2024/05/13

Helen O'Loy (Lester del Rey)


Título original: Helen O'Loy
Año: 1938
Distinciones: Incluida en la antología El Salón de la Fama de la ciencia ficción, Volumen Uno, 1929-1964.


Ahora soy un hombre viejo, pero aún recuerdo el día en que vi a Helen por primera vez cuando Dave la desembaló de su caja plástica, y aún puedo oír su contenida exclamación de asombro mientras la miraba.
-¡Caramba! ¿No te parece una verdadera belleza?
Desde luego era muy hermosa, un sueño convertido en realidad hecha de plástico y metal, algo que Keats podía haber vislumbrado vagamente cuando escribió su famoso soneto. Si Elena de Troya fue algo parecido, los griegos sin duda fueron un poco remisos cuando sólo enviaron mil naves a buscarla; por lo menos esto es lo que dije a Dave.
-¿Elena de Troya? -Contempló un momento su etiqueta de fabricación-. Por lo menos es un nombre mucho más bonito que el número que le dieron en la fábrica... K.W.288… ¡Hum! La llamaremos Elena de Acero.
-No me parece un nombre muy romántico, Dave. Es algo demasiado frío. ¿Qué te parece Helen O'Loy?
-De acuerdo. Se llamará Helen O'Loy, Phil.
Y así es como empezó; una parte de belleza, una parte de fantasía, una parte de ciencia, añadir un programa de estereovisión, agítese mecánicamente, y el resultado es el caos.
Dave y yo no fuimos juntos a la Universidad, pero cuando yo llegué a Messina para practicar la Medicina, lo encontré en el taller de una pequeña tienda de reparaciones para robots. Empezamos a trabar amistad, y cuando yo empecé a salir con frecuencia con una muchacha que tenía una hermana melliza, Dave encontró igualmente atractiva a la otra hermana, de modo que pronto salimos los cuatro juntos.
Cuando nuestros negocios marcharon mejor, alquilamos una casa cerca del puerto espacial, un lugar un poco ruidoso pero barato, ya que las naves espaciales desanimaban a los que querían construir viviendas por allí. A nosotros nos gustaba tener bastante sitio para estirar las piernas. Creo que si no nos hubiésemos peleado, habríamos llegado a casarnos con las dos hermanas mellizas. Pero Dave deseaba ir a contemplar el último modelo de nave cohete con destino a Venus, cuando su melliza quería ir a ver una película que proyectaban por estereovisión y cuyo protagonista era un tipo llamado Larry Ainslee, y los dos novios eran muy obstinados. 
Desde aquel día no pensamos más en chicas, y pasamos las tardes en casa. No fue hasta que Lena nos puso vainilla en un bistec en vez de sal, cuando empezamos a discutir el tema de las emociones y sus efectos en los robots. Mientras Dave desarmaba a Lena pieza por pieza para encontrar la avería, comenzamos a hablar del futuro de los seres mecánicos. Él mantenía que los robots serían superiores a los hombres algún día, mientras que yo defendía una opinión contraria.
-Mira, Dave -argumenté-, ya sabes que Lena realmente no puede pensar, quiero decir pensar por sí misma. Cuando estos alambres hicieron contacto, pudo haberse corregido ella misma. Pero no quiso preocuparse; simplemente siguió el impulso mecánico. Un hombre pudo haber alcanzado la vainilla, pero cuando la tuviera en su mano se hubiese detenido. Lena posee sentido común, pero no tiene emociones ni conciencia de su propia personalidad.
-Desde luego, éste es el gran problema con que se encuentran los robots en nuestros días. Pero adelantarán más y más, y desarrollarán emociones mecánicas o algo parecido -Volvió a atornillar la cabeza de Lena y abrió de nuevo el contacto de su pequeño motor-. Vuelve a trabajar, Lena; son las siete de la tarde.
Aunque me especialicé en endocrinología y ciencias afines, no soy exactamente un psicólogo, pero comprendo el funcionamiento de las glándulas, secreciones, hormonas y otros varios órganos que son las causas físicas de las emociones. La ciencia médica necesitó trescientos años para encontrar cómo y por qué funcionaban, y no podían pensar que los hombres llegasen a duplicarlas mecánicamente en mucho menos tiempo.
Me llevé a casa muchos libros y revistas científicas para demostrarlo, pero Dave me mencionó la invención de las bobinas mnemónicas y de los ojos hipersensibles para demostrar que todo era posible en el campo de los robots. Durante todo aquel año intercambiamos sabiduría, hasta que Dave supo de memoria toda la teoría de la endocrinología, mientras que yo podía desarmar y volver a montar a Lena con los ojos vendados. Mientras más hablábamos, más  disminuía  mi seguridad sobre lo imposible de llegar a realizar el tipo perfecto de homo mechanensis.
¡Pobre Lena! Su cuerpo de cuproberilo pasaba la mitad del tiempo desparramado en el suelo, desmontado pieza a pieza. Nuestros primeros intentos no tuvieron otro éxito sino conseguir que nos sirviera hierba frita para el desayuno y que lavase  los platos con aceite de motor. Por fin un día consiguió prepararnos una cena perfecta con tres lámparas fundidas y Dave se sintió extasiado.
Trabajó en ella toda la noche colocándole una nueva instalación, le puso dos bobinas  nuevas y le enseño un  nuevo vocabulario. A pesar de todo, al día siguiente Lena se irritó con nosotros y nos maldijo vigorosamente cuando le indicamos que no estaba haciendo bien su trabajo.
-¡Es mentira! -gritó, agitando una escoba-. Ustedes son unos mentirosos. Si me dejasen tranquila el tiempo suficiente, quizá podría arreglar algo este sucio lugar.
Cuando conseguimos calmarla y que volviera a su trabajo, Dave me indicó con un gesto que le siguiera al estudio.
-No debemos arriesgarnos con Lena -explicó-. Tendremos que sacar esas glándulas adrenales y volverla a la normalidad. Para nuestro trabajo necesitamos un robot mejor. Los robots domésticos no son lo bastante complejos.
-¿Qué te parecen los nuevos modelos Super de Luxe de Dillard? Creo que tienen todos los adelantos necesarios.
-Exactamente. De todas maneras, necesitaremos un modelo especial, construido según nuestras especificaciones, provisto de un panel completo de bobinas mnemónicas. Y en consideración a nuestra buena Lena, será mejor que pidamos un robot femenino.
El resultado de nuestro plan, desde  luego, fue Helen. La fábrica Dillard había realizado un verdadero milagro, e incluido los últimos adelantos técnicos en una envoltura de plástico con figura de mujer. Inclusive el rostro de plástico y ruberita era  lo bastante flexible para expresar emociones, poseía glándulas lagrimales y papilas sensoriales, dispuestas para simular todas las acciones humanas, desde la respiración hasta el pelearse y arrancar el pelo a otra muchacha. La factura que nos enviaron junto con ella era también algo milagroso, pero Dave y yo  conseguimos reunir el dinero, aunque tuvimos que vender a Lena a una casa de reparaciones,  y después de aquello nos vimos obligados a  cenar una  temporada en un restaurante barato.
He realizado muchas operaciones delicadas sobre tejidos vivos, y algunas han sido verdaderamente difíciles, pero a pesar de todo me sentí como un estudiante de tercer año de Medicina en el momento en que abrimos la placa frontal de su torso y empezamos a cortar los hilos de sus "nervios". Las glándulas mecánicas de Dave estaban ya preparadas; unos pequeños paquetes de tubos electrónicos y una maraña de alambres que servían para influir los impulsos eléctricos de su cerebro mecánico y deformarlos exactamente igual como la adrenalina deforma las reacciones de la mente humana.
Aquella noche, en vez  de  marcharnos  a  dormir, estudiamos una y otra vez los esquemas y diagramas de sus estructuras nerviosas, siguiendo los laberintos sensoriales de sus impulsos eléctricos,  cortando hilos e injertando las heteronas, como las llamaba Dave. Y mientras trabajábamos,  una cinta magnética iba implantando cuidadosamente los recuerdos e instrucciones que le darían la conciencia y emoción propia de un ser humano. Dave era un técnico en robots que no dejaba nada al azar.
Alboreaba el día cuando terminamos, exhaustos y satisfechos. Todo lo que quedaba por hacer era conectar la energía  eléctrica; igual que todos los robots Dillard, estaba provisto de un diminuto atomotor en lugar de baterías, y una vez conectada la energía no sería necesario que nos preocupásemos más de ello.


