2024/08/12

El último día (Richard Matheson)


Título original: The last day
Año: 1953


El primer pensamiento que se le ocurrió al despertar fue: Ha terminado la última noche. Había dormido algunas horas. Estaba acostado en el suelo, mirando hacia el techo. Las paredes mostraban aún el resplandor rojizo de la luz exterior. En la sala no se oía más que un múltiple ronquido.
Miró a su alrededor. Había cuerpos dormidos por todo el cuarto. En el diván, en las sillas, en el suelo. Algunos se habían cubierto con alfombras. Dos estaban desnudos.
Se irguió sobre un codo, frunciendo el ceño; un dolor punzante le perforaba la cabeza. Cerró los ojos, y los mantuvo así por un momento. Después volvió a abrirlos. Hizo correr la lengua por el interior de la boca seca, percibiendo el regusto desagradable del licor y la comida.
Apoyado sobre el codo, echó una mirada en torno a la habitación, registrando lentamente la escena en su conciencia. Nancy y Bill yacían abrazados, ambos desnudos. Norman dormía acurrucado en una silla, con el delgado rostro muy tenso. Mort y Mel se habían cubierto con alfombras sucias, y ambos roncaban. Había otros en el suelo.
Fuera, el resplandor rojizo.
Miró por la ventana, parpadeando. Después recorrió con la vista su alto cuerpo, y volvió a tragar saliva.
"Estoy vivo", pensó, "y todo es verdad".
Se frotó los ojos, aspirando profundamente el aire viciado del departamento. Al levantarse tumbó un vaso; el licor con soda se volcó sobre la alfombra y empapó el tejido azul.
Había vasos rotos, tumbados, pateados y estrellados contra la pared. Había botellas vacías esparcidas por todo el cuarto. El tocadiscos había caído boca abajo, los álbumes estaban desparramados por el suelo, varios fragmentos de discos formaban diseños absurdos sobre la alfombra.
Entonces recordó. Era Mort quien había comenzado todo, la noche anterior. Había echado a correr hacia el tocadiscos, borracho, gritando:
—¿Para qué diablos sirve ahora la música? ¡Es sólo un montón de ruido!
De un solo puntapié, estrelló contra la pared el tocadiscos. Se dejó caer de rodillas para levantar el aparato con sus musculosos brazos y lo volvió a estrellar contra el suelo.
—¡Al diablo con la música! —chillaba—. ¡Odio esta porquería!
Mientras arrancaba los discos de los álbumes o de los sobres, para quebrarlos sobre la rodilla, llamó a los demás:
—¡Vamos! ¡Vengan!
La idea había prendido, como prendían todas las ocurrencias descabelladas en aquellos últimos días.
Mel, que estaba haciendo el amor con una muchacha, se levantó de un salto y comenzó a lanzar los discos por las ventanas, hacia la calle. Hasta Charlie dejó a un lado su preciada pistola, para tratar de hacer blanco en quienes pasaban por la calle.
Richard contempló aquellos platillos oscuros que planeaban y se hacían pedazos contra la acera. Arrojó también uno, pero en seguida volvió la espalda al grupo. Se llevó al dormitorio a la muchacha de Mel, y se acostó con ella.
Todo aquello recordaba en estos momentos, mientras intentaba mantenerse de pie en la luz rojiza. Cerró los ojos por un instante; al abrirlos los posó en Nancy, y recordó haberla tomado también en algún momento de aquellas horas salvajes corridas durante el día anterior y esa noche.
"Ahora parece envilecida", pensó. "Siempre ha sido una especie de animal. Antes se veía forzada a disimularlo, pero ahora, en este crepúsculo final, lo revela del único modo que sabe, con lo único que le importa".
¿Quedaría aún en el mundo alguien realmente digno, esa clase de gente que conserva la dignidad aun cuando ya no hace falta impresionar a nadie?
Pasó por sobre el cuerpo de una muchacha dormida; vestía sólo un calzón, y tenía el pelo enmarañado, corrida la pintura de los labios y una expresión tensa y desdichada en los pliegues de la frente.
