2024/06/03

La prueba (H. G. Ewers)


Título original: Die Test
Año: 1964


Toby Warwick tenía miedo. Dos horas antes se había separado disimuladamente de sus compañeros de clase, porque con su alboroto ahuyentaban a los animales del bosque, que a él tanto le gustaba observar. Ahora, en cambio, añoraba la presencia de sus ruidosos amigos. Pero eso no tenía remedio. Toby se había extraviado. Sin duda la señora Barlett, su profesora, habría observado ya su desaparición. Toby se imaginó durante unos momentos cómo le llamaban todos. Algo absurdo, porque era sordo de nacimiento. No era la primera vez, en sus trece años de vida, que Toby se daba cuenta de lo que le diferenciaba de los demás, pero nunca había sentido tan profundamente su desgracia como ahora.
Dentro de su mala fortuna, sin embargo, Toby podía considerarse dichoso. La gran suerte del muchacho se llamaba Gardner Warwick y era su padre, que con inagotable paciencia había ido enseñando al niño el difícil arte de leer los labios, de modo que Toby podía asistir a la misma escuela que los chicos normales y con harta frecuencia llegaba a olvidar su incapacidad de oír.
Toby siguió un estrecho sendero. No sabía si avanzaba en la dirección acertada. Sólo estaba seguro de hallarse en los bosques casi vírgenes de las Colinas Negras y que, en alguna parte, en diez kilómetros a la redonda, corría la carretera que conducía de Lead a Newcastle. Y allí, en un aparcamiento situado a cuatro kilómetros de Lead, aguardaba el autobús escolar que había trasladado los niños desde Newcastle hasta los bosques.
Toby tenía conciencia que no todos los caminos llevaban a la carretera salvadora. Si tomaba la dirección contraria, le tocaría andar por lo menos diecisiete kilómetros para salir a la de Moorcroft-Spearfish. Y también podía equivocarse e ir a parar al triángulo de bosques que se extendía al sudoeste. Eso significaría tener que recorrer ochenta kilómetros de selva virgen sombría, montañosa y en buena parte llena de pantanos, y en realidad la distancia sería aún mayor, ya que le resultaría imposible avanzar siempre en línea recta. Por si fuera poco, dos horas más tarde anochecería.
Si Toby hubiera sabido que en aquellos instantes la señora Barlett iniciaba su búsqueda desde la carretera, ayudada por casi cincuenta muchachos, probablemente habría permanecido donde estaba. Pero, dadas las circunstancias, hizo todo lo contrario. Los animales del bosque, por los cuales se había apartado de sus compañeros, eran ahora para él la encarnación del temor y del abandono. Al no poder oír cómo se acercaban, su presencia le sorprendía cada vez de nuevo y hacía que, pese a su carácter inofensivo, le pareciesen malos espíritus. Su fantasía infantil poblaba el silencioso bosque de todos los personajes imaginables y Toby aceleró el paso más y más hasta que, por fin, quedó agotado.
Llegó como pudo hasta un pequeño calvero, y allí se dejó caer, jadeante, entre poas y sellos de Salomón, cubriéndose la cara con las manos, como si con ello apartara de sí el peligro. Pasado un rato, se fue calmando. Echó la cabeza hacia atrás y contempló el cielo. Allí arriba refulgía solitaria una estrella, tan solitaria como él. Pero la estrella tendría pronto compañía, mientras que él permanecería incomunicado.
De súbito, los ojos del muchacho se abrieron desmesuradamente. En línea diagonal descendente se deslizaba, por el cielo, un pálido resplandor que adquirió después un brillo azulado y pareció posarse detrás de las cercanas copas de los árboles. Permaneció allí un rato cual silenciosa columna de fuego para adquirir poco a poco la forma de una flecha indicadora que destacaba refulgente contra el fondo gris del crepúsculo y disolverse de arriba abajo como una exhalación.
