2025/01/06

Regreso (Richard Matheson)


Título original: Return
Año: 1950


El profesor Robert Wade acababa de sentarse en la fragante alfombra de hierba cuando vio a su esposa, Mary, pasar a toda prisa por delante del edificio de Ciencias Sociales y entrar en el recinto de la universidad.
Al parecer había ido corriendo todo el camino desde casa, casi un kilómetro. Y embarazada. Wade mordió la boquilla de la pipa, enfadado.
Se lo habían dicho.
Caminaba muy deprisa, colorada y sin aliento, por el paseo elíptico que discurría frente a la fachada del edificio de Humanidades. El profesor se levantó.
En aquel momento su mujer había enfilado el ancho sendero paralelo a la enorme fachada de granito del Centro de Ciencias Físicas. El pecho le subía y le bajaba agitado y se apartaba de la cara los mechones de cabello oscuro con la mano derecha.
—¡Mary! ¡Aquí! —la llamó Wade, haciéndole señas con la pipa. Mary aflojó el paso, respirando entrecortadamente el fresco aire de septiembre, y recorrió con la mirada el extenso jardín soleado hasta que lo vio. Entonces bajó corriendo de la acera y se metió en el césped. El profesor se percató del temor angustioso que le afeaba las facciones, y aquello acabó con su enfado. ¿Por qué habían tenido que contárselo?
Se abalanzó sobre él.
—Me dijiste que no irías esta vez —farfulló—. Dijiste que esta vez iría otra p… persona.
—Chisss, cariño —la tranquilizó él—. Recupera el aliento.
Sacó un pañuelo del bolsillo del abrigo y le enjugó la frente con mucho cariño.
—Robert, ¿por qué? —le preguntó ella.
—¿Quién te lo ha contado? —preguntó él—. Les pedí que no te dijeran nada.
—¡Que no me dijeran nada! —exclamó ella, apartándose un poco para mirarlo—. ¿Querías irte sin decírmelo?
—¿Tan raro es que no quiera asustarte? —preguntó él—. Sobre todo ahora, con el bebé.
—Pero, Robert, una cosa así tienes que decírmela.
—Ven, vamos a ese banco. 
Caminaron abrazados por la hierba.
—Cariño, dijiste que no irías —insistió ella.
—Cariño, es mi trabajo.
Llegaron al banco, se sentaron, y él le pasó el brazo por los hombros.
—Estaré de vuelta en casa para la cena —le aseguró—. No es más que una tarde de trabajo.
—¡Viajar quinientos años en el tiempo, al futuro! —exclamó su mujer, que parecía aterrada—. ¿Eso no es más que una tarde de trabajo?
—Mary, ya sabes que John Randall ha viajado cinco años, y yo he viajado cien. ¿Por qué te preocupas ahora?
—No ahora —murmuró ella, con los ojos cerrados—. Tengo miedo desde que inventaron esa… cosa.
Los hombros le temblaron y se echó a llorar otra vez. Él, con rostro impotente, le tendió el pañuelo.
—Oye —le dijo—, ¿crees que John me permitiría ir si hubiera algún peligro? ¿Crees que el doctor Phillips me dejaría?
—¿Pero por qué tienes que ir tú? —preguntó ella—. ¿Por qué no va un estudiante?
—No tenemos derecho a enviar a ningún estudiante, Mary. 
Mary recorrió el campus con la mirada, estrujando el pañuelo.
—Sabía que hablar no serviría de nada —dijo. Él no contestó—. Sí, ya sé que es tu trabajo. No tengo ningún derecho a quejarme. Pero es que… —Se volvió hacia él—. Robert, no me mientas. ¿Correrás peligro? ¿Hay alguna posibilidad de que… no vuelvas?
—Cariño mío, no hay más riesgo que la última vez —le aseguró, sonriendo para tranquilizarla—. A fin de cuentas, es… —Dejó de hablar cuando ella se apretó contra él.
—No podría vivir sin ti. Ya lo sabes. Me moriría.
—Chisss, no hables de la muerte. Recuerda que ahora hay dos vidas dentro de ti y has perdido el derecho a desesperarte individualmente. ¿Una sonrisa? —preguntó, levantándole la barbilla—. ¿Por mí? Eso es. Mucho mejor. Eres demasiado guapa para llorar.
Ella le acarició la mano.
—¿Quién te lo ha dicho? —le preguntó Robert.
—No voy a delatarle —respondió ella con una sonrisa—. Además, quien me lo ha dicho daba por supuesto que ya lo sabía.
—Bueno, pues ya lo sabes. Volveré para la cena. Así de fácil —concluyó, y empezó a vaciar la ceniza de la pipa—. ¿Quieres que te haga algún recado en el siglo XXV? —le preguntó con una sonrisa que le asomaba a las comisuras de los finos labios.
—Saluda de mi parte a Buck Rogers —le contestó mientras él sacaba el reloj.
Volvió a preocuparse y susurró
—¿Cuánto queda?
—Unos cuarenta minutos.
—Cuarenta mi… —Le cogió la mano y se la llevó a la mejilla—. ¿Volverás conmigo? —le preguntó, mirándolo a los ojos.
—Volveré —respondió él, dándole unas palmaditas cariñosas en la mejilla. Después, con fingida seriedad, añadió—: A no ser que no me guste la cena que tengas preparada.