Al pasar por el dormitorio echó una mirada al interior. En la cama había tres muchachas y dos hombres. En el baño se encontró con el cadáver.
Estaba caído en la bañera, de cualquier modo, cubierto con la cortina de la ducha. Una de las piernas colgaba por sobre el borde, balanceándose absurdamente. Retiró la cortina para contemplar la camisa empañada en sangre y el rostro blanco y rígido.
Charlie.
Meneó la cabeza, y se volvió hacia el lavabo para lavarse las manos y la cara. No importaba ya. En realidad, Charlie era uno de los afortunados, un miembro de la inmensa legión que se había eliminado con cualquiera de las formas habituales del suicidio: Cortándose las muñecas, tomando píldoras o metiendo la cabeza en el horno.
Mientras se estudiaba en el espejo la cara desgastada, pensó también en cortarse las venas. Pero no podía. Hacía falta algo más que la mera desesperación para llevarle al suicidio.
Tomó un poco de agua. Por suerte, aún había agua corriente. Difícilmente habría alguien trabajando en las plantas de agua, de electricidad o de teléfonos. ¿Quién sería tan tonto como para ir a trabajar en el último día del mundo?
En la cocina se encontró con Spencer. Estaba sentado a la mesa, en calzoncillos, mirándose las manos. En la sartén se freían unos huevos, lo cual significaba que también había gas.
—Hola —saludó.
Spencer gruñó, sin mirarlo, y siguió observándose las manos. Richard lo dejó pasar. Bajó un poco la llama, sacó pan del armario y lo puso en la tostadora eléctrica. Pero el artefacto no funcionó. Encogiéndose de hombros, se olvidó del asunto.
—¿Qué hora es? —preguntó Spencer, levantando la vista. Richard miró su reloj.
—Está parado —dijo.
—¡Oh! —exclamó Spencer—. ¿Y qué día es? 
Richard lo meditó un instante.
—Domingo, creo.
—Me pregunto si la gente estará en la iglesia —comentó Spencer.
—¿Qué importa? 
Richard abrió la nevera.
—No hay más huevos —dijo Spencer.
—No hay más huevos —repitió Richard, cerrándola—. No hay más pollo, no hay nada más.
Y se recostó contra la pared con un suspiro trémulo, para mirar el cielo rojizo.
"Mary", pensó.  "Debí haberme casado con ella, y la dejé ir". ¿Dónde estaría? ¿Pensaría aún en él?
Norman llegó a paso cansado, aturdido por el sueño y los efectos de la borrachera. Traía la boca abierta en una expresión de aturdimiento.
—… días —balbuceó.
—Buenos días, feliz jornada —respondió Richard, sin alegría alguna.
Norman le dirigió una mirada inexpresiva. Después fue hasta el fregadero para enjuagarse la boca.
—Charlie ha muerto —dijo, escupiendo en el desaguadero.
—Ya lo sé —replicó Richard.
—¡Oh! ¿Cómo fue?
—Anoche —contó Richard—. Tú estabas inconsciente. ¿Recuerdas que amenazaba constantemente con matarnos a todos? ¿Con poner fin a nuestros sufrimientos?
—Sí. Me puso el caño contra la frente. Decía: "Siente qué frío está".
—Bueno, se enredó en una pelea con Mort, y el revólver se disparó —y concluyó, encogiéndose de hombros—: eso fue todo.
Volvieron a mirarse. Norman giró la cabeza en dirección de la ventana.
—Todavía está allí —murmuró.
Ambos contemplaron aquella enorme bola llameante en el cielo, que ocultaba el sol, la luna y las estrellas.
Norman se apartó. Notó que le temblaban los labios y los apretó con fuerza.
—¡Dios mío! —dijo—. Es hoy… —volvió a contemplar el cielo—. Hoy — repitió—. Todo.
—Todo —dijo Richard.
Spencer se levantó para apagar el fuego. Miró los huevos por un momento, y de pronto pareció reaccionar:
—¿Para qué diablos cociné esto?
Los arrojó al fregadero; resbalaron, grasientos, por la superficie blanca; la yema se reventó, esparciendo su fluido amarillo y humeante sobre la clara.
