Título original: Adaptation
Año: 1949
La perspectiva de tener que quedarse en Marte durante algún tiempo no inquietó mucho a Marilyn Godalpin; al menos al principio. Había estado cerca del desierto, llamado campo de aterrizaje, cuando el Andrómeda hizo un descenso de emergencia. Después de aquello, no le sorprendió en absoluto cuando los ingenieros dijeron que, con las limitadas instalaciones existentes en la colonia, la reparación duraría por lo menos tres meses, o más, probablemente, cuatro. Lo verdaderamente extraño era que ninguno de los pasajeros de a bordo había sufrido más que algunas sacudidas.
Ni siquiera le preocupó, cuando le explicaron en términos astronáuticos sencillos, que el Andrómeda no podría despegar por lo menos en ocho meses, debido a la posición relativa de la Tierra. Pero estuvo algo inquieta al enterarse de que iba a tener un niño. Marte no parecía el lugar apropiado para ello.
Marte la había sorprendido. Cuando le ofrecieron a Franklyn Godalpin el empleo para explotar las minas de la Jason Mining Corporation en aquellos territorios, pocos meses después de su matrimonio, fue ella quien le persuadió para que lo aceptara. Su instinto femenino le decía que los hombres de baja posición estaban obligados a ir donde fuera. La opinión que tenía de Marte, por lo que había visto en las fotografías, era muy baja, pero deseaba que su marido fuera a cualquier parte, y ella ir con él. Como el corazón y la cabeza de Franklyn tiraban por direcciones opuestas, ella lo habría conseguido de cualquier forma. Eligió la cabeza por dos razones; una, no fuera que algún día le echara la culpa, alegando que, por ella, había perdido la mejor oportunidad de su vida. La otra porque, como ella dijo:
—Si vamos a tener una familia, quiero darles lo mejor que podamos. Yo te amo a ti tal y como eres, pero por nuestros hijos quiero que seas un hombre importante.
Y le convenció no sólo para que aceptase el empleo, sino para que la llevara con él. Habían quedado en que ella iría con su esposo hasta verle instalado de la manera más cómoda que permitieran las primitivas condiciones de aquel lugar, y luego volvería a casa en la primera nave que partiera. De esa forma sólo tendría que esperar cuatro semanas, según el cómputo de la Tierra. Pero la nave en cuestión era el Andrómeda; la última antes de entrar en la fase de oposición.
Las ocupaciones de Franklyn le permitían poco tiempo libre para estar con su esposa y de haber sido Marte lo que ella esperaba, le habría sido espantoso nada más pensar que tenía que quedarse una semana más de la cuenta. Pero lo primero que descubrió, tan pronto como puso sus pies sobre el planeta, fue que las fotografías pueden ser literalmente verídicas, mientras que, en espíritu, son todo lo contrario.
En efecto, allí estaban los desiertos, millas y millas desérticas. Pero desde el principio se apreciaba la ausencia de aquella austeridad inhospitalaria que les habían atribuido las fotografías. Tenía cualidades que, de un modo u otro, habían escapado a la lente del objetivo. El paisaje cobraba vida y se mostraba distinto de las sombras y matices captados por la cámara.
Había una inesperada belleza en el colorido de las arenas, en las rocas, en las distantes y redondeadas montañas, y una rareza en las oscuras profundidades del cielo sin nubes. En las plantas y arbustos de los márgenes de los cursos de agua se criaban flores mucho más bellas y delicadas de las que jamás había visto en la Tierra. Existía también el misterio de las piedras correspondientes a antiguas ruinas que yacían medio sepultadas; todo lo que quedaba, tal vez, de monumentales palacios y templos, Marilyn lo comparaba a lo que el viajero Shelley había conocido en su antigua tierra:
En torno a las ruinas de aquel colosal naufragio, infinito y raso, se extiende sin cesar, solitaria, la llanura de arena.
Sin embargo, no era un paisaje horrendo. Ella había esperado encontrar una espantosa desolación; las morbosas secuelas de la erupción, la destrucción y el fuego. No se le había ocurrido pensar que el ocaso de un mundo podía presentarse con suavidad, con serena melancolía, igual que la caída de una hoja en otoño.
En la Tierra, la gente consideraba a los aventureros marcianos como a los nuevos pioneros que atacaban contra la más reciente frontera encontrada por el hombre. Aquello era una apreciación inexacta, porque las tierras de Marte yacían allí plácidamente abiertas a los colonizadores, sin ofrecer resistencia. Aquella placidez les restaba importancia, convirtiéndoles en toscos intrusos del postrer sueño de un mundo que se extinguía.
Marte se hallaba en un estado comatoso, sumiéndose lenta y profundamente en su último sopor. Pero todavía no estaba muerto. En sus aguas se agitaban aún las mareas estacionales, aunque raras veces presentaran mayores signos de ello que un ocasional rizo. Entre sus flores y campanillas aún volaban insectos transportando el polen. Todavía germinaban algunas clases de granos, ralos, vestigios empobrecidos de cosechas pasadas, aunque susceptibles de volver a darse con una nueva irrigación. Había los llamados thysanópteros, brillantes criaturas voladoras de vistoso color, no clasificadas como insectos ni como pájaros. Por la noche salían otras criaturas más pequeñas. Algunas de ellas maullaban, casi igual que los gatos y, a veces, cuando los dos lunas estaban en el cielo, se podían ver unas formas semejantes al tití. El más característico de todos los sonidos marcianos lo producían la campanillas vegetales, casi en un constante repiqueteo. Sus duras y radiantes hojas, relucientes como el metal bruñido, sólo precisaban el más leve soplo del viento para ponerse en movimiento y que todo el desierto resonara al compás de sus pequeños címbalos.