Estaba pensando en ella cuando se sentó en la oscura cámara del tiempo y se abrochó el cinturón.
La enorme esfera reluciente descansaba sobre una base de gruesos conductores.
Las gigantescas dinamos daban vida al aire.
La luz del sol entraba por las altas ventanas de una sola hoja y se derramaba en el suelo de caucho como una tela dorada que se desenrollaba al viento. Estudiantes e instructores se movían a toda prisa en la sombra haciendo comprobaciones y preparando la Transposición T-3. En la pared sonaba una alarma poco halagüeña.
Todos los participantes concluyeron los ajustes finales y se dirigieron rápidamente a la enorme sala de control acristalada, de la que salió un hombre bajo de mediana edad con bata blanca de laboratorio. Se acercó a la cámara y se asomó al interior en penumbra.
—¿Bob? —dijo—. ¿Querías verme?
—Sí —dijo Wade—. Sólo quería decir lo de siempre. En el improbable caso de que no pudiera regresar, di…
—¡Lo de siempre! —bufó el profesor Randall—. Si crees que existe la más remota posibilidad de que eso ocurra, sal de ahí. No nos interesa tanto el futuro —añadió, escudriñando la cámara—. ¿Estás sonriendo? —preguntó—. No te veo bien.
—Estoy sonriendo.
—Bueno. No hay de qué preocuparse. No te desabroches el cinturón, cuida tu lenguaje y no coquetees con las mujeres de Buck Rogers.
Wade se rió entre dientes.
—Eso me recuerda que Mary me ha pedido que salude a Buck Rogers de su parte. ¿Tú quieres encargarme algo?
—Limítate a volver dentro de una hora —refunfuñó Randall. Metió un brazo en la cámara y le estrechó la mano a Wade—. ¿Estás bien sujeto?
—Bien sujeto.
—Bien. Te lanzaremos dentro de… Eh… —Randall alzó la vista para consultar el gran reloj de esfera roja que había en la pared de ladrillo refractario—. Dentro de ocho minutos. ¿Comprobado?
—Comprobado —respondió Wade—. Despídete del doctor Phillips de mi parte.
—Claro. Ve con cuidado, Bob.
—Hasta luego.
Wade observó a su amigo volver a la sala de control. Inspiró profundamente, cerró la gruesa puerta circular y giró la rueda para atrancarla.
Dejó de oír lo que lo rodeaba.
—Año 2475, allá voy —murmuró.
El aire le parecía pesado y escaso, aunque sabía que no era más que una falsa impresión. Miró un momento el reloj del cuadro de mandos: Seis minutos. ¿O cinco? No importaba, estaba listo. Se pasó una mano por la frente y le resbalaron gotas de sudor por la palma.
—Calor —dijo con una voz hueca, irreal. Cuatro minutos.
Soltó la mano izquierda del asidero de seguridad y se sacó la cartera del bolsillo del pantalón. Al abrirla para mirar la foto de Mary se le escurrió y cayó en el suelo de metal.
Intentó recogerla, pero las correas se lo impedían. Miró nervioso el reloj: Tres minutos y medio. ¿O dos y medio? No recordaba cuándo había empezado a contar John.
Su reloj marcaba una hora distinta. Apretó los dientes. No podía dejar allí la cartera, el ruidoso ventilador podría tragársela y destruirla, y destruirlo a él también.
Aún tenía dos minutos.
Se desabrochó a toda prisa las correas de la cintura y del pecho y recogió la cartera. Cuando iba a abrochárselas echó otro vistazo al reloj. Un minuto y medio. O…
De repente, la esfera empezó a vibrar.
Wade sintió que los músculos se le contraían. La correa suelta de la cintura se estrelló contra el tabique. Un dolor repentino le invadió el pecho y el estómago. La cartera volvió a caérsele.
Intentó sujetarse por todos los medios a los asideros y empleó toda su fuerza en mantenerse pegado al asiento.
Se vio arrojado al otro lado del universo. Las estrellas le pasaban silbando junto a la oreja. Un puño de miedo helado le golpeó el corazón.
—¡Mary! —gritó, con la garganta agarrotada, aterrorizado.
Se golpeó con la cabeza en el metal. Algo le explotó en el cerebro y se desplomó hacia delante. La oscuridad lo arrasó y lo dejó inconsciente.