Spencer se mordió los labios.
—Voy a acostarme con ella otra vez —dijo, de pronto.
Pasó junto a Richard, empujándolo; mientras cruzaba el vestíbulo dejó caer sus calzoncillos.
—Allá va Spencer —dijo Richard.
Norman se sentó a la mesa. Richard permaneció contra la pared. Desde la sala llegó la voz de Nancy, que gritaba a todo pulmón:
—¡Ja! ¡Despiértense todos! ¡Miren cómo lo hago!
Norman levantó la vista, por un momento, hacia la puerta; pero algo pareció rendirse dentro de él, y dejó caer la cabeza sobre los brazos. Un estremecimiento le sacudió los delgados hombros.


—Yo también lo hice —dijo, con voz quebrada—, yo también lo hice. Oh, Dios, ¿para qué vine?
—Buscabas sexo —dijo Richard—. Como todos nosotros. Creíste que podrías terminar la vida en una bendición carnal.
—No puedo morir así —replicó Norman, en un susurro—. No puedo.
—Dos mil millones de personas están haciendo lo mismo. Cuando el sol choque contra nosotros, seguirán haciéndolo. Qué espectáculo.
Imaginó a toda la población del mundo permitiéndose una postrera orgía de bestialidad, y se estremeció. Cerrando los ojos, oprimió la frente contra la pared en un esfuerzo por olvidar.
Pero la pared estaba caliente. Norman levantó la vista.
—Vamos a casa —dijo.
—¿A casa? —preguntó Richard.
—A casa de nuestros respectivos padres. Mi madre y mi padre. Tu madre.
—No quiero —respondió Richard, meneando la cabeza.
—Es que no puedo ir solo.
—¿Por qué?
—Porque… no puedo. Ya lo sabes: Las calles están repletas de tipos que matan a todo el que encuentran.
Richard se encogió de hombros.
—¿Por qué no quieres? —preguntó Norman.
—No quiero verla.
—¿A tu madre?
—Sí.
—Estás loco —dijo Norman—. ¿Quién, si no, puede…?
—No.
Pensó en su madre, que lo esperaba en casa. Lo esperaba, aún en aquel último día. Y le dolió intensamente pensar en esa demora, en la posibilidad de no volver a verla. Pero no dejaba de pensar: "Si voy a casa, querrá que rece con ella, que lea la Biblia y pase estas últimas horas absorto en una ceremonia religiosa".
—No —repitió para sí.
Norman estaba desorientado; un sollozo contenido le estremeció el pecho.
—Quiero ver a mi madre —dijo.
—Anda, ve —replicó Richard, en tono indiferente.
Pero sentía anudadas las entrañas. No volver a verla. Ni a su hermana, su cuñado, su sobrina. No volver a verlos…
Suspiró. No tenia sentido luchar contra eso. A pesar de todo, Norman tenía razón.
¿Hacia quién, si no, podía volverse? ¿Había acaso, en todo este planeta a punto de arder, alguna otra persona que lo amara por sobre todas las cosas?
—¡Oh, está bien! —dijo—. Vamos. Cualquier cosa, con tal de salir de aquí.

El vestíbulo del edificio olía a vómito. Encontraron al portero completamente borracho, caído en las escaleras. Más allá había un perro a quien habían matado a puntapiés.
Al llegar a la entrada del edificio se detuvieron. Un gesto instintivo les hizo levantar la vista.
El cielo era rojo, como lava fundida. Los feroces rayos caían como lluvia caliente a través de la atmósfera. Aquella gigantesca bola de fuego seguía aproximándose más y más, ocultando ya todo el universo.
Bajaron los ojos, lagrimeando. Hacía mal mirar. Echaron a andar por la caldeada calle.
—Pleno invierno —dijo Richard—, y esto parece el trópico.
Mientras caminaban en silencio, pensó en los trópicos, en los polos, en todos los países del mundo que jamás vería. En todas las cosas que jamás haría. Como abrazar a Mary y decirle —mientras el mundo terminaba— que la amaba mucho, que no tenía miedo.
—Jamás —dijo, sintiendo que la frustración le crispaba el cuerpo.
