2024/08/05

La ciudad de los muertos vivientes (Fletcher Pratt y Laurence Manning)


Título original: The city of the living dead
Año: 1930



Capítulo I
El sol se hundió lentamente detrás de los lejanos, desgarrados y rocosos riscos, arrojando un último resplandor rojizo como un grito de desafío mientras los dientes blancos de la montaña Herjehogmen borraban los últimos rayos de Alvrosdale. Una campana de cobre de tono profundo sonó a lo largo de la noche, y los jóvenes, abandonando su baile en el hielo, avanzaron en tropel por el sendero, riendo y charlando en pequeños grupos, rumbo al Salón de la Asamblea. Sus ropas de colores alegres resaltaban sobre el fondo blanco de la nieve en el atardecer del norte que a menudo parece de día.
En la puerta del Salón se despidieron, no sin tristeza, ya que para muchos era la última despedida; algunos entraron en el Salón, otros siguieron el camino hacia la hilera de casas. Los que entraron estaban serios, aunque no mucho antes habían sonreído. Sin embargo, a pesar de todo, eran una buena compañía, unos sesenta en número y todos en la cúspide de la juventud.
Dentro del salón se podían ver bancos; un gran fuego contra una pared, y contra la otra los restos descompuestos de aquellas Máquinas que eran las últimas reliquias de los tiempos pasados. En el centro había un estrado con lugares para los ancianos de Alvros, y en medio de ellos se sentaba un hombre de edad muy avanzada, pero de ningún modo débil. Fuerte, severo, de cabeza blanca, llevaba en un brazo la banda de plata de la autoridad, y en su mano sostenía una pequeña y brillante Máquina de forma redonda y con una cara blanca que tenía doce caracteres escritos en negro. Cuando los jóvenes ocuparon sus lugares, el anciano giró esta máquina de modo que sonó una campana, fuerte y estridente. Luego se hizo el silencio y el anciano se levantó para hablar.
-Amigos míos -dijo-, mañana dejarán Alvrosdale. Sus esquís ya están preparados; sus alas de planeador esperan afuera. En este Salón de la Asamblea, que una vez fue la Casa del Poder, nos reunimos esta noche, como es costumbre de nuestro pueblo, para que pueda contar la historia de los últimos Anglesk y advertirles de los peligros que enfrentarán. Algunos de ustedes (¡Dios quiera que sean pocos!) serán atrapados por vientos traicioneros y arrojados contra la Montaña del Sur para morir.
»Algunos pueden ser atrapados por el Poder Demoníaco, a quien adoraban los Anglesk. Otros descubrirán campos verdes y prosperidad, y se encontrarán con gente de nuestro pueblo que nos precedieron... Pero algunos de ustedes desearán regresar. A estos les digo ahora: ¡Quédense atrás! ¡Están mejor aquí! Y no puedo continuar con mi relato hasta que haya preguntado si hay alguno entre ustedes que preferiría la vida de este tranquilo valle a la del mundo exterior, con su Poder, sus montañas y sus muertos vivientes.
Hizo una pausa y durante un momento nadie se movió. Luego una jovencita se levantó sollozando; se cubrió la cara con el chal y dijo que viviría y moriría en Alvrosdale; enseguida salió del salón. Con ella fue también el joven de su elección, y cuando la puerta del Salón se cerró detrás de ambos, el resto se sentó más cerca y escuchó la voz del anciano.
-Ya no queda nadie vivo -dijo- que recuerde a Hal Hallstrom en su juventud; pero les doy mi palabra de que era un joven tan vigoroso como cualquiera de los suyos. Yo era ágil y alegre, y añoraba aventuras. En aquellos días, antes del año 4060 d.C., como se creía, había leyendas sobre los señores de antaño, y cómo el Poder Demoníaco los conducía a través de los cielos, sobre las aguas y bajo la tierra. Pero eran las leyendas oxidadas de quienes cuentan un cuento sin entender su significado. Este mismo Salón de la Asamblea se consideraba el hogar del Poder Demoníaco, un lugar tan maldito que nadie se atrevía a acercarse a él. Se creía que este Demonio era el mismo que había tratado de tal manera con la Montaña del Sur que cayó sobre el cuello de nuestro valle y lo aisló del mundo en épocas pasadas. Ahora sabemos que esto no es cierto; pero entonces los hombres pensaban de otra manera.
»En aquellos días también escuché leyendas que venían de los padres de mis padres, sobre cómo cuando la Montaña del Sur cerró el valle los Anglesk enviaron hombres por el aire para traernos esto y aquello; pero tales historias eran consideradas una tontería más allá de las palabras. Ahora bien, ¡he aquí! Nosotros mismos volamos por el aire, aunque no como los Anglesk con la ayuda del Poder Demoníaco.
»También había leyendas sobre el esplendor de las aldeas de Anglesk: Cómo amontonaban piedra sobre piedra para construir viviendas montañosas en las que la noche brillaba como el día gracias a los soles que ellos mismos inventaban; cómo se peleaban y se mataban unos a otros con rayos; cómo las voces de hombres muertos hacía mucho tiempo les hablaban desde las Máquinas, y las voces de hombres lejanos les hablaban a través de las nubes.
»¿Cuentos de viejos? Pero yo era joven, y la juventud siempre debe probar lo falso y lo verdadero con la piedra de toque de la experiencia, tal como estedes lo hacen ahora... Quien ha llegado a mi edad ya no busca la verdad ni la belleza, sino sólo la descansar. 
Entonces uno de los otros ancianos tocó su brazo y el viejo miró a su alrededor y, como quien recuerda que debe hablar, continuó.
-Entonces, un día de primavera, mientras estaba a cargo del rebaño cerca del borde donde Oster Dalalven se sumerge en el canal que lo lleva bajo la Montaña del Sur, me invadió un gran deseo de ver estas viviendas donde los hombres se movían entre la luz y la música.
»Tan apresurado era mi deseo, que me colgué mi aljaba al hombro sin más preámbulos, y con el bastón en la mano partí hacia la Montaña del Sur, haciendo un amplio circuito hacia el este para rodear esta misma Casa de Poder.
»En aquellos días, pocos en Alvrosdale y nadie fuera de mí podían igualarme como hombre de los riscos. Pero necesité toda mi habilidad, porque a medida que avanzaba los bordes de la Montaña del Sur se hacían cada vez más escarpadas y afiladas. Durante toda la mañana trepé entre los pedregales rocosos, rasgandome no pocas veces la ropa o la piel, y al mediodía hice una pausa y comí, aunque con moderación, el pan y el queso que había traído para el almuerzo. De agua no había nada, ni vi ninguna señal de árboles u otra vida. La Montaña del Sur es un vasto desierto de piedra, duro y desolado, no suavizado por la edad como nuestras cumbres de la Quilla.
»Pero todavía tenía el corazón en alto y después del almuerzo comencé a escalar de nuevo. Mi camino empeoró; tres veces estuve al borde de la muerte, cuando algún saliente en el que me encontraba se precipitaba hacia el más escarpado precipicio sin espacio para dar marcha atrás. La soledad del lugar pesaba también sobre mi espíritu, porque durante todo el día no vi ningún ser vivo: Yo, que siempre había conocido el bondadoso valle de Alvros, donde los cencerros tintinean siempre al alcance de mi oído. Por la noche acampé justo debajo del borde de la línea donde la nieve cubre los escarpados pináculos.
»En la mañana, cuando comencé a caminar, todavía veía la cumbre que se alzaba muy por encima de mí, y ahora no me atrevía a volver atrás por miedo a las rocas y las avalanchas. Todo el día pisoteé la nieve. Hacia la tarde encontré un glaciar que alivió un poco mi trabajo; sin embargo, debía subir con suma precaución, porque había grandes grietas que se extendían a lo largo de millas hasta su corazón, a menudo tan ocultas que no fue hasta que metí mi bastón a través de la costra de nieve que se hicieron visibles. Esa noche junté un montón de hielo al abrigo de una roca y acampé sin cenar y con frío.