Estaba fresco. Un aire puro y estimulante, agradable como un bálsamo, le fue atravesando las entumecidas capas del cerebro.
Wade abrió los ojos y se quedó mirando fijamente el techo gris plomizo. Luego giró la cabeza para ver las paredes. Sentía ligeras punzadas. Con una mueca, volvió a la posición inicial.
—¿Profesor Wade?
Se incorporó de golpe al oír la voz, pero el dolor lo obligó a tumbarse de nuevo con un gemido.
—Por favor, no se mueva, profesor Wade —le dijo la voz. Wade intentó hablar, pero tenía las cuerdas vocales agarrotadas.
—No intente hablar —dijo la voz—. Entraré ahora mismo. Se oyó un clic y después sólo silencio.
Wade giró la cabeza poco a poco y observó la habitación.
Medía unos seis metros cuadrados por cuatro y medio de alto. Las paredes y el techo eran de un gris uniforme. El suelo era negro, como de baldosas. Al fondo se distinguía el contorno casi invisible de una puerta.
Junto a la camilla en la que se encontraba había un objeto irregular de tres patas.
Wade supuso que se trataba de una silla.
No había nada más, ni muebles, ni cuadros, ni alfombras, ni siquiera una fuente de luz. Era como si el techo brillara, pero cada vez que fijaba la vista en un punto el brillo se reducía a un gris deslucido.
Se quedó allí tumbado e intentó recordar lo sucedido. Sólo se acordaba del dolor, de la marea de oscuridad que lo había inundado.
Con unas molestias considerables, se giró sobre el costado derecho y se metió una mano temblorosa en el bolsillo trasero del pantalón.
Habían recogido su cartera del suelo de la cámara y se la habían vuelto a meter en el bolsillo. La sacó con dedos rígidos, la abrió y observó a Mary, que lo miraba sonriente desde el porche de casa.
La puerta se abrió con un suspiro de aire comprimido y entró un hombre con bata, de edad indefinida, calvo. No tenía ni una arruga en la cara, que era de una tersura antinatural, semejante a una máscara.
—Profesor Wade —dijo.
La lengua de Wade se movió inútilmente. El hombre se acercó a la camilla y se sacó una cajita de plástico del bolsillo de la bata. La abrió, extrajo una jeringuilla hipodérmica y se la clavó en el brazo.
Wade sintió cómo le fluía por las venas una calidez tranquilizadora que le relajaba los ligamentos y los músculos, le liberaba la garganta y le activaba los circuitos del cerebro.
—Mucho mejor —dijo—. Gracias.
—De nada —respondió el hombre, que se sentó en la estructura de tres patas y se guardó la caja en el bolsillo—. Imagino que querrá saber dónde está.
—Si, desde luego.
—Ha alcanzado su objetivo, profesor, el año 2475, exactamente.
—Bien. Muy bien —dijo Wade. Se incorporó sobre un codo. El dolor había desaparecido—. La cámara, ¿está bien?
—Supongo que sí —respondió el hombre—. Está abajo, en el laboratorio de máquinas.
Wade respiraba con más facilidad. Se guardó la cartera en el bolsillo.
—Su esposa era una mujer preciosa —dijo el hombre.
—¿Era? —preguntó Wade, alarmado.
—No esperaría que viviera quinientos años, ¿verdad?
Wade parecía aturdido, pero no tardó en esbozar una sonrisa incómoda.
—Cuesta asimilarlo —respondió—. Para mí, sigue viva. 
Se sentó con las piernas colgando de la camilla.
—Me llamo Clemolk —dijo el hombre—. Soy historiador. Se encuentra en el pabellón de Historia, en la ciudad de Greenhill.
—¿Estados Unidos?
—Estados Nacionalistas —respondió el historiador. Wade guardó silencio. De repente, levantó la mirada.
—Dígame, ¿cuánto tiempo llevo inconsciente?
—Lleva "inconsciente", como dice usted, un poco más de dos horas.
—¡Dios mío! —exclamó Wade, muy inquieto, levantándose de un salto—, tengo que irme.
—Tonterías —repuso Clemolk, sin expresión alguna en el rostro—. Por favor, siéntese.
—Pero…
—Por favor. Le explicaré por qué está aquí.
Wade se sentó, perplejo, y empezó a sentir una vaga intranquilidad.
—¿Por qué…? —murmuró.
—Voy a enseñarle una cosa —dijo Clemolk.
Se sacó del bolsillo de la bata un pequeño mando lleno de botones y pulsó uno.
Las paredes se desvanecieron y el exterior del edificio quedó a la vista. Muy arriba, a lo largo del enorme arquitrabe, se leían las palabras: "LA HISTORIA ESTÁ VIVA". Al cabo de un momento, la pared reapareció, sólida y opaca.
—¿Y bien? —preguntó Wade.
—Verá, no escribimos nuestros libros de texto basándonos en archivos, sino en testimonios directos.
—No lo entiendo.
—Transcribimos el testimonio de la gente que vivió en las épocas que deseamos estudiar.
—¿Pero cómo?
—Mediante la rematerialización de personalidades descarnadas. 
Wade se quedó pasmado.
—¿Los muertos? —preguntó incrédulo.
—Los llamamos incorpóreos —contestó Clemolk—. En el orden natural, profesor, la personalidad existe separada e independiente de su armazón corpóreo. Hemos tomado ese axioma y lo hemos utilizado en beneficio propio. Como la personalidad retiene de forma indefinida, aunque cada vez con menos fuerza, la memoria de su forma física y de su vestuario, sólo es cuestión de suministrar los materiales orgánicos e inorgánicos a dicha memoria.
—Pero eso es increíble —dijo Wade—. En Fort, el centro universitario en el que enseño, tenemos proyectos de investigación psíquica, pero nada parecido a esto. —De repente, palideció—. ¿Por qué estoy aquí?
—En su caso —respondió Clemolk—, nos hemos ahorrado la dificultad de rematerializar una personalidad que llevara mucho tiempo sin cuerpo. Ha llegado a nuestra época en su cámara.
Wade apretó las manos temblorosas y dejó escapar un largo suspiro.
—Todo esto es muy interesante, pero no me puedo quedar mucho rato. ¿Y si me pregunta lo que quiere saber?
Clemolk sacó el mando y pulsó un botón.
—Transcribiré su voz a partir de este momento.
Se arrellanó en la silla y juntó las manos incoloras sobre el regazo.
—Su sistema gubernamental. Supongo que podemos empezar por ahí.