Los vestigios dejados por las gentes que vivieron allí eran muy insignificantes para ser interpretados. Corrían rumores de que, hacia el Sur, había pequeños grupos, aparentemente humanos, pero no se podía efectuar una verdadera exploración hasta que se perfeccionaran artefactos voladores que se adaptaran bien a la ligera atmósfera marciana.
Existía una especie de frontera pero sin valor, porque no había otro enemigo real con quien combatir que la quietud y la vejez. Aparte de la activa colonia, Marte era un lugar en reposo.
—Me gusta —dijo Marilyn—. En cierto modo, es triste, pero no deprimente. Es como una de esas canciones que te calman y te devuelven la paz.
La inquietud que experimentó Franklyn al enterarse de la noticia fue mayor que la de Marilyn, pero la culpa de todo se la echó a sí mismo. Su ansiedad irritaba ligeramente a Marilyn, la cual trataba de animarle haciéndole ver que de nada servirían las lamentaciones. Todo lo que podían hacer era aceptar la situación y poner el máximo cuidado.
El médico de la colonia era de la misma opinión. James Forbes era un hombre joven y competente pero no tenía la especialidad de cirujano. Estaba allí porque se necesitaba de un hombre competente en un lugar donde era de esperar se produjeran los efectos más extraños y se requería un cuidadoso estudio de ello. Además, había aceptado el puesto porque le atraía. En este caso, se limitaba a mirar los hechos objetivamente y a ofrecer palabras de estímulo, quitándole importancia.
—No hay por qué preocuparse —les aseguró—. Desde el comienzo de la historia, ha habido mujeres que han alumbrado en momentos y lugares mucho más inconvenientes que éste, y salieron adelante. No existe razón alguna para que todo no salga perfectamente normal.
La seguridad con que pronunciaba aquellas mentiras profesionales, respaldadas firmemente por sus maneras, hizo que aumentara la confianza del matrimonio. Pero en su diario secreto inscribía inquietantes especulaciones acerca de los efectos de la baja gravedad y presión del aire, cambios rápidos de temperatura, la posibilidad de infecciones desconocidas y otros factores peligrosos.
A Marilyn no le importaba mucho el carecer de las comodidades que habría tenido en casa. Con el cuidado y la compañía de su doncella negra, Helen, mataba el tiempo cosiendo y realizando otras faenas menores. El paisaje marciano la fascinaba. La infundía una paz como si se tratase de un viejo y sabio confidente que hubiera visto demasiado sobre la vida y la muerte para preocuparse por cualquiera de estas cosas.
Una noche, cuando el desierto yacía helado bajo la luz de la luna, cuya quietud sólo era interrumpida ocasionalmente por el repiqueteo de las campanillas, nació Jannessa, la hija de Marilyn. Era el primer bebé de la Tierra que nacía en Marte. Su peso resultaba perfectamente normal: Tres kilos (peso de la Tierra). No presentaba motivos de inquietud.
Fue más tarde cuando las cosas empezaron a empeorarse. Los temores sobre extrañas infecciones abrigados por el doctor Forbes estaban bien fundados y, a pesar de sus escrupulosas precauciones, se presentaron complicaciones. Algunas fueron susceptibles de ser atacadas con penicilina y complejos sulfamídicos, pero otras se resistían a ella. Marilyn, que al principio parecía recuperarse estupendamente, comenzó a debilitarse y cayó gravemente enferma.
La niña tampoco se desarrollaba como debiera, y cuando finalmente despegó el reparado Andrómeda, partía sin ellas. Pocos días más tarde llegaría otra nave procedente de la Tierra. Antes de que llegara, el doctor explicó a Franklin la situación.
—No me satisface por completo cómo se desarrolla la niña —le dijo—. Gana menos peso del normal. Crece, pero no lo suficiente. Está bien claro que estas condiciones no le sientan bien. Podría sobrevivir, pero no respondo de los efectos que influirían en su constitución. Conviene que sea trasladada a la Tierra lo antes posible.
Franklyn frunció el ceño.
—¿Y su madre? —preguntó.
—La señora Godalpin, me temo no se encuentra en condiciones de viajar. De ninguna manera. En su actual estado, y después de tanto tiempo sometida a una baja gravedad, dudo que soportara una aceleración G.
Franklyn miraba molesto, no queriendo comprender.
—¿Qué quieres decir...?
—En pocas palabras, que sería fatal para tu esposa intentar el viaje, y probablemente fatal para tu hija el quedarse aquí.
Sólo quedaba una posibilidad. Quedó decidido que, cuando llegara la próxima nave, el Aurora, marcharía sin dilación. Se preparó un pasaje para Helen y la niña, y la última semana de 1994 subieron a bordo.
