2024/06/10

El zorro y el bosque (Ray Bradbury)


Título original: The fox and the forest
Año: 1950


Hubo fuegos artificiales aquella primera noche; algo inquietantes quizá, porque recordaban otras cosas horribles, pero realmente hermosos: Cohetes ascendiendo por el antiguo y dulce aire de México, chocando contra las estrellas y convirtiéndolas en fragmentos azules y blancos. Todo era suave y agradable. El aire era una mezcla de vida y muerte, de lluvia y polvo, de olor a incienso y del sonido de las tubas de bronce que lanzaban al aire los ampulosos compases de La Paloma. Las puertas de la iglesia estaban abiertas de par en par, y parecía como si una enorme constelación amarilla hubiera caído desde el cielo de octubre y ardiese ahora en las paredes de piedra. Un millón de velas esparcían colores y humos. Otros fuegos artificiales, más nuevos y mejores, echaban a correr como rectilíneos cometas contra las paredes del café para elevarse luego como alambres, incandescentes hacia los altos campanarios, donde sólo se veían los desnudos pies de unos niños saltando de uno a otro lado, volteando una y otra vez las monstruosas campanas y lanzando al aire una no menos monstruosa música. Un toro de llameante morro saltaba por la plaza persiguiendo a los hombres, que reían a carcajadas, y a los niños, que corrían chillando.
—Este es el año 1938 —dijo William Travis con una sonrisa, de pie al lado de su mujer, contemplando la vociferante multitud—. Un buen año.
Un toro arremetió contra ellos. La pareja se hizo a un lado y echó a correr bajo una lluvia de fuego, alejándose del ruido y de la música, de la iglesia y la banda, bajo la luz de las estrellas. El toro, un armazón de cañas y pólvora, pasó rápidamente por su lado, llevado en hombros por un activo mejicano.
Susan Travis se detuvo para tomar aliento.
—Nunca me he divertido tanto —dijo.
—Es maravilloso —dijo William.
—Seguirá, ¿verdad?
—Sí. Toda la noche.
—No, me refiero a nuestro viaje.
William frunció el ceño y palpó el bolsillo de su chaqueta.
—Tengo cheques de viaje para toda una vida. Diviértete y olvida. Nunca nos encontrarán.
—¿Nunca?
—Nunca.
Alguien estaba lanzando unos gigantescos petardos desde la torre del sonoro campanario. Los petardos caían en una nube de humo y chispas, y la multitud se apartaba para dejarles sitio, y la pólvora ardía maravillosamente entre los pies de los bailarines y los inquietos cuerpos. Un apetitoso olor a tortas de aceite llenaba el aire, y desde las terrazas de los cafés, unos hombres observaban la escena, con jarras de cerveza en sus curtidas manos.
El toro estaba muerto; ya no salía fuego de entre las cañas. El hombre se quitó el armazón de los hombros. Unos niños se acercaron para tocar reverentemente la magnífica cabeza, los cuernos verdaderos.
 
—Vamos a ver el toro —dijo William.
Cuando pasaron ante la puerta del café, Susan vio al hombre. Los estaba observando. Era un hombre blanco, con un traje negro, corbata y camisa azules, y un rostro delgado curtido por el sol. Tenía el pelo rubio y lacio y los ojos azules, y los seguía con la mirada.
Susan no se hubiera fijado en él si no hubiera visto aquellas botellas apiladas sobre la mesa, junto al blanquísimo brazo: Una ventruda botella de crema de menta, una recta botella de vermut, un frasco de coñac, y otras siete botellas de licores surtidos. Y al alcance de su mano se alineaban diez vasitos a medio llenar, de los cuales iba bebiendo el hombre sin quitar los ojos de la plaza, frunciendo las cejas y apretando los delgados labios. En la otra mano humeaba un grueso cigarro, y sobre una silla se amontonaban veinte cajas de cigarrillos turcos, diez paquetes de puros habanos y algunos frascos de agua de colonia.
—Bill… —murmuró Susan.
—Tranquilízate —dijo William—. No es nadie.
—Lo vi en la plaza esta mañana.
—No mires atrás; sigue caminando. Haz como si observaras la cabeza del toro. Hazme alguna pregunta.
—¿Crees que sea algún investigador?
—No han podido seguirnos.
—¡Pueden!
—Es un hermoso toro —le dijo William al dueño.
—No ha podido seguirnos a través de doscientos años, ¿verdad? —dijo Susan.