Toby respiraba con angustia. ¿Qué habría sido eso? ¿Una estrella fugaz? Nunca había visto un cuerpo luminoso tan claro, y mucho menos en pleno anochecer. Entonces recordó que, con frecuencia, los equipos de localización empleaban bengalas para anunciar su presencia a las personas extraviadas, y Toby quedó convencido de que todo Lead y al menos la mitad de los habitantes de Newcastle le andaba buscando. Con aquel cohete querían indicarle el camino. La esperanza dio nuevas fuerzas al niño, que echó a correr al encuentro de la ansiada salvación.
Una hora más tarde, Toby no había descubierto todavía a ningún miembro del equipo de salvamento y el abatimiento volvió a apoderarse de él. Lentamente se abrió paso entre la espesura. Cada vez le costaba más luchar contra el creciente cansancio. De pronto se movieron las ramas que tenía delante. Durante unos segundos se hizo visible la borrosa silueta de un ser humano.
—¡Aquí estoy! —chilló el muchacho, temeroso de que no le vieran.
Los arbustos se entreabrieron. Primero asomó el doble cañón de una escopeta de caza, y a continuación surgió de la semioscuridad la forma de algo que hacía ya mucho tiempo que no merecía el nombre de sombrero. Debajo de eso apareció otra cosa extraña, semejante a una maraña de estopa. Toby necesitó unos momentos para comprender que aquello era una barba mal cuidada. El aspecto del individuo hizo que se arrepintiera de haber delatado su presencia. La gente de Newcastle hablaba mucho de delincuentes que tenían su escondrijo en las Colinas Negras, y la idea que Toby se había formado de uno de esos bandidos correspondía exactamente al tipo del desconocido.
Entretanto, el hombre se aproximaba al niño. El olor a aguardiente y tabaco de mascar que despedía no contribuyó, ciertamente, a inspirarle más confianza.
—¿Qué haces aquí? —rugió una voz procedente del negro agujero que se abría entre la pelambre que cubría la parte inferior de la cara, desde la nariz de ave de rapiña.
Toby tuvo dificultad para leer las palabras en aquellos labios.
—Yo... yo busco... —tartamudeó, aunque se corrigió en seguida—: La gente de Lead y Newcastle me buscan. Seguramente llegarán de un momento a otro. No hace mucho, vi la bengala...
El muchachito confiaba en que el hombre se asustara y pusiera pies en polvorosa, pero no fue así.
—¡Ah...! —dijo el desconocido, a la par que bajaba el arma—. Conque te buscan, ¿eh? ¿Te has escapado? —añadió, alargando las palabras.
El hombre avanzó y Toby retrocedió temeroso. Pero el otro fue más rápido y le agarró por el cuello de la camisa.
—¡Eh! —exclamó—. ¡Nada de escabullirte, amiguito! ¿Crees que los vecinos de Lead y Newcastle no tienen otras cosas que hacer que correr detrás de ti?
El viejo sonrió de pronto, y Toby sintió casi cierta simpatía por él, lo que le hizo suspirar de alivio.
El hombre guiñó los ojos en una pícara mueca.
—De modo que tenías miedo de mí... ¡Ja, ja, ja! Desde luego, el viejo Lister no está muy presentable. Pero eso sería mucho pedir de un guardabosques, ¿no te parece?
Toby experimentó un sentimiento de alivio. ¡Era Lister, el guarda! En Newcastle ya había oído hablar de él. Propiamente era el mismo Lister quien se había nombrado guardabosques, ya que no existía designación oficial alguna, pero como el hombre no pedía dinero a cambio ni causaba daño, se le toleraba de manera tácita. Y lo cierto era que más de un caminante solitario que se había perdido le debía la vida.


Toby observaba atento su boca, para no perderse ni una sola palabra. Pero de pronto, su mirada se desvió. Detrás del viejo Lister acababa de percibir otro movimiento. El guardabosques demostró ser hombre de ojo avizor, porque observó en seguida el cambio de expresión en el rostro de Toby. Se volvió con brusquedad y quedó aterrado al ver la extraña aparición que oscilaba ligeramente en la oscuridad y destacaba pálida contra la negrura de la maleza. Toby había oído hablar mucho de fantasmas, aunque no creía en ellos. Ahora, sin embargo, las viejas historias de miedo de Mammy Rahel parecían haber adquirido vida.
