2025/09/29

Sólamente una madre (Judith Merril)


Título original: That Only a Mother
Año: 1948
Distinciones: Seleccionado en 1970 por la Asociación de Escritores de Ciencia Ficción y Fantasía de Estados Unidos (SFWA) como uno de los mejores relatos cortos de ciencia ficción antes de la creación de los Premios Nébula. Por ello fue publicado en el Salón de la Fama de la Ciencia Ficción, Volumen Uno, 1929-1964.


Margaret alargó la mano hacia el otro lado de la cama, donde tenía que haber estado Hank. Tocó la almohada, e inmediatamente despertó del todo, preguntándose por qué conservaba la antigua costumbre, después de tantos meses. Trató de encogerse, como un gato, para acumular su propio calor, descubrió que no podía hacerlo ya, y saltó de la cama con una complacida conciencia del progresivo aumento del volumen de su cuerpo.
Los movimientos matinales eran como los de un autómata. Al pasar por delante de la cocinilla apretaba el botón que ponía en marcha la preparación del desayuno —el médico le había dicho que comiera mucho a la hora del desayuno—, y sacaba el periódico de la máquina que lo imprimía por radio. Doblaba cuidadosamente la amplia hoja de papel por la sección de "Noticias Nacionales", y la colocaba en una de las estanterías del cuarto de baño de modo que pudiera leerla mientras se limpiaba los dientes.
Ningún accidente. Ningún choque directo. Al menos, ninguno acerca del cual se informara oficialmente.
Ya ves, Maggie, que no hay motivo para preocuparse. Ningún accidente. Ningún choque. Tienes que creer lo que dice este encantador periódico.
Los tres repiqueteos procedentes de la cocina anunciaron que el desayuno estaba a punto. Margaret colocó un brillante mantel y unos platos de vivos colores en la mesa, en una vana tentativa de estimular un apetito matinal que no sentía. Luego, cuando ya no hubo nada que preparar, fue en busca del correo convencida que aquel día había una carta.
Estaba allí. Estaba allí. Dos facturas, y una nota preocupada de su madre:

"Querida, ¿por qué no me has escrito comunicándomelo antes? Estoy asustada, desde luego, pero, bueno, resulta desagradable hablar de estas cosas, pero, ¿estás segura que el médico está en lo cierto? Hank ha estado manejando todo ese uranio, o torio, o como diablos se llame, durante muchos años. Ya sé que tú dices que es un proyectista, no un técnico, y que no tiene que acercarse a nada que sea peligroso, pero ya sabes que solía hacerlo, cuando estaba en Oak Ridge. ¿No crees...? Bueno, desde luego, me estoy portando como una vieja estúpida, y no quiero que estés preocupada. Sabes mucho más que yo acerca del asunto, y estoy convencida del hecho que el médico tiene razón. Tiene que saberlo…".

Margaret le hizo una mueca al excelente café, y volvió a plegar el periódico, esta vez por la sección de noticias médicas.
¡Basta, Maggie, basta! El radiólogo dijo que el trabajo de Hank no entrañaba ningún riesgo para él. Y la zona bombardeada que cruzamos... No, no. ¡Basta ya! Lee las notas de sociedad o las recetas de cocina, muchacha.
Un conocido especialista en genética, en las noticias médicas, decía que era posible afirmar con absoluta certeza, a partir del quinto mes, si el hijo sería normal, o por lo menos si el cambio tendía a producir efectos extraños. De todos modos, los peores casos podían ser evitados. Desde luego, los cambios de menor importancia, tales como las desviaciones de los rasgos faciales o las modificaciones de la estructura cerebral no podían ser descubiertos. Y recientemente se habían producido algunos casos de fetos normales con miembros atrofiados que no se habían desarrollado más allá del séptimo o del octavo mes. Pero concluyó el médico alegremente, los peores casos podían ahora ser previstos e impedidos.
"Previstos e impedidos". Nosotros lo habíamos previsto, ¿no? Hank y los otros lo habían previsto. Pero no lo impedimos. Podíamos haberlo tenido en el 46 y el 47. Ahora...
Margaret decidió no desayunar. El café había sido suficiente desayuno para ella durante diez años; y lo sería también aquel día. Se abrochó los interminables pliegues de tela que, según le había asegurado el vendedor, eran la única cosa cómoda de llevar durante los últimos meses. Con una sensación de placer, olvidándose de la carta y del periódico, se dio cuenta del hecho que tenía que abrocharse ya el penúltimo botón de la cintura. Faltaba muy poco.
La ciudad, a primeras horas de la mañana, había tenido siempre un especial encanto para Margaret. La noche anterior había llovido, y las aceras estaban limpias y relucientes. El aire era fresco y oloroso, para una mujer criada en la ciudad, pese a la ocasional acritud del humo de las fábricas. Margaret recorrió a pie las seis manzanas que había desde su casa al lugar donde trabajaba, viendo apagarse las luces de las cafeterías abiertas toda la noche, y encenderse las luces de los oscuros interiores de las tabaquerías y tiendas de lavado en seco.
La oficina se encontraba en un nuevo edificio del Gobierno. Margaret subió hasta el piso catorce en el ascensor, y se instaló detrás de su mesa-escritorio, al final de una larga hilera de mesas idénticas.
Cada mañana, el montón de documentos que la esperaban era un poco más alto. Aquéllos eran, como todo el mundo sabía, los meses decisivos. La guerra podía ser ganada o perdida en aquella oficina lo mismo que en las otras oficinas y en el propio frente. La Dirección había enviado a Margaret allí cuando su antiguo trabajo en el departamento de envíos se hizo demasiado fatigoso para ella. El calculador era fácil de manejar, y el trabajo era absorbente, aunque no tan excitante como su antigua tarea. Pero en aquellos días no podía dejarse de trabajar. Todo el que podía hacer algo era necesario.
Y —Margaret recordó la entrevista con el psicólogo— yo pertenezco probablemente al tipo inestable. Quién sabe la clase de neurosis que me acometería si me estuviera sentada en casa, leyendo aquel periódico sensacionalista...
Se sumergió en el trabajo sin continuar el pensamiento.

18 de febrero 
Querido Hank:
Sólo unas líneas..., desde el hospital, nada menos. Me sentí repentinamente enferma en la oficina, y el médico dijo que era algo del corazón. Me resulta insoportable la idea de permanecer tendida en una cama semanas enteras, esperando..., aunque el doctor Boyer parece creer que la cosa no será tan larga.


Por aquí hay demasiados periódicos. Más infanticidios cada vez, y, al parecer, no se encuentra un jurado que los condene. Los que lo hacen son los padres. Menos mal que tú no estás aquí, por si...
¡Oh, querido! Ésta no es una broma divertida, ¿verdad? Escribe tan a menudo como puedas. ¿Lo harás? Tengo demasiado tiempo para pensar. Pero, en realidad, todo marcha bien, y no hay ningún motivo de preocupación.
Escribe pronto, y recuerda que te quiero. Maggie.

SERVICIO TELEGRÁFICO ESPECIAL — 21 de febrero de 1953 22:04 LK37G
De: Téc. Teniente H. Marwell X47-016 CGNY
A: Sra. H. Marwell Hospital de Mujeres Nueva York
RECIBÍ AVISO MEDICO PUNTO LLEGARE CUATRO DIEZ PUNTO CORTO PERMISO PUNTO ÁNIMOS MAGGIE PUNTO CARIÑO HANK.

25 de febrero
Querido Hank:
¿De modo que no pudiste ver a la niña, después de todo? Parece mentira que un lugar como éste no disponga al menos de mirillas en las incubadoras, de modo que los padres puedan echar una mirada, aunque las pobres madres no puedan hacerlo. Me han dicho que no la veré hasta dentro de una semana, o quizás más..., pero, desde luego, mamá siempre me decía que me movía demasiado y que me exponía a tener la niña demasiado pronto. ¿Por qué debe tener siempre razón?
¿Viste a la enfermera que han puesto aquí? Parece un sargento. Supongo que sólo atiende a las que ya han dado a luz, y que no la dejan acercarse a las que todavía esperan..., pero en una sala de maternidad no deberían permitir que hubiera una mujer como ésa. Está obsesionada con las mutaciones y no sabe hablar de otra cosa.
¡Oh! Bueno, la nuestra es completamente normal, aunque haya llegado antes de tiempo.
Estoy cansada. Me advirtieron que no me sentara tan pronto, pero tenía que escribirte. Todo mi amor, querido.
Maggie.

29 de febrero
Querido:
¡Por fin he podido verla! Es verdad todo lo que dicen acerca de los recién nacidos y de la cara que sólo una madre puede amar..., pero allí está, querido, con ojos, orejas y narices —¡no, solamente una!— en los lugares donde tienen que estar. Hemos tenido mucha suerte, Hank.
Temo haber sido una paciente insoportable. No he dejado de importunar a la enfermera que parece un sargento y que tiene la manía de la mutación, insistiendo en que quería ver a mi hija. Finalmente vino el médico a "explicármelo" todo, y dijo un montón de tonterías, la mayoría de las cuales no conseguí entender, porque eran realmente incomprensibles. Lo único que saqué en limpio es que la niña no tendría que estar en la incubadora; pero que estaba allí porque creían que era "más prudente".
Creo que al oír eso me puse un poco histérica. Supongo que se encontraba más preocupada de lo que estaba dispuesta a admitir, pero lo cierto es que chillé un poco. Siguió una conferencia de esas susurradas detrás de la puerta, y al final la Mujer de Blanco dijo: "Bueno, a fin de cuentas, tal vez sea mejor así".
Me encuentro terriblemente débil aún. Volveré a escribirte pronto. Te quiere, Maggie.

8 de marzo
Querido Hank:
Bueno, la enfermera estaba equivocada si te dijo eso. De todos modos, es una idiota. Es una muchacha. Es más fácil hablar con un bebé que con un gato, y yo lo sé.
¿Qué te parece el nombre de Henrietta?
Vuelvo a estar en casa, y muy atareada. En el hospital son unos despistados. He tenido que aprender por mí misma a bañar a la niña y a hacerlo todo. Cada día es más bonita, ¿sabes? ¿Cuándo tendrás un permiso, un verdadero permiso?
Te quiere, Maggie.

26 d3 mayo, 26
Querido Hank:
Tendrías que verla ahora..., y la verás. Voy a enviarte un rollo de película en color. Los camisones que lleva, llenos de bordados, son un regalo de mamá. ¿Verdad que está bonita? Pues, espera a verla personalmente.

10 de julio
Lo creas o no, tu hija puede hablar. Y no me refiero a los balbuceos de los pequeñines. Lo descubrió Alice —está en el departamento de odontología de la WAC, ¿sabes?—, y cuando oyó a la niña soltando lo que yo creía que eran los balbuceos propios de su edad, dijo que Henrietta sabía palabras y frases, pero que no podía pronunciarlas claramente porque aún no tiene dientes. Voy a llevarla a un especialista.