Franklyn y Marilyn vieron despegar al Aurora. La cama de Marilyn había sido arrimada a la ventana y su esposo se sentó sobre ella sosteniéndole la mano. Juntos vieron partir la nave hacia los cielos sobre un cono de llamas, y luego se fue curvando en la lejanía hasta quedar convertida en un puntito de fuego en el firmamento marciano. Los dedos de Marilyn se aferraron fuertemente a su esposo. El la rodeó con su brazo para sujetarla mejor y la besó.
—Todo irá bien, querida —le dijo—. Dentro de pocos meses volverás a reunirte con ella.
Marilyn puso su otra mano sobre la mejilla de él, pero no dijo nada. Transcurrirían casi diecisiete años antes de tener noticias del Aurora, pero Marilyn nada iba a saber. En menos de dos meses estaría reposando para siempre bajo las arenas de Marte, rodeada por el suave repiqueteo de las campanillas vegetales.
Cuando Franklyn se marchó de Marte, el doctor Forbes era el único miembro de la expedición original que todavía quedaba allí. Se estrecharon la mano junto a la rampa que conducía a la más moderna nave de propulsión nuclear.
—Franklyn, durante cinco años te he visto trabajar sin descanso —le dijo el doctor—. Nada te quedaba para seguir viviendo. Pero ahora es distinto. Vete a casa y vive, que bien te lo has ganado.
Franklyn retiró la vista del flamante Astropuerto Gillington que había sido levantado, y aún estaba creciendo, junto a la rudimentaria colonia de unos años atrás.
—¿Y en cuanto a ti? Llevas en Marte más tiempo que yo.
—Yo he disfrutado de un par de vacaciones. Fueron lo suficiente largas para que me diera tiempo a echar un vistazo por la Tierra y llegar a la conclusión de que lo que realmente me interesa es esto —Podía haber añadido que las segundas fueron lo suficientemente largas para encontrar a una chica y casarse con ella, la cual había traído con él, pero sólo dijo—: Además, yo he estado trabajando, no matándome como tú.
La mirada de Franklyn vagó de nuevo, esta vez más allá de la colonia, hacia los campos que ahora limitaban el canal. Entre ellos había una pequeña parcela señalada con una piedra vertical.
—Todavía eres joven. La vida te debe algo —dijo el doctor. Franklyn parecía no haberlo oído, pero el doctor sabía que sí lo había hecho y añadió—: Tú también debes algo a la vida. No te lastimes resistiéndote a ella. Hemos de adaptarnos a la vida.
—Dudo que... —empezó a decir Franklyn, pero el doctor le puso la mano sobre el brazo.
—No pienses en tu hija. Has trabajado duramente para olvidarla. Ahora debes empezar de nuevo.
—Tú sabes que no se ha informado de que el Aurora sufriera ningún accidente —dijo Franklyn.
El doctor suspiró y no dijo nada. Las naves que desaparecían sin dejar rastro eran infinitamente más numerosas que las que dejaban alguno.
—Debes empezar de nuevo —le repitió insistentemente.
Los altavoces empezaron a llamar: "Todos a bordo". El doctor Forbes vio cómo su amigo entraba por la portezuela. Quedó un poco sorprendido al sentir que le tocaban el brazo. Al volverse encontró a su lado a su propia esposa.
—Pobrecillo —dijo ella por lo bajo—. Tal vez cuando llegue a casa...
—Tal vez —dijo el doctor dubitativo, y añadió—: He sido cruel con él queriendo ayudarle. He debido hacer lo posible por liberarle de esa falsa esperanza, pero no pude.
—No —afirmó ella—. Tú no podías ofrecerle ningún sustituto de lo que perdió. Tal vez cuando llegue a la Tierra encuentre a alguien que se lo pueda ofrecer. Quizás una mujer. Esperemos que la encuentre pronto.
Después de una minuciosa inspección, Jannessa retiró la vista de su propia mano y consideró el color de azul pizarra que presentaban los dedos y brazo que estaban a su lado.
—Soy tan diferente de todo el mundo... —dijo como lamentándose—. Telta, ¿por qué soy diferente?
—Todos somos diferentes —repuso Telta. Retiró sus ojos de la fruta redonda y pálida que estaba trinchando sobre una escudilla. Sus miradas se encontraron. Los ojos de color azul chino de Jannessa, interrogantes dentro de un marco blanco, se cruzaron con las oscuras pupilas de Telta que flotaban en un fondo de topacio claro. En las delicadas cejas de plata de la mujer se dibujó una pequeña arruga mientras estudiaba a la niña—. Yo soy diferente, Toti es diferente, Melga es diferente... Así es la creación.
—Pero yo soy muy distinta. Mucho más distinta.
—No creo que en el mundo de donde viniste fueras tan diferente —añadió Telta, y prosiguió picando la fruta.
—¿Era yo diferente de recién nacida?
—Sí, querida.
Jannessa se puso a reflexionar.
—Telta, ¿de dónde vienen los recién nacidos?
Telta se lo explicó y Jannessa dijo con desdén:
—No me refiero a eso. Quiero decir las criaturas como yo. Los que somos diferentes.
—No lo sé. Sólo sé que deben venir de alguna parte...
—¿De ahí afuera? ¿De dónde hace tanto frío?