Lo que allí permanecía inmóvil, no era hombre ni animal. Toby tuvo la impresión de que era un capullo de gusano de seda que flotaba a poca distancia del suelo, compuesto de hilos indescriptiblemente finos, blancos y además fluorescentes... Sólo que se trataba de un capullo de dimensiones gigantescas, ya que al menos medía un metro de largo y veinticinco centímetros de ancho.
Estaban tan asustados que ni el chico ni el anciano guardabosques se atrevían a moverse. Finalmente, cuando del centro de la sedosa cubierta surgieron poco a poco tres largos tentáculos o tubos, del grueso de un dedo, que se movían de un lado a otro como si el viento los meciese, Lister salió de su estupor. Con gesto decidido alzó la escopeta y apuntó contra la misteriosa figura. Pero no apretó el gatillo. Por lo visto, no sabía en qué categoría de espíritus incluir aquella aparición.
Pero también el fantasma vaciló. De momento volvió a introducir sus miembros, o lo que fueran, en el capullo, y en su lugar asomó una masa rosada y pulsante. Toby observó, con mirada desorbitada, cómo la reluciente masa iba adquiriendo forma de boca casi humana. Los "labios" se movieron, pero el muchacho estaba demasiado sorprendido para leer algo en ellos. Tampoco Lister reaccionó. Entonces, la aparición debió perder la paciencia, porque comenzó a acercarse al anciano con boca súbitamente inmóvil. Lister no supo ya qué hacer y disparó.
Toby vio el fogonazo y el humo producido por la pólvora. Comprobó asimismo que la figura se tambaleaba, aunque con asombrosa rapidez volvía a recobrar el equilibrio. Y de nuevo se movieron los labios, de forma que el niño pudo descifrar al fin una palabra.
—¡Tatvamahsi!
Toby no entendió el significado de aquella expresión. Absorto, siguió con los ojos clavados en la extraña boca. Dos veces repitió la misma palabra. ¿Qué pretendía con ello aquel extraño ser? El muchachito buscó al viejo con la mirada... y quedó horrorizado. Dio un grito ahogado, y cayó sin sentido.
Aun así, la terrible visión le acompañó en su inconsciencia.
¡La imagen de un hombre que se transformaba en un convulso bolo gelatinoso!

Cuando Toby Warwick despertó, estaba bañado en sudor. Notó que su cuerpo temblaba y supo en seguida que tenía miedo de algo espantoso. Sin embargo, no logró recordar de qué se trataba. ¿Le había martirizado alguna pesadilla? El muchacho buscó a tientas la lamparita de la mesa de noche, pero no la encontró. En cambio, sus dedos chocaron contra una cosa fría que se escurrió al momento.
De súbito se encendió una luz. Cegado por ella, Toby no se dio cuenta de que se aproximaba una figura blanca. La vio sólo cuando estaba ya junto a su cama. Instintivamente, Toby se estremeció. Aquella figura le había traído un recuerdo confuso. Sus ojos se deslizaron hacia arriba por la blanca superficie. El rostro rosado de una enfermera le miraba sonriente.
—¿Qué, por fin despertaste, pequeño fugitivo? —leyó Toby en sus labios. El niño arrugó la frente. ¿Fugitivo él? No acababa de comprenderlo...
—¿Dónde..., dónde estoy? —musitó.
—En el hospital, Toby. Pero no temas, que no tienes nada de particular. Únicamente estás todavía un poco agotado, lo que no es de extrañar, después de tanto correr de un lado a otro.
—¿Yo de un lado a otro...?
—Ahora debes descansar, muchacho.
La enfermera barrió en silencio los fragmentos de un vaso roto. Él lo habría tirado al suelo sin darse cuenta. Poco después, la enfermera se acercó a la cama con un nuevo vaso de agua en el que echó unos polvos blancos, y se lo ofreció a Toby:
—Bebe esto, pequeño, y verás cómo sientes alivio.
El chico obedeció y vació el vaso de un solo trago, pues de pronto sentía una sed abrasadora. La enfermera dijo entonces:
—Ahora sé bueno y vuelve a echarte, ¿eh? Yo no tardaré en estar otra vez contigo.