—¿Qué?
—Nada, nada.
Algo le pesaba en el bolsillo de la chaqueta, golpeándole contra el costado. Metió la mano y sacó el objeto.
—¿Qué es eso? —preguntó Norman.
—El revólver de Charlie —respondió Richard—. Lo guardé anoche, para que nadie más lo utilizara… —soltó una risa amarga, brusca—. Para que nadie más se matara —agregó—. ¡Dios mío, tendría que haberme dedicado al teatro!
Iba a arrojar el arma, pero cambió de idea y volvió a guardarla en el bolsillo.
—Quizá me haga falta —dijo. Pero Norman no le escuchaba.
—Gracias a Dios, no me han robado el coche. ¡Oh, mira! 
Alguien había roto el parabrisas de una pedrada.
—¿Qué importa? —observó Richard.
—Bueno, supongo que nada.
Subieron al asiento delantero, tras quitar los fragmentos de vidrio. Dentro del coche hacía mucho calor. Richard se quitó la chaqueta y la arrojó por la ventanilla, después de cambiar el revólver al bolsillo lateral del pantalón.
Camino al centro se cruzaron con mucha gente. Algunos corrían enloquecidos, como a la búsqueda de algo. Otros peleaban entre sí. En las aceras se veían los cadáveres de quienes habían saltado por las ventanas, y las víctimas de los automóviles lanzados a toda velocidad. Había edificios en llamas, y ventanas hechas añicos por las explosiones del gas acumulado.
Algunos se habían dedicado a saquear los negocios.
—¿Por qué hacen eso? —preguntó Norman, afligido—. ¿Esa es manera de pasar el último día?—Tal vez así pasaron toda la vida —respondió Richard.
Se recostó contra la puerta para contemplar a la gente. Algunos lo saludaron con la mano. Otros maldecían y escupían a su paso. Unos cuantos les arrojaron proyectiles.
—La gente muere como ha vivido —dijo—. Algunos bien, otros mal.
—¡Mira! —gritó Norman.
Un coche venía a toda velocidad, contra su dirección. Por las ventanillas asomaban hombres y mujeres, cantando a gritos y agitando botellas. Norman hizo girar violentamente el volante, y logró esquivarlos por pocos centímetros.
—¡Están locos! —exclamó.
Richard se volvió a mirarlos por la ventanilla trasera. El automóvil patinó, fuera de control, y se estrelló contra la fachada de un negocio; volcó de costado, y las ruedas quedaron girando vertiginosamente en el aire.
Sin decir palabra, Richard volvió a mirar hacia adelante. Norman seguía con la vista fija al frente, las manos tensas y pálidas sobre el volante.
Otra intersección. Un coche apareció bruscamente, interponiéndose. Norman apretó los frenos, ahogando un grito, y los dos golpearon contra el tablero. El impacto los dejó sin aliento.
Antes de que Norman pudiera poner el motor nuevamente en marcha, un grupo de adolescentes apareció en la esquina, armados todos de puñales y cachiporras. Venían en persecución del otro coche, pero en ese momento cambiaron de dirección, y se lanzaron contra ellos. Norman puso la primera y se lanzó a través de la calle lateral.
Uno de los muchachos saltó sobre el baúl del coche. Otro intentó subirse al estribo pero no lo consiguió, y cayó rodando sobre la calzada. Un tercero saltó sobre el estribo y se tomó de la manija.
—¡Los voy a matar! —chilló, lanzando una puñalada en dirección a Richard—. ¡Cretinos! ¡Hijos de puta!
Una segunda cuchillada tajeó el respaldo del asiento: Richard se había hecho bruscamente a un lado.
—¡Bájate! —gritó Norman, tratando de controlar al mismo tiempo al volante y al muchacho.
Este trató de abrir la puerta, en el preciso momento en que el coche se lanzaba furiosamente por Broadway. Intentó otra puñalada, pero el movimiento del automóvil lo hizo fallar.
—¡Ya verán! —gritó, poseído por un odio descabellado.
Richard trató de abrir la puerta para despedir al muchacho, pero no pudo. La cara blanca y contraída apareció en la ventanilla. Se levantó el cuchillo.