—De mucho más lejos —Telta reflexionó un momento, añadiendo—: ¿No has estado nunca en una de esas cúpulas que se alzan en el exterior, cuando reinan las tinieblas? ¿Te has fijado en las rutilantes estrellas?
—Sí, Telta.
—Bueno, pues, de una de esas estrellas has venido tú. Pero nadie sabe de cuál de ellas.
—Telta, ¿eso es cierto?
—Completamente cierto.
Jannessa siguió sentada e inmóvil durante un rato, pensando en el infinito cielo nocturno con sus miríadas de estrellas.
—¿Pero cómo es que no me mató el frío?
—Le faltó muy poco para que murieses, querida. Toti te encontró a tiempo.
—¿Y estaba yo sola?
—No, querida. Tu madre te estaba protegiendo. Te había envuelto con todo lo que pudo para preservarte del frío, pero ella no le pudo resistir. Cuando Toti la encontró, estaba moribunda. Sólo tuvo tiempo para señalar hacia ti diciendo "Jannesa, Jannessa". Por eso creímos que te llamabas Jannessa.
Telta guardó silencio, recordando cuando Toti, su esposo, había traído a la niña rescatada de la superficie, devolviéndola al calor de la vida cuando estaba a punto de morir. Unos cuantos minutos más afuera habrían resultado fatales. El frío era una cosa terrible. Se estremecía al recordar lo que explicaba Toti del intenso frío, que acabó oscureciendo la piel de la infortunada madre, pero eso no se lo dijo a la niña.
El rostro de Jannessa se contraía, pensativo.
—Pero... ¿cómo? ¿Es que caí de las estrellas?
—No, querida. Te trajo una nave espacial.
Aquellas palabras no significaban nada para Jannessa.
Resultaba difícil de explicar a una niña. Hasta a la propia Telta le resultaba difícil de creer. Su experiencia se limitaba exclusivamente al medio en que vivía. La superficie era sólo un lugar espantoso e inhospitalario cubierto de rocas puntiagudas y un frío mortal, que ella solamente había visto desde las cúpulas protegidas. Los libros de historia hablaban acerca de otros mundos lo suficientemente cálidos para vivir en su superficie, y que sus propios antepasados habían venido de un mundo de aquellos hacía muchas generaciones. Ella consideraba que todo esto era cierto, pero, no obstante, resultaba irreal. Más de cincuenta generaciones de sus antepasados estaban entre ella y la vida en la superficie de un planeta y resultaba difícil que algo tan lejano pareciera real. No obstante, le contó la historia a Jannessa, con la esperanza de que le sirviera de algún consuelo.
—¿De qué estrella procedían? ¿De la misma que yo? —quiso saber la niña.
Pero Telta no sabía decírselo.
—No creo que pudiera ser la misma. Cuando te reconocieron los médicos, dijeron que debías proceder de un mundo mayor.
—¿Estaba yo muy enferma?
—Mucho.
—¿A causa del frío?
—Por el frío y por otras cosas. Pero, por fin, los médicos hicieron posible que vivieras entre nosotros. Para ello tuvieron que trabajar mucho y muy sabiamente. Más de una vez pensamos que te íbamos a perder.
—¿Y qué tuvieron que hacer conmigo para ello?
—Yo no entiendo mucho de esas cosas. Tú estabas hecha para vivir en un mundo distinto. Un mundo de mayor gravedad, de atmósfera más densa, más humedad, temperatura superior, alimentos distintos... y muchas cosas más que aprenderás cuando seas mayor. Por eso tuvieron que adaptarte para poder vivir aquí.
Jannessa se quedó pensando.
—Fueron muy amables —dijo Jannessa—, pero no del todo, ¿verdad?
Telta la miró con sorpresa.
—Querida, pareces no sentir agradecimiento. ¿Qué quieres decir con eso?
—Si los médicos pudieron hacer todo aquello, ¿por qué no me dejaron igual que toda la gente? ¿Por qué me dejaron con esta blancura de piel? Me gustaría que me hubieran dejado un bonito pelo como el tuyo, en vez de éste de color amarillo.
—Querida, tu cabello es precioso. Es igual que finas hebras de oro.
—Pero no es como el de todo el mundo. Es diferente. Quiero ser como los demás. Pero soy un monstruo.
Telta la miraba, desdichadamente perpleja.
—El ser de otra raza no quiere decir que se sea un monstruo —le dijo.
—Lo es cuando no hay otro igual —respondió Jannessa—. Y yo quiero ser como todo el mundo. No puedo soportarlo.
Un hombre subía lentamente las escaleras de mármol del Club de los Aventureros. Era de mediana edad, pero caminaba con la torpeza propia de un hombre mayor. El portero le miró por un momento con expresión de duda, pero en seguida se despejó su incertidumbre.
—Buenas noches, doctor Forbes —le saludó. El doctor Forbes dejó escapar una sonrisa.
—Buenas noches, Rogers. Tienes buena memoria. Han pasado doce años.
Charlaron durante unos minutos. Luego el doctor siguió adelante dejando instrucciones para que cuando llegara su invitado fuera llevado al salón de fumadores. Llevaba allí sentado unos diez minutos cuando se le aproximó Franklyn Godalpin con la mano extendida. Estuvieron conversando mientras tomaban un par de copas y luego se dirigieron al restaurante.
