2024/08/26

La máquina ambidiestra (Henry Kuttner y Catherine L. Moore)


Título original: Two-handed engine
Año: 1955


Desde los días de Orestes hubo hombres perseguidos por las Furias. Sólo en el siglo veintidós la humanidad fabricó un equipo de Furias reales hechas de acero. Entonces la humanidad sufría una crisis. Había buenas razones para construir Furias antropomorfas que rastrearan los pasos de todos los hombres que matan a los hombres. De nadie más. Entonces no había otro delito importante.
Era muy sencillo. De improviso, un hombre que se creía a salvo oía a sus espaldas los pasos monótonos. Se volvía y veía la máquina de dos manos avanzando hacia él, con forma de hombre de acero, y más incorruptible que cualquier hombre de carne y hueso. Sólo entonces el asesino se enteraba de que había sido juzgado y condenado por las omniscientes mentes electrónicas que conocían la sociedad como jamás la conocería ninguna mente humana.
El hombre oiría esos pasos el resto de sus días: Una cárcel móvil con rejas invisibles que lo separaban del mundo. Nunca volvería a estar solo. Y un día —nunca se sabía cuándo— el carcelero se transformaría en verdugo.

Danner se recostó cómodamente en la silla acolchada del restaurante y se derramó vino añejo en la lengua cerrando los ojos para saborearlo mejor. Se sentía perfectamente a salvo. Sí, perfectamente protegido. Hacía casi una hora que estaba sentado allí, pidiendo las comidas más caras, disfrutando de la música que impregnaba cálidamente el aire, del tenue y educado murmullo de los otros concurrentes. Era un lugar agradable. Era bueno tener tanto dinero… ahora.
Claro, había tenido que matar para conseguirlo. Pero sin culpa no hay remordimientos. Y si no lo descubrían, no había culpa. Danner tenía protección. Una protección directa, algo nuevo en el mundo. Danner conocía las consecuencias del asesinato. Si Hartz no le hubiese asegurado que estaba totalmente a salvo, Danner nunca habría apretado el gatillo.
El recuerdo de un mundo arcaico le centelleó fugazmente en la memoria. Pecado. No evocaba nada. Una vez se había relacionado con la culpa, de un modo incomprensible. Ya no. La humanidad había sufrido demasiado. El pecado ya no significaba nada.
Ahuyentó ese pensamiento y probó la ensalada de palmitos. Descubrió que no le gustaba. Bien, esas cosas eran de esperar. Nada era perfecto. Sorbió nuevamente el vino, complacido con la copa que le vibraba en la mano como algo ligeramente vivo. Era un buen vino. Pensó en pedir más, pero luego decidió reservarlo para otra ocasión. Tenía tanto por delante, tantos placeres que lo aguardaban. Compensaban cualquier riesgo. Y en este caso, por supuesto, no había ningún riesgo.
Danner había nacido en el momento menos oportuno. Tenía edad suficiente para recordar los últimos días de utopía, pero era bastante joven para verse atrapado en la nueva economía de la escasez que las máquinas habían impuesto a sus creadores. En la flor de la juventud había tenido acceso a lujos gratuitos, como todo el mundo. Podía recordar los viejos tiempos de la adolescencia, cuando las últimas Máquinas de Escape funcionaban aún, las visiones espléndidas, brillantes, imposibles, vicarias, que en verdad no existían ni podían haber existido jamás. Pero después la economía de la escasez devoró los placeres. Ahora sólo había necesidades. Ahora había que trabajar. Danner odiaba cada minuto de esa vida.
Cuando sobrevino el rápido cambio, él era demasiado joven e inexperto para competir en ese ajetreo. Los ricos de hoy eran los hombres que habían amasado fortunas ahorrando los pocos lujos que todavía producían las máquinas. A Danner le habían quedado recuerdos brillantes y la opaca y rencorosa sensación de que lo habían estafado.
Sólo ansiaba revivir los viejos días, y no le importaba cómo.
Bien, ahora los tenía. Acarició el borde de la copa con el dedo para escuchar cómo cantaba calladamente al tacto. ¿Cristal soplado? —se preguntó—. Era demasiado ignorante sobre artículos de lujo para entender. Pero aprendería. Tenía el resto de la vida para aprender y ser feliz.
Miró a lo lejos y a través de la cúpula transparente del techo vio el conglomerado de torres de la ciudad. Formaban una selva de piedra que se perdía en la distancia. Y esto era sólo una ciudad. Cuando se hartara de ella, había más. A lo largo y ancho del país, sobre todo el planeta, se extendía la red que enlazaba una ciudad con otra en una telaraña semejante a un monstruo vasto, intrincado, semivivo. La sociedad, por darle un nombre.
La sintió temblar un poco debajo de él.
Tomó la copa y bebió rápidamente. La vaga inquietud que parecía estremecer los cimientos de la ciudad era algo nuevo. Era, porque… sí, sin duda porque existía un nuevo temor.
Porque él no había sido descubierto.
Eso no tenía sentido. Claro que la ciudad era compleja. Claro que funcionaba gracias a máquinas incorruptibles. Ellas, y sólo ellas, impedían al hombre transformarse rápidamente en otro animal extinguido. Y entre ellas, las computadoras analógicas, las calculadoras electrónicas, eran el giróscopo de todo lo viviente. Dictaban y respaldaban las leyes necesarias para la subsistencia de la humanidad. Danner no entendía mucho de los vastos cambios que habían afectado a la sociedad en los últimos años, pero hasta él sabía eso.
De modo que quizás era razonable que sintiera a la sociedad estremecerse porque él estaba cómodamente arrellanado en espuma de goma, sorbiendo vino y oyendo música suave, sin ninguna Furia a las espaldas para demostrar que las calculadoras eran todavía guardianes de la humanidad.
Si ni siquiera las Furias son incorruptibles, ¿en qué puede creer un hombre?
 
Fue exactamente en ese momento cuando llegó la Furia.
Danner oyó que todos los sonidos se apagaban de golpe. Se estaba llevando el tenedor a la boca, pero se detuvo, paralizado, y miró hacia la puerta del restaurante.
La Furia era más alta que un hombre. Se detuvo un instante, y el sol de la tarde le arrancó un destello enceguecedor en los hombros. No tenía rostro, pero parecía escudriñar el restaurante sin prisa, mesa por mesa. Luego entró en el portal y la mancha de sol despareció. Era como un hombre alto enfundado en acero, caminando lentamente entre las mesas.
Danner se dijo a sí mismo, dejando el tenedor en el plato: "No es para mí. Todos los demás sienten el mismo temor. Lo sé".
Y con la claridad de quien está a punto de ahogarse, todos los detalles nítidos aunque condensados en un instante, recordó lo que le había dicho Hartz. Así como una gota de agua puede apresar en su reflejo un vasto panorama concentrado en un foco diminuto, el tiempo pareció concentrarse en el foco diminuto de la media hora que Danner y Hartz habían pasado juntos en el despacho de Hartz, entre las paredes que podían volverse transparentes con sólo oprimir un botón.
Vio de nuevo a Hartz, regordete y rubio, las cejas tristonas. Un hombre que parecía flemático hasta que empezaba a hablar, y luego se sentía la crispación que lo poseía, el aire de tensión que parecía impregnar la misma atmósfera que le rodeaba. La memoria llevó a Danner de vuelta frente al escritorio de Hartz, y el suelo volvió a zumbarle débilmente en las suelas de los zapatos con las pulsaciones de las computadoras. Se las podía ver a través del vidrio, objetos tersos y lustrosos con hileras de luces parpadeantes como velas ardiendo en tazones de vidrio de color. Se podía oír el murmullo distante de las máquinas ingiriendo hechos, meditándolos y parloteando rítmicamente como oráculos crípticos. Se necesitaban hombres como Hartz para entender qué significaban los oráculos.
—Tengo un trabajo para ti —dijo Hartz—. Quiero la muerte de un hombre.
—Oh, no. ¿Me tomas por tonto?
—Espera un minuto. El dinero te viene bien, ¿verdad?
—¿Para qué? —preguntó amargamente Danner—. ¿Para un funeral de lujo?
—Para una vida de lujo. Sé que no eres tonto. Sé muy bien que sería inútil pedírtelo sin ofrecerte no sólo dinero, sino protección. Eso es lo que puedo ofrecerte. Protección.
Danner miró las computadoras a través de la pared transparente.
—Seguro —dijo.
—No, lo digo en serio. Yo… 
Hartz titubeó, y miró en torno con cierta aprensión, como si apenas confiara en sus propias precauciones para asegurarse la privacidad.
—Esto es algo nuevo —dijo—. Puedo reprogramar a cualquier Furia, si lo deseo.
—Oh, seguro —repitió Danner.
—Es verdad; te lo demostraré, puedo desviar a cualquier Furia de cualquier víctima.
—¿Cómo?
—Ése es mi secreto, naturalmente. Pero, en concreto, he encontrado una manera de alimentar a las máquinas con datos falsos, para que lleguen a un veredicto erróneo antes del fallo, o reciban órdenes falsas después del fallo.
—Pero eso es… peligroso, ¿verdad?
—¿Peligroso? —Hartz miró a Danner de hito en hito—. Bien, sí, supongo que sí. Por eso no lo hago a menudo. De hecho, lo he realizado sólo una vez. Teóricamente ya había elaborado el método. Lo puse a prueba sólo una vez. Lo haré de nuevo, para demostrarte que digo la verdad. Y después lo haré una vez más, para protegerte. Y basta. No quiero alterar las calculadoras más de lo necesario. Una vez que hagas tu trabajo, ya no tendré que hacerlo.
—¿A quién quieres matar?
Hartz miró involuntariamente hacia arriba, hacia los pisos superiores del edificio donde estaban las oficinas de los ejecutivos principales.
—A O’Reilly —dijo.
Danner también miró hacia arriba, como si pudiera ver a través del piso y observar las suelas altas de O’Reilly, Controlador de las Calculadoras, paseándose arriba por una ancha alfombra.
—Es muy simple —dijo Hartz—. Quiero el puesto de él.
—¿Por qué no lo liquidas personalmente si estás tan seguro de que puedes detener a las Furias?
—Porque me pondría en evidencia —dijo Hartz con impaciencia—. Usa la cabeza. Tengo un motivo obvio. No hace falta una calculadora para deducir quién se beneficia más con la muerte de O’Reilly. Si yo mismo me salvara de una Furia, la gente empezaría a preguntarse cómo lo hice. Pero tú no tienes motivos para matar a O’Reilly. Sólo las calculadoras lo sabrían, y yo puedo encargarme de ellas.
—¿Cómo sé que puedes hacerlo?
—Simple. Observa.
Hartz se levantó y atravesó la sala rápidamente ayudado por la alfombra elástica, que le daba a su andar un aire falsamente juvenil. En el extremo opuesto de la habitación había un mostrador alto con una pantalla inclinada. Hartz apretó nerviosamente un botón, y un mapa de un distrito de la ciudad brincó nítido a la superficie de la pantalla.
—Tengo que encontrar un sector donde ahora esté operando una Furia —explicó.
El mapa centelleó y él apretó de nuevo el botón.