Toby hizo un mohín de disgusto. Aquella enfermera le resultaba empalagosa. ¡Al fin y al cabo tenía ya trece años! Se recostó en la almohada y cerró los ojos, dispuesto a no abrirlos cuando regresara la mujer. Pero no necesitó llevar a cabo ese propósito porque, mucho antes de que volviera la enfermera, Toby dormía profundamente.
De momento, el chico no supo qué le había despertado. Un rostro delgado y enérgico, con gafas de concha, se inclinaba sobre él.
—¿Me entiendes, Toby? —pronunciaron los labios. El muchacho asintió, todavía un poco amodorrado.
La cara desapareció para retornar a los pocos instantes.
—¿Quién es usted? —preguntó Toby.
—Soy el doctor Berull, hijo. ¿Crees tener suficiente fuerza para levantarte?
—¡Quiero volver a casa, con papá! —declaró el niño, enérgico. El rostro se movió de arriba abajo, en un gesto afirmativo.
—Claro que sí, Toby. Puedes irte en seguida. Sólo que... —evidentemente, el médico buscaba las palabras adecuadas— hay unos señores, muy amables por cierto, que desean hablarte antes. ¿Harás el favor de atenderles?
Toby asintió de nuevo. Conocía de sobra a los mayores para saber que una negativa no iba a servirle de nada. Se vistió con prisa, una vez que el doctor le hubo ayudado a salir de la cama. El muchacho tenía prisa por salvar el último obstáculo que le separaba de su padre, porque lentamente, y de modo incompleto, volvían a su memoria los sucesos de las Colinas Negras.
Cuando el doctor Berull le hizo cruzar una puerta que daba a un despacho, Toby experimentó un desengaño. No se había hecho una idea concreta de esos "amables señores" que le aguardaban, pero sí confiaba en que su aspecto fuese un poco extraordinario. Pero nada de eso. Se trataba de tres señores de cierta edad y cara bondadosa que, en primer lugar, se interesaban por las revistas que tenían extendidas delante. El muchacho permaneció cosa de un segundo en la habitación sin que le hicieran caso, y se sintió pequeño e insignificante.
Por fin, el mayor y más grueso de los tres dejó la lectura y miró a Toby con sus ojos claros, de mirada franca.
—¡Ah, ya tenemos aquí a nuestro fugitivo! —exclamó, a la vez que alargaba la mano para coger a Toby y hacerle sentar en un cuarto sillón.
También los otros dos señores dejaron sus revistas y sonrieron al niño con benevolencia, aunque de manera un poco enigmática.
—Ante todo, vamos a presentarnos —dijo el más viejo—. Yo soy Ray. Ray Stinson. Tío Ray para ti, y estos señores —añadió, señalando con un ligero gesto de la mano a sus acompañantes, que hasta entonces no habían abierto la boca— son Joe Welsh y Rex Hine. Y tú eres Toby Warwick...
Lo último fue más una constatación que una pregunta. No obstante, Toby contestó con un vacilante:
—Sí, señor.
—¡Tío Ray! —le corrigió el hombre grueso, que se reclinó comodón en su butaca, hizo salir azulados aros de humo del cigarro y volvió a enmudecer. Toby, nervioso, se escurría de un lado a otro de su asiento. Ansiaba poder relatar lo vivido en el bosque.
—Pues bien... —el tío Ray reanudó la conversación—. Cuéntanos ahora todo lo que ocurrió desde que te extraviaste. Pero procura hacerlo de forma ordenada.


Por vez primera apareció una chispa de interés en los ojos de sus compañeros. Pero Toby estaba demasiado excitado para fijarse en ello. Empezó a explicar sus aventuras. Al principio, con inseguridad y haciendo muchas pausas. Luego, las palabras brotaron de sus labios como un torrente. Sus oyentes demostraban atención y paciencia. Sólo cuando, al término de su relato, volvió a tartamudear un poco, intervino el tío Ray con un carraspeo:
—Está bien, muchacho... Conque el señor Lister disparó con su escopeta contra el... el espíritu. ¿Sabes si le dio?
