2024/07/29

La sirena (Ray Bradbury)


Título original: The fog horn
Año: 1952


Allá afuera en el agua helada, lejos de la costa, esperábamos todas las noches la llegada de la niebla, y la niebla llegaba, y aceitábamos la maquinaria de bronce, y encendíamos los faros de niebla en lo alto de la torre. Como dos pájaros en el cielo gris, McDunn y yo lanzábamos el rayo de luz, rojo, luego blanco, luego rojo otra vez, que miraba los barcos solitarios. Y si ellos no veían nuestra luz, oían siempre nuestra voz, el grito alto y profundo de la sirena, que temblaba entre jirones de neblina y sobresaltaba y alejaba a las gaviotas como mazos de naipes arrojados al aire, y hacía crecer las olas y las cubría de espuma.
-Es una vida solitaria, pero uno se acostumbra, ¿no es cierto? -preguntó McDunn.
-Sí -dije-. Afortunadamente, es usted un buen conversador.
-Bueno, mañana irás a tierra -agregó McDunn sonriendo- a bailar con las muchachas y tomar ginebra.
-¿En qué piensa usted, McDunn, cuando lo dejo solo?
-En los misterios del mar.
McDunn encendió su pipa. Eran las siete y cuarto de una helada tarde de noviembre. La luz movía su cola en doscientas direcciones, y la sirena zumbaba en la alta garganta del faro. En ciento cincuenta kilómetros de costa no había poblaciones; sólo un camino solitario que atravesaba los campos desiertos hasta el mar, un estrecho de tres kilómetros de frías aguas, y unos pocos barcos.
-Los misterios del mar -dijo McDunn pensativamente-. ¿Pensaste alguna vez que el mar es como un enorme copo de nieve? Se mueve y crece con mil formas y colores, siempre distintos. Es raro. Una noche, hace años, todos los peces del mar salieron a la superficie. Algo los hizo subir y quedarse flotando en las aguas, como temblando y mirando la luz del faro que caía sobre ellos, roja, blanca, roja, blanca, de modo que yo podía verles los ojitos. Me quedé helado. Eran como una gran cola de pavo real, y se quedaron ahí hasta la medianoche. Luego, casi sin ruido, desaparecieron. Un millón de peces desapareció. Imaginé que quizá, de algún modo, vinieron en peregrinación. Raro, pero piensa en qué debe parecerles una torre que se alza veinte metros sobre las aguas, y el dios-luz que sale del faro, y la torre que se anuncia a sí misma con una voz de monstruo. Nunca volvieron aquellos peces, ¿pero no se te ocurre que creyeron ver a Dios?
Me estremecí. Miré las grandes y grises praderas del mar que se extendían hacia ninguna parte, hacia la nada.
-Oh, hay tantas cosas en el mar -McDunn chupó su pipa nerviosamente, parpadeando. Había estado nervioso durante todo el día sin decir la causa-. A pesar de nuestras máquinas y los llamados submarinos, pasarán diez mil siglos antes de que pisemos realmente las tierras sumergidas, sus fabulosos reinos, y sintamos realmente miedo. Piénsalo, allá abajo es todavía el año 300,000 antes de Cristo. Cuando nos paseábamos con trompetas arrancándonos países y cabezas, ellos vivían ya bajo las aguas, a dieciocho kilómetros de profundidad, helados en un tiempo tan antiguo como la cola de un cometa.
-Sí, es un mundo viejo.
-Ven. Te reservé algo especial.
Subimos con lentitud los ochenta escalones, hablando. Arriba, McDunn apagó las luces del cuarto para que no hubiese reflejos en las paredes de vidrio. El gran ojo de luz zumbaba y giraba con suavidad sobre sus cojinetes aceitados. La sirena llamaba regularmente cada quince segundos.
-Es como la voz de un animal, ¿no es cierto? -McDunn se asintió a sí mismo con un movimiento de cabeza-. Un gigantesco y solitario animal que grita en la noche. Echado aquí, al borde de diez billones de años, y llamando hacia los abismos: "Estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí". Y los abismos le responden "sí". Ya llevas aquí tres meses, Johnny, y es hora que lo sepas. En esta época del año -dijo McDunn estudiando la oscuridad y la niebla-, algo viene a visitar el faro.