—De manera que ya estás de vuelta... cargado de honores médicos —dijo Franklyn.
—Es curioso —comentó Forbes—. Dieciocho años en total. No llevaba allí un año cuando tú llegaste.
—Ha sido un merecido descanso. Otros llegaron después que tú, pero fue tu obra lo que nos permitió trabajar y vivir allí.
—Había mucho por aprender. Aún lo hay.
Forbes no sentía falsa modestia. Conocía como cualquier otro los resultados de su duro trabajo. Uno de ellos era, indirectamente, el hombre que tenía frente a él. Franklyn Godalpin era el único que contaba en la Jason Mining Corporation y un hombre poderoso. Pero sin el trabajo médico que hizo posible la adaptación de los humanos a Marte y de Marte a los humanos, era probable que la propia Jason hubiera dejado de funcionar desde hacía años. Ello hacía que Forbes se sintiera, en cierto modo, responsable de Franklyn.
—¿No te volviste a casar? —le preguntó.
—No —repuso Franklyn sacudiendo la cabeza.
—Deberías haberlo hecho. ¿Te acuerdas que te lo dije? Deberías tener una esposa y una familia. Aún no es demasiado tarde.
Nuevamente, Franklyn meneó la cabeza.
—Todavía no te he dado la noticia —dijo—. He sabido de Jannessa.
Forbes le miró fijamente. Pensó que nada en el mundo podía ser tan improbable.
—¿Qué has sabido de ella? —repitió lleno de interés—. ¿Qué quieres decir?
Franklyn se explicó:
—Durante años, he estado poniendo anuncios en busca de noticias sobre el "Aurora". Me llegaban respuestas, principalmente de personas chifladas o de otros que me creían a mí lo suficiente loco como para poder sacar partido de la situación, hasta hace cosa de seis meses.
»Entonces vino a verme un nombre que posee en Chicago un hotel para astronautas. Poco tiempo antes murió en dicho hotel un hombre que quiso descargar su conciencia antes de partir. Su propietario me trajo la noticia bajo palabra de honor.
»EI moribundo dijo que el Aurora no se había perdido en el espacio, como todo el mundo creía. Dijo que se llamaba Jenkins y que sabía toda la verdad porque iba a bordo del Aurora. De acuerdo con su relato, se produjo un motín a bordo, a los pocos días de partir de Marte, debido a que el capitán había decidido entregar en manos de la policía a ciertos miembros de la tripulación, al terminar el viaje, como consecuencia de delitos no especificados. Los amotinados contaban con el apoyo de todos los de a bordo, excepto uno o dos oficiales. Cambiaron el rumbo. Ignoro cuál sería su último plan pero lo que hicieron fue salirse del plano de la eclíptica y saltar sobre el cinturón de asteroides, rumbo a Júpiter.
»EI propietario de Chicago tenía la impresión de que aquellos hombres no eran un grupo de malhechores, sino de hombres que obraban movidos por alguna injusticia. Puesto que se estaban jugando la horca con su proceder, pudieron haber arrojado al espacio a todos los oficiales y pasajeros, pero no lo hicieron. En cambio decidieron dejarlos abandonados, como habían hecho antes otros piratas, a su completa suerte para que subsistieran, si podían.
»De acuerdo con Jenkins, el lugar elegido para abandonarlos fue Europa, en la región comprendida en el paralelo veinte, y allá por el tercero o cuarto mes de 1995. El grupo de personas abandonadas estaba compuesto por doce, incluyendo una joven negra al cuidado de una bebé blanca.
Franklyn se detuvo.
—El propietario del hotel es un hombre irreprochable. El moribundo nada podía ganar diciendo una mentira. Y al comprobar la lista de navegación del Aurora me encuentro que a bordo del mismo iba un astronauta llamado Evan David Jenkins.
Concluyó con una especie de cauto optimismo y miró atento a Forbes sentado frente a él. Pero en la cara del doctor no había entusiasmo.
—Europa —dijo como si estuviera reflexionando, y sacudió la cabeza. La expresión de Franklyn se endureció.
—¿Es eso todo lo que se te ocurre decir? —preguntó.
—No —repuso Forbes meditabundo—. Entre otras cosas, yo diría que resulta más que improbable, casi imposible, que ella pueda haber sobrevivido.
—"Casi" no es una afirmación. Pero lo voy a averiguar. Una de nuestras naves de exploración se encuentra precisamente ahora rumbo a Europa.
Forbes sacudió de nuevo la cabeza.
—Sería más prudente suspender la búsqueda.
Franklyn le echó una mirada penetrante.
—¿Después de todos estos años...? ¿Cuando al fin hay una esperanza?
El doctor le devolvió la mirada.
—Mis dos hijos vuelven a embarcarse para Marte la semana próxima —dijo.
—No veo que guarde ninguna relación.
—Pero la tiene. Les duelen los músculos constantemente. La tensión que les produce hace que se sientan demasiado cansados para trabajar o para disfrutar de la vida. Esta humedad les agota. Se lamentan de que la densidad del aire parece tenerlos sumergidos en un baño de sopa. Desde que llegaron aquí no se han visto libres de catarros. Hay, además, otras cosas. Por eso vuelven a Marte.
—Y tú te quedas aquí. Eso es duro.