Toby hizo un gesto de afirmación, pensativo.
—Creo que sí. El fantasma o lo que fuera se tambaleó unos instantes, pero el tiro no pareció haberle hecho daño.
—¡Claro, a un espíritu poco puede importarle que le suelten un balazo o toda una andanada de perdigones! —rió uno de los hombres.
—¡Cállese, Joe! —le increpó Ray Stinson—. Continúa, muchacho. ¿Qué más sucedió?
—Pues... —prosiguió Toby con voz temblorosa—. Entonces gritó algo... y, de pronto, el... el guardabosques desapareció.
—¡Ah! ¿Adónde se fue el viejo Lister? —inquirió Ray, inclinándose hacia el muchacho.
Toby sacudió la cabeza.
—No se marchó. Eso puedo jurarlo. La maleza era tan espesa, que le hubiera costado trabajo abrirse camino. Desapareció, simplemente. Pero allí donde él había estado, quedó una... una...
—Una masa gelatinosa de color verde —le ayudó el tío Ray. El chico miró a Stinson con reproche.
—No era una masa, sino un bolo, un bolo de un metro de altura, más o menos, y el cañón de la escopeta asomaba un trozo de esa forma rara.
—¡Exactamente lo que nosotros encontramos! —intervino el hombre llamado Joe—. ¡Pero un ser humano no puede convertirse así como así en un bolo de gelatina! ¿Estás seguro de que ese "espíritu" no llevaba un arma en la mano?
—¡Si no tenía manos! —repuso Toby, molesto. Joe lanzó un suspiro.
—Está bien... Quizá carecía de manos, como tú afirmas. Sin embargo, algo tuvo que hacer.
—Sólo dijo una palabra. Nada más. Lo leí claramente en su boca.
—¿Y qué dijo?
Tres pares de ojos se clavaron en el muchacho.
—A ver... Ta..., ta... No, no era eso. Takamah... ¡Ya lo tengo! La palabra era tatvamahsi.
Mientras intentaba recordar tan extraña expresión, Toby había cerrado los ojos para concentrarse mejor. Después, cuando los abrió, creyó morir de espanto. Los tres hombres habían desaparecido. En su lugar, los sillones estaban ocupados por tres bolos de una gelatina verdosa.
El muchacho fue incapaz de mover ni un dedo. En cambio, chilló. Chillaba todavía cuando el médico se presentó en compañía de dos enfermeras. También éstas empezaron a gritar. El doctor fue el único que, aun con visible esfuerzo, logró dominarse y agarrar el teléfono.

—¡Habla de una vez! ¿Qué ocurrió en el despacho del hospital? ¿Qué les hiciste a mis tres hombres?
La voz del desconocido era dura y amenazante. Todo lo contrario de la del desdichado tío Ray. Pero Toby no era capaz de distinguirlo, aunque por el rostro congestionado del inspector comprendió que estaba fuera de sí. No había duda: Echaban la culpa a Toby de los misteriosos sucesos. La presencia de seis policías armados hasta los dientes era suficientemente elocuente.
Toby se echó a llorar. Ni siquiera recordaba con claridad cómo le habían transportado desde el hospital. ¡Pero él era inocente! ¿Sí...? ¿Lo era en realidad? Poco a poco, Toby fue comprendiendo la situación, lo que le hizo aún más obstinado.
El inspector golpeó la mesa con una regla. Luego dio media vuelta bruscamente y agarró a Toby por el cuello de la camisa.
—Amigo —comenzó—, voy a decirte una cosa. ¡O bien me explicas en seguida todo lo ocurrido, sin pérdida de tiempo, o te encerraremos en nuestra celda más oscura!
El inspector Thorcraft no era el monstruo por el que Toby le tomaba. Pero el hombre había llegado al límite de su resistencia. Lo que acababa de pasar le parecía tan horrible, tan escalofriante, que no por ser policía estaba menos impresionado que los demás.
—¿Qué me respondes? —insistió en tono amenazador.