»Desperté tan rígido que el tercer día de mi ascenso parecía ser el último. Se había levantado una tormenta y velaba la cima de la montaña. Estaba débil por el frío, las heridas de mis manos estaban cortadas por la ráfaga helada y mi hambre se había convertido en un dolor terrible y punzante. El glaciar se agotó y tuve que trepar de nuevo entre las rocas, rocas que estaban cubiertas por un resplandor de hielo.


»El viento chirriaba a mi alrededor entre las rocas; la tormenta borró todo conocimiento del sol, y supe que si otra noche me encontraba en esa desolada cumbre, todas las noches y los días terminarían para mí. Sin embargo, ¡seguí adelante! Finalmente llegué a un lugar donde una pared de roca cubierta de hielo se elevaba ante mí. A derecha e izquierda no parecía haber ningún paso, y me detuve, dispuesto a tumbarme en completa desesperación. Pero mientras me detenía, vi una forma negra en medio del gris de la nieve arremolinada, y una gran águila real pasó volando junto a mí con las alas del viento, giró repentinamente hacia la izquierda y, justo en el límite de mi vista, giró de nuevo sobre la pared rocosa.
»Lo tomé como un presagio y seguí por la pared hasta donde había desaparecido el águila. Efectivamente, había una estrecha chimenea a través de la roca, que de otro modo no se habría visto. Salté dentro, tropezando y resbalando con las piedras sueltas, pero subiendo. ¡Y unos minutos después había llegado a la cima del muro, y con él a la cima de la montaña!
El anciano hizo una pausa, y en la sala se podía ver un movimiento, mientras sus oyentes, rígidos al escuchar sus palabras, cambiaban de posición. Hizo una pausa y miró a su alrededor, como si se resistiera a creer que no estaba viviendo de nuevo los valientes días de su aventura. Luego empezó una vez más.
-Es poco probable que alguno, por muy experto que sea, siga mi camino; porque ahora tenemos las alas y seguimos al cuervo, elevándonos sobre esa peligrosa torre sin descanso. Pero si por valentía quisieran intentarlo, se los advierto: ¡No se aventuren! Porque estoy convencido de que sólo gracias al favor de los dioses altísimos y al presagio del águila real salí ileso.
»Cuando hube seguido al águila a través del paso y estuve efectivamente en la cresta más alta de la Montaña del Sur, la tormenta se disipó como por arte de magia, y muy por debajo de mí vi extenderse la Montaña, y más allá de la Montaña una sonriente valle, como Alvrosdale, pero más amplio y profundo. Por su corazón discurría nuestro propio río, Oster Dalalven, después de haber estallado espumando entre las rocas debajo de la montaña. Al lado estaba la cinta blanca de una carretera que se perdía en la distancia. A lo largo del camino podía ver las viviendas de los hombres, brillando a la luz del sol de la tarde, y bosques que llegaban casi hasta las casas y que a veces ocultaban el camino. Grité de alegría ante la perspectiva y comencé el descenso de la montaña, porque en ese momento supe que los relatos de un mundo de esplendor se basaban en la verdad.

Capítulo II: Más allá de la montaña
»Media hora después cacé una perdiz blanca en medio de la nieve y probé carne por primera vez en tres días. Esta fue la mayor suerte, porque el descenso fue peor que la subida al otro lado. Durante un día vacilé entre los montones de nieve, y finalmente llegué a un lugar que se abría a lo largo de media milla. No hubo descenso, así que tuve que retroceder e intentarlo de un lado a otro. Así pasé tres días, bajando y volviendo, subiendo y bajando, antes de tortuosamente llegar al fondo. El segundo día probé una vez más la bondad de los dioses, pues mi pie tocó una piedra que tocó otra y de repente provocó un desprendimiento de tierra que me despejó el camino por lo peor de los empinados.
»Por fin llegué a la base de la montaña, un lugar donde no faltan rocas amontonadas, pero tampoco descensos vertiginosos. Durante un tiempo me quedé boca abajo, postrado, y estreché la hermosa hierba con mis manos magulladas: ¡Hierba que sentían más suave que después del largo invierno! Luego me levanté y, con las fuerzas que me quedaban, me tambaleé hasta el borde de Oster Dalalven y hundí la cara en el agua. Después, junto al borde del arroyo, me quedé dormido, aunque el sol todavía estaba alto en el cielo.
»Desperté con el frío del amanecer, con el recuerdo de un sonido resonando en mi cabeza. Cuando me puse en pie, oí de nuevo el sonido que me había despertado (el aullido de un perro) y al momento fue respondido por múltiples voces, como cuando una jauría de nuestros perros de caza de Alvrosdale perseguía el rastro de un conejo.
"Seguramente", pensé, "debe haber hombres no muy lejos en este valle, ya que aquí hay perros de hombres".
Y trepé a un saliente de roca para ver mejor mi camino y los perros que habían ladrado. Llegué a la cima de la piedra; los perros aparecieron a la vista desde el camino a menos de cien pasos a mi izquierda, y avancé corriendo entre las piedras. Eran perros en verdad, pero como nunca los había visto, fuertes y de aspecto terrible, y no siguiendo el rastro de un conejo, sino el de un gran ciervo con cuernos. En un momento habían pasado, pero dos de los últimos miembros de la manada se detuvieron al llegar donde yo había pasado, olisqueando y gruñendo sobre el lugar donde dormí.
»"Si todos los Anglesk son tan grandes como sus perros, entonces la suya es realmente una raza poderosa", pensé. 
El camino en sí era curioso, todo cubierto de maleza. Las piedras removidas por la hierba y la maleza; la hierba seca de otros veranos yacía entre la fresca, como si llevara allí mucho tiempo. Sin embargo, no pensé demasiado en ello, porque el camino conducía bajo la Montaña del Sur, y todos los hombres sabían cómo esa colina se había levantado entre Alvrosdale y el mundo en una sola noche, rompiendo abruptamente el camino y todo lo demás.
»Tal vez una o dos millas más adelante vi casas agrupadas en una aldea entre la carretera y el río. En todo ello no había ninguna señal de vida. Ciertamente podía ser por lo temprano de la hora, mas noté otras señales de desolación y maldije en mi corazón. Ya que a medida que me acercaba me sorprendí más que nunca, porque en todo ese pueblo, que según las leyendas del valle tendría que ser un lugar grande y espléndido, no se oía voz, ni ladrido de perro, ni había señal de humo en las chimeneas. Me invadió el miedo y corrí hacia adelante, débil como estaba. Pero en la primera casa mi temor se confirmó. La puerta colgaba torcida, con marcas de óxido a un lado; el umbral estaba partido y excavado por las heladas del invierno, y las ventanas rotas daban a la ruina y la desolación.
»Me apresuré a ir a la casa siguiente y a la siguiente, y así sucesivamente por el pueblo. Algunas eran de piedra y otras de cristal puro, pero todas estaban vacías. Era una aldea de muertos, pero sin señales de muertos ni de vivos. Sólo al final del pueblo oí el balido de las ovejas y, al acercarme al lugar, me encontré con un rebaño. No ovejas gordas y bien cuidadas como las que albergamos en Alvrosdale, sino delgadas y larguiruchas, y con sus pelajes llenos de zarzas. Cuando me acerqué, se dirigieron hacia el bosque. Tensé mi arco contra ellas y maté una oveja, y tomando de su carne fui a una de las casas, pensando cocinar la carne en aquel pueblo arruinado. Pero en ninguna de las casas en las que entré había ni siquiera una chimenea; todas estaban llenas de máquinas, ahora convertidas en polvo y óxido, y otros aparatos cuyo uso no entendía; así que encendí mi fuego al aire libre, usando ramas muertas de los árboles.