—Resulta más duro para Annie. Ella adora a los muchachos. Pero así es la vida, Frank.
—¿Qué quieres decir?
—Que lo que cuentan son las condiciones ambientales. Cuando producimos una nueva vida, creamos algo plástico e independiente. No podemos vivir las dos vidas. Lo mejor que podemos hacer es buscar las condiciones ambientales óptimas para que se forme de acuerdo con su ambiente. Si esas condiciones se hallan fuera de nuestro alcance, sólo pueden ocurrir dos cosas: Que se adapten a las condiciones que encuentren o que no se adapten, en cuyo caso significa la muerte.
»Hablamos alegremente acerca de la conquista de éste o aquel obstáculo natural, pero observa lo que realmente hacemos y podrás ver que, en la mayoría de los casos somos nosotros quienes nos estamos adaptando.
»Mis hijos se han aclimatado a las condiciones de Marte pero nosotros, al ser adultos, fuimos incapaces de una completa adaptación. Por eso, no nos queda otra alternativa que quedarnos aquí o ir a Marte a morir prematuramente.
—¿Quieres decir que Jannessa...?
—No sé qué puede haber sucedido, pero he pensado mucho sobre ello. No creo que tú hayas reflexionado lo suficiente, Frank.
—No he pensado en otra cosa durante los últimos diecisiete años.
—Más que pensar, Frank, has "soñado" con ella —Forbes le miró sobre la mesa, con la cabeza torcida ligeramente hacia un lado y con acento cariñoso—. Hubo un tiempo en que un antepasado nuestro saltó a tierra desde el agua. Y llegó a adaptarse de tal forma a su nuevo ambiente que ya no pudo volver con sus congéneres marinos. Este es el proceso que convenimos en llamar progreso. Es inherente a la vida. Si lo detienes, detienes también la vida.
—Eso, filosóficamente, puede que suene bien, pero yo no estoy interesado en las abstracciones. Lo que me interesa es mi hija.
—¿Y hasta qué punto crees que estará interesada tu hija por ti? Ya sé que esto parece insensible, pero estoy viendo que conservas en tu mente cierta idea sobre la afinidad. Frank, estás confundiendo las costumbres de la civilización con la ley natural. Es posible que todos las confundamos, en mayor o menor grado.
—No sé adonde vas a parar.
—Hablando claramente; si Jannessa ha sobrevivido será el ser más extraño de la Tierra; más que ningún otro posiblemente lo fuera.
—Había otras once personas para enseñarle palabras y maneras civilizadas.
—Suponiendo que sobrevivieran. Imagínate que murieron aquellas personas o de un modo u otro las separaron de Jannessa. Hay auténticos ejemplos de niños criados por lobos, leopardos e incluso antílopes, y ninguno de ellos resultó siquiera como el fabuloso Tarzán. Todos se convirtieron en subhumanos. La adaptación se produce en ambos sentidos.
—Aunque haya vivido entre salvajes, aún puede aprender.
El doctor Forbes le miró seriamente.
—Se nota que no has leído demasiada antropología. Primero, ella tendría que olvidar toda la base de la cultura que hubiera aprendido. Echa una mirada a las diferentes razas conocidas y verás que no es posible. Sólo puede haber una apariencia externa, pero nada más —se encogió de hombros.
—Existe la llamada de la sangre...
—¿De veras? ¿Notarías esa llamada si de pronto te encontrarás frente a tu tatarabuelo? ¿Acaso lo reconocerías?
—¿Por qué hablas de ese modo, Jimmy? —dijo Frank obstinado—. A otro hombre no le habría ni escuchado. ¿Por qué estás tratando de destruir todas mis esperanzas? No puedes hacerme eso, precisamente ahora. ¿Por qué lo haces?
—Porque te aprecio de veras, Frank. Porque, por encima de todos tus éxitos, sigues siendo un joven romántico y soñador. Te dije que volvieras a casarte y no lo has hecho. No te has casado porque prefieres el sueño a la realidad. Has vivido tanto tiempo con este sueño que ahora forma parte de tu constitución mental. Pero tu sueño consiste en buscar a Jannessa, no en encontrarla. Has centrado tu vida en este sueño. Si consigues encontrarla, en cualesquiera condiciones, el sueño habrá concluido; el fin que te habías propuesto sería consumado. Y entonces nada quedará para ti.
Franklyn se agitó incómodo.
—Tengo planes y ambiciones para ella.
—¿Para la hija de quien nada conoces? No, para la hija de tus sueños, la que sólo existe en tu imaginación. La encuentres como la encuentres, será una persona real, no la marioneta de tus sueños, Frank.
El doctor Forbes hizo una pausa, contemplando el rizo de humo que subía de su cigarrillo. Estaba pensando en decir: "Sea de la forma que sea, llegarás a odiarla, porque no se ajustará al ideal que tienes de ella", pero decidió callarse. También se le ocurrió hacerle ver la infelicidad que sufriría una muchacha, al verse separada de todo lo que le era familiar, pero sabía la respuesta que le iba a dar Frank, es decir, que tenía cuanto dinero quisiera para proporcionarle lujos y consuelo. Ya le había dicho bastante; quizá demasiado y nada de ello había hecho mella realmente en Franklyn. Decidió dejar las cosas como estaban, y esperar. Después de todo, existían pocas posibilidades de que Jannessa hubiera sobrevivido o de que fuera encontrada.