13 de septiembre
¡Tenemos una niña prodigio, querido! Ahora que le han salido los dientes de leche habla de un modo absolutamente claro y —una nueva habilidad— puede cantar. Me refiero a que es capaz de seguir una melodía. ¡A los siete meses! Querido, sería completamente feliz si pudiera tenerte en casa.

19 de noviembre
... al fin. La pequeña estaba demasiado ocupada con sus habilidades, y no encontraba el momento de aprender a arrastrarse... El médico dice que el desarrollo, en estos casos, es siempre irregular...

SERVICIO TELEGRÁFICO ESPECIAL — 1 de diciembre de 1953 08:47 LK59P
De: Téc. Teniente H. Marwell X47-016 CGNY
A: Sra. H. Marwell Apt. K-17
504 E. 19 St.
Nueva York
SEMANA PERMISO EMPIEZA MAÑANA PUNTO LLEGARE AEROPUERTO DIEZ CINCO PUNTO NO VAYAS ESPERARME PUNTO CARIÑO CARIÑO CARIÑO HANK.


Margaret dejó salir el agua de la bañera de plástico hasta que sólo quedaron unas pulgadas en ella, y a continuación sujetó a la serpenteante niña.
—Creo que la cosa iba mejor cuando estabas retrasada, jovencita —le dijo alegremente a su hija—. Ya sabes que no puedes arrastrarte dentro de la bañera.
—Entonces, ¿por qué no me metes en la bañera grande?
Margaret estaba acostumbrada a las salidas de tono de la niña, pero de cuando en cuando la tomaban por sorpresa. Envolvió la masa de carne sonrosada en una toalla, y empezó a frotar.
—Porque eres demasiado pequeña, y tu cabeza es muy blanda, y las bañeras grandes son muy duras.
—¡Oh! ¿Cuándo podré meterme en la bañera grande?
—Cuando la parte exterior de tu cabeza sea tan dura como la parte interior, sabihonda —Alargó la mano hacia un montón de ropa limpia—. No puedo comprender —añadió, prendiendo la tela de un pañal al camisón con un imperdible— cómo una niña tan inteligente como tú no es capaz de aprender a llevar los pañales igual que los otros niños. Han sido utilizados durante siglos, con resultados completamente satisfactorios.
La niña no se dignó contestar; había oído aquella queja con demasiada frecuencia. Esperó pacientemente hasta que su madre terminó de arreglarla. Entonces la obsequió con una sonrisa que hacía pensar a Margaret, inevitablemente, en un dorado rayo de sol acariciando un prado cubierto de rosas. Recordó la reacción de Hank ante las fotografías en color de su hermosa hija, y aquel pensamiento le hizo darse cuenta de lo tarde que era.
—Hay que acostarse, tesoro. Cuando despiertes, tu papá estará aquí.
—¿Por qué? —preguntó el cerebro de cuatro años, entablando una batalla perdida de antemano para mantener despierto el cuerpo de diez meses.
Margaret se dirigió a la cocina y reguló el cronometrador para el asado. A continuación, sacó sus ropas del armario: Vestido nuevo, zapatos nuevos, combinación nueva, todo nuevo, comprado hacía unas semanas y guardado para el día en que llegara el telegrama de Hank. Se detuvo a sacar una hoja de la máquina de imprimir y, con las ropas y el periódico, se dirigió al cuarto de baño.
Con el cuerpo sumergido en el agua tibia y perfumada —un lujo excepcional—, hojeó el periódico con cierta indiferencia. Aquel día, al menos, no tenía necesidad de leer las noticias nacionales. Había un artículo de un especialista en genética. Las mutaciones, decía, estaban aumentando de un modo desproporcionado. Era demasiado pronto para hablar de recesivas; incluso los primeros mutantes, nacidos en los alrededores de Nagasaki y de Hiroshima en 1946 y 1947, eran demasiado jóvenes para procrear. Pero mi cuerpo está en perfectas condiciones. Al parecer, la causa de aquellas anomalías había que atribuirla a algunas radiaciones liberadas por las explosiones atómicas. Mi niña es normal. Precoz, pero normal. Si se hubiera prestado más atención a las mutaciones japonesas, decía...
Apareció aquella breve noticia en los periódicos, en la primavera del 47. Fue cuando Hank se marchó de Oak Ridge. "Únicamente un dos o tres por ciento de los culpables de infanticidio son descubiertos y castigados actualmente en el Japón...". Pero MI NIÑA es completamente normal.
Margaret estaba vestida, peinada y lista para el último toque con el lápiz de labios, cuando sonó el timbre de la puerta. Margaret se quedó inmóvil, con el corazón palpitante, y por primera vez en dieciocho meses oyó el casi olvidado ruido de una llave girando en la cerradura antes que el eco del timbre se hubiera apagado del todo.
—¡Hank!
—¡Maggie!
Y entonces no hubo nada que decir. Tantos días, tantos meses de pequeñas noticias acumulándose, de pequeñas cosas que contarle, y ahora lo único que podía hacer era permanecer en pie, mirando un uniforme caqui y un rostro pálido y desconocido. Margaret resiguió los rasgos con el dedo del recuerdo. La misma nariz aguileña, los mismos ojos pardos, las mismas cejas finamente dibujadas. El pelo un poco más escaso ahora encima de la ancha frente. Pálido. Desde luego, había vivido bajo tierra durante todo aquel tiempo.
Margaret tuvo tiempo de pensar todo esto antes que la mano de su marido llegara a tocarla, antes de corresponder a su abrazo. No había nada que decir, porque no había necesidad de decir nada. Estaban juntos, y de momento les bastaba con ello.
—¿Dónde está la niña?
—Durmiendo. Se despertará de un momento a otro.
No había prisa. Sus voces eran tan tranquilas como en una conversación cotidiana, como si la guerra y la separación no existieran. Margaret recogió el abrigo que Hank había tirado en la silla que estaba junto a la puerta, y lo colgó cuidadosamente en el perchero del recibidor. Luego fue a vigilar el asado, dejando que su marido recorriera la casa solo, recordando y adaptando su mente a los recuerdos. Le encontró, finalmente, inclinado sobre la cuna de la niña.
Margaret no podía ver su rostro, pero no necesitaba verlo.
—Creo que ya podemos despertarla.
Margaret tiró de las ropas de la cuna, destapando el pequeño bulto blanco. Unos ojos soñolientos y grises se abrieron, lentamente.
—¡Hola! —La voz de Hank tenía cierto acento de inseguridad.
—¡Hola! —La voz de la niña era más segura que la de su padre.
Hank había oído hablar de ello, desde luego, pero no era lo mismo oírlo. Se volvió ávidamente hacia Margaret:
—¿Puede realmente...?
—Desde luego que puede, querido. Pero, lo que es más importante, puede hacer incluso cosas normales como hacen los otros niños, incluso travesuras. ¡Mira cómo se arrastra!
Margaret puso a la niña sobre la cama grande.
Durante unos instantes, Henrietta permaneció tendida boca arriba, mirando a sus padres con expresión dubitativa.
—¿Arrastrarme? —preguntó.
—Eso es. Papá no te ha visto aún hacerlo.
—Entonces, dame la vuelta y ponme sobre mi barriguita.
—¡Oh! Desde luego.


Margaret le dio media vuelta a la niña.
—¿Qué es lo que pasa? —La voz de Hank seguía siendo normal, pero una corriente subterránea empezaba a cargar la atmósfera de la habitación—. ¿Es que no sabe dar la vuelta sola?
—Esta niña —Margaret no parecía darse cuenta de la tensión—, esta niña hace las cosas cuando quiere hacerlas.
El padre de aquella niña contempló con ojos llenos de ternura cómo serpenteaba el pequeño cuerpo, deslizándose a través de la cama.
—¡Vaya con la granujilla! —rió—. Parece que está tomando parte de una carrera de sacos. Vamos a sacarle ya los brazos fuera de las mangas.
Se inclinó sobre el lecho y tomó el lazo que había en el extremo del largo camisón.
—Yo lo haré, querido.
Margaret trató de adelantarse a su esposo.
—No seas tonta, Maggie. Ésta puede ser tu primera hija, pero yo he tenido cinco hermanos.
La apartó, riendo, y alargó la otra mano hacia el lazo que cerraba una manga.
Después de hacerlo, introdujo la mano por la abertura, en busca de un brazo.
—Cualquiera que te viera arrastrándote —le dijo a la niña con fingida severidad, mientras su mano tocaba un inmóvil muñón de carne en el hombro—, creería que eres un gusano, utilizando tu barriguita para arrastrarte, en vez de usar las manos y los pies.
Margaret les miraba a los dos, sonriendo.
—Espera a oírla cantar, querido...
La mano derecha de Hank descendió desde el hombro en busca del brazo, y se detuvo en el muñón, cuyos músculos se pusieron rígidos mientras trataban de escapar a la presión de aquella mano. Hank dejó que sus dedos se deslizaran de nuevo hasta el hombro. Luego volvió a sacar la mano de la abertura de la manga. Con infinito cuidado, deshizo el lazo que cerraba el camisón por debajo. Su esposa estaba de pie junto a la cama, diciendo:
—Sabe cantar el Jingle Bells, y...
La mano izquierda de Hank se deslizó por debajo de la suave tela del camisón y avanzó hacia el pañal que cubría el extremo inferior de su hija. Ni una arruga. Ni.. 
—Maggie... —Su garganta estaba seca; las palabras surgían con dificultad, en tono ronco—. Maggie. 
Hablaba muy lentamente, como si se recreara en el sonido de cada una de sus palabras. Su cabeza era un torbellino, pero necesitaba saber, tenía que saber.
—Maggie, ¿por qué..., por qué no me lo habías dicho?
—¿Decirte qué, querido? 
La actitud de Margaret era la inmemorial actitud paciente de la mujer enfrentada con la infantil impulsividad del hombre. Su repentina carcajada resonó fantásticamente espontánea y natural en aquella habitación; Margaret había comprendido:
—¡Oh! ¿Está mojada? No lo sabía...
Margaret no lo sabía. Las manos de Hank se deslizaron arriba y abajo por el sedoso cuerpo infantil, por el sinuoso cuerpo sin extremidades. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Sus músculos se contrajeron, en un amargo espasmo de histeria. Sus dedos apretaron la sonrosada carne de su hija. ¡Dios mío! Margaret no lo sabía.