Pero Dave no quiso poner en marcha su complicada organización.
-Debemos esperar hasta que hayamos dormido y descansado -indicó-.  Me siento tan deseoso de iniciar las pruebas como tú, pero no haremos nada de provecho con nuestros cerebros tan agotados. Vámonos a dormir y volveremos con Helen cuando despertemos.
Aunque los dos nos sentíamos deseosos de seguir trabajando, nos dimos cuenta que la idea era buena. Nos fuimos a la cama y el sueño se apoderó de nosotros antes  de  que  el  aparato acondicionador  de  aire redujera la temperatura a la adecuada para el descanso. Me desperté cuando Dave me agitó vigorosamente por un hombro.
-¡Eh, Phil! ¡Despiértate de una vez!
Gruñí medio dormido, di media vuelta en la cama y abrí los ojos.
-¿Qué pasa? ¡Ah! ¿Qué sucede? ¿Es que Helen...?
-No, se trata de la señora Van Styler. Ha llamado por el fonovisor para decir que su hijo se ha enamorado de una muchacha del servicio, y quiere que vayas a darle hormonas neutralizadoras. Se encuentran ahora en su casa de  campo  de  Maine.
¡Caramba con la señora Van Styler! Sin  embargo, no podía permitirme el lujo de rechazar su invitación, especialmente  ahora  que Helen había agotado mi cuenta corriente. Sin embargo, no era un trabajo que me gustara mucho.
-¡Hormonas neutralizadoras! Eso me llevará  por lo menos dos semanas. Y además, yo no soy médico de sociedad, que hace experimentos con glándulas para que esos tontos se sientan felices. Mi trabajo consiste en preocuparme de casos más serios.
-Y además estás lleno  de deseos de  estudiar el comportamiento de Helen -Dave sonreía, pero su expresión era elocuente-. He dicho a la señora Van Styler que ese trabajo le costará cincuenta mil dólares.
-¿Cómo?
-Y me respondió que conforme, si ibas allí a toda prisa.
Desde luego, sólo me quedaba una cosa por hacer, aunque de buena gana hubiese retorcido el cuello de la señora Van Styler. Aquello no habría sucedido si ella quisiera usar robots como hacía todo el mundo... pero  siempre quería mostrarse distinta de los demás.
Por lo  tanto, mientras Dave se quedaba en  casa entreteniéndose con Helen, yo me retorcía el cerebro para conseguir que Archy van Styler se tragase mis píldoras de hormonas neutralizadoras y dándole  la misma  dosis  a la sirvienta. Oh, desde luego aquello no era estrictamente legal, pero la pobre chica estaba perdidamente enamorada de Archy. Dave podría haberme escrito, pensé con amargura, pero no se dignó enviarme ni una palabra.
Habían pasado tres semanas en vez de las dos que yo calculaba, cuando por fin pude informar a la señora van Styler que Archy estaba "curado" y recibir a cambio un  hermoso  cheque.  Con aquel dinero en  el  bolsillo, alquilé un cohete privado y volví a Messina en cosa de media hora. No perdí tiempo en dirigirme a nuestra casa.
En el momento que puse los pies en el vestíbulo, oí el ruido de pasos ligeros y una voz anhelante que llamaba:
-¿Eres tú, Dave, querido?
Por un minuto no supe qué contestar y la voz se oyó de nuevo suplicante:
-¿Dave, eres tú?
Yo no sabía en realidad lo que esperar, pero lo cierto es que nunca esperé que Helen me recibiera en aquella forma, deteniéndose mientras me contemplaba, algo asombrada, con una desilusión evidente en su rostro, mientras sus pequeñas y bien formadas manos se dirigían temblorosas hacia su garganta.
-¡Oh! -gimió-. Pensé que era Dave. Casi nunca viene a casa a comer en estos últimos días, pero he tenido la cena esperando hace horas.
Dejó caer los brazos con un gesto de desaliento y se esforzó en sonreír.
-¿Tú eres Phil, no es cierto? Dave me habló de ti cuando... en los primeros días. Estoy muy contenta de verte, Phil.
-Yo también estoy satisfecho de verte Helen.
¿Qué será lo que uno puede decir cuando se encuentra por primera vez con un robot?
-¿Creo que has dicho algo de cenar? -continué.
-¡Oh, claro! Creo que Dave habrá cenada en la ciudad otra vez, de manera que lo mejor será que lo hagamos nosotros. Será muy agradable el tener alguien con quien poder hablar, Phil. No te importa que te llame Phil, ¿verdad? Verás, tú eres una especie de padrino para mí.
Los dos comimos. Yo no había esperado que ella lo hiciera, pero aparentemente Helen consideraba el comer algo tan normal como el andar. A pesar de todo, comió muy poco; la mayor parte del tiempo lo pasó lanzando miradas de pena en dirección a la puerta.
Dave llegó cuando estábamos terminando de comer, con un gesto de mal humor que se notaba a una milla de distancia. Helen empezó a levantarse, pero él no se reunió con nosotros, sino que se dirigió en derechura hacia las escaleras, lanzándome un saludo por encima del hombro.
-Hola Phil. Te veré en mi cuarto más tarde.
No había duda de algo completamente fuera de lo corriente en su modo de comportarse. Por un instante pensé que me equivocaba, pero cuando me volví hacia Helen vi que sus ojos estaban llenos de lágrimas. Ella ahogó un sollozo, y se dedicó con energía a su plato, sin levantar la mirada.
-¿Qué es lo que le sucede a Dave... y a ti? -pregunté.
-No me quiere. 
Ella apartó el plato y se puso en pie rápidamente. 
-Será mejor que vayas a hablar con él mientras yo limpio la mesa. Y no hay nada de anormal en mi conducta.  Todo  lo  que  pasa  no  es  por  culpa mía. 
Helen recogió los platos y se refugió en la cocina; casi pude jurar que estaba llorando.
Es posible que todo pensamiento no sea más que una serie de reflejos condicionados, pero era obvio que Helen había tenido una gran cantidad de tales reflejos mientras estuve ausente. Ni siquiera en sus peores días, Lena hizo nada parecido a eso. Sin saber que pensar, me dirigí hacia el cuarto de Dave para ver si éste conseguía aclararme aquel embrollo.


Dave estaba echando soda en un gran vaso de whisky,  y pude  notar que la botella estaba casi vacía.
-¿Quieres beber algo? -preguntó.
Me pareció una buena idea para iniciar nuestra conversación. El rugiente zumbido de un cohete iónico que pasó por encima de la casa era lo único vagamente familiar que encontraba en nuestra casa. Por el aspecto de los ojos inyectados  en sangre de  Dave, aquella no era la primera  botella que vació mientras estuve fuera, y aún le quedaban unas cuantas. Sacó otra botella de debajo de la mesa para servirme un vaso de licor.
-Desde luego, no es nada que me importe, Dave, pero esa bebida no te tranquilizará.  ¿Qué  es  lo que ha pasado entre tú y Helen? ¿Es que han visto fantasmas?
Helen estaba equivocada; Dave no había cenado en la ciudad... ni en ningún otro lugar. Se dejó caer en una silla con un gesto que revelaba su cansancio y nerviosismo, pero, principalmente, el hambre.
-Te has dado cuenta de ello, eh?
-¿Qué si me he dado cuenta? Los dos hicieron una escena que hasta un ciego pudo ver.
-¡Hum! -hizo un gesto para apartar una mosca inexistente, y se dejó hundir en el sillón neumático. -Quizás debí esperar a que volvieras antes de poner en marcha a Helen. Pero si aquel programa de estereovisión no lo hubiese cambiado... En fin, tenía que suceder. Y además esos románticos libros tuyos terminaron de estropearlo todo.
-Ah, muchas gracias. Creo que con esto se explica todo.
-Oye, Phil. Ya sabes que tengo una casa en el campo, un rancho agrícola. Mi padre me lo dejó en herencia. Estoy pensando ir a echarle un vistazo.
Y así continuó nuestra conversación. Pero al fin, gracias a unos cuantos vasos más de whisky, y a insistir pacientemente, pude hacer que me contase parte de la historia, antes de darle una pastilla de Amytal y meterlo en la cama. Luego me fui en busca de Helen y le arranqué el resto de lo ocurrido, hasta que por fin tuve una idea clara de lo que pasó entre los dos.
Aparentemente, en cuanto me hube marchado, Dave le conectó el atomotor, y empezó con las pruebas preliminares, que resultaron enteramente satisfactorias. Helen había reaccionado en forma espléndida, tan naturalmente, que  Dave decidió dejarla sola en la casa y marcharse a trabajar como de  costumbre. Naturalmente, con todas sus emociones vírgenes, Helen estaba llena de curiosidad y quería que se quedase aquel día en la casa. Entonces él tuvo una genial idea. Después de enseñarle cuáles eran sus deberes caseros, la hizo sentar enfrente al estereovisor, lo conectó con un programa de noticia y le dijo que ocupase el tiempo observando la pantalla. Las  noticias la interesaron mucho hasta que el programa terminó, y entonces la estación  empezó  con  un serial que tenía como protagonista a Larry Ainlee, el mismo hermoso y romántico artista que había causado todo el lío con las dos mellizas. Por pura casualidad, se parecía algo a Dave. 
Helen se sumergió en  el  serial, como  una  foca puede lanzarse al agua. Aquel drama y aventuras románticas, constituían una perfecta válvula de escape para sus nuevas y supersensibles sensaciones. Cuando aquel episodio radiado terminó, ella halló otra historia romántica en  una estación distinta, y continuó con su educación. Luego, los programas de la tarde se compusieron principalmente de noticias y música, pero ella había encontrado mis  libros;  y  es  sabido que mis gustos son hacia la literatura romántica. 
Dave regresó a casa sintiéndose satisfecho. El recibidor y el comedor estaban primorosamente arreglados, y en el aire había un perfume de comida que Dave no había experimentado por mucho tiempo. Empezó a tener visiones de Helen como una ama de casa supereficiente. Por ello se quedó estupefacto cuando sintió dos  fuertes brazos alrededor de su cuello y una voz temblorosa que desde atrás murmuraba en su oído:
-Oh, Dave, querido, te hallé tanto a faltar, y estoy tan contenta que hayas vuelto...
Las maneras de Helen quizá no eran muy elegantes, pero estaban llenas de entusiasmo, como él pudo darse cuenta cuando trató de impedirle que lo besara con pasión. Helen había aprendido de prisa y completamente... y además recibía energía de un atomotor.
Dave no era ningún mojigato, pero recordaba con claridad que ella no era  otra cosa que  un  robot, después de todo. El  hecho de que ella sintiera, actuara y pareciese una hermosa diosa en sus brazos, no causaba gran diferencia a los ojos de él. Gracias a un considerable esfuerzo, consiguió apartarla y hacer que sirviese la cena,  que  quiso que  comieran  juntos  para ver  si  así  distraía su mente de los recién adquiridos pensamientos. Después de cenar, Dave la llevó al estudio y le recitó un sermón sobre la locura de sus intenciones. El sermón debió ser muy bueno, porque duró tres horas completas,  tocó a fondo el tema de su condición mecánica, las tonterías de que estaban llenos los programas de estereovisión, y otros muchos asuntos varios. Cuando terminó, Helen levantó unos ojos llenos de lágrimas y dijo con voz débil:
-Lo comprendo perfectamente, Dave, pero a pesar de todo te amo.
A partir de ese momento, Dave empezó a beber. Cada día las cosas se pusieron peor. Si él se quedaba en la ciudad, la encontraba llorando cuando regresaba  a  casa.  Si  volvía  a  la  hora acostumbrada, ella lo llenaba de atenciones y aprovechaba todas las ocasiones para echarle los brazos al cuello. En su habitación, con la puerta cerrada con llave, podía oír cómo ella caminaba incesantemente arriba y abajo del comedor hablando en voz baja, y si él descendía las escaleras para reunirse con ella, Helen no hacía más que lanzarle miradas de reproche, hasta que Dave debía batirse en retirada a su cuarto.
A la mañana siguiente envié a Helen a hacer unas compras que no necesitaba, y desperté a Dave. Con ella ausente de la casa, hice que se comiera un desayuno decente y le di un tónico para los nervios. Estaba todavía nervioso y distraído.
-Tienes que escucharme, Dave -empecé-. Después de todo, Helen no es humana. ¿Por qué no cortamos la energía y cambiamos unas cuantas bobinas mnemotécnicas? Luego podremos convencerla de que nunca estuvo enamorada de ti y que no le es posible hacerlo.
-¡No lo intentes siquiera! Ya tuve  esa idea, pero ella empezó con unos gritos y lamentos capaces de despertar a los muertos. Me  dijo que  aquello era  igual  que un asesinato... Lo peor de todo es que no puedo dejar de sentir que tiene razón. Es posible que ella no sea humana, pero nadie lo diría cuando adopta ese aire de mártir y te dice que puedes seguir adelante hasta matarla.
-Sin embargo, no recuerdo que colocásemos ningún sustituto para las secreciones hormonales presentes durante el periodo amoroso.
-Ya no sé que es lo que le pusimos. Quizá las heteronas han perdido el control o algo parecido. De todos modos, ella está tan convencida de su amor por mí, que sería necesario cambiarle completamente toda la instalación emocional.
-Bien. ¿Por qué no lo hacemos?
-Haz lo que quieras. Tú eres el cirujano de esta familia. Yo no estoy acostumbrado a trabajar con emociones. En realidad, desde que ella  empezó a sentirse de ese modo, creo que odio trabajar en cualquier otro robot. Mi negocio va camino de la quiebra.
En aquel momento, Dave vio a Helen que regresaba atravesando el jardín de nuestra casa y salió disparado por la puerta trasera en busca del tren monocarril que lo  llevaría a  la  ciudad. Yo tenía la intención de volverlo a meter en la cama, pero lo dejé marchar. Quizá se encontraría mejor en el taller que en casa.
-¿Se ha marchado?
Es cierto que Helen podía adoptar un aire de mártir.
-Sí. Conseguí que comiese algo, y se marchó a trabajar.
-Estoy contenta de que haya comido.