-¿Los cardúmenes de peces?
-No, otra cosa. No te lo dije antes porque me creerías loco, pero no puedo callar más. Si mi calendario no se equivoca, esta noche es la noche. No diré mucho, lo verás tú mismo. Siéntate aquí. Mañana, si quieres, empaquetas tus cosas y tomas la lancha y sacas el coche desde el galpón del muelle, y escapas hasta algún pueblito del mediterráneo y vives allí sin apagar nunca las luces de noche. No te acusaré. Ha ocurrido en los últimos tres años y sólo esta vez hay alguien conmigo. Espera y mira.
Pasó media hora y sólo murmuramos unas pocas frases. Cuando nos cansamos de esperar, McDunn me explicó algunas de sus ideas sobre la sirena.
-Un día, hace muchos años, vino un hombre y escuchó el sonido del océano en la costa fría y sin sol, y dijo: "Necesitamos una voz que llame sobre las aguas, que advierta a los barcos; crearé esa voz. Haré una voz que será como todo el tiempo y toda la niebla; una voz como una cama vacía junto a ti toda la noche, y como una casa vacía cuando abres la puerta, y como árboles otoñales desnudos. Un sonido de pájaros que vuelan hacia el sur, gritando, y un sonido de viento de noviembre y el mar en la costa dura y fría. Haré un sonido tan desolado que alcanzará a todos y al oírlo gemirán las almas, y los hogares parecerán más tibios, y en las distantes ciudades todos pensarán que es bueno estar en casa. Haré un sonido y un aparato y lo llamarán la sirena, y quienes lo oigan conocerán la tristeza de la eternidad y la brevedad de la vida".
La sirena llamó.
-Imaginé esta historia -dijo McDunn en voz baja- para explicar por qué esta criatura visita el faro todos los años. La sirena la llama, pienso, y ella viene…
-Pero… -interrumpí.
-Chist… -ordenó McDunn-. ¡Allí!
-Señaló los abismos.
Algo se acercaba al faro, nadando.
Era una noche helada, como ya dije. El frío entraba en el faro, la luz iba y venía, y la sirena llamaba y llamaba entre los hilos de la niebla. Uno no podía ver muy lejos, ni muy claro, pero allí estaba el mar profundo moviéndose alrededor de la tierra nocturna, aplastado y mudo, gris como barro, y aquí estábamos nosotros dos, solos en la torre, y allá, lejos al principio, se elevó una onda, y luego una ola, una burbuja, una raya de espuma. Y en seguida, desde la superficie del mar frío salió una cabeza, una cabeza grande, oscura, de ojos inmensos, y luego un cuello. Y luego… no un cuerpo, sino más cuello, y más. La cabeza se alzó doce metros por encima del agua sobre un delgado y hermoso cuello oscuro. Sólo entonces, como una islita de coral negro y moluscos y cangrejos, surgió el cuerpo desde los abismos. La cola se sacudió sobre las aguas. Me pareció que el monstruo tenía unos veinte o treinta metros de largo.
No sé qué dije entonces, pero algo dije.
-Calma, muchacho, calma -murmuró McDunn.
-¡Es imposible! -exclamé.
-No, Johnny, nosotros somos imposibles. Él es lo que era hace diez millones de años. No ha cambiado. Nosotros y la Tierra cambiamos, nos hicimos imposibles. Nosotros.
El monstruo nadó lentamente y con una gran y oscura majestad en las aguas frías. La niebla iba y venía a su alrededor, borrando por instantes su forma. Uno de los ojos del monstruo reflejó nuestra inmensa luz, roja, blanca, roja, blanca, y fue como un disco que en lo alto de una mano enviase un mensaje en un código primitivo. El silencio del monstruo era como el silencio de la niebla.


Yo me agaché, sosteniéndome en la barandilla de la escalera.
-¡Parece un dinosaurio!