»La comida me refrescó mucho y, guardando en mi bolsa tanta comida como pude llevar cómodamente, seguí el camino. Más abajo encontré otra Casa de Poder, tan parecida a ésta que las dos podrían haber sido construidas por la misma mano. Con un gran miedo dentro de mí, lo rodeé ampliamente, pero no fue necesario, porque como todo lo demás en este valle, estaba sin vida.
»Incluso ahora, en retrospectiva, me resulta triste pensar en llegar a ese lugar después de un viaje tan arduo. Porque en toda esa tierra de Anglesk no encontré ningún hombre vivo ni oí ninguna voz excepto la de los perros salvajes que aullaban ahora cerca, ahora lejos. Durante días viajé así. Pasé por muchos pueblos, todos bien construidos, fuertes y hermosos, la mayoría de ellos hechos de cristal brillante, testimonio de la gloria de Anglesk. Todos estaban llenos de Máquinas maravillosas... y todos estaban arruinados y oxidados, contaminados por bestias, surcados por la humedad de las lluvias y desgarrados por las tempestades. Por las noches solía dormir en los sótanos de estas casas. De día caminaba, matando ahora una oveja y ahora un cerdo, según mi necesidad y según los encontraba. Un día llegué a un lugar donde las casas se hacían más espesas y el bosque se había retirado hasta que el pueblo era el más grande jamás visto por el ojo del hombre. Algunas de estas casas eran como aquellas de las que había oído hablar en las leyendas: Poderosas torres cuyas cimas se elevaban hasta las nubes, construidas todas de piedra y bronce de modo que el diente del tiempo apenas las había tocado. Pero todas estaban muertas y desiertas como el resto, con sólo pájaros anidando detrás de las ventanas rotas y cerdos deambulando por las calles de aquel melancólico lugar.
»Vagué de un lado a otro por las calles durante casi un día, y cuando cayó el crepúsculo hice preparativos para encontrar un sótano donde pasar la noche. Pero mientras hacía esto vi entre la miríada de torres una sola que sostenía una luz en su ventana. Surgió en mí una enorme y feroz esperanza de que pudiera haber hombres vivos aquí, aunque mezclado con ello estaba el temor de que fuera sólo una trampa del Poder Demoníaco para atraerme a sus garras. Sin embargo, ¿con qué propósito había llegado tan lejos en una tierra tan melancólica, sino para aventurarme? Así que me dirigí hacia esta alta torre tan rápido como pude a través de todo el enredado laberinto de calles.


»La noche cayó antes de que yo llegara. La encontré de repente, doblando la esquina de otra torre en un cuadrado de terreno forestal que daba acceso a esa aldea. Un zorro se movió entre la maleza mientras cruzaba esta plaza y por un momento un búho oscuro se elevó entre la luna primaveral y yo. La torre se alzó ante mí; una montaña de piedra y cristal, como la Montaña del Sur en tamaño, pero toda oscura y silenciosa detrás de sus ventanas, salvo unas cuatro o cinco cerca de la base, y un piso entero en lo alto, de donde salía el luz que había visto.
»Me acerqué y vi un tramo de escaleras que conducían a una gran puerta de bronce. No cedió a mi empujón, ni hubo respuesta a mis golpes. Como ya era tarde, busqué un lugar donde pasar la noche para intentar nuevamente la aventura de la torre cuando llegara el día.
»Cuando el sol doró las torres de la gran aldea, me levanté para intentarlo de nuevo. Como antes, encontré las puertas de bronce cerradas contra mí; pero el edificio era de gran extensión y altura, y no desistí, pensando que podría haber alguna otra manera de entrar. No había mirado mucho cuando encontré otra puerta más pequeña, situada al nivel de la calle. Intenté allí. Cedió un poco a mi empujón y apoyé mi hombro contra ella. Mientras lo hacía, la puerta y la cerradura estallaron y me lancé.
»Me encontraba en un largo pasillo, débilmente iluminado por las ventanas altas y estrechas al lado de la puerta por la que había entrado. A cada lado había una larga hilera de puertas. Una vez decidido a seguir adelante con la aventura, intenté abrir la primera. No se abría, pero la forma de su movimiento cuando la empujé me mostró que era una puerta corrediza y, deslizándola hacia un lado, entré. Me encontré en una habitación no más grande que un armario en la casa de mi padre en Alvrosdale, sin ventanas como ese mismo armario, y muy oscuro. La puerta se había deslizado detrás de mí. La busqué a tientas, y debo haber tocado alguna máquina dentro de la pared de la habitación, porque inmediatamente se elevó un zumbido, y cuando volví a extender la mano, tocó una pared con un movimiento rápido. ¡Toda la habitación se movía!
»Amigos míos, no pueden comprender el terror de ese momento, porque sentí que estaba en las garras del Poder Demoníaco. Aunque el Poder es ahora un demonio viejo y débil, en aquellos días era fuerte y maligno.
El anciano hizo una pausa y de la mano de uno de los mayores tomó un fragante trago de hidromiel. Cuando hizo una pausa, un suspiro de interés y emoción recorrió la sala, porque toda esa gente había sido educada para temer al Poder y a las Máquinas como las cosas más mortíferas.
-En la vida real los hombres no se desmayan ni se vuelven locos de terror en tales situaciones -dijo el anciano, empezando de nuevo-. Buscan alguna forma de escapar. Pero mientras intentaba escapar de esa sala en movimiento, se escuchó un zumbido más fuerte y se detuvo tan repentinamente como se había movido. Un rayo de luz se filtró en lo alto y me mostró que se había detenido ante una puerta. La abrí de golpe; cualquier cosa era mejor que ese pequeño armario de mudanzas. 
Me encontraba en un largo salón con la luz del sol entrando a través de las paredes de vidrio y reflejándose con un resplandor deslumbrante en hilera tras hilera de grandes lingotes de plata.
»Tanta riqueza ni yo ni nadie en este hermoso valle ha visto jamás. Sin embargo, había algo curioso en esos lingotes cuando los miré por segunda vez, porque cada uno estaba colocado por sí solo sobre una mesa, y cada uno parecía más bien un enrollamiento apretado de muchos alambres que una pieza sólida de ese metal precioso. Enmudecido por el asombro ante la vista, me quedé de pie por un momento y luego me acerqué a uno de ellos, pensando que podrían ser un sueño creado para mi perdición por el Poder Demoníaco. Observé que la forma del envoltorio de plata tenía, desde cierta distancia, cierta semejanza con la de un hombre, de un lado del cual se recogieron muchos de los cables y se retorcieron a través de agujeros en una losa de piedra sobre la que yacía la forma.
»La semejanza con la forma de un hombre aumentó a medida que me acercaba, y cuando me detuve directamente sobre él, vi que en realidad era un hombre, pero muerto, y envuelto y enrollado por completo en alambres de plata que, al tirar cerca de su cuerpo, se dividieron en alambres cada vez más finos hasta que justo sobre la piel se extendieron como telas de araña plateadas, ocultando a medias sus rasgos. El muerto tenía un aspecto grave y reverente, como un sacerdote de los dioses. No le crecía pelo en la cabeza ni barba en la cara, porque incluso aquí los alambres de plata yacían sobre él.
»Todo esto lo comprendí de un vistazo, y en el mismo momento me asaltó el pensamiento de que cada uno de esos montones de plata era un hombre, muerto como el primero. Retrocedí horrorizado. Mientras lo hacía, mi mano tocó la maraña de alambres de plata de uno de los muertos, ¡y por toda mi mano y brazo corrió un hormigueo! En el mismo momento, el hombre muerto que tenía delante se movió ligeramente. Con el horror de aquel momento se me soltó la lengua. Grité y huí. Corrí dando vueltas y vueltas por la habitación, como una rata atrapada en una jaula. Finalmente llegué a una puerta y la abrí de golpe, no a otra habitación estrecha, sino a una escalera, y subí corriendo sin tener en cuenta la dirección.
