2025/07/28

Los Xipéhuz (J. H. Rosny)


Título original: Les Xipéhuz
Año: 1897
 

LIBRO PRIMERO
1- Las formas
Fue mil años antes de la gran civilización de donde surgieron más tarde Nínive, Babilonia y Ecbatana.
La tribu nómada del Pjehou, con sus asnos, sus caballos y su ganado atravesaba la selva bravía de Kzour, hacia el crepúsculo, entre la capa de rayos de luz oblicuos.
Todos estaban cansados, callaban buscando un bello claro donde la tribu pudiese encender el fuego sagrado, hacer la comida de la noche y dormir al abrigo de los animales, detrás de la doble rampa de las hogueras rojas.
Las nubes palidecieron, las comarcas ilusorias vagaron a los cuatro horizontes, los dioses nocturnos soplaron el canto arrullador y la tribu continuaba andando. Un explorador reapareció al galope, anunciando el claro y el agua diáfana y pura.
La tribu dio tres grandes gritos, todos avivaron el paso, sonaron risas pueriles; los caballos y los asnos, tan acostumbrados a reconocer la proximidad de la parada, después de la vuelta de los corredores y las aclamaciones de los nómadas, levantaban orgullosos el cuello.
El claro apareció. La fuente encantadora se abría camino entre musgos y arbustos. Una gran fantasmagoría se presentó a los nómadas.
Era al principio un gran círculo de conos azulados, translúcidos, la punta en alto y cada uno del volumen más o menos de la mitad de un hombre. Algunas rayas claras, algunas circunvoluciones oscuras se esparcían por toda la superficie; todos tenían en la base una estrella deslumbradora.
Más lejos, igualmente extraños, unos estratos se erguían verticalmente, bastante parecidos a la corteza del abedul y veteados con elipses multicolores. Había además, aquí y allá, unas formas casi cilíndricas y no obstante variadas, unas delgadas y altas, las otras bajas y rechonchas, todas de color bronceado, punteadas de verde, poseyendo todas, como los estratos, los característicos puntos de azul.
La tribu miraba, sorprendida. Un temor supersticioso inmovilizaba a los más valientes, que aumentó cuando las Formas se pusieron a ondular en las sombras grises del claro. Y de repente, mientras las estrellas temblaban y vacilaban, los conos se alargaron, los cilindros y los estratos chisporrotearon como el agua tirada sobre una llama, mientras todos avanzaban hacia los nómadas con una velocidad acelerada.
La tribu, presa por el hechizo de este espectáculo, no se movía en absoluto y continuaba mirando. Las Formas se acercaron. El choque fue espantoso. Guerreros, mujeres, niños, en racimos, se desplomaban en el suelo de la selva, como heridos misteriosamente por el poder del rayo. Entonces, a los supervivientes, el tenebroso terror rindió la fuerza, las alas de la huida ágil. Y las Formas, al principio en masa, ordenadas en hileras, se esparcieron alrededor de la tribu, persiguiendo despiadadamente a los fugitivos. El horrendo ataque, empero, no era infalible: Mataba a unos y aturdía a otros, nunca hería. Algunas gotas rojas brotaban de la nariz, de los ojos, de las orejas de los agonizantes, pero los otros, indemnes, no tardaban en levantarse, para continuar la carrera fantástica, entre la palidez crepuscular.
Cualquiera que fuere la naturaleza de las Formas, obraban de la misma manera que los seres, de ningún modo en forma de elementos, teniendo como los seres la inconstancia y la diversidad en el paso, escogiendo evidentemente a sus víctimas sin confundir a los nómadas con las plantas ni con los animales.
Pronto los más veloces se dieron cuenta de que ya no les perseguían. Agotados, destrozados, no se atrevían a volverse hacia el prodigio. A lo lejos, entre los troncos inundados de sombra, continuaba la persecución resplandeciente. Y las Formas, de preferencia, perseguían, destrozaban a los guerreros, aunque a menudo despreciaban a los débiles, a la mujer y al niño.
Así, a distancia, en la noche oscura, la escena era más sobrenatural, más aplastante para los cerebros bárbaros. Los guerreros iban a comenzar de nuevo la huida. Una observación capital les obligó a pararse; esta era que, fuesen cuales fuesen los fugitivos, las Formas abandonaban la persecución a partir de un límite fijo. Y, por cansada e impotente que estuviese la víctima, aunque estuviese desvanecida, desde que esta frontera ideal se había franqueado, cualquier peligro cesaba de repente.
Esta tranquilizadora observación, ya confirmada por más de cincuenta hechos, aplacó los nervios frenéticos de los fugitivos. Se atrevieron a esperar a sus compañeros, sus mujeres y sus pobres niños escapados de la matanza. Incluso uno de ellos, su héroe, atontado al principio, asustado por esta aventura tan sobrehumana, encontró el aliento de su gran alma, encendió una hoguera e hizo sonar el cuerno de búfalo para guiar a los fugitivos.
Entonces llegaron los desdichados de uno en uno. Muchos de ellos, lisiados, se arrastraban con las manos. Unas mujeres-madres, con la indomable fuerza maternal, habían guardado, reunido y transportado entre aquella hosca refriega, el fruto de sus entrañas. Y muchos asnos, caballos y bueyes, reaparecieron, menos enloquecidos que los hombres.
Noche lúgubre, pasada en silencio, sin sueño, en que los guerreros sentían temblar continuamente sus vértebras. Pero vino la aurora, se insinuó pálida a través del gran follaje, después la sinfonía del amanecer con todos sus colores, los pájaros haciendo resonar sus trinos, exhortando a la vida, para rechazar los terrores de las Tinieblas.
El Héroe, el jefe natural, juntando a la multitud en grupos, comenzó a enumerar a la tribu. La mitad de los guerreros, doscientos, faltó a la llamada. Mucho menores eran las pérdidas de las mujeres y casi nula la de los niños.
Cuando esta enumeración fue terminada, cuando se hubieron juntado las bestias de carga (pocas faltaban, por la superioridad del instinto sobre la razón durante los desastres), el Héroe dispuso la tribu según el arreglo acostumbrado, después, ordenando a todos que esperaran, solo, pálido, se dirigió hacia el claro. Nadie, ni de lejos, se atrevió a seguirlo.
Y dirigiéndose adonde los árboles se espaciaban ampliamente, sobrepasó ligeramente el límite observado la víspera y miró.
A lo lejos, en la fresca transparencia de la mañana, manaba la hermosa fuente; en sus bordes, reunida, la banda fantástica de las Formas resplandecía. Su color había variado. Los Conos eran más compactos, su tinte turquesa había verdecido, los Cilindros se nublaban de violeta y los Estratos se parecían al cobre virgen. Pero en todos, la estrella apuntaba sus rayos que, incluso a la luz del día, deslumbraban.
La metamorfosis se extendía a los contornos de las fantasmagóricas Entidades: Unos conos tenían tendencia a ensancharse en cilindros, unos cilindros se desplegaban, mientras que unos estratos se curvaban parcialmente.
Pero, como la víspera, de pronto las Formas empezaron a ondular, sus Estrellas se pusieron a palpitar; el Héroe, lentamente, pasó de nuevo la frontera de la Salvación.


2- Expedición hierática
La tribu de Pjehou se detuvo a la puerta del gran Tabernáculo nómada, donde sólo entraban los jefes. En el fondo lleno de astros, bajo la imagen masculina del Sol, se erguían los tres grandes sacerdotes. Más abajo de ellos, en las gradas doradas, los doce sacrificadores inferiores.
El Héroe se adelantó y refirió con detalle el terrible viaje a través del bosque de Kzour, que los sacerdotes escuchaban, muy graves, asombrados, sintiendo que menguaba su poder ante aquella aventura inconcebible.
El gran sacerdote supremo exigió que la tribu ofreciese al Sol doce toros, siete onagros y tres caballos sementales. Reconoció a las Formas los atributos divinos, y después de los sacrificios, propuso una expedición hierática.
Todos los sacerdotes, todos los jefes de la nación zahelal, tenían que asistir a ella.
Y unos mensajeros recorrieron los montes y las llanuras, a cien leguas alrededor del lugar donde se elevó más tarde la Ecbatana de los magos. Por doquier la tenebrosa historia erizaba los pelos de los hombres, y en todas partes los jefes obedecían prontamente la llamada sacerdotal.
Una mañana de octubre, el Varón atravesó las nubes, inundó el Tabernáculo, alcanzó el altar donde humeaba un corazón sangrante de toro. Los grandes sacerdotes, los sacrificadores, cincuenta jefes de tribu, lanzaron el grito triunfal. Cien mil nómadas, fuera, pisando el rocío fresco, repitieron el clamor, volviendo sus cabezas curtidas hacia la prodigiosa selva de Kzour, que temblaba blandamente. El presagio era favorable.
Entonces, con los sacerdotes en cabeza, todo un pueblo anduvo a través del bosque. Por la tarde, hacia las tres, el héroe de Pjehou detuvo a la multitud. El gran claro requemado por el otoño, con su musgo oculto bajo una gruesa capa de hojas secas, se extendía con majestad; en los bordes del manantial, los sacerdotes se apercibieron de lo qué iban a adorar y apaciguar, las Formas. Eran agradables a la vista y bajo la sombra de los árboles, con sus matices temblorosos, el fuego puro de sus estrellas, su evolución tranquila al borde del manantial.
—¡Es necesario —dijo el gran sacerdote supremo— ofrecer aquí el sacrificio, para que sepan que nos sometemos a su poder!
Todos los ancianos se inclinaron. Entretanto, una voz se elevó. Era Yushik, de la tribu de Nim, un joven que se ocupaba en contar los astros, pálido y vigilante profeta, que empezaba a tener fama y renombre, el cual pidió con audacia que se aproximasen a las Formas.
Pero los ancianos, que habían encanecido en el arte de las sabias palabras, triunfaron: El altar fue construido, la víctima conducida a él… —un deslumbrante semental, soberbio servidor del hombre—. Entonces, en el silencio, mientras el pueblo se prosternaba, el cuchillo de cobre encontró el noble corazón del animal. Un gran lamento se elevó. Y el gran sacerdote dijo: 
—¿Están aplacados, oh dioses?
Allá abajo, entre los troncos silenciosos, las Formas continuaban circulando y relucían, dando preferencia a los lugares en que el sol se deslizaba en ondas más densas.
—¡Sí, sí —gritaba el entusiasta—, están aplacados!
Y cogiendo el corazón caliente del caballo, sin que el gran sacerdote, curioso, pronunciara una palabra, Yushik se lanzó hacia el claro. Unos fanáticos, lanzando grandes aullidos, le siguieron. Lentamente las Formas ondulaban, apretujándose, rasando el suelo; después, de repente, precipitándose sobre los más temerarios, se produjo una lamentable hecatombe, que asustó a las cincuenta tribus. Seis o siete fugitivos, con grandes esfuerzos, perseguidos con encarnizamiento, pudieron alcanzar el límite. Los restantes habían perecido y Yushik con ellos.
—¡Son unos dioses inexorables! —dijo solemnemente el supremo sacerdote.
Después se reunió un consejo, el venerable consejo de los sacerdotes, los ancianos y los jefes.
Decidieron trazar, más allá del límite de Salvación, un recinto de estacas, y obligar, para determinar este recinto, a unos esclavos que se expusiesen al ataque de las Formas, sucesivamente sobre todo el contorno.
Y así se hizo. Bajo amenaza de muerte, unos esclavos entraron en el recinto. Muy pocos de ellos perecieron, sin embargo, por las grandes precauciones tomadas. La frontera quedó firmemente establecida, hecha visible a todos por su contorno de estacas.
Así terminó felizmente la expedición hierática, y los Zahelals se creyeron protegidos contra el sutil enemigo.


3- Las tinieblas
Pero el sistema preventivo preconizado por el consejo pronto resultó ser impotente. En la primavera siguiente, las tribus Hertoth y Nazzum, pasando cerca de la empalizada sin desconfianza, un poco en desorden, fueron cruelmente asaltadas y diezmadas por las Formas.
Los jefes que escaparon a la matanza explicaron al gran consejo Zahelal, que las Formas eran ahora mucho más numerosas que el otoño pasado. Sin embargo, como anteriormente, limitaban su persecución, pero las fronteras se habían ensanchado.
Estas noticias llenaron de consternación al pueblo; hubo gran aflicción y se ofrecieron grandes sacrificios. Después el consejo resolvió destruir la selva de Kzour con el fuego.
A pesar de todos los esfuerzos, no se pudieron incendiar más que las orillas.
Entonces, los sacerdotes, con gran desesperación, consagraron la selva, prohibiendo a cualquiera de entrar allí. Y así pasaron varios veranos.
Una noche de octubre, el campamento de la tribu Zulf, que estaba dormida a diez tiros de arco de la selva fatal, fue invadida por las Formas. Trescientos guerreros más perdieron la vida.
Desde este día una historia siniestra, envolvente, misteriosa, se esparció de tribu en tribu, murmurada a todas las orejas, al caer la tarde, en las largas noches astrales de la Mesopotamia. El hombre iba a perecer. El OTRO, ampliando su dominio en la selva, en las llanuras, indestructible, día tras día, devoraría la raza acobardada. Y la confianza, temerosa y negra, se metía en los pobres cerebros y a todos les quitaba la fuerza de luchar, el brillante optimismo de las razas jóvenes. El hombre errante, soñando en estas cosas, no se atrevía a disfrutar de los suntuosos pastos natales y buscaba con la mirada abrumada, el paso de las constelaciones. Fue el milenio de los pueblos jóvenes, y ya sentían la frialdad del fin del mundo o quizá la resignación del piel roja de las praderas indias.
Y con esta angustia, los más meditabundos, llegaron a un culto amargo, un culto de muerte que predicaban fríos profetas; era el culto de las Tinieblas más poderosas que los Astros, unas Tinieblas que tenían que tragar y devorar, la Santa Luz y el fuego resplandeciente.
Por todas partes, en los contornos de las soledades; se encontraban inmóviles y adelgazadas unas siluetas de iluminados, de los hombres del silencio, que, por períodos, se esparcían entre las tribus, y contaban sus espantosas pesadillas, el Crepúsculo de la Gran Noche Cerrada que se aproximaba, del sol agonizante.