-Sí, uno de la tribu.
-¡Pero murieron todos!
-No, se ocultaron en los abismos del mar. Muy, muy abajo en los más abismales de los abismos. Es ésta una verdadera palabra ahora, Johnny, una palabra real; dice tanto: Abismos. Una palabra con toda la frialdad y la oscuridad y las profundidades del mundo.
-¿Qué haremos?
-¿Qué podemos hacer? Es nuestro trabajo. Además, estamos aquí más seguros que en cualquier bote que pudiera llevarnos a la costa. El monstruo es tan grande como un destructor, y casi tan rápido.
-¿Pero por qué viene aquí?
En seguida tuve la respuesta.
La sirena llamó.
Y el monstruo respondió.
Un grito que atravesó un millón de años, nieblas y agua. Un grito tan angustioso y solitario que tembló dentro de mi cuerpo y de mi cabeza. El monstruo le gritó a la torre. La sirena llamó. El monstruo rugió otra vez. La sirena llamó. El monstruo abrió su enorme boca dentada, y de la boca salió un sonido que era el llamado de la sirena. Solitario, vasto y lejano. Un sonido de soledad, mares invisibles, noches frías. Eso era el sonido.
-¿Entiendes ahora -susurró McDunn- por qué viene aquí?
Asentí con un movimiento de cabeza.
-Todo el año, Johnny, ese monstruo estuvo allá, mil kilómetros mar adentro, y a treinta kilómetros bajo las aguas, soportando el paso del tiempo. Quizás esta solitaria criatura tiene un millón de años. Piénsalo, esperar un millón de años. ¿Esperarías tanto? Quizás es el último de su especie. Yo así lo creo. De todos modos, hace cinco años vinieron aquí unos hombres y construyeron este faro. E instalaron la sirena, y la sirena llamó y llamó y su voz llegó hasta donde tú estabas, hundido en el sueño y en recuerdos de un mundo donde había miles como tú. Pero ahora estás solo, enteramente solo en un mundo que no te pertenece, un mundo del que debes huir. El sonido de la sirena llega entonces, y se va, y llega y se va otra vez, y te mueves en el barroso fondo de los abismos, y abres los ojos como los lentes de una cámara de cincuenta milímetros, y te mueves lentamente, lentamente, pues tienes todo el peso del océano sobre los hombros. Pero la sirena atraviesa mil kilómetros de agua, débil y familiar, y en el horno de tu vientre arde otra vez el juego, y te incorporas lenta, lentamente. Te alimentas de grandes cardúmenes de bacalaos y de ríos de medusas, y subes con lentitud durante los meses de otoño y septiembre, cuando nacen las nieblas, y octubre con más niebla, y la sirena todavía llama, y luego, en los últimos días de noviembre, luego de ascender día a día, unos pocos metros por hora, estás cerca de la superficie, y todavía vivo. Tienes que subir lentamente; si te apresuras, estallas. Así que tardas tres meses en llegar a la superficie, y luego unos días más nadando por las frías aguas hasta el faro. Y ahí estás, ahí, en la noche, Johnny, el mayor de los monstruos creados. Y aquí está el faro, que te llama, con un cuello largo como el tuyo que emerge del mar, y un cuerpo como el tuyo, y, sobre todo, con una voz como la tuya. ¿Entiendes ahora, Johnny? ¿Entiendes?
La sirena llamó.
El monstruo respondió.
Lo vi todo… lo supe todo. En solitario un millón de años, esperando a alguien que nunca volvería. El millón de años de soledad en el fondo del mar, la locura del tiempo allí, mientras los cielos se limpiaban de pájaros reptiles, los pantanos se secaban en los continentes, los perezosos y dientes de sable se zambullían en pozos de alquitrán, y los hombres corrían como hormigas blancas por las lomas.
La sirena llamó.
-El año pasado -dijo McDunn-, esta criatura nadó alrededor toda la noche. Sin acercarse mucho, sorprendida, diría yo. Temerosa, quizá. Pero al otro día, inesperadamente, se levantó la niebla, brilló el sol, y el cielo era tan azul como en un cuadro. Y el monstruo huyó del calor, y el silencio, y no regresó. Imagino que estuvo pensándolo todo el año, pensándolo de todas las formas posibles.