Richard tenía ya el revólver en la mano. Disparó contra el rostro asomado. El muchacho cayó con un aullido de agonía, como un saco de patatas. Rebotó una vez, sacudió la pierna izquierda, y quedó inmóvil.
Richard se volvió. El otro muchacho seguía trepado a la parte trasera del coche, con el contraído rostro pegado a la ventanilla trasera. Pudo adivinar las maldiciones que pronunciaba por los movimientos de su boca.
—¡Hazlo caer! —dijo.
Norman giró en dirección a la acera y volvió bruscamente al medio de la calle. El muchacho seguía aferrado. Norman repitió la maniobra, nuevamente sin resultado.
Al tercer intento logró que el intruso perdiera el apoyo. Cayó al suelo. Trató de seguirlos a la carrera, pero llevaba demasiado impulso lateral. Saltó por sobre la acera y se estrelló contra la vidriera de un bazar, con los brazos extendidos hacia adelante para evitar el golpe.
Ambos quedaron agitados y exhaustos; guardaron silencio por largo rato. Richard arrojó el arma por la ventanilla y se quedó mirando cómo rebotaba en el pavimento, para estrellarse finalmente contra una boca de incendios. Norman iba a decir algo, pero se interrumpió.
Tomaron la Quinta Avenida, y cruzaron el centro a setenta kilómetros por hora.
No había muchos automóviles en esa zona.


Las iglesias estaban atestadas. Los feligreses que no podían entrar permanecían fuera, en los escalones.
—Pobres tontos —dijo Richard, trémulo todavía.
—¡Ojalá yo fuera también un pobre tonto! —suspiró Norman—. Un pobre tonto capaz de creer en algo.
—Tal vez —respondió Richard—. Sería mejor pasar el último día convencido de algo que uno creyera verdad.
—El último día —musitó Norman—. Yo… —meneó la cabeza, agregando—: No puedo creerlo. Lo he leído en los periódicos. Veo ese… eso, allá arriba. Sé que va a suceder, pero… ¡Dios mío! ¿El fin?
Contempló a Richard por una fracción de segundo, y volvió a preguntar:
—¿Y después la nada?
—No lo sé —respondió Richard.
En la calle 14, Norman se dirigió hacia el este, para cruzar velozmente el puente de Manhattan. Nada los detuvo, ni cadáveres ni coches estrellados. En una oportunidad, el automóvil aplastó la pierna de un hombre muerto. Norman torció el gesto.
—Han tenido suerte —dijo Richard—. Más suerte que nosotros.
Al llegar al centro de Brooklyn, se detuvieron frente a la casa de Norman. Algunos niños jugaban a la pelota en la calle, inconscientes de cuanto ocurría. Sus gritos resonaban muy altos en la calle silenciosa. Richard se preguntó si los padres sabrían dónde estaban sus hijos, o si les importaba saberlo.
Norman lo miraba fijamente.
—¿Y…? —empezó.
Richard sintió que el estómago se le ponía duro. No pudo contestar.
—¿No quieres… entrar por un minuto? —invitó Norman.
—No —respondió Richard, meneando la cabeza—. Prefiero irme a casa. Tengo que verla. A mi madre.
—¡Oh!
Norman asintió, irguiéndose, y trató de mostrar una expresión calmada.
—No sé si vale algo, Dick —dijo—. Te considero mi mejor amigo y…
No pudo seguir. Alargó una mano para estrechar la de Richard y se bajó del coche, dejando la llave puesta.
—Adiós —dijo de prisa.
Richard se quedó mirando a su amigo, que daba la espalda al coche para dirigirse al edificio. Antes de que llegara a la puerta, gritó:
—¡Norman!
Lo vio detenerse y volver la cabeza. Ambos se miraron en silencio. Todos los años de amistad parecieron encenderse brevemente entre los dos. Richard logró sonreír y se tocó la frente en un saludo postrero.
—Adiós, Norman —dijo.
El otro no sonrió. Abrió la puerta y desapareció tras ella.