4- Bakhoûn
Ahora bien, por esta época vivía un hombre extraordinario llamado Bakhoûn, descendiente de la tribu de Ptuh y hermano del primer gran sacerdote de los Zahelals. Desde muy joven había dejado la vida nómada, escogiendo una bella soledad, entre cuatro colinas, en un minúsculo y risueño valle por el que discurría una fuente de agua clara y cristalina. Unos grandes peñascos le hacían las veces de tienda fija, de morada ciclópea. La paciencia y la ayuda de bueyes y caballos, le habían creado, junto con la regularidad de las cosechas, una riqueza incalculable. Con sus cuatro mujeres y sus treinta hijos, vivía allí una vida de Edén.
Bakhoûn profesaba unas ideas singulares, y hubiera sido lapidado, a no ser por el respeto de los Zahelals hacia su hermano mayor el gran sacerdote supremo.
Primero, afirmaba que la vida sedentaria era preferible a la vida nómada, pues reservaba las fuerzas del hombre en provecho del espíritu.
Segundo, pensaba que el Sol, la Luna y las Estrellas no eran dioses, sino unas masas luminosas.
Tercero, decía que el hombre no tiene que creer más que en las cosas probadas por la Medida.
Los Zahelals le atribuyeron unos poderes mágicos, y aun los más temerarios, a veces, se atrevían a consultarle, y nunca se arrepintieron. Aseguraban que había ayudado muchas veces a las tribus desgraciadas, distribuyéndoles toda clase de víveres.
Más en la hora negra, cuando se presentó la melancólica alternativa de abandonar las comarcas o ser destruidas por las divinidades inexorables, las tribus pensaron en Bakhoûn, y los mismos sacerdotes, después de grandes luchas de orgullo, le enviaron una delegación formada por tres de los más considerables de su orden.
Bakhoûn prestó la más ansiosa atención a sus relatos, haciéndoselos repetir, formulándoles precisas y numerosas preguntas. Pidió que le dejaran dos días para meditar. Cuando este tiempo hubo pasado les anunció sencillamente que iba a consagrarse por completo al estudio de las Formas.
Las tribus se sintieron algo decepcionadas, pues esperaban que Bakhoûn podría librar al país por brujería. Sin embargo, los jefes se mostraron contentos de su decisión y esperaron con ello grandes cosas.
Entonces, Bakhoûn se instaló en los alrededores de la selva de Kzour, retirándose a la hora del descanso, y durante todo el día observaba, montado sobre el más rápido caballo semental de Caldea. Enseguida estuvo convencido de la superioridad del espléndido animal sobre las más ágiles de las Formas, pudiendo comenzar su estudio audaz y minucioso de los enemigos del Hombre, este estudio al cual debemos el gran libro pre-cuneiforme de sesenta tablas, el más hermoso libro lapidario que las edades nómadas hayan legado a las razas modernas.
Es justamente en este libro, admirable por su paciente observación y su sobriedad, donde se halla constancia de un sistema de vida absolutamente distinto de nuestro reino animal y vegetal, sistema que Bakhoûn asegura humildemente no haber podido analizar más que en su apariencia más grosera y más exterior. Es imposible que el Hombre no se estremezca leyendo esta monografía de seres que Bakhoûn llama los Xipéhuz, estos detalles desinteresados que no han sido llevados nunca a lo maravilloso sistemático, que el viejo escriba revela acerca de sus actos, su modo de avanzar, de combatir y de generación, los cuales demuestran que la raza humana ha estado al borde de la Nada, que la tierra ha estado a punto de convertirse en el patrimonio de un Reino del cual hemos perdido hasta la concepción.
Es preciso leer la maravillosa traducción del señor Dessault, sus descubrimientos inesperados sobre la lingüística "preasiria", descubrimientos más admirados desgraciadamente en el extranjero —en Inglaterra y Alemania— que en su propia patria. El ilustre sabio se ha dignado poner a nuestra disposición los pasajes más sobresalientes de la preciosa obra, y estos pasajes, que nosotros ofrecemos a continuación al público, quizás inspirarán el deseo de examinar las soberbias traducciones del Maestro.


5- Extracto del libro de Bakhoûn
Los Xipéhuz son evidentemente unos seres Vivientes. Todos sus pasos indican la voluntad, el capricho, la asociación, la independencia parcial que permiten distinguir al Ser animal de la planta o de la cosa inerte. Aunque su manera de progresión no pueda ser definida por comparación —es un simple modo de deslizarse sobre la tierra— es fácil de ver que lo dirigen a su gusto. Se les ve pararse bruscamente, volverse, lanzarse a la persecución los unos de los otros, pasearse a pares, tres a la vez, manifestar unas preferencias que les harán dejar a un compañero para ir a lo lejos y juntarse con otro. No tienen la facultad de subirse a los árboles, pero logran matar a los pájaros atrayéndolos por medios no descubiertos todavía. Se les ve cercar animales silvestres o esperarles detrás de un zarzal; no dejan nunca de matarlos y luego consumirlos. Se puede poner por regla que matan a todos los animales indistintamente, si pueden alcanzarlos, y todo esto sin motivo aparente, pues no los utilizan en absoluto, reduciéndolos únicamente a ceniza.
Su manera de destruir no exige una hoguera; el punto incandescente que tienen en su base es suficiente para esta operación. Se reúnen de diez a veinte, en círculo, alrededor de los grandes animales muertos, entonces hacen converger sus rayos sobre el cadáver. Para los animales pequeños —los pájaros, por ejemplo— los rayos de un solo Xipéhuz son suficientes para la incineración. Hay que darse cuenta que el calor que pueden producir no es en absoluto instantáneo y violento. Yo he recibido a menudo en la mano las radiaciones de un Xipéhuz y la piel no empezaba a calentarse hasta después de algún tiempo.
No sé si es necesario decir que los Xipéhuz son de diferentes formas, ya que todos pueden transformarse sucesivamente en conos, cilindros y estratos, y todo esto en un solo día. Su color varía continuamente, lo que creo se puede atribuir en general a las metamorfosis de la luz desde la mañana hasta la noche y desde la noche a la mañana. Sin embargo, algunas variaciones de matices parece son debidas al capricho de los individuos y especialmente a sus pasiones, si se me permite decirlo, pudiendo constituir así verdaderas expresiones de la fisonomía, las más sencillas de las cuales me han sido imposibles de determinar, a pesar de un estudio ardiente, pudiendo aventurar únicamente algunas hipótesis. Así, no he podido distinguir nunca un matiz furioso de un matiz dulce, lo que hubiera sido el primer descubrimiento de este género.
He dicho sus pasiones. Anteriormente he observado ya sus preferencias, lo que denominaría sus amistades. También tienen sus odios. Tal Xipéhuz se aleja constantemente de tal otro y recíprocamente. Sus cóleras parecen violentas. Chocan entre ellos con movimientos idénticos a los que se observan cuando atacan a los grandes animales o al hombre, y son estos combates los que me han enseñado que no eran en absoluto inmortales, como en principio estaba dispuesto a creer, pues dos o tres veces he visto a unos Xipéhuz sucumbir en estos encuentros, es decir, caer, condensarse, petrificarse. He conservado precisamente algunos de estos extraordinarios cadáveres, y quizá más tarde podrán servir para conocer la naturaleza de estos Xipéhuz. Son unos cristales amarillentos, dispuestos irregularmente y estriados con unos hilos azules.
Del hecho de que los Xipéhuz no eran en absoluto inmortales deduje que tal vez sería posible combatirlos y vencerlos, y desde entonces he empezado la serie de experiencias bélicas de las cuales se hablará más tarde.
Como los Xipéhuz resplandecen lo suficiente para ser apercibidos a través de las espesuras y hasta detrás de los grandes troncos —una gran aureola se desprende de ellos en todos los sentidos y advierte su proximidad—, he podido arriesgarme en la selva confiando en la velocidad de mi corcel.
Una vez allí, he tratado de descubrir si es que se construían moradas, pero confieso haber fracasado en esta indagación. Para vivir, no mueven ni piedras ni plantas, y parecen rehuir cualquier especie de industria tangible y visible, única industria apreciable a la observación humana. Por consecuencia no tienen ninguna clase de armas, de acuerdo con el sentido atribuido por nosotros a esta palabra. También es cierto que no pueden matar a distancia: Cualquier animal que haya podido huir sin sufrir el contacto inmediato de un Xipéhuz, ha escapado infaliblemente, y de esto he sido testimonio infinidad de veces.
Como ya había observado la desgraciada tribu de Pjehou, ellos no pueden franquear ciertas barreras ideales; así, pues, su acción queda limitada. Pero estos límites han ido en aumento siempre, de año en año y de mes en mes. Así, pues, he tenido que indagar la causa de ello.
Ahora bien, esta causa no parece ser otra que un fenómeno de crecimiento colectivo, y, como la mayor parte de las cosas xipéhuzes, es incomprensible a la inteligencia del hombre. He aquí la ley en dos palabras: Los límites de la acción xipéhuz se ensanchan proporcionalmente al número de individuos, es decir, que así que hay procreación de nuevos seres, hay extensión de fronteras; pero mientras el número permanezca invariable, ningún individuo es capaz de franquear el medio habitado atribuido —por la fuerza de las cosas (?)— al conjunto de la raza. Esta regla deja entrever una correlación más íntima entre la masa y el individuo que la correlación similar observada entre los hombres y los animales. Más tarde se ha visto la recíproca de esta ley, ya que desde que los Xipéhuz han empezado a disminuir, sus fronteras se han estrechado proporcionalmente.
Del fenómeno de la procreación en sí, tengo poco que decir, pero este poco es característico. En principio esta proporción se produjo cuatro veces al año, un poco antes de los equinoccios y los solsticios y solamente durante las noches muy puras. Los Xipéhuz se reunían en grupos de tres, y estos grupos acababan por no formar más que uno solo, estrechamente amalgamado y dispuesto en una elipse muy larga. Permanecen así toda la noche, y por la mañana hasta la completa salida del Sol. Cuando se separan, se ven subir unas formas vagas, vaporosas y enormes.
Estas formas se condensan lentamente, achicándose, y se transforman al cabo de diez días en conos del color del ámbar, considerablemente más grandes todavía que los Xipéhuz adultos. Son necesarios dos meses y algunos días para que alcancen el máximo desarrollo, es decir, su máximo encogimiento. Al cabo de este tiempo se vuelven parecidos a los otros seres de su reino, de colores y formas variables según la hora, el tiempo y el capricho individual. Algunos días después de su desarrollo o encogimiento integral, las fronteras de acción se ensanchan. Era, naturalmente, un poco antes de este momento temible en que yo apretaba los flancos de mi buen Kouath, a fin de ir a establecer mi campamento más lejos.