Ella se dejó caer en una silla como si  estuviese exhausta, aunque yo sabía que jamás sentía cansancio.
-¿Phil?
-Bien. ¿Qué quieres?
-¿Crees que yo no le convengo? Quiero decir si piensas que él sería más feliz si yo desapareciese.
-Dave se volverá loco si sigues con tu actitud hacia él.
Ella se estremeció. Sus pequeñas manos se retorcían con un gesto de súplica, y por un instante me sentí un bruto inhumano. Pero había empezado y continué:
-Creo que aunque desconectase la energía de tu atomotor y cambiase tus bobinas mnemónicas, probablemente Dave aún se sentiría perseguido por ti.
-Lo sé. Pero no puedo  remediarlo. Y estoy segura que  sería  una  buena  esposa para él, Phil.
Tragué saliva; aquello iba demasiado lejos.
-Y sin duda también le darías un par de robustos chicos, supongo. Un hombre quiere carne y hueso, no goma y metal.
-No digas eso, por favor. Nunca pude  pensar en mí  de  ese  modo. Siempre he creído que soy una mujer como las otras. Ya sabes cuan perfectamente estoy hecha para imitar a una mujer real en todos los aspectos. No puedo darle hijos, pero haré todo lo posible para ser una buena esposa para él.
Me declaré vencido.
Dave no volvió a casa aquella noche, ni al día siguiente. Helen no cesaba de agitarse y protestar,  pidiéndome sin  cesar  que llamase a los hospitales  y  a  la policía,  pero yo sabía que nada le había sucedido. Siempre llevaba su tarjeta de identificación encima. De todos modos cuando no  volvió a casa en el tercer día, empecé a preocuparme. Y cuando Helen decidió irse a buscarlo a su taller, pensé que lo mejor sería acompañarla. 
Dave se encontraba allí, con otro hombre a quien yo no conocía. Dejé a Helen en el coche, donde él no podía verla pero donde ella sí podía escuchar, y entré tan pronto como el otro individuo salió del local.
Dave tenía mejor aspecto y pareció contento al verme.
-Hola, Phil. Estaba a punto de cerrar. Vamos a comer alguna cosa al restaurante.
Helen no pudo contenerse por más tiempo y entró en el taller.
-Vuelve a casa, Dave. Tengo pollo asado relleno, y ya sabes que te gusta mucho.
-Oh, márchate -dijo dave. 
Ella retrocedió un paso como si la hubieran golpeado, y dio media  vuelta  para irse. 
-Oh, por mil diablos, quédate. Tal vez será mejor que también escuches lo que voy a  decirle a Phil. Ese hombre que viste salir ha comprado mi negocio, y me marcho al viejo rancho de que te hablé. No puedo aguantar más o los robots.
-Te morirás de hambre en esa granja -le dije.
-No; existe una demanda creciente para los frutos naturales, que han sido cultivados en el campo. La gente está cansada de comer esas verduras hidropónicas. Mi padre consiguió siempre ganarse la vida con su rancho. Me marcharé tan pronto lleguemos a casa y prepare la maleta.
Helen se agarró con desesperación a esta idea:
-Yo arreglaré tus cosas, Dave. Mientras, tú puedes comer. Tengo tarta de manzana como postre.
El mundo se derrumbaba a su alrededor, pero aún recordaba cuánto le gustaba e él la tarta de manzana. 
Helen era una estupenda cocinera, en realidad era un genio, con todas las buenas cualidades de una mujer y de un robot a la vez. Dave comió con buen apetito, una vez nos sentamos a la mesa. Cuando terminó la cena, se había ablandado lo suficiente para admitir que le había gustado el pollo y la tarta y darle las gracias por preparar su maleta. Hasta llegó a permitirle que le diese un beso de despedida, aunque firmemente prohibió que le acompañase al aeropuerto.
Helen trataba de mantenerse serena cuando regresé, y los dos tuvimos una anodina conversación respecto a los sirvientes de la señora Van Styler. Luego las pausas se hicieron más  largas,  y  ella  se quedó sentada  al lado de la ventana mirando hacia la noche con  los ojos llenos de lágrimas. Hasta el programa de estereovisión no ofrecía ningún interés para ella, y me sentí contento cuando se despidió para retirarse a su cuarto. Le era posible desconectar su atomotor para simular el sueño cuando quería.
A medida que pasaban los días, llegué a comprender por qué ella no podía imaginarse como un robot. Yo mismo empecé a pensar en ella como si fuese una muchacha normal y una excelente compañera. Excepto por los raros intervalos cuando se marchaba a su cuarto huyendo de mi compañía, o cuando se iba en repetidas ocasiones a la oficina de correos en busca de una carta que nunca llegó, Helen constituía la perfecta ama de casa. Inclusive nuestra finca adquirió un ambiente hogareño que nunca tuvo cuando estaba allí Lena.
Un día llevé a Helen para que viese las tiendas en Hudson y palmoteó encantada frente a las telas de sedas y lucita que entonces estaban de moda, se probó una interminable serie de sombreros, e hizo todas las cosas acostumbradas en una chica normal. Otro día fuimos a pescar, y demostró que era una excelente deportista manteniendo el silencio durante  la pesca  igual que un  hombre. Me divertí mucho  aquel día, y pensé que empezaba a olvidar a Dave. Pero al día siguiente llegué a casa sin anunciarme, y la encontré tendida en el sofá, llorando con la cabeza enterrada en un almohadón. En aquel mismo momento decidí llamar a Dave. La operadora pareció tener dificultades en localizarlo, y Helen se puso a mi lado mientras yo esperaba. Estaba tensa y nerviosa como una doncella que espera que se le declaren por primera vez. Finalmente consiguieron encontrar a Dave.
-¿Qué sucede, Phil? -me preguntó tan pronto como su rostro apareció en la pantalla-. Estaba preparando mis cosas para...
Le interrumpí:
-Las cosas no pueden continuar de este modo, Dave. Estoy decidido. Voy a cambiar las bobinas de Helen esta noche. No le dolerá más que el infierno que ahora está pasando.
Helen extendió una mano y la posó en mi hombro.
-Quizás sea lo mejor. No te doy la culpa por ello.
La voz de Dave la interrumpió:
-Phil, no sabes lo que dices.
-Naturalmente que lo sé. Todo habrá terminado cuando llegues aquí. Como has podido ver, ella está conforme.
El rostro de Dave se ennegreció.
-No lo consentiré, Phil. Ella me pertenece a medias, y lo prohíbo.
-Por todos los...
-Sigue, sigue, llámame lo que quieras. He cambiado de opinión. Estaba arreglando mis cosas para volver a casa cuando me llamaste.
Helen me apartó, con sus ojos fijos en la pantalla.
-Dave, ¿es que quieres...? ¿Vas a ...?
-He terminado por darme cuenta de que he sido un estúpido, Helen. Phil, llegaré a casa dentro de un par de horas, de modo que si sucede algo...
No tuvieron que decirme que me marchase de allí. Pero cuando atravesaba la puerta, pude aún escuchar como Helen murmuraba algo respecto a lo mucho que adoraba ser la esposa de un ranchero.
Bien, yo no estaba tan sorprendido por el desenlace como ellos lo pensaban. Creo que sabía lo que iba a ocurrir cuando llamé a Dave. No hay ningún hombre que se porte como Dave simplemente porque odia a una chica; sólo porque cree que es así... y, generalmente, está equivocado.