Los trazos inestables de las calles de la ciudad oscilaban y brillaban y se apagaban mientras Hartz examinaba apresurada y nerviosamente los distritos. Luego surgió un mapa entrecruzado por tres franjas trémulas de luz de color que convergían en un punto cerca del centro. El punto se movía muy lentamente a través del mapa, a la velocidad de un hombre reducido de tamaño según la escala de la calle por donde caminaba. Alrededor de él las líneas de color rodaban lentamente, siempre centradas en ese punto único.
—Bien —dijo Hartz, inclinándose para leer el nombre de la calle; una gota de sudor se deslizó de su frente a la pantalla, y Hartz la secó impacientemente con el dedo—. Allí hay un hombre con una Furia asignada. Perfecto. Ahora te mostraré. Mira.
Encima del escritorio había una pantalla de observación. Hartz la encendió y observó impaciente mientras surgía una escena callejera. Multitudes, ruidos de tráfico, gente con prisa y gente ociosa. Y en medio de la multitud un pequeño oasis de aislamiento, una isla en el mar de humanidad. En esa isla móvil vivían dos habitantes, solos como Crusoe y Viernes. Uno de los dos era un hombre ojeroso que caminaba mirando el suelo. El otro habitante de ese paraje desierto era una forma alta y lustrosa, antropomorfa, que lo seguía pisándole los talones.
Como si les rodearan paredes invisibles que contuvieran a la multitud, los dos se desplazaban en un espacio vacío que se iba cerrando detrás y abriendo delante de ambos. Unos peatones los miraban, otros desviaban los ojos, inquietos o perturbados. Algunos observaban con ansiedad, quizás impacientes por presenciar el momento en que Viernes alzaría el brazo de acero para matar a Crusoe.
—Ahora observa —dijo nerviosamente Hartz—. Sólo un minuto. Voy a librar a ese hombre de la Furia. Espera. 
Se acercó al escritorio, abrió un cajón, se agachó sigilosamente. Danner oyó una serie de chasquidos, y luego el breve parloteo de unas teclas.
—Ahora —dijo Hartz, cerrando el cajón; se pasó el dorso de la mano por la frente—. Hace calor aquí dentro, ¿verdad? Miremos más de cerca. En un minuto verás que sucede algo.
Volvió a la pantalla de observación. Ajustó el foco y la escena callejera se dilató. El hombre y el carcelero ocuparon el primer plano. La cara del hombre parecía compartir sutilmente la expresión imperturbable del robot. Se hubiera pensado que vivían juntos desde hacía mucho tiempo, y tal vez era así. El tiempo es un elemento flexible, a veces infinitamente largo en un período muy corto.
—Espera a que se aparten de la multitud —dijo Hartz—. No debo delatarme. Eso, allí está virando.
El hombre, que parecía moverse al azar, dobló en una esquina y se internó en una calleja angosta y oscura que se alejaba de la avenida. El ojo de la pantalla de observación lo seguía tan de cerca como el robot.
—Así que tienen cámaras que pueden hacer eso —dijo Danner con interés—. Siempre lo pensé. ¿Cómo funciona? ¿Están instaladas en cada esquina o hay un haz…?
—No tiene importancia —dijo Hartz—. Secreto profesional. Simplemente espera. Tendremos que esperar hasta… ¡No, no! Mira, ¡va a intentarlo ahora!
El hombre echó una ojeada furtiva alrededor. El robot estaba doblando la esquina, siguiéndole el rastro. Hartz se abalanzó sobre el escritorio y abrió el cajón. La mano tensa, observaba ansiosamente la pantalla. Cuidadosamente el hombre del callejón, aunque no podía tener idea de que los otros lo observaban, levantó la cara y escrutó el cielo, enfrentando por un instante la cámara oculta y atenta, y los ojos de Hartz y Danner. De pronto lo vieron inhalar profundamente y echar a correr.
Un chasquido metálico sonó en el cajón de Hartz. El robot, que había acelerado al mismo tiempo que el hombre, se tambaleó y pareció dudar un instante. Disminuyó la velocidad. Se detuvo como un motor rechinante. Se quedó inmóvil.
En el borde de la pantalla podía verse la cara del hombre, que quedó boquiabierto cuando vio suceder lo imposible. El robot se quedó en el callejón moviéndose indeciso, como si las nuevas órdenes que Hartz le bombeaba en el mecanismo se friccionaran con las órdenes ya incorporadas en el receptor. Luego volvió la espalda de acero al hombre del callejón y avanzó suavemente, casi calmo, calle abajo, con pasos tan decididos como si obedeciera órdenes válidas en vez de dañar los mismos engranajes de la sociedad con su conducta aberrante.
Hubo un último pantallazo de la cara del hombre, extrañamente perplejo, como si lo hubiera abandonado su último amigo en el mundo.
Hartz apagó la pantalla. Se enjugó de nuevo la frente. Se acercó a la pared de vidrio y observó inquieto, como temiendo que las calculadoras supieran lo que había hecho. Empequeñecido por los perfiles de los gigantes metálicos, dijo por encima del hombro:
—¿Y bien, Danner?
¿Y bien? Hubo más charla, desde luego. Más persuasión. Una oferta más tentadora. Pero Danner sabía que a partir de ese momento ya estaba decidido. Un riesgo calculado, y bien valía la pena correrlo. Valía la pena, salvo que…
En el silencio mortal del restaurante, todos los movimientos de interrumpieron. La Furia avanzó serenamente entre las mesas, una mole brillante, sin tocar a nadie. Todos los rostros se volvían a ella, palideciendo. Cada cual se preguntaba: "¿Será para mí?". Aun el más inocente pensaba: "Éste es el primer error que han cometido, y viene por mí. El primer error, pero no hay apelación y nunca podré demostrar nada". Pues aunque la culpa no significaba nada en este mundo, el castigo sí significaba algo, y el castigo podía ser ciego, golpear como el rayo.
Danner se repetía una y otra vez, entre dientes: "No es para mí. Estoy a salvo. Estoy protegido. No ha venido por mí". Y sin embargo pensó que era extraño, toda una coincidencia, que ese día hubiera dos asesinos bajo el costoso techo de cristal. Él mismo, y el que la Furia había venido a buscar.
Soltó el tenedor y lo oyó tintinear en el plato. Miró fijamente la comida, y de pronto rechazó cuanto le rodeaba y se evadió como un avestruz que hunde la cabeza en la arena. Pensó en la comida. ¿Cómo crecía el espárrago? ¿Qué aspecto tenían los alimentos crudos? Nunca los había visto. La comida ya venía preparada de la cocina de los restaurantes o los servicios automáticos. Las patatas, por ejemplo. ¿Cómo eran? ¿Una pulpa blanca y húmeda? No, a veces eran ovales, así que tenían que ser ovales. Pero no redondas. A veces venían en tiras largas, de puntas cuadradas. Algo muy largo y oval, luego cortado parejamente. Y blanco, desde luego. Y crecían bajo tierra, estaba casi seguro. Raíces largas y delgadas que extendían brazos blancos entre los tubos y conductos que había visto expuestos en las calles, cuando las reparaban. Qué extraño que estuviera comiendo algo parecido a los ineficaces brazos humanos que adornaban los albañales de la ciudad y serpeaban pálidamente donde vivían los gusanos. Y donde él mismo, cuando la Furia lo encontrara, podría…
Alejó el plato.
Bisbiseos y murmullos indescriptibles le obligaron a levantar los ojos como un autómata. La Furia había cruzado la mitad del salón, y casi causaba gracia ver el alivio de los que habían quedado atrás. Dos o tres mujeres se habían hundido la cara en las manos, y un hombre había caído de la silla como muerto después que la Furia siguiera de largo devolviendo los temores privados a sus orígenes ocultos.
Ahora estaba muy cerca. Medía más de tres metros y medio, y el andar era muy terso, algo sorprendente si uno lo pensaba un poco. Más terso que los movimientos humanos. Los pies pisaban la alfombra con pasos plúmbeos y mesurados. Tud, tud, tud. Danner, impersonalmente, trató de calcularle el peso. Siempre se comentaba que no hacían otro ruido que esos pasos terribles, pero ésta crujía levemente en alguna parte. No tenía rasgos, pero la mente humana no podía evitar trazar un boceto ligero de una cara ilusoria sobre esa superficie de acero liso, con ojos que parecía que escrutaban la sala.
Se acercaba más. Ahora todas las miradas convergían en Danner. Y la Furia seguía avanzando. Casi parecía que…
"No. Oh, no. Es imposible", se dijo Danner; se sentía como un hombre en una pesadilla, a punto de despertar. "Quiero despertar pronto. Quiero despertar ya, antes que llegue aquí".
Pero no despertó. Y ahora que la cosa estaba frente a él, los pasos plúmbeos se detuvieron. Se oía apenas un levísimo crujido mientras la Furia esperaba frente a la mesa, inmóvil, la cara sin rasgos vuelta hacia él.
Danner sintió que una oleada de calor insoportable le subía a la cara: Furia, vergüenza, incredulidad. El corazón le palpitaba tan fuerte que el salón oscilaba y un dolor súbito como el rayo le taladró la cabeza entre las sienes.
Estaba de pie, gritando.
—¡No, no! —le aulló al acero impasible—. ¡Estás equivocada! ¡Has cometido un error! ¡Fuera de aquí, idiota! ¡Es un error, un error! 
Tanteó la mesa sin mirar, encontró el plato y lo arrojó al pecho blindado; la porcelana se hizo añicos, la comida derramada trazó una mancha blanca, verde y parda sobre el acero. Danner echó la silla hacia atrás, rodeó la mesa, corrió hacia la puerta alejándose de la alta figura de metal.
Ahora sólo podía pensar en Hartz.
Mares de rostros ondeaban en ambos costados mientras salía a tropezones del restaurante. Algunos observaban con ávida curiosidad, siguiéndole con los ojos. Otros miraban rígidamente los platos o se cubrían las caras con las manos. Detrás venían esos pasos monótonos, y el crujido tenue y rítmico desde dentro del blindaje.
Los rostros desaparecieron en ambos costados y atravesó una puerta sin darse cuenta de que la abría. Estaba en la calle, bañado en sudor. El aire parecía helado, aunque no era un día frío. Miró desorbitadamente a izquierda y derecha y corrió cien metros hasta una hilera de cabinas telefónicas. La imagen de Hartz flotaba tan vívidamente delante de sus ojos que tropezaba a ciegas con los transeúntes. Percibía vagas voces airadas que empezaban a hablar y luego guardaban un temeroso silencio. El paso se le despejó mágicamente. Caminó hacia la cabina más próxima en la isla recién creada de su aislamiento.


Después que cerrara la puerta de vidrio, el estruendo de su propia sangre en los oídos hizo reverberar la pequeña cabina a prueba de ruidos. A través de la puerta vio al robot esperando pacientemente. La mancha de comida le cruzaba el torso como una condecoración robótica sobre una pechera de acero.
Danner trató de discar un número. Tenía los dedos como de goma. Respiró profundamente para despejarse. Un pensamiento trivial le flotaba en la superficie de la mente: "He olvidado pagar la comida… Después, de qué diablos me servirá el dinero. Oh, maldito Hartz, maldito, maldito".
Se comunicó. Un rostro de muchacha se materializó en la pantalla con colores nítidos y contrastantes. En esa parte de la ciudad había pantallas buenas y caras en las cabinas públicas, advirtió impersonalmente.
—Oficina del Controlador Hartz, ¿en qué puedo servirle…?
Danner sólo pudo articular el nombre en el tercer intento. Se preguntó si la muchacha podía verle, y detrás de él, la figura alta y expectante. No pudo averiguarlo, pues ella de inmediato bajó los ojos para consultar lo que sin duda era una lista no visible en la pantalla.
—Lo siento. El señor Hartz ha salido. Hoy no regresará. 
La luz y el color se borraron de la pantalla.
Danner abrió la puerta plegadiza y se levantó. Le temblaban las rodillas. El robot estaba apenas a un paso de la puerta. Por un momento quedaron frente a frente. De pronto Danner se oyó lanzar unas carcajadas incontrolables que rayaban en la histeria, hasta él se daba cuenta. El robot, con esa mancha de comida parecida a una condecoración lucía tan ridículo. Vagamente sorprendido, Danner advirtió que en la mano izquierda todavía aferraba la servilleta del restaurante.
—Retrocede —le dijo al robot—. Déjame salir. Oh, idiota, ¿no te das cuenta de tu error? —le temblaba la voz; el robot crujió ligeramente y dio un paso atrás—. Ya es bastante con que me sigas. Al menos podrías ir limpio, un robot sucio es demasiado… demasiado… —el pensamiento era ridículamente intolerable, y sintió un lloriqueo en la voz. Medio riendo y medio sollozando, enjugó el pecho de acero y tiró la servilleta al suelo.
Y fue en ese preciso instante, con el frío del pecho de acero aún vívido en la memoria, cuando la comprensión atravesó finalmente la barrera de histeria protectora y recordó la verdad. Nunca más en la vida estaría solo. Nunca. Y cuando muriera, sería bajo esas manos de acero, tal vez contra ese pecho de acero, con el rostro impasible frente a él, lo último que vería en la vida. No un compañero humano, sino el cráneo de acero negro de la Furia.