Que los Xipéhuz tengan sentidos, es lo que no es posible afirmar. Poseen ciertamente unos aparatos que les sirven en su lugar.
La facilidad con que perciben a grandes distancias la presencia de los animales, pero sobre todo la del hombre, anuncia evidentemente que sus órganos de investigación valen tanto como nuestros ojos. Yo no les he visto nunca confundir un vegetal con un animal, hasta en circunstancias en que yo habría podido cometer este error, equivocado por la luz bajo las ramas, el color del objeto o su posición. La circunstancia de agruparse hasta veinte para consumir un animal grande, cuando uno solo se ocupa de la calcinación de un pájaro, demuestra una comprensión correcta de las proporciones, y esta inteligencia aparece más perfecta si se observa que se juntan diez, doce, o quince, siempre de acuerdo con el volumen relativo del cadáver. Un argumento todavía mejor a favor de la existencia de órganos análogos a nuestros sentidos, o de su inteligencia, es la forma en que ellos actuaban al atacar a nuestras tribus, ya que se ocupaban poco o casi nada de nuestras mujeres y niños, mientras que perseguían despiadadamente a los guerreros.
Ahora la pregunta más importante. ¿Tienen un lenguaje? A esto puedo contestar sin el menor titubeo: "Sí, tienen un lenguaje". Y este lenguaje se compone de signos entre los cuales he podido descifrar algunos.
Supongamos, por ejemplo, que un Xipéhuz desea hablar a otro. Para esto le es suficiente dirigir los rayos de su estrella hacia su compañero, lo que es captado al instante. El llamado, si anda, se detiene, esperando. El que habla, entonces, traza rápidamente, en la superficie misma de su interlocutor —y no importa de qué lado— una serie de caracteres, cortos y luminosos, por medio de un juego de centelleo desprendido siempre de la base; estos caracteres se quedan un instante fijos, después se borran.
El interlocutor, después de una breve pausa, responde.
Antes de emprender cualquier acción de combate o de emboscada, he visto siempre a los Xipéhuz emplear los caracteres siguientes:
Cuando se trataba de mí —y esto era a menudo, pues han hecho todo lo que han podido para exterminarnos al valiente Kouath y a mí—, la marca es:
seguida de la anterior:
El signo de llamada ordinario era:
y hacía acudir al individuo que lo recibía. Cuando los Xipéhuz estaban invitados a una reunión general, yo no he dejado nunca de observar una señal de esta forma:
que representaba la triple apariencia de estos seres.
Los Xipéhuz tienen además unos signos más complicados, refiriéndose no sólo a acciones similares a las nuestras, sino a un orden de cosas completamente extraordinario y del que no he podido descifrar nada. No puede haber la menor duda respecto a su facultad de poder cambiar ideas de un orden abstracto, probablemente equivalentes a las ideas humanas, ya que pueden permanecer durante mucho tiempo inmóviles no haciendo otra cosa que conversar, lo que indica verdaderas acumulaciones de pensamientos.
Mi larga estancia cerca de ellos había terminado, a pesar de las metamorfosis (cuyas leyes varían para cada uno, poco sin duda, pero con características suficientes para un espía terco), por hacerme conocer varios Xipéhuz de una manera bastante íntima, por revelarme particularidades sobre diferencias individuales…, diríase sobre los caracteres. He conocido a algunos taciturnos, que no trazaban casi nunca una palabra; otros expansivos, que escribían verdaderos discursos; otros atentos, otros habladores que hablaban juntos, interrumpiéndose unos a otros. A algunos les gustaba retirarse para vivir solitarios; otros buscaban evidentemente la sociedad; otros, feroces, acosaban constantemente las fieras y los pájaros, y algunos, más misericordiosos, perdonaban a los animales y les dejaban vivir en paz.
¿Todo esto no abre a la imaginación una gigantesca cantera? ¿No lleva hasta imaginar diversidad de aptitudes, inteligencia y fuerzas análogas a las de la raza humana?
Ellos practican la educación. ¡Cuántas veces he observado a un viejo Xipéhuz, sentado en medio de numerosos jóvenes, centelleando signos que aquellos le repetían uno después del otro, y que les hacía empezar de nuevo cuando la repetición era imperfecta!
Estas lecciones eran a mis ojos maravillosas, y de todo lo que concierna a los Xipéhuz, no hay nada que haya cautivado tanto mi atención, nada que me haya preocupado más en las noches de insomnio. Me parecía que era allí, en este amanecer de la raza, donde el velo del misterio podía entreabrirse, allí donde alguna idea simple, primitiva, surgiría quizás, y esclarecería para mí un rincón de aquellas profundas tinieblas. No, nada me ha desanimado; durante años he asistido a esta educación, de la que he intentado interpretaciones innumerables. ¡Cuántas veces he creído captar como un fugitivo resplandor de la naturaleza esencial de los Xipéhuz, un resplandor extrasensible, una pura abstracción y que, ¡ay de mí!, mis pobres facultades ahogadas en la carne no llegarán nunca a percibir!
He dicho antes que había creído durante mucho tiempo que los Xipéhuz eran inmortales. Habiendo sido destruida esta creencia en vista de muertes violentas que siguieron a algunos encuentros entre Xipéhuz, me sentí naturalmente tentado a investigar su punto vulnerable y me dediqué cada día, desde entonces, a encontrar medios destructivos, ya que los Xipéhuz crecían en número de tal forma, que después de haber desbordado la selva de Kzour por el sur, este y oeste, empezaron a invadir las llanuras del lado de levante.
¡Oh, dioses! En pocos ciclos hubiesen desposeído al hombre de su morada terrestre.
Entonces me armé de una honda, y cuando un Xipéhuz salía de la selva y lo tenía a mi alcance, le apuntaba y le lanzaba una piedra. No obtuve ningún resultado, aunque hubiese alcanzado al conjunto de individuos apuntados en todas las partes de su superficie, hasta en el mismo punto luminoso. Parecían de una insensibilidad perfecta a mis tiros, y ninguno de entre ellos se volvió nunca para evitar uno de mis proyectiles. Después de un mes de pruebas me fue preciso confesar que la honda no podía nada contra ellos, y entonces abandoné esta arma.
Tomé el arco. A las primeras flechas que lancé, descubrí entre los Xipéhuz un sentimiento muy vivo de miedo, pues dudaban, se mantenían fuera de mi alcance, me esquivaban tanto como podían. Durante ocho días, probé en vano de alcanzar a uno. El octavo día una partida de Xipéhuz, llevada creo yo por su ardor cinegético, pasó bastante cerca de mí persiguiendo una bonita gacela. Lancé precipitadamente algunas flechas, sin ningún efecto aparente, y la partida se dispersó; yo les perseguía y gastaba mis municiones. No hube tirado la última flecha que todos volvieron con gran rapidez, de diferentes lados, me cercaron por tres cuartos y hubiese perdido la vida a no ser por la prodigiosa velocidad del servicial Kouath.
Esta aventura me dejó lleno de incertidumbre y de esperanzas; pasé toda la semana inerte, perdido en la vaga profundidad de mis meditaciones, en un problema excesivamente apasionante, sutil, propio para hacer huir el sueño, ya que al mismo tiempo me llenaba de sufrimiento y de placer. ¿Por qué los Xipéhuz temían mis flechas? ¿Por qué, por otra parte, entre el gran número de proyectiles con los cuales había alcanzado a los que iban de caza, ninguno había producido efecto? Lo que yo sabía de la inteligencia de mis enemigos no permitía la hipótesis de un terror sin causa. Por el contrario, todo me inducía a suponer que la flecha, lanzada en unas condiciones particulares, tenía que ser contra ellos un arma temible. ¿Pero cuáles eran estas condiciones? ¿Cuál era el punto vulnerable de los Xipéhuz? Y bruscamente me vino el pensamiento de que había de ser la estrella lo que había que alcanzar. En un minuto tuve la certidumbre apasionada, ciega… Después se apoderó de mí la duda. Con la honda ¿no había apuntado varias veces hasta tocar este punto? ¿Por qué la flecha sería más dichosa que la piedra?
Después, vino la noche, el inconmensurable abismo, con sus lámparas maravillosas esparcidas por encima de la tierra. Y yo, con la cabeza entre las manos, soñaba, con el corazón en tinieblas como la noche.
Un león se puso a rugir, unos chacales pasaron por la llanura, y de nuevo la lucecita de la esperanza me iluminó. Acababa de pensar que el guijarro de la honda era relativamente grueso ¡y la estrella de los Xipéhuz tan pequeña! Quizá, para mejor maniobrar, era preciso ir profundo, atravesarla con una punta aguda y ¡entonces el terror delante de la flecha se comprendería!
Entre tanto, Vega giraba lentamente en torno al Polo, la aurora estaba ya muy próxima y la laxitud, durante algunas horas, adormecía en mi cráneo el mundo del espíritu.
Algunos días más tarde, armado con el arco, me fui constantemente en persecución de los Xipéhuz, penetrando en su recinto todo lo que la prudencia permitía. Pero todos evitaron mi ataque quedándose lejos, fuera de mi alcance. No se podía pensar en tenderles una emboscada; su método de percepción les permitía adivinar mi presencia a través de los obstáculos.
Hacia el final del quinto día se produjo un acontecimiento que por sí solo probaba que los Xipéhuz son seres falibles y que pueden llegar a perfeccionarse como el hombre. Aquella noche, al llegar el crepúsculo, un Xipéhuz se aproximó deliberadamente hacia mí, con aquella velocidad continuamente acelerada que da más efectividad a su ataque. Sorprendido, con el corazón palpitante, tendí el arco. Él, acercándose cada vez más, parecía una columna de turquesa en la noche naciente, casi llegaba a mi alcance. Luego, cuando me aprestaba a lanzar la flecha, vi con estupefacción que él se volvía y escondía su estrella sin cesar de acercarse hacia mí. No tuve más tiempo que el preciso para poner al galope a Kouath, para escabullirme del ataque de aquel temible adversario.
Esta sencilla maniobra, en la cual ningún Xipéhuz había podido pensar anteriormente, además de demostrar, una vez más, la invención personal, la individualidad entre el enemigo, sugería dos ideas: la primera, que había razonado acertadamente en cuanto a la vulnerabilidad de la estrella xipéhuza; la segunda, menos estimulante, era que la misma táctica, si fuese adoptada por todos, haría mi tarea extraordinariamente ardua, quizás imposible.
De todas maneras, después de haber hecho tanto para conocer la verdad, sentí crecer mi valor delante del obstáculo y llegué a esperar de mi espíritu la sutileza necesaria para derribarlo.
 

6- Segundo extracto del libro de Bakhoûn
Regresé a mi soledad. Anakhre, tercer hijo de mi mujer Tepaï, era un poderoso constructor de armas. Le ordené que cortara una rama del árbol de Waham, y tallara un arco de alcance extraordinario. Tomó una rama dura como el hierro y el arco que salió de ella era cuatro veces más poderoso que el del pastor Zankann, el arquero que se consideraba el más fuerte de las mil tribus. Ningún hombre por fuerte que fuera lo habría podido tender. Pero yo había imaginado un artificio y como Anakhre trabajó según mis indicaciones, resultó que aquel arco inmenso podía ser tendido incluso por una mujer.
Además, yo había sido siempre muy experto para lanzar el dardo y la flecha y en pocos días aprendí a conocer tan perfectamente el arma construida por mi hijo Anakhre, que no fallé ningún blanco, aunque fuera menudo como una mosca o tan rápido como un halcón.
Terminado todo esto, volví hacia Kzour, montado en mi Kouath de ojos llameantes y empecé de nuevo a dar vueltas alrededor de los enemigos del hombre.
Para inspirarles confianza tiré muchas flechas con mi arco habitual, cada vez que alguna de sus partidas se aproximaba a la frontera. Muchas de mis flechas caían cerca de ellos; así aprendieron a conocer el alcance exacto del arma y por ello se creyeron en absoluto fuera de peligro a unas distancias fijas. Sin embargo, les quedaba una desconfianza que los hacía ir de un lado a otro y los volvía temerosos mientras no permanecían al abrigo de la selva, y les hacía ocultar sus estrellas a mi vista.
A fuerza de paciencia se fue desvaneciendo su inquietud y, a la sexta mañana, una multitud vino a colocarse delante de mí, bajo un gran árbol a tres tiros de arco corriente.
Enseguida me apresuré a mandar una nube de flechas inútiles. Entonces su vigilancia se adormeció cada vez más y sus maneras se volvieron tan libres como en los primeros tiempos de mi estancia allí.
Era la hora decisiva. Mi pecho palpitaba de tal manera, que en principio me sentía sin fuerzas. Esperé paciente, ya que todo el formidable porvenir dependía de una sola flecha. Si esta fallaba y no llegaba al blanco deseado, probablemente los Xipéhuz ya no se prestarían más a mi experimento, y entonces, ¿cómo saber si los Xipéhuz son accesibles a los golpes del hombre?
Sin embargo, poco a poco mi voluntad triunfaba, hizo acallar mi pecho, volvió suaves y fuertes los miembros y las pupilas tranquilas. Entonces, lentamente, levanté el arco de Anakhre. Allí a lo lejos un gran cono esmeralda se sostenía inmóvil a la sombra del árbol y su estrella reluciente se volvía hacia mí. El arco enorme se tendió; silbando partió la flecha por el espacio… y el Xipéhuz, alcanzado, cayó, condensándose y petrificándose.
Al mismo instante un grito sonoro de triunfo escapó de mi pecho. Tendí los brazos en éxtasis y di las gracias al Único.
¡Así, pues, eran vulnerables a las armas humanas estos espantosos Xipéhuz! ¡Se podía tener la esperanza de destruirlos!
Ahora, sin miedo ya, dejaba latir mi pecho, dejaba resonar la música jubilosa, yo que tanto había desesperado del futuro de mi raza, yo que bajo el curso de las constelaciones y el cristal azul del abismo, había calculado tan a menudo que en dos siglos el vasto mundo sentiría crujir sus límites ante la invasión xipéhuza.
Y sin embargo, cuando vino la noche adorada, la noche pensativa, una sombra cayó sobre mi beatitud: El temor de que el hombre y el Xipéhuz no pudieran coexistir, ya que la destrucción de uno tenía que ser la terrible condición para la vida del otro.


LIBRO SEGUNDO
1- Tercer extracto del libro de Bakhoûn
Los sacerdotes, los ancianos y los jefes completamente maravillados han escuchado mi relato; hasta en lo más hondo de las soledades los corredores han ido a repetir la gran nueva. El gran Consejo ha ordenado a los guerreros que se reunieran en la sexta luna del año 22649 en la llanura de Mehour-Asar, y los profetas han predicado la guerra sagrada. Más de cien mil guerreros Zahelals han acudido al lugar; un gran número de combatientes de razas extranjeras, Dzoums, Shars, Khaldes, atraídos por el renombre, han acudido a ofrecerse a la gran nación.
Kzour ha sido cercado por una décupla hilera de arqueros, pero las flechas todas han fracasado ante la táctica Xipéhuza, y un gran número de guerreros imprudentes han perecido.
Entonces, durante varias semanas, un gran terror prevaleció entre los hombres…
El tercer día de la octava luna, armado con un cuchillo de punta afilada, he anunciado a los innumerables pueblos que iba solo a combatir a los Xipéhuz en la esperanza de destruir la desconfianza que empezaba a nacer en contra de la verdad de mi relato.
Mis hijos Loûm, Demja, Anakhre, se han opuesto violentamente a mi proyecto y han querido ocupar mi sitio. Y Loûm ha dicho: "Tú no puedes ir, morirías. Entonces creerían que los Xipéhuz son invulnerables y que la raza humana perecerá".
Demja, Anakhre y muchos otros jefes habían dicho las mismas palabras, por lo que me dieron a comprender que tenían razón y opté por retirarme.
Entonces Loûm, apoderándose de mi cuchillo con mango de cuerno, pasó la frontera mortal y enseguida los Xipéhuz acudieron. Uno de ellos, más rápido que los otros, iba a su encuentro, pero Loûm, más ágil que el leopardo, se apartó, dio la vuelta al Xipéhuz, y entonces, de un gran salto, lo alcanzó, clavándole la punta aguda del cuchillo.
Los pueblos tan inmóviles vieron desmoronarse, condensarse, petrificarse al adversario.
Cien mil voces se alzaron en la mañana azul, cuando ya de vuelta Loûm atravesaba la frontera y su nombre glorioso circulaba a través de los ejércitos.