—Si —dijo Clemolk—, todo encaja perfectamente con lo que ya sabíamos.
—Bueno, ¿puedo ver ya mi cámara? —preguntó Wade.
Los ojos de Clemolk lo miraron sin pestañear. Aquella cara inmóvil estaba poniendo a Wade de los nervios.
—Sí, supongo que puede… verla —dijo Clemolk, levantándose.
Wade salió con el historiador por la puerta a un pasillo con una iluminación y unas sombras similares.
"Puede… verla".
Preocupado, Wade caminaba con el ceño fruncido. ¿Por qué había enfatizado aquella palabra, como si ver la cámara fuese lo único que iban a permitirle?
Clemolk no parecía darse cuenta de su inquietud.
—Como científico —decía—, supongo que estará interesado en los aspectos de la rematerialización. Todos los detalles están definidos con claridad. La única dificultad con la que todavía se encuentran nuestros científicos es la fuerza de la memoria y su efecto en el cuerpo rematerializado. Verá, cuanto más débil es la memoria, antes se desintegra el cuerpo. —Wade no escuchaba. Estaba pensando en su esposa, pero Clemolk continuó—: Aunque, como le he dicho, estas personalidades descarnadas se rematerializan siguiendo una pauta vestigial que incluye hasta el último detalle, incluso de la ropa y los efectos personales, su duración es cada vez más corta. Los periodos son variables. Una persona rematerializada de su época, por ejemplo, duraría unos tres cuartos de hora.
El historiador se detuvo y señaló a Wade una puerta que se había abierto en el pasillo.
—Por aquí —dijo—. Cogeremos el ascensor hasta el laboratorio.
Entraron en una cámara estrecha y poco iluminada. Clemolk le dijo a Wade que se sentara en el banco de la pared.
La puerta corredera se cerró al instante y se oyó un zumbido. Wade tuvo la impresión de haber vuelto a la cámara del tiempo. Sintió dolor, un aplastante peso, una ola de terror silencioso que se hinchaba en su memoria.
"Mary". Formó su nombre con los labios, sin pronunciarlo.
 

La cámara descansaba en una ancha plataforma de metal. Tres hombres de aspecto similar al de Clemolk examinaban la superficie exterior.
Wade se subió a la plataforma y tocó el metal liso con las palmas de las manos.
Eso lo consoló: Era un vínculo tangible con el pasado. Con su esposa.
Entonces, una expresión de preocupación le nubló la cara. Habían cerrado la puerta. Frunció el ceño. Abrirla desde fuera no era lo ideal y resultaba difícil.
—¿Puede abrirla? —preguntó uno de los estudiantes—. No hemos querido perforarla.
Wade se estremeció de miedo. Si la hubiesen cortado, se habría quedado allí atrapado para siempre.
—La abriré —dijo—. De todos modos, tengo que irme ya —añadió con beligerancia, como si los retara a llevarle la contraria.
El silencio que siguió a aquella observación lo asustó. Oyó susurrar a Clemolk. Apretó los labios y comenzó a manipular inseguro las ruedas de la combinación, mientras maquinaba a toda prisa, desesperado. Abriría la puerta, saltaría al interior y cerraría antes de que tuvieran tiempo de reaccionar.
Con torpeza, como si su cerebro emitiera órdenes muy vagas, puso los dedos sobre los gruesos discos del centro de la puerta. Movía los labios mientras repetía para sí los números de la combinación: 3,2 - 5,9 - 7,6 - 9,01. Tiró de la manilla.
La puerta no se abrió.
El sudor le perlaba la frente y le resbalaba por la cara. La combinación se le escapaba.
Intentó concentrarse y recordar. ¡Tenía que acordarse! Cerró los ojos y se apoyó en la cámara. "Mary, ayúdame, por favor", pensó, y volvió a girar las ruedas.
Se dio cuenta de improviso de que no era 7,6. Era 7,8.
Abrió los ojos de golpe. Giró la rueda a 7,8. La puerta estaba lista para abrirse.
—Será me… mejor que den un paso atrás —dijo Wade, volviéndose hacia los cuatro hombres—. Es posible que se produzca un escape de… gases acumulados.
Esperaba que no notaran lo desesperada que era aquella mentira.
Los estudiantes y Clemolk retrocedieron un poco. Seguían estando cerca, pero tendría que arriesgarse.
Abrió la puerta de un tirón y se abalanzó dentro, pero resbaló en la superficie lisa de la plataforma y cayó sobre una rodilla. Antes de que pudiera levantarse notó que lo sujetaban por ambos lados. Dos estudiantes lo sacaron a rastras de la plataforma.
—¡No! —gritó—. ¡Tengo que volver!
Pataleó, forcejeó y blandió los puños, pero los otros dos hombres se acercaron también para sujetarlo. Lloraba de rabia mientras y se retorcía furioso, chillando.
—¡Suéltenme!
Wade notó un súbito dolor en la espalda, se soltó de uno de los estudiantes y arrastró a los otros con un último forcejeo furioso. Vio que Clemolk tenía otra hipodérmica en la mano.
Habría intentado abalanzarse sobre él, pero sintió una lasitud completa en las extremidades. Cayó de rodillas, con los ojos vidriosos y una mano cada vez más entumecida alzada en una súplica inútil.
—Mary… —murmuró, ronco.
Quedó tumbado de espaldas. Clemolk se le acercó. El historiador parecía oscilar y esfumarse delante de los ojos nublados de Wade.
—Lo siento —le dijo—. No podrá volver… nunca.