Le llevó casi una semana llegar a Hartz. Durante la semana cambió de parecer acerca del tiempo que un hombre perseguido por una Furia tardaba en volverse loco. Lo último que veía por la noche era la luz de la calle brillando, a través de las cortinas de la lujosa suite del hotel, sobre el hombro metálico del carcelero. Todas las noches, al despertar de un sueño inquieto, oía el tenue crujido de un mecanismo que funcionaba bajo el blindaje. Y cada vez se despertaba preguntándose si no sería la última. ¿El golpe caería mientras durmiera? ¿Y qué clase de golpe? ¿Cómo ejecutaban las Furias? Siempre le causaba un ligero alivio ver la luz incierta de la mañana relumbrando sobre su guardián. Al menos había sobrevivido otra noche. Pero ¿era vivir eso? ¿Valía la pena?
Siguió alojándose en la suite. Tal vez a la gerencia del hotel le habría gustado que se marchara, pero no le hicieron comentarios. Posiblemente no se atrevían. La vida adquirió una característica extraña y traslúcida, como algo visto a través de una pared invisible. Al margen de tratar de llegar a Hartz, a Danner no le interesaba nada. Las viejas ansias de lujos, diversiones y viajes habían desaparecido. No habría viajado solo.
Lo que hacía era pasar horas en la biblioteca pública, leyendo cuanto podía sobre las Furias. Fue allí donde encontró por primera vez los dos versos cautivantes y aterradores que Milton escribiera cuando el mundo era pequeño y simple, versos desconcertantes que nunca habían tenido un sentido preciso para nadie hasta que el hombre creó las Furias de acero a su imagen.

"Mas esa máquina de dos manos a la puerta espera, lista para asestar un golpe, y sólo uno…"

Danner miraba de soslayo su máquina de dos manos, inmóvil y acechante, y pensaba en Milton y en los tiempos remotos en que la vida era sencilla y fácil. Trató de imaginar el pasado. El siglo veinte, cuando todas las civilizaciones se desmoronaron arrojadas al caos. Y los tiempos anteriores, cuando la gente era… distinta, de algún modo. ¿Pero de qué modo? Era demasiado lejano y demasiado extraño. No podía imaginar la época anterior a las máquinas.
Pero al fin supo qué había ocurrido realmente cuando él era joven, cuando el mundo brillante se apagó por completo y empezaron los trabajos grises. Y las Furias se forjaron a semejanza del hombre.
Antes que estallaran las guerras realmente grandes, la tecnología progresó al punto de que las máquinas se alimentaban de máquinas, como seres vivos, y pudo sobrevenir un Edén en la Tierra, con la satisfacción plena de las necesidades de todos, salvo que las ciencias sociales estaban muy a la zaga de las ciencias naturales. Cuando llegaron las guerras devastadoras, las máquinas y la gente pelearon lado a lado, el acero contra el acero y el hombre contra el hombre, pero el hombre era más frágil. Las guerras terminaron cuando no quedaron más sociedades que pudieran rivalizar. Las sociedades se fragmentaron en grupos cada vez menores hasta que sobrevino algo muy parecido a la anarquía.
Entretanto las máquinas se restañaban sus heridas de metal, y se curaban recíprocamente como les habían enseñado. No necesitaban de las ciencias sociales. Siguieron reproduciéndose tranquilamente y brindando a la humanidad los lujos que la edad edénica les había preparado para que brindaran. Imperfectamente, desde luego. Y limitadamente, pues algunas especies habían sido barridas por completo y no quedaban máquinas para alimentar o producir ejemplares nuevos. Pero la mayoría extraía la materia prima, la refinaba, fundía y moldeaba los componentes necesarios, fabricaba el propio combustible, se reparaba las averías y preservaba a su especie sobre la faz de la Tierra con una eficiencia jamás lograda por el hombre.
Entretanto la humanidad se dividía cada vez más. Ya no existían verdaderos grupos, ni siquiera familias. Los hombres no necesitaban mucho de sus semejantes. El apego emocional se redujo. Los hombres habían sido condicionados para aceptar sustitutos vicarios y el escapismo era fatalmente fácil. Los hombres buscaban emociones en las Máquinas de Escape, que les proporcionaban aventuras gozosas e imposibles y agrisaban el mundo de la vigilia. Y la tasa de natalidad decrecía y decrecía. Fue un período muy extraño. El lujo y el caos iban de la mano, la anarquía y la inercia eran lo mismo. Y la tasa de natalidad seguía decreciendo.
Eventualmente unas pocas personas comprendieron qué sucedía. El hombre estaba a punto de extinguirse como especie. Y el hombre no podía hacer nada para impedirlo. Pero tenía un servidor poderoso. Y así llegó el momento en que un genio anónimo vio qué se podía hacer. Alguien vio la situación con lucidez y reprogramó una de las calculadoras electrónicas más grandes que subsistían. Ésta fue la meta que le impuso: "La humanidad tiene que ser nuevamente responsable de sí misma. Ése será tu único objetivo hasta que lo hayas logrado".
Era simple, pero los cambios que produjo afectaron a todo el mundo y alteraron drásticamente toda la vida humana en el planeta. Las máquinas, ya que no el hombre, formaban una sociedad integrada. Y ahora tenían una sola orden y todas se reorganizaron para cumplirla.
De modo que los días de diversión gratuita terminaron. Las Máquinas de Escape fueron clausuradas. Los hombres fueron obligados a reagruparse para sobrevivir. Ahora tenían que realizar el trabajo que las máquinas controlaban, y muy lentamente las necesidades comunes y los intereses comunes revivieron el casi perdido sentimiento de unidad humana.
Pero demasiado lentamente. Y ninguna máquina podía devolver al hombre lo que había perdido, la conciencia internalizada. El individualismo había alcanzado su etapa culminante y hacía tiempo que no había ningún freno para el crimen. Sin familias ni clanes, no habría siquiera luchas de venganza. La conciencia tropezaba, pues ningún hombre se identificaba con ningún otro.
Ahora la verdadera tarea de las máquinas consistía en reconstruir en el hombre un superyó realista para salvarlo de la extinción. Una sociedad responsable tenía que ser genuinamente interdependiente, con líderes identificados con el grupo, y una conciencia internalizada y realista que prohibiera y castigara el "pecado": El pecado de dañar el grupo con el que uno se identificaba.
Y entraron en escena las Furias.
Las máquinas definieron el homicidio en cualquier circunstancia como el único crimen humano. Era bastante exacto, pues es el único acto que puede destruir una unidad social irreemplazable.
Las Furias no podían impedir el crimen. El castigo nunca cura al criminal. Pero pueden impedir que otros cometan crímenes, atemorizados por el castigo infligido a otros. Las Furias eran el símbolo del castigo. Ambulaban abiertamente por las calles tras las víctimas condenadas, un signo externo y visible de que el asesinato se castigaba siempre, y se castigaba del modo más público y terrible. Eran muy eficientes. Jamás se equivocaban. Al menos teóricamente, pues considerando las enormes cantidades de información ya almacenada en las computadoras analógicas, lo más probable era que la justicia de las máquinas fuera mucho más eficaz que la que pudieran administrar los humanos.
Algún día el hombre redescubriría el pecado. Sin él había estado a punto de perecer totalmente. Con él, podría recobrar el dominio sobre sí y sobre la raza de servidores mecánicos que lo ayudaban a restaurar la especie. Pero hasta ese día, las Furias tendrían que ambular por las calles, la conciencia del hombre con disfraz de metal, impuesta por las máquinas que el hombre había creado hacía mucho tiempo.