2- Primera batalla
En el mundo corría el año 22649, era el séptimo día de la octava luna.
Los cuernos retumbaron al alba; los pesados martillos golpearon las campanas de bronce para anunciar la gran batalla. Cien búfalos negros, doscientos caballos sementales fueron inmolados por los sacerdotes y mis cincuenta hijos conmigo rogábamos al Único.
El planeta del sol se había tragado la aurora roja, los jefes galoparon al frente de los ejércitos, el estruendo del ataque se ensanchaba con la carrera impetuosa de los cien mil combatientes.
La tribu de Nazzum fue la primera en atacar y el combate fue formidable. Impotentes al principio, segados por los golpes misteriosos, los guerreros pronto conocieron el arte de alcanzar a los Xipéhuz y aniquilarlos. Entonces todas las naciones, Zahelales, Dzoums, Sahrs, Khaldes, Xisoastres, Pjarvanns, amenazadoras como los océanos, invadieron la llanura y el bosque, cercando por doquier a sus silenciosos adversarios.
Durante mucho tiempo la batalla fue un caos; los mensajeros comunicaban constantemente a los sacerdotes que los hombres perecían a centenares, pero que su muerte era vengada.
En el momento más culminante vino mi hijo Sourdar, el de los pies ágiles, para decirme que por cada Xipéhuz abatido perecían doce de los nuestros. Yo tenía el alma negra y el corazón sin fuerzas, luego mis labios murmuraron.
—¡Que sea todo como quiera el único Padre!
Y recordando el número de los guerreros, que daba un total de ciento cuarenta mil, y sabiendo que los Xipéhuz se elevaban a un total de unos cuatro mil, más o menos, pensé que más de un tercio de este gran ejército perecería pero que la tierra sería para el hombre. También podía darse el caso de que el ejército no fuera suficiente:
—¡Sin embargo, es una victoria! —me decía yo tristemente.
Pero mientras pensaba estas cosas, he aquí que el clamor de la batalla hizo temblar más fuerte toda la selva; después, grandes masas de guerreros reaparecieron y, dando todos unos gritos de angustia, huyeron hacia la frontera de la Salvación.
Entonces vi a los Xipéhuz desembocar en la linde del bosque, no separados unos de otros, como por la mañana, sino unidos en grupos de unos veinte de ellos, en círculo, con sus fuegos vueltos al interior de los grupos.
En esta posición avanzaban invulnerables sobre nuestros guerreros impotentes y los destrozaban espantosamente.
Era el desastre.
Los combatientes más osados sólo pensaban en huir. Por lo tanto, a pesar del luto que pesaba en mi alma, observé pacientemente las peripecias fatales, con la esperanza de encontrar en el fondo mismo de tanto infortunio algún remedio, ya que a menudo el veneno y el antídoto se encuentran juntos.
El destino me recompensó esta confianza en la reflexión con dos descubrimientos. Primeramente me di cuenta que en los lugares en que nuestras tribus se hallaban en grandes multitudes y los Xipéhuz en poco número, aquella matanza que en principio era incalculable, se aminoraba a medida que los golpes del enemigo iban a menos; muchos de los caídos se levantaban después de un breve desvanecimiento. En cuanto a los más robustos, acababan por resistir completamente al choque, procurando huir después de repetidos ataques. Como el mismo fenómeno se renovaba en diferentes puntos del campo de batalla, acabé por creer que los Xipéhuz se fatigaban, que su poder de destrucción no sobrepasaba un cierto límite.
La segunda observación, que completaba felizmente la primera, me la proporcionó un grupo de Khaldes. Esta pobre gente, rodeada por todas partes por el enemigo, al perder la confianza en sus cortos cuchillos, arrancaron arbustos e hicieron con ellos unas mazas con ayuda de las cuales probaron de abrirse paso. Fue para mí una gran sorpresa ver que su intento salía bien. Vi a los Xipéhuz, por docenas, perder el equilibrio bajo los golpes; aproximadamente la mitad de los Khaldes se escaparon por el boquete hecho de aquella manera, pero cosa singular, los que en lugar de los arbustos se sirvieron de instrumentos de bronce (como sucedió con algún jefe), estos se mataron ellos mismos al matar al enemigo. Hay que darse cuenta, sin embargo, que los golpes de maza no hacían un daño sensible a los Xipéhuz, ya que los que habían caído se levantaban de nuevo rápidamente y reemprendían la persecución. No es que considere en menos mi doble descubrimiento, de una gran importancia para las luchas futuras.
Sin embargo, el desastre continuaba. La tierra retumbaba con la huida de los vencidos; antes de la noche no quedaban en los límites de los Xipéhuzes nada más que nuestros muertos y algunos centenares de combatientes subidos en los árboles. Para estos últimos la suerte fue horrorosa, ya que los Xipéhuz los quemaron vivos concentrando mil fuegos en las ramas que les protegían. Sus gritos desgarradores resonaron durante varias horas bajo el gran firmamento.


3- Bakhoûn elegido
Al día siguiente, los pueblos hicieron el recuento de los supervivientes. Encontraron que la batalla costaba alrededor de nueve mil hombres; un cálculo aproximado dio la pérdida de seiscientos Xipéhuz. De manera que la muerte de cada enemigo había costado quince existencias humanas.
La desesperación se asentó en los corazones de los guerreros, muchos de ellos clamaban contra los jefes y hablaban de abandonar una empresa tan horrorosa. Entonces, entre los murmullos, me adelanté al centro del campo y me puse a reprochar en voz alta a los guerreros la falta de ánimo de sus almas. Les pregunté si era preferible dejar perecer a todos los hombres o sacrificar sólo una parte de ellos; les demostré que en diez años la comarca zahelal estaría invadida por las Formas y dentro de veinte años los países de Khaldes, Sahrs, Pjarvanns y Xisoastres quedarían arrasados. Luego, al ver que podía despertarles aún su conciencia, les hice reconocer que ya una sexta parte del terrible territorio había vuelto al dominio de los hombres, pues el enemigo había sido rechazado en tres partes distintas, haciéndole regresar a la selva. Por último, les comuniqué mis observaciones, les hice comprender que los Xipéhuz no eran infatigables, que unas mazas de madera podían derribarles y obligarles a descubrir su punto vulnerable.
Un gran silencio reinaba en toda la llanura y la esperanza volvía al corazón de los innumerables guerreros que me escuchaban. Y para aumentar la confianza, describí unos aparatos de manera que yo había imaginado, propios tanto para el ataque como para la defensa. El entusiasmo renació, los pueblos aplaudieron mi idea y los jefes pusieron su mando a mi disposición.

4- Metamorfosis del armamento
En los días siguientes hice derribar gran número de árboles y di el modelo de ligeras barreras portátiles. He aquí su descripción aproximada: Un armazón de seis codos de largo y dos de ancho, unido por un enrejado a un armazón interior de la anchura de un codo sobre un largo de cinco. Seis hombres (dos portadores, dos guerreros armados con gruesas lanzas de madera, de punta roma, otros dos igualmente armados de lanzas de madera, pero con unas puntas metálicas muy finas y provistos por otra parte de arcos y flechas) podían quedarse allí tranquilamente, circular por la selva, protegida contra los ataques inmediatos de los Xipéhuz. Al llegar al alcance del enemigo, los guerreros provistos de lanzas obtusas, tenían que atacar y hacer girar al enemigo hasta obligarle a descubrirse y los arqueros tenían que apuntar a las estrellas, ya sea con la lanza o el arco según se presentara la eventualidad.
Como la estatura media de los Xipéhuz alcanzaba un poco más allá de un codo y medio, dispuse unas barreras de manera que los armazones exteriores no pudieran sobrepasar, durante la marcha, una altura de un codo y cuarto por encima del suelo y para esto era necesario inclinar un poco los soportes que las unían al armazón interior llevado a manos por el hombre. Como por otra parte los Xipéhuz no saben saltar los obstáculos abruptos ni avanzar como no sea de pie, la barrera concebida así era suficiente para protegerles contra sus ataques inmediatos.
Seguramente los Xipéhuz harían esfuerzos para quemar las nuevas armas y en más de un caso podrían conseguirlo, pero como sus fuegos no tienen eficacia fuera del alcance de las flechas, tendrían que descubrirse para emprender esta calcinación. Por otra parte, al no ser esta instantánea, se podría evitar en gran parte por medio de maniobras de desplazamiento rápido.

5- La segunda batalla
En el año 22649 del mundo, el décimoprimer día de la octava luna, fue librada la segunda batalla contra los Xipéhuz y en esta ocasión los jefes me entregaron el mando supremo. Entonces dividí a los pueblos en tres ejércitos. Un poco antes de la aurora he lanzado contra Kzour cuarenta mil guerreros armados según el sistema de barreras. Este ataque ha sido menos confuso que el del séptimo día. Las tribus han entrado despacio en la selva, en pequeños grupos dispuestos con mucho orden y el encuentro ha empezado. Toda la ventaja ha sido para los hombres durante la primera hora, habiendo sido completamente derrotados los Xipéhuz por la nueva táctica. Más de cien Formas han perecido, apenas vengadas por la muerte de una docena de guerreros. Pero pasada la primera sorpresa, los Xipéhuz se apresuraron a quemar las barreras, cosa que pudieron conseguir en algunos casos. Pero una maniobra mucho más peligrosa ha sido la que adoptaron hacia la cuarta hora del día; aprovechando su velocidad, unos grupos de Xipéhuz, apretados los unos contra los otros, llegaron a las barreras y consiguieron derribarlas. En esta operación perecieron un gran número de hombres, hasta tal punto que esta momentánea ventaja del enemigo desalentó a una parte de nuestro ejército.
Hacia la hora quinta, las tribus Zahelales de Khemar, Djoh y una parte de los Xisoastres v Rahrs iniciaron la desbandada. Queriendo evitar una catástrofe, despaché a unos enlaces protegidos por fuertes barreras, para anunciarles que les mandaba refuerzos. Al mismo tiempo, dispuse el segundo ejército para el nuevo ataque; pero de antemano di nuevas instrucciones, indicándoles que las barreras tenían que mantenerse en grupos tan densos como lo permitiera la circulación por la selva, dispuestos en cuadros compactos, así que aparecieran una cantidad un poco importante de Xipéhuz sin abandonar por esto la ofensiva.
Dicho esto, di la señal; al cabo de poco tiempo tuve la suerte de ver que la victoria volvía de nuevo a los pueblos unidos. En fin, hacia la mitad del día hicimos un recuento, aproximado y constatamos que nuestras pérdidas ascendían a un total de dos mil de nuestros hombres y en cuanto a los Xipéhuz unos trescientos, lo que dio a conocer de una manera efectiva el progreso alcanzado y llenó las almas de mayor confianza.
No obstante, la proporción varió ligeramente con desventaja para nosotros hacia las catorce horas; los pueblos perdieron entonces cuatro mil individuos y los Xipéhuz quinientos.
Entonces fue cuando lancé el tercer cuerpo; la batalla alcanzó su mayor intensidad, el entusiasmo de los guerreros crecía a cada minuto hasta la hora en que el sol iba a ponerse por Occidente.
Entonces, aproximadamente, los Xipéhuz reemprendieron la ofensiva al norte de Kzour; un retroceso de Dzoums y Pjarvanns me hizo concebir inquietudes. Por otra parte, juzgando que la noche sería más favorable para el enemigo que para nosotros, hice poner fin a la batalla. La vuelta de las tropas se hizo victoriosamente, con calma; gran parte de la noche se pasó celebrando nuestros éxitos, que eran considerables; ochocientos Xipéhuz habían sucumbido, su radio de acción se había reducido a unos dos tercios de Kzour. Es verdad que nosotros habíamos dejado siete mil de los nuestros en la selva, pero estas pérdidas eran muy inferiores proporcionalmente en comparación al resultado de las de la primera batalla. Así, lleno de esperanza, podía atreverme a concebir el plan de un ataque más decisivo contra los dos mil seiscientos Xipéhuz existentes todavía.