—Ten cuidado, por favor —dijo William.
Susan se tambaleó. William la tomó del brazo y la condujo a través de la multitud.
—No te desmayes —William sonrió, intentando tranquilizarla—. Te sentirás bien en seguida. Vayamos a ese café. Beberemos delante de ese hombre. Si es quien creemos, no sospechará de nosotros.
—No. Por favor, no puedo.
—Tenemos que hacerlo. Vamos —y añadió en voz alta, mientras entraban en el café—: Y entonces le dije a David: ¡Es ridículo!
"Aquí estamos", pensó Susan. "¿Quiénes somos, adonde vamos, qué tenemos? Empieza por el principio", se dijo a sí misma, apelando a toda su cordura. Sintió el piso de adobe bajo sus pies.
"Me llamo Ann Kristen. Mi marido se llama Roger Kristen. Vivíamos en el año 2155, en un mundo horrible. Un mundo que, como un enorme barco negro, se alejaba de la costa de la cordura y la civilización, haciendo sonar su negra sirena en medio de la noche, con dos billones de personas a bordo, dirigiéndose hacia la muerte, más allá de la orilla del mar y de la tierra, hacia la locura y el fuego radiactivo".
Entraron en el café. El hombre los miraba fijamente.
 
Sonó un teléfono. Susan se sobresaltó.
Recordó otro teléfono sonando en el futuro, doscientos años más tarde, una clara mañana de abril de 2155.
—¡Ann, soy Renée! ¿Ya lo sabes? Me refiero a Viajes por el Tiempo, S. A. Viajes a Roma, al año 21 antes de Cristo, viajes a la batalla de Waterloo… ¡a cualquier época, a cualquier lugar!
—Renée, estás bromeando.
—¡Oh, no! Clinton Smith salió esta mañana para Filadelfia, 1776. Viajes por el Tiempo S. A. lo arregla todo. Es bastante caro, pero piensa… ¡Ver realmente el incendio de Roma, y a Kublakhan y Moisés, y el mar Rojo! Probablemente ya tengas propaganda en tu correo neumático.
Ann abrió el cilindro y allí estaba el folleto, impreso en una hoja metálica.

¡LOS HERMANOS WRIGHT EN KITTY HAWK!
¡ROMA Y LOS BORGIA!
¡Viajes por el Tiempo S. A. lo viste a usted y lo mezcla con la multitud el día del asesinato de César o de Lincoln! Garantizamos la enseñanza de cualquier idioma a fin de que pueda usted visitar fácilmente cualquier civilización, cualquier año, sin ninguna molestia. Latín, griego, norteamericano, arcaico. ¡No se limite a elegir tan sólo el sitio de sus vacaciones, elija también el tiempo!

—Tom y yo salimos mañana para el 1492 —sonaba la voz de Renée en el teléfono—. Están arreglándolo todo para que Tom pueda embarcar en una de las carabelas de Colón. ¿No es asombroso?
—Sí —murmuró Ann, estupefacta—. ¿Y qué dice el gobierno acerca de esta compañía de Máquinas del Tiempo?


—¡Oh!, la policía vigila el asunto. Temen que la gente rompa los convenios, huya y se oculte en el pasado. Todos tienen que dejar una garantía al irse: Su casa y sus bienes. Al fin y al cabo, estamos en guerra.
—Sí —murmuró Ann—. La guerra.
Y allí, de pie al lado del teléfono, Ann pensó: "Esta es la oportunidad de la que tanto hemos hablado mi marido y yo, la que hemos estado esperando durante años y más años. No nos gusta este mundo de 2155. Roger quiere dejar su trabajo en la fábrica de bombas, yo mi puesto en el laboratorio de cultivos patógenos. Quizá logremos huir a través de los siglos hasta algún país salvaje donde nunca puedan encontrarnos y traernos de vuelta aquí para quemarnos los libros, censurarnos las ideas, aterrorizarnos las mentes, ensordecernos con las radios…"
Y estaban en México, en el año 1938, y Susan contemplaba las manchadas paredes del café.
Los buenos trabajadores del Estado del Futuro podían descansar en el pasado. Y Ann y Roger habían retrocedido hasta 1938, a la ciudad de Nueva York, y habían disfrutado de los teatros y de la estatua de la Libertad que aún se alzaba, con su antorcha en alto, en el puerto. Y al tercer día habían cambiado sus ropas y sus nombres, y habían huido.
