si descubrieran que los oxidones no eran más que encarnaciones ficticias del óxido y el desgaste convertidos en monstruos fantásticos, unos monstruos que apenas lograban despertar el casi atrofiado instinto de supervivencia de aquella especie prácticamente extinguida? Los comedores de energía eran escarabajos, esporas y caldos de cultivo agotados. Los barrenadores eran alimañas vaporosas que había que eliminar de los yacimientos de metales de la Luna y de Marte.
Y otras muchas, muchísimas amenazas para todo cuanto hace funcionar abastece y renueva una ciudad.
¿Qué dirían todos esos Justin Rackley si descubrieran que, durante sus pretendidos sueños, realizaban simples trabajos de mantenimiento? ¿Que sus pistolas de rayos no eran más que pulverizadores, engrasadores o martillos neumáticos; que sus rayos mortíferos no eran más que chorros de lubricante para máquinas oxidadas, de insecticida o de fertilizante?
¿Qué dirían al descubrir que los engañaban con afrodisíacos disfrazados de antídoto para lograr que se reprodujeran? ¿Que, puesto que no sentían un sano interés por la procreación, había que drogarlos para fomentar su debilitada estirpe, una estirpe cuya única función era el mantenimiento de las máquinas que les daban la vida?
Al cabo de un mes regresaría con Justin Rackley, con el capitán Justin Rackley. Un mes de descanso. Tan escasa era la energía de aquella gente que tardaría un mes en acumular la fuerza necesaria para soportar una nueva inyección de hipnóticos y poder lubricar una máquina, cuidar de una bandeja o crear una triste célula de vida.
Todo por las máquinas, por la ciudad, por el hombre…
El médico escupió en el suelo inmaculado de la sala de divanes neumáticos.
Las personas eran más máquinas que las propias máquinas. Una raza esclava, un residuo detestable, inútil, sin esperanza.
"¡Oh, cómo se lamentarían! Se desmayarían si les permitieran entrar en el enorme túnel subterráneo donde estaba antes la gigantesca cámara de la Gran Máquina, esa supuesta fuente de toda energía", pensó con triste placer, "y vieran por qué hubo que engañarlos para que trabajaran".
La Gran Máquina había sido diseñada para acabar con el trabajo humano; para ocuparse de las máquinas más pequeñas, de las fábricas de comida y de las minas. Hacía siglos, sin embargo, que un tipo listo del Consejo de Control había tenido la ocurrencia de destruir el cerebro mecánico de la Gran Máquina. Por tanto, los Justin Rackley debían ver, incrédulos, el óxido, la podredumbre y la gigantesca masa muerta y retorcida que había quedado…
Pero no lo veían en realidad: Se dedicaban a soñar con trabajos arriesgados y a trabajar mientras soñaban.
¿Hasta cuándo?


FIN

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