6- La exterminación
En el año 22649 del mundo, el día quince de la octava luna.
Cuando el astro rojo se ponía sobre las colinas orientales, los pueblos estaban alineados para la batalla delante de Kzour.
Con el alma henchida de esperanza, acabé de hablar con los jefes y los cuernos sonaron, los pesados martillos golpearon sobre el bronce y el primer ejército avanzó contra la selva.
Las barreras ya eran más fuertes, un poco más grandes y encerraban a doce hombres en lugar de seis, salvo un tercio que habían sido construidas según la idea antigua.
Los primeros momentos del combate fueron favorables; después de la hora tercera, cuatrocientos Xipéhuz fueron exterminados y por nuestra parte sólo había dos mil bajas. Animado por estas buenas noticias, lancé el segundo cuerpo de ejército. El encarnizamiento de una y otra parte llegó a ser espantoso; nuestros combatientes se acostumbraban ya al triunfo, mientras los antagonistas desplegaban el tesón de un noble reino. De la hora cuarta a la octava, no sacrificamos menos de diez mil vidas, pero los Xipéhuz lo pagaron con mil de su parte, pues creo que mil solamente quedaban en las profundidades de Kzour.
En este momento comprendí que el hombre tendría la posesión del mundo y mis últimas inquietudes se apaciguaron.
Sin embargo, a la hora novena hubo una gran sombra sobre nuestra victoria. En este momento, los Xipéhuz no se dejaban ver más que en grandes grupos en los claros, escondiendo sus estrellas y llegaba a ser casi imposible derribarlos. Animados por la batalla, muchos de los nuestros se arrojaban sobre las masas y, entonces, con una evolución muy rápida, una parte de los Xipéhuz se destacaba, envolviendo y matando a los temerarios.
Un millar pereció así, sin pérdida sensible para el enemigo; y viendo esto, algunos Pjarvanns creyeron que todo había terminado. Cundió un pánico que puso más de diez mil hombres en fuga y un gran número cometió la imprudencia de abandonar las barreras para ir más rápidos, lo que les costó muy caro. Un centenar de Xipéhuz, lanzados en su persecución, derrotaron a más de dos mil Pjarvanns y Zahelals; el miedo empezó a extenderse en todas nuestras líneas.
Cuando los enlaces me trajeron esta funesta noticia, comprendí que la jornada estaría perdida si yo no conquistaba de nuevo las posiciones perdidas con alguna rápida maniobra.
Inmediatamente hice dar a los jefes del tercer ejército la orden de ataque, y les anuncié que yo tomaría el mando. Entonces llevé rápidamente estas reservas en la dirección que venían los fugitivos. Nos encontramos enseguida cara a cara con los Xipéhuz que les perseguían. Arrastrados por el ardor de su matanza no pudieron rehacerse bastante rápidos y en pocos instantes les tendí una emboscada de la que escaparon muy pocos y la exclamación de júbilo por la victoria conseguida llenó de valor a los nuestros.
Desde entonces no me costó nada reformar el ataque; nuestra maniobra se limitaba constantemente a separar una sección de grupos enemigos, luego envolver estos segmentos y aniquilarlos.
Así, pues, viendo lo desfavorable que resultaba esta táctica, los Xipéhuz empezaron de nuevo la lucha contra nosotros en pequeños grupos. Uno de los dos reinos no podía existir sin la destrucción del otro, y la matanza aumentó espantosamente. Pero cualquier duda sobre el resultado final desaparecía de las almas más pusilánimes.
Hacia la hora catorce, apenas si quedaban quinientos Xipéhuz contra más de cien mil hombres y el pequeño número de antagonistas quedaba cada vez más encerrado en fronteras estrechas, una sexta parte aproximadamente de la selva de Kzour, lo que facilitaba enormemente nuestras maniobras.
No obstante, el crepúsculo daba una luz rojiza a través de los árboles y temiendo la emboscada entre las sombras, interrumpí el combate.
La inmensidad de la victoria ensanchaba todas las almas; los jefes hablaban de ofrecerme toda la soberanía de los pueblos. Entonces les aconsejé que no se deben confiar nunca los destinos de tantos hombres a una pobre criatura débil, pero sí hay que adorar al Único y tomar como jefe terrestre la sabiduría.
 
8- Último extracto del libro de Bakhoûn
La tierra pertenece a los hombres. Dos días de combate han exterminado a los Xipéhuz; todo el dominio ocupado por los últimos doscientos ha sido arrasado; cada árbol, cada planta o tallo de hierbas derribado. Ayudado por mis hijos Loûm, Azah y Simhô he terminado de escribir la historia en unas tablas de granito para el conocimiento de los pueblos futuros.
Y aquí estoy, solo, en una noche pálida, en la linde de Kzour. Una media luna de cobre se sostiene hacia poniente. Los leones rugen a las estrellas. El río corre lentamente entre los sauces; su voz eterna da cuenta del tiempo que pasa, la melancolía de las cosas que perecen. Y yo escondí la frente entre las manos y de mi corazón surgió una queja. Y ahora que los Xipéhuz han sucumbido, mi alma los encuentra a faltar y solo pido al Único que me diga ¡cuál ha sido la fatalidad que ha permitido que el esplendor de la vida haya sido mancillado por las tinieblas de la muerte!


FIN

2025/07/21

El bailarín en el cristal (Francis Flagg)


Título original: The Dancer in the Crystal
Año: 1929


1
Aquellos que vivieron esa época terrible nunca la olvidarán: Hace veinticinco años, cuando se apagaron las luces.
Fue en el año 1956.
En todo el mundo, a la misma hora y prácticamente en el mismo minuto, las máquinas eléctricas dejaron de funcionar.
Los jóvenes de hoy difícilmente pueden comprender el terrible desastre que eso significó para la gente de mediados del siglo XX. Inglaterra y Estados Unidos, así como las principales naciones de Europa, acababan de electrificar sus ferrocarriles y de desmantelar las pesadas máquinas de vapor que funcionaron en algunas líneas hasta el verano de 1954. Un método práctico de aprovechar las mareas y utilizar su energía para desarrollar electricidad, junto con la construcción de presas y la generación de energía barata mediante el trabajo de ríos caudalosos y cascadas gigantes, y la invención de un dispositivo para transmitirla por radio a un costo tan bajo como el de su generación, habían acelerado esta electrificación. El perfeccionamiento de un nuevo tubo de vacío por parte de la General Electric Company en Schenectady, en los Estados Unidos, había hecho que el gas fuera económicamente indeseable. El nuevo método, por el cual era posible transmitir calor para todos los propósitos a un tercio del costo del gas de iluminación, barrió a las diversas compañías de gas al olvido. Incluso los barcos de vapor que surcaban los siete mares y los aviones gigantes que surcaban el aire recibían la energía que hacía girar sus hélices, calentaba sus camarotes y cocinaba sus alimentos, de la misma manera que lo hacían las fábricas, los ferrocarriles, las casas particulares y los hoteles en tierra. Por lo tanto, cuando la electricidad dejó de mover las máquinas, el mundo se detuvo. El telégrafo, el teléfono y la comunicación inalámbrica cesaron. Los países quedaron aislados, las ciudades de las ciudades y los barrios de los barrios. Los automóviles se estropearon; los tranvías y los trenes eléctricos se negaron a funcionar; las centrales eléctricas quedaron fuera de servicio; y por la noche, salvo por la luz parpadeante de las linternas, velas y lámparas de aceite que pudieron resucitarse, las ciudades, los pueblos y las aldeas quedaron sumidos en la oscuridad.
Tengo ante mí los registros de aquella época. Eran las once y diez de la noche en Londres, París, Berlín y otras ciudades del continente cuando ocurrió. Restaurantes, teatros, hospitales y casas particulares quedaron sumidos en la oscuridad. Las imponentes avenidas que un momento antes brillaban y resplandecían con miles de luces y carteles rodantes se convirtieron en lúgubres cañones por donde la gente primero se detenía, preguntaba y luego se lanzaba a través de ellas en un clamor aterrorizado. Varios hombres que más tarde escribieron sus impresiones para periódicos y revistas dicen que lo que más les estremeció los nervios fue el repentino silencio que reinó cuando cesó todo el tráfico; eso, y cinco minutos después los gritos enloquecidos, los gemidos y las maldiciones de hombres y mujeres que luchaban como bestias salvajes por escapar de los restaurantes y teatros abarrotados.
La gente corría por las calles gritándose que las centrales eléctricas habían volado por los aires, que un terremoto las había derribado. Se hacían declaraciones absurdas, que pasaban de boca en boca, y que aumentaban el desconcierto y el pánico general. En las esquinas de las calles surgían de repente fanáticos religiosos que proclamaban que había llegado el fin del mundo y que los pecadores debían arrepentirse de sus pecados antes de que fuera demasiado tarde. En los hospitales, las enfermeras y los médicos se encontraban trabajando con una terrible desventaja. Se cuentan historias espantosas de médicos atrapados en medio de operaciones de emergencia. Debido a la oscuridad era imposible atender adecuadamente a los enfermos. Siempre que había velas, lámparas de aceite y faroles, se utilizaban; pero había lamentablemente pocas de ellas y no había dónde ir para conseguir más. Los cables telefónicos estaban muertos y los automóviles, coches y autobuses , parados. Para aumentar el horror, se produjeron incendios en varios lugares. No había forma de dar la alarma y, aunque la hubiera, los bomberos no habrían podido responder. Así que los incendios se propagaron y los habitantes de los barrios donde las llamas se elevaban al cielo por fin tenían luz: La luz de sus casas en llamas.
Y entonces, en medio de todo este horror y tumulto, los habitantes de los lugares oscuros y purulentos de la ciudad aparecieron sigilosamente. Salieron en tropel de los sucios callejones y de los tugurios de los criminales profesionales, de mirada furtiva y depredadores; se robaron casas, se mató a hombres y se agredió a mujeres. La policía no pudo hacer nada; su movilidad había desaparecido; las alarmas antirrobo no avisaban; y la ciudad yacía como un gigantesco Sansón despojado de su fuerza.
¡Y así pasó aquella noche, no para una sola ciudad, sino para cientos de ciudades!


2
Mientras todo esto ocurría en el viejo mundo, el caos se apoderó del nuevo.
Al otro lado del Atlántico, en las ciudades orientales de Estados Unidos y Canadá, y tan al oeste como Montreal y Chicago, las ruedas dejaron de funcionar a la hora en que los trabajadores empezaron a salir en tropel de las fábricas y los comercios, y las multitudes que iban de compras a última hora abarrotaban los trenes y los subterráneos. En los vagones de la superficie y en las calles no hubo, por supuesto, ninguna alarma inmediata. Los cines y los teatros de vodevil abrieron de par en par sus puertas, levantaron las persianas de sus ventanas y evacuaron a sus clientes en orden. Pero bajo tierra, en los diversos tubos y subterráneos, la cosa era distinta. Cientos de vagones que transportaban a miles de pasajeros estaban detenidos en una oscuridad sofocante. Los guardias trabajaron heroicamente para calmar la histeria y el pánico crecientes. Durante unos quince o veinte minutos, en algunos casos hasta media hora, lograron mantener una especie de orden. Pero las grandes bombas y ventiladores que normalmente hacían circular aire fresco por los túneles ya no funcionaban. Cuando el aire viciado empañaba los pulmones, los pasajeros enloquecían. Sollozando, maldiciendo y rezando, luchaban por escapar de los vagones, al mismo tiempo que la gente de Berlín, París y Londres luchaba por escapar de los restaurantes y teatros. Rompieron las ventanas de los vagones y, al pasar por ellas, se clavaron la carne de sus cuerpos, sus manos y sus caras en astillas de vidrio. Se pisotearon unos a otros y se dispersaron en turbas aterrorizadas por la vía, buscando desesperadamente una salida. Sólo en Nueva York perecieron diez mil de ellos. Se desangraron, fueron aplastados o murieron de insuficiencia cardíaca y asfixia.
En la superficie, las calles y avenidas estaban abarrotadas de millones de seres humanos que intentaban llegar a sus hogares a pie. Durante horas, densas multitudes de trabajadores, compradores y hombres de negocios llenaron las carreteras y caminos. Una vez más, el pánico se debió a los accidentes aéreos. En Montreal, el avión de pasajeros Edward VII de la Royal Dominion , que realizaba un vuelo sin escalas de Halifax a Vancouver con cuatrocientos pasajeros, cayó desde una altura de tres mil pies sobre la estación de Windsor, matando a sus propios pasajeros y tripulantes, y borrando las vidas de cientos de personas que se encontraban en la estación en ese momento. En Nueva York, Boston y Chicago, donde estaban haciendo su primera aparición los nuevos transbordadores magnéticos, cientos de aviones se precipitaron al suelo, matando y mutilando no sólo a sus pasajeros, sino también a los hombres, mujeres y niños sobre los que cayeron. "Fue", afirma un testigo ocular en un libro que escribió posteriormente, llamado La gran debacle, "un espectáculo capaz de horrorizar al corazón más valiente. Las salidas del metro estaban arrojando hordas espantosas de gente que arañaba; un avión que se estrellaba había convertido una calle cercana en un caos; la multitud corría de un lado a otro, gritando, rezando. Por todas partes reinaba el pánico".
¡Pánico, en efecto! Sin embargo, los registros muestran que la policía y los bomberos hicieron lo que pudieron. Se utilizaron policías montados para llevar velas y lámparas de aceite a los hospitales, para recorrer el campo en busca de todos los caballos disponibles y para recorrer la ciudad en un intento de calmar a la gente. Se envió a los bomberos a diversos puntos estratégicos con hachas y contenedores de productos químicos para combatir cualquier incendio que pudiera estallar. Pero en conjunto, estas precauciones no sirvieron de nada. Hospitales enteros pasaron la noche a oscuras; los pacientes murieron por centenares; las llamas de innumerables incendios iluminaron el cielo; y los rumores corrieron de boca en boca, lo que aumentó el terror y el caos. Las multitudes gritaban:
-¡Estados Unidos está siendo atacada por una potencia extranjera!
Un poderoso imán había inutilizado las centrales eléctricas. Había habido una terrible tormenta en el sur; toda Sudamérica se hundía; Norteamérica sería la siguiente en hundirse. Nadie sabía nada; todo el mundo sabía algo. Nada era demasiado descabellado o absurdo para que millones de personas lo creyeran. Privados de sus fuentes de información habituales, los habitantes se convirtieron en presa de sus propias fantasías y de las desordenadas fantasías de los demás. Los fanáticos religiosos, a la luz de enormes hogueras, predicaban la segunda venida de Cristo y la destrucción del mundo. Miles de personas histéricas se postraban en las duras aceras de las calles, parloteando, llorando, rezando. Miles de otras personas saqueaban vino y bebidas fuertes de los sótanos de los hoteles y cafés y se tambaleaban borrachos por las calles, aumentando el estruendo y el pánico. La luz del día tampoco trajo mucho alivio. Por alguna oscura razón, en toda Europa, Asia y América, durante las horas de luz, el cielo estaba extrañamente opaco. El sol parecía brillar con todo su esplendor habitual, pero el aire estaba perceptiblemente oscurecido. Ni siquiera los científicos podían explicar por qué era así. Sin embargo, incluso bajo la luz de lo que millones de personas en la Tierra creían que era su último día, los lobos humanos salieron de sus guaridas y merodearon por las ciudades, saqueando tiendas y casas particulares, abriendo cajas fuertes y matando y robando con impunidad. El día que siguió a la noche fue más horrible que la noche que precedió al día, porque cientos de miles de personas que habían dormido durante las horas de oscuridad se despertaron y se unieron a sus compañeros en las calles, y porque hay algo terrible en una gran ciudad en la que no circulan automóviles ni suenan silbatos en las fábricas, en la que la máquina ha muerto.
Y mientras las ciudades y sus habitantes se entregaban a la locura y la destrucción, la tragedia se cobraba su tributo en los cielos y acechaba los mares. Los aviones del mundo fueron prácticamente aniquilados. Sólo sobrevivieron los que estaban en sus hangares o los que, por algún milagro de la navegación, lograron aterrizar sanos y salvos. Casi no pasa un año sin que en algún pico de montaña salvaje, en un cañón sombrío o en el corazón del Sahara, se encuentren fragmentos de esas aeronaves. Y los buques oceánicos tampoco sufrieron menos. En el espacio de veinte horas, dos mil barcos de todas las clases y tonelajes sufrieron un desastre, un desastre que acabó con la gran firma Lloyds, de Londres, y con una multitud de compañías de seguros menores. Mil quinientos vapores desaparecieron y nunca más se supo de ellos, treinta y cinco de ellos eran barcos de pasajeros gigantes que transportaban más de veinte mil pasajeros. De los otros quinientos barcos, algunos se hicieron añicos en costas inhóspitas, otros llegaron a la costa y se rompieron, y el resto fue abandonado en el mar. El destino de los vapores desaparecidos se puede inferir en parte de lo que sucedió con el Olympia y el Oranta . Esto se desprende del relato del segundo oficial del primer barco:


-La noche era clara y estrellada, el mar estaba agitado. Íbamos a toda velocidad a unas doscientas millas de la costa irlandesa. Sin embargo, gracias a nuestro giroscopio controlado eléctricamente, el barco estaba firme como una roca . Se estaba dando un baile en los salones de primera y segunda clase, con la música de la orquesta de baile Metropolitan de Londres. En el teatro de tercera clase se estaba proyectando una película de televisión. Había parejas caminando o sentadas en las cubiertas de paseo, ya que, aunque soplaba una fuerte brisa, la noche era cálida. Desde el puente pude ver el Orania acercándose a nosotros. Ofrecía un espectáculo maravilloso, sus ojos de buey brillaban uno tras otro y las luces de cubierta brillaban y parpadeaban, parecía una luciérnaga gigante o un fabuloso trirreme. Sin duda, para los observadores en el puente y las cubiertas, ofrecíamos el mismo espectáculo glorioso, porque éramos barcos hermanos, pertenecientes a la misma línea y del mismo tonelaje y construcción. Durante todo el tiempo que se acercaba, conversé con el primer oficial en su puente por medio de nuestro teléfono inalámbrico; y fue mientras estábamos en medio de esta conversación, y mientras todavía estábamos a una milla de distancia y él se preparaba (así dijo) para girar el timón para llevar al Orania a estribor de nosotros que, sin previo aviso, sus luces se apagaron.
»Sin dar crédito a mis ojos, miré el lugar donde había estado ella un momento antes. 
-¿Qué le pasa?
Llamé por mi teléfono, pero no hubo respuesta; y cuando me di cuenta de que el teléfono se había apagado, me invadió la certeza de que mi propio barco estaba sumido en la oscuridad. Las cubiertas debajo de mí estaban negras. Podía escuchar las voces de los pasajeros gritando, algunos en broma y otros con creciente alarma, preguntándose qué había sucedido. 
-No puedo llegar a la sala de máquinas; el barco no responde a su timón -dije, enfrentándome al capitán, que había trepado al puente. 
-¡Rápido, señor Crowley! -gritó-. Baje y saque a la tripulación. Coloque hombres en cada puerta de camarote y escalera y mantenga a los pasajeros fuera de las cubiertas.
Su voz retumbó en el micrófono, que repetía sus palabras a través de dispositivos de altoparlantes en cada salón, camarote y en cada cubierta del barco, o debería haberlas repetido si los instrumentos hubieran estado funcionando. 
-No hay necesidad de alarmarse. Un pequeño problema en los motores, y de paso en las dinamos, ha hecho que se apaguen las luces. Les ruego que mantengan la calma. En media hora todo estará arreglado. 
Pero mientras me apresuraba a obedecer sus órdenes, mientras su voz nítida resonaba en el aire nocturno, vi la enorme masa oscura que se acercaba a nosotros y el corazón me dio un vuelco en la garganta. Era el Orania , indefenso, sin guía, como nosotros, avanzando a toda velocidad bajo el impulso adquirido por sus motores ahora parados.
»Nos golpeó de proa hacia un lado, cortando las placas de acero como si fueran queso. Con ese terrible impacto, en la oscuridad y la penumbra, todo orden y disciplina se esfumaron. Algo les había pasado a los giroscopios, y los barcos se balanceaban y se sacudían, rechinaban y chocaban entre sí, nuestro propio barco se inclinó por la proa, la popa se elevó.
»Siguió entonces una época terrible. La noche se volvió espantosa con el clamor de voces aterrorizadas. Los pasajeros enloquecidos lucharon para llegar a las cubiertas y a los botes. Los botes abarrotados se hundieron en las olas agitadas, de proa o de popa, derramando su carga humana en el mar. Cientos de pasajeros, creyendo que los vapores se hundirían en cualquier momento, saltaron por la borda con salvavidas y en casi todos los casos se ahogaron. Todo esto en los primeros treinta minutos. Después de eso, el pánico disminuyó; se convirtió en una desesperación sorda. Las tripulaciones de ambos vapores, lo que se pudo reunir de ellas, comenzaron a controlar la situación.
»La mañana encontró al Orania prácticamente intacto, solo haciendo agua en el compartimiento número uno. Los compartimientos delanteros del Olympia estaban todos inundados, hundiéndolo por la proa, pero los ocho traseros todavía se mantenían intactos, y mientras así fuera no podría hundirse. Si los pasajeros hubieran permanecido tranquilos y dóciles desde el principio, no habría habido ninguna pérdida de vidas.
El segundo oficial del Olympia continúa señalando que ambos trasatlánticos gigantes habían sido equipados con los dispositivos electromecánicos más modernos para su uso en caso de emergencia; que llevaban dos motores que recibían energía; que eran gobernados eléctricamente; y que desde la cabina del piloto y el puente se podían establecer comunicaciones y dar órdenes e instrucciones a la tripulación y los pasajeros en todas partes de los barcos. Fue, señala, el repentino y sorprendente apagado de las luces y la avería totalmente inesperada de toda la maquinaria lo que precipitó la tragedia, y no la negligencia de los oficiales y las tripulaciones.
Ésta es la historia de un desastre marítimo; pero los registros están llenos de relatos similares, cientos de ellos, que no es necesario mencionar aquí.


3
En la costa del Pacífico, especialmente en las ciudades de Los Ángeles y San Francisco, se mantuvo un orden mejor que en las grandes ciudades del Medio Oeste y del Este. Allí cundió el pánico, que provocó pérdidas de vidas y daños materiales, tanto por incendios como por robos, pero no en una escala tan colosal. Esto se debió al hecho de que las autoridades tenían varias horas de luz para prepararse para la oscuridad y a que en las dos ciudades mencionadas no había trenes subterráneos dignos de mención. En los distritos del centro se aconsejó a los empleados y comerciantes que se quedaran en sus oficinas y tiendas. Se enviaron policías, a caballo y a pie, a los distritos residenciales y a las fábricas. En lugar de permitir que los trabajadores se dispersaran, los formaron en grupos de veinte, los designaron agentes, los armaron y, en la medida de lo posible, los pusieron a patrullar las calles de los barrios en los que vivían. Estas medidas rápidas contribuyeron mucho a evitar los peores rasgos de los horrores que asolaron Nueva York y Chicago y las ciudades de Europa y Asia. Pero a pesar de ellos, los hospitales sufrieron padecimientos indecibles, manzanas enteras de la ciudad fueron destruidas por las llamas, el frenesí religioso se desató y millones de personas pasaron las horas de oscuridad con miedo y temblores.
Yo tenía veintidós años en aquel momento, vivía en Altadena, un suburbio de Pasadena, a unos treinta kilómetros de Los Ángeles, y estaba intentando escribir. Aquella mañana había cogido un libro y un almuerzo y había subido por Old Pole Road hasta la cima del monte Echo, con la intención de volver en el teleférico que durante años ha funcionado desde las profundidades purpúreas del cañón Rubio hasta la imponente cima. Llegué a la cima de la montaña tras una empinada subida, comí mi almuerzo en el emplazamiento del antiguo observatorio Lowe y después me absorbió la lectura.
El primer indicio que tuve de que algo no iba bien fue cuando la luz se oscureció. "Se está nublando", pensé mientras miraba hacia arriba, pero el cielo estaba perfectamente despejado y el sol brillaba especialmente.
No poco perturbado mentalmente y pensando, debo admitirlo, en terremotos, caminé hacia donde un grupo de trabajadores de la sección mexicana, bajo la supervisión de un jefe blanco, había estado reparando algunas vías. Los mexicanos gesticulaban y señalaban las ciudades y el campo que se extendía muy por debajo de nosotros. Ahora bien, por lo general, en un día claro y soleado hay una neblina en el valle y uno no puede ver a muchos kilómetros en ninguna dirección. Pero ese día había una claridad inusitada en el aire. Todo lo que mirábamos estaba nítido, sin borrones. Las casas se destacaban claramente; lo mismo ocurría con las torres de las iglesias y las cúpulas de los edificios públicos. Aunque estaba a kilómetros de distancia hacia el oeste, se podía ver claramente la poderosa torre del Ayuntamiento de Los Ángeles. La luz se había oscurecido, sí; pero el efecto era el de mirar a través de lentes ligeramente tintados.
-¿Qué crees que significa? -le pregunté al jefe de la pista. Pero antes de que pudiera responder, un mexicano gritó con voz voluble, señalando con una mano temblorosa hacia la empinada cresta que se alzaba detrás de nosotros y santiguándose rápidamente con la otra.
Fue una vista imponente la que contemplamos. Sobre el monte Lowe crecía una luz luminosa y danzante. Yo no lo sabía entonces, pero los hombres vieron esa luz en lugares tan lejanos como Denver y Omaha, y en lugares tan apartados como San Luis y Galveston, al sur. Vista desde las ciudades occidentales de Calgary y Edmonton, en Canadá, era una columna de llama azul que surgía de la tierra y, a medida que pasaban las horas, se elevaba cada vez más hacia los cielos. Millones de ojos de todos los Estados Unidos y del Dominio se volvieron temerosos y supersticiosamente hacia ese resplandor. A medida que la noche se hacía más profunda en la costa del Pacífico, los habitantes del sur de California vieron el cielo al norte de ellos hendido en dos por una espada que saltaba. No es de extrañar que millones de personas pensaran que los cielos se habían abierto y que Cristo venía.
Pero antes de que anocheciera, ya había descendido la empinada ladera del monte Echo y había recorrido el sendero que conducía a Altadena. Hombres y mujeres me llamaban desde las puertas de sus casas y querían saber si había un incendio forestal más allá, en las colinas. No pude darles respuesta. En Lake Avenue vi los automóviles, tranvías y autobuses varados.
-¿Qué pasa? -le pregunté al conductor.
-No lo sé -dijo-. No hay electricidad. Dicen que todas las plantas eléctricas y la maquinaria están paradas. Un hombre que vino en bicicleta desde el centro hace unos minutos nos lo dijo.
Seguí caminando hasta Pasadena. Todo estaba abarrotado de gente y de coches. Gracias a la ordenanza estatal que penalizaba el sobrevuelo de aviones sobre cualquier ciudad de California (las rutas aéreas estaban organizadas de esa manera y las estaciones de aterrizaje y los campos situados fuera de las ciudades se podían alcanzar mediante rápidos trenes eléctricos), se evitó por completo el horror de que los dirigibles cayeran sobre las calles abarrotadas de la ciudad y sobre las viviendas. Sin embargo, la gente hablaba de haber visto un enorme avión de pasajeros y algunas avionetas de recreo más pequeñas cayendo a tierra al oeste de ellos, dando vueltas y vueltas; y después me enteré de que el especial Nueva York-Los Ángeles, que acababa de despegar, se había estrellado en un huerto con una terrible pérdida de vidas.
No pasé de Madison Street, en Colorado Boulevard, y me di la vuelta. Era un mal augurio mirar desde las ventanas y los porches de la gran casa esa noche y ver la ciudad negra e informe debajo de nosotros. Normalmente, el horizonte hacia el oeste y el sur estaba iluminado en treinta millas a la redonda. Ahora, salvo por el resplandor apagado de varios incendios, la oscuridad era ininterrumpida.
Todo lo que ocurrió aquella noche quedó grabado indeleblemente en mi memoria. A lo lejos, como el sonido de las olas al batir contra una orilla rocosa, podíamos oír la voz de la multitud. Subía y bajaba, subía y bajaba. Y una vez oímos el crepitar de lo que creímos que eran disparos de ametralladora. En el distrito de Flintridge, según me enteré más tarde, saquearon y saquearon casas. Algunos hombres que defendían sus hogares fueron asesinados y varias mujeres fueron maltratadas. Pero en Altadena, en las colinas, nadie sufrió violencia alguna. Sólo una vez nos alarmó una procesión que marchaba por Lake Avenue, portando antorchas y cantando himnos. Era un grupo de fanáticos religiosos, Holy Rollers, hombres, mujeres y niños, que se dirigían al monte Wilson para esperar mejor la llegada de Jesús. Podíamos oírlos gritar y cantar, y a la luz parpadeante de las antorchas, verlos echar espuma por la boca. Pasaron y después de eso, a excepción de una patrulla de la oficina del sheriff, no vimos a nadie hasta la mañana.
Llegó el amanecer, pero la tensión y el terror aumentaron. Durante toda la noche, la amenazante cimitarra de luz sobre las montañas había crecido cada vez más (se podía ver cómo crecía literalmente) y su siniestro brillo irradiaba como acero fundido, y la llegada de la luz del día no atenuó su resplandor.