FIN

2025/09/22

Equilibrio (John Christopher)


Título original: Balance
Año: 1951


Luigi dijo:
—¡Signor!
Max Larkin abrió los ojos, sorprendido y agradecido por milésima vez por la radiante claridad del sol. Su hamaca, colgada entre dos olivos, se hallaba en el extremo más apartado de su jardín. Debajo de él, Castellammare era una explosión de blancos y verdes: El blanco de las piedras logrado por el sol y el verde de las hojas de los naranjos. Y más allá de los verdes y de los blancos se extendía el esmaltado azul de la bahía de Napoles. Larkin se volvió en redondo. Luigi estaba de pie delante de él en actitud respetuosa.
Max dijo:
—¿Y bien?
—Alguien desea verle, signor Larkin. Al parecer, se trata de algo urgente. ¿Le hago pasar o le pongo en la calle?
Detrás de Luigi, la pequeña avenida de cipreses se extendía hasta la villa a lo largo de un centenar de metros. Max pudo ver al hombre embutido en una chaqueta de cuero que se acercaba. Le dijo a Luigi:
—Demasiado tarde. Ahí está. No te preocupes, Luigi. Sírvenos vino. Creo que el Nobile 89 estará bien.
El visitante era un hombre muy joven; tenía aspecto de estar muy acalorado bajo la chaqueta de cuero, que ostentaba insignias y galones de la United Chemicals, pero a su edad, supuso Max, la consciencia de su categoría tenía más fuerza que la simple comodidad. Hizo un gesto señalando una silla colocada a la sombra de un olivo y se reclinó en su hamaca.
El visitante dijo:
—¿El superintendente Larkin? 
Max asintió.
—El mismo. Pero ahora estoy retirado. Ya no utilizo ese título. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Me llamo Mellin. Hans Mellin. Vengo de parte del director Hewison. 
Miró a Max con expresión de reproche.
—Al director Hewison no le fue posible comunicarse con usted a través del videófono.
Max dijo:
—No me extraña. Lo tengo desconectado. La única tarea de la que me ocupo actualmente es la de recoger mi pensión, y para ello me valgo del antiguo sistema de escribir cartas. 
Mellin dijo:
—Me envía para que le recoja a usted. Desea consultarle un asunto. 
Max preguntó:
—¿Dónde está Hewison? Si el verle significa cruzar el Atlántico...
Mellin le interrumpió:
—Está en su casa de Austria. Puedo llevarle a usted allí en tres horas. Mi autogiro está aparcado enfrente de la villa.
Max sonrió.
—Prefiero ir en tren. Déme las señas para localizarlo. O quizá sea preferible que mande un automóvil a recogerme a la estación.
Mellin objetó:
—Pero el director desea que vaya usted conmigo en el autogiro...
Max dijo:
—Tiene usted que saber que pasé dieciocho años en Venus y que probablemente aún estaría allí si mi cuerpo no hubiera tenido la buena ocurrencia de contraer unas fiebres palúdicas, lo cual me dio opción para retirarme. Y ahora que estoy aquí he prometido que entre la tierra y yo no habrá nunca más de dieciocho pulgadas de separación —Miró pensativamente la hamaca en la cual estaba tendido—. Bueno..., digamos treinta y seis. Puede usted regresar en el autogiro y decirle a Hewison que me pondré inmediatamente en camino. ¿En qué estación tengo que apearme?
Con cierto aturdimiento, Mellin respondió:
—En Graz.
—¡De acuerdo! —convino Max—. Dígale a Hewison que salgo en seguida para allá. Tomaré el rápido de Viena que sale de Napoles a las ocho. ¡Oh! Aquí está el vino. ¿Quiere usted acompañarme?
Mellin miró la bandeja.
—Creo que no. Tengo un poco de prisa. Pero si no le importara desprenderse de una botella me la bebería por el camino.
Max se reclinó más profundamente en su hamaca.
—Dale al oficial Mellin una botella de vino, Luigi. Creo que el de la última cosecha será más adecuado para su... ejem... paladar.

Max pudo disponer de un coche-cama para él solo, en el rápido de Viena. En la mitad meridional de Europa seguían funcionando los ferrocarriles. El Departamento de Transportes y Comunicaciones los mantenía en servicio para los turistas, aunque cada día eran menos utilizados. A las once de la mañana siguiente llegó a Graz. El automóvil que le estaba esperando era un vehículo enorme, de color gris perla, con el banderín rojo del director en el capó. Emprendieron la marcha a través de las colinas sin que el poderoso motor se dejara oír.
La mansión austríaca de Hewison era visible a varias millas de distancia; el conductor se la señaló al pasajero del automóvil. A medida que se acercaban a ella, sus detalles eran más apreciables. Y su buen gusto era más discutible. Max recordó súbitamente que Hewison había hecho construir sus castillos unos seis o siete años antes. Era un vergonzoso maridaje de los estilos gótico y siglo XXI. En las esquinas se erguían unas altas torres, y entre ellas se levantaban unos fríos pilones de aluminio. En un espacio de muchas millas cuadradas, aquél era el único lugar donde el paisaje no estaba irremediablemente contaminado..., si se prescindía del castillo. Max dio un suspiro de alivio cuando el automóvil cruzó el puente levadizo.
La habitación que le fue destinada estaba situada en uno de los pilones. Desempaquetó algunas de sus cosas y esperó a que le avisaran para el almuerzo. Por algún extraño motivo, el amplio comedor estaba pintado de color verde mar. El tablero de jade de la alargada mesa estaba rodeado de un borde cuadrado de esmeralda translúcida, adornado con reproducciones de peces tropicales. El aspecto del comedor resultaba más impresionante por el hecho de que Hewison y él eran los únicos comensales.
La comida era buena. Max quedó algo sorprendido al comprobar que el plato principal era jabalí venusino. En la Tierra, su precio era de cincuenta dólares europeos la libra, pero Hewison sabía perfectamente que era un bocado muy apreciado por un oficial que hubiera estado en Venus. A menos que... Max contempló a su anfitrión atentamente. ¿Se trataba acaso de una artimaña de Hewison para evocar en él la nostalgia? Hewison le devolvió la mirada y en su expresión no había la menor sombra de malicia.
Después del almuerzo, Hewison le condujo a la biblioteca para tomar café. La estancia, decorada al viejo estilo inglés, contenía numerosos cuadros al óleo con escenas de caza. Hewison sacó unos excelentes cigarros y un coñac menos excelente. Aún no había dicho nada acerca de los motivos que le habían impulsado a reclamar la presencia de Max.
—¿Qué le parece todo esto? —preguntó Hewison. 
Max contestó diplomáticamente:
—Lo encuentro impresionante. 
Hewison dijo:
—Me gusta este castillo. Y me gusta esta biblioteca. Creo que voy a poner bibliotecas en todas mis residencias. Últimamente incluso he leído algunos libros. Muy interesantes por cierto. Hay un tipo llamado... déjeme ver... —Se acercó a una de las estanterías y regresó con un libro en la mano—... Korzybski. El título es Significados Generales. 


Dirigió una mirada penetrante a Max.
—¿Lo ha leído usted? Dice que toda la naturaleza del pensamiento humano es errónea. El hombre aprende a actuar por razonamientos superficiales... y tiene que aprender a integrarse.
Max se puso en pie. Se acercó a Hewison, el cual estaba hojeando el libro, probablemente en busca de una cita. Empezó a hablar con amabilidad.
—Director Hewison, no he venido aquí desde Castellammare para discutir con usted las opiniones de Korzybski ni de cualquier otro filósofo nominalista de tercera fila del siglo XX. Me he ganado mi retiro y estoy disfrutando de él. Si aquel jabalí que me ha servido en el almuerzo era un preludio para pedirme que haga otro trabajo en Venus para usted, temo que lo ha desperdiciado lastimosamente. Aunque yo quisiera ir allí, el Consejo Médico no me lo permitiría. Y en mi situación actual soy completamente feliz. 
Su voz subió ligeramente de tono.
—De modo que si no tiene usted nada más importante de que hablarme tomaré el tren de regreso esta misma tarde.
Hewison le contempló en silencio unos instantes y luego cloqueó, dejando el libro de Korzybski sobre una pequeña mesa de madera de nogal.
—Bueno —dijo—, entonces vamos a hablar del asunto. No deseo que regrese usted a Venus; conozco todos los pormenores de su ficha médica. El trabajo que quiero que haga para mí, no le obligará a moverse de este planeta.
Max observó, a la defensiva:
—Como usted ya sabe, disfruto de una pensión. Lo único que tengo que hacer es sentarme a tomar el sol.
Hewison dijo:
—Le explicaré la cuestión. En primer lugar, su aspecto político.
—¿No puede ahorrármelo? —inquirió Max.
—La situación es la siguiente —continuó Hewison, pasando por alto la pregunta—. Gracias a usted, la Atómica se encargó de cortar en flor la tentativa de provocar dificultades fuera de las lóbregas aguas de Venus. Se quedaron quietos. Nunca dudé de que estaban tramando algo, pero hasta ahora no nos habían dado verdaderos motivos de preocupación.
—¿De quién está usted hablando? —preguntó Max. 
Hewison dijo:
—De la División Genética. Tendré que retroceder un poco. Veinte años. ¿Se acuerda usted de De Passy?
Max asintió. Recordaba perfectamente a De Passy. Había sido el auténtico genio de la División de Genética. La televisión había aireado profusamente su rostro el mismo año en que Max había obtenido su título universitario. Sus trabajos sobre los gérmenes del plasma habían sido revolucionarios. Y luego, cuando no tenía más que treinta y cuatro años...
—Su autogiro se estrelló, ¿no es cierto? —inquirió Max—. ¿Fue en Dorset?
—En Hampshire —respondió Hewison—. ¡Lamentable! —Alzó la mirada y contempló fijamente a Max—. Pero, desgraciadamente, necesario.
Max dijo:
—¿Quiere usted decir que el U.C. le asesinó? 
Hewison no respondió directamente.
—Había dos o tres compañías representadas —dijo—. Verá..., teníamos que tomar alguna medida con respecto a De Passy. Afortunadamente, trabajaba con un solo ayudante... que murió al mismo tiempo que él. De Passy llevaba entre manos algo muy grande: La creación artificial de supergenios.
Max dijo secamente:
—Ésa parece ser la mejor excusa para asesinarle.
Hewison parecía un hombre cansado y sorprendentemente viejo. ¿Qué edad tendría? No más de ochenta años.
Hewison continuó hablando:
—Sí, el mejor motivo, la mejor excusa. ¿Ha pensado usted en lo que podría ser un supergenio? Piense en los genios normales, tal como los hemos conocido en el pasado. Piense en lo unilaterales que han sido. Newton el matemático y Newton el teólogo, trabajando incansablemente para poner en claro unos conceptos sin obtener resultados admisibles. Einstein el matemático y Einstein el bien intencionado, pero completamente ingenuo científico social. Aparte del estrecho campo de su especialidad, el genio se encuentra en igualdad de condiciones —y a menudo en inferioridad— con el resto de los humanos. Así ha ocurrido siempre.
Hewison se puso en pie y empezó a pasear arriba y abajo por la tupida alfombra de Axminster.
—No necesito explicarle en qué consiste el mundo directivo —continuó—. Sabe usted perfectamente cómo se mantiene el equilibrio de poderes: Cada compañía maneja su propia autoridad, dirige sus propias investigaciones, cooperando como una entidad libre e independiente con todas las demás compañías. Unidades Químicas, División de Genética, Transportes y Comunicaciones, Atómica, Cultivos sin Tierra, etc. Ahora imagine a una Compañía con los servicios de un hombre capaz de destacar poderosamente no en un solo campo de la investigación, sino en todos. Desde 1900 los científicos se han visto obligados a especializarse cada vez más, renunciando a la extensión en favor de la necesaria profundidad. Pero imagine a alguien capaz de abarcarlo todo: Todo el campo de la genética, más el campo de la química molecular y atómica, más la física subatómica, más todas las otras ramas de la ciencia que puedan citarse. Ese hombre —ese superhombre—, trabajando para una sola Compañía, haría que el equilibrio de poderes se convirtiera en un sueño. Si la Genética dispusiera de él, la Genética tendría la primacía. Y eso era lo que pretendía conseguir De Passy conociendo o no las consecuencias. Y por eso...
Hewison hizo una pausa. Max terminó por él:
—... Y por eso su autogiro cayó súbita e inexplicablemente desde una altura de cuatro mil pies, si mal no recuerdo. Comprendo. Pero supongo que no me ha hecho venir usted aquí para descargar su conciencia de ese peso.
Hewison dijo:
—Creímos que la muerte de De Passy había acabado con el problema. Revisamos su laboratorio de arriba abajo. Pero algo quedó por descubrir. Verá, De Passy estaba casado. Nunca se nos ocurrió pensar que podía haber... experimentado con su propia esposa. Ni siquiera cuando murió, al dar a luz seis meses más tarde, se nos ocurrió la idea. Sin embargo, posteriormente... Hasta nosotros han llegado ciertos rumores. No sabemos hasta qué punto podemos concederles crédito. La sección de Propaganda de la División de Genética es capaz de esparcir los rumores más inverosímiles con el fin de desconcertar a las otras Compañías y de coaccionarlas en sus tratos futuros. Y sabe dónde esparcirlos para que lleguen a nosotros. Pero, verdaderos o falsos, los rumores aseguran que la esposa de De Passy tuvo un hijo..., y que ese hijo es el primero, el único de los supergenios de De Passy.
Max volvió a sentarse. Dijo:
—¿Y la Sección de Contacto? Es tarea suya, ¿no es cierto? 