Toby tragó saliva. En su martirizado cerebro había nacido una idea salvadora...
—Deme lápiz y papel, por favor, y entonces escribiré la palabra. Temo que, si la pronuncio...
El inspector levantó una ceja, pero sin más comentarios se volvió de cara a la mesa y entregó al muchacho lo que había pedido. Toby dio las gracias con un gesto de cabeza y, con grandes y torpes letras, se puso a escribir la misteriosa palabra TATVAMAHSI.
—Tome, señor —dijo con voz insegura—, pero le ruego que no lea eso en voz alta. La desgracia podría repetirse.
Thorcraft estudió ceñudo la hoja de papel.
—Hum... De acuerdo, Toby. Espero que no nos hayas ocultado nada y que ésta sea realmente la palabra, aunque no me explico cómo...
—No les engaño, señor. ¿Puedo irme ahora a casa?
—Todavía no, hijo. Antes tenemos que comprobar la veracidad de tu declaración, ¿entiendes? —contestó el inspector, pese a que no tenía aún la menor idea de cómo demostrar el efecto de aquel vocablo fatal. Si Toby no había mentido, era totalmente imposible hacerlo.
—De momento regresa a tu habitación —prosiguió—. Nada debes temer si dijiste la verdad.
Hizo una señal a los dos agentes uniformados, que flanquearon a Toby y se lo llevaron.
Sólo entonces entró en escena el delgado científico de cabellos grises que mientras tanto había permanecido silencioso en un rincón. Thorcraft le miró muy serio.
—¿Qué opina de esta historia, profesor Prayer?
—¡Que es fantástica! —susurró el sabio—. Tengo la impresión, sin embargo, que el chico no miente. Claro que será muy difícil probarlo. ¿Qué noticias han llegado de las Colinas Negras, inspector?
—Nada nuevo —replicó Thorcraft, a la vez que encendía un pitillo—. Los equipos de investigación no han encontrado nada, por ahora, ninguna huella de la extraña aparición. Se diría que se la ha tragado el suelo, si no existió solamente en la imaginación de ese chiquillo.
—Sí, claro, también hay que admitir tal posibilidad —admitió Prayer de mala gana—. Pero contamos con testigos cada vez más numerosos de que, aquel anochecer, se produjo un fenómeno celeste muy raro. Todos coinciden en que una columna de fuego descendió poco a poco sobre la Tierra y desapareció en la misma parte de bosque donde luego fue encontrado Toby.
Thorcraft movió la cabeza.
—Un meteorito. ¿Qué iba a ser, si no? ¿Relaciona usted acaso los dos sucesos?
—Naturalmente, inspector, y usted debiera hacer lo mismo. Porque ese fenómeno celeste no fue un aerolito, según el informe del observatorio de Yerkes, en la bahía de Williams.
—¿Y qué relación ven los astrónomos entre una cosa y otra?
—Ninguna, inspector. ¿Supone que hablé a esos señores de nuestro problema? Por ahora no debe correr la voz, pero nosotros debemos reflexionar muy en serio sobre el asunto. ¿Qué sería más fantástico, la aparición de un auténtico fantasma o el aterrizaje de un ser no terrestre?
—¿De un... extraterrestre?
Thorcraft saltó de su asiento, pero luego movió la cabeza en sentido negativo.
—Perdone, profesor, pero no puedo aceptar tal cosa. ¿Qué iba a buscar aquí uno de esos seres?
—Trate de adivinarlo, inspector —contestó Prayer, y con estas palabras dejó solo al policía.
Thorcraft le siguió con la mirada, caviloso, y apretó los labios.
—Empiezo a dudar de mi cordura —murmuró—, pero... ¡diantre! Sea como fuere, tengo que redactar el informe para el gobernador.
Al cabo de media hora, el inspector firmó el documento estrictamente confidencial y lo mandó por medio de un correo. Había pensado en todo, pues, en lo referente a su trabajo, Thorcraft era hombre exacto hasta la pedantería. Tampoco omitía la advertencia de Toby. Al final del informe aparecía subrayada con tres líneas rojas.
Pero, ¿quién lee un escrito de abajo arriba?