Ninguno de nosotros había dormido durante la noche; ninguno de nosotros había pensado en dormir. Con el rostro demacrado saludamos al amanecer y con desesperación en nuestros corazones nos dimos cuenta de que la luz del día era perceptiblemente más tenue que el día anterior. ¿Podría ser realmente este el fin del mundo? ¿Tenían razón aquellos pobres fanáticos que habían pasado por allí durante la noche y se estaban abriendo los cielos, como decían? Estos y otros pensamientos pasaron por mi mente. Entonces... ¡Llegó el fin!
Eran las seis de la tarde en Londres, la una de la tarde en Nueva York y las diez de la mañana en la costa cuando ocurrió. Millones de personas vieron oscilar la columna de luz. Por un instante se puso al rojo vivo, con el rojo carmesí del hierro al rojo vivo. Desde su elevada cima, rayos dentados saltaron por los cielos y cegaron la vista de quienes la observaban. Luego desapareció, se fue; y unos minutos después de su desaparición, las luces de la calle se encendieron, el día iluminó, sonaron los timbres del teléfono, las ruedas giraron y las veinte horas de terror y anarquía terminaron.

4
¿Cuál había sido la causa de todo aquello? Nadie lo sabía. Los hombres eruditos se devanaban los sesos pensando en el problema. Los científicos no sabían qué responder. Se ofrecieron muchas explicaciones, por supuesto, pero ninguna de ellas era válida. Durante un tiempo, los distintos gobiernos tendieron a sospechar unos de otros de haber inventado y utilizado una máquina diabólica para la ruina de naciones rivales. Sin embargo, esta sospecha se abandonó rápidamente cuando se comprendió que el desastre había tenido una naturaleza mundial. El doctor LeMont, de la Liga Astronómica de París, propuso la teoría de que las manchas del sol tenían algo que ver con el fenómeno; Doolittle, de la Real Academia de Ciencias de Londres, opinaba que el responsable era el rayo cósmico descubierto por Millikan en 1928; mientras que otros, que no ocupaban un lugar tan destacado en el mundo de la ciencia como estas dos celebridades sobresalientes, sugirieron cualquier cosa, desde un cometa oscuro hasta un meteorito que caía, o perturbaciones en los centros magnéticos de la Tierra. La Enciclopedia Británica, veintiún años después del desastre que casi destruyó la civilización y tal vez el mundo, cita las teorías anteriores en detalle, y muchas más, pero termina con la afirmación de que nunca se ha presentado nada auténtico sobre la causa de la tragedia de 1956. Esta afirmación no es cierta. En el otoño de 1963 se presentaron ante la Real Academia de Ciencias de Canadá pruebas suficientes sobre el origen de la gran catástrofe como para exigir una investigación exhaustiva por parte de ese organismo.
Aunque han pasado dieciocho años desde entonces, los resultados de esa investigación nunca se han hecho públicos. No voy a especular sobre el motivo. Mientras tanto, se elaboró un informe sobre el asunto para el Instituto Smithsoniano en Washington, para la Real Academia de Ciencias de Londres y para la Liga Astronómica de París en Francia, un informe que estas instituciones académicas decidieron ignorar. ¿Y cuáles fueron las pruebas que investigó la Real Academia de Ciencias de Canadá?
Como ya he dicho, estuve en California en 1956 y viví una fase del gran desastre. Tres años después, en el verano de 1959, tras haber aparecido en las páginas de algunas de las mejores revistas con mis relatos, hice un viaje al oeste de Canadá con el propósito de escribir una serie de relatos para una revista del Oeste. Fue allí, a kilómetros de cualquier ciudad y en las estribaciones de las Montañas Rocosas, donde conocí y escuché la historia del recluso moribundo. Era un hombre joven, pensé, no un poco mayor que yo, pero en las últimas etapas de la tuberculosis.
Llegué a la casa del rancho —una cabaña de cuatro habitaciones construida con troncos partidos y piedra sin labrar— después de un duro día de cabalgata. Instalé mi tienda en la orilla de un torrente de montaña a unos cuatrocientos metros de la casa y acepté con gusto la invitación de la atractiva joven dueña del lugar para cenar con ellos esa noche. Ella era, según deduje, la hermana del hombre enfermo. Su esposo, ahora ausente arreando ganado, estaba haciendo la prueba en una sección vecina, después de haberlo hecho ya en otras dos a nombre de su esposa y su cuñado.
Después de cenar, me senté en la amplia terraza con el enfermo (supuse que era el porche donde dormía), hablando con él y fumando mi pipa.
-Los visitantes son raros por aquí -dijo-, y un hombre educado es una bendición.
Me sorprendió descubrir que era un hombre con no poca educación.
-¿Fue a la universidad? -me aventuré a preguntar.
-Sí, McGill. Me licencié y después estudié dos años de medicina.
Sobre las llanuras, el sol se había hundido en un esplendor rojizo bajo el horizonte y el cielo estaba en llamas con su gloria reflejada. Más cerca vi una mancha negra irregular sobre la tierra ondulante, que parecía quemada, carbonizada.
-Un incendio en la pradera -más que cuestionarlo, afirmé.
El inválido, apoyado en su diván, siguió mi dedo con sus cavernosos ojos negros.
-No -dijo-. No. Allí es donde ... estaba eso.
-¿Eso? -pregunté.
-Sí -respondió-; lo que los periódicos llaman la columna de fuego.
Entonces recordé, por supuesto. La mancha quemada era el lugar de donde provenía el terrible resplandor luminoso, la espada cortante que había visto sobre el monte Lowe. Me quedé mirando, fascinado.
-Nada crecerá allí -dijo el hombre del sofá-. Desde entonces. El suelo no tiene vida, no tiene vida. Es -dijo débilmente- como cenizas, cenizas negras.
Durante varios minutos reinó el silencio entre nosotros. Las sombras se alargaron y el crepúsculo se hizo más profundo. Sentarse allí, en la penumbra creciente, fue una experiencia triste, y me sentí aliviado cuando la mujer encendió la luz de la sala de estar y sus alegres rayos inundaron las ventanas abiertas y la puerta. Finalmente, el inválido dijo:
-Yo estaba aquí en ese momento. Mi hermana y su marido estaban de visita en Calgary, visitando a sus padres.
-Debe haber sido un espectáculo estupendo -comenté a falta de algo mejor que decir.
-Fue un infierno -dijo-. Así es como me contagié de esto.
Se dio un golpecito en el pecho y le dio un ataque de tos. 
-El aire -jadeó-; era duro para los pulmones.
Su hermana salió y le dio un medicamento de una botella negra.
-No debes hablar tanto, Peter; no es bueno para ti -le advirtió.
Hizo un gesto con la mano impaciente y dijo: 
-¡Déjalo! ¡Déjalo! ¿Qué diferencia hay? En otro día, en otra semana ...
Su voz se fue apagando y luego volvió a retomarse en una nueva frase.
-¡Oh, no me tengas lástima! ¡No malgastes tu compasión con gente como yo! Si alguna vez un desgraciado mereció su destino, yo merezco el mío. Hace ya tres años que sufro las torturas de los condenados. No sólo de carne, sino de mente. Cuando todavía podía caminar, no era tan malo; pero desde que estoy encadenado a esta cama no he hecho nada más que pensar, pensar... Pienso en el gran desastre; en las horas de terror y desesperación que conocen millones de personas. Pienso en los miles y miles de hombres, mujeres y niños atrapados en el metro y en los teatros, pisoteados, masacrados, asesinados. Visualizo los hospitales llenos de enfermos y moribundos, los gigantescos transatlánticos del aire y del océano estrellándose, chocando, hundiéndose en el mar; y me parece oír los gritos y las tristes plegarias de ayuda de los enloquecidos pasajeros. Dime, ¿qué destino le espera al demonio que desatara tal dolor, desesperación y miseria en un mundo desprevenido?


-Tranquilo, tranquilo -dije con voz tranquilizadora, pensando que estaba delirando y que su mente estaba trastornada por tanta cavilación mórbida-. Fue espantoso, por supuesto, pero nadie pudo evitar lo que pasó, nadie.
Pero mis palabras no lo calmaron, sino que, por el contrario, aumentaron su excitación. 
-No es verdad -jadeó-. No es verdad. No, no, hermana, no me quedaré quieto, no estoy delirando. Dame un trago de coñac... Así, y tráeme la cajita de cedro del armario de allí.
Ella cumplió con su petición.
-Está todo escrito y guardado aquí -dijo, dando un golpecito a la caja-. Está guardado aquí, junto con el tercer cristal que llegó a casa en la alforja del caballo desbocado de John.
Sus ojos eran como dos carbones negros clavados en mi cara.
-No se lo he dicho a nadie -dijo tenso-, pero ya no puedo permanecer en silencio. ¡Debo hablar! ¡Debo!
Una de sus manos febriles agarró la mía. 
-¿No lo entiendes? -gritó-. Soy el demonio que causó el gran desastre mundial. ¡Dios, ayúdame! ¡Yo y otro más!
-No, no -dijo, interpretando correctamente la expresión de mi rostro-. No estoy loco, no estoy delirando. Te estoy diciendo la verdad de Dios, y la prueba de ello está en esta caja de cedro. Todo empezó en Montreal, cuando iba a la Universidad McGill. El profesor adjunto de física allí era un joven francocanadiense llamado John Cabot. Él...
Un ataque de tos le impidió hablar. Su hermana le dio un sorbo de agua.
-Peter -le suplicó-, déjalo así por esta noche. Mañana...
Pero él negó con la cabeza. 
-Puede que mañana esté muerto. Déjame hablar ahora. 
Sus ojos buscaron los míos.
-¿Has oído hablar del meteorito que cayó en Manitoba en 1954?
-No.
-¿Y de los siete cristales que se encontraron en él?
-No lo recuerdo.
-Bueno, los encontraron -dijo-. Siete de ellos eran tan grandes como pomelos. No hay nada extraordinario en encontrar cristales en un meteorito. Eso ya se ha hecho antes y después. Pero esos siete cristales no eran comunes. Estaban perfectamente redondeados y pulidos, como si se hubieran hecho a mano. Y eso no era todo: En el centro de cada uno de ellos había un fluido vibrante, y en ese fluido había una mancha negra ...
Un espasmo de tos ahogó su habla, y esta vez me uní a su hermana para instarlo a descansar, pero desistí cuando vi que tal consejo, y cualquier esfuerzo de mi parte para retirarme, solo lograron aumentar su dolorosa excitación.
-Un punto negro -jadeó-, que bailaba y giraba y nunca se quedaba quieto. ¡No intentes detenerme! ¡Debo contártelo! Los científicos del mundo estaban todos fascinados por ellos. ¿De dónde, preguntaban, había venido el meteoro y qué eran el fluido y el punto en el centro de cada cristal? Con el tiempo, los cristales fueron enviados a varios lugares para su observación y estudio. Uno fue a Inglaterra, otro a Francia, dos a Washington, mientras que los tres restantes se quedaron en Canadá, y finalmente fueron a parar al Museo de Ciencias Naturales de Montreal, que ahora está bajo la jurisdicción de la Universidad McGill.
»Fue durante mi primer año en la facultad de medicina cuando entré al museo una tarde, casi por accidente. La vista de los cristales, recién expuestos, me fascinó. Apenas pude levantarme a tiempo para una conferencia.
»La tarde siguiente volví. Observé las manchas negras bailando en su fluido vibrante. A veces giraban en el centro del líquido con una regularidad monótona. Luego, de repente, se lanzaban contra las paredes que las contenían y las rodeaban con una velocidad inconcebible. ¿Era mi imaginación o las manchas adquirían forma? ¿Eran prisioneros que se golpeaban la cabeza contra los barrotes de una celda para liberarse? Absorto en esos pensamientos, no supe que otra persona había entrado en el museo hasta que una voz se dirigió a mí.
-Así que tú también has caído bajo su hechizo, Ross.
»Levanté la vista sobresaltado y reconocí a John Cabot. Nos conocíamos, por supuesto, porque había estudiado con él durante dos años.
-Parecen tan reales, señor -le respondí-. ¿No lo ha notado?
-Tal vez -dijo en voz baja- sean vida.
»El pensamiento despertó mi imaginación.
-Ya sabes -continuó-, que hay científicos que afirman que la vida llegó originalmente a la Tierra desde alguna otra estrella, tal vez desde fuera del universo. Tal vez llegó como llegaron estos cristales, en un meteorito.
El enfermo hizo una pausa y se humedeció los labios con agua.
-Ése -dijo- fue el comienzo de la intimidad que surgió entre John Cabot y yo. A menudo Cabot podía llevarse uno de los cristales a su habitación y luego nos reuníamos allí para reflexionar sobre el misterio. Cabot era un sólido profesor de física, pero era más que eso. Era un científico que también era un filósofo especulativo, lo que significaba ser algo así como un místico. ¿Ha estudiado alguna vez el misticismo? ¿No? Entonces no puedo hablarle de eso. Sólo de él y sus especulaciones encendí el fuego. ¿Cómo puedo describirlo? Tal vez mirar el cristal nos hipnotizó a ambos. No lo sé. Sólo de noche y de día nos devoró a los dos una curiosidad abrumadora.
-¿Qué dicen los científicos que hay dentro de los cristales? -le pregunté a Cabot.
-No lo dicen -respondió-. No lo saben. Un mensaje de Marte, quizás, o de más allá de la Vía Láctea.
-De más allá de la Vía Láctea -susurró el enfermo-. ¿No ves lo que eso significaría para nuestra imaginación?
Golpeó con la mano la colcha que lo cubría.
-Significaba -dijo-, lo prohibido. Soñábamos con hacer lo que los científicos de América y Europa decían que dudaban en hacer por miedo a las consecuencias... o por miedo a destruir objetos valiosos para la ciencia. Soñábamos con romper el cristal.
Una gran polilla revoloteó en el radio de luz y el hombre moribundo la siguió con la mirada. 
-Eso es lo que éramos, Cabot y yo, aunque no lo supiéramos: Polillas, tratando de alcanzar una llama abrasadora.
A estas alturas ya estaba absorto en su historia. 
-¿Y entonces qué? -pregunté.
-¡Robamos los cristales! ¿Quizá leíste sobre eso en ese momento?
Negué con la cabeza.
-Bueno, salió en todos los periódicos.
Le expliqué que en aquellos días rara vez había visto un periódico de un fin de semana a otro. Él asintió débilmente.
-Eso lo explica todo. El robo causó sensación en los círculos universitarios, y tanto a Cabot como a mí nos interrogaron y registraron a fondo. ¡Pero habíamos sido demasiado listos! -El enfermo rió sin alegría-. ¡Dios nos ayude! ¡Demasiado listos! ¡Qué no daría ahora por habernos descubierto! Pero un destino maligno decretó otra cosa. Tuvimos éxito. Durante las vacaciones me llevé el cristal a casa, a casa, a estas colinas y llanuras. Más tarde, Cabot se unió a mí.