Wade volvía a estar tumbado en la camilla, mirando el techo, sin dejar de dar vueltas a las palabras de Clemolk: "Es imposible que vuelva. Se ha trasladado en el tiempo. Ahora pertenece a esta época".
Mary lo esperaba.
Estaría preparando la cena. Se la imaginaba poniendo la mesa. Imaginaba sus dedos finos colocando los platos, las copas, los vasos relucientes, los cubiertos. Llevaría un delantal limpio y vaporoso sobre el vestido.
Cuando la comida estuviera lista se sentaría a la mesa a esperarlo. En lo más hondo de su corazón, Wade sintió el terror silencioso que se adueñaría de su mujer.
Angustiado, volvió la cabeza en la camilla. ¿Sería cierto? ¿De verdad se encontraba atrapado cinco siglos después de su existencia legítima? Era una locura, pero allí estaba. Era innegable que tenía el diván flexible debajo y las paredes grises lo rodeaban; todo era real.
Deseaba poder levantarse de un salto y gritar, golpear a ciegas, romper algo. Presa de la furia, descargó un puñetazo en la camilla y chilló sin sentido ni coherencia. Fue un grito ultrajado y salvaje. Después se tumbó de lado y miró la puerta. La tremenda rabia disminuyó. Apretó los labios en una línea fina y temblorosa.
—Mary… —susurró con solitario terror.
La puerta se abrió y Mary entró en la habitación.
Wade se sentó, rígido y con la boca abierta, convencido de haberse vuelto loco. Ella estaba allí, vestida de blanco, con los ojos rebosantes de amor por él.
Wade no podía hablar. No sabía si los músculos lo sostendrían, pero se levantó, vacilante.
Mary se le acercó.
No había terror en su mirada. Sonreía, radiante de felicidad. Consoló a Wade acariciándole la mejilla.
Al sentir el contacto de su mano, él dejó escapar un sollozo. Levantó los brazos temblorosos y la abrazó con fuerza, enterrando la cara en su pelo de seda.
—¡Oh, Mary! —musitó.
—Chisss, cariño mío —susurró ella—. No pasa nada.
La felicidad le corría por las venas mientras la besaba en los cálidos labios. El terror y el temor de la soledad se habían esfumado. Los dedos le temblaban al tocarle la cara.
Se sentaron en la camilla. Él no dejaba de acariciarle los brazos, las manos, la cara, como si no pudiera creérselo.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó con voz insegura.
—Estoy aquí. ¿No es suficiente?
—Mary…
Apretó la cara contra el suave cuerpo de su mujer, que le acarició el pelo. Se sintió aliviado.
Entonces, allí sentado, con los párpados apretados, lo asaltó un pensamiento terrible.
—Mary —dijo, casi temiendo preguntar.
—¿Sí, cariño?
—¿Cómo has llegado hasta aquí?
—¿Tan importante…?
—¿Cómo? —insistió, y se levantó para mirarla a los ojos—. ¿Han enviado la cámara a buscarte? —preguntó.
Sabía que no era así, pero se aferraba a la posibilidad.
—No, cariño —respondió ella con una sonrisa triste. Él sintió un escalofrío y se apartó asqueado.
—Entonces, estás…
Tenía los ojos muy abiertos de la impresión y se había puesto muy pálido. Mary se estrechó contra él y lo besó en la boca.
—¡Cariño! —le suplicó—. ¿Tanto importa? Soy yo. ¿Ves? Soy yo de verdad. ¡Oh, cariño, tenemos tan poco tiempo…! Por favor, ámame. ¡He esperado tanto a que llegara este momento!
Él apretó su mejilla contra la suya y la abrazó fuerte.
—¡Dios mío, Mary! Mary… —gimió—. ¿Qué voy a hacer? ¿Cuánto tiempo puedes quedarte? 
"Una persona rematerializada de su época, por ejemplo, duraría unos tres cuartos de hora". El recuerdo de las palabras de Clemolk fue como un latigazo en una herida.
—Cuarenta min… —dejó la frase inacabada.
—No pienses en eso, cariño —le suplicó ella—. Por favor. Por ahora estamos juntos.
Sin embargo, mientras se besaban, una idea le puso la carne de gallina.
"Estoy besando a una mujer muerta" —pensó, sin poder evitarlo—. "La estoy abrazando".
Se quedaron sentados en silencio. Wade se ponía más tenso a cada segundo que pasaba.
¿Cuándo? Desintegrarse… ¿Cómo iba a soportarlo? Pero no podía dejarla.
—Háblame de nuestro bebé —dijo, para intentar acallar el miedo—. ¿Fue niño o niña? —Ella guardó silencio—. ¿Mary?
—¿No lo sabes? No, claro que no.
—¿Qué tengo que saber?
—No te puedo contar nada sobre nuestro bebé.
—¿Por qué?
—Morí en el parto.
Wade intentó hablar, pero las palabras se le hicieron añicos en la garganta.
—¿Porque no regresé? —consiguió preguntar al fin.
—Sí —contestó ella en un susurro—. No tenía derecho, pero no quería vivir sin ti.
—Y no me dejan volver —dijo él, con amargura. Pasó los dedos por la espesa melena de su mujer, la besó y la miró a la cara—. Escucha. Voy a regresar.
—No puedes cambiar lo que ya está hecho.
—Si regreso, no estará hecho. Puedo cambiarlo. 
Ella lo miró de un modo extraño.
—Es posible… —comenzó a decir, pero acabó gimiendo—. ¡No, no, no puede ser!
—¡Sí! —dijo él—. Es posi…
Calló de repente, con el corazón desbocado. Ella se refería a otra cosa.
El brazo izquierdo de Mary empezó a desaparecer bajo sus dedos. Era como si la carne se disolviera y quedara el brazo podrido e informe.
Wade ahogó un grito de horror. Aterrada, se miró las manos. Se caían a pedazos.
La carne se le desprendía en espirales como estrechas serpentinas de humo blanco.
—¡No! —gritó—. ¡No lo permitas!
—¡Mary!
Ella intentó cogerle las manos, pero ya no tenía con qué. Se inclinó, lo besó. Tenía los labios fríos y temblorosos.
—¡Qué pronto! —sollozó—. ¡Oh, vete! ¡No me mires, Robert! ¡Por favor, no me mires! —Después se levantó, gritando—. ¡Oh, cariño mío esperaba haber podido…!
El resto de la frase se perdió en un tenue gorgoteo gutural porque la garganta se le estaba desintegrando.
Wade se levantó de un salto e intentó abrazarla para impedir aquel horror, pero su abrazo aceleró la disolución. El sonido de Mary al descomponerse se convirtió en un terrible siseo.
El profesor retrocedió a trompicones. Gritó y alargó las manos como para protegerse de aquella horrible visión.
A Mary se le caía el cuerpo a pedazos, que se subdividían en partículas efervescentes y se disolvían en el aire. Ya no tenía manos ni brazos. Los hombros empezaron a desaparecer. Los pies y las piernas le estallaron, y los remolinos de carne gaseosa se alzaron por el aire.
Wade chocó con la pared, tapándose la cara con las manos temblorosas. No quería mirar, pero no podía evitarlo. Bajó un poco las manos y observó con una especie de fascinación, paralizado.
El pecho y los hombros desaparecieron. La barbilla y la parte inferior de la cara fluyeron en una nube amorfa de carne que giraba como la nieve empujada por el viento.
Lo último en desaparecer fueron los ojos. Solos, colgados de un velo de pared gris, se clavaron en los suyos. Wade escuchó mentalmente un último mensaje de la mente viva de Mary: "Adiós, cariño mío. Siempre te amaré".
Estaba solo.
Tenía la boca abierta y los ojos como platos, aturdidos e incrédulos. Se quedó donde estaba varios minutos. Temblaba sin control y miraba esperanzado, no, desesperado, la habitación. No había nada, ni el menor rastro sensorial del paso de Mary.
Intentó caminar hasta la camilla, pero se notaba las piernas inútiles como tacos de madera. Sin previo aviso, dio con la cara en el suelo.
Un dolor blanco cedió su lugar a una corriente negra y lenta que se apoderó con violencia de su mente.