La tensión que se había reflejado en el rostro de Franklyn se fue relajando gradualmente y sonrió.
—Ahora ya me has soltado tu sermón, viejo amigo. Has querido prepararme creyendo que podía sufrir un sobresalto, pero ya estoy acostumbrado a los golpes duros desde hace muchos años. Si llega el caso, podré soportarlo.
Los ojos del doctor Forbes se posaron en su cara por un momento. Suspiró suavemente para sí.
—Está bien —dijo, y comenzó a hablar de otra cosa.
—Ya sabes que este planeta es muy pequeño —dijo Toti.
—Es un satélite —añadió Jannessa—. Un satélite de Yan.
—Pero también es un planeta del Sol. Y en él hace un frío espantoso.
—¿Por qué tu gente eligió un lugar tan frío? —preguntó Jannessa razonablemente.
—Bueno, cuando nuestro propio mundo empezó a morir y no nos quedó otra alternativa que ir a cualquier parte o sucumbir con él, mi pueblo pensó en aquellos mundos que tenía a su alcance. Unos eran demasiado calientes, otros demasiado grandes...
—¿Qué importa que fueran demasiado grandes?—A causa de la gravedad. En un planeta muy grande, apenas podríamos movernos.
—¿Y no podían los tuyos hacer las cosas... bueno, menos pesadas?
Toti hizo un movimiento negativo con la cabeza y su plateado cabello brilló con la fluorescencia de las paredes.
—El aumento de la densidad puede simularse; ya lo hemos hecho aquí. Pero nadie ha conseguido disminuirla y creemos que nunca se conseguirá. Como ves, ésa fue la causa de que nuestra gente eligiera un mundo pequeño. Todas las lunas de Yan son desérticas pero ésta era la mejor de ellas. Mi pueblo se encontraba en una situación desesperada. Cuando llegaron aquí, vivían a bordo de las naves y comenzaron a minar el terreno para librarse del frío. Gradualmente fueron acondicionando sus viviendas subterráneas y prepararon habitaciones y galería, tanques para el desarrollo de alimentos, campos de cultivo y todo lo demás. Lo aislaron del exterior, acondicionaron su temperatura, comenzaron a vivir en el nuevo medio y a trabajar bajo tierra. De eso hace ya mucho tiempo.
Jannessa se quedó pensativa durante un rato.
—Dice Telta que tal vez vine del tercer planeta llamado Sonnal. ¿Lo crees así?
—Puede ser. Sabemos que allí hubo cierta clase de civilización.
—Si ellos vinieron de allí una vez, podrían volver... Y llevarme con los míos.
Toti la miró apenado y un poco resentido.
—¿Los tuyos? —dijo—. ¿De veras piensas así?
Jannessa captó la expresión del hombre, y apoyó en seguida su blanca mano sobre la mano del otro de color azul pizarra.
—Perdóname, Toti. No quise decir eso. Ya sabes que los quiero mucho, a ti, a Telta y a Melga. Lo que ocurre es que... Oh, me gustaría que supieras lo que es sentirse diferente de los que te rodean. Toti querido, estoy harta de ser un monstruo, aunque para mis adentros sea igual que cualquier otra muchacha. ¿No te imaginas lo que representaría para mí el que todos me mirasen como a un ser normal?
Toti guardó silencio durante un momento. Cuando habló, su tono era preocupado.
—Jannessa, ¿has pensado alguna vez que después de pasar aquí toda tu vida es éste tu verdadero mundo? Cualquier otro podría resultarte sumamente extraño.
—Si te refieres a cambiar esta vida subterránea por el exterior, creo que me gustaría.
—No es eso, querida —dijo él con mucho tacto—. Ya sabes que cuando te trajeron de ahí afuera, los médicos tuvieron que trabajar mucho contigo para salvar tu vida.
—Sí, Teita me lo dijo —contestó Jannessa—. ¿Qué hicieron conmigo?
—¿Sabes lo que son las glándulas?
—Creo que sí. ¿No son las que regulan los movimientos del cuerpo?
—Efectivamente. Pero las tuyas estaban hechas para regularlos de acuerdo con tu mundo. Esa fue la causa de que los médicos tuvieran que trabajar tanto contigo. Tuvieron que aplicarte inyecciones muy complicadas. Tenían por objeto proporcionarte una especie de equilibrio para que tus glándulas funcionaran en la proporción adecuada para que pudieras vivir aquí. ¿Comprendes?
—Para acomodarme a una temperatura inferior, ayudarme a digerir esta clase de alimentos, regular el alto contenido de oxígeno y otras cosas parecidas. Eso fue lo que me dijo Telta.
—Algo así —afirmó Toti—. Es lo que llaman adaptación. Hicieron cuanto pudieron para adaptarte a vivir entre nosotros.
—Hicieron mucho por mí —dijo Jannessa, hablando en término parecidos a los empleados con Telta años atrás—. Pero pudieron haber hecho un poco más. ¿Por qué me dejaron de este color blanco? ¿Por qué no hicieron que mi pelo fuera tan bello como la plata, igual que el tuyo y el de Telta? Entonces no sería un monstruo y me consideraría uno de tantos entre ustedes.