—Tiene que serlo —murmuró Susan, sin poder dejar de observar al hombre—. Esos cigarrillos, los cigarros, los licores… ¿Recuerdas nuestra primera noche en el pasado?
Hacía un mes, en aquella primera noche, antes de venir hacia México, habían bebido los más exóticos licores, habían comprado y saboreado las más insólitas comidas, los perfumes, los cigarrillos, todo aquello que escaseaba en un futuro donde lo único importante era la guerra. Habían perdido la cabeza. Habían entrado en tiendas, bares, expendedurías de tabacos, y habían ido, cargados de paquetes, a encerrarse en su cuarto, a enfermarse de un modo maravilloso.
Y ahora, aquel desconocido estaba haciendo lo mismo. Sólo un hombre del futuro podía hacer eso, un hombre que hubiera estado soñando años y más años con los cigarrillos y los licores.
Susan y William se sentaron y pidieron bebidas.
El desconocido los estaba examinando atentamente: Las ropas, el pelo, las joyas, el modo de andar y de sentarse.
—Siéntate con naturalidad —le dijo William a Susan entre dientes—. Como si hubieses usado esas ropas toda tu vida.
—Nunca debimos escapar.
—¡Dios mío! —dijo William—. El hombre viene hacia acá. Déjame hablar a mí. 
El desconocido se inclinó ante ellos. Se oyó el leve entrechocar de sus tacones.
Susan se estremeció: ¡Aquel ruido militar! Algo tan inconfundible como el de aquellos espantosos nudillos que golpeaban la puerta en medio de la noche.
—Señor Roger Kristen —dijo el desconocido—, no se recoge usted los pantalones al sentarse.
William sintió que algo helado descendía por su espalda. Miró sus manos, que descansaban inocentemente sobre sus piernas. El corazón de Susan latía locamente.
—Me confunde —dijo William con rapidez—. No me llamo Krisler.
—Kristen —corrigió suavemente el desconocido.
—Soy William Travis —dijo William—, y sinceramente no veo por qué se interesa usted en mis pantalones.
—Lo siento —el desconocido tomó una silla y se sentó—. Digamos que pensé que lo conocía porque no se recogió los pantalones al sentarse. Todo el mundo lo hace, o de otro modo los pantalones se deforman. Vengo de muy lejos, ¿sabe, señor… Travis? Y necesito compañía. Mi nombre es Simms.
—Señor Simms, lamentamos sinceramente su soledad, pero estamos cansados. Mañana salimos para Acapulco.
—Un sitio encantador. Precisamente mañana debo ir allí a buscar a unos amigos. No deben de andar muy lejos. Terminaré encontrándolos, estoy seguro. ¡Oh!, ¿la señora está indispuesta?
—Buenas noches, señor Simms —William se levantó bruscamente.
William y Susan se alejaron hacia la puerta. William apretaba con fuerza el brazo de su mujer. El señor Simms dijo aún algo. No se giraron para mirarle.
—Ah, lo olvidaba —exclamó el hombre. Calló unos instantes, y luego dijo con voz muy lenta—: 2155.
Susan cerró los ojos y sintió que le faltaba el suelo bajo sus pies. Siguió caminando, a ciegas, hacia la iluminada plaza.
Llegaron al cuarto del hotel, y cerraron la puerta con llave. Susan se echó a llorar. Se quedaron allí, de pie en la oscuridad, mientras el cuarto daba vueltas a su alrededor. A lo lejos estallaban los petardos, las risas llenaban la plaza.
—Qué cinismo —dijo William—. Sentado ahí, examinándonos de arriba abajo, como a animales, sin dejar de fumar sus malditos cigarros, sin dejar de beber. ¡Debí haberlo matado! —William parecía histérico—. Incluso tuvo la osadía de darnos su verdadero nombre: El jefe de policía. Y ese asunto de mis pantalones. Dios mío, debí recogérmelos al sentarme. Es un gesto automático en esta época. No lo hice, y eso me diferenció de los demás. He aquí a alguien que nunca usó pantalones, pensó Simms, un hombre acostumbrado a los uniformes, a las modas del futuro. No tengo excusa. Me he traicionado.
—No, no fueron tus pantalones, fue mi modo de caminar. Los tacones altos, eso fue. Y nuestros cabellos recién cortados. Todo en nosotros es raro e incómodo.
William encendió la luz.
—Está observándonos —murmuró—. Aún no está seguro… no del todo. No podemos escapar ahora, confirmaríamos sus sospechas. Iremos a Acapulco, como si no ocurriera nada.