Clemolk estaba sentado en la silla.
—Siento que se lo haya tomado tan mal —dijo.
Wade no respondió, aunque tampoco apartó la mirada de la cara del historiador en ningún momento. Empezó a sentir calor y sacudidas en los músculos.
—Probablemente podríamos volver a rematerializarla —dijo Clemolk, como si nada—, pero su cuerpo tendría una duración aún más corta la segunda vez. Además, no tenemos la…
—¿Qué quiere?
—He pensado que podríamos hablar algo más sobre el año 1975 mientras quede…
—¡Oh, ha pensado que podríamos hablar! —Wade se sentó de un salto, furioso, echando chispas—. Me mantiene prisionero, me tortura con el fantasma de mi esposa… ¡Y ahora quiere hablar! —Se puso de pie, con los dedos engarfiados.
Clemolk se levantó también y metió la mano en el bolsillo de la bata.
La despreocupación de aquel gesto enfureció a Wade aún más. Cuando el historiador sacó la caja de plástico, Wade se la tiró al suelo con un gruñido.
—Pare ya —dijo Clemolk con suavidad, todavía impávido.
—¡Voy a volver! —rugió Wade—. ¡Voy a volver y no va a detenerme!
—No voy a detenerlo —dijo Clemolk, por primera vez con cierto fastidio—. Va a detenerse solo. Ya se lo he dicho: Tendría que habérselo pensado mejor antes de entrar en su cámara del tiempo. En cuanto a Mary…
Oír pronunciar su nombre con una suficiencia tan desapasionada acabó de reventar las compuertas de la furia de Wade. Su mano salió disparada hacia la delgada columna de marfil del cuello de Clemolk y apretó.
 
—¡Pare! —rogó Clemolk con voz ahogada—. No puede volver. Le digo que… 
Los ojos de pez se le salían de las órbitas y tenía la mirada desenfocada. Un gorgoteo de protesta le llenó la garganta y con manos frágiles intentó agarrar los dedos de Wade. Pero enseguida se le pusieron los ojos en blanco y perdió el conocimiento. Wade aflojó la tenaza y puso a Clemolk en el diván.
Corrió hacia la entrada con la mente llena de planes contradictorios. La puerta no se abría. La empujó, descargó todo su peso contra ella e intentó meter las uñas por la rendija para abrirla. Estaba firmemente cerrada. Se apartó, frenético, con el rostro contraído por la desesperación.
¡Por supuesto!
Corrió hasta el cuerpo inmóvil de Clemolk, le metió la mano en el bolsillo de la bata y sacó el pequeño mando. No tenía ninguna conexión con la bata. Pulsó un botón. El gran cartel apareció: "LA HISTORIA ESTÁ VIVA". Con un gemido de impaciencia, Wade pulsó otro botón, y después otro. Oyó su propia voz.
—… el sistema de gobierno se basaba en la existencia de tres poderes, dos de los cuales se suponía que eran elegidos por votación popular.
Pulsó otro botón, y otro más.
La puerta pareció respirar profundamente y se abrió en silencio. Wade corrió hacia ella y salió. Volvió a cerrarse.
Tenía que encontrar el laboratorio de máquinas. ¿Y si los estudiantes seguían allí? Había que arriesgarse.
Como inmerso en una pesadilla, corrió por el pasillo acolchado en busca de la puerta del ascensor. Avanzaba y retrocedía, desquiciado, murmurando para sí. Se detuvo y se obligó a volver sobre sus pasos, pulsando botones. Hacía caso omiso de los sonidos e imágenes que tenía alrededor: Paredes que desaparecían, muertos que hablaban. Estuvo a punto de pasarse la puerta del ascensor, que se confundía con la pared.
—¡Alto!
Oyó el débil grito y volvió la cabeza. Clemolk se tambaleaba por el pasillo haciéndole señas. Debía de haberse recuperado mientras él llevaba a cabo su desesperada búsqueda.
Wade entró en el ascensor deprisa y la puerta se cerró. Dejó escapar un suspiro de alivio al notar que la cámara corría por el túnel. Algo le hizo volverse. Contuvo la respiración cuando vio a un hombre de uniforme sentado en el banco, que lo apuntaba al pecho con un tubo negro mate.
—Siéntese —le ordenó.
Vencido y desanimado, Wade se derrumbó en el asiento. Mary. El nombre era un lamento roto en su cabeza.
—¿Por qué se ponen tan nerviosos los rematerializados? —le preguntó el hombre—. ¿Puede explicármelo?
Wade levantó la mirada y sintió que se encendía en él una chispa de esperanza. El hombre creía…
—Creo que… voy a irme pronto —se apresuró a decirle—. En cuestión de minutos. Quería bajar al laboratorio de máquinas.
—¡Santo cielo! ¿Y eso por qué?
—He oído que ahí tienen una cámara del tiempo —dijo Wade, ansioso—. Había pensado…
—¿Había pensado en usarla?
—Sí, eso es. Quiero volver a mi propio tiempo. Me siento solo.
—¿No se lo han dicho? —le preguntó el hombre.
—¿A qué se refiere?
El ascensor se paró con un suspiro y Wade se levantó, pero el hombre agitó el arma, así que volvió a sentarse. ¿Se habrían pasado la parada?
—En cuanto el cuerpo rematerializado regresa al aire —decía el hombre—, la fuerza psíquica vuelve al momento de la muerte… Ejem, al momento de la separación del cuerpo, quiero decir.
Un miedo nervioso distraía a Wade.
—¿Qué? —preguntó, desconcertado, mirando a su alrededor.
—La fuerza del individuo, la fuerza del individuo —farfulló el hombre—. En cuanto abandona el cuerpo rematerializado, regresa al momento en que se…, eh…, murió. En su caso, eso fue… ¿Cuándo?
—No lo entiendo.
El hombre se encogió de hombros.
—No importa, no importa. Créame: Pronto volverá a su propio tiempo.
—¿Y el laboratorio de máquinas? —volvió a preguntar Wade.
—Es la próxima parada —respondió el hombre.
—Quiero decir que si podemos ir.
—Oh —refunfuñó—, supongo que podría pasarme y echar un vistazo. Lo suyo sería que me lo hubieran dicho. Nunca cooperan con los militares. No falla… —Dejó la frase en el aire—. No. Ahora que lo pienso, tengo prisa.
Wade vio que el hombre bajaba el arma. Apretó los dientes y se preparó para atacar.
—Bueno —dijo el militar—, pensándolo mejor…
Wade cerró los ojos y se arrellanó en el banco. Un suspiro tembloroso se le escapó de los pálidos labios.