El monstruo estaba ahora a no más de cien metros, y él y la sirena se gritaban en forma alternada. Cuando la luz caía sobre ellos, los ojos del monstruo eran fuego y hielo.
-Así es la vida -dijo McDunn-. Siempre alguien espera que regrese algún otro que nunca vuelve. Siempre alguien quiere a algún otro que no lo quiere. Y al fin uno busca destruir a ese otro, quienquiera que sea, para que no nos lastime más.
El monstruo se acercaba al faro.
La sirena llamó.
-Veamos qué ocurre -dijo McDunn.
Apagó la sirena.
El minuto siguiente fue de un silencio tan intenso que podíamos oír nuestros corazones que golpeaban en el cuarto de vidrio, y el lento y lubricado girar de la luz.
El monstruo se detuvo. Sus grandes ojos de linterna parpadearon. Abrió la boca. Emitió una especie de ruido sordo, como un volcán. Movió la cabeza de un lado a otro como buscando los sonidos que ahora se perdían en la niebla. Miró el faro. Algo retumbó otra vez en su interior. Y se le encendieron los ojos. Se incorporó, azotando el agua, y se acercó a la torre con ojos furiosos y atormentados.
-¡McDunn! -grité-. ¡La sirena!
McDunn buscó a tientas el obturador. Pero antes de que la sirena sonase otra vez, el monstruo ya se había incorporado. Vislumbré un momento sus garras gigantescas, con una brillante piel correosa entre los dedos, que se alzaban contra la torre. El gran ojo derecho de su angustiada cabeza brilló ante mí como un caldero en el que podía caer, gritando. La torre se sacudió. La sirena gritó; el monstruo gritó. Abrazó el faro y arañó los vidrios, que cayeron hechos trizas sobre nosotros.
McDunn me tomó por el brazo.
-¡Abajo! -gritó.
La torre se balanceaba, tambaleaba, y comenzaba a ceder. La sirena y el monstruo rugían. Trastabillamos y casi caímos por la escalera.
-¡Rápido!
Llegamos abajo cuando la torre ya se doblaba sobre nosotros. Nos metimos bajo las escaleras en el pequeño sótano de piedra. Las piedras llovieron en un millar de golpes. La sirena calló bruscamente. El monstruo cayó sobre la torre, y la torre se derrumbó. Arrodillados, McDunn y yo nos abrazamos mientras el mundo estallaba.
Todo terminó de pronto, y no hubo más que oscuridad y el golpear de las olas contra los escalones de piedra.
Eso y el otro sonido.
-Escucha -dijo McDunn en voz baja-. Escucha.
Esperamos un momento. Y entonces comencé a escucharlo. Al principio fue como una gran succión de aire, y luego el lamento, el asombro, la soledad del enorme monstruo doblado sobre nosotros, de modo que el nauseabundo hedor de su cuerpo llenaba el sótano. El monstruo jadeó y gritó. La torre había desaparecido. La luz había desaparecido. La criatura que llamó a través de un millón de años había desaparecido. Y el monstruo abría la boca y llamaba. Eran los llamados de la sirena, una y otra vez. Y los barcos en alta mar, no descubriendo la luz, no viendo nada, pero oyendo el sonido, debían de pensar: "Ahí está, el sonido solitario, la sirena de la bahía Solitaria. Todo está bien. Hemos doblado el cabo".
Y así pasamos aquella noche.


A la tarde siguiente, cuando la patrulla de rescate vino a sacarnos del sótano, sepultados bajo los escombros de la torre, el sol era tibio y amarillo.
-Se vino abajo, eso es todo -dijo McDunn gravemente-. Nos golpearon con violencia las olas y se derrumbó.
Me pellizcó el brazo.
No había nada que ver. El mar estaba sereno, el cielo era azul. La materia verde que cubría las piedras caídas y las rocas de la isla olía a algas. Las moscas zumbaban alrededor. Las aguas desiertas golpeaban la costa.