—Quizá sepa ya a qué atenerse y esté jugando con nosotros.
—Es muy capaz de ello. Le sobra tiempo. Puede permanecer aquí todo cuanto quiera y luego llevarnos de vuelta al futuro en un instante. Puede mantenernos engañados durante días enteros, riéndose de nosotros.
Susan se sentó en la cama, secándose las lágrimas que cubrían su rostro, respirando el viejo olor a incienso y pólvora.
—No harán una escena, ¿verdad?
—No se atreverán. Esperarán a que estemos solos. Únicamente entonces podrán meternos en la Máquina del Tiempo.
—Entonces tenemos una solución —dijo Susan—. No estemos nunca solos. Mezclémonos con la gente. Podemos hacer un millón de amigos, visitar los mercados, dormir en los dormitorios públicos de todos los pueblos, pagar a la policía para que nos proteja hasta que descubramos un modo de matar a Simms. Nos disfrazaremos con ropas nuevas, como mexicanos por ejemplo.
Oyeron ruidos de pasos.
Apagaron la luz y se desvistieron en silencio. Los pasos se alejaron. Se cerró una puerta.
Susan se detuvo junto a la ventana y miró hacia la plaza.
—Así que ese edificio es una iglesia —dijo.
—Sí.
—Siempre me pregunté cómo sería una iglesia. Nadie ha visto ninguna desde hace tanto tiempo. ¿Podríamos visitarla mañana?
—Por supuesto que sí. Anda, ven a acostarte. 
Descansaron, envueltos en las sombras del cuarto.
Una hora y media más tarde sonó el teléfono. Susan tomó el auricular.


—¿Sí?
—Los conejos pueden esconderse en lo más profundo del bosque —dijo una voz—, pero el zorro acabará siempre por descubrirlos.
Susan colgó el auricular y se acostó de espaldas, rígida y helada.
Afuera, en el año 1938, un hombre tomó una guitarra y cantó tres canciones, una inmediatamente después de la otra.
Durante la noche, Susan tendió la mano hasta casi tocar el año 2155. Sintió que sus dedos resbalaban por la fresca superficie del tiempo como por una tela ondulada, y oyó el insistente taconeo de las botas, y un millón de bandas tocando un millón de marchas militares, y vio las cincuenta mil hileras de cultivos patógenos en sus tubos de vidrio, y la mano que avanzaba hacia ellos en aquella enorme fábrica del futuro. Los tubos de cultivo con gérmenes de lepra, peste bubónica, tifus, tuberculosis… y luego la explosión. Vio que su mano ardía hasta convertirse en una masa arrugada, y sintió una sacudida tan grande que el mundo se alzó y cayó, los edificios se derrumbaron y la gente sangró y quedó tendida en el suelo, en silencio. Volcanes, máquinas, vientos, aludes, callaron también, y Susan despertó sollozando en la cama, en Méjico, muchos años antes…
A primera hora de la mañana, tras una única hora de sueño, William y Susan se despertaron ante el estruendo de un grupo de ruidosos automóviles. Susan observó desde el balcón de hierro forjado a las ocho personas que salían gritando y charlando de camiones adornados con rojos letreros. Un grupo de mexicanos rodeaba los camiones.
—¿Qué pasa? —preguntó Susan en español a un niño. El niño le gritó algo desde la calle. Susan se volvió hacia su marido.
—Es una compañía cinematográfica norteamericana que viene a filmar aquí una película.
William se estaba duchando.
—Interesante —dijo—. Iremos a verlos. Creo que será mejor que no nos vayamos hoy. Intentaremos confundir a Simms. Nos quedaremos viendo la filmación. Dicen que la técnica del cine primitivo era algo sorprendente. Olvidémonos de nosotros mismos.
"De nosotros mismos", pensó Susan. Durante unos segundos, bajo la brillante luz del sol, había olvidado que en alguna parte, en aquel mismo hotel, les esperaba un hombre fumando mil cigarrillos, uno tras otro. Observó a los ocho felices y ruidosos norteamericanos y deseó gritarles: ¡Sálvenme, ocúltenme, ayúdenme! ¡Tíñanme el pelo, píntenme los ojos, vístanme con ropas raras! ¡Necesito que me ayuden! ¡Soy del año 2155!