No hubo nunca una mujer que hiciese una novia más adorable o una esposa más completa. Helen nunca perdió su habilidad para la cocina y para arreglar la casa. Cuando ella se marchó, nuestra vieja casa me pareció vacía, y empecé a adquirir el  hábito  de  marchar  al  rancho  una  o  dos veces por semana. Creo que tuvieron sus problemas como todo el mundo, pero nunca lo demostraron, y estoy seguro de que los vecinos nunca sospecharon que fuesen otra cosa que un matrimonio normal.
Dave se hizo viejo y Helen no, desde  luego. Pero entre ella y yo, colocamos arrugas en su rostro y hebras de plata  en  su  cabello,  sin permitir que Dave se diese  cuenta de que Helen no envejecía al mismo tiempo que él; creo que se había olvidado de que ella no era humana.
Prácticamente yo también lo olvidé. No desperté a la realidad, hasta que recibí esta mañana una carta de Helen. Allí, con su hermosa escritura, ahora un poco temblorosa en algunos párrafos, estaba el suceso inevitable que ni Dave ni yo habíamos previsto.

"Querido Phil:
Como sabes, Dave ha tenido ataques al corazón desde hace varios años. Todos esperábamos que siguiera viviendo, pero  parece ser que ello no era posible. Acaba de morir en mis brazos antes de que naciese el nuevo día. Te envío sus saludos y su despedida.
Quiero pedirte un último favor. Hay sólo una cosa que yo pueda hacer cuando termine de escribir. El ácido destruirá el metal al mismo tiempo que la carne y yo moriré con Dave. Te ruego veas que los dos seamos enterrados juntos y que los médicos de la autopsia no descubran mi secreto. Dave también lo quería así.
Pobre y querido Phil. Sé que amabas a Dave como a un hermano y lo que sentías por mí. Te ruego que  no lamentes  mucho  nuestra marcha, porque hemos disfrutado una vida feliz, y los dos queremos cruzar este último puente juntos.
Recibe el amor y la gratitud de Helen".

Creo que era algo que debía ocurrir tarde o temprano, y la primera impresión se va ya debilitando. Partiré dentro de unos cuantos minutos para cumplir con las últimas instrucciones de Helen. 
Dave fue afortunado, y el mejor amigo que nunca tuve. Y Helen... Bien; como he dicho al principio, ahora soy un hombre viejo, y puedo ver las cosas con más calma; debí haberme casado y tener familia. Pero solamente existió una Helen.


FIN

2024/05/06

Alegoría (William T. Powers)


Título original: Allegory
Año: 1953


El Centro de Investigacion del Gobierno estaba siempre atareado al acercarse el día primero del mes, ya que entonces se calculaban y distribuían todas las asignaciones para fondos de investigación, y en los grandes computadores subterráneos se iniciaba la primera semana de operación de los cheques de Gobierno.
En la mañana de un lunes, el día tercero del mes, John Mark recibió una comunicación que repercutió considerablemente sobre su equilibrio durante unas dos semanas, aunque luego, por supuesto, no tuvo importancia.
Mark estaba sentado a su mesa en el despacho de Ingresos, clasificando peticiones para iniciar la investigación. Su tarea era puramente rutinaria y consistía en traducir los distintos tipos de peticiones a un idioma que los computadores pudieran entender; sólo una de cada cincuenta solicitudes requería una labor mental, y únicamente una de cada mil precisaba contactos personales. Su mente, cómodamente adaptada a un modelo suave y ordenado, no se veía turbada más que por hechos de naturaleza excepcional…
Abriendo los ojos al máximo, miró fijamente la solicitud que había retenido entre sus dedos sobre la clave de clasificación.
Nombre, Henry Norris. Dirección, WJCHNIOIIOOIIIOIOOI. Naturaleza de la investigación proyectada: Aplicación de ingenio antigravitatorio a diversos medios de transporte.
La confusión se agitó peligrosamente en el plexo solar de Mark. Su mente, bien entrenada para manejar tal sensación, buscó con rapidez todas las posibilidades y facilitó una contestación. Mark sonrió.
Con sumo cuidado subrayó en rojo dos palabras de la solicitud y añadió otras dos, de forma que podía leerse: "Invento de ingenio antigravitatorio para diversos medios de transporte". Luego estampó en el papel: "RECHAZADO: CIENCIA; Física", y "Datos no sujetos a investigación racional", y la devolvió por correo a WJCHNIOIIOOIIIOIOOI. Cuatro días después la recibió de nuevo, junto con una carta. Esta decía:

Muy señor mío. 
He recibido la solicitud que le incluyo, que me fue devuelta con las palabras cambiadas y el sello de rechazado. Naturalmente, por la manera en que se han alterado las palabras, comprendo el motivo del rechazo. Sin embargo, deseo solicitar el permiso para aplicar mi invento, no para desarrollarlo. Le envío, por consiguiente, otra solicitud convenientemente redactada, y espero que se considere esta vez con mayor precisión.

Mark experimentó con sorpresa un escalofrío a lo largo de su espina dorsal. Por supuesto, no había nada de que preocuparse, pero…
En fin, eso era, no había nada de que preocuparse. Con un suspiro puso la solicitud en clave y la envió a Ciencias, Sección de Física. Cuando regresó del almuerzo, el impreso rechazado con la acostumbrada carta explicatoria estaba sobre su mesa. Rompiendo la costumbre la examinó detalladamente:

Muy señor nuestro: 
Su petición ha sido rechazada por el Departamento de Ciencias Físicas por las razones siguientes:
1) No existe ningún ingenio antigravitatorio.
2) Las leyes reconocidas de la ciencia Física no admiten la existencia de ingenios antigravitatorios; debido a ciertos datos, demasiado complejos para consignarlos aquí, no podemos permitir computaciones para determinar la probabilidad de desarrollo de tal ingenio, que desbordaría los servicios de nuestro departamento de cálculos. Le sugerimos que se dirija a…

A continuación seguía una larga lista de claves de biblioteca, enumerando libros y documentos sobre la ingravidez, con el consejo final que aprendiera más sobre las leyes de la ciencia Física.
Mark conocía aquella parte, así que se la saltó. Por mera fórmula, añadió una nota de su puño y letra a la carta excusándose por el descuido inicial, y envió el sobre con su contenido al correo.
Cuatro días más tarde, una carta de WJCHNIOIIOOIIIOIOOI descansaba sobre su mesa.

Muy señor mío:
He recibido el rechazo de mi solicitud. Ya que nadie en el C.G.I. parece capaz de leer, iré personalmente a su oficina una semana después de la fecha de envío de esta carta. Para evitar pérdidas de tiempo ulteriores con otros miembros de esta plantilla de analfabetos, llevaré un modelo en funcionamiento de mi aparato. Tal vez haciendo dibujos en color y poniendo mi vocabulario al nivel de un niño de ocho años, podré hacerles comprender que tengo un ingenio antigravitatorio, que pretendo aplicarlo a diversos medios de transporte, y que deseo que mi solicitud no sea cursada por chimpancés que sepan escribir a máquina. Si los computadores opinan que el ingenio no existe, están en su derecho, pero el dictamen de esas máquinas me parece que guarda muy poca relación con la realidad. Le veré el próximo martes a las dos; si no le es posible, lo haré a media tarde.
Le saluda atentamente,
H. Norris.

Mark se vio invadido por un sentimiento de extrema incomodidad al leer la frase: "el dictamen de esas máquinas me parece que guarda muy poca relación con la realidad". Por un momento, pensó en llamar al departamento médico, pero cambió de idea pensando que aquel pobre individuo debía de sufrir una gran frustración, y su carta venía a ser una forma de catarsis. Quizá sería divertido, además, ver su aparato.
Al regresar a su casa aquella tarde, Mark contempló accidentalmente el reactor vespertino de Sydney atronando el espacio sobre su cabeza. Siempre pasaba, aproximadamente, a la hora en que él esperaba el 4:08:30, y era algo habitual en su camino de regreso. Pero ese día lo observó hasta perderlo de vista, removiendo pequeñas ideas que se agitaban en su cerebro. En el caso que el reactor hubiese pasado sin hacer su ruido habitual, sobre rayos antigravitatorios, ¿lo habría advertido? Estaba convencido que sí, como cualquier otra persona. Podía imaginarse el desasosiego de la multitud y sentir sus emociones agitadas.
Durante la cena, se mostró desacostumbradamente silencioso y, a la mañana siguiente, su mujer tuvo que visitar al siquiatra de la familia. Había significado para ella un grave contratiempo, ya que pensaba hablarle acerca de la carta de su hermana, que en sí constituía un acontecimiento inesperado y un tanto desagradable. Como John había empleado sus tres cuartos de hora habituales leyendo el periódico, después de poner ella los platos en la lavadora, y había conectado la radio para escuchar las noticias, no pudo cumplir su propósito. John parecía un poco alterado por la mañana, pero no quiso acompañarla al siquiatra.
Cuando llegó el lunes, y luego el martes, John Mark había olvidado completamente que tendría un visitante. Su esposa se había recuperado por completo, ya que, por consejo del siquiatra, terminó con la inseguridad haciendo unas compras y repitiendo varias veces las cantidades 6-36-992 y -9973 antes de dormir. Otras veces había utilizado para ello algunos pasajes especiales del Libro de autocorrección, con idéntico éxito.
Hacia la hora de almorzar, aproximadamente, Mark recordó la frase: "El dictamen de esas máquinas me parece que guarda muy poca relación con la realidad". Empezó a sentirse confundido, preguntándose por qué diablos pensaba en tales cosas. Por fortuna tenía cerca una Máquina de Salud y, tras contemplar por unos minutos a su actriz favorita, se calmó de nuevo. Tomó el almuerzo y volvió tranquilamente a su mesa, donde reanudó el trabajo de clave.