Al año siguiente construyeron un nuevo faro, pero en aquel entonces yo había conseguido trabajo en un pueblito, y me había casado, y vivía en una acogedora casita de ventanas amarillas en las noches de otoño, de puertas cerradas y chimenea humeante. En cuanto a McDunn, era el encargado del nuevo faro, de cemento y reforzado con acero.
-Por si acaso -dijo McDunn.
Terminaron el nuevo faro en noviembre. Una tarde llegué hasta allí y detuve el coche y miré las aguas grises y escuché la nueva sirena que sonaba una, dos, tres, cuatro veces por minuto, allá en el mar, sola.
¿El monstruo?
No volvió.
-Se fue -dijo McDunn-. Se ha ido a los abismos. Comprendió que en este mundo no se puede amar demasiado. Se fue a los más abismales de los abismos a esperar otro millón de años. Ah, ¡pobre criatura! Esperando allá, esperando y esperando mientras el hombre viene y va por este lastimoso y mínimo planeta. Esperando y esperando.
Sentado en mi coche, no podía ver el faro o la luz que barría la bahía Solitaria. Sólo oía la sirena, la sirena, la sirena, y sonaba como el llamado del monstruo.
Me quedé así, inmóvil, deseando poder decir algo.


FIN

2024/07/22

La séptima víctima (Robert Sheckley)


Título original: Seventh victim
Año: 1953


Sentado ante su escritorio, Stanton Frelaine se esforzaba en aparentar el aire atareado que se espera de un director de empresa a las nueve y media de la mañana. Pero era algo que estaba más allá de sus fuerzas. Ni siquiera conseguía concentrarse en el texto del anuncio que había redactado el día anterior; no lograba dedicarse a su trabajo. Esperaba la llegada del correo y era incapaz de hacer nada más.
Hacía ya dos semanas que tendría que haberle llegado la notificación. ¿Por qué la Administración no se apresuraba un poco?
La puerta de cristal con el rótulo: Morger & Frelaine, Confección se abrió, y E. J. Morger entró cojeando, un recuerdo de su vieja herida. Era un hombre cargado de espaldas, pero eso, a la edad de setenta y tres años, suele tener poca importancia.
-Hola, Stan -dijo-. ¿Dónde está esa publicidad?
Hacía dieciséis años que Frelaine se había asociado con Morger. Tenía por aquel entonces veintisiete años. Juntos habían convertido la sociedad El traje protector en una empresa cuyo capital alcanzaba el millón de dólares.
-Echa una ojeada al proyecto -dijo Frelaine, tendiéndole la hoja de papel. "Si tan sólo el correo llegara un poco antes", pensó.
Morger acercó el papel a sus ojos y leyó en voz alta:
-"¿Tiene usted un Traje protector? El traje protector Morger y Frelaine, de corte insuperable en el mundo entero, es el atuendo del hombre elegante -Morger carraspeo, echó una ojeada a Frelaine, sonrió y prosiguió-: Es a la vez el traje más seguro y más chic. Se presenta con un bolsillo para revólver especial extraplano. Ningún bulto aparente. Sólo usted sabrá que va armado. El bolsillo para revólver, fácilmente accesible, le permitirá aventajar fácilmente a su contrincante sin la menor incomodidad".
Levantó de nuevo los ojos.
-Excelente -comentó-. Sí, muchacho, excelente. 
Frelaine inclinó la cabeza sin excesiva convicción.
-"El traje protector especial -continuó leyendo Morger- posee un bolsillo para revólver eyector, la última palabra en defensa individual. Una simple presión sobre un botón disimulado, y el arma salta a la mano de su propietario, con el seguro fuera, lista para hacer fuego. ¿Qué espera usted para informarse en nuestro concesionario más próximo? ¿Qué espera usted para afianzar su propia seguridad?"
Dejó el papel sobre la mesa.