»Comprenderán que, aunque el lugar es de mal agüero y, por lo tanto, está prohibido para nuestra gente acercarse, no es de ninguna manera mortal, pero yo no sabía esto. Pensé que estos muertos vivientes estaban bajo la sombra del Poder Demoníaco y que lo sucedido era una advertencia para no perturbar su sueño, no fuera a ser como ellos. 
Pero la escalera por la que huí daba a otra sala, llena, como la primera, de fila tras fila de aquellos cadáveres vivientes, bañados en plata. Como en el vestíbulo de abajo, las paredes eran todas de cristal, y los cables de plata enrollados, donde se unían los delgados alambres de este metal precioso, se retorcían desde los lados de las traviesas y se pasaban a través de agujeros en las losas.
»Sin embargo, apenas me di cuenta de todo esto, porque huí de nuevo, de un salón a otro, subiendo y bajando escaleras buscando sólo salir de ese maldito lugar. No sé cuánto tiempo estuve así de arriba a abajo. Sólo sé que al final, bajando a trompicones, llegué a una puerta que conducía a un largo pasillo. Bajé por él, aunque era estrecho, y a un lado una máquina colgaba sobre el borde del pasillo para agarrar al transeúnte en el instante en que el Poder Demoníaco lo quisiera.

Capítulo III: El hombre de la máscara de metal
»Al final el pasaje se dividía en dos. Sin saber qué camino me llevaría fuera del edificio, elegí el de la derecha, pero apenas había dado veinte pasos cuando ante mí vi el débil resplandor de una luz y oí un fuerte ruido metálico. "Seguramente", pensé, "esta es la morada misma del Poder Demoníaco". Y me volví con un nuevo miedo que añadir al anterior.
»Esta vez tomé la otra arteria. Mientras bajaba, volví a ver una luz delante, pero ¿para qué volvería atrás? Además, ya había recuperado un poco el control de mí mismo, y me decía: "Un hombre que está destinado a morir seguramente morirá, mientras que un hombre destinado a vivir atravesará peligros". 
Seguí adelante. ¡Y he aquí! El rayo de luz provenía de una habitación, y cerca de la puerta de la habitación estaba sentado un hombre, un verdadero hombre vivo, en una silla con una tabla delante, sobre la cual movía pequeñas figuras talladas. Al entrar, volvió hacia mí un rostro que no era un rostro, sino una máscara de metal, y me dijo algunas palabras en una lengua que no entendí. Vencido por el cansancio, caí a sus pies...
De nuevo el anciano hizo una pausa y bebió un trago de hidromiel, luego se sentó por un breve momento, mientras en el Salón se levantaba un zumbido de voces que se acallaron cuando se levantó una vez más.
-Cuando desperté estaba tirado en el suelo de la habitación donde encontré al hombre de la cara de metal, y parecía que me miraba con bondad. En su mano sostenía vasijas, que me tendió, haciéndome señas de que comiera y bebiera, y aunque la comida era extraña, comí y me refresqué. Hablé con él rápidamente, preguntándole qué era esta ciudad de los muertos vivientes, dónde estaba la gente de tan gloriosa ciudad y qué había sido de los Anglesk, pero él se limitó a menear la cabeza y volver a sentarse en su mesa, que estaba marcada en cuadrados de blanco y negro alternos. Luego, tomando una de las figuras talladas del tablero, la levantó hacia mí y dijo: "Torre". La examiné (parecía una torre de piedra), pero no me transmitía ningún significado, así que la devolví con una sonrisa por su cortesía. Entonces el hombre de la cara de metal suspiró profundamente y me indicó que me sentara a su lado, mientras seguía moviendo las figuras talladas de aquí para allá, tomando notas en un trozo de papel que sostenía en la mano.
»Miré a mi alrededor. La habitación era más larga que ancha, y a lo largo de una de sus paredes había un gran tablero del que sobresalían bucles de alambre que entraban en pequeños agujeros. En ese momento una luz roja brilló en el tablero y el hombre de la cara de metal se levantó, y con pasos lentos y vacilantes, como si fuera un anciano, se acercó al tablero y transfirió uno de los bucles de un agujero a otro; luego regresó a su mesa.


»Durante mucho tiempo esperé, observando al hombre de la cara de metal. Él no dijo nada más, ni yo tampoco. Pero al cabo de un rato se levantó y, haciéndome un gesto para que lo siguiera, me condujo hasta el otro extremo de la habitación. Allí me mostró una cama. Era estrecha y baja, y no estaba cubierta con mantas sino con una única red de un tejido maravillosamente fino y más suave al tacto que cualquier cosa que hubiera tocado jamás. La habitación se llenaba de una agradable fragancia como la del bosque en primavera, aunque no había ventanas y estábamos lejos de los árboles.
»Me hizo señas para que me acostara en la cama, y cuando lo hube hecho sacó de algún rincón una máquina como un gorro, ajustada a la cabeza, con partes especiales para cubrir las orejas, y la colocó sobre mi cabeza. Retrocedí asustado, porque pensé que era un nuevo dispositivo para atraparme más profundamente en los señuelos del Poder Demoníaco. Pero el hombre de la cara de metal habló amablemente y se puso la gorra en la cabeza para demostrar que no pretendía hacer daño.
»Dicho esto, me tumbé en la cama y me dormí, y no supe más, aunque mi dormir estuvo plagado de sueños en los que los muertos vivientes se levantaban y me hablaban en la lengua de los Anglesk, y me contaban cosas espantosas. A ustedes, amigos míos, les parecerá extraño que los hombres hablen en otra lengua que la nuestra. Sin embargo, así era en los días de los Anglesk, que diferentes hombres en diferentes valles tenían diferentes palabras para la misma cosa y no podían entenderse entre sí más de lo que nosotros podemos entender el balbuceo de un niño o el ladrido de un zorro.
»Por la mañana me desperté fresco y descansado después de dormir. El hombre de la cara de metal estaba inclinado sobre mí, y cuando me senté con la primera sorpresa de encontrarme en este lugar tan desconocido, se inclinó y quitó la máquina que había estado usando durante la noche.
-¿Juegas ajedrez? -preguntó, no con nuestras propias palabras, sino en la lengua de los anglos de antaño; y, maravilla de todas las maravillas, lo entendí.
-¡¿Qué?! -grité asombrado-. ¿Cómo es que ahora entiendo lo que dices, aunque sea de una manera diferente a nuestra propia forma de hablar?
-Oh, ese es el casco de radio -respondió, tratando el asunto como si no tuviera importancia-. Pero dime, ¿juegas al ajedrez?
»Su discurso era espeso y lento, como si pasara por labios incapaces de formar correctamente las palabras.
-¿Ajedrez? -repetí-. No conozco el nombre. ¿Es un juego de Anglesk?
»El hombre de la cara de metal suspiró profundamente y medio para sí mismo dijo: 
-Y durante veinte años he estado llevando mi táctica de Sayers a la perfección absoluta: Mi legado al mundo. 
»De esto no entendí nada, pero dijo en voz alta: 
-Sí, soy uno de los Anglesk, como los llamas, aunque nuestro nombre es Ingleses. Soy el último.
»Y de nuevo el hombre de la cara de metal suspiró.
»Las preguntas acudieron a mis labios:
-Entonces, ¿qué significa todo esto? ¿Quién construyó este glorioso pueblo y estas torres brillantes con puentes en forma de araña que unen una a otra, y dónde están los que deberían vivir en ellas? ¿Y quiénes son los muertos vivientes que duermen arriba?
-Ellos son los ingleses -dijo el hombre de la cara metálica-, todo lo que queda de ellos. Ahora comamos y te lo explicaré; pero primero dime cómo llegaste aquí, ignorante de las Máquinas y la civilización, y aun así con la piel blanca.