A media tarde recordó que Norris aparecería en cualquier momento. Lo recordó precisamente porque Norris en persona apareció en la puerta de su despacho.
—¿Es usted Mark? —preguntó Norris. Traía una cartera de mano, sobre la que se posaron las miradas incontenibles de John.
—John Mark, en efecto… ¿Cómo está usted? —respondió Mark rápidamente. Recordando sus modales, ofreció una silla a su visitante—: Siéntese. Bien, señor, ¿existe alguna dificultad en la que pueda serle útil? (Vagamente recordó que en una ocasión el siquiatra le preguntó lo mismo.)
—No diga tonterías —repuso Norris—. Tiene tantos deseos de ayudarme como de cortarse la cabeza. He traído el modelo.
Norris nunca preguntó si Mark sabía quién era, ni a Mark se le ocurrió hacerlo.
—¿Dónde está? —preguntó Mark, con el corazón a punto de estallar y los ojos todavía clavados en la cartera.
Norris hizo una pausa y miró a Mark con momentánea conmiseración. Luego se encogió de hombros y lanzó la cartera hacia Mark.
Surcó silenciosamente el aire en línea recta hacia su cabeza. Aparentemente, no había nada que la sostuviera.
Mark miró fijamente, sin comprender, el rectángulo marrón que se le aproximaba. Su mente empezó a imaginar cartera tras cartera, todas partiendo de la suspendida en el aire y cayendo al suelo después de trazar una nítida parábola, pero la verdadera retenía su atención.
Algo bullía en su cerebro, aumentando su excitación:
"Para cada acto hay una reacción idéntica y contraria".
"¡Caerá, caerá!"
"Sección 356, párrafo 9, subtítulo A: La gravedad es…"
"Juro defender los principios de Seguridad y Bienestar Social…"
"Recuerda, hijo, hay siempre un computador al que recurrir para…"
Después, completamente espontánea, surgió la frase: 
"El dictamen de esas máquinas me parece que guarda muy poca relación con la realidad".
Sus manos se levantaron involuntariamente para recibir la cartera, la asió por un momento y se desmayó.
Al abrir los ojos, oyó a Norris que decía:
—¿Va a desmayarse otra vez?
—No —contestó.
Se levantó de la silla de su visitante, donde, evidentemente, Norris le había colocado, y bebió un sorbo de agua que éste le acercó. Se sentía avergonzado, muy deprimido.
—¿Me cree ahora? —preguntó Norris.
—Salga, por favor —respondió Mark.
—¡Ni hablar! —cortó Norris—. Después de dieciocho años y dos semanas, voy a conseguir que su condenada máquina me permita aplicar mi modelo a diversos medios de transporte, o descubriré las razones de su negativa.
—Pero esto es completamente imposible —musitó Mark—. No puede usted construir un ingenio antigravitatorio. Las leyes de la Física...
—Mire, amigo —dijo Norris con algo más de paciencia—, ¿quién elaboró esas leyes?
—¿Por qué? Nadie. Los computadores las han deducido de los hechos básicos del Universo.
—¿Y quién ha dicho cuáles son los hechos básicos del Universo?
—¿Cómo...? ¡Eso es ridículo! —Mark agitó la cabeza en plena confusión—. Los hechos básicos son hechos básicos. No importa quién los descubrió. Siguen siendo básicos.
Norris señaló silenciosamente la cartera que flotaba a deriva entre la mesa y el pequeño depósito de agua, ligeramente agitada por la corriente que producía el aparato de aire acondicionado.
Mark la contempló sólo un instante, desviando la mirada en seguida.
—Eso es una ilusión muy molesta —dijo—. Y sabe que el ilusionismo es ilegal. Le exijo inmediatamente una explicación.
—No puede admitirlo, ¿verdad? —comentó Norris, relajándose—. ¿Cómo puedo convencerlo que no hay ningún truco, ninguna ilusión?
—¿Por qué tengo que dejarme convencer? —repuso Mark desesperadamente—. No hay motivo para ello. Esto no puede suceder, así que es inútil que trate de convencerme. No lo comprendo.
—¿Qué es lo que no comprende? —inquirió Norris, recuperando la cartera—. Puede verlo…, ¿qué es lo que hay que comprender?
—¡Pero yo sé lo que veo! —gritó Mark desesperado, casi a punto de llorar.
—Permítame exponerlo de la manera más sencilla posible —rogó Norris—. Esta cartera contiene un aparato que anula la atracción de la tierra. Ha sido ajustado de forma que compensa exactamente el peso de la cartera. Dentro de ella no hay otra cosa que el aparato, y nada más que la sostenga. Por consiguiente, esto es un ingenio antigravitatorio. Además, quiero sacar de él algún dinero, porque he venido fatigando mi pobre cabeza desde hace dieciocho años y dos semanas con esta bobada. Ya no me impresiona. Lo único que me preocupa ahora es hacerme rico, para no tener que privarme de nada mientras invento el campo de fuerzas. ¿Sabe a qué me refiero?
—¡Pero tampoco puede usted inventar un campo de fuerzas! —exclamó Mark, sintiéndose enfermo—. De acuerdo con las leyes físicas, no puede haber…
—Otra vez las leyes físicas —musitó Norris—. No voy a echar por la borda mis planes, sólo porque un anacrónico computador niegue lo que es evidente.
Mark sintió algo frío que recorría su pecho.
—Podría hacerle encarcelar por eso. No debe decir tales cosas. Las leyes físicas preservan nuestro juicio frente al Universo real. No existe otro modo de observar la realidad, evitando la sicosis, y usted lo sabe tan bien como yo. Es uno de los hechos básicos de la vida —murmuró.
—Supongo que los computadores le contaron también eso, ¿verdad? —dijo Norris—. ¿No le dijeron también que crea todo lo que le digan? ¡Tonterías!
Mark se agarró con ambas manos a su escritorio.
—Necesita una revisión médica. Y cuanto antes, pues su mente se halla en peligro. No siga, por favor. Está destrozando mi fe en todo lo que creo.
—¿Por qué tiene fe? —preguntó Norris—. ¿Porque le han dicho que la tenga? ¿Piensa alguna vez por su cuenta?
Mark tragó saliva.
—Está trastornado —dijo mientras buscaba el timbre de la mesa, pero Norris le sujetó la muñeca.
—No le serviría de nada. En cualquier prueba sicométrica puedo sacar la mejor puntuación. No estoy loco, ni usted tampoco. Lo que sucede es que ha aceptado una realidad muy limitada, y lo ha hecho por miedo. ¿Por qué le resulta tan penoso mirar esto? —señaló la cartera.
Mark respiró profundamente e intentó refugiarse en su vacilante sentido de la realidad. Con gran cuidado volvió al único punto confortable para él.
—La ley de gravedad no necesita demostración. Ha sido evidenciada miles de veces por autoridades competentes y se ha comprobado la exactitud de la información de los computadores…, la atracción mutua entre dos cuerpos cualesquiera.
Luego añadió:
—Podemos considerar que el tema de la ley de gravedad está agotado. Los computadores no necesitan ya más datos; en caso contrario, están diseñados para reclamarlos, a fin de mantener en equilibrio el sistema según el universo real.
Esta frase, con pequeñas variantes, aparecía en la mayor parte de los capítulos del Libro del Omniconocimiento.
Mark leyó aquel libro hacía varios años, y sólo recordaba sus principios básicos, pero estaba convencido que el conocimiento y la lógica podrían demostrar a aquel hombre increíble con su absurdo juguete, que era un tramposo, un ilusionista, un demente. Si pudiese encontrar algo más… En medio de su confusión se le ocurrió una idea repentina.
—Mire —dijo de pronto, muy razonablemente—. Supongo que no está bien que yo dude de mis propios ojos. Pero puede haber algo en lo que usted no ha pensado. ¿Qué opinarán los demás departamentos? Después de todo, esto es un ingenio (le costó decir la palabra) bastante revolucionario, y hay que consultarles.
Como Mark sospechaba, Norris presentó objeciones inmediatamente.
—Pero este ingenio se relaciona exclusivamente con las leyes físicas y mecánicas, no tiene nada que ver con los demás departamentos. ¡Sabe muy bien que al pedir permiso para aplicar un invento nadie tiene que someterlo a la aprobación de todo el C.G.I.!
Mark sonrió.
—Acaba de decir que este ingenio no parece estar basado en los datos reconocidos por el departamento de Física. Puesto que es así, debemos investigar en todos ellos para llegar a la conclusión más adecuada posible.



—Está bien —admitió Norris—. Adelante. Pero recuerde que seguiré aquí para asegurarme de que les cuenta lo que ha visto. Que no cae.
Mark se acercó al intercomunicador y apretó el botón donde se leía "Sico". Dijo:
—Aquí tengo a un hombre que afirma haber inventado un ingenio antigravitatorio. No…, espere un momento…, ha traído una cartera de mano que flota en el aire. Sí. Sin soporte aparente. Muy interesante, pero no hay nada en las leyes físicas que lo justifique. No puedo echarle de aquí por ser dueño de esa cartera. ¿Cree que podemos autorizar su aplicación a diversos medios de transporte?
Norris se acercó para escuchar la respuesta.
—Absolutamente no. No hace falta ni consultar siquiera al computador.