Pero las palabras se le atragantaron. Los funcionarios de Viajes por el Tiempo S. A. no eran estúpidos. Antes de iniciar el viaje instalaban a todos sus clientes una barrera psicológica en el cerebro. No era posible decir dónde o cuándo se había nacido, ni hablar del futuro con los hombres del pasado. El pasado y el futuro debían protegerse mutuamente. Sólo con esa barrera se podía viajar, sin vigilancia, a través de las edades. Así, los que viajaban por el ayer no alteraban el futuro. Aunque Susan sintiese unos terribles deseos de hablar, no podía decir quién era, de dónde venía ni cuál era su vida.
—¿Vamos a desayunar? —dijo William.
El desayuno se servía en el gran comedor. Huevos con jamón para todos. La sala estaba llena de turistas. Los de la compañía cinematográfica, seis hombres y dos mujeres, entraron riendo a carcajadas y haciendo gala de la cordialidad y la protección que emanaba del grupo, sin preocuparse siquiera del señor Simms, que bajaba por las escaleras, fumando intensamente su cigarrillo. Simms la saludó con una ligera inclinación de cabeza, y Susan le devolvió el saludo, sonriendo, pues frente a aquel grupo de gente de cine, ante veinte turistas, el hombre era casi inofensivo.
—Quizá podamos convencer a dos de esos actores —dijo William—, decirles que se trata de una broma, vestirlos con nuestros trajes, y hacerlos escapar en nuestro coche en el momento en que Simms no pueda verles las caras. Si pueden engañarlo unas horas tal vez podamos llegar a ciudad de México. Tardará en poder volver a encontrarnos.
—¡Hey! —un hombre gordo, con el aliento apestando a alcohol, se inclinó hacia ellos—. ¡Turistas norteamericanos! —gritó—. Estoy tan harto de esos nativos. ¡Les besaría, de veras! —estrechó sus manos—. Vamos, coman con nosotros. La desgracia necesita compañía. Yo soy el señor Desgracia, ¿saben?, y esta es la señorita Tristeza, y éstos son el señor y la señora Odiamos-México. Todos lo odiamos. Hemos venido a filmar las primeras escenas de una condenada película. El resto del reparto llegará mañana. Me llamo Joe Melton y soy el director. ¡Vaya país de infierno! Funerales en las calles, gente que se muere. Vamos, vengan, únanse a nosotros. Levántennos el ánimo.
Susan y William se reían.
—¿No soy cómico? —preguntó el señor Melton, mirando a sus acompañantes. Susan se sentó junto a ellos.
—¡Maravilloso!
El señor Simms los miraba con furia. Susan le hizo una mueca. El señor Simms se adelantó, sorteando mesas y sillas.
—Señor Travis, señora Travis —dijo el señor Melton—. Los amigos de mis amigos son también mis amigos.
El señor Simms se sentó. Los de la compañía cinematográfica hablaban a gritos.
El señor Simms dijo en voz baja:
—¿Durmieron bien?
—¿Usted no?
—No estoy acostumbrado a los colchones de muelles —explicó el señor Simms cansadamente—. Pero no importa. Me pasé la mitad de noche probando cigarrillos y bebidas. Extraños, fascinantes. Todo un arco iris de sensaciones esos antiguos vicios.
—No sabemos de qué está usted hablando —dijo Susan.
—Así que aún sigue la comedia, ¿eh? —el señor Simms se rió—. Todo es inútil, señora Travis. Al igual que esta estratagema de los grupos. Ya nos encontraremos a solas en algún momento. Mi paciencia es infinita.
—Oigan —interrumpió el señor Melton, con el rostro enrojecido—. ¿Acaso les está molestando este individuo?
—No, no ocurre nada.
—Si les molesta, avísenme y lo echaremos de aquí a patadas.
Melton se giró para gritarles algo a sus compañeros. El señor Simms continuó, en medio de las risas:
—Vayamos al fondo del asunto. Los seguí durante un mes por pueblos y ciudades y luego, ayer, todo el día. Si vienen conmigo sin oponer resistencia haré lo posible para que no sean castigados. Siempre que usted, señor Kristen, vuelva a su trabajo en la fábrica de bombas de hidrógeno.
—¡Oigan a ese tipo hablando de ciencia durante el desayuno! —cloqueó el señor Melton, que había escuchado el final de la frase.
—Piénsenlo. No pueden escapar. Y si me matan, vendrán otros a sustituirme.
—No sabemos de qué nos está hablando.


—¡Basta! —dijo Simms, irritado—. ¡Usen su inteligencia! Saben muy bien que no podemos permitir que escapen. Otros de 2155 querrían hacer lo mismo. Y necesitamos gente.