»Me gustó su personalidad participé de sus curiosas comidas. Luego se sentó en la sala del tablero y la mesa, donde una y otra vez la luz roja destellaba y el hombre de la cara de metal dejaba de hablar y cambiaba un lazo de alambre plateado de un agujero a otro. Le hablé de Alvrosdale y de nuestra vida allí; cómo cazamos, labramos la tierra y cuidamos nuestros rebaños; y de la Montaña del Sur y cómo la había escalado con la ayuda de los dioses más altos. Era una historia de la que no se cansaba. Me atiborró de comida y bebida y aprendió lo que yo sabía. Luego me contó su historia, que te contaré.
Al oír estas palabras, el anciano se detuvo de nuevo y volvió a beber del cuerno de hidromiel. Y cuando comenzó la historia del hombre de la cara de metal, la sala quedó en silencio para escucharlo.
»Entérate, hombre de Alvrosdale (me dijo el hombre de la cara de metal) que tengo una edad comparada con la cual tú no eres más que un bebé de pecho, porque cuento más de cien veranos, y también el más pequeño de los que duermen arriba. He visto, oído y leído mucho, y de una cosa estoy seguro: Tú eres parte de una raza que durante miles de veranos ha estado aislada del progreso de la civilización. No tienes nada que hacer en este mundo moribundo, y cuando hayas oído cómo nos va, será mejor que regreses a tu montaña y te quedes allí, o tal vez reúnas compañeros y desde tu valle vengas a poblar un mundo nuevo.
»Has de saber que hace muchos siglos, alrededor del año 1950 d. C., el mundo albergaba a incontables cientos de millones de personas. Había hombres de piel negra y hombres de piel amarilla e incluso de piel roja; pero en su mayoría eran bárbaros y, por lo tanto, me sorprendió tu propia llegada, porque pensaba que todos los hombres de piel blanca habían muerto hacía mucho tiempo. Los hombres de piel blanca eran, en verdad, los más grandes; se habían extendido y conquistado todo el resto del mundo, de modo que los hombres negros, amarillos y rojos trabajaban para ellos. Ahora bien, de todos los hombres blancos, los más grandes eran los ingleses; se movían más rápido y más fuerte a través de la faz de la tierra; fundaron colonias, y las colonias mismas crecieron hasta hacerse más grandes que otras naciones.
»En épocas más antiguas los hombres se peleaban, este grupo y aquel, y libraban guerras destructivas en las que miles de personas eran asesinadas mediante el uso de armas de fuego que arrojaban grandes trozos de acero que rasgaban y destrozaban todo lo que se interponía en su camino. Pero entre los ingleses y en las colonias de los ingleses había muchos grandes científicos. Estos científicos diseñaron máquinas llamadas Radio, ideadas con tanta astucia que un hombre no tenía más que hablar en ellas para ser escuchado a lo lejos por muchos hombres en otras tierras. Ahora bien, en los días de los que hablo, los ingleses hablaron por su radio y su lengua se extendió por todo el mundo. Entonces cesaron las disputas entre las naciones, porque no hay disputa que no pueda resolverse con palabras simples cuando los hombres pueden hablar estas palabras comprensivamente unos a otros.
»Eso fue mucho después de que la Montaña del Sur se hubiera levantado para cerrar tu valle. Es posible que la gente de tu valle haya oído hablar de las maravillas de nuestra civilización, aunque no es probable. Teníamos máquinas que volaban por el aire y transportaban a muchos pasajeros a través de los océanos; máquinas que cultivaban alimentos para nosotros, cuidándolos con celo y ahuyentando a los insectos; máquinas que transformaban estos alimentos sin intervención de las manos. Construimos grandes ciudades, de las cuales ésta es una de las menores; ciudades de majestuosos edificios, todos de cristal, en las que los hombres vivían vidas tranquilas y placenteras. ¡Placer! Ésa fue la causa de toda la tragedia de nuestro mundo. No sabíamos que la mera búsqueda del placer, que había sido nuestra guía, sería nuestra ruina.
»¿Puedes imaginarte, bárbaro de Alvrosdale, lo que es estar libre de la necesidad de ganarse el pan? No puedes, porque perteneces a otra época y a otra raza. Pero los ingleses de todo el mundo y los hombres de otras razas que se habían hecho ingleses ya no tenían nada que hacer. Las fuentes de poder eran tan inagotables y la cantidad de trabajo necesaria para ponerlas a disposición tan escasa, que media hora de trabajo al día bastaba para ganarse la vida a un hombre. Y las máquinas continuaron volviéndose cada vez más complejas e ingeniosas.
»La aventura, que es el pasatiempo de muchos hombres, desapareció cuando la guerra quedó obsoleta. Para algunas personas, el arte llenaba las horas libres. Pero a medida que los científicos adquirieron más conocimientos, las máquinas que construyeron ejecutaron las artes mejor que los propios artistas. La música fue la primera de las artes en desaparecer. Primero fueron las máquinas que grababan las interpretaciones de grandes músicos y las reproducían para todos los oyentes en cualquier momento. Luego vinieron las máquinas que ofrecieron estas reproducciones a grandes audiencias, y otras que mostraron al público imágenes tan realistas de los músicos parecían estar presentes en persona. Y finalmente se inventaron máquinas que eliminaban por completo al músico, tocando los tonos y matices correctos con precisión científica.
»La máquina de películas, que puso fin a la música, fue el principio del fin del arte del teatro. ¿No sabes lo que es un teatro? Es, o era, un lugar donde la gente representaba historias. Con la desaparición de los teatros, también hubo cada vez menos artistas y, finalmente, sólo nos quedaron simples marionetas. La escultura, que era una especie de talla, fue el siguiente arte en desaparecer. Los científicos construyeron máquinas que palpaban suavemente a las personas vivas y tallaban sus imágenes en piedra o madera duradera.


Capítulo IV: La aventura ha muerto
»Pero por qué contarte más? Has oído lo suficiente para comprender que el arte, último refugio de los hombres de ocio, fue destruido por las mismas máquinas que daban al hombre el tiempo libre para disfrutar del arte... Así sucedió con todo. Murieron aventuras de todo tipo. Las últimas profundidades de la tierra fueron sondeadas, las últimas montañas fueron escaladas o sobrevoladas por el poder de las máquinas. Los hombres incluso construyeron máquinas para viajar a los demás planetas que giran alrededor del sol; fueron hacia ellos y los encontraron inhóspitamente calientes, fríos o sin aire.
»E incluso aquí las máquinas acabaron con todas aquellas ocupaciones que ofrecen aventuras; porque la aventura es siempre el resultado de algún acto ilegal, y los científicos habían eliminado la ilegalidad eliminando a los criminales poco después de la llegada de la paz universal. Las máquinas examinaban psicológicamente a cada niño y le proporcionaban los remedios adecuados para convertirlo en un buen ciudadano.
»Debes imaginarte, mi bárbaro amigo, un mundo en el que las máquinas hubieran privado a los hombres no sólo de trabajo, sino también de diversión, aventura, excitación; en resumen, de todo lo que hace que la vida valga la pena. ¡Oh, fueron días de terrible aburrimiento! ¿Qué quedó? Sólo la búsqueda frenética de placeres artificiales. Y los hombres perseguían el placer hasta un punto que incluso a mí me parece fantástico. Los hombres se volvieron conocedores de los aromas, de la ropa. Yo, incluso yo, he gastado los ingresos de un mes en un nuevo perfume y mil dólares en una sola pieza de tela de diseño original. Pero incluso aquí las máquinas nos siguieron, haciendo las cosas mejor que nosotros. No teníamos nada más que ocio, un ocio interminable y sin sentido.