Richard permaneció inmóvil por largo rato, con la vista fija en la puerta. Puso en marcha el motor, pero volvió a apagarlo, pensando que quizá los padres de Norman no estuvieran en la casa.
Un rato después volvió a ponerlo en marcha y se dirigió hacia su casa. Mientras conducía, no dejaba de meditar. Cuanto más se acercaba el fin, menos ganas tenía de enfrentarlo. Prefería acabar ahora, antes de que comenzara la histeria.
Decidió tomar píldoras para dormir. Era lo mejor. En su casa tenía algunas, y era de esperar que alcanzaran. Probablemente no quedaría ni una en la farmacia de la esquina. En los últimos días se habían vendido a montones. Muchas familias optaban por reunirse para tomarlas.
Llegó a la casa sin inconvenientes. El cielo, en lo alto, tenía ya un tono carmesí incandescente. El calor le daba en la cara como el soplo de un horno distante. Antes de abrir la puerta, aspiró aquel aire caldeado. Después entró, lentamente.
Pensaba encontrar a su madre en el cuarto delantero, rodeada por sus libros, rezando, para que los poderes invisibles la socorrieran mientras el mundo se preparaba para hervir. Pero no estaba allí. La busco por toda la casa, con el corazón palpitándole aceleradamente; cuando comprendió que no estaba allí, sintió un inmenso vacío en el estómago. Toda su cháchara acerca de que no quería verla era sólo eso, cháchara. La amaba. Ella era todo lo que tenía.
Busco alguna nota suya, en los dos dormitorios, en la sala.
—Mamá —exclamó—. Mamá, ¿dónde estás? 
La nota estaba en la cocina, sobre la mesa.

Querido Richard:
Estaré en casa de tu hermana. Por favor, ve allá. No quiero pasar sin ti este último día. No hagas que abandone este mundo sin volver a verte, querido. Por favor.

El último día. Allí estaba, escrito en blanco y negro. Había sido precisamente su madre quien escribiera esas palabras. Ella, siempre tan escéptica ante las preferencias del hijo por la ciencia materialista, admitía finalmente la última predicción de la ciencia.
Porque ya no se podía dudar. El cielo estaba cubierto de flamígeras evidencias. Ya nadie podía dudar.
El mundo entero acababa. La asombrosa sucesión de evoluciones y revoluciones, de contiendas y discordias, la interminable continuidad de los siglos, todo se volvía hacia atrás, hacia el nebuloso pasado de rocas, árboles, animales y hombres. Todo debía desaparecer. En un momento, en un relámpago. El orgullo, la vanidad del hombre y de su mundo, todo ardería por un caprichoso desorden astronómico.
¿Qué sentido tenía, entonces, todo eso? Ninguno, ninguno en absoluto. El mundo entero llegaba a su fin.
Sacó del botiquín las pastillas para dormir y se marchó, rumbo a casa de su hermana. Mientras conducía el automóvil por entre las mil cosas que atestaban las calles, desde cadáveres hasta botellas vacías, no dejaba de pensar en su madre. En ese último día. En las discusiones con respecto a su Dios y a la religión. Resolvió no discutir; trataría de que ese último día transcurriera en paz. Aceptaría su sencilla devoción, sin volver a atacar esa fe.
La casa de Grace estaba cerrada. Tocó el timbre; tras algunos instantes se oyeron pasos apresurados. Dentro, Ray gritó:
—¡No abra, mamá! ¡Puede ser otra vez esa pandilla!
—Es Richard, estoy segura —respondió su madre.
La puerta se abrió; ella lo abrazó, llorando de alegría. Cuando Richard pudo hablar, dijo suavemente:
—¡Hola, mamá!
Durante toda la tarde, su sobrinita Doris jugó en la sala mientras Grace y Ray la contemplaban, inmóviles en el sofá.
Si estuviera con Mary, pensaba Richard constantemente. Si al menos estuviéramos juntos hoy… Tal vez habrían tenido hijos, y ambos los mirarían como Grace a Doris, pensando que esos pocos años vividos serían únicos.