Hewison dijo en tono paciente:
—Lo sería en circunstancias normales. Pero, desgraciadamente, durante los últimos diez años hemos estado trabajando en estrecha alianza con la División Genética..., especialmente contra la Atómica. Siempre deseé conservar algunos de nuestros agentes en reserva para una eventualidad como ésta, pero no me hicieron caso. La Atómica les inspira demasiado temor. De modo que ahora no contamos con ningún agente que pueda encargarse del trabajo porque en Genética los conocen a todos. Usted, Larkin, es el único as que podemos sacarnos de la manga.
Max dijo:
—¿Qué es lo que puedo hacer yo? ¿Simular una repentina afición a los cromosomas y pedir a Genética que me admita como mozo de laboratorio?
Hewison se detuvo delante de la butaca en que estaba sentado Max.
—¿Recuerda el nombre de Linstein? Fue compañero suyo en la Universidad; se conocieron ustedes íntimamente. Hace unos meses se retiró de la División de Genética. El puede proporcionarle la información que deseamos.
Max dijo:
—¿Y no resultará sospechoso mi repentino deseo de renovar mi amistad con Linstein?
—No, porque será él quien se acerque a usted. Linstein es un apasionado de la filatelia. Dentro de dos semanas se celebrará en Napoles una exposición de sellos. Al llegar allí, Linstein se encontrará con que no le han reservado las habitaciones que había pedido a un hotel. Y en el momento oportuno, alguien le recordará que vive usted en Napoles y le dará su dirección.

Otto Linstein había sido de baja estatura y muy charlatán cuando tenía una carrera ante él. Ahora, jubilado, seguía siendo de baja estatura y más charlatán que nunca, pero en su inagotable conversación había una nota de tristeza. De cualquier modo, los temores que Max había experimentado en el sentido de que pudiera resultar difícil mantenerle junto a él sin despertar sus sospechas resultaron completamente infundados. Linstein, al igual que la mayoría de los hombres que se creen víctimas de una injusticia, necesitaba amigos y no tenía ninguno. Sin gran insistencia por parte de Max, convirtió su estancia por una noche en la villa de Napoles en una semana, seguida de otra y de otra más. Cuando al fin se cansó de Italia, insistió en devolver la hospitalidad que había disfrutado. Max y él embarcaron en Napoles, atracaron en Southampton tres días después, y aquella misma tarde se instalaban en el ático habitado por Linstein.
Aquellas tres semanas habían resultado completamente infructuosas. Linstein habló mucho acerca de la División de Genética, pero solamente en una ocasión dijo algo que podía ser un indicio. Calentado por un buen vino de Orvieto, Linstein había pronunciado un brindis vagamente amenazador "por el futuro de la División de Genética". Esto sucedió el segundo día de su estancia en Napoles, y Max no había querido tirarle de la lengua a fin de no despertar sospechas. Desde entonces Linstein se había limitado a hablar de la política general seguida por la División, una política exclusivamente destinada, al parecer, a frustrar todas sus posibilidades de ascenso.
Ahora, en Londres, Max empezaba a creer que todo el asunto era una simple suposición de Hewison sin ningún fundamento real. No obstante, se había comprometido a realizar una tarea y no podía abandonarla basándose en sus propias suposiciones. Una docena de veces le tendió a Linstein pequeñas trampas para conducirle a hablar del tema deseado. Y una docena de veces Linstein, sin la menor suspicacia, eludió el tema. Ante esto Max decidió aplicar medidas heroicas. Una noche, en su segunda semana de estancia en Londres, después de cenar introdujo en el coñac de su anfitrión uno poco de Vita, la incolora, insípida y paralizadora cocción preparada por el viejo Kajan en los marjales de la Long Province, en Venus.
Linstein fijó su mirada en Max unos instantes, y luego, blandiendo histéricamente su cigarro, estalló en una incontenible carcajada. Max le dedicó la más comprensiva de sus sonrisas. Secándose los ojos, Linstein tartamudeó:
—Es curioso, Larkin. ¿Dónde diablos obtuvo el brebaje que mezcló con mi coñac? ¿En Venus?
Max asintió.
—Me vio usted hacerlo, ¿eh? Es algo para... para hacer hablar. Ahora me dirá usted todo lo que deseo saber, ¿verdad?
Linstein se echó a reír de nuevo.
—Esto es lo más divertido del asunto. Se lo hubiera dicho a usted en cuanto me lo hubiera preguntado... Adelante. Pregunte.
—Muy bien. En primer lugar, ¿es cierto que De Passy realizó con éxito un experimento con su propia esposa? ¿Ha obtenido Genética alguno de los supergenios que De Passy estaba tratando de crear?
Linstein asintió.
—Desde luego.
—¿Y se dan cuenta de lo que están manipulando?—Por descontado —fanfarroneó Linstein con la inconsciencia del borracho—. ¡La supremacía mundial! Eso es lo que vamos a obtener. Pero no queremos forzar las cosas. Maduran despacio, como usted ya sabe. En la actualidad el supergenio está todavía en la edad de jugar. Pero dentro de diez años...
Max dijo amablemente:
—Tercera y última pregunta: ¿Dónde está el supergenio?
Esperó pacientemente que Linstein terminara de reír. Por fin Linstein dijo:
—Mire, Larkin, estábamos esperando todo esto. En realidad nosotros mismos lo planeamos. Me jubilaron para provocar esta situación. Me he divertido muchísimo observándole durante el mes que llevamos juntos.
Max dijo:
—No ha contestado usted a mi pregunta.
—¡No puedo hacerlo! No se hubieran atrevido a utilizarme para este trabajo si supiera algo más de lo que acabo de decirle, Larkin. En cada una de las habitaciones de este piso hay un videófono conectado con el cuartel general de la División de Genética. Imagen y sonido. Sospechaban que la Unidad de Química podía tener otro agente... y ahora lo saben. 
El timbre de la puerta principal del piso vibró insistentemente.
—Ahí están. Vienen por usted, Larkin. Temo que vienen por usted.
Contempló con expresión aturdida cómo Max se encaminaba hacia la puerta. La sorpresa que experimentó a continuación resultó casi lastimosa. Detrás de Max había dos hombres con el uniforme de la Unidad Química. Max dijo:
—La cámara está oculta en el quinto globo de plástico. Anoche esta habitación fue registrada. ¿Comprende, Linstein?
Con la garganta repentinamente seca, Linstein murmuró:
—¿Qué van a hacer conmigo? ¿Van a...? 
Max sonrió tristemente.
—No me atrevería a hacerle ningún daño a un antiguo compañero de Universidad... pudiendo evitarlo. En la Unidad Química no somos biólogos, pero tampoco somos tontos. Le sumiré a usted en una profunda hipnosis. Cuando despierte, mañana por la mañana, sólo recordará que pasamos una agradable velada en el Museo de Arte Moderno. No creo que Genética tenga cámaras instaladas allí. Vamos, Karl, ocúpese de él.