Danner apenas supo qué había hecho todo ese tiempo. Pensó muchísimo en los viejos días de las Máquinas de Escape, antes que las máquinas racionaran los lujos. Los evocaba con hosquedad y resentimiento, pues no le veía ningún sentido al experimento en que se había embarcado la humanidad. Le gustaban más los viejos tiempos. Y además tampoco había Furias.
Bebía mucho. Una vez vació los bolsillos en el sombrero de un mendigo sin piernas, pues el hombre, igual que él, estaba marginado de la sociedad por algo nuevo y terrible. Para Danner era la Furia. Para el mendigo era la vida misma. Treinta años antes habría vivido o muerto en el olvido, atendido sólo por máquinas. Que un mendigo pudiera sobrevivir con limosnas tal vez indicaba que la sociedad empezaba a recuperar los sentimientos solidarios, pero para Danner eso no significaba nada. No duraría el tiempo suficiente para saber cómo terminaba la historia.
Quiso hablar con el mendigo, pero el hombre trató de alejarse en su pequeña plataforma rodante.
—Escucha —le apremió Danner, siguiéndole y hurgándose los bolsillos—. Quiero decirte algo. No es como tal vez imaginas. Es…
Esa noche estaba ebrio como una cuba y siguió al mendigo hasta que el hombre le arrojó el dinero de vuelta y se alejó rápidamente con la plataforma, mientras Danner se recostaba contra un edificio tratando de creer en su solidez. Pero sólo la sombra de la Furia, arrojada sobre él por la luz de la calle, era real.
Más tarde esa noche, en algún rincón de la oscuridad, atacó a la Furia. En alguna parte encontró un pedazo de caño y arrancó una lluvia de chispas a los hombros imponentes e imperturbables. Luego corrió, doblando por callejones sinuosos, y al final se ocultó en un porta a oscuras, a esperar que los pasos implacables retumbaran en la noche.
Se durmió, exhausto.
Fue al día siguiente cuando finalmente llegó a Hartz.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Danner; en la última semana había cambiado mucho. La cara iba adquiriendo un aire impasible, una extraña semejanza con la máscara metálica del robot.
Hartz descargó un manotazo airado sobre el borde del escritorio, y torció la cara de dolor. La sala parecía vibrar no con el palpitar de las máquinas de abajo, sino con la energía tensa del hombre.
—Algo ha fallado —dijo—. Todavía no sé. Yo…
—¡No lo sabes! —Danner perdió parte de su impasividad mientras Hartz gesticulaba para calmarle.
—Espera… Aguanta un poco más. Verás que se soluciona. Puedes…
—¿Cuánto tiempo me queda? —preguntó Danner mirando por encima del hombro a la alta Furia que estaba de pie a sus espaldas, como si en verdad le preguntara a ella y no a Hartz. De algún modo, su manera de preguntarlo hacía pensar que debía haber hecho la misma pregunta muchas veces mirando la inexpresiva cara de acero, y que seguiría preguntando en vano hasta recibir al fin la respuesta. Pero no en palabras.
—Ni siquiera puedo descubrir eso —dijo Hartz—. Maldita sea, Danner, era un riesgo. Tú lo sabías.
—Dijiste que podías controlar la computadora. Te vi hacerlo. Quiero saber por qué no cumples lo que has prometido.
—Algo falla, te estoy diciendo. Tendría que haber resultado. En cuanto concertamos este… trato, registré los datos que debieron haberte protegido.
—¿Pero qué ocurrió, entonces?
Hartz se levantó y se paseó por la alfombra.
—Simplemente no lo sé. No comprendemos la potencialidad de las máquinas, eso es todo. Pensé que podría hacerlo. Pero…
—¡Pensaste!
—Sé que puedo hacerlo. Todavía lo estoy intentando. Estoy intentándolo todo. Al fin y al cabo, también es importante para mí. Estoy trabajando tan rápido como puedo. Por eso no pude verte antes. Estoy seguro de que puedo hacerlo, si encuentro la clave. Maldita sea, Danner, es complicado. No son simples máquinas de calcular. Mira esos artefactos.
Danner no se molestó en mirar.
—Mejor que lo hagas —dijo—. Es todo.
—¡No me amenaces! —estalló Hartz—. Déjame solo y lo solucionaré. Pero no me amenaces.
—También corres peligro —dijo Danner.
Hartz regresó al escritorio y se sentó en el borde.
—¿Cómo? —preguntó.
—O’Reilly está muerto. Tú me pagaste para matarlo. 
Hartz se encogió de hombros.
—La Furia lo sabe —dijo—. Las computadoras lo saben. Y les importa un bledo. Tu mano apretó el gatillo, no la mía.
—Los dos somos culpables. Si yo debo pagarlo, tú…
—Un momento. Aclárate las ideas. Creí que lo sabías. Es un fundamento de la investigación legal, y lo ha sido siempre. No se castiga a nadie por sus intenciones. Sólo por sus actos. No soy más responsable de la muerte de O’Reilly que la pistola que has utilizado para despacharle.
—¡Pero me has mentido! ¡Me has embaucado! Te juro…
—Harás lo que te digo si quieres salvarte. No te embauqué, simplemente cometí un error. Dame tiempo y lo solucionaré.
—¿Cuánto tiempo?
Esta vez los dos hombres miraron a la Furia, que permanecía impasible.
—Yo no sé cuánto tiempo —dijo Danner, respondiendo su propia pregunta—. Tú dices que no sabes. Nadie sabe siquiera cómo me matará cuando llegue el momento. He estado leyendo toda la información accesible al público sobre el tema. ¿Es verdad que el método varía, para mantener sobre ascuas a los infelices como yo? Y el tiempo concedido… ¿no varía también?
—Sí, es verdad. Pero hay un tiempo mínimo, estoy casi seguro. Todavía debe faltar. Créeme, Danner, aún puedo salvarte de la Furia. Tú me has visto hacerlo. Sabes que funciona. Sólo que necesito descubrir qué ha fallado esta vez. Pero cuanto más me molestes, más tardaré. Me comunicaré contigo. No intentes verme de nuevo.
Danner se puso de pie. Avanzó unos pasos hacia Hartz, y la ira y la frustración disiparon la impasibilidad que la desesperación le había tallado en la cara. Pero los pasos solemnes de la Furia sonaron a sus espaldas. Se detuvo.
Los dos hombres se miraron.
—Dame tiempo —dijo Hartz—. Confía en mí, Danner.
En cierto sentido era peor tener esperanzas. Hasta el momento una especie de aturdimiento lo había salvado de angustias excesivas. Pero ahora existía una oportunidad de que después de todo pudiera escapar a la vida nueva y brillante por la que había arriesgado tanto, siempre que Hartz lo rescatara a tiempo.
Ahora, por un tiempo, empezó a saborear de nuevo la experiencia. Compró ropas nuevas. Viajó, aunque nunca solo, por supuesto. Incluso buscó de nuevo compañía humana y la consiguió en cierto modo. Pero la gente dispuesta a relacionarse con un condenado a esa sentencia no era demasiado recomendable. Encontró, por ejemplo, mujeres que se sentían fuertemente atraídas no por él ni su dinero, sino por su acompañante. Quedaban cautivadas por la oportunidad de un contacto estrecho y seguro con el mismísimo instrumento del destino. A veces Danner advertía solapadamente que observaban a la Furia en un éxtasis de fascinación anhelante. En un curioso arrebato de celos, se libró de esas personas en cuanto reparó en las miradas fríamente seductoras que dirigían al robot.
Decidió viajar más lejos. Tomó el cohete a África y regresó por los bosques húmedos de Sudamérica, pero ni los clubes nocturnos ni la novedad exótica de los lugares extraños le excitaban demasiado. La luz del sol parecía igual reflejada en las superficies de acero curvo de su perseguidor, ya brillara sobre sabanas leonadas o se filtrara a través de los jardines colgantes de las junglas. Las novedades se desgastaban pronto por culpa de ese objeto espantosamente familiar que le acechaba constantemente. No podía disfrutar de nada.
Y el golpeteo rítmico de los pasos a sus espaldas se le hizo inaguantable. Usaba tapones para los oídos, pero la pesada vibración le palpitaba en el cráneo permanentemente, como una eterna jaqueca. Aunque la Furia estuviera quieta él oía en la cabeza el golpeteo imaginario de los pasos.
Compró armas y trató de destruir al robot. Fracasó, desde luego. Y aunque hubiera tenido éxito, sabía que le asignarían otro. El licor y las drogas no servían de nada. El suicidio lo tentaba cada vez más, pero postergaba la idea porque Hartz le había dicho que todavía había esperanzas.
Finalmente regresó a la ciudad para estar cerca de Hartz y la esperanza. De nuevo se dedicó a frecuentar la biblioteca, pero caminaba lo imprescindible para no tener que soportar las pisadas que lo perseguían. Y fue aquí, una mañana, donde encontró la respuesta.
Había leído todos los relatos accesibles sobre las Furias. Había leído todas las referencias literarias agrupadas bajo ese encabezamiento, asombrado de descubrir cuántas había y qué apropiadas se habían vuelto algunas —como la máquina de dos brazos de Milton— después de todos estos siglos. Esos pies fuertes que lo seguían y lo perseguían —leyó— implacablemente y sin prisa, un andar imperturbable, una celeridad deliberada, un porte majestuoso… Volvió las páginas y vio reflejadas sus angustias más literalmente que en cualquier alegoría:

"Sacudí las horas acumuladas y derrumbé la vida sobre mí; cubierto de manchas, estoy de pie en el polvo de los años apilados, mi lacerada juventud yace muerta bajo el túmulo".

Dejó caer varias lágrimas de autocompasión sobre la página que lo retrataba con tanta claridad.
Pero luego pasó de las referencias literarias al depósito de obras filmadas, pues algunas estaban incluidas bajo ese encabezamiento. Vio a Orestes con atuendo moderno, perseguido de Argos a Atenas por una Furia robot de más de dos metros de alto en vez de las tres Erinias con cabelleras de serpiente de la leyenda. Cuando se empezó a utilizar a las Furias, las obras sobre el tema se pusieron de moda. En un ensueño que evocaba los recuerdos de su niñez, cuando las Máquinas de Escape aún funcionaban, Danner miraba los filmes absorto.


Y tanto como entonces lo estaba ahora, que cuando la escena familiar surgió por primera vez en la cabina de vídeo apenas le intrigó. Toda la experiencia era parte de un patrón de conducta familiar, y al principio no le sorprendió que una escena fuera más vívidamente familiar que el resto. Pero de golpe una campanilla le vibró en la memoria. Se irguió bruscamente y detuvo la proyección descargando un puñetazo en el botón. Rebobinó la película y pasó nuevamente la escena.
Mostraba un hombre caminando con su Furia a través del tráfico de la ciudad, y ambos se movían en una pequeña isla desierta creada por ellos mismos, como un Crusoe seguido por su Viernes. Mostraba al hombre doblando en un callejón, mirando ansiosamente a la cámara, respirando profundamente y echando a correr de golpe. Mostraba a la Furia titubeando, haciendo movimientos indecisos y luego volviéndose y alejándose calladamente en la dirección contraria con pasos que reverberaban huecamente en la acera.
Danner rebobinó nuevamente el filme y proyectó la escena una vez más, sólo para asegurarse bien. Temblaba tan violentamente que apenas podía manipular el proyector.
—¿Qué te parece? —le murmuró a la Furia, erguida a sus espaldas en la cabina penumbrosa; había tomado el hábito de hablarle mucho a la Furia, en un rápido farfulleo, sin darse cuenta de que lo hacía—. ¿Qué opinas de la escena? Ya la has visto, ¿verdad? Familiar, ¿no es así? ¡¿No es así?! ¡Respóndeme, cascajo del demonio!
Y echando el brazo hacia atrás golpeó al robot en el pecho como si hubiera golpeado a Hartz. El golpe retumbó huecamente en la cabina, pero el robot no reaccionó, aunque cuando Danner se volvió a él inquisitivamente, vio esa escena harto familiar que se proyectaba por tercera vez en la pantalla reflejada en las imágenes diminutas en el pecho y la cabeza sin rostro del robot, como si él también recordara.
Así que había dado con la respuesta. Y Hartz jamás había poseído el poder del que alardeaba. O en todo caso, no tenía intenciones de usarlo para ayudar a Danner.
¿Para qué? Ya no corría ningún riesgo. Con razón había estado tan nervioso al proyectar ese tramo de película en una pantalla de observación de su oficina. Pero la ansiedad no procedía del peligro al que se estaba exponiendo, sino de la tensión de armonizar sus actividades con la acción de la obra. ¡Cuánto habrá debido ensayar, sincronizando cada movimiento! Y cómo se habrá reído después.
—¿Cuánto tiempo me queda? —preguntó airadamente Danner, arrancando una reverberación hueca al pecho del robot—. ¿Cuánto? ¡Respóndeme! ¿El tiempo suficiente?
Ahora lo extasiaba estar libre de esperanzas. Toda espera era inútil. Ahora sólo tenía que llegar a Hartz y pronto, antes que venciera su propio plazo. Pensó con repulsión en todos los días que ya había desperdiciado, viajando y matando el tiempo, cuando en ese mismo instante podían estar transcurriendo sus minutos finales. Antes que los de Hartz.
—¡Sígueme! —le dijo innecesariamente a la Furia—. ¡De prisa!
La Furia le siguió, acerando a la par de él, mientras el reloj enigmático que tenía dentro seguía marcando los momentos que conducían al instante en que la máquina de dos brazos asestaría un golpe, y sólo uno.
Hartz estaba sentado en la oficina del Controlador detrás de un escritorio flamante, en la misma cima de la pirámide, ahora por encima de los bancos de computadoras que administraban la sociedad y hacían restallar el látigo sobre la humanidad. Suspiraba con profunda satisfacción. Sólo que se sorprendía pensando demasiado en Danner. Hasta soñaba con él. No con la culpabilidad, pues la culpa implicaba conciencia, y el prolongado entrenamiento en el individualismo anárquico aún estaba hondamente arraigado en la mente de todos los hombres. Pero tal vez con inquietud.
Pensando en Danner se reclinó y abrió un pequeño cajón que había trasladado del viejo escritorio al nuevo. Metió la mano y acarició los controles distraídamente. Muy distraídamente.
Dos movimientos y podía salvar la vida de Danner. Pues por supuesto, le había mentido de cabo a rabo. Podía controlar las Furias con toda facilidad. Podía salvar a Danner, pero nunca se lo había propuesto. No había necesidad. Y era peligroso. Con burlar sólo una vez un mecanismo tan complejo como el que controlaba la sociedad, sería imposible predecir en qué terminaría el desajuste. Una reacción en cadena que, quizá, desquiciaría toda la organización. No.
Quizás algún día tuviera que usar el artefacto del cajón. Esperaba que no. Lo cerró rápidamente, y oyó el chasquido suave de la cerradura.
Ahora era Controlador. Guardián, en cierto sentido, de las máquinas que eran fieles de una manera en que jamás podría serlo un hombre. Quis custodiet, pensó Hartz. El viejo problema. Y la respuesta era: Nadie. Nadie, hoy. Él no tenía superiores y su poder era absoluto. Gracias al pequeño mecanismo del cajón, nadie controlaba al Controlador. Ni una conciencia interna, ni una externa. Nada podía afectarlo.
Al oír pasos en las escaleras, creyó por un momento que estaba soñando. A veces había soñado que era Danner perseguido por esas pisadas implacables. Pero ahora estaba despierto.
Extrañamente, percibió el golpeteo casi subsónico de los pies de metal antes que los pasos precipitados de Danner subiendo por su escalera privada. Todo fue tan rápido que el tiempo pareció desligado de los hechos. Primero oyó las pisadas, imponentes y subsónicas, luego el brusco tumulto de gritos y portazos abajo, y al fin el tump tump de Danner que se lanzaba escaleras arriba. Los pasos concordaban tan perfectamente con el andar más pesado del robot que el ruido del metal ahogaba el ruido de carne y hueso y cuero.
Entonces Danner abrió la puerta con estrépito, y los gritos y baraúnda de abajo subieron a la oficina como un ciclón. Pero un ciclón de pesadilla, pues nunca se acercaría más. El tiempo se había detenido.
El tiempo se había detenido con Danner en la puerta, la cara convulsa, ambas manos aferrando el revólver, pues temblaba tanto que no podía empuñarlo con una.
Hartz actuó tan mecánicamente como un robot. Había soñado muy a menudo con ese momento, de un modo u otro. Si hubiera podido ajustar la Furia al punto de apresurar la muerte de Danner, lo habría hecho. Pero no sabía cómo. Sólo podía esperar, tan ansiosamente como el mismo Danner, desando angustiosamente que el golpe cayera y el verdugo actuara antes de que Danner vislumbrara la verdad. O renunciara a la esperanza.
De modo que Hartz estaba preparado para esto. Tuvo el arma en la mano sin siquiera darse cuenta de que había abierto el cajón. El problema era que el tiempo se había detenido. Sabía oscuramente que la Furia debía impedir que Danner dañara a nadie. Pero Danner estaba solo en el umbral, el revólver en ambas manos. Y aún más oscuramente, Hartz sabía que las máquinas podían ser detenidas. Las Furias podían fallar. No podía confiar la vida a la incorruptibilidad de las máquinas, pues él mismo era la fuente de una corrupción que podía paralizarlas.
Tuvo el arma en la mano sin darse cuenta. El gatillo le pateó el dedo y el revólver se le hundió en la palma, y tras la detonación un siseo cruzó el aire entre él y Danner.
Oyó que la bala chocaba contra algo metálico.
El tiempo empezó a fluir de nuevo, acelerando para recobrar lo perdido. La Furia estaba apenas a un paso de Danner después de todo, porque el brazo de acero lo rodeaba y la mano de acero le desviaba el arma. Danner había disparado, sí, pero no lo bastante rápido. No antes que la Furia lo alcanzara. La bala de Hartz le dio antes.
Le dio en el pecho, perforándolo y rebotando contra el pecho de acero de la Furia a sus espaldas. La cara de Danner se distendió en una inexpresividad tan completa como la de la máscara que tenía encima de la cabeza. Se desplomó hacia atrás. Como el robot lo sostenía, no cayó, sino que se deslizó lentamente al suelo entre el brazo de la Furia y el imperturbable cuerpo de metal. El revólver cayó blandamente en la alfombra. Del pecho y la espalda de Danner manaba sangre.