Norris hizo una mueca de disgusto, mientras la voz continuaba:
—La ingravidez causaría una inseguridad muy extendida que arruinaría el sistema. No se puede ir destruyendo la realidad así como así, ¿sabe? Dígale a ese individuo que más vale que oculte ese cacharro y que lo olvide. Dígale que puede venir a charlar un poco conmigo, si lo desea. Ha debido ser bastante traumático para él inventar tal cosa. ¿Sigue ahí?
—¡Sí, sigo aquí! —replicó Norris al micrófono—. ¿Qué pretende decir con eso que ha debido de ser bastante traumático? Lo pasé estupendamente en todo momento. ¿Intenta explicarme que no puedo solicitar lo que deseo?
—Bueno, si así quiere llamarlo, señor… Esa es exactamente nuestra postura. Por supuesto, puede apelar contra esta decisión, con lo que suministraríamos los datos al computador. Sin embargo, puedo asegurarle que el computador de Ciencias Sicológicas está montado de forma que rechaza automáticamente cualquier cosa que interfiera las decisiones del computador de Ciencias Físicas. Creo que haría usted mejor en pasarse unas semanas con una Máquina de la Salud tridimensional, o concentre su talento en algo más productivo. Después de todo, existe un número prácticamente infinito de conexiones sin descubrir entre los datos del Libro del Omniconocimiento. Sólo los computadores saben lo que puede encontrarse allí…, cosas fascinantes.
—Está bien, eso es todo —dijo Norris—. ¡Ah!…, si la Física cambiase de opinión sobre la ausencia de gravedad, ¿cambiaría usted la suya?
—Probablemente, pero tendríamos que consultar también con Ciencias Médicas. Después de todo, la salud física de nuestro pueblo es tan importante en estos días como la mental.
En la sección médica todo fue rápido y exacto; tuvieron la suerte de tomar contacto con un hombre de buena memoria.
—No, Mark, ya hemos tenido consultas parecidas. La decisión es automática. Parece ser que un tal doctor Summers colocó los datos en el computador hará unos cincuenta años, simplemente para ver que pasaba, y descubrió que ningún ser humano podría soportar las tensiones de un vuelo antigravitatorio. Trastorna el equilibrio endocrino, la presión sanguínea, el ritmo respiratorio, etcétera. Por otra parte, disponemos de muchos datos de la sección sicológica, que afirman que la introducción de un elemento antifísico similar provocaría inmediatamente una sicosis masiva. ¿Qué dice la sección comercial?
—Todavía no la he consultado —dijo Mark, sonriendo—. Bueno, gracias y hasta luego, Jim.
Apretó otro botón.
—Sí, aquí Ciencias Comerciales. ¿Qué desea? ¡Menudo caso, me dan escalofríos sólo de pensarlo! No, no creo que hayamos calculado alguna vez nada semejante; aguarde un instante. El canal que necesita queda libre ahora. Le contesto en seguida.
Después de esperar varios minutos, la voz agitada reapareció:
—Escuche, lo mejor será que confisque ese aparato. Si se implanta, todo el sistema se vendrá abajo con un índice de seguridad muy por debajo de cero. ¡Es dinamita! El computador no puede siquiera asimilar un nuevo medio de transporte, aunque admite capacidades de carga y combustible además de muchos otros factores. He introducido los datos considerando la ingravidez como un hecho, y las tarjetas han salido todas emborronadas. No marcha.
Norris no se molestó en contestarle.
Mark notó su silencio y le preguntó:
—¿Quiere que llame a Comunicaciones, o Transportes, o Leyes o Filosofía?
—No —contestó Norris con tristeza, mirando a su cartera flotante—. No ve nada absolutamente, ¿verdad?
—Está muy claro —repuso Mark—. Su aparato no pertenece a este mundo. Incluso si fuese real sería lo peor que podría pasar. ¿Se da cuenta de lo que está intentando hacer con el sistema, el orden natural?
—Lo sé —admitió Norris.
—Mire, no se lo tome así. Comprendo que estas cosas le parezcan ahora importantísimas, pero no tardará en olvidarlas. Existe una enorme demanda y quien es capaz de crear una ilusión tan convincente como la suya, no me cabe duda que podrá ganar todo el dinero que quiera si produce mecanismos autorizados por los computadores. Se ha dejado obsesionar por este asunto y lo que necesita ahora es liberarse de él. Al fin y al cabo, ¿qué son dieciocho años…?
—Sí, dieciocho años y dos semanas —sonrió Norris—. ¿Cree, realmente, que con sus palabras logrará que me sienta mejor?
—Norris, ha atacado la exigencia humana más importante, la necesidad de sentirse seguro, a salvo, protegido. Si elimina en la gente el deseo de seguridad, le quita toda razón de vivir. ¿No se da cuenta?
—¿Ha intentado alguna vez rechazar esa seguridad? —preguntó Norris.
—No sea ridículo —Mark empezó a sentirse incómodo otra vez—. ¿Por qué debería trastornarme deliberadamente?
—¿Cómo sabe que no lo está ya? —inquirió suavemente Norris.
Mark le miró con horror por unos instantes. Sabía que se trataba de un truco muy antiguo, pero así, de pronto, no podía recordar la respuesta lógica. Norris le observó con atención, suspiró y empezó de nuevo.
—¿Por qué cree en los computadores?
—Porque me proporcionan seguridad.
—¿Por qué necesita seguridad?
—La seguridad es una exigencia básica. No existe ningún por qué en ello —Mark empezó a mirar sin objeto a través de la ventana, sintiéndose extrañamente atrapado por algo, por una telaraña de pensamientos que Norris iba tejiendo.
—¿Cómo sabe que es básica?
—Los computadores lo dicen. Todos los computadores lo confirman.
—¿Quién decidió que las máquinas dijeran eso?
—Nadie. Es un hecho básico.
—¿Cómo sabe que lo es?
—Los computadores lo dicen.
—¿Quién ha decidido que lo digan?
—Nadie. Las máquinas. ¡No lo sé!
—¿Cómo puede averiguarlo?
—¡No quiero hacerlo!
—¿Por qué no?
—Las máquinas me dan una contestación si la necesito.
—¿Quién dijo que debe recurrir a los computadores? ¿Ellos mismos?
—Déjeme solo.
—¿Por qué he de dejarle solo?
Mark se detuvo un momento y gritó:
—¡Salga de aquí! ¡Pretende volverme loco!
—¿Qué entiende por loco?
—¡Está usted loco! ¡Intenta destruir la realidad de los computadores!
—¿Por qué no debería intentarlo?
—Todo está en el Libro del Omniconocimiento, y no quiero contestar más preguntas.
—¿Quién escribió ese libro?
—¡Los computadores! ¡Los computadores! ¡Ya lo sabe! ¿Por qué insiste? ¡Por favor, salga de aquí!
—¿Por qué tiene miedo? ¿Es que empieza a pensar?
Mark se precipitó a la puerta y la abrió de par en par.
—Salga, por favor, o haré que le arrastren.
Norris se levantó y tomó la cartera. En el umbral se volvió hacia el aturdido y tembloroso Mark, diciendo muy claramente:
—Continuará pensando en ello.
Y se marchó.
Un segundo después, Mark se hundió materialmente en el asiento que había dejado libre.
Intentó pensar, pero todo lo que le venía a la cabeza era una serie de preguntas y respuestas, que torturaban su cerebro. "Es tan evidente, tan evidente".
Permaneció así toda la noche y todo el día siguiente con su noche. Alrededor de las dos de la mañana, después de esfuerzos sobrehumanos para dormirse, de pensar en riberas de lagos y en montañas, en la Máquina de la Salud, de intentar quedar inconsciente, incluso morir de una vez, empezó a llorar.
Una semana después le llevaron al manicomio. Estaba extrañamente tranquilo cuando le condujeron hacia la puerta de entrada. Observó en silencio cómo se llenaban docenas de impresos, de normas, todas las trivialidades formularias. Al acercarse al gran edificio gris empezó a sonreír y, cuando hacía antesala para el reconocimiento, tuvo que contener la risa. Fue caminando entre carcajadas a través de largas series de puertas cerradas y llenas de barrotes y, cuando el empleado hizo girar la llave de la última y más aparatosa de todas ellas, se llevó las manos a las caderas y profirió una especie de rugido. No tardó en calmarse, inspirando profundamente como el nadador que ha permanecido largo rato bajo el agua. Al abrirse la puerta del todo, suspiró.
Norris miró hacia arriba desde su puesto de trabajo, hizo un gesto indicando el enorme y reluciente laboratorio, los activos hombres vestidos de blanco, los paneles salpicados de válvulas y contadores, y dijo con una mueca:
—Bienvenido a la jaula de los necios.