»Entonces surgió la institución del Seguro de Aventura. Todo comenzó con un japonés llamado Hatsu Yotosaki, que fue contratado para proporcionar nuevas diversiones ("emociones", las llamaban) a un grupo de australianos ricos que habían emprendido un largo viaje aéreo sobre la Antártida. Este japonés concibió la idea de hacer saber a cada miembro del partido, indirectamente, que otro miembro del partido era un criminal lunático que estaba planeando asesinarlo. Mucho antes de que terminara su crucero de seis meses, todos se miraban unos a otros con sospecha y miedo, merodeando por los pasillos del dirigible por la noche y haciendo todas las cosas que hacen los hombres bajo la influencia del miedo. Tres de ellos incluso fueron asesinados por error.
»Cuando regresaron a Melbourne, Yotosaki les contó a los supervivientes la historia de cómo había creado su miedo y susto. En lugar de encarcelarlo por asesinato, lo aclamaron como un libertador, el fundador de una nueva idea. La idea fue adoptada con entusiasmo y en todas partes los hombres fueron contratados por otros para involucrarlos en aventuras salvajes e imposibles, a menudo sangrientas.
»Pero incluso aquí los científicos intentaron intervenir con sus máquinas. ¿Por qué, argumentaban, tomarse todas estas molestias y gastos para procurarse aventuras, cuando se podían obtener de segunda mano asistiendo a los teatros mecanizados? La respuesta del público fue que las aventuras de segunda mano del teatro eran insípidas; al carecer del elemento de contacto personal, no daban al espectador nada de la emoción que es parte de una aventura real. Esto llevó a la formación de grandes compañías para proporcionar aventuras a la gente.
»Ahora los gobiernos del mundo se preocuparon, porque con la llegada de la libertad universal del trabajo, el placer y su búsqueda se habían convertido en la principal preocupación del gobierno. En consecuencia, pusieron a los científicos a trabajar para encontrar un antídoto a las compañías de aventuras, que habían logrado eludir el control gubernamental. ¡El resultado es lo que ves! Este edificio y esta gente a la que llamas muertos vivientes.
»No vino de repente, jovencito. Sólo ves el producto terminado. Al principio, los científicos sólo buscaban perfeccionar sus teatros mecanizados. Ya en edades tempranas habían perfeccionado el sonido y el movimiento; a esto ahora se le sumó un dispositivo que sumaba el sentido del olfato; si la historia representada transcurría en un bosque, el olor de las ramas de los pinos invadía al público, y si estaba en el mar, se sentía el olor de la niebla salada.
»Sin embargo la gente se cansó de estos espectáculos; vinieron y se divirtieron una vez, pero nunca más volvieron. Los científicos entonces produjeron sensaciones de calor y frío: La gente iba a las películas de invierno envueltas en pieles como si fuera a un viaje a las regiones árticas; vastos vientos artificiales azotaron los teatros al son de las ramas oscilantes de las imágenes; nubes de humo y lenguas de verdaderas llamas se extendieron sobre el público; y finalmente se introdujeron dispositivos que daban a los espectadores suaves descargas eléctricas en momentos emocionales de las actuaciones.
»Y ahora vino el gran descubrimiento. Sucedió que a un hombre le habían cortado la mano en un accidente. Anteriormente era costumbre proporcionar a estos desafortunados miembros artificiales de maravilloso ingenio y destreza. Ahora el cirujano de ese hombre, cuyo nombre era Brightman, sugirió una mano de metal que debería estar controlada por alambres de plata, y que los extremos de los alambres de plata deberían estirarse extremadamente finos y unirse a los nervios que controlan los movimientos de los dedos. Los nervios del cuerpo son en sí mismos como alambres; llevan los mensajes del cerebro a los músculos y de los músculos de vuelta al cerebro. Lo que Brightman proponía era que el cerebro debía enviar su mensaje a los nervios metálicos artificiales, haciendo así que la mano de metal se moviera como lo haría una mano viva. Su teoría era que todos los impulsos nerviosos se transmiten por medios eléctricos y, si esto fuera cierto, el proceso funcionaría.
»La teoría no era nueva, ni la idea; pero anteriormente faltaba algún medio para conectar los cables metálicos a los nervios. Esta vez se hizo mediante el proceso descubierto para construir protoplasma humano; se realizó la conexión entre el alambre de plata y el nervio; lo colocaron en un baño eléctrico y lo bombardearon atómicamente; ¡y he aquí! ¡El extremo conector del alambre de plata se convirtió en un alambre nervioso del mismo material que el resto del nervio!
»Así, el plan funcionó; al principio no bien ni rápidamente, pero funcionó. Y a medida que se intentó en casos sucesivos, funcionó cada vez mejor hasta que se pudo producir una mano artificial perfecta que era tan buena como una nueva.
»El siguiente paso llegó cuando el plan se aplicó a un hombre que había perdido irremediablemente la vista. Detrás de cada ojo se encuentra uno de estos nervios, que lleva el mensaje de lo que ves al cerebro. Para este hombre hicieron un nuevo par de ojos, equipados con máquinas llamadas células fotosensibles, como las que llevo en mi propia cara, en las que hay un metal maravilloso llamado potasio, que, cuando la luz incide sobre él, cambia su resistencia a una corriente eléctrica. Por cada punto de luz había un cambio en la corriente eléctrica que corría a través de la máquina, y el cambio era comunicado a uno de una red de cables, que a su vez lo comunicaba al nervio del ojo. Entonces el hombre, aunque sin ojos, podía ver.
»Con el tiempo, este creció hasta convertirse en el tratamiento común para quienes habían perdido los ojos, del mismo modo que manos y pies mecánicos reemplazaron esos miembros. Y a uno de nuestros científicos (el profesor Bruce) se le ocurrió una nueva idea: Si un hombre pudiera por estos medios ver lo que realmente pasó, ¿por qué no debería ver también cosas que nunca han ocurrido? ¿Entiendes?
»Después de una larga experimentación, Bruce descubrió que si se retiraba la célula fotosensible de un ciego y se unían los cables plateados que conducían a su nervio óptico a otros cables, se podían enviar corrientes eléctricas a través de estos otros cables que lo harían ver cosas que en realidad no estaban allí en absoluto.
»Todo esto fue antes de que surgieran las asociaciones de aventuras. En el momento en que estas asociaciones surgieron, los científicos habían alcanzado un estado de perfección tan alto con el dispositivo de proporcionar a las personas ciegas vistas que en realidad no veían, que el resultado fue que a los ciegos se les podía hacer ver casi cualquier cosa, incluso toda una serie de acontecimientos inexistentes.


Capítulo V: Un experimento drástico
»Ésta era la situación cuando el crecimiento de las asociaciones de aventuras comenzó a amenazar las bases del gobierno organizado. Porque las asociaciones de aventuras promovían el desorden entre aquellos elementos del pueblo que más deberían desear seguridad. El director de una gran empresa de alimentación, por ejemplo, se vio envuelto en una aventura. En el acto fue atacado por varios hombres que lo golpearon con garrotes. Uno de ellos golpeó demasiado fuerte. El director de la empresa alimentaria fue asesinado y su empresa sufrió las consecuencias.
»En un mal momento, un científico sugirió al gobierno de Nueva Zelanda que se ofrecieran a la gente obras de teatro que pudieran presenciar a través de sus nervios ópticos y así experimentarlas como reales. Esto sería un sustituto de las aventuras de las asociaciones. El gobierno aceptó la sugerencia. Sería necesario quitar los ojos de los sujetos y proporcionarles células fotosensibles. Un hombre que confía toda su vida a una asociación de aventuras estaría ciertamente dispuesto a someterse al ligero inconveniente de ver a través de una máscara por el resto de su vida.