El robot permaneció impasible. Una estría de la sangre de Danner le atravesaba el pecho metálico como una condecoración robótica.
La Furia y el Controlador de las Furias quedaron frente a frente. La Furia desde luego no podía hablar, pero Hartz creía oírla en su mente.
—La defensa personal no es una excusa —parecía decir la Furia—. Nunca castigamos la intención, pero siempre castigamos el acto. Cualquier acto de homicidio. Cualquier acto de homicidio.
Hartz apenas tuvo tiempo de guardar el revólver en el cajón del escritorio antes de que el primero de la alborotada multitud de abajo irrumpiera por la puerta. Además, apenas tuvo la presencia de ánimo para hacerlo. Realmente no había pensado en una situación tan extrema.
Según todas las apariencias era un suicidio. Se oyó dando explicaciones con voz ligeramente trémula. Todos habían visto a ese demente entrando en la oficina con la Furia detrás. No sería la primera vez que un asesino intentaba llegar al Controlador para implorarle que alejara al carcelero y detuviera al verdugo. Lo que había sucedido, explicó Hartz con bastante serenidad, era que la Furia naturalmente había impedido que el hombre le disparara a él. Y la víctima se había encañonado a sí misma. Las quemaduras de pólvora de la ropa lo demostraban (el escritorio estaba muy cerca de la puerta). La marca del fogonazo en la piel de Danner mostraría que de veras había disparado un arma.
Suicidio. Satisfaría a cualquier humano. Pero no a las computadoras.
Se llevaron el cadáver. Dejaron solos a Hartz y la Furia, todavía enfrentados con el escritorio de por medio. Si a alguien le llamó la atención, nadie lo demostró.
Hartz mismo no sabía si era extraño o no. Nada como esto había sucedido antes. Nadie había sido tan idiota como para asesinar en presencia de una Furia. Ni siquiera el Controlador sabía exactamente cómo las computadoras sopesaban la evidencia y determinaban la culpa. ¿Normalmente esta Furia habría sido llamada de vuelta? ¿Si la muerte de Danner hubiera sido realmente suicidio, Hartz estaría solo ahora?
Sabía que las máquinas ya estaban procesando la evidencia de lo que realmente acababa de suceder. Lo que no sabía a ciencia cierta era si esta Furia ya había recibido órdenes de seguirle dondequiera que fuese, a partir e ahora y hasta la hora de su muerte. O si simplemente permanecería inmóvil esperando que la llamaran. Bien, no tenía importancia. Esta u otra Furia ya estaba recibiendo instrucciones respecto de él. Sólo quedaba una salida. Gracias a Dios, él tenía una salida.
De modo que Hartz abrió el cajón del escritorio, tocó las teclas que jamás creyó que usaría. Muy cuidadosamente pasó a las computadoras la información codificada, dígito por dígito. Entretanto, miraba por la pared de vidrio e imaginaba ver allí, entre las cintas ocultas, las secuencias de datos que cesaban de existir y eran reemplazadas por una información nueva y falsa.
Encaró al robot. Sonrió ligeramente.
—Ahora olvidarás —dijo—. Tú y las computadoras. Puedes irte. No volveré a verte. 
O bien las computadoras trabajaban increíblemente rápido —claro que lo hacían— o bien fue pura coincidencia, pues apenas un momento después la Furia se movió como obedeciendo a Hartz. Había estado totalmente inmóvil desde que Danner se le había deslizado entre los brazos. Ahora nuevas órdenes la reanimaron, y por un segundo se movió con cierta torpeza mientras le cambiaban las instrucciones. Casi pareció saludar, una reverencia pequeña y rígida que acercó su cabeza a la de Hartz.
Hartz se vio la cara reflejada en el rostro liso de la Furia. Esa inclinación rígida bien podía interpretarse como un gesto irónico, con la condecoración diplomática que surcaba el pecho de la criatura, símbolo del deber cumplido honorablemente. Pero esta retirada no tenía nada de honorable. El metal incorruptible se corrompía, y devolvía la mirada de Hartz con el reflejo del rostro del Controlador.
La observó dirigirse hacia la puerta. Oyó las pisadas bajando las escaleras. Sintió la vibración de los golpes en el suelo, y tuvo un repentino mareo cuando pensó que la estructura toda de la sociedad le temblaba bajo los pies.
Las máquinas eran corruptibles.
La supervivencia de la humanidad todavía dependía de las computadoras, y no se podía confiar en ellas. Hartz agachó la cabeza y notó que le temblaban las manos. Ese temblor se reflejaba en un temblor interno, la percepción aterradora de la inestabilidad del mundo.
Una soledad espantosa y repentina lo barrió como un viento frío. Nunca había sentido una necesidad tan urgente de la compañía de los de su especie. No una persona, sino gente. Sólo gente. La calidez de seres humanos a su alrededor. Una necesidad muy primitiva.
Tomó el sombrero y el abrigo y bajó rápidamente las escaleras, las manos hundidas en los bolsillos a causa de un escalofrío del que ningún abrigo podría protegerlo.
En medio de la escalera se paró en seco. Lo seguían pasos.
Al principio no se atrevió a mirar atrás. Conocía esos pasos. Pero tenía dos temores y no sabía cuál era peor. El temor de que le siguiera una Furia, y el temor de que no le siguiera ninguna. Si de veras le seguían, sentiría una especie de alivio demente, pues entonces podría confiar en las máquinas, pese a todo, y esa terrible soledad se disiparía.
Avanzó un poco más, sin volverse. Oyó la ominosa pisada a sus espaldas, un eco de la suya. Suspiró profundamente y miró hacia atrás. En la escalera no había nada.
Tras una larga pausa siguió bajando, mirando por encima del hombro. Oía detrás las pisadas implacables, pero ninguna Furia visible le seguía. Ninguna Furia visible.
Las Erinias se habían internado nuevamente en la conciencia, y una invisible  Furia mental seguía a Hartz escaleras abajo. Fue como si el pecado hubiera renacido en el mundo y el primer hombre sintiera nuevamente la culpa. Las computadoras no habían fallado después de todo.
Hartz bajó lentamente las escaleras y salió a la calle. Oía aún, y oiría siempre, los pasos implacables e incorruptibles que le seguían, que ya no vibraban como metal.


FIN

2024/08/19

La voz del extraño cubo (Nelson Bond)