Seguía intacta. La reluciente superficie metálica reflejaba las intensas luces del techo… y la puerta circular estaba abierta.
En el laboratorio sólo había un estudiante sentado en un banco, que levantó la cabeza al oírlos entrar.
—¿Necesita algo, comandante? —preguntó.
 
—Nada, nada —dijo el militar, antipático—. El rematerializado y yo queremos ver la cámara del tiempo. ¿Es eso? —preguntó, señalando la plataforma con un gesto.
—Sí —dijo el estudiante, mirando a Wade, que apartó la cara.
No sabía si se trataba de uno de los cuatro que estaban allí antes, porque todos se parecían. El estudiante regresó a su trabajo.
Wade y el comandante subieron a la plataforma. El comandante se asomó al interior de la esfera.
—Bueno —meditó—, me gustaría saber quién la trajo aquí.
—No lo sé —respondió Wade—. Es la primera vez que la veo.
—¡Y creía que podría usarla! —se rió el comandante.
Nervioso, Wade miró a su alrededor para asegurarse de que el estudiante no estuviese observándolos. Le dio la espalda, examinó la esfera a toda prisa y comprobó que no estuviera sujeta. Dio un respingo cuando oyó que sonaba una alarma. Volvió la cabeza a todos lados y vio que el estudiante pulsaba un botón de la pared. Se quedó paralizado de miedo.
La cara de Clemolk había aparecido en una pantallita empotrada. Wade no oía la voz del historiador, pero sus rasgos mostraban emoción por fin. Wade se volvió.
—¿Puedo verla por dentro? —preguntó, mirando la cámara.
—No, no. Seguro que intenta algo con ella.
—Nada de eso —dijo—. Sólo quiero…
—¡Comandante! —gritó el estudiante.
El comandante se giró. Wade le dio un empujón y el corpulento oficial se tambaleó hacia delante agitando los brazos para recuperar el equilibrio, furioso e incrédulo.
Wade saltó al interior de la cámara del tiempo, se golpeó las rodillas contra la plataforma metálica y avanzó con dificultad.
El estudiante corrió hacia la esfera, apuntándolo con uno de aquellos tubos de color negro mate.
Wade agarró la pesada puerta y la cerró con un gruñido de esfuerzo. El círculo de metal encajó con un chirrido, interceptando el relámpago de llama azul dirigido hacia él. Le dio vueltas a la rueda como un poseso hasta que la puerta quedó asegurada.
Perforarían la cámara para sacarlo en cualquier momento.
Examinó los diales mientras se abrochaba las hebillas de las correas. Vio que el principal seguía marcando quinientos años, de modo que lo puso en sentido inverso.
Todo parecía listo. Debía aprovechar la oportunidad, no tenía tiempo para comprobaciones. Era posible que ya estuvieran apuntándolo con una llama mortífera para cortar el globo metálico.
Se ajustó las correas, se preparó y accionó el interruptor principal. No pasó nada. Gritó, mortalmente asustado, y lo barrió todo con la mirada. Los dedos le temblaban sobre el cuadro de mandos mientras comprobaba las conexiones.
Había una clavija suelta. La cogió con las dos manos para que no se le escapara y la enchufó. La cámara comenzó a vibrar de inmediato. El chirrido agudo de su mecanismo le sonaba a música.
El universo volvió a pasar junto a él. La negra noche lo bañó como las olas del océano. Esa vez no perdió el conocimiento.
Estaba a salvo.