»Al principio no hubo gran prisa de parte de la gente por aceptar la operación. Algunos lo hicieron y dieron relatos entusiastas de los resultados; pero someterse a una operación cuyos resultados serían permanentes por unas pocas horas o incluso días de placer visual no atraía a la mayoría, aunque inmediatamente resultó evidente que si los impulsos eléctricos podían organizarse de manera que el sujeto pudiera ver cosas que no existían, otros podían organizarse de manera similar para alcanzar los sentidos del olfato, el gusto o lo que quieras. Al igual que la operación original en los ojos, el proceso de desarrollo fue lento; pasaron más de cien años desde el momento en que el gobierno de Nueva Zelanda ofreció por primera vez a sus ciudadanos operaciones en los ojos hasta la fecha en que se produjeron en toda su complejidad las Máquinas de Aventura completas como las que has visto. Primero había que encontrar el tipo de impulso eléctrico para producir la sensación deseada en cada nervio, luego aplicarlo y finalmente tejerlo en un registro complejo que se colocado en una máquina con otros discos para proporcionar al Aventurero de la Máquina una serie completa de sensaciones.
»El proceso final fue que el sujeto fuera operado por cirujanos expertos. Cada nervio del cuerpo quedó al descubierto, uno tras otro; ojos, oídos, nervios del sentimiento y del gusto, nervios del movimiento. A cada uno se le ató el diminuto alambre de plata, y a cada uno se le dio el tratamiento atómico, luego se condujeron hacia abajo con los demás para formar un cable. Durante la primera parte de la operación, el sujeto fue anestesiado, pero al final, hasta que se conectó su historial, no experimentó sensación alguna; simplemente existía en un estado inerte, desprovisto de animación o sentimiento.
»A medida que un conjunto de nervios tras otro revelaba sus secretos a los científicos, las Máquinas de Aventura del gobierno comenzaron a hacerse populares. Tenían enormes ventajas sobre las asociaciones de aventuras. Las asociaciones ofrecían aventuras personales que a menudo eran mortales; las Máquinas del Gobierno eran absolutamente seguras. Las asociaciones de aventuras eran costosas; el dispositivo del Gobierno no costaba nada, porque cuando el sujeto se sometía a la operación los tribunales lo consideraban legalmente muerto y su propiedad pasaba al Gobierno. Las asociaciones de aventuras sólo podían ofrecer aventuras físicas violentas; el Gobierno podía dar al aventurero todo lo que deseaba y permitirle sacar el máximo provecho de la vida del modo que deseara, ya que se preparaban registros de todo tipo, adaptados a la psicología del individuo.
»Así, si el operador deseaba que el aventurero sintiera que estaba cazando, se colocaba el registro de una aventura de caza en la máquina y se conectaba a ella el cable que iba desde los nervios del aventurero. Los nervios del pie del aventurero le asegurarían que pisaba el molde del bosque; los nervios de sus ojos le traerían una visión de la imagen oscura de los troncos y un animal salvaje saltando a través de ellos; los nervios de sus manos y brazos le dirían que estaba haciendo los movimientos correctos para apuntar y derribar al animal; y a través de los nervios de sus oídos, el aventurero escucharía el grito agonizante de la bestia que había matado
»Estos registros son de una inmensa complejidad; todos los pisos inferiores de este edificio están llenos de ellos. No habría sido conveniente hacerlos demasiado simples, porque en ese caso el Aventurero de Máquinas habría hecho mejor si se hubiera unido a una de las asociaciones. Tal como estaban las cosas, el Aventurero de Máquinas eligió su tipo general de aventura; sus gráficos psicológicos, realizados cuando era joven, mostraban el tipo de mente que poseía y cuáles serían sus reacciones en determinados casos. Con los mapas y su elección ante ellos, los operadores del Gobierno le trazarían un curso de aventuras y, después de la operación, pasaría por ellas sucesivamente. Había una gran cantidad de aventuras para elegir. ¿Quería saber, por ejemplo, cómo eran los planetas distantes? En ese caso se le plantearía una aventura en la que sería el jefe de una expedición. Bajo el hechizo de la máquina reunió hombres y materiales; con sus propias manos trabajó en una nave espacial; vio amigos y compañeros a su alrededor, y todos sus sentidos se tambalearon ante la conmoción cuando su nave se alejó de la tierra. Incluso sintió que comía y bebía durante el viaje, pues los nervios del gusto y de la digestión estaban conectados al igual que los demás. Por fin vio el nuevo planeta que iba a visitar nadando en los cielos, cada vez más grande a medida que su nave se acercaba.
»¿Ves las ventajas? Los hombres podrían lograr cualquier cosa por este medio; podrían tener la experiencia de lograr no sólo todo lo posible en la vida real, sino muchas cosas que la vida real nunca ofrece ni siquiera a los más afortunados. Podrían, si fueran del tipo adecuado, regresar al período de existencia del hombre de las cavernas y saltarían sobre el musgo en busca del rinoceronte peludo, o flotarían como espíritus incorpóreos por los interminables pasillos de un Nirvana artificial.
»De hecho, sólo había una cosa que el Aventurero de Máquinas no podía hacer: Regresar al mundo. Porque las operaciones, una vez realizadas, eran prácticamente irreversibles. Implicaban, como ya he dicho, dejar al descubierto cada nervio del cuerpo y mediante bombardeos atómicos convertirlo en parte integral del alambre de plata que le llevaba los falsos mensajes de las sensaciones. Revertir la operación naturalmente dejaría al aventurero que regresa sordo, mudo, ciego e indefenso, una simple gelatina viviente. Pero nadie deseaba regresar. Las Casas de Aventuras, como ésta, contenían una gran cantidad de registros; los propios aventureros eran prácticamente inmortales y simplemente pasaban el resto de sus días en una serie de experiencias placenteras y emocionantes que siempre terminaban felices. Algunas de las aventuras más complejas, como aquellas en las que los sujetos se encontraban en el papel de conquistadores del mundo, duraban varios años, y tan pronto como una terminaba, los operadores en las oficinas de las Casas cambiaban el tema a una nueva aventura.
»La gente abandonó rápidamente el mundo exterior, en el que todo se estaba muriendo. Las asociaciones de aventuras murieron tan rápidamente como habían nacido. Al fin y al cabo, la mayoría de los hombres y casi todas las mujeres pronto se cansaron de las crudas emociones que estas asociaciones de aventuras proporcionaban. Al poco tiempo, grupos enteros de personas emprendieron aventuras con máquinas, y la población mundial, que había ido aumentando desde que los simios descendieron de los árboles, empezó a disminuir.
»En este punto, los mismos científicos que habían desarrollado las máquinas comenzaron a alarmarse por la gran avalancha de personas que las utilizaban. Aconsejaron la destrucción de las máquinas y la sustitución de algún otro método para proporcionar emociones y aventuras. Pero los gobiernos del mundo, exitosos, pacíficos y seguros como ningún gobierno lo había estado antes, dieron la espalda a los científicos y construyeron más y mayores Casas de Aventura. Los científicos intentaron atraer a la gente por encima de los gobiernos. La gente se rió de ellos. y los gobiernos no prestaron atención hasta que un grupo de científicos orientales, más devotos o menos prudentes que el resto, destruyeron la gran Casa de las Aventuras en China concentrando rayos destructivos sobre ella. Esto impulsó a los gobiernos a actuar; acorralaron a todos los científicos en desacuerdo y en lugar de ejecutarlos, los operaron por la fuerza y los colocaron en Casas de Aventura.
»La batalla fue perdida para los científicos desde el principio. Uno tras otro envejecieron y abandonaron la lucha desesperada, prefiriendo entrar en la Casa de la Aventura y tener un sofá de tranquilidad y experiencias placenteras.