Título original: The voice from the curious cube
Año: 1937


Todo Xuthil bullía de excitación. Las anchas carreteras y las serpenteantes rampas que conducían al foro público, se hallaban abarrotadas con los cuerpos de cien mil habitantes, que avanzaban a codazos y empellones, mientras en los barrios residenciales de la capital, millones de moradores que no podían presenciar el espectáculo de primera mano, esperaban ansiosamente junto a sus menavisores a que llegasen las primeras noticias.
El extraño cubo se había abierto. La gigantesca losa de mármol, cuyas enhiestas y brillantes paredes se alzaban a centenares de pies sobre las cabezas de los xuthilianos más altos, y cuya gran base cuadrada, que tenía más de un centenar de anchos de casa por lado, acababa de abrirse apenas unas horas. Un bloque perfectamente engrasado se deslizó hacia atrás, mostrando un negro pozo que abría su boca tenebrosa en las profundidades.
Un grupo de atrevidos exploradores, armados hasta lo dientes, habían penetrado ya en las entrañas del extraño cubo. No tardarían en regresar para rendir un informe público y era esto lo que todo Xuthil esperaba conteniendo el aliento. 
Ningún ser viviente conocía la finalidad -o se atrevía a calcular la tremenda antigüedad- de aquel extraño cubo. Los más antiguos documentos que figuraban en las bibliotecas xuthilianas mencionaban ya su existencia, atribuyéndole un origen divino. Pues había que reconocer que ni siquiera las hábiles manos de la raza que entonces dominaba la Tierra habrían podido alzar tan gigantesca construcción. Era obra de los titanes o de algún dios.
Así es que, con los menavisores sintonizados con el foro para captar las primeras imágenes mentales que desde allí retransmitirían los miembros del grupo de exploración, todo Xuthil zumbaba presa de una actividad febril.
De pronto, una pálida luminosidad glauca inundó las pantallas reflectoras de los menavisores y un estremecimiento recorrió las hileras de espectadores. El grupo de exploración había regresado. Tul, el jefe de todos los sabios xuthilianos, subió al estrado circular con su frente ancha e inteligente fruncida por una arruga de preocupación. Sus seguidores avanzaban tras él con aspecto igualmente abrumado.
Tul se colocó ante la unidad proyectora de imágenes. Al mismo tiempo, una confusa escena comenzó agrabarse en las mentes de su auditorio... una imagen que se iba haciendo cada vez más clara y distinta a medida que el contacto mental se hacía más fuerte.
Todos y cada uno de los xuthilianos se vieron avanzando tras el resplandor que proyectaba una potente lámpara por un largo corredor de mármol que descendía en línea recta. Era un pasadizo de bóveda elevadísima, formado por sillares que ajustaban sin dejar resquicios aparentes entre sí. Sus pies hollaban las telarañas y el polvo de los siglos y el aire guardaba el mohoso perfume de los años que fueron. Alguien dirigió el rayo de una lámpara hacia el techo del pasadizo y su luz se perdió en las vastas proporciones de la cámara abovedada.
Luego, el pasadizo se ensanchó, convirtiéndose en un gran anfiteatro; una estancia inmensa que hacía parecer insignificante el espacioso foro xuthiliano. Todos cuantos contemplaban los menavisores se vieron avanzar telepáticamente, repitiendo lo que había hecho Tul, con pasos apresurados, para luego detenerse y pasear el rayo de la lámpara por el lugar más extraño que imaginarse pueda. Hilera sobre hilera de cajones metidos en nichos cubiertos de placas de bronce en las que se veían jeroglíficos grabados... este era el contenido del extraño cubo. Esto y nada más.
La imagen se hizo borrosa y terminó por desvanecerse. Los pensamientos de Tul la sustituyeron, comunicándose directamente a cada espectador.
-Es innegable que existe un enorme misterio que aún hay que resolver, por lo que se refiere a este curioso cubo. Ignoramos lo que contienen estos cajones. Tal vez sean archivos de una raza extinta hace mucho tiempo. Mas harán falta largos años de duro trabajo, aun contando con el instrumental más moderno, para abrir tan sólo uno de estos titánicos estantes. Su gigantesco tamaño e intrincada construcción frustrará todos nuestros esfuerzos. Si fueron seres vivientes quienes construyeron este extraño cubo -y debemos suponer que lo fueron- su organismo debía estar hecho a una escala tan inmensamente superior a la del nuestro, que nos consideramos totalmente incapaces de comprender la finalidad de sus instrumentos. Solamente una de las cosas encontradas en el interior del cubo puede compararse, hasta cierto punto, con aparatos que nosotros conocemos y manejamos. 
Volviéndose, Tul efectuó una seña a dos de sus ayudantes. Éstos avanzaron tambaleándose bajo el peso de una enorme losa de piedra de forma circular, montada en el interior de un cuadrado que parecía hecho de un extraño material fibroso. A esta gigantesca plataforma se hallaba sujeto un grueso cable elástico, de un diámetro casi dos veces mayor al del cuerpo de quienes lo transportaban.
-El cable sujeto a esta losa -continuó Tul- es larguísimo. Penetra hasta el corazón del extraño cubo. Es evidente que tiene alguna relación con su secreto, pero ignoramos cual puede ser ésta. Nuestros ingenieros tendrán que desmontar la losa para descubrir el enigma que oculta. Como ustedes pueden ver, es un cuerpo de naturaleza sólida.
Tul subió sobre la losa. 
Cuando Tul trepó sobre el botón pulsador, la corriente inactiva, que dormía desde hacía siglos en las baterías, se puso en movimiento y desde las tenebrosas profundidades del curioso cubo un altavoz accionado eléctricamente habló:
«Hombres -dijo una voz humana-, hombres del siglo cincuenta... nosotros, sus hermanos del siglo veinticinco, acudimos a ustedes. En nombre de la Humanidad, les pedimos ayuda.
»Mientras pronuncio estas palabras, nuestro sistema solar se hunde en el seno de una nube de cloro de la que no saldrá durante cientos de años. Toda la Humanidad está condenada a la destrucción. En esta bóveda especialmente construida hemos depositado, para que en ella reposen, las diez mil mentes más preclaras de la Tierra, cerradas herméticamente para que permanezcan sumidas en un sueño cataléptico hasta el siglo cincuenta. Entonces, el peligro ya habrá pasado.
»Por fin, se ha abierto la puerta de nuestra cripta. Si aún quedan hombres vivos y la atmósfera es pura, que alguien baje la palanca situada junto a la puerta de nuestro panteón y nosotros nos despertaremos.
»Si ningún hombre escucha esta súplica; si no queda ningún hombre vivo, entonces: Adiós mundo. Los dormidos restos de la raza del hombre dormirán para toda la eternidad».
-Es un cuerpo sólido -repitió Tul-. Sin embargo, como pueden ver, parece ceder ligeramente -continuó con cierta vacilación-. Ciudadanos de Xuthil, este misterio nos parece tan desconcertante como a todos ustedes. Pero pueden estar convencidos que el Consejo de Sabios hará todos los esfuerzos posibles por resolverlo. 
El verdoso resplandor de los menavisores se desvaneció, Xuthil, perplejo y maravillado, volvió a sus quehaceres diarios. En las esquinas y en las salas, en los hogares y en las oficinas, los xuthilianos se detenían brevemente para tocarse mutuamente con las antenas y comentar el extraño suceso.
Pues hay que saber que la voz surgida desde el extraño cubo no fue escuchada por criatura humana. Los dueños del mundo en el siglo cincuenta eran hormigas... y las hormigas no oyen.


FIN

2024/08/12

El último día (Richard Matheson)


Título original: The last day
Año: 1953


El primer pensamiento que se le ocurrió al despertar fue: Ha terminado la última noche. Había dormido algunas horas. Estaba acostado en el suelo, mirando hacia el techo. Las paredes mostraban aún el resplandor rojizo de la luz exterior. En la sala no se oía más que un múltiple ronquido.
Miró a su alrededor. Había cuerpos dormidos por todo el cuarto. En el diván, en las sillas, en el suelo. Algunos se habían cubierto con alfombras. Dos estaban desnudos.
Se irguió sobre un codo, frunciendo el ceño; un dolor punzante le perforaba la cabeza. Cerró los ojos, y los mantuvo así por un momento. Después volvió a abrirlos. Hizo correr la lengua por el interior de la boca seca, percibiendo el regusto desagradable del licor y la comida.
Apoyado sobre el codo, echó una mirada en torno a la habitación, registrando lentamente la escena en su conciencia. Nancy y Bill yacían abrazados, ambos desnudos. Norman dormía acurrucado en una silla, con el delgado rostro muy tenso. Mort y Mel se habían cubierto con alfombras sucias, y ambos roncaban. Había otros en el suelo.
Fuera, el resplandor rojizo.
Miró por la ventana, parpadeando. Después recorrió con la vista su alto cuerpo, y volvió a tragar saliva.
"Estoy vivo", pensó, "y todo es verdad".
Se frotó los ojos, aspirando profundamente el aire viciado del departamento. Al levantarse tumbó un vaso; el licor con soda se volcó sobre la alfombra y empapó el tejido azul.
Había vasos rotos, tumbados, pateados y estrellados contra la pared. Había botellas vacías esparcidas por todo el cuarto. El tocadiscos había caído boca abajo, los álbumes estaban desparramados por el suelo, varios fragmentos de discos formaban diseños absurdos sobre la alfombra.
Entonces recordó. Era Mort quien había comenzado todo, la noche anterior. Había echado a correr hacia el tocadiscos, borracho, gritando:
—¿Para qué diablos sirve ahora la música? ¡Es sólo un montón de ruido!
De un solo puntapié, estrelló contra la pared el tocadiscos. Se dejó caer de rodillas para levantar el aparato con sus musculosos brazos y lo volvió a estrellar contra el suelo.
—¡Al diablo con la música! —chillaba—. ¡Odio esta porquería!
Mientras arrancaba los discos de los álbumes o de los sobres, para quebrarlos sobre la rodilla, llamó a los demás:
—¡Vamos! ¡Vengan!
La idea había prendido, como prendían todas las ocurrencias descabelladas en aquellos últimos días.
Mel, que estaba haciendo el amor con una muchacha, se levantó de un salto y comenzó a lanzar los discos por las ventanas, hacia la calle. Hasta Charlie dejó a un lado su preciada pistola, para tratar de hacer blanco en quienes pasaban por la calle.
Richard contempló aquellos platillos oscuros que planeaban y se hacían pedazos contra la acera. Arrojó también uno, pero en seguida volvió la espalda al grupo. Se llevó al dormitorio a la muchacha de Mel, y se acostó con ella.
Todo aquello recordaba en estos momentos, mientras intentaba mantenerse de pie en la luz rojiza. Cerró los ojos por un instante; al abrirlos los posó en Nancy, y recordó haberla tomado también en algún momento de aquellas horas salvajes corridas durante el día anterior y esa noche.
"Ahora parece envilecida", pensó. "Siempre ha sido una especie de animal. Antes se veía forzada a disimularlo, pero ahora, en este crepúsculo final, lo revela del único modo que sabe, con lo único que le importa".
¿Quedaría aún en el mundo alguien realmente digno, esa clase de gente que conserva la dignidad aun cuando ya no hace falta impresionar a nadie?
Pasó por sobre el cuerpo de una muchacha dormida; vestía sólo un calzón, y tenía el pelo enmarañado, corrida la pintura de los labios y una expresión tensa y desdichada en los pliegues de la frente.
Al pasar por el dormitorio echó una mirada al interior. En la cama había tres muchachas y dos hombres. En el baño se encontró con el cadáver.
Estaba caído en la bañera, de cualquier modo, cubierto con la cortina de la ducha. Una de las piernas colgaba por sobre el borde, balanceándose absurdamente. Retiró la cortina para contemplar la camisa empañada en sangre y el rostro blanco y rígido.
Charlie.
Meneó la cabeza, y se volvió hacia el lavabo para lavarse las manos y la cara. No importaba ya. En realidad, Charlie era uno de los afortunados, un miembro de la inmensa legión que se había eliminado con cualquiera de las formas habituales del suicidio: Cortándose las muñecas, tomando píldoras o metiendo la cabeza en el horno.
Mientras se estudiaba en el espejo la cara desgastada, pensó también en cortarse las venas. Pero no podía. Hacía falta algo más que la mera desesperación para llevarle al suicidio.
Tomó un poco de agua. Por suerte, aún había agua corriente. Difícilmente habría alguien trabajando en las plantas de agua, de electricidad o de teléfonos. ¿Quién sería tan tonto como para ir a trabajar en el último día del mundo?
En la cocina se encontró con Spencer. Estaba sentado a la mesa, en calzoncillos, mirándose las manos. En la sartén se freían unos huevos, lo cual significaba que también había gas.
—Hola —saludó.
Spencer gruñó, sin mirarlo, y siguió observándose las manos. Richard lo dejó pasar. Bajó un poco la llama, sacó pan del armario y lo puso en la tostadora eléctrica. Pero el artefacto no funcionó. Encogiéndose de hombros, se olvidó del asunto.
—¿Qué hora es? —preguntó Spencer, levantando la vista. Richard miró su reloj.
—Está parado —dijo.
—¡Oh! —exclamó Spencer—. ¿Y qué día es? 
Richard lo meditó un instante.
—Domingo, creo.
—Me pregunto si la gente estará en la iglesia —comentó Spencer.
—¿Qué importa? 
Richard abrió la nevera.
—No hay más huevos —dijo Spencer.
—No hay más huevos —repitió Richard, cerrándola—. No hay más pollo, no hay nada más.
Y se recostó contra la pared con un suspiro trémulo, para mirar el cielo rojizo.
"Mary", pensó.  "Debí haberme casado con ella, y la dejé ir". ¿Dónde estaría? ¿Pensaría aún en él?
Norman llegó a paso cansado, aturdido por el sueño y los efectos de la borrachera. Traía la boca abierta en una expresión de aturdimiento.
—… días —balbuceó.
—Buenos días, feliz jornada —respondió Richard, sin alegría alguna.
Norman le dirigió una mirada inexpresiva. Después fue hasta el fregadero para enjuagarse la boca.
—Charlie ha muerto —dijo, escupiendo en el desaguadero.
—Ya lo sé —replicó Richard.
—¡Oh! ¿Cómo fue?
—Anoche —contó Richard—. Tú estabas inconsciente. ¿Recuerdas que amenazaba constantemente con matarnos a todos? ¿Con poner fin a nuestros sufrimientos?
—Sí. Me puso el caño contra la frente. Decía: "Siente qué frío está".
—Bueno, se enredó en una pelea con Mort, y el revólver se disparó —y concluyó, encogiéndose de hombros—: eso fue todo.
Volvieron a mirarse. Norman giró la cabeza en dirección de la ventana.
—Todavía está allí —murmuró.
Ambos contemplaron aquella enorme bola llameante en el cielo, que ocultaba el sol, la luna y las estrellas.
Norman se apartó. Notó que le temblaban los labios y los apretó con fuerza.
—¡Dios mío! —dijo—. Es hoy… —volvió a contemplar el cielo—. Hoy — repitió—. Todo.
—Todo —dijo Richard.
Spencer se levantó para apagar el fuego. Miró los huevos por un momento, y de pronto pareció reaccionar:
—¿Para qué diablos cociné esto?
Los arrojó al fregadero; resbalaron, grasientos, por la superficie blanca; la yema se reventó, esparciendo su fluido amarillo y humeante sobre la clara.
Spencer se mordió los labios.
—Voy a acostarme con ella otra vez —dijo, de pronto.
Pasó junto a Richard, empujándolo; mientras cruzaba el vestíbulo dejó caer sus calzoncillos.
—Allá va Spencer —dijo Richard.
Norman se sentó a la mesa. Richard permaneció contra la pared. Desde la sala llegó la voz de Nancy, que gritaba a todo pulmón:
—¡Ja! ¡Despiértense todos! ¡Miren cómo lo hago!
Norman levantó la vista, por un momento, hacia la puerta; pero algo pareció rendirse dentro de él, y dejó caer la cabeza sobre los brazos. Un estremecimiento le sacudió los delgados hombros.