La cámara dejó de vibrar. El silencio fue casi ensordecedor. Wade estaba sentado en la penumbra, jadeando, intentando recuperar el aliento. Giró la rueda aprisa, abrió la puerta de una patada y bajó de un salto al laboratorio de equipos de Fort. Miró a su alrededor, deseoso de ver cosas familiares.
El laboratorio estaba vacío. Un aplique de pared brillaba triste en el silencio, proyectando grandes sombras de las máquinas y la suya propia, que saltaba por las paredes. Tocó bancos, taburetes, indicadores, máquinas, todo, sólo para convencerse de que había vuelto.
—Es real —repetía, una y otra vez.
Se apoyó en la cámara. El alivio lo cubría como un manto y le aflojaba las rodillas. Vio arañazos en el metal y algunas piezas sueltas. Sintió casi amor por ella: Pese a estar parcialmente destrozada, lo había devuelto a su época.
De repente, miró el reloj: Las dos de la mañana… Mary… Tenía que ir a casa.
Deprisa, deprisa.
La puerta del laboratorio estaba cerrada. Buscó las llaves, abrió y corrió por el pasillo. El edificio estaba desierto. Llegó a la puerta principal, la abrió y se acordó de cerrarla al salir, aunque temblaba como un flan.
Intentó caminar, pero no podía evitar correr, y sus pensamientos corrían más que él. Se veía en el porche, cruzaba la entrada, corría al dormitorio… "Mary, Mary", la llamaría… Entraba a toda prisa en la habitación. Ella estaría en la ventana. Se volvía, lo veía, la cara se le iluminaba de felicidad. Gritaba de alegría, llorosa… Se abrazaban, se besaban; estaban juntos, juntos.
—Mary —murmuró con voz ahogada y echó a correr de nuevo.
Dejó atrás el alto edificio negro de Ciencias Sociales, salió del campus y corrió feliz por University Avenue.
Las farolas parecían oscilar delante de él. El pecho se le agitaba y respiraba entrecortadamente. Sintió un doloroso pinchazo en el costado y abrió la boca. Agotado, tuvo que frenar y andar un rato. Volvió a coger aire y reanudó la carrera.
Sólo faltaban dos manzanas.
Veía la silueta de su casa recortada contra el cielo. Había luz en el salón, lo que significaba que Mary estaba despierta. ¡No se había rendido!
Su corazón voló hasta ella. El deseo de sentir sus cálidos brazos le resultaba casi insoportable.
Estaba cansado. Aflojó el paso porque las piernas le temblaban con violencia.
Estaba muy nervioso y entumecido. Le dolía todo el cuerpo.
Llegó al camino de entrada. La puerta estaba abierta y a través de la mosquitera vio las escaleras que conducían a la planta superior. Se detuvo con los ojos ávidos y brillantes.
—Estoy en casa —murmuró.
Avanzó dando tumbos por el camino y subió los escalones del porche. Latigazos de dolor le recorrían el cuerpo. Se notaba la cabeza a punto de estallar.
Abrió la puerta de rejilla y cruzó el arco del salón dando traspiés. La esposa de John Randall dormía en el sofá.
No tenía tiempo para charlas, quería estar con Mary. Se volvió, se tambaleó hacia las escaleras y comenzó a subir.
Tropezó y estuvo a punto de caer. Intentó agarrarse a la barandilla con la mano derecha. Un grito mudo se le formó en la garganta. La mano se le estaba disolviendo. Abrió la boca, aterrorizado.
—¡No! —quiso chillar, pero le salió un jadeo ridículo.
Subió la escalera a trancas y barrancas. La desintegración se aceleraba. Las manos, las muñecas se le caían. Sentía como si lo hubiesen tirado a una bañera de ácido.
La cabeza le daba vueltas tratando de comprender qué le pasaba, pero no dejó de arrastrarse escalera arriba, apoyándose en los tobillos, en las rodillas, en los restos corroídos de las piernas a punto de desaparecer.
Y por fin lo entendió todo: Por qué estaba cerrada la cámara, por qué no le dejaban ver su propio cadáver, por qué había durado tanto su cuerpo rematerializado. Había llegado con vida al año 2475 y había muerto allí. Tendría que volver a aquel año. No podría estar con ella ni siquiera en la muerte.
—¡Mary!
Intentó llamarla a gritos. Tenía que decírselo, pero no lograba emitir sonido alguno. Sentía que la garganta se le caía a pedazos. Debía llegar hasta ella como fuera, hacerle saber que había vuelto.
Llegó al piso de arriba y la vio por la puerta abierta del dormitorio, tumbada en la cama, vencida por la pena y el cansancio.
La llamó. Ningún sonido. Los ojos, angustiados, derramaban lágrimas de rabia.
Llegó a la puerta e intentó entrar en la habitación.
"No podría vivir sin ti".
El recuerdo de sus palabras lo torturaba. Lloraba, y el llanto era como un ligero burbujeo de lava.
Casi había desaparecido por completo. Lo poco que quedaba de él se derramó en la alfombra como una bruma matutina. Sus pupilas eran como perlas oscuras relucientes en un remolino de niebla.
"¡Mary, Mary!", era lo único que podía pensar—. "¡Cuánto te amo!". Ella no despertó.
Consiguió acercarse más para beber de la fugaz imagen de su mujer. Una enorme desesperación le aplastaba la mente. Un débil gruñido revoloteó sobre su fantasma.
Luego, Mary, que sonreía en su sueño inquieto, se quedó sola en la habitación salvo por el par de ojos fantasmagóricos que flotaron en el aire un instante y desaparecieron; como diminutos mundos que se inflaman al nacer y, al instante, mueren.


FIN

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