El gobernador se hallaba todavía en su despacho de Cheyenne, capital del estado de Wyoming, cuando le llegó el informe del inspector. Ordenó al portador, un robusto sargento, que aguardara la posible respuesta y se dejó caer con un suspiro de fatiga en el sillón situado detrás de su enorme mesa de trabajo. Sus pensamientos nada tenían de amables. El dudoso suceso se había producido en una zona donde se unían las fronteras de Wyoming y Dakota del Sur. De haber ocurrido la cosa trescientos metros más al este, sería su colega de Pierre quien tendría que enfrentarse con el engorroso problema.
"Debo comunicarle, muy a pesar mío, que los equipos encargados de la búsqueda no han descubierto aún huella alguna del misterioso ser. Sin embargo, dado el peligro de que se extienda el pánico, me permito recomendar que el asunto se mantenga en el más absoluto secreto".
—¡En el más absoluto secreto! —gruñó el gobernador entre dientes, al mismo tiempo que por su tosca pipa hecha con una mazorca de maíz echaba volutas de humo azulado—. ¡Ese Thorcraft se ha creído que es más listo que yo!
Con cara de pocos amigos prosiguió la lectura. Según declaraba el testigo Toby Warwick, la transformación se presentaba siempre como efecto de una palabra al parecer sin sentido, la palabra tatvamahsi.
Y repitió en voz baja:
—Tatvamahsi.
Allí, a media frase, terminó la existencia de lo que había sido el gobernador del estado federal de Wyoming. Un aro de humo brotó de la pipa, que permaneció todavía un instante pegada a un bolo de gelatina verdosa y luego cayó al suelo.
Cuando la secretaria llamó tímidamente a la puerta media hora más tarde, no obtuvo respuesta. Vaciló todavía algunos segundos y, por fin, abrió con decisión. El sargento que esperaba en la habitación contigua llegó a tiempo de sujetarla entre sus brazos cuando la mujer, dando un grito terrible, se derrumbó desmayada. El suboficial Hawkins la acostó cuidadosamente en una butaca y penetró en el despacho.
Lo único que logró decir al descubrir el gelatinoso bolo verde, fueron estas duras palabras:
—¡Qué tipo más idiota! Ahora los problemas serán para mí.
Se dirigió furioso al teléfono y pidió inmediata comunicación con el inspector Thorcraft.

La indiscreción de los periodistas es tan proverbial, que no hace falta destacarla de nuevo. Malo sería el reportero que no averiguara hasta los más ocultos secretos de estado.
Roland Denoyer, responsable de los programas de los recién inaugurados estudios de televisión de Kaycee, no sintió remordimientos de conciencia cuando entregó al locutor de turno el informe especial, redactado con el máximo esmero. Denoyer consideró un deber patriótico poner a sus conciudadanos sobre aviso respecto del peligro que corrían a causa de su desprevención.
Quizá se habría evitado más de una desgracia si Ernest Hobble, llamado por sus colegas "el bello Ernest" no hubiera tenido la mala costumbre de prescindir del reglamento que ordenaba leer al menos dos veces cada texto, en silencio, antes de la emisión. Estaba seguro de su talento como locutor, y lo lucía.
Los estudios de Kaycee eran algo aún desconocido para los habitantes del estado de Wyoming. Para remediar pronto tal situación, Denoyer se había ocupado de incluir en el programa algunos espacios sensacionalistas y, en efecto, mucha gente se apresuró a buscar en sus aparatos el nuevo canal.
También la familia Haggadey lo hizo. En la semioscuridad de la sala de estar se oía un gorgoteo. El señor Haggadey bebía cerveza, aunque sin apartar ni por un segundo los ojos del televisor. A su lado crujieron papeles. La señora Haggadey se dedicaba a abrir una caja de bombones, a despecho del consejo del médico y de la circunferencia de su propio abdomen. Los oídos de la mujer captaban entusiasmados la música para transmitirla a su alma, mientras que el marido se interesaba más por las bien formadas piernas de las bailarinas.