A medida que se aproximaba la noche, el cielo se tornaba más brillante, cruzado por violentas corrientes carmesíes. Doris lo contemplaba tranquilamente desde la ventana. Durante todo el día no se la había oído llorar ni reír; Richard, para sus adentros, se dijo: "Lo sabe todo". También pensó que en cualquier momento su madre les pediría a todos que rezaran juntos, que se sentaran a leer la Biblia y a implorar la caridad divina.
Pero ella no decía nada. Se limitaba a sonreír. Preparó la cena; Richard fue a la cocina a hacerle compañía.
—No sé si voy a esperar —le dijo él—; tal vez tome píldoras para dormir.
—¿Tienes miedo, hijo? —preguntó la madre.
—Todo el mundo tiene miedo. 
Ella meneó la cabeza.
—Todo el mundo no.
"Ahora viene", se dijo Richard. La mirada de suficiencia, la frase inicial. Pero ella le alcanzó una fuente con verduras, y todos se sentaron a comer.
Nadie habló durante la cena, como no fuera para pedir los platos. Doris no abrió la boca. Richard la miraba desde el otro lado de la mesa.
Pensaba en la noche anterior. Aquella descabellada forma de beber, las peleas, los abusos carnales. Pensó en Charlie, muerto, metido en la bañera. En el apartamento de Manhattan. En Spencer, lanzado en un frenesí de lujuria en el que debía culminar su vida. En el muchacho que matara en las calles de Nueva York, con un balazo en la cabeza.
Todo aquello parecía muy lejano. Casi le era posible creer que nunca había ocurrido nada de eso. Casi podía creer que aquélla era una cena normal, en compañía de su familia. La única diferencia era ese color encendido en el cielo, que entraba por las ventanas como el resplandor de alguna hoguera fantástica.
Al concluir la comida, Grace fue a buscar una caja y la trajo a la mesa. La abrió y sacó unas píldoras blancas. Doris la miraba con grandes ojos inquisitivos.
—Es el postre —le dijo Grace—. Todos vamos a comer caramelos blancos como postre.
—¿Es menta? —preguntó Doris.
—Sí, es menta.
Richard sintió un escalofrío en la espalda al ver que Grace ponía varias píldoras frente a Doris, y otras frente a Ray.
—No tengo para todos —dijo la hermana.
—Yo tengo las mías —replicó él.
—¿Tienes para mamá?
—No me hacen falta —replicó la madre.
El estuvo a punto de gritarle: "¡Oh, deja ya de ser tan noble!"… Pero se contuvo.
Fascinado, lleno de horror, observó a Doris, que sostenía las píldoras en la manita.
—Esto no es menta —dijo—. Mamá, esto no es…
—Sí, lo es —respondió Grace, con un profundo suspiro—. Cómelas, querida.
Doris se llevó una a la boca e hizo un gesto de desagrado. La escupió sobre la palma e insistió, molesta:
—No es menta.
Grace levantó una mano y se mordió los nudillos, lanzando sobre Ray una mirada de desesperación.
—Cómelos, Doris —dijo Ray—. Cómelos, son buenos.
—No, no me gustan —protestó Doris, echándose a llorar.
—¡Cómelos!
Ray se volvió, súbitamente estremecido. Mientras Richard intentaba vanamente encontrar una forma de hacerle tomar las píldoras, su madre dijo:
—Te propongo un juego, Doris. Veamos si puedes tragar todos los caramelos antes de que yo cuente hasta diez. Si ganas, te daré un dólar.
—¿Un dólar? —preguntó Doris, sorbiendo las lágrimas.
—Uno… —comenzó la abuela. Doris no se movió.
—Dos… Un dólar, recuerda. 
Doris se secó las mejillas.
—¿Un dólar entero?
—Sí, querida. Tres… cuatro… Apresúrate. 
Doris extendió la mano hacia las píldoras.
—Cinco… seis… siete…
Grace tenía los ojos fuertemente cerrados. Estaba muy pálida.
—Nueve… y diez.
La madre de Richard sonreía, pero le temblaban los labios, y en sus ojos había cierto brillo.
—Muy bien —dijo, alegremente—. Has ganado.