—Yo también lo hice —dijo, con voz quebrada—, yo también lo hice. Oh, Dios, ¿para qué vine?
—Buscabas sexo —dijo Richard—. Como todos nosotros. Creíste que podrías terminar la vida en una bendición carnal.
—No puedo morir así —replicó Norman, en un susurro—. No puedo.
—Dos mil millones de personas están haciendo lo mismo. Cuando el sol choque contra nosotros, seguirán haciéndolo. Qué espectáculo.
Imaginó a toda la población del mundo permitiéndose una postrera orgía de bestialidad, y se estremeció. Cerrando los ojos, oprimió la frente contra la pared en un esfuerzo por olvidar.
Pero la pared estaba caliente. Norman levantó la vista.
—Vamos a casa —dijo.
—¿A casa? —preguntó Richard.
—A casa de nuestros respectivos padres. Mi madre y mi padre. Tu madre.
—No quiero —respondió Richard, meneando la cabeza.
—Es que no puedo ir solo.
—¿Por qué?
—Porque… no puedo. Ya lo sabes: Las calles están repletas de tipos que matan a todo el que encuentran.
Richard se encogió de hombros.
—¿Por qué no quieres? —preguntó Norman.
—No quiero verla.
—¿A tu madre?
—Sí.
—Estás loco —dijo Norman—. ¿Quién, si no, puede…?
—No.
Pensó en su madre, que lo esperaba en casa. Lo esperaba, aún en aquel último día. Y le dolió intensamente pensar en esa demora, en la posibilidad de no volver a verla. Pero no dejaba de pensar: "Si voy a casa, querrá que rece con ella, que lea la Biblia y pase estas últimas horas absorto en una ceremonia religiosa".
—No —repitió para sí.
Norman estaba desorientado; un sollozo contenido le estremeció el pecho.
—Quiero ver a mi madre —dijo.
—Anda, ve —replicó Richard, en tono indiferente.
Pero sentía anudadas las entrañas. No volver a verla. Ni a su hermana, su cuñado, su sobrina. No volver a verlos…
Suspiró. No tenia sentido luchar contra eso. A pesar de todo, Norman tenía razón.
¿Hacia quién, si no, podía volverse? ¿Había acaso, en todo este planeta a punto de arder, alguna otra persona que lo amara por sobre todas las cosas?
—¡Oh, está bien! —dijo—. Vamos. Cualquier cosa, con tal de salir de aquí.

El vestíbulo del edificio olía a vómito. Encontraron al portero completamente borracho, caído en las escaleras. Más allá había un perro a quien habían matado a puntapiés.
Al llegar a la entrada del edificio se detuvieron. Un gesto instintivo les hizo levantar la vista.
El cielo era rojo, como lava fundida. Los feroces rayos caían como lluvia caliente a través de la atmósfera. Aquella gigantesca bola de fuego seguía aproximándose más y más, ocultando ya todo el universo.
Bajaron los ojos, lagrimeando. Hacía mal mirar. Echaron a andar por la caldeada calle.
—Pleno invierno —dijo Richard—, y esto parece el trópico.
Mientras caminaban en silencio, pensó en los trópicos, en los polos, en todos los países del mundo que jamás vería. En todas las cosas que jamás haría. Como abrazar a Mary y decirle —mientras el mundo terminaba— que la amaba mucho, que no tenía miedo.
—Jamás —dijo, sintiendo que la frustración le crispaba el cuerpo.
—¿Qué?
—Nada, nada.
Algo le pesaba en el bolsillo de la chaqueta, golpeándole contra el costado. Metió la mano y sacó el objeto.
—¿Qué es eso? —preguntó Norman.
—El revólver de Charlie —respondió Richard—. Lo guardé anoche, para que nadie más lo utilizara… —soltó una risa amarga, brusca—. Para que nadie más se matara —agregó—. ¡Dios mío, tendría que haberme dedicado al teatro!
Iba a arrojar el arma, pero cambió de idea y volvió a guardarla en el bolsillo.
—Quizá me haga falta —dijo. Pero Norman no le escuchaba.
—Gracias a Dios, no me han robado el coche. ¡Oh, mira! 
Alguien había roto el parabrisas de una pedrada.
—¿Qué importa? —observó Richard.
—Bueno, supongo que nada.
Subieron al asiento delantero, tras quitar los fragmentos de vidrio. Dentro del coche hacía mucho calor. Richard se quitó la chaqueta y la arrojó por la ventanilla, después de cambiar el revólver al bolsillo lateral del pantalón.
Camino al centro se cruzaron con mucha gente. Algunos corrían enloquecidos, como a la búsqueda de algo. Otros peleaban entre sí. En las aceras se veían los cadáveres de quienes habían saltado por las ventanas, y las víctimas de los automóviles lanzados a toda velocidad. Había edificios en llamas, y ventanas hechas añicos por las explosiones del gas acumulado.
Algunos se habían dedicado a saquear los negocios.
—¿Por qué hacen eso? —preguntó Norman, afligido—. ¿Esa es manera de pasar el último día?—Tal vez así pasaron toda la vida —respondió Richard.
Se recostó contra la puerta para contemplar a la gente. Algunos lo saludaron con la mano. Otros maldecían y escupían a su paso. Unos cuantos les arrojaron proyectiles.
—La gente muere como ha vivido —dijo—. Algunos bien, otros mal.
—¡Mira! —gritó Norman.
Un coche venía a toda velocidad, contra su dirección. Por las ventanillas asomaban hombres y mujeres, cantando a gritos y agitando botellas. Norman hizo girar violentamente el volante, y logró esquivarlos por pocos centímetros.
—¡Están locos! —exclamó.
Richard se volvió a mirarlos por la ventanilla trasera. El automóvil patinó, fuera de control, y se estrelló contra la fachada de un negocio; volcó de costado, y las ruedas quedaron girando vertiginosamente en el aire.
Sin decir palabra, Richard volvió a mirar hacia adelante. Norman seguía con la vista fija al frente, las manos tensas y pálidas sobre el volante.
Otra intersección. Un coche apareció bruscamente, interponiéndose. Norman apretó los frenos, ahogando un grito, y los dos golpearon contra el tablero. El impacto los dejó sin aliento.
Antes de que Norman pudiera poner el motor nuevamente en marcha, un grupo de adolescentes apareció en la esquina, armados todos de puñales y cachiporras. Venían en persecución del otro coche, pero en ese momento cambiaron de dirección, y se lanzaron contra ellos. Norman puso la primera y se lanzó a través de la calle lateral.
Uno de los muchachos saltó sobre el baúl del coche. Otro intentó subirse al estribo pero no lo consiguió, y cayó rodando sobre la calzada. Un tercero saltó sobre el estribo y se tomó de la manija.
—¡Los voy a matar! —chilló, lanzando una puñalada en dirección a Richard—. ¡Cretinos! ¡Hijos de puta!
Una segunda cuchillada tajeó el respaldo del asiento: Richard se había hecho bruscamente a un lado.
—¡Bájate! —gritó Norman, tratando de controlar al mismo tiempo al volante y al muchacho.
Este trató de abrir la puerta, en el preciso momento en que el coche se lanzaba furiosamente por Broadway. Intentó otra puñalada, pero el movimiento del automóvil lo hizo fallar.
—¡Ya verán! —gritó, poseído por un odio descabellado.
Richard trató de abrir la puerta para despedir al muchacho, pero no pudo. La cara blanca y contraída apareció en la ventanilla. Se levantó el cuchillo.
Richard tenía ya el revólver en la mano. Disparó contra el rostro asomado. El muchacho cayó con un aullido de agonía, como un saco de patatas. Rebotó una vez, sacudió la pierna izquierda, y quedó inmóvil.
Richard se volvió. El otro muchacho seguía trepado a la parte trasera del coche, con el contraído rostro pegado a la ventanilla trasera. Pudo adivinar las maldiciones que pronunciaba por los movimientos de su boca.
—¡Hazlo caer! —dijo.
Norman giró en dirección a la acera y volvió bruscamente al medio de la calle. El muchacho seguía aferrado. Norman repitió la maniobra, nuevamente sin resultado.
Al tercer intento logró que el intruso perdiera el apoyo. Cayó al suelo. Trató de seguirlos a la carrera, pero llevaba demasiado impulso lateral. Saltó por sobre la acera y se estrelló contra la vidriera de un bazar, con los brazos extendidos hacia adelante para evitar el golpe.
Ambos quedaron agitados y exhaustos; guardaron silencio por largo rato. Richard arrojó el arma por la ventanilla y se quedó mirando cómo rebotaba en el pavimento, para estrellarse finalmente contra una boca de incendios. Norman iba a decir algo, pero se interrumpió.
Tomaron la Quinta Avenida, y cruzaron el centro a setenta kilómetros por hora.
No había muchos automóviles en esa zona.


Las iglesias estaban atestadas. Los feligreses que no podían entrar permanecían fuera, en los escalones.
—Pobres tontos —dijo Richard, trémulo todavía.
—¡Ojalá yo fuera también un pobre tonto! —suspiró Norman—. Un pobre tonto capaz de creer en algo.
—Tal vez —respondió Richard—. Sería mejor pasar el último día convencido de algo que uno creyera verdad.
—El último día —musitó Norman—. Yo… —meneó la cabeza, agregando—: No puedo creerlo. Lo he leído en los periódicos. Veo ese… eso, allá arriba. Sé que va a suceder, pero… ¡Dios mío! ¿El fin?
Contempló a Richard por una fracción de segundo, y volvió a preguntar:
—¿Y después la nada?
—No lo sé —respondió Richard.
En la calle 14, Norman se dirigió hacia el este, para cruzar velozmente el puente de Manhattan. Nada los detuvo, ni cadáveres ni coches estrellados. En una oportunidad, el automóvil aplastó la pierna de un hombre muerto. Norman torció el gesto.
—Han tenido suerte —dijo Richard—. Más suerte que nosotros.
Al llegar al centro de Brooklyn, se detuvieron frente a la casa de Norman. Algunos niños jugaban a la pelota en la calle, inconscientes de cuanto ocurría. Sus gritos resonaban muy altos en la calle silenciosa. Richard se preguntó si los padres sabrían dónde estaban sus hijos, o si les importaba saberlo.
Norman lo miraba fijamente.
—¿Y…? —empezó.
Richard sintió que el estómago se le ponía duro. No pudo contestar.
—¿No quieres… entrar por un minuto? —invitó Norman.
—No —respondió Richard, meneando la cabeza—. Prefiero irme a casa. Tengo que verla. A mi madre.
—¡Oh!
Norman asintió, irguiéndose, y trató de mostrar una expresión calmada.
—No sé si vale algo, Dick —dijo—. Te considero mi mejor amigo y…
No pudo seguir. Alargó una mano para estrechar la de Richard y se bajó del coche, dejando la llave puesta.
—Adiós —dijo de prisa.
Richard se quedó mirando a su amigo, que daba la espalda al coche para dirigirse al edificio. Antes de que llegara a la puerta, gritó:
—¡Norman!
Lo vio detenerse y volver la cabeza. Ambos se miraron en silencio. Todos los años de amistad parecieron encenderse brevemente entre los dos. Richard logró sonreír y se tocó la frente en un saludo postrero.
—Adiós, Norman —dijo.
El otro no sonrió. Abrió la puerta y desapareció tras ella.
Richard permaneció inmóvil por largo rato, con la vista fija en la puerta. Puso en marcha el motor, pero volvió a apagarlo, pensando que quizá los padres de Norman no estuvieran en la casa.
Un rato después volvió a ponerlo en marcha y se dirigió hacia su casa. Mientras conducía, no dejaba de meditar. Cuanto más se acercaba el fin, menos ganas tenía de enfrentarlo. Prefería acabar ahora, antes de que comenzara la histeria.
Decidió tomar píldoras para dormir. Era lo mejor. En su casa tenía algunas, y era de esperar que alcanzaran. Probablemente no quedaría ni una en la farmacia de la esquina. En los últimos días se habían vendido a montones. Muchas familias optaban por reunirse para tomarlas.
Llegó a la casa sin inconvenientes. El cielo, en lo alto, tenía ya un tono carmesí incandescente. El calor le daba en la cara como el soplo de un horno distante. Antes de abrir la puerta, aspiró aquel aire caldeado. Después entró, lentamente.
Pensaba encontrar a su madre en el cuarto delantero, rodeada por sus libros, rezando, para que los poderes invisibles la socorrieran mientras el mundo se preparaba para hervir. Pero no estaba allí. La busco por toda la casa, con el corazón palpitándole aceleradamente; cuando comprendió que no estaba allí, sintió un inmenso vacío en el estómago. Toda su cháchara acerca de que no quería verla era sólo eso, cháchara. La amaba. Ella era todo lo que tenía.
Busco alguna nota suya, en los dos dormitorios, en la sala.
—Mamá —exclamó—. Mamá, ¿dónde estás? 
La nota estaba en la cocina, sobre la mesa.