En consecuencia, y aunque por distinta causa, los dos se mostraron disgustados cuando la pantalla se oscureció tras resplandecer brevemente. De cualquier forma no llegaron a protestar abiertamente, ya que la pantalla volvió a iluminarse y en ella apareció, cual deslumbrante cometa, el elegante Ernest Hobble. A la señora Haggadey se le atragantó el bombón de licor que tenía en la boca, y no se le pasó la tos hasta que el esposo le hubo dado unos cuantos golpecitos en la espalda. Ella le apartó de un empujón, al fin, y así pudieron, entender los dos las palabras del locutor:
—Resulta incomprensible que la policía y el gobernador silencien tan graves sucesos. En nuestra opinión, el pueblo tiene derecho a ser protegido de un destino espantoso mediante rápida información.
—¡Debe andar suelto algún maníaco sexual! —exclamó indignada la señora Haggadey.
—¡Silencio! —bramó el marido, a la vez que abría ruidosamente una lata de cerveza. La cuarta.
—... de Warwick. Éste fue testigo de los horribles sucesos y es, además, el único superviviente. En círculos bien informados se habla del aterrizaje de una nave espacial marciana. Numerosos habitantes de Lead presenciaron la caída de una especie de cabellera de fuego que, sin duda, procede del ingenio que tomó tierra en las Colinas Negras. Habla también en favor de una invasión marciana el método de ataque del monstruo. Según Warwick consiste en una palabra evidentemente mágica capaz de producir la transformación de las personas en una especie de bolos de gelatina verdosa. Y como quiera que tal palabra surte igualmente efecto si una persona la pronuncia, advertimos a todos los telespectadores que la palabra tatvamahsi...
La voz del locutor se interrumpió bruscamente. Pero nadie tuvo tiempo de extrañarse, porque los miles y miles de bolos gelatinosos sentados ante los ahora mudos televisores eran ya incapaces de hablar. Los últimos ruidos que hubo en casa de los Haggadey consistieron en el sordo choque contra el suelo de una lata de cerveza a medio vaciar, y en otro, más suave, que produjo la caja de bombones al resbalar sobre la alfombra.
Y todo ello era consecuencia de un error. De un pequeñísimo error. Ernest Hobble había leído demasiado tarde la observación, subrayada con una gruesa raya roja, que decía: "¡Proyectar la palabra sin pronunciarla!"

Aquella estancia envuelta en la luz de un crepúsculo azulado no se hallaba en la Tierra, sino en la proa de una nave cilíndrica que volaba alrededor del tercer planeta solar. Los blanquecinos seres en forma de gigantesco capullo de gusano de seda, que flotaban silenciosos en torno a las paredes violáceas de un cerebro mecánico, parecían fruto de una pesadilla. Sin embargo, es de suponer que a un humano le hubiera impresionado más el fantasmal silencio que la enigmática existencia de los enormes capullos.
Pero el silencio era sólo aparente. Los seres estaban enzarzados en una viva discusión que no necesitaba de la palabra hablada, ya que sus pensamientos saltaban invisibles e inaudibles de un cerebro a otro.
—¿Qué revela la última evaluación, Anshagom? —preguntó el comandante de la nave espacial al psicólogo especializado en razas extrañas.
—Nada bueno, Huhbarum. Cuatro quintas partes de la comunidad de seres ha sido víctima del tatvamahsi. Sospecho que volvimos a presentarnos demasiado pronto.
—O sea que el resultado es negativo, como la última vez. No podemos hacer nada. Anota esto para el fichero, Anshagom: La segunda visita a la Tierra ha demostrado que el comienzo está hecho. La Tierra posee una vida rica, pero todavía no cuenta con una especie que predomine por completo. Sin embargo, ciertos seres convivientes prometen una evolución favorable, si bien su actual reacción a la palabra clave no indica suficiente inteligencia. Se propone, por lo tanto, reducir los intervalos entre las inspecciones a un millón de años.
—Listo, Huhbarum. ¿Suspendo los efectos del tatvamahsi?
—Sí. No les asustemos innecesariamente. Conecta el revertidor. ¡La prueba de inteligencia ha terminado!


FIN

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