Las lágrimas afloraron a sus ojos. Toti la rodeó con el brazo.
—Mi pobre niña, yo no sabía que eso te hiciera sufrir tanto. Pero Telta y yo te queremos como si fueras nuestra propia hija.
—No sé cómo pueden quererme... ¡Con esto! —dijo levantando su pálida mano.
—Te queremos igualmente, Jannessa. ¿Es que importa tanto tu color?
—Me hace sentir diferente. Me recuerda a cada paso que pertenezco a otro mundo. Tal vez vuelva a él algún día.
Toti frunció el rostro.
—Eso es sólo un sueño, Jannessa. Tú no conoces más mundo que éste. Sería distinto a lo que tú piensas. Deja de soñar, deja de preocuparte, querida. Trata de ser feliz aquí entre nosotros.
—Toti, tú no lo comprendes —dijo ella cariñosamente—. En alguna parte hay personas igual que yo, de mi propia raza.
Pocos meses después, los observadores apostados en una cúpula informaron de que había llegado una astronave.
—Escucha, viejo cínico —dijo la voz de Franklyn, casi antes de que su imagen apareciera en la pantalla—. Han dado con ella y la traen hacia acá.
—¿Qué han encontrado a Jannessa? —exclamó incrédulo el doctor Forbes.
—Naturalmente. ¿De qué otra podía hablar?
—¿Estás completamente seguro, Frank?
—Viejo escéptico, ¿crees que te llamaría si no lo estuviera? En estos momentos se encuentra en Marte. Se han detenido allí para proveerse de combustible y aguardar el momento de la oposición.
—¿Tan seguro estás de que es ella?
—Ahí está su nombre y algunos documentos que le encontraron.
—Bueno, si tú lo dices...
—Conque no te basta, ¿eh? —la imagen de Franklyn hizo un guiño—. Está bien. Mira esto.
Recogió una fotografía de encima de su mesa y la puso frente a la pantalla transmisora.
—Les dije que la fotografiaran allí mismo y me la enviaran por radio —aclaró—. ¿Qué me dices ahora?
El doctor Forbes estudió cuidadosamente la fotografía que aparecía sobre la pantalla. En ella se veía a una muchacha delante de una tosca pared. Sus únicas vestimentas visibles consistían en un trozo de brillante tela arrollada a su cuerpo, al estilo de un sari hindú. Su cabello era hermoso y lo llevaba peinado de una forma muy singular. Pero fue la expresión de su rostro lo que le hizo contener la respiración. Era la cara de Marilyn Godalpin mirándolo después de dieciocho años.
—En efecto, Frank —dijo quedamente—. Se trata de Jannessa. La verdad, Frank, no sé qué decir.
—¿Ni siquiera se te ocurre felicitarme?
—Sí, claro... desde luego. Es... bueno, ha sido un milagro. No estoy acostumbrado a los milagros.
Cuando leyó en el periódico que el Chloe, una nave de investigaciones perteneciente a la Jason Mining Corporation, iba a aterrizar al mediodía, el doctor Forbes se quedó como ensimismado. Estaba seguro de que recibiría un mensaje de Franklyn Godalpin, y ya no se sentía capaz de hacer nada hasta recibirlo. Cuando sonó el timbre, a eso de las cuatro, se apresuró a responder lleno de excitación. Pero en la pantalla no se retrataron las esperadas facciones de Franklyn, sino la cara de una mujer que le miraba con ansiedad. Reconoció en ella al ama de llaves de Godalpin.
—Doctor, se trata del señor Godalpin —dijo la mujer—. Se encuentra enfermo. ¿Puede venir usted...?
Un taxi lo dejó junto a la casa de Godalpin, quince minutos más tarde. El ama de llaves salió a recibirle y lo condujo hacia las escaleras a través de un enjambre de periodistas, fotógrafos y comentaristas que llenaban el vestíbulo. Franklyn estaba tendido sobre su cama, vestido pero con las ropas aflojadas. Junto a él había una secretaria y otra mujer con cara de espanto. El doctor Forbes lo reconoció y le aplicó una inyección.
—Es una conmoción a consecuencia de la ansiedad —dijo—. No es extraño. Últimamente ha sufrido gran tensión nerviosa. Acuéstenlo. Pónganle bolsas de agua caliente y que no coja frío.
Cuando se separó de la cama, el ama de llaves le dijo:
—Doctor, ya que ha venido, ¿no le importaría echar un vistazo a... a la señorita Jannessa?
—Claro, desde luego. ¿Adonde está?
El ama de llaves le condujo hasta otra habitación y señaló la puerta.
—Está ahí dentro, doctor.
El doctor Forbes abrió la puerta y penetró en la habitación. Nada más entrar oyó el sonido final de un amargo y ahogado sollozo. Cuando miró en busca del origen de aquel sonido, vio que junto a la cama había una niña de pie.
—¿Dónde está...? —empezó a decir.
La niña se volvió entonces hacia él. No era la cara de una niña. Era la cara de Marilyn con el mismo pelo de Marilyn y los ojos de Marilyn que le estaban mirando. Pero era una Marilyn que medía sesenta y tres centímetros de estatura. Era Jannessa.
FIN
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