—Para matarla en la guerra —dijo William.
—¡Bill! —suplicó Susan.
—No te preocupes, Susan Le hablaremos en su mismo lenguaje. No podemos escapar.
—Excelente —dijo Simms—. De veras, todos ustedes son unos románticos incorregibles. Huyendo de sus responsabilidades.
—Huyendo del horror.
—Tonterías. Sólo una guerra.
—¿De qué están hablando? —preguntó el señor Melton.
Susan quiso decírselo, pero sólo podía hablar de generalidades; la barrera psicológica admitía tan sólo eso. Generalidades, como las que estaban discutiendo Simms y William.
—Sólo la guerra —dijo William—. Media población mundial destruida por bombas de lepra.
—La gente de nuestro tiempo está resentida —indicó Simms—. Ustedes dos descansando en una isla tropical, mientras ellos se precipitan en los más infernales abismos. La muerte quiere muerte. Se muere mejor si se sabe que otros mueren con uno. Es bueno oír que no se está solo en la tumba. Yo soy el guardián de ese resentimiento colectivo.
—¡Miren al guardián del resentimiento! —dijo el señor Melton a sus acompañantes.
—Cuanto más tiempo me hagan esperar, peor será para ustedes. Lo necesitamos en la fábrica de bombas, señor Kristen. Vuelvan. No habrá tortura. Trabajará, y luego, cuando las bombas estén terminadas, ensayaremos en usted algunos nuevos y complicados aparatos.
—Le propongo un trato —dijo William—. Volveré con usted, si mi mujer se queda aquí, lejos de la guerra.
El señor Simms se lo pensó unos instantes.
—Está bien —dijo—. Estaré en la plaza dentro de diez minutos. Tenga listo el coche. Iremos hasta un lugar donde no haya gente. La Máquina del Tiempo nos estará esperando.
Susan apretó fuertemente el brazo de su marido.
—¡Bill!
—No discutas —William la miró—: Está decidido. —Y, dirigiéndose a Simms, añadió—: Una cosa. Anoche pudo entrar en nuestro cuarto y secuestrarnos. ¿Por qué no lo hizo?
—Digamos que estaba divirtiéndome, ¿qué les parece? —El señor Simms se desperezó y encendió otro cigarro—. Me disgusta dejar este clima maravilloso, este sol, estas vacaciones. Lamento dejar el vino y el tabaco. Oh, realmente lo lamento… Bien, en la plaza entonces, dentro de diez minutos. Protegeremos a su esposa. Podrá quedarse aquí todo el tiempo que quiera. Despídanse.
Se levantó, y salió del comedor.
—¡Hey, ahí va el señor de los grandes discursos! —gritó el señor Melton. Se giró y miró a Susan—. Eh, alguien está llorando. La mesa del desayuno no es buen sitio para llorar, señora.

A las nueve y cuarto de la mañana, Susan estaba contemplando la plaza desde el balcón del hotel. El señor Simms estaba allá abajo, sentado en un banco, con las piernas cruzadas. Mordió la punta de un cigarro y lo encendió cuidadosamente.
Susan oyó el ruido del motor de un coche y allá, de un garaje situado en la parte alta de la calle, salió el coche de William y descendió por la adoquinada cuesta.
El coche avanzó velozmente. Cuarenta, cincuenta, sesenta kilómetros por hora.
Las gallinas saltaron y aletearon.
El señor Simms se quitó su sombrero de paja blanda, se enjugó la enrojecida frente, se puso otra vez el sombrero, y entonces vio el coche.
Se acercaba a ochenta kilómetros por hora, directamente hacia la plaza.
—¡William! —gritó Susan.
El coche golpeó estrepitosamente el bordillo, pegó un salto y avanzó por la acera hacia el verde banco del señor Simms. El hombre soltó su cigarro, dio un grito y alzó las manos. El coche lo embistió. El cuerpo del señor Simms saltó por el aire, dio una voltereta y rebotó pesadamente contra el suelo.
En el otro extremo de la plaza, con un neumático reventado, el coche se detuvo. La gente empezó a correr.
Susan entró en el cuarto y cerró la ventana.
A mediodía, pálidos, cogidos del brazo, William y Susan salieron del ayuntamiento.
—Adiós, señor —dijo el alcalde en español—. Señora…
La pareja se detuvo en la plaza, donde la multitud señalaba las manchas de sangre.