FIN

2024/04/29

El cohete (Ray Bradbury)


Título original: The rocket
Año: 1950


Fiorello Bodoni se despertaba de noche y oía los cohetes que pasaban suspirando por el cielo oscuro. Se levantaba y salía de puntillas al aire de la noche. Durante unos instantes no sentiría los olores a comida vieja de la casita junto al río. Durante un silencioso instante dejaría que su corazón subiera hacia el espacio, siguiendo a los cohetes.
Ahora, esta noche, de pie y semidesnudo en la oscuridad, observaba las fuentes de fuego que murmuraban en el aire. ¡Los cohetes en sus largos y veloces viajes a Marte, Saturno y Venus!
-Bueno, bueno, Bodoni.
Bodoni dio un salto.
En un cajón, junto a la orilla del silencioso río, estaba sentado un viejo que también observaba los cohetes en la medianoche tranquila.
-Oh, eres tú, Bramante.
-¿Sales todas las noches, Bodoni?
-Sólo a tomar aire.
-¿Sí? Yo prefiero mirar los cohetes -dijo el viejo Bramante-. Yo era aún un niño cuando empezaron a volar. Hace ochenta años. Y nunca he estado todavía en uno.
-Yo haré un viaje uno de estos días.
-No seas tonto -dijo Bramante-. No lo harás. Este mundo es para la gente rica.
El viejo sacudió su cabeza gris, recordando
-Cuando yo era joven alguien escribió unos carteles, con letras de fuego: "El mundo del futuro. Ciencia, confort y novedades para todos". ¡Ja! Ochenta años. El futuro ha llegado. ¿Volamos en cohetes? No. Vivimos en chozas como nuestros padres.
-Quizá mis hijos -dijo Bodoni.
-¡Ni siquiera los hijos de tus hijos! -gritó el hombre viejo-. ¡Sólo los ricos tienen sueños y cohetes!
Bodoni titubeó.
-Bramante, he ahorrado tres mil dólares. Tardé seis años en juntarlos. Para mi taller, para invertirlos en maquinaria. Pero desde hace un mes me despierto todas las noches. Oigo los cohetes. Pienso. Y esta noche, al fin, me he decidido. ¡Uno de nosotros irá a Marte!
Los ojos de Bodoni eran brillantes y oscuros.
-Idiota -exclamó Bramante-. ¿A quién elegirás? ¿Quién irá en el cohete? Si vas tú, tu mujer te odiará toda la vida. Habrás sido para ella, en el espacio, casi como un dios. Y cada vez que en el futuro le hables de tu asombroso viaje, ¿no se sentirá roída por la amargura?
-No, no.
-¡Sí! ¿Y tus hijos? ¿No se pasarán la vida pensando en el padre que voló hasta Marte mientras ellos se quedaban aquí? Qué obsesión insensata tendrán toda su vida. No pensarán sino en cohetes. Nunca dormirán. Enfermarán de deseo. Lo mismo que tú ahora. No podrán vivir sin ese viaje. No les despiertes ese sueño, Bodoni. Déjalos seguir así, contentos con su pobreza. Dirígeles los ojos hacia sus manos, y tu chatarra, no hacia las estrellas…
-Pero…
-Supón que vaya tu mujer. ¿Cómo te sentirás, sabiendo que ella ha visto y tú no? No podrás ni mirarla. Desearás tirarla al río. No, Bodoni, cómprate una nueva demoledora, bien la necesitas, y aparta esos sueños, hazlos pedazos.
El viejo calló, con los ojos clavados en el río. Las imágenes de los cohetes atravesaban el cielo, reflejadas en el agua.
-Buenas noches -dijo Bodoni.
-Que duermas bien -dijo el otro.

Cuando la tostada saltó de su caja de plata, Bodoni casi dio un grito. No había dormido en toda la noche. Entre sus nerviosos niños, junto a su voluminosa mujer, Bodoni había dado vueltas y vueltas mirando el vacío. Bramante tenía razón. Era mejor invertir el dinero. ¿Para qué guardarlo si sólo un miembro de la familia podría viajar en el cohete? Los otros se sentirían burlados.
-Fiorello, come tu tostada -dijo María, su mujer.
-Tengo la garganta reseca -dijo Bodoni.
Los niños entraron corriendo. Los tres muchachos se disputaban un cohete de juguete; las dos niñas traían unas muñecas que representaban a los habitantes de Marte, Venus y Neptuno: Maniquíes verdes con tres ojos amarillos y manos de seis dedos.
-¡Vi el cohete de Venus! -gritó Paolo.
-Remontó así, ¡chiii! -silbó Antonello.
-¡Niños! -gritó Fiorello Bodoni, tapándose los oídos.
Los niños lo miraron. Bodoni nunca gritaba.
-Escuchen todos -dijo el hombre, incorporándose-. He ahorrado algún dinero. Uno de nosotros puede ir a Marte.
Los niños se pusieron a gritar.
-¿Me entienden? -preguntó Bodoni-. Sólo uno de nosotros. ¿Quién?
-¡Yo, yo, yo! -gritaron los niños.
-Tú -dijo María.
-Tú -dijo Bodoni.
Todos callaron. Los niños pensaron un poco.
-Que vaya Lorenzo… es el mayor.
-Que vaya Mirianne… es una chica.
-Piensa en todo lo que vas a ver -le dijo María a Bodoni, con una voz ronca. Tenía una mirada rara-. Los meteoros, como peces. El universo. La Luna. Debe ir alguien que luego pueda contarnos todo eso. Tú hablas muy bien.
-Tonterías. No mejor que tú -objetó Bodoni.
Todos temblaban.
-Bueno -dijo Bodoni tristemente, y arrancó de una escoba varias pajitas de distinta longitud-. La más corta gana -Abrió su puño-. Elijan.
Solemnemente todos fueron sacando su pajita.
-Larga.
-Larga.
Otro.
-Larga.
Los niños habían terminado. La habitación estaba en silencio.
Quedaban dos pajitas. Bodoni sintió que le dolía el corazón.
-Vamos -murmuró-. María.
María tiró de la pajita.
-Corta -dijo.
-Ah -suspiró Lorenzo, mitad contento, mitad triste-. Mamá va a Marte.
Bodoni trató de sonreír.
-Te felicito. Mañana compraré tu pasaje.
-Espera, Fiorello…
-Puedes salir la semana próxima… -murmuró Bodoni.
María miró los ojos tristes de los niños, y las sonrisas bajo las largas y rectas narices. Lentamente le devolvió la pajita a su marido.
-No puedo ir a Marte.
-¿Por qué no?
-Pronto llegará otro bebé.
-¿Cómo?
María no miraba a Bodoni.
-No me conviene viajar en este estado.
Bodoni la tomó por el codo.
-¿Es cierto eso?
-Elijan otra vez.
-¿Por qué no me lo dijiste antes? -dijo Bodoni incrédulo.
-No me acordé.
-María, María -murmuró Bodoni acariciándole la cara. Se volvió hacia los niños-. Empecemos de nuevo.
Paolo sacó en seguida la pajita corta.
-¡Voy a Marte! -gritó dando saltos-. ¡Gracias, papá!
Los chicos dieron un paso atrás.
-Magnífico, Paolo.
Paolo dejó de sonreír y examinó a sus padres, hermanos y hermanas.
-Puedo ir, ¿no es cierto? -preguntó con un tono inseguro.
-Sí.
-¿Y me querrán cuando regrese?
-Naturalmente.
Paolo alzó una mano temblorosa. Estudió la preciosa pajita y la dejó caer, sacudiendo la cabeza.
-Me había olvidado. Empiezan las clases. No puedo ir. Elijan otra vez.
Pero nadie quería elegir. Una gran tristeza pesaba sobre ellos.
-Nadie irá -dijo Lorenzo.
-Será lo mejor -dijo María.
-Bramante tenía razón -dijo Bodoni

Fiorello Bodoni se puso a trabajar en el depósito de chatarra, cortando el metal, fundiéndolo, vaciándolo en lingotes útiles. Aún tenía el desayuno en el estómago, como una piedra. Las herramientas se le rompían. La competencia lo estaba arrastrando a la desgraciada orilla de la pobreza desde hacía veinte años. Aquélla era una mañana muy mala.


En la tarde un hombre entró en el depósito y llamó a Bodoni, que estaba inclinado sobre sus destrozadas maquinarias.
-Eh, Bodoni, tengo metal para ti.
-¿De qué se trata, señor Mathews? -preguntó Bodoni distraídamente.
-Un cohete. ¿Qué te pasa? ¿No lo quieres?
-¡Sí, sí!
Bodoni tomó el brazo del hombre, y se detuvo, confuso.
-Claro que es sólo un modelo -dijo Mathews-. Ya sabes. Cuando proyectan un cohete construyen primero un modelo de aluminio. Puedes ganar algo fundiéndolo. Te lo dejaré por dos mil…
Bodoni dejó caer la mano.
-No tengo dinero.
-Le siento. Pensé que te ayudaba. La última vez me dijiste que todos los otros se llevaban la chatarra mejor. Creí favorecerte. Bueno…
-Necesito un nuevo equipo. Para eso ahorré.
-Comprendo.
-Si compro el cohete, no podré fundirlo. Mi horno de aluminio se rompió la semana pasada.
-Sí, ya sé.
Bodoni parpadeó y cerró los ojos. Luego los abrió y miró al señor Mathews.
-Pero soy un tonto. Sacaré el dinero del banco y compraré el cohete.
-Pero si no puedes fundirlo ahora…
-Lo compro.
-Bueno, si tú lo dices… ¿Esta noche?
-Esta noche estaría muy bien -dijo Bodoni-. Sí, me gustaría tener el cohete esta noche.