»Creo que no puedes imaginar la decadencia universal de todo tipo de vida excepto la proporcionada por las Máquinas de Aventuras. Se produjeron Máquinas de Aventuras incluso para los niños pequeños... Después de un tiempo se hizo difícil encontrar operadores para las Máquinas de Aventuras. Las ciudades y los pueblos quedaron prácticamente despoblados. Incluso los bárbaros sucumbieron, porque tenían sus Máquinas de Aventura como los hombres blancos tenían las suyas. En las Máquinas, aunque nunca fuera tan aficionado a los placeres de la vida, todo hombre encontraba cada placer realzado para el enésimo grado. El glotón, el borracho, el hombre loco por las mujeres encontraron aquí su paraíso especial. Todo lo demás se volvió inútil.


-Con estas palabras -continuó Hal Halstrom, mirando hacia el pasillo-, la voz del hombre de la cara de metal se apagó y se sentó a balbucear en su silla como si estuviera loco. Así que incluso lo dejé balbucear mientras yo me sentaba en silencio. Y después de un tiempo se levantó y nos preparó carne y comimos.

»Pero todavía me preocupaban algunas dudas y preguntas sobre cómo podrían ser tales cosas; y le pregunté: 
-¿Cómo es que escapaste para contar esta historia?
-No escapé -dijo, tocando la máscara de metal que cubría todo su rostro-. ¿Ves esto? Es la insignia de mi propia servidumbre a las Máquinas. Yo, no menos que el resto, sufrí la operación. Y ¡oh, qué delicia! Porque nací a la orilla del mar, y en mi aventura nadé para siempre entre las verdes profundidades y vi extraños monstruos. De buena gana me hubieran dejado allí. Pero llegó un día en que murió el último de los operadores de esta Casa de Aventuras, y los tres cirujanos, que eran los únicos que quedaban, me sacaron de la Máquina y me trajeron de regreso a este mundo cruel, porque yo era en aquellos días ingeniero y necesitaban que yo operara la Máquina. Para mis ojos me dieron estas Máquinas, para mis oídos otras Máquinas, y las puntas de mis manos y de mis pies, ¡todo, todo, soy una Máquina! La marca de la Máquina está en mí.
»Él gritó estas últimas palabras tan salvajemente que temí que volviera a caer en su insensato balbuceo. Así que lo irrumpí.
-Pero estos Aventureros -pregunté-, ¿cómo comen?
»Su boca se curvó con desprecio por mi ignorancia. 
-En verdad -dijo- eres un bárbaro de las primeras edades que no conoce el método diatérmico D'Arsonval. Escucha: Entre los cables plateados de la pierna de cada Aventurero está sujeto el extremo de un circuito eléctrico, y en los momentos en que es necesario comer, se les suministran alimentos eléctricos de corrientes de baja y alta frecuencia. Te lo digo porque me lo preguntas, no porque lo entiendas.
-Ah -dije, porque la verdad no entendía-. ¿Y cuál es tu trabajo aquí?
-Cambio las aventuras y procuro que la maquinaria no se estropee.
-Pero hay miles de muertos vivientes arriba. ¿Cambias todas las aventuras a medida que las atraviesan?
»El hombre de la cara de metal vaciló y tartamudeó como si estuviera avergonzado: 
-Se supone que debo hacerlo -dijo finalmente-, pero ahora estoy completamente solo. Es demasiado. Estos pocos -agitó su mano hacia el tablero en el pared- fueron amigos míos una vez, y sus aventuras las cambio.
-¿Pero qué hace que las Máquinas funcionen? -pregunté, viéndolo abatido y deseando sacarlo de sus pensamientos.
-Poder -dijo. Y enseguida me estremecí, porque sabía con certeza que estaba en la guarida misma de ese Demonio.
-¿Pero de dónde viene el poder y quién es? -pregunté, tan audazmente como pude.
»Por respuesta me tomó de la mano y me condujo fuera de la habitación por un vertiginoso tramo de escaleras de hierro, bajando hasta las mismas entrañas de la tierra. Finalmente se detuvo y señaló. Vi un largo eje con un brillo rojizo a lo lejos en la base, y mientras me inclinaba sobre la barandilla de hierro, un guijarro que de alguna manera se había quedado atrapado en mi bolsillo tintineó contra la barandilla y cayó hacia abajo. Nunca lo escuché golpear.
-¡Ahí está la fuente del Poder! -gritó el hombre de la cara de metal-. El calor central de la Tierra... porque este mundo es ardiente en su núcleo, y nuestros científicos aprendieron hace mucho tiempo cómo aprovecharlo. No dudo de que el primer golpe fue una de las razones por las que la montaña se levantó contra tu valle.
»Con eso entramos en conversación sobre esto y aquello, y estuve con él muchos días.
»Al final quise regresar a mi lugar, pero no sabía cómo volver a superar la Montaña del Sur, así que le rogué al hombre de la cara de metal que me ayudara a salir de la sabiduría de los Anglesk.
»Lo pensó por un tiempo y dijo que me ayudaría, pero cuando me mostró cómo escapar de la montaña por medio del Poder, me negué. Así que ideó otro plan y se ofreció a mostrarme cómo construir estas alas que usamos ahora, con la condición de que yo hiciera una cosa determinada por él, es decir, llevarlo conmigo para que pudiera volver a mirar los rostros de los hombres y mujeres vivos, y oírlos hablar. Acepté esto y entonces dejamos a los muertos vivientes para que repitieran eternamente sus aventuras vacías.
»El hombre de la cara de metal quedó impresionado por el brillo del día cuando estuvo afuera, y no poco abrumado por la aparición de aquellas poderosas torres. Sin embargo, la idea de conocer gente viva lo sostuvo y me mostró el truco de estas alas, llamándolas doradas y entrenándome en su uso hasta que pude volar con ellas, rápido y lejos, planeando sobre las corrientes del viento como un pájaro. Entonces partimos hacia la Montaña del Sur y hacia Alvrosdale.
»Pero antes de llegar al lugar, el hombre de la cara de metal enfermó y murió; porque se nos había acabado la comida que traía consigo desde la torre, y la carne de oveja y de cerdo era para él un alimento demasiado duro. Así pereció el último de los Anglesk, y al morir me dio esta máquina con una voz, a la que llamó "reloj de alarma", para ser un recuerdo perpetuo del terror de las máquinas y la locura de los Anglesk.
»Al hombre con la cara de metal lo enterré junto a un montón de piedras, luego me abroché las alas a la espalda y me alejé volando.
»Pero cuando regresé a Alvrosdale llevando sobre mi espalda las alas que eran la prueba de mi relato, hubo gran prisa y bullicio, y muchos habrían tomado la calzada de las águilas hacia afuera como yo la había tomado hacia adentro, porque en aquellos días  el valle estaba tan lleno de gente que muchos no podían tener buena suerte. Sin embargo, la tierra quedaría en barbecho si todos se fueran, o incluso una gran parte, y algunos tendrían que quedarse para cuidar a los que regresaban destrozados de espíritu o de cuerpo. Por eso se instituyeron esta ceremonia y los exámenes por los que han pasado. Cada año, el valle elige a los mejores y más audaces, y a ellos se les cuenta la historia que han oído antes de emprender el largo viaje. Ahora los dejo... y buena suerte en su vuelo; pero tengan en cuenta que las aldeas y las máquinas de los Anglesk están malditas y pertenecen a los muertos vivientes hasta que sus torres se derrumben. Adiós.
Con estas palabras, el anciano se sentó como si estuviera exhausto por las largas palabras y por el recuerdo de las pruebas y terrores del pasado.
El amanecer brillaba pálido a lo largo de las ventanas orientales del Salón de la Asamblea, cuando los oyentes de la historia se levantaron y se dirigieron gravemente hacia la puerta.
En la puerta, cada uno fue recibido por alguien que le dio una bolsa de comida, un par de esquís y un par de alas, y uno tras otro descendieron por la colina nevada, alejándose del Salón, para ganar velocidad y finalmente elevarse en el claro amanecer invernal, sobre la Montaña del Sur, hacia el mundo muerto, con su carga de nuevas esperanzas, miedos y aspiraciones.


FIN

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