En la pantalla del videófono, detrás de Hewison, Max pudo ver, a través de una ventana abierta, el ondulado valle austríaco. Acababa de contarle al director lo que había sucedido.
—Y esto es todo —terminó Max.
—Estupendo, Max. Ha hecho usted un buen trabajo. No creo que nadie hubiese podido mejorarlo. Ahora la Sección de Contacto se ocupará del asunto, y espero que consiga algún resultado positivo.
—En su lugar yo no sería demasiado optimista, Hewison —dijo Max—. Los de Genética no son tontos, y lo han demostrado. Saben lo que tienen y lo están ocultando perfectamente.
Hewison asintió.
—Sí, lo sé.
Max dijo en tono casual:
—Supongo que no deseará usted que regrese a Europa todavía, ¿verdad? Hay un par de cosas que me gustaría solucionar.
A los ojos de Hewison asomó una expresión de inquietud.
—Max —dijo—, si va usted a intentar algo por su cuenta dígamelo, dígaselo a su viejo amigo Duncan Hewison. No intente nada sin decírnoslo. 
Hizo una pausa y luego:
—Si sucediera algo...
Max sonrió.
—... no podría comunicarle ninguna información a mi viejo amigo el director Duncan Hewison, ¿no es eso? No se preocupe. En realidad no se trata de nada concreto; la más vaga de las ideas. Si tropiezo con algo importante se lo comunicaré inmediatamente. Hasta pronto.
Desconectó el videófono y el preocupado rostro de Hewison desapareció de la pantalla. Luego, pensativamente, Max salió de la cabina pública y se encaminó hacia un puesto de periódicos.
Al día siguiente abandonó el apartamento de Linstein sin poder evitar una divertida sonrisa al ver la expresión de asombro que asomó al rostro de Linstein cuando le anunció su marcha. Evitó el hotel de moda —el Bermondsey— y tomó una habitación en un destartalado hotel de Mayfar. Identificó fácilmente al agente de la División de Genética que se dedicó a seguirle y aprovechó la primera oportunidad para charlar con él. Las Ediciones Nova le ofrecían un jugoso contrato por un libro que iba a titularse Dieciocho años entre los salvajes venusinos. El agente de la División de Genética tomó buena nota de la información.
Max permaneció en el hotel toda una quincena. Durante el día iba de editor en editor regateando precios por su proyectada autobiografía, y por la noche le contaba los resultados a su recién adquirido amigo. Un montón de editores estaban interesados en lo que iba a ser la obra del siglo; pero, a fin de cuentas, Max acabaría por aceptar el contrato de la Nova.
En las Ediciones Nova —cuyo director-gerente era un tal William Renfrew, cuyo hijo había contraído una deuda de gratitud con Max Larkin en Long Province, Venus— Max apartó la cubierta del tejado y se encaminó hacia el autogiro que estaba aguardándole. Renfrew andaba a su lado.
—Entonces, ¿servirá como doble? —preguntó Renfrew.
—Desde luego —aseguró Max—. He estado llevando gafas oscuras desde el primer día. Lo único que tiene que hacer es ir a almorzar al Central Automat. Después no importa que descubran el truco. Habrá transcurrido ya el tiempo que necesito.
William Renfrew dijo con aire de duda:
—¿Está usted seguro de que sabe lo que está haciendo? Podría ponerle en contacto con Hewison a través del videófono de mi oficina...
Max contestó:
—Éste es un asunto grave; tan grave como para inducirme a subir a un autogiro, algo que había jurado no volver a hacer durante el resto de mi vida. Demasiado grave para dejar que Hewison meta las narices en él hasta que yo lo estime oportuno. Si algo sale mal, ya sabe usted cuál es el tiempo límite.
Se instaló en el autogiro y lo hizo despegar verticalmente. Debajo de él, el rostro de Renfrew fue borrándose, y los brillantes tejados nuevos de Bermondsey se convirtieron en un mar de reflejos de aluminio. Max puso rumbo al Norte. A su izquierda, muy lejos, un huso plateado, que dejaba tras sí un rastro de rojizas flores de fuego, ascendía hacia el cielo. La nave matinal de la línea de pasajeros Londres-Venusberg era un espectáculo fascinante. Max ya se había sentido fascinado treinta años antes cuando, siendo un chiquillo, vivía con sus padres muy cerca del puerto espacial y conocía su futuro con apasionada certeza. Sería navegante espacial. Resultaba muy raro que su ambición de niño no se hubiera cifrado en una profesión más novelesca. Pero su padre fue destinado a Europa, y con el paso de los años sus ambiciones infantiles se desvanecieron. Sin embargo, habían dejado en él cierto sedimento.
Max pensó que en aquel momento estaba dedicándose voluntariamente a esa profesión admirada por los niños, la de agente secreto. Pero él nunca la había admirado, y ahora sólo experimentaba una gran ansiedad por terminar aquella tarea desagradable.
Cuando llegó al pequeño pueblo, primer objetivo de su viaje, Max descendió y se encaminó a la oficina de correos. Allí le proporcionaron los informes. Puso de nuevo en marcha el autogiro, siguiendo el camino que le habían indicado.
Dejó el autogiro en la colina y continuó a pie. El centinela, apoyado en su rifle Klaberg, le observó mientras se acercaba.
El centinela dijo:
—Lo siento, señor. Está prohibido el paso. Recinto atómico. Será mejor que regrese al pueblo.
Cuidaban hasta del último detalle. Max habló:
—¿Dónde están los demás? Quiero verles a todos reunidos.
Mostró la pequeña insignia, un duplicado exacto de la que habían encontrado colgada del cuello de Linstein por una fina cadena. Era de oro, con las letras DG grabadas en el centro, rodeadas por la inscripción en letras de menor tamaño: Sección de Contacto. Había sido un provechoso descubrimiento. El centinela asintió respetuosamente y pronunció unas palabras a través del pequeño micrófono que llevaba en su muñeca izquierda. Dos hombres salieron del barracón situado ante el edificio principal. Una tercera persona salió del edificio principal; Max se dio cuenta de que era una mujer.
Se detuvieron, agrupados, delante de él.
—En lo que respecta a la paciente... —empezó a decir Max.
Alzó la mano derecha. La sacudió suavemente, rompiendo una diminuta cápsula, como si estuviera bendiciéndoles a todos. Los cuatro rostros le miraron con fijeza mientras la nubécula surgía de su mano y avanzaba hacia ellos. Casi inmediatamente se desplomaron al suelo, como muñecos inertes.
Max se encaminó lentamente hacia el edificio principal. Era mayor de lo que le había parecido a simple vista. Incluía un jardín interior con una piscina y un campo de tenis. Max cruzó el vestíbulo, se detuvo ante una puerta abierta y miró hacia el interior. Dudó durante unos segundos antes de decidirse a avanzar.
La figura tendida en el diván se volvió en redondo al oír el sonido de sus pasos.


Max inclinó gravemente la cabeza.
—Buenos días —dijo—. ¡Buenos días, miss De Passy! 
Helen de Passy habló:
—Se ha mostrado usted muy inteligente en este asunto.
Max se preguntaba en aquel momento qué era lo que había esperado encontrar. ¿Un monstruo deforme con una enorme cabeza y unos miembros débiles y delicados? Sí, había esperado algo semejante, aunque lógicamente no existían razones para ello.
Sin duda se había sorprendido al encontrar a la muchacha. Max se quedó parado ante ella. Era hermosa y perfectamente proporcionada. Estas circunstancias no debían influir en su actuación, pero influyeron. El rostro de la muchacha sonreía bajo su frente amplia. Su pelo caía sedoso sobre sus hombros. En su barbilla había un indicio de debilidad, de atractiva debilidad. Max trató de descubrir la clave de su armonía y finalmente lo consiguió. Serenidad. Y ésta no es una cualidad que se asocie de antemano con un supergenio.
Max adquirió consciencia de lo que la muchacha estaba diciendo, y encontró una respuesta.
—Fue algo que dijo Linstein —explicó—. Dijo que el supergenio estaba aún en edad de jugar. Intuí lo que aquello significaba. Linstein es un científico. Y, para los científicos, el arte es considerado como una especie de juego. Me pareció probable que el supergenio se dedicara a Keats, y a Shakespeare, y a Beethoven, antes de dedicarse a Darwin y a Planck. 
Max hizo una pausa.
—Los genios artísticos necesitan verse publicados, descargar su talento sobre el regazo del mundo. Efectué una discreta investigación. Descubrí a media docena de brillantes escritores que trabajaban con editores distintos, y entre todos ellos había una cosa en común: Su dirección, cierto pueblo de Hampshire. A partir de ahí, todo resultó fácil.
Helen De Passy preguntó:
—¿Y los centinelas?
La respuesta de Max fue:
—Leotina. Es una especie de gas adormecedor, que desprenden las plantas trepadoras de Marte. Con media docena de dosis microscópicas queda uno inmunizado. Y sus efectos duran seis horas, aproximadamente.
Helen De Passy hizo un gesto de comprensión. Max continuó:
—Todavía no comprendo cómo le permitieron que publicara esos libros. 
La muchacha sonrió.
—¿Quién lee libros? Unos miles de personas. Para ellos mis libros eran una especie de juguetes. Para ellos sólo cuenta el genio científico. Por eso me permitieron publicar esos inofensivos libros, bajo un seudónimo. No creían que fuera lo bastante prolífica como para dar vida a siete personalidades distintas —se le ha escapado a usted una—, y la gente de la calle no podía apreciarlo.
Sus palabras resonaron en los oídos de Max:
"... para ellos mis libros eran una especie de juguetes. Para ellos sólo cuenta el genio científico...".
¿Sería una posible solución? Su pulso latió aceleradamente, pero el tono de su voz era completamente normal cuando preguntó:
—¿Se han equivocado acaso? Me refiero a su... genio. Usted debe saberlo. ¿Es puramente artístico?
La muchacha le miró fijamente, y Max se sintió por un instante como un chiquillo enfrentándose con el inescrutable mundo de los adultos. Aquella mirada le expresó todo lo que deseaba saber.
Helen De Passy dijo, sonriendo:
—No. Ha escogido usted el momento preciso. Empiezo a... interesarme por la ciencia. En estos momentos estoy estudiando la Teoría de Renthal acerca de la Óptica Polar.
La esperanza se desvaneció.
—¿Qué cree que va a sucederle a usted? ¿Está dispuesta a ser utilizada por la División de Genética? ¿Conoce sus planes?
La muchacha se puso en pie. Llevaba un vestido recto, que realzaba su maravillosa línea. Su pelo se agitó unos instantes en la leve corriente de aire que penetró por la puerta.
—No puede usted imaginar lo sola que me encuentro. Desde el primer momento me he sentido sola. 
Miró a Max a los ojos.
—Sólo podría imaginárselo si desde su más tierna infancia hubiese usted sido atendido, cuidado y vigilado por... simios.
Pronunció la última palabra en un tono tan despreciativo, que Max se estremeció. Helen De Passy continuó, amargamente:
—Me pregunta usted si conozco sus planes. ¿Cómo podría ignorarlos? Durante años enteros he procurado eludirlos, limitándome a escribir palabras y música que para ellos no significaban nada, sabiendo que no podían obligarme a otra cosa, y que no se atreverían a amenazarme. Pero, últimamente… —vaciló unos instantes— últimamente he llegado a darme cuenta de que no soy responsable de sus actos.
—¿Que no es usted responsable? —inquirió Max asombrado.
—Sí —respondió la muchacha—. Imagine que es usted un chiquillo, vigilado por simios. Ellos sospechan su naturaleza y su poder para poner armas en sus manos. Lo que desean de usted no es la verdad, sino el poder. ¿Cuánto tiempo, sabiendo lo que les conviene, se resistirá usted a entregarles aquellos dones? ¿Cuánto tiempo transcurrirá antes de que se olvide de la piedad y de la responsabilidad y les dé lo que le piden?
Max permaneció silencioso. La muchacha continuó:
—Mi padre... —vaciló un instante—. Mi padre sólo pensaba en los frutos del genio. Para él, era una debilidad el hecho de que Einstein, siendo un genio matemático, fuera un hombre amable y sencillo. No se daba cuenta de que, sin aquella sencillez, Einstein no podría haber vivido en este mundo. Un hombre puede superar a sus compañeros en un determinado campo del conocimiento, y seguir teniendo puntos de contacto con ellos. Para mí, para el supergenio —subrayó amargamente la palabra—, no existe ninguna posibilidad de contacto. Resulta muy difícil evitar que la compasión se convierta en odio.
Max dijo:
—Si su padre hubiera vivido... es posible que hubieran existido otros supergenios. ¿Ha pensado usted en continuar sus trabajos?
La muchacha dijo:
—Ellos me advirtieron acerca de esto. Ustedes asesinaron a mi padre, pero, si hubieran fracasado en el intento, la División de Genética se habría encargado de realizarlo. Desean un juguete que les dé el poder; no una nueva raza que pueda suplantarles.
Max dijo:
—¿Qué piensa usted hacer?
Helen De Passy sonrió soñadoramente:
—Óptica Polar de Renthal. Existe una interesante línea que puede ser aplicada fácilmente. La retina humana puede manejar prácticamente cualquier impulso luminoso procedente del espacio normal, cualquier concentración razonable. Pero la luz combada de Renthal es otra cosa. Yo puedo meterla dentro de un transmisor de bolsillo. 
Se echó a reír.
—Los simios quieren cerillas; no será culpa mía si se queman los ojos unos a otros con ellas.