—¿Te citarán de nuevo? —preguntó Susan.
—No. Ya me han preguntado bastante. Fue un accidente: Perdí el dominio del coche. Hasta lloré ante ellos. Dios sabe que tenía que desahogarme de alguna manera. Sentía deseos de llorar. Odié tener que matarlo, te lo juro. Nunca había hecho nada semejante.
—No habrá juicio.
—Hablaron de ello, pero no. Fui más rápido. Les hablé, y me creyeron. Fue un accidente. Asunto terminado.
—¿Y dónde iremos ahora? ¿A Ciudad de México? ¿A Uruguay?
—El coche está en el taller. Estará listo a las cuatro. Luego nos iremos.
—¿No nos seguirán? ¿Estaría Simms solo? 
—No lo sé. Pero al menos hemos ganado un poco de tiempo.
El grupo de la compañía cinematográfica estaba saliendo del hotel. El señor Melton se acercó corriendo hacia ellos.
—He oído lo que pasó. Mala suerte. ¿Está todo arreglado? ¿No desean distraerse un poco? Vamos a filmar algunas escenas en la calle. ¿Quieren venir con nosotros? Les hará bien.
William y Susan siguieron al señor Melton.
La cámara fue instalada sobre el adoquinado. Susan miró hacia el camino que descendía, alejándose, y hacia la carretera que llevaba a Acapulco y al mar, bordeado por pirámides, y ruinas, y pueblecitos de casas de adobe con paredes amarillas, azules y rojas, y brillantes buganvillas, y pensó: "Andaremos por los caminos, nos mezclaremos con grupos y multitudes, en los mercados, en los vestíbulos; pagaremos a la policía para que nos vigile, instalaremos cerraduras dobles; pero siempre rodeados de gente, nunca solos, siempre con el temor de que la primera persona que pase por nuestro lado sea otro Simms. No. Nunca sabremos si los hemos engañado realmente. Y siempre, en el futuro, estarán esperándonos, para quemarnos con sus bombas, enfermarnos con sus gérmenes, ordenar que nos levantemos, que nos giremos, que saltemos a través del aro. Seguiremos huyendo por el bosque, nunca nos detendremos, y nunca tampoco volveremos a dormir".
Se había reunido una muchedumbre para observar la filmación. Susan escudriñaba la gente y las calles.
—¿Ningún sospechoso?
—No. ¿Qué hora es?
—Las tres. El coche ya debe estar casi listo.
Las tomas terminaron a las cuatro menos cuarto. El grupo regresó al hotel, charlando animadamente. William pasó por el garaje.
—El coche estará listo a las seis —dijo al salir del taller, pensativo.
—¿Pero no más tarde?
—No. No te preocupes.


Ya en el vestíbulo del hotel, William y Susan miraron a su alrededor buscando a alguien que estuviese solo, alguien que se pareciese al señor Simms, alguien con el pelo recién cortado, envuelto en nubes de tabaco y perfume. Pero el vestíbulo estaba vacío. El señor Melton empezó a subir las escaleras y dijo:
—Bueno, ha sido un día terrible. ¿Quieren tomar algo para refrescarse? ¿Un martini? ¿Cerveza?
—Bueno. Un vaso.
El grupo invadió el cuarto del señor Melton. Se repartieron las copas.
—Estáte atenta a la hora —dijo William.
"La hora", pensó Susan. "Si tuviera algunas horas por delante". Se conformaba con sentarse en la plaza durante todo un día de octubre, sin preocupaciones, sin pensamientos, con el sol sobre su cara y sus brazos, los ojos cerrados y el cuerpo inmóvil, sonriéndole al calor. Sólo quería dormir al sol de México, dormir profundamente, fácilmente, felizmente, muchos, muchos días…
El señor Melton abrió una botella de champaña.
—A una dama muy hermosa… a una dama que podría ser la digna protagonista de un filme —dijo, alzando su copa hacia Susan—. Me gustaría hacerle una prueba.
Susan rió.
—De veras —dijo Melton—. Es usted encantadora. Podría convertirla en una estrella de cine.
—¿Y llevarme a Hollywood? —exclamó Susan.
—Eso es: Lejos de este infierno de México.
Susan miró a William, y éste alzó una ceja y asintió en silencio. Sería un cambio de ambiente, de ropas, de nombre quizá. Y viajarían con otras ocho personas. Una buena protección contra cualquier interferencia del futuro.
—Parece maravilloso —dijo Susan.