En un gesto súbito, Grace se llevó las píldoras a la boca y las tragó en rápida sucesión. Después dirigió los ojos hacia Ray. Éste adelantó una mano temblorosa y tragó las píldoras. Richard, a su vez, buscó las suyas en el bolsillo, pero no las sacó. No quería tomarlas frente a su madre.


Doris se adormeció casi de inmediato. Bostezó; los ojos se le cerraban. Cuando Ray la alzó, ella le echó los bracitos al cuello y se recostó contra su hombro. Grace se levantó también, y los tres volvieron al dormitorio.
Mientras su madre iba a despedirse de ellos, Richard permaneció sentado, con los ojos perdidos en el mantel blanco y en los restos de comida.
Ella volvió, sonriéndole.
—Ayúdame a retirar los platos —le dijo.
—¿Los platos? Pero…
Se interrumpió. No importaba mucho en qué se ocuparan.
Fue con ella a la cocina iluminada de luz rojiza. Había algo agudamente irreal en el acto de secar platos que no volverían a usarse, para guardarlos en un armario que en pocas horas dejaría de existir.
No podía dejar de pensar en Ray y en Grace. Finalmente salió de la cocina sin decir una palabra y se dirigió al dormitorio. Abrió la puerta y los contempló por largo rato. Después volvió a cerrar, y se dirigió lentamente a la cocina.
—Los tres están… —dijo.
—Está bien.
—¿Por qué no les dijiste nada? —preguntó él—. ¿Cómo les dejaste hacer eso sin decirles nada?
—Richard —respondió ella—, en días como éstos cada uno debe escoger su propio camino. Nadie puede indicar a los demás qué se debe hacer. Y Doris era hija de ellos.
—Y yo soy tu hijo, ¿no?
—Ya no eres un niño.
Él terminó de secar los platos. Sentía los dedos entumecidos y temblorosos.
—Mamá, anoche…
—No me importa.
—Pero…
—No importa —insistió ella—. Esta parte está acabando.
"Ahora", pensó Richard, casi con dolor. "Esta parte, dijo. Ahora hablará de la vida después de la muerte, del Paraíso, de la recompensa para los justos y la penitencia eterna para los pecadores". 
Pero ella sólo dijo:
—Salgamos a sentarnos en el porche.
La acompañó sin comprender. Cruzaron la casa silenciosa y se sentaron en los escalones del porche. "No volveré a ver a Grace", se decía Richard. "Ni a Doris, ni a Norman, ni a Spencer, ni a Mary. A nadie".
No lograba asimilarlo. Era demasiado. Sólo le quedaba permanecer allí sentado, como si fuera de piedra, contemplando el cielo rojo y el enorme sol que estaba a punto de tragarlos. Ni siquiera se sentía nervioso. Los temores se habían apagado en la repetición interminable.
—Mamá —inquirió, después de un rato—. ¿Por qué… por qué no me has hablado de religión? Sé que tienes ganas de hacerlo.
Ella lo miró; su rostro era muy suave bajo el resplandor rojizo.
—No necesito hacerlo, querido —dijo—. Sé que estaremos juntos cuando esto acabe. No necesitas creer tú. Yo creo por los dos.
Y eso fue todo. Él le dirigió una mirada de asombro, maravillado por tanta fuerza, tanta confianza.
—Si quieres tomar esas píldoras —dijo la madre—, hazlo. Puedes dormirte sobre mi regazo.
—¿No te importaría? —preguntó él, estremecido.
—Quiero que hagas lo que te parezca mejor.
Richard no supo qué hacer, hasta que la imagen de su madre, sola en el porche cuando todo acabara, le decidió.
—Me quedaré contigo —dijo, impulsivamente.
—Si cambias de idea —dijo ella, sonriendo—, dímelo. 
Por un rato permanecieron en silencio. Al cabo, ella dijo:
—Es bonito.
—¿Es bonito?
—Sí. Dios cierra con un telón luminoso nuestra obra.
Él no comprendió, pero le pasó un brazo por los hombros, y ella se recostó contra su pecho.
Una cosa estaba clara. Era la noche del último día. Y aunque no sirviera de nada, se amaban de verdad.


FIN

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