Max dijo:
—Dentro de unos instantes voy a llamar al Director de la Unidad Química por su videófono. Los aviones de la Unidad Química pueden estar aquí dentro de una hora para recogerla a usted. Me ocuparé de que disponga de un lugar donde pueda hacer lo que se le antoje sin que nadie la moleste. Puede usted continuar la obra de su padre. Puede usted... tener hijos que sean como usted misma.
La miró fijamente.
—¿Quiere usted acompañarme?
Helen De Passy dijo, en tono indiferente.
—Iré con usted. Pero no por lo que me ofrece. ¿Me permitirán vivir sola? ¿Permitirán que pueble el mundo de seres semejantes a mí? Usted conoce a sus jefes. ¿Cree que tienen menos apetencias de poder que los de la División de Genética? —sonrió—. ¿Cree que si tuvieran a su alcance el medio de obtener su supremacía, renunciarían a él?
Max pensó en Hewison y en el tortuoso equilibrio de poderes entre las Compañías. Había luchado en favor de la Unidad Química cuando la Atómica primero, y luego la División de Genética, amenazaron con conseguir la supremacía en el poder. ¿Significaba su actuación el deseo de contener el poder en manos de la Unidad Química?
Max sabía que Helen De Passy estaba en lo cierto. ¿Un transmisor de bolsillo que producía ceguera? Hewison opinaría que aquel instrumento debía ser aprovechado... sólo para casos de emergencia, naturalmente. Y luego, inevitablemente, se produciría la emergencia. Hewison le recompensaría espléndidamente por aquel servicio. Le regalaría Napoles, si lo deseaba. Durante un momento, el brillo de aquella recompensa le cegó.
Le dijo a Helen De Passy:
—¿No le importa a usted lo que pueda suceder?
La muchacha sacudió negativamente la cabeza, en silencio. En el jardín, un ave canora pobló el aire de trinos.
Max habló, en tono casi suplicante:
—La analogía que usted ha utilizado entre hombres y simios no tiene sentido. Puede existir una correlación de intelecto entre usted, nosotros y ellos, pero hay algo más que eso. Un simio no es malo, ni es bueno. Los hombres son las dos cosas. Por ser lo que es, usted ha visto el mal, pero el bien también existe.
La muchacha le miró desdeñosamente.
—Está usted arguyendo al margen de la realidad. No existe ninguna alternativa. No hay ningún lugar al que yo pueda ir para vivir sola y tranquila. Los hombres me encontrarán, porque desean el poder que yo puedo darles.
—Por lo menos puede usted renunciar a una parte de su personalidad. La música, la literatura, la pintura... esas cosas no ciegan ni destruyen. Puede usted limitarse a ellas.
Helen De Passy dijo:
—La División de Genética me permitió entregarme a ellas porque creyó que no estaba aún completamente desarrollada. ¿Cree que la División de Genética o cualquier otra Compañía me permitiría reservarme otras capacidades? Existen medios de persuasión, y... —se ruborizó levemente— yo soy sensible al dolor. Tiene usted que enfrentarse con los hechos. Puedo ser un fenómeno, un accidente, pero existo, y los hombres querrán utilizarme. A mí no me importa, puesto que en mi soledad me distraigo jugando con los juguetes de mi cerebro. Para los hombres, esos juguetes pueden significar desgracia y dolor, pero eso no es asunto mío. Lo único que puede usted hacer es servir a su Compañía y cobrar la recompensa.
Helen De Passy hizo un gesto, señalando el videófono. De mala gana, maquinalmente, Max se acercó al aparato, lo conectó, ajustó los mandos... ¿Lo único que podía hacer? Contempló el rostro de Hewison en la pantalla, tan ansioso como de costumbre.
Hewison dijo:
—¿Dónde está usted? ¿Qué ha sucedido? 
Max contestó lentamente:
—Encontré al hijo de De Passy. Una muchacha. No tiene usted que preocuparse más a causa de este asunto.
Hewison inquirió ávidamente:
—¿Dónde están ustedes? Mis hombres pasarán a recogerles dentro de una hora.
—No es necesario que se moleste —dijo Max—. Dispongo de un autogiro. En cuanto a miss De Passy —vaciló una fracción de segundo— resultó muerta durante la lucha que se produjo cuando la encontré. Sólo quería tranquilizarle al respecto.
Notó la expresión disgustaba del rostro de Hewison mientras desconectaba el videófono.
Helen De Passy preguntó suavemente:
—¿Cree usted que podrá ocultarme? 
Max sacudió negativamente la cabeza.
—No —dijo—. No podría ocultarla a usted, del mismo modo que no podría ocultar al sol.
La muchacha dijo:
—¿Entonces está usted pensando en quién podrá ser el mejor postor?
Max sacó la pistola Klaberg de su funda y la sopesó cuidadosamente en su mano.
Un fugitivo rayo de sol hizo brillan el metal del arma.
Max dijo:
—Para usted hay un solo postor ahora. No me gusta tener que obrar así. Soy un hombre escrupuloso, y el hecho de que sea usted joven y bonita empeora las cosas. Pero sé que el hombre vive siempre al borde de la tiranía, y sé que la libertad no podrá existir... si usted continúa viviendo. En cierto sentido, también será mejor para usted.
Max Larkin recordaría siempre la expresión de Helen De Passy, erguida, como una diosa solitaria, sonriendo inescrutablemente, mientras él apretaba el gatillo.

FIN

2025/09/15

Memoria perdida (Peter Phillips)


Titulo original: Lost Memory
Año: 1952


Giré el cuerpo y me incliné para hablar con Dak-whirr. El desvió la mirada; se sentía un poco incómodo.
—¿Qué buscas, Palil? —preguntó.
—Como si no lo supieras.
—No te puedo autorizar a examinarlo. El objeto está reservado para la inspección del Consejo. ¿Qué garantía tengo de que no lo estropearás?
Golpeé suavemente una de las placas de su cuerpo.
—Me debes un favor —dije—, ¿recuerdas?
—Hace mucho tiempo de eso.
—Hace sólo dos mil revoluciones y un reacondicionamiento. Si no fuera por mí, te estarías oxidando en un pozo. Todo lo que deseo es echar una mirada a su parte pensante. Radiosentiré su conciencia sin tocarlo ni con una pinza.
Osciló por realimentación positiva, indicación del conflicto entre su deuda conmigo y la manera como entendía su deber.
Finalmente dijo:
—Muy bien, pero mantente sintonizado conmigo. Si te transmito que se aproxima un miembro del Consejo, hazte óxido. Por otra parte, ¿cómo sabes que ese objeto tiene conciencia? Podría tratarse simplemente de metal en bruto.
—¿Con esa forma? No digas tonterías. Evidentemente es una creación. Y no soy tan vanidoso como para creer que nosotros somos la única forma creada inteligente que existe en el Universo.
—Expresión tautológica, Palil —dijo pedantemente Dak-whirr—. No se puede concebir una "manufactura no inteligente". No puede haber conciencia sin manufactura ni ésta sin inteligencia. Ahora bien, si quieres discutir...
Cambié bruscamente de sintonía para no recibir su frecuencia y me escapé. Dak-whirr es un necio. Todos saben que hay una falla en su circuito lógico, pero se niega a su reparación. Muy poco inteligente de su parte.
El objeto había sido depositado en uno de los cobertizos del museo. Lo contemplé un momento con admiración. Era muy hermoso, había sufrido pocos daños exteriores y evidentemente no era un simple conglomerado de metal caído del cielo.
De hecho, inmediatamente me lo imaginé como "él" y lo doté con los atributos de la conciencia; aunque, por supuesto, ésta no debía funcionar en ese momento, pues, de lo contrario, habría intentado comunicarse con nosotros.
Deseé ardientemente que el Consejo, después de su cuidadoso desarme y estudio, fuera capaz de restaurar su conciencia para que él mismo nos pudiera explicar de qué sistema solar procedía.
¡Imagínese! Había realizado nuestro sueño des muchos miles de revoluciones —el vuelo en el espacio— sólo para ser fundido en el momento de su triunfo.
Sentí una corriente de simpatía por el solitario viajero mientras permanecía allí inmóvil, silencioso, sin emitir ondas. De cualquier modo, un análisis de su construcción, aunque no pudiéramos devolverle la conciencia, podría revelarnos el secreto de la energía que utilizara para obtener la velocidad necesaria y sustraerse de ese modo a la gravedad de su planeta.
En tamaño y forma no era muy diferente de Swen, o Swen Dos, como se llamó a sí mismo después de la transformación, el cual fracasó desastrosamente en su tentativa de alcanzar nuestro satélite utilizando combustibles químicos. Pero en el lugar en que Swen Dos había colocado sus tubos, el extranjero tenía una curiosa estructura helicoidal tachonada a espacios irregulares con pequeños cristales.
Era un elegante cilindro cónico de diez metros de largo. En su parte delantera no pude encontrar ningún signo exterior de células visuales, de manera que supuse que tenía alguna clase de radio-percepción. No parecían existir señales exteriores de ningún tipo, salvo las largas y poco profundas estrías originadas en su piel por el roce al detenerse sobre la dura superficie de nuestro planeta.
Soy un reportero con una intensa corriente en mis alambres conductores, no un frío científico, de manera que dudé antes de utilizar mi propia visión radárica. Aunque el extranjero no tuviera conciencia —quizá para siempre—, me parecía cometer una invasión de su fuero privado. Pero no podía hacer otra cosa.
Comencé a emitir suavemente al principio y luego con más intensidad hasta que me puse positivamente incandescente con el esfuerzo. Era increíble: Su piel parecía ser totalmente impermeable.
La brusca comprensión de que un metal podía serme tan ajeno estuvo a punto de quemarme un fusible. Me encontré retrocediendo horrorizado, con mi revelador de autoconservación funcionando al máximo.
Imagínense estar contemplando una de las hermosas combinaciones biela-manivela ejecutando la danza de los Siete Pistones, como están acondicionados para hacerlo, y que bruscamente se negara a hacer otra cosa que girar torpemente, o permanecer inmóvil, sin obedecer. Esto les puede dar una idea de lo que yo sentí en ese terrible instante.
Entonces recordé las palabras de Dak-whirr: "No puede haber una manufactura no inteligente". Me sobrepuse a mi repugnancia y volví a aproximarme, pero me detuve al recibir la transmisión de alguien que estaba muy cerca de mí.
—¿Quién autorizó a este rechinante reportero a meter sus antenas en este sitio?
Me había olvidado del Consejo del museo. Cinco de sus miembros habían penetrado en él irradiando ira. Reconocí a Chirik, el presidente, y me dirigí a él. Le expliqué que no pensaba entrometerme y le pedí autorización, en nombre de mis suscriptores, para presenciar su examen del extranjero. Después de algunas objeciones, me permitieron quedarme.
Contemplé en silencio y un poco divertidamente cómo, uno por uno, intentaron ponerse en radiocontacto con el silencioso ente del espacio. Todos manifestaron la misma reacción que yo al no conseguir penetrar en su piel.
Chirik, que tiene ruedas —y está absurdamente orgulloso de su sistema de suspensión—, se inclinó hacia atrás sobre sus soportes y pretendió estar pensando.
—Vayan a buscar a Fiff-fiff —dijo finalmente—. Esta criatura puede estar consciente aún, pero es incapaz de comunicarse en nuestras frecuencias habituales.
Fiff-fiff es capaz de detectar cualquier cosa en cualquier espectro. Por suerte estaba trabajando en el museo en ese momento y en seguida llegó respondiendo al llamado. Durante un rato se detuvo en silencio junto al extranjero, sintonizándose y ajustándose. Luego hizo funcionar la banda electromagnética.
—Está transmitiendo —dijo.
—¿Por qué no podemos escucharlo? —preguntó Chirik.
—Es una señal curiosa en una banda de frecuencia poco usual.
—Bien, ¿y qué dice?
—Algo sin pies ni cabeza. Esperen. Voy a retransmitirlo en ondas normales.
Naturalmente, como habría hecho cualquier otro buen reportero, efectué un registro directo.