Empezaba a sentir los efectos del champaña. La tarde se deslizaba suavemente. La reunión iba animándose a su alrededor. Por primera vez tras muchos años se sintió realmente bien y a salvo, realmente feliz.
—¿Y qué clase de películas haría mi mujer? —preguntó William, llenando otra vez su copa.
—Bueno, me gustaría una historia de suspenso —dijo Melton—. La historia de una pareja como ustedes, por ejemplo.
—Siga.
—Tal vez una historia de guerra —dijo el director, observando a contraluz el color de su bebida.
Susan y William aguardaban.
—La historia de una pareja que vive en una casa, en una callejuela, en el año 2155 tal vez —dijo Melton—. Sólo como un ejemplo, claro. Pero esta pareja es alcanzada por una terrible guerra: Superbombas de hidrógeno, censura, muerte… Y entonces (y aquí está el nudo argumental de la historia) escapan al pasado, seguidos por un hombre que ellos suponen lleno de maldad, pero que en realidad sólo trata de señalarles cuál es el camino del deber.
La copa de William se hizo añicos contra el suelo.
—Y esta pareja —prosiguió el señor Melton— se mezcla confiadamente con un grupo de gente de cine. Así creen que estarán más seguros.
Susan se dejó caer en una silla. Todos observaban al director. El señor Melton bebió un sorbo.
—Ah, qué magnífico champaña. Bien, este hombre y esta mujer no comprenden, no parecen comprender, lo importante que son en ese futuro. Principalmente él, un hombre clave para la construcción de un nuevo tipo de bomba. Así que la policía de su tiempo no repara en medios para encontrarlos, capturarlos y devolverlos al futuro. Por fin consiguen llevarlos a la habitación de un hotel, donde nadie puede verlos. Estrategia, ¿comprenden? Los policías pueden actuar solos, o en grupos de ocho. De este modo no podrán fracasar. ¿No cree usted que resultaría una película magnífica, Susan? ¿No lo cree usted, Bill?
El director vació su copa. Susan, inmóvil, miraba al vacío.
—¿Un poco más de champaña? —dijo el señor Melton.
William sacó su revólver e hizo fuego tres veces. Uno de los hombres cayó al suelo. Los otros corrieron. Susan gritó. Una mano le tapó la boca. El revólver estaba ahora en el suelo, y William forcejeaba tratando de soltarse de los brazos que lo sujetaban.
—Por favor —dijo el señor Melton, sin moverse. La sangre corría por sus dedos—. No empeoremos las cosas. 
Alguien golpeó la puerta.
—¡Abran! ¡Déjenme entrar!
—El gerente quiere entrar —dijo el señor Melton—. ¡Rápido!
Trajeron una cámara. Del aparato surgió un rayo de luz azul que barrió la habitación. El rayo se hizo más amplio, y hombres y mujeres se fueron desvaneciendo, uno a uno.
—¡Rápido!
A través de la ventana, poco antes de desaparecer, Susan vio las tierras verdes, y las paredes rojas y amarillas y azules y violetas, y los guijarros de la calle que descendían como las aguas de un río, y a un hombre montado en un mulo que se internaba entre las cálidas colinas, y a un niño que bebía naranjada (Susan sintió el sabor dulzón del líquido en su garganta), y a un hombre sentado en la plaza, a la sombra de un árbol, con una guitarra en las rodillas (Susan sintió su mano sobre las cuerdas), y más allá, más lejos, el mar sereno y azul (Susan sintió que las olas la envolvían, arrastrándola mar adentro). Y hubo lágrimas en sus ojos.
Y Susan desapareció, y luego William.
La puerta se abrió de par en par. El gerente entró, acompañado por sus ayudantes. El cuarto estaba vacío.
—¡Pero estaban aquí hace un momento! ¡Los vi entrar, y en cambio, ahora… nada! —gritó el gerente—. ¡Las ventanas tienen rejas de hierro! ¡No han podido salir por ningún sitio!
Al anochecer, llamaron al sacerdote. Y abrieron la puerta, y el sacerdote echó agua bendita en los cuatro rincones, y bendijo la habitación.
—¿Y qué hacemos con esto? —dijo la camarera.
La mujer señaló el armario, donde se amontonaban sesenta y siete botellas de chartreuse, coñac, crema de cacao, ajenjo, vermut y tequila, y ciento seis paquetes de cigarrillos turcos, y ciento noventa y ocho cajas de habanos…


FIN

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