Se interrumpió por un momento como si estuviera exhausto.
-Me pregunto -dijo después de unos minutos- si puedo explicarle con claridad lo que sentíamos y pensábamos. No era una simple curiosidad lo que nos impulsaba. ¡No! Era algo más que eso. De lo desconocido había surgido un meteorito con un mensaje para la humanidad. Algo estupendo se escondía en el núcleo de esos cristales. Sin embargo, ¿qué habían hecho los científicos del mundo? ¡Se habían contentado con pesar los cristales, mirarlos bajo un microscopio, fotografiarlos, escribir artículos eruditos sobre ellos y luego guardarlos en los estantes de los museos! Ninguno de ellos, ni uno -o eso nos parecía a nosotros- había tenido el coraje de abrir un cristal. Sus razones -gérmenes mortales, formas virulentas de vida, explosiones terribles- las descartamos como vaporizaciones cobardes. Había llegado el momento, dijimos, de investigar más a fondo. ¡Dios nos ayude, nos cegamos a las posibles consecuencias de nuestro experimento temerario! Tranquilizamos nuestras conciencias con la reflexión de que estábamos salvaguardando a la humanidad de cualquier peligro al llevarlo a cabo en el desierto, a kilómetros de cualquier ciudad o asentamiento humano. Si había que sufrir algún mártir, pensábamos egoístamente, seríamos nosotros solos. Por supuesto, no teníamos ni la menor idea de la terrible fuerza que estábamos a punto de desatar.
»Temprano en la mañana del día del desastre, partimos desde este lugar hasta las llanuras, hacia donde se vio esa mancha carbonizada. Llevábamos con nosotros un equipo portátil de instrumentos químicos. Nuestra intención era romper uno de los cristales, atrapar el fluido en nuestros tubos de ensayo, aislar la mancha negra y hacer un análisis de la misma y del líquido más tarde. Pero nunca lo hicimos, nunca lo hicimos.
Una tos le resonó en la garganta.
-Fue Cabot quien rompió el cristal. Fue antes del mediodía, pero no estoy seguro de la hora. Sabía cómo hacerlo; tenía todas las herramientas necesarias. El cristal estaba dentro de un recipiente de metal. ¡Te aseguro que había algo extraño en su brillo al sol! La mancha negra giraba locamente, estrellándose con violencia contra las paredes que la contenían, como si sintiera que la libertad estaba cerca.
-Míralo -dijo Cabot tenso-. Míralo saltando y dando patadas. ¡Qué bailarín! ¡Qué... en un minuto se habrá ido!
»Quizá fue la frase; quizá fue el pronombre masculino utilizado en relación con el punto negro; pero de repente tuve miedo de lo que haríamos. Temibles posibilidades pasaron por mi mente.
-¡John! -grité, retrocediendo varios pasos-. ¡John, no!
»Pero Cabot no me escuchó. Levantó la mano con el pesado martillo. ¡Pobre John! ¡Nada lo advirtió, nada lo detuvo!
»El golpe cayó. Oí el tintineo del estruendo; luego...
-¡Ay dios mío!
»Era la voz de Cabot en un grito agudo de horror y agonía inefables. Su figura encorvada se enderezó, y de su pelo y de sus brazos extendidos chisporrotearon y se derramaron luces azules, y alrededor de su cuerpo una columna de algo brilló, se movió y creció. Así que por un momento se puso en postura; luego comenzó a bailar. Te digo que comenzó a bailar, no por ninguna fuerza o poder que residiera en sus propios miembros, sino como si un agente externo lo sacudiera o retorciera. Vi qué era ese agente. ¡Era el punto negro! De la tierra se elevó como un genio maligno y tomó la forma y figura de algo monstruoso, inhumano, horrible. Saltó y giró; y sí, aunque no podía oírlo, cantó y gritó. Era el núcleo de un cuerpo de luz cada vez mayor. Sentí un calor abrasador que me quemaba las mejillas y la garganta con cada respiración que tomaba. ¡Más! Sentí que dedos de luz que fluían se extendían hacia mí, agarrándome.
»Con un sollozo de miedo, me di la vuelta y eché a correr. El caballo de Cabot se había soltado y corría desenfrenadamente por las llanuras. El mío se precipitaba como un loco al final de la cuerda de su estaca. De algún modo, monté y huí, pero después de varias millas de esa huida, mi caballo metió la pezuña en un agujero de perrito de las praderas y se rompió una pata, arrojándome por encima de su cabeza.
»No sé cuánto tiempo estuve muerto para el mundo, pero las largas sombras se dirigían hacia el este cuando recuperé la conciencia. El aire era acre y amargo. Con ojos temerosos vi que el día era inexplicablemente oscuro y que la columna de fuego en las llanuras había crecido hasta alcanzar proporciones inmensas. Incluso mientras la miraba, crecía. Hora tras hora crecía, aumentando su circunferencia y altura. Desde los cuatro rincones del horizonte, en poderosos arcos que se inclinaban hacia un centro común, fluían partículas infinitesimales de lo que parecía polvo dorado. Ahora sé que toda la electricidad estaba siendo absorbida por el aire, oscureciendo el día, ennegreciendo la noche e inutilizando toda la maquinaria. Pero entonces solo sabía que la columna de fuego, el centro al que se unían esas partículas, se acercaba cada vez más a donde yo yacía. Porque apenas podía moverme, mis pies parecían de plomo y había una banda apretada alrededor de mi pecho.
»Tal vez estaba delirando, fuera de mí; no lo sé, pero me puse de pie y caminé y caminé, y cuando no podía caminar, me arrastré. Horas y horas me arrastré, impulsado hacia adelante por un creciente horror de la pesadilla que me perseguía; sin embargo, cuando me detuve, exhausto, todavía estaba lejos de las colinas y la columna de fuego estaba más cerca que nunca. Podía ver la monstruosa cosa negra dentro de ella bailando y girando. ¡Dios mío! Estaba extendiendo oscuras serpentinas de fuego detrás de mí; estaba gritando que me quería, que me tendría, que nada de este lado del cielo o del infierno podría alejarlo de mí; y mientras lanzaba este mensaje implacable a mis sentidos, se hizo más grande, bailó más rápido y se acercó.
»Me levanté tambaleándome y eché a correr. La noche me encontró varias millas más abajo, saciando mi sed en un manantial de agua que brota de la ladera de una roca. Miré hacia atrás y la columna de fuego era ahora tan alta que se perdía en los cielos. A mi alrededor brillaba una luz lívida, una luz que proyectaba la forma de un gigantesco horror danzante de un lado a otro. ¿Te dije que esa luz era como una columna? Sí, era como una columna cuyo centro se hinchaba formando un gran arco; y supe que estaba condenado, que no podía escapar, y un horror desmayado me invadió y caí al suelo y hundí la cara en las manos.
»Pasaron horas... ¿O fueron sólo minutos? No lo sé. Sentía que mi cuerpo se retorcía, se retorcía. Cada átomo de mi carne vibraba a un ritmo antinatural. Estaba loca, sí, fuera de mí, delirando, pero te juro que oí a John Cabot gritar, implorando: 
-¡Por el amor de Dios, rompe el cristal, rompe el cristal! -y yo lloraba de nuevo en mis brazos, sin hablar, pero gritando: 
-¡Rompimos el cristal! ¡Dios, ayúdanos! ¡Rompimos el cristal!
»De pronto se me ocurrió que se refería al segundo cristal. Sí, sí, lo entendí. La cosa diabólica que estaba ahí afuera en la llanura no me buscaba a mí, sino a su contraparte.


»El segundo cristal estaba en la mochila que todavía colgaba de mi espalda. Con una furia insana lo saqué de su funda acolchada y protegida y lo hice girar sobre mi cabeza. Lleno de aversión por esa cosa terrible, lo arrojé lejos de mí tan lejos como la fuerza de mi brazo me lo permitió. A unos veinte metros de distancia se estrelló contra una roca y se hizo añicos. Vi cómo sus astillas brillaban y centelleaban; luego, del lugar donde había caído se alzó una columna de luz, y en la columna de luz había una mota que giraba. Como su predecesora, creció y creció, y mientras crecía, se alejó de mí en dirección a la columna más poderosa que giraba y llamaba. ¿Cómo puedo contarte la extraña danza de los malvados? Cantaban entre ellos, y sé la canción que cantaban, pero no te la puedo contar porque no estaba cantada con palabras.
»A qué hora se juntaron, si era de día o de noche, no lo sé. Sólo yo los vi fusionarse. Con su unión, el terrible poder que absorbía las fuerzas eléctricas del mundo hacia un centro gigantesco se neutralizó. Los cielos se abrieron mientras los rayos devastaban el firmamento. A través del firmamento desgarrado vi una forma negra abrirse paso. Lo que había estado en los dos cristales estaba abandonando la Tierra, se estaba hundiendo a través de la Vía Láctea, a través de los espacios incalculables más allá del alcance de nuestros telescopios más poderosos, de regreso... 

Dos días después, en una tumba junto al torrente de la montaña, su cuñado y yo enterramos todo lo que era mortal de Peter Ross. Sobre su lugar de descanso apilamos un gran montón de piedras para que las inundaciones de primavera no arrastraran su cuerpo ni los coyotes molestaran la tumba del muerto. Cuando me despedí de la afligida hermana, ella me presionó para que aceptara la caja de cedro.
-¡Pobre Peter! -dijo-. Hacia el final, tenía fiebre todo el tiempo y deliraba, pero quería que usted se quedara con la caja, así que debe aceptarla.
Vi que ella no le daba ninguna importancia a su historia.
-Nunca lo había mencionado antes -dijo-. Estaba loco.
Y así me sentía inclinado a creer hasta que examiné el contenido de la caja. Entonces cambié de opinión. Si lo que nos había contado no había sido más que el resultado de una cavilación morbosa y de un delirio, entonces debía haber estado morboso y delirando durante los años anteriores a su muerte, porque la versión escrita de su historia empezaba simplemente: "Ha pasado casi un año", y era una simple enumeración de hechos, escrita con claridad y a la manera de un hombre sin un don especial para expresarse con palabras. Y eso no era todo. Además del manuscrito mencionado, se revelaron varias cartas que leí con atención, cartas de Cabot a Ross, de Ross a Cabot, que abarcaban un período de años y contaban sus ideas y planes y el robo de los cristales. Toda la historia, salvo su desenlace, podía reconstruirse a partir de esas cartas.
Por increíble que pareciera la historia de Peter Ross al contarla, por descabellada e incoherente que fuera, y teñida de fiebre y delirio, no por ello dejaba de ser cierta. Y, como para disipar cualquier incredulidad que pudiera estar todavía acechando en mi mente, vi lo que finalmente me llevó a presentar todo el asunto ante la Real Academia de Ciencias de Canadá y ante varios otros organismos científicos, como he registrado; y que en estos últimos días, para que la humanidad pueda estar alerta contra la amenaza aprisionada en los cristales, me ha hecho poner todo aquí: La evidencia suprema de todo. Porque en el fondo de la caja había un objeto redondo; y cuando lo recogí, mis ojos fascinados se vieron atraídos por una burbuja transparente del tamaño de una naranja con una mancha negra en el centro, bailando, bailando...


FIN