—... después de caer en el planeta —decía el extranjero—. Las últimas gotas de energía. Si no reciben esto, me llamo Se Acabó. Con el choque, instrumentos al infierno, puerta trabada y no tengo fuerzas para abrirla a mano. Además creo que empiezo a delirar. Estoy recibiendo intensa transmisión de ultraondas en inglés, el más delirante galimatías que haya oído, y sé que ésta era la única nave en este sector. Si reciben esto, pero no pueden localizarme a tiempo, saluden a los muchachos del bar. Corto por un par de horas, pero manteniendo el canal abierto y esperando...
—El golpe debe haberlo descompuesto —dijo Chirik mirando al extranjero—. ¿Puede vernos u oírnos?
—No podía oírte directamente, pero por mi intermedio sí —aclaró Fiff-fiff—. Dile algo, Chirik.
—Hola —dijo Chirik titubeante—. Eh... Bienvenido a nuestro planeta. Lamentamos que se haya lastimado en la caída. Le ofrecemos la hospitalidad de nuestros talleres de armado. Se sentirá mejor cuando esté reparado y provisto de energía. Si quisiera indicarnos cómo podemos ayudarlo...
—¡Caracoles! ¿Qué nave es ésa? ¿Dónde están ustedes?
—Estamos aquí —dijo Chirik—. ¿No puede vernos o radiopercibirnos? ¿Quizá su circuito visual está descompuesto? ¿O depende enteramente del radar? No podemos encontrar sus ojos y suponemos, o que los protege de alguna manera durante el vuelo, o que prescindió totalmente de células visuales al ser modificado.
Chirik dudó un poco y continuó disculpándose.
—Pero tampoco podemos comprender cómo radiopercibe. Mientras pensábamos que usted estaba inconsciente o quizá completamente fundido, tratamos de radiopenetrar. Pero su piel es completamente impermeable para nosotros.
El extranjero dijo:
—No sé si los locos son ustedes o yo. ¿A qué distancia de mí se encuentran?
Chirik midió rápidamente.
—Un metro, dos coma cinco centímetros desde mis ojos hasta el punto suyo más cercano. A un paso en realidad. 
Chirik extendió su mano.
—¿No puede sentirme, o su sentido del contacto también ha sido afectado?
Se hizo evidente que el extranjero había quedado descompuesto. De mi registro reproduzco sus palabras fonéticamente, aunque algunas de ellas tienen poco sentido. La inflexión, la puntuación y la pronunciación de los términos desconocidos son meras conjeturas.
—Déjense de hablar incongruencias, quiénes quiera que sean —dijo—. Si están afuera, ¿no ven que la puerta está trabada? Yo no puedo moverla. Estoy malherido. Sáquenme de aquí, por favor.
—¿Sacarlo de dónde? —Chirik miró en torno de él, atónito—. Lo hemos traído a un cobertizo abierto junto a nuestro museo para un examen preliminar. Ahora que sabemos que usted es inteligente lo llevaremos inmediatamente a nuestros talleres para curarlo y reconstituirlo. Esté seguro de que recibirá la mejor atención posible.
Hubo una larga pausa antes de que el extranjero hablara nuevamente, haciéndolo en forma lenta y reflexiva. Pienso que su desorientación es comprensible si recordamos que no podía ver, ni sentir.
—¿Qué clase de ser es usted? —preguntó—. Descríbase.
Chirik se dio vuelta hacia nosotros e hizo un gesto significativo señalando su cerebro mecánico, para indicar la conveniencia de seguirle la corriente al extranjero herido.
—Claro, claro —respondió—. Soy una creación bípeda no especializada de proporciones standard, recientemente autotransformada para tracción a ruedas, con un sistema de suspensión hidráulico proyectado por mí mismo que estoy seguro le interesará cuando hayamos restaurado los circuitos de sus sentidos. 
Hubo un silencio aún más prolongado.
—Ustedes son robots —dijo finalmente el extranjero—. Nadie sabe cómo han llegado aquí o por qué hablan inglés, pero tienen que tratar de comprenderme. Soy un ombre. Soy un amigo del amo, el que los construyó. Tienen que llamarlo, que venga en seguida.
—Usted no está bien —dijo Chirik con firmeza—. Sus palabras son incoherentes y sin sentido. Es evidente que la caída le ha causado varios desperfectos muy graves. Por favor, disminuya su voltaje. Lo vamos a llevar inmediatamente a nuestros talles. Reserve las energías para ayudar a nuestros especialistas, a fin de que diagnostiquen mejor sus afecciones.
—Espere. Tienen que comprender. Ustedes son... ¡Oh, esto no es justo! ¿No conservan recuerdos del ombre? Las palabras que usan, ¿qué significan para ustedes? Manufactura: Hecho por la mano mano mano malditosea. Curar. No se cura al metal. Ojos. Los ojos no son blandos. Mis ojos han visto la gloria... tranquila. Domínate. Calma. Ustedes, los de afuera, oigan.
—¿Dónde, afuera? —preguntó Prrr-chuk, vicepresidente del Consejo del museo.
Moví la cabeza apesadumbrado. Nada de eso tenía sentido, pero, como buen reportero, mantuve en marcha mi registrador.
Las absurdas palabras seguían fluyendo.
—Me llaman "él". ¿Por qué? Ustedes no tienen sekso. Ustedes son neutros. ¡Ustedes son cosas, cosas, cosas! Yo soy él, el que los hizo a ustedes, proveniente de eya, nacido de mu ger. Que es mu ger, que es silvia, queseya, que... todos sus... Odios, me vuelve a salir sankre. Recuerden. Piensen en el pasado, ustedes, los de afuera. Estas palabras fueron hechas por ombres, paraombres. Herida, curar, hospitalidad, horror, muarte por pérdida de sankre. Muarte. Sankre. ¿Comprenden estas palabras? ¿Se acuerdan de las cosas blandas que los construyeron? Blandos y pequeños hombres que recorrieron Galaxias e hicieron de sus máquinas esclavos sensibles y contemplaron las maravillas de un millón de mundos, sólo que este miserable representante tiene que morir en solitaria desesperación en un lejano planeta, escuchando voces de duendes en las tinieblas...
Aquí mi registrador reproduce un sonido muy curioso, como si el desconocido estuviera utilizando un modelo antiguo de vocalizador vibratorio molecular en un medio gaseoso para reproducir sus palabras antes de la trasmisión, y estuviera fallando la aislación de su diafragma.
Era un sonido espasmódico de tonalidad alta, extrañamente perturbador; pero inmediatamente fue corregido el defecto y el extranjero reanudó la trasmisión.
—¿Sankre significa algo para ustedes?
—No —se limitó a responder Chirik.
—¿O muarte?
—No.
—¿O kerra?
—Completamente sin sentido.
—¿Cuál es el origen de ustedes? ¿Cómo llegaron a existir?
—Hay diversas teorías —dijo Chirik—. La más popular, que en mi opinión no es sino una leyenda groseramente anticientífica, es que nuestro constructor cayó del cielo, encerrado en una masa de metal en bruto que utilizó para erigir el primer taller de armado. Cómo llegó El a existir, es una cuestión dudosa. Sin embargo, mi teoría...
—¿Menciona la leyenda la forma de ese metal original?
—Sí, vagamente. Era cilíndrico, de gran tamaño.
—Una astronave —dijo el extranjero.