Querido Richard:
Estaré en casa de tu hermana. Por favor, ve allá. No quiero pasar sin ti este último día. No hagas que abandone este mundo sin volver a verte, querido. Por favor.

El último día. Allí estaba, escrito en blanco y negro. Había sido precisamente su madre quien escribiera esas palabras. Ella, siempre tan escéptica ante las preferencias del hijo por la ciencia materialista, admitía finalmente la última predicción de la ciencia.
Porque ya no se podía dudar. El cielo estaba cubierto de flamígeras evidencias. Ya nadie podía dudar.
El mundo entero acababa. La asombrosa sucesión de evoluciones y revoluciones, de contiendas y discordias, la interminable continuidad de los siglos, todo se volvía hacia atrás, hacia el nebuloso pasado de rocas, árboles, animales y hombres. Todo debía desaparecer. En un momento, en un relámpago. El orgullo, la vanidad del hombre y de su mundo, todo ardería por un caprichoso desorden astronómico.
¿Qué sentido tenía, entonces, todo eso? Ninguno, ninguno en absoluto. El mundo entero llegaba a su fin.
Sacó del botiquín las pastillas para dormir y se marchó, rumbo a casa de su hermana. Mientras conducía el automóvil por entre las mil cosas que atestaban las calles, desde cadáveres hasta botellas vacías, no dejaba de pensar en su madre. En ese último día. En las discusiones con respecto a su Dios y a la religión. Resolvió no discutir; trataría de que ese último día transcurriera en paz. Aceptaría su sencilla devoción, sin volver a atacar esa fe.
La casa de Grace estaba cerrada. Tocó el timbre; tras algunos instantes se oyeron pasos apresurados. Dentro, Ray gritó:
—¡No abra, mamá! ¡Puede ser otra vez esa pandilla!
—Es Richard, estoy segura —respondió su madre.
La puerta se abrió; ella lo abrazó, llorando de alegría. Cuando Richard pudo hablar, dijo suavemente:
—¡Hola, mamá!
Durante toda la tarde, su sobrinita Doris jugó en la sala mientras Grace y Ray la contemplaban, inmóviles en el sofá.
Si estuviera con Mary, pensaba Richard constantemente. Si al menos estuviéramos juntos hoy… Tal vez habrían tenido hijos, y ambos los mirarían como Grace a Doris, pensando que esos pocos años vividos serían únicos.
A medida que se aproximaba la noche, el cielo se tornaba más brillante, cruzado por violentas corrientes carmesíes. Doris lo contemplaba tranquilamente desde la ventana. Durante todo el día no se la había oído llorar ni reír; Richard, para sus adentros, se dijo: "Lo sabe todo". También pensó que en cualquier momento su madre les pediría a todos que rezaran juntos, que se sentaran a leer la Biblia y a implorar la caridad divina.
Pero ella no decía nada. Se limitaba a sonreír. Preparó la cena; Richard fue a la cocina a hacerle compañía.
—No sé si voy a esperar —le dijo él—; tal vez tome píldoras para dormir.
—¿Tienes miedo, hijo? —preguntó la madre.
—Todo el mundo tiene miedo. 
Ella meneó la cabeza.
—Todo el mundo no.
"Ahora viene", se dijo Richard. La mirada de suficiencia, la frase inicial. Pero ella le alcanzó una fuente con verduras, y todos se sentaron a comer.
Nadie habló durante la cena, como no fuera para pedir los platos. Doris no abrió la boca. Richard la miraba desde el otro lado de la mesa.
Pensaba en la noche anterior. Aquella descabellada forma de beber, las peleas, los abusos carnales. Pensó en Charlie, muerto, metido en la bañera. En el apartamento de Manhattan. En Spencer, lanzado en un frenesí de lujuria en el que debía culminar su vida. En el muchacho que matara en las calles de Nueva York, con un balazo en la cabeza.
Todo aquello parecía muy lejano. Casi le era posible creer que nunca había ocurrido nada de eso. Casi podía creer que aquélla era una cena normal, en compañía de su familia. La única diferencia era ese color encendido en el cielo, que entraba por las ventanas como el resplandor de alguna hoguera fantástica.
Al concluir la comida, Grace fue a buscar una caja y la trajo a la mesa. La abrió y sacó unas píldoras blancas. Doris la miraba con grandes ojos inquisitivos.
—Es el postre —le dijo Grace—. Todos vamos a comer caramelos blancos como postre.
—¿Es menta? —preguntó Doris.
—Sí, es menta.
Richard sintió un escalofrío en la espalda al ver que Grace ponía varias píldoras frente a Doris, y otras frente a Ray.
—No tengo para todos —dijo la hermana.
—Yo tengo las mías —replicó él.
—¿Tienes para mamá?
—No me hacen falta —replicó la madre.
El estuvo a punto de gritarle: "¡Oh, deja ya de ser tan noble!"… Pero se contuvo.
Fascinado, lleno de horror, observó a Doris, que sostenía las píldoras en la manita.
—Esto no es menta —dijo—. Mamá, esto no es…
—Sí, lo es —respondió Grace, con un profundo suspiro—. Cómelas, querida.
Doris se llevó una a la boca e hizo un gesto de desagrado. La escupió sobre la palma e insistió, molesta:
—No es menta.
Grace levantó una mano y se mordió los nudillos, lanzando sobre Ray una mirada de desesperación.
—Cómelos, Doris —dijo Ray—. Cómelos, son buenos.
—No, no me gustan —protestó Doris, echándose a llorar.
—¡Cómelos!
Ray se volvió, súbitamente estremecido. Mientras Richard intentaba vanamente encontrar una forma de hacerle tomar las píldoras, su madre dijo:
—Te propongo un juego, Doris. Veamos si puedes tragar todos los caramelos antes de que yo cuente hasta diez. Si ganas, te daré un dólar.
—¿Un dólar? —preguntó Doris, sorbiendo las lágrimas.
—Uno… —comenzó la abuela. Doris no se movió.
—Dos… Un dólar, recuerda. 
Doris se secó las mejillas.
—¿Un dólar entero?
—Sí, querida. Tres… cuatro… Apresúrate. 
Doris extendió la mano hacia las píldoras.
—Cinco… seis… siete…
Grace tenía los ojos fuertemente cerrados. Estaba muy pálida.
—Nueve… y diez.
La madre de Richard sonreía, pero le temblaban los labios, y en sus ojos había cierto brillo.
—Muy bien —dijo, alegremente—. Has ganado.
En un gesto súbito, Grace se llevó las píldoras a la boca y las tragó en rápida sucesión. Después dirigió los ojos hacia Ray. Éste adelantó una mano temblorosa y tragó las píldoras. Richard, a su vez, buscó las suyas en el bolsillo, pero no las sacó. No quería tomarlas frente a su madre.


Doris se adormeció casi de inmediato. Bostezó; los ojos se le cerraban. Cuando Ray la alzó, ella le echó los bracitos al cuello y se recostó contra su hombro. Grace se levantó también, y los tres volvieron al dormitorio.
Mientras su madre iba a despedirse de ellos, Richard permaneció sentado, con los ojos perdidos en el mantel blanco y en los restos de comida.
Ella volvió, sonriéndole.
—Ayúdame a retirar los platos —le dijo.
—¿Los platos? Pero…
Se interrumpió. No importaba mucho en qué se ocuparan.
Fue con ella a la cocina iluminada de luz rojiza. Había algo agudamente irreal en el acto de secar platos que no volverían a usarse, para guardarlos en un armario que en pocas horas dejaría de existir.
No podía dejar de pensar en Ray y en Grace. Finalmente salió de la cocina sin decir una palabra y se dirigió al dormitorio. Abrió la puerta y los contempló por largo rato. Después volvió a cerrar, y se dirigió lentamente a la cocina.
—Los tres están… —dijo.
—Está bien.
—¿Por qué no les dijiste nada? —preguntó él—. ¿Cómo les dejaste hacer eso sin decirles nada?
—Richard —respondió ella—, en días como éstos cada uno debe escoger su propio camino. Nadie puede indicar a los demás qué se debe hacer. Y Doris era hija de ellos.
—Y yo soy tu hijo, ¿no?
—Ya no eres un niño.
Él terminó de secar los platos. Sentía los dedos entumecidos y temblorosos.
—Mamá, anoche…
—No me importa.
—Pero…
—No importa —insistió ella—. Esta parte está acabando.
"Ahora", pensó Richard, casi con dolor. "Esta parte, dijo. Ahora hablará de la vida después de la muerte, del Paraíso, de la recompensa para los justos y la penitencia eterna para los pecadores". 
Pero ella sólo dijo:
—Salgamos a sentarnos en el porche.
La acompañó sin comprender. Cruzaron la casa silenciosa y se sentaron en los escalones del porche. "No volveré a ver a Grace", se decía Richard. "Ni a Doris, ni a Norman, ni a Spencer, ni a Mary. A nadie".
No lograba asimilarlo. Era demasiado. Sólo le quedaba permanecer allí sentado, como si fuera de piedra, contemplando el cielo rojo y el enorme sol que estaba a punto de tragarlos. Ni siquiera se sentía nervioso. Los temores se habían apagado en la repetición interminable.
—Mamá —inquirió, después de un rato—. ¿Por qué… por qué no me has hablado de religión? Sé que tienes ganas de hacerlo.
Ella lo miró; su rostro era muy suave bajo el resplandor rojizo.
—No necesito hacerlo, querido —dijo—. Sé que estaremos juntos cuando esto acabe. No necesitas creer tú. Yo creo por los dos.
Y eso fue todo. Él le dirigió una mirada de asombro, maravillado por tanta fuerza, tanta confianza.
—Si quieres tomar esas píldoras —dijo la madre—, hazlo. Puedes dormirte sobre mi regazo.
—¿No te importaría? —preguntó él, estremecido.
—Quiero que hagas lo que te parezca mejor.
Richard no supo qué hacer, hasta que la imagen de su madre, sola en el porche cuando todo acabara, le decidió.
—Me quedaré contigo —dijo, impulsivamente.
—Si cambias de idea —dijo ella, sonriendo—, dímelo. 
Por un rato permanecieron en silencio. Al cabo, ella dijo:
—Es bonito.
—¿Es bonito?
—Sí. Dios cierra con un telón luminoso nuestra obra.
Él no comprendió, pero le pasó un brazo por los hombros, y ella se recostó contra su pecho.
Una cosa estaba clara. Era la noche del último día. Y aunque no sirviera de nada, se amaban de verdad.


FIN