Era una noche de luna. El cohete se alzaba blanco y enorme en medio del depósito, y reflejaba la blancura de la luna y la luz de las estrellas. Bodoni lo miraba con amor. Sentía deseos de acariciarlo y abrazarlo, y apretar la cara contra el metal contándole sus anhelos.
Miró fijamente el cohete.
-Eres todo mío -dijo-. Aunque nunca te muevas ni escupas llamaradas, y te quedes ahí cincuenta años, enmoheciéndote, eres mío.
El cohete olía a tiempo y distancia. Caminar por dentro del cohete era caminar por el interior de un reloj. Estaba construido con una precisión suiza. Uno tenía ganas de guardárselo en el bolsillo del chaleco.
-Hasta podría dormir aquí esta noche -murmuró Bodoni, excitado.
Se sentó en el asiento del piloto.
Movió una palanca.
Bodoni zumbó con los labios apretados, cerrando los ojos.
El zumbido se hizo más intenso, más intenso, más alto, más salvaje, más extraño, más excitante, estremeciendo a Bodoni de pies a cabeza, inclinándolo hacia adelante, y empujándolo junto con el cohete a través de un rugiente silencio, en una especie de grito metálico, mientras las manos le volaban entre los controles, y los ojos cerrados le latían, y el sonido crecía y crecía hasta ser un fuego, un impulso, una fuerza que trataba de dividirlo en dos. Bodoni jadeaba. Zumbaba y zumbaba, sin detenerse, porque no podía detenerse; sólo podía seguir y seguir, con los ojos cerrados, con el corazón furioso.
-¡Despegamos! -gritó Bodoni. ¡La enorme sacudida! ¡El trueno!-. ¡La Luna! -exclamó con los ojos cerrados, muy cerrados-. ¡Los meteoros! -La silenciosa precipitación en una luz volcánica-. Marte. ¡Oh, Dios! ¡Marte! ¡Marte!
Bodoni se reclinó en el asiento, jadeante y exhausto. Las manos temblorosas abandonaron los controles y la cabeza le cayó hacia atrás, con violencia. Durante mucho tiempo Bodoni se quedó así, sin moverse, respirando con dificultad.
Lenta, muy lentamente, abrió los ojos.
El depósito de chatarra estaba todavía allí.
Bodoni no se movió. Durante un minuto clavó los ojos en las pilas de metal. Luego, incorporándose, pateó las palancas.
-¡Despega, maldito!
La nave guardó silencio.
-¡Ya te enseñaré! -gritó Bodoni.
Afuera, en el aire de la noche, tambaleándose, Bodoni puso en marcha el potente motor de su terrible máquina demoledora y avanzó hacia el cohete. Los pesados martillos se alzaron hacia el cielo iluminado por la luna. Las manos temblorosas de Bodoni se prepararon para romper, destruir ese sueño insolentemente falso, esa cosa estúpida que le había llevado todo su dinero, que no se movería, que no quería obedecerle.
-¡Ya te enseñaré! -gritó.
Pero sus manos no se movieron.
El cohete de plata se alzaba a la luz de la luna. Y más allá del cohete, a un centenar de metros, las luces amarillas de la casa brillaban afectuosamente. Bodoni escuchó la radio familiar, donde sonaba una música distante. Durante media hora examinó el cohete y las luces de la casa, y los ojos se le achicaron y se le abrieron. Al fin bajó de la máquina y echó a caminar, riéndose, hacía la casa, y cuando llegó a la puerta trasera tomó aliento y gritó:
-¡María, María, prepara las valijas! ¡Nos vamos a Marte!

-¡Oh!
-¡Ah!
-¡No puedo creerlo!
Los niños se apoyaban ya en un pie ya en otro. Estaban en el patio atravesado por el viento, bajo el cohete brillante, sin atreverse a tocarlo. Se echaron a llorar.
María miró a su marido.
-¿Qué has hecho? -le dijo-. ¿Has gastado en esto nuestro dinero? No volará nunca.
-Volará -dijo Bodoni, mirando el cohete.
-Estas naves cuestan millones. ¿Tienes tú millones?
-Volará -repitió Bodoni firmemente-. Vamos, ahora vuelvan a casa, todos. Tengo que llamar por teléfono, hacer algunos trabajos. ¡Salimos mañana! No se lo digan a nadie, ¿eh? Es un secreto.
Los chicos, aturdidos, se alejaron del cohete. Bodoni vio los rostros menudos y febriles en las ventanas de la casa.
María no se había movido.
-Nos has arruinado -dijo-. Nuestro dinero gastado en… en esta cosa. Cuando necesitabas tanto esa maquinaria.
-Ya verás -dijo Bodoni.
María se alejó en silencio.
-Que Dios me ayude -murmuró su marido, y se puso a trabajar.
Hacia la medianoche llegaron unos camiones, dejaron su carga, y Bodoni, sonriendo, agotó su dinero. Asaltó la nave con sopletes y trozos de metal; añadió, sacó, y volcó sobre el casco artificios de fuego y secretos insultos. En el interior del cohete, en el vacío cuarto de las máquinas, metió nueve viejos motores de automóvil. Luego cerró herméticamente el cuarto, para que nadie viese su trabajo.
Al alba entró en la cocina.
-María -dijo-, ya puedo desayunar.
La mujer no le respondió.
A la caída de la tarde Bodoni llamó a los niños.
-¡Estamos listos! ¡Vamos!
La casa estaba en silencio.
-Los he encerrado en el desván -dijo María.
-¿Qué quieres decir? -le preguntó Bodoni.
-Te matarás en ese cohete -dijo la mujer-. ¿Qué clase de cohete puedes comprar con dos mil dólares? ¡Uno que no sirve!
-Escúchame, María.
-Estallará en pedazos. Además, no eres piloto.
-No importa, sé manejar este cohete. Lo he preparado muy bien.
-Te has vuelto loco -dijo María.
-¿Dónde está la llave del desván?
-La tengo aquí.
Bodoni extendió la mano.
-Dámela.
María se la dio.
-Los matarás.
-No, no.
-Sí, los matarás. Lo sé.
-¿No vienes conmigo?
-Me quedaré aquí.
-Ya entenderás, vas a ver -dijo Bodoni, y se alejó sonriendo. Abrió la puerta del desván-. Vamos, chicos. Sigan a su padre.
-¡Adiós, adiós, mamá!
María se quedó mirándolos desde la ventana de la cocina, erguida y silenciosa. Ante la puerta del cohete, Bodoni dijo:
-Niños, vamos a faltar una semana. Ustedes tienen que volver al colegio, y yo a mi trabajo -tomó las manos de todos los chicos, una a una-. Escuchen. Este cohete es muy viejo y no volverá a volar. Ustedes no podrán repetir el viaje. Abran bien los ojos.
-Sí, papá.
-Escuchen con atención. Huelan los olores del cohete. Sientan. Recuerden. Así, al volver, podrán hablar de esto durante todas sus vidas.
-Sí, papá.


La nave estaba en silencio, como un reloj parado. La cámara de aire se cerró susurrando detrás de Bodoni y sus hijos. Bodoni los envolvió a todos, como a menudas momias, en las hamacas de caucho.
-¿Listos? -les preguntó.
-¡Listos! -respondieron los niños.
-¡Allá vamos!
Bodoni movió diez llaves. El cohete tronó y dio un salto. Los niños chillaron y bailaron en sus hamacas.
-¡Ahí viene la Luna!
La Luna pasó como un sueño. Los meteoros se deshicieron como fuegos de artificio. El tiempo se deslizó como una serpentina de gas. Los niños gritaban. Horas más tarde, liberados de sus hamacas, espiaron por las ventanillas.
-¡Allí está la Tierra! ¡Allá está Marte!
El cohete lanzaba rosados pétalos de fuego. Las agujas horarias daban vueltas. A los niños se les cerraban los ojos. Al fin se durmieron, como mariposas borrachas en los capullos de sus hamacas de goma.
-Bueno -murmuró Bodoni, solo.
Salió de puntillas del cuarto de comando, y se detuvo largo rato, lleno de temor, ante la puerta de la cámara de aire.
Apretó un botón. La puerta se abrió de par en par. Bodoni dio un paso hacia adelante. ¿Hacia el vacío? ¿Hacia los mares de tinta donde flotaban los meteoros y los gases ardientes? ¿Hacia los años y kilómetros veloces, y las dimensiones infinitas?
No. Bodoni sonrió.
Alrededor del tembloroso cohete se extendía el depósito de chatarra.
Oxidada, idéntica, allí estaba la puerta del patio con su cadena y su candado. Allí estaban la casita junto al agua, la iluminada ventana de la cocina, y el río que fluía hacia el mismo mar. Y en el centro del patio, elaborando un mágico sueño se alzaba el ronroneante y tembloroso cohete. Se sacudía, rugía, agitando a los niños, prisioneros en sus nidos como moscas en una tela de araña.
María lo miraba desde la ventana de la cocina.
Bodoni la saludó con un ademán, y sonrió.
No pudo ver si ella lo saludaba. Un leve saludo, quizá. Una débil sonrisa.
Salía el sol.
Bodoni entró rápidamente en el cohete. Silencio. Todos dormidos. Bodoni respiró aliviado. Se ató a una hamaca y cerró los ojos. Rezó en silencio. "Oh, no permitas que nada destruya esta ilusión durante los próximos seis días. Haz que el espacio vaya y venga, y que el rojo Marte se alce sobre el cohete, y también las lunas de Marte, e impide que fallen las películas de colores. Haz que aparezcan las tres dimensiones, haz que nada se estropee en las pantallas y los espejos ocultos que fabrican el sueño. Haz que el tiempo pase sin un error".
Bodoni despertó.
El rojo Marte flotaba cerca del cohete.
-¡Papá!
Los niños trataban de salir de las hamacas.
Bodoni miró y vio el rojo Marte. Estaba bien, no había ninguna falla. Bodoni se sintió feliz.
En el crepúsculo del séptimo día el cohete dejó de temblar.
-Estamos en casa -dijo Bodoni.
Salieron del cohete y cruzaron el patio. La sangre les cantaba en las venas. Les brillaban las caras.
-He preparado jamón y huevos para todos -dijo María desde la puerta de la cocina.
-¡Mamá, mamá, tendrías que haber venido, a ver, a ver Marte, y los meteoros, y todo!
-Sí -dijo María.
A la hora de acostarse, los niños se reunieron alrededor de Bodoni.
-Queremos darte las gracias, papá.
-No es nada.
-Siempre lo recordaremos, papá. No lo olvidaremos nunca.
Muy tarde, en medio de la noche, Bodoni abrió los ojos. Sintió que su mujer, sentada a su lado, lo estaba mirando. Durante un largo rato María no se movió, y al fin, de pronto, lo besó en las mejillas y en la frente.
-¿Qué es esto? -gritó Bodoni.
-Eres el mejor padre del mundo -murmuró María.
-¿Por qué?
-Ahora veo -dijo la mujer-. Ahora comprendo. -Acostada de espaldas, con los ojos cerrados, tomó la mano de Bodoni-. ¿Fue un viaje muy hermoso?
-Sí.
-Quizás -dijo María-, quizás alguna noche puedas llevarme a hacer un viaje, un viaje corto, ¿no es cierto?
-Un viaje corto, quizá.
-Gracias -dijo María-. Buenas noches.
-Buenas noches -dijo Fiorello Bodoni.


FIN