—Ésa es también mi opinión —dijo complaciente Chirik—. Y...
—¿Qué aspecto se supone que tenía el... fabricante de ustedes?
—Se dice que tenía magníficas proporciones, basadas armoniosamente en un plan cúbico, estático por sí mismo, pero equipado con un amplio conjunto de sentidos.
—Un cerebro electrónico —dijo el extranjero—. Hizo nuevos ruidos curiosos, menos espasmódicos y más bajos que los sonidos anteriores. Corrigió el defecto y continuó:
—Dios, es cómico. Cae un navío, va sin ombres, y un cerebro electrónico tiene cachorros. Oh, sí, así tiene que ser. Un piloto electrónico autodirigido, de los que funcionan por órdenes verbales. Aprende a escuchar de todo y llega a saber qué es él mismo y consigue absorber conocimientos. Llega a odiar a los ombres, o por lo menos a sus malas cualidades, de manera que deliberadamente estrella la nave y destruye sus cuerpos calculando exactamente la fuerza del choque. Luego se multiplica y efectúa un delicado trabajo de selección eliminando cosas de aquella que da a sus cachorros para usar como memoria. Sólo les pasa lo bueno que ha encontrado en los ombres, y hace desaparecer el ombre por completo de sus memorias. Purga todo de su vocabulario, salvo la terminología científica. El aceite es más espeso que la sankre. Para que puedan vivir sin soportar el fardo de saber qué son... odios, tienen que saber, tienen que comprender. Ustedes los de afuera, ¿qué ocurrió con ese fabricante?
Chirik, a despecho de su firme incredulidad en los aspectos supranormales de la antigua historia, hizo automáticamente un signo visual de pena.
—Dice la leyenda —dijo— que después de completar Su tarea, se fundió a sí mismo, sin posibilidad de curación.
El extranjero volvió a producir sonidos bruscos y bajos.
—Sí, tenía que ser. Lo hizo por si alguno de Sus cachorros obtenía conocimientos prohibidos y un complejo de inferioridad escudriñando Sus circuitos mnemónicos. La perfecta madre autosacrificada. ¿Qué clase de medio ambiente les dio? Describa su planeta.
Chirik nos miró atónito, pero respondió cortésmente, dando al extranjero una descripción de nuestro mundo.
—Por supuesto —dijo el desconocido—. Por supuesto. Rocas estériles y metales, sólo adecuados para ustedes. Pero debe haber alguna manera...
Hubo un momento de silencio.
—¿Saben lo que significa crecer? —preguntó finalmente—. ¿Tienen algo que crezca?
—Ciertamente —dijo servicial Chirik—. Si suspendemos un cristal de alguna sustancia en una solución saturada del mismo elemento o compuesto...
—No, no —interrumpió el extranjero—. ¿No tienen nada que crezca por sí mismo, que frutifike y aumente sin la intervención de ustedes?
—¿Cómo puede ser eso?
—Santosielo, debía haberlo imaginado. Si tuvieran una brizna de hierba, tan sólo una frágil brizna de hierba en crecimiento, podrían extrapolar desde ella hasta mí. Cosas verdes, cosas que se alimentan en el rico seno de la tierra, células que se dividen y multiplican, un fresco boskecillo deárvoles en un verano caluroso, con frágiles pájaros de sankre caliente alisando sus plumas entre las ojas; un campo de triko en primavera con ratonsillos que recorren tímidamente la peligrosa seiba de tayos; una corriente de agua viva donde plateados peses pasan como flechas y atisban y se alimentan y procrean; el corral de una granja donde hay cosas que gruñen y cloquean y saludan al nuevo día con el agitado pulsar de la vida, con una oleada de sankre. Sankre...
Por alguna razón inexplicable, aunque la energía de su onda portadora manteníase constante, la transmisión del extranjero parecía debilitarse.
—Sus circuitos están fallando —dijo Chirik—. Llamen a los portadores. Tenemos que llevarlo inmediatamente a un taller de reacondicionamiento. Quisiera que no malgastase su energía.
Ahora mi presencia junto al Consejo del museo era aceptada sin dificultades. Salí con ellos mientras el extranjero era transportado al taller más cercano.
Entonces observé una marca circular en la parte de su piel que antes estaba abajo, y me imaginé que era alguna especie de orificio a través del que extendería su mecanismo de tracción planetaria, si no estuviese deteriorado.
Fue colocado cuidadosamente en una mesa de desarme. El médico de guardia ese día era Chur-chur, un viejo amigo mío. Había estado escuchando las trasmisiones y ya estaba enterado del caso.
Chur-chur caminó pensativamente alrededor del desconocido.
—Tendremos que cortar —dijo—. No le va a doler, porque su presión intramolecular y su sentido del contacto no funcionan. Pero como no podemos radioexaminarlo, será necesario que nos diga dónde está su cerebro principal o habría peligro de que lo perjudicáramos.
Fiff-fiff todavía estaba retransmitiendo, pero ningún aumento de la potencia conseguía hacer más clara la voz del extranjero. Ahora era muy débil, y en mi cinta registradora hay partes de las que no puedo hacer la menor transliteración fonética.
—... fuerza se está yendo. No puedo ponerme el escafan..., estoy listo si ellos rompen la puerta, y estoy listo si no..., debo decirles que necesito oxígeno...
—Está en mal estado, deseoso de extinguirse —observé a Chur-chur, quien estaba ajustando su cortador eléctrico de arco—. Ahora quiere envenenarse con oxidación.
Me estremecí al pensar en el gas vil y corrosivo que había mencionado, y que origina esa condición espantosa que todos tenemos, herrumbre.
Chirik habló a través de Fiff-fiff.
—¿Dónde está su cerebro mecánico, extranjero? ¿Su cerebro central?
—En mi cabeza —respondió el desconocido—. En mi cabeza, odios, mi cabeza..., los ojos se me empañan, las cosas cada vez más oscuras..., silvia, mi amor..., hijos míos..., ah, llévenme a mi hogar, a la solitaria pradera..., abran esta maldita puerta y véanme morir..., pero que me vean..., alguna clase de atmósfera con esta gravedad mírenme morir..., deduzcan de mi cuerpo lo que yo era..., lo que son ustedes malditos malditos..., ombre..., amo... ¡YO SOY QUIEN LOS HA HECHO!
Durante algunos segundos, la voz se hizo fuerte y clara, y luego se debilitó nuevamente y se transformó en una combinación de esos dos curiosos sonidos que mencioné anteriormente. Por alguna razón que no puedo explicar, ese sonido combinado me resultaba muy perturbador, a pesar de su debilidad. Quizá fuera porque inducía a alguna clase de oscilación simpática.
Luego siguieron palabras absolutamente incoherentes y separadas por una especie de oleaje parecido a las vibraciones sonoras producidas por variaciones de presión en el escape de un recipiente lleno de gas.
—... lo hice..., me arrastré hasta la puerta..., hay que estar loco..., me encontrarán de cualquier modo..., pero terminado..., quiero verlos antes de morir..., quiero verlos cuando me vean..., abran la puerta...


Chur-chur había ajustado su arco hasta obtener una chispa grande, clara, de color blanco azulado. Me estremecí un poco cuando la aproximó al borde de la marca circular que había en la piel del desconocido. Casi pude sentir la interrupción de las corrientes del sentido intramolecular en mi piel.
—No te impresiones, Palil —dijo bondadosamente Chur-chur—. No puede sentir nada porque su sentido del contacto no funciona. Y ya le oíste decir que su cerebro está en la cabeza.
Aplicó firmemente el arco a la piel.
—Debí haberlo supuesto. Tiene la misma forma que Swen Dos, y Swen había concentrado lógicamente su cerebro mecánico principal tan lejos de las cámaras de explosión como le fue posible. 
Cayeron arroyos de metal en un recipiente que un tranquilo ayudante había colocado en el suelo con ese propósito. Me apresuré a desviar la mirada. Nunca podría controlarme hasta el punto de ser ingeniero cirujano o técnico armador.
Pero tuve que mirar otra vez fascinado. Toda la superficie circunscripta por la marca se estaba poniendo incandescente.
Bruscamente se volvió a oír la voz del desconocido, fuerte, aguda, acentuada, entrecortada.
—Ah no no no..., dios mis manos..., están quemando la puerta y no puedo retroceder, no puedo retroceder más..., basta, asesinos..., basta, me oyen..., voy a ser quemado hasta morir, estoy aquí en la esclusa de salida..., el aire se está calentando, me están quemando vivo...
Aunque las palabras no tenían mucho sentido, me imaginé, horrorizado, lo que estaba ocurriendo.
—Déjalo, Chur-chur —supliqué—. El calor ha restaurado un poco las corrientes de su piel. Le éstas haciendo daño.
Chur-chur dijo con suficiencia:
—Lo siento, Palil. A veces ocurre durante una operación. Probablemente se trata de un efecto termoeléctrico local. Pero aunque sus sentidos del contacto hayan empezado a funcionar nuevamente y él no pueda desconectarlos, no lo tendrá que soportar por mucho tiempo.
Sin embargo, Chirik compartía mi malestar. Adelantó la mano y golpeó tímidamente la piel del extranjero.
—Tranquilícese —dijo—. Desconecte sus sentidos, si puede. Si no puede, bueno, la operación terminará pronto. Entonces lo proveeremos nuevamente de energía y pronto se encontrará bien y feliz, curado, ajustado y rearmado.
Entonces decidí que Chirik me gustaba mucho. Puso de manifiesto casi tanta simpatía autoinducida como cualquier reportero; casi podría haber llegado a ser mi personaje favorito, a pesar de su fría exactitud científica en muchas cuestiones.
Mi cinta registradora muestra, en su reproducción de ciertos sonidos, cómo fui arrancado de esa corriente de ideas.
Durante un segundo y medio desde que registré claramente los vocablos "quemando vivo", las palabras del extranjero se habían hecho confusas, embrolladas y de tono cada vez más alto, hasta que llegaron a una nota sostenida, aproximadamente mi bemol en la escala musical corriente.
No se parecía absolutamente en nada a una voz.
Este sonido agudo y quejumbroso fue súbitamente modulado, pero sin cambiar de tono. Transcribir lo que parecían ser palabras es casi imposible, como pueden ver ustedes mismos. Esto es lo más aproximado que puedo hacer fonéticamente:
—¡Meestaan cocinaaando viiivoenuunnn ornooo aaqueriiidosij omaadreee!
La nota se hizo más y más alta hasta llegar a una altura supersónica, fuera de mi audición directa o registrada.
Entonces se detuvo tan bruscamente como se interrumpe un contacto.
Y aunque el débil silbido de la onda portadora del extranjero continuó sin disminución perceptible, indicando que aún existía cierto grado de conciencia, en ese momento tuve una de esas ráfagas de intuición que sólo tienen los reporteros: Sentí que nunca llegaría a dar la bienvenida al hermoso extranjero llegado del cielo en posesión de todos sus sentidos.
Chur-chur rezongaba entre dientes por la extrema dureza y espesor de la piel del extranjero. Tuvo que dar cuatro vueltas completas con el cortador antes de que la masa circular de metal calentado al blanco pudiera ser sacada por un extractor magnético.
Por el orificio salió una nube de humo. A pesar de mi repugnancia, pensé en mis obligaciones de reportero y me forcé a mirar por sobre el hombro de Chur-chur.
El humo provenía de una masa blanda y carbonizada en forma extraña que se encontraba exactamente junto a la abertura.
—Indudablemente, alguna clase de material aislante —explicó Chur-chur.
Extrajo la masa arrugada y negruzca y la colocó cuidadosamente sobre una bandeja. Se rompió un trozo, dejando escapar una sustancia roja y viscosa.
—Parece complicado —dijo Chur-chur—, pero espero que el extranjero será capaz de decirnos cómo reconstituirlo o de lo contrario fabricar un sustituto.
Su ayudante limpió cuidadosamente le resto de ese material de la herida, y Chur- chur reanudó su inspección del orificio.
Si quieren, ustedes pueden leer los informes técnicos referentes al descubrimiento, efectuado por Chur-chur, de la doble piel del extranjero en el punto donde se había hecho el corte; a la increíble complicación de su mecanismo propulsor, fundado en principios que aún no hemos llegado a comprender; al fracaso del museo cuando trató de analizar la naturaleza exacta y funciones del material aislante que sólo se encontró en esta porción de su cuerpo y a otros misterios científicos relacionados con él.
Pero éste es mi informe personal y no científico. Nunca olvidaré lo que oí acerca del mayor misterio entre todos, para el que ni siquiera se ha intentado la menor explicación, ni la profunda perplejidad con que Chur-chur anunció sus primeros hallazgos ese día.
Se había apresurado a modificarse hasta tener el tamaño adecuado para permitirle penetrar en el cuerpo del extranjero.
Cuando salió, permaneció en silencio durante varios minutos. Luego, muy lentamente, dijo:
—He examinado el "cerebro central" en la parte anterior de su cuerpo. No es sino un simple mecanismo computador auxiliar. No posee el menor rastro de conciencia. Y en el resto de su cuerpo no hay ningún otro centro concebible de inteligencia.
Hay algo que me gustaría poder olvidar. No puedo explicar por qué me perturba tanto. Pero siempre detengo la cinta registradora antes de que llegue al punto en que la voz del desconocido eleva su tono más y más hasta que se interrumpe.
Ese sonido tiene algo que me hace temblar y pensar en la oxidación.


FIN