-Excelente -repitió-. Muy bueno, muy conciso. -Reflexionó por unos instantes, tironeándose su canoso bigote-. ¿Pero por qué no precisar que el traje protector se fabrica en varios modelos, recto o cruzado, con uno o dos botones, entallado o no?
-Sí, es cierto. Lo había olvidado -Frelaine tomó el borrador e hizo una anotación al margen. Se levantó, tironeando de su chaqueta para disimular su incipiente barriga. Tenía cuarenta y dos años, un poco más de peso del requerido, y un pelo que empezaba a clarear. Era un hombre de apariencia agradable, pero su mirada era gélida.
-Relájate -dijo Morger-. Llegará con el correo de hoy.
Frelaine hizo un esfuerzo por sonreír. Sentía deseos de echar a andar de un lado a otro, pero se contuvo y se sentó en una esquina de su escritorio.
-Cualquiera diría que es mi primer homicidio -dijo con forzada ironía.
-Sé lo que es eso -le tranquilizó Morger-. Cuando yo aún no había renunciado, pasaba a menudo más de un mes sin poder pegar ojo por la noche mientras esperaba mi notificación. Comprendo en qué estado te sientes.
Los dos hombres callaron. El silencio llegó a hacerse insoportable, hasta que la puerta se abrió y un empleado depositó el correo sobre la mesa.
Frelaine se arrojó sobre las cartas y las fue pasando febrilmente. Por fin halló la que tanto deseaba, el largo sobre blanco de la O.C.P., lacrado con el cuño oficial.
-¡Por fin! -exclamó, con un suspiro de alivio-. Aquí está.
-Felicidades -dijo Morger. Y su tono era sincero.
Morger estudió el sobre con ojos ávidos, pero no le pidió a su socio que lo abriera. Hubiera sido una falta de educación, y además estaba prohibido por la ley. Nadie podía conocer el nombre de la Víctima, a excepción del Cazador.
-Te deseo buena caza -dijo Morger.
-Eso espero -respondió Frelaine, con convicción.
La oficina estaba al corriente y en orden. Lo estaba desde hacía una semana.
Frelaine tomó su cartera portadocumentos.
-Un buen homicidio te hará un gran bien -dijo Morger, palmeando su enguatado hombro-. Has estado tan febril últimamente.
Frelaine sonrió y estrechó la mano de Morger.
-Pagaría lo que fuera por tener cuarenta años menos -dijo Morger, mirando divertido su pierna impedida-. Verte así me hace sentir deseos de descolgar mi revólver.
Frelaine agitó la cabeza. Morger había sido un famoso Cazador en su juventud. Diez homicidios superados con éxito le habían abierto las puertas del muy exclusivo Club de los Diez. Y puesto que, naturalmente, tras cada uno de ellos había tenido que jugar diez veces el papel de Víctima, su palmarés era de veinte asesinatos en total.
-Espero que mi Víctima no sea alguien que tenga tu temple -hizo notar Frelaine, medio en serio, medio en broma.
-¡Ni pienses en ello! ¿Por cuál vas ahora?
-Por la séptima.
-Es una buena cifra. ¡Vamos, anda! Muy pronto te abriremos los brazos en el Club de los Diez.
Frelaine hizo un gesto con la mano y se dirigió hacia la puerta.
-Pero ándate con cuidado -advirtió Morger-. Un solo error, y me veré obligado a buscar un nuevo socio. Si no tienes ningún inconveniente, preferiría conservar el que tengo ahora.
-Iré con cuidado -prometió Frelaine.
En vez de tomar el autobús, regresó a su casa a pie. Necesitaba tiempo para calmarse. ¡Era ridículo comportarse como un chiquillo que va a cometer su primer homicidio!
Se obligó a mantener los ojos fijos ante él. Mirar a alguien equivalía prácticamente a una tentativa de suicidio. Cualquier persona a la que mirara podía ser una Víctima, y había Víctimas que disparaban sin pensárselo contra cualquiera que posara sus ojos en ellas. Había tipos muy nerviosos. Prudentemente, Frelaine mantuvo su mirada por encima de las cabezas de los transeúntes.
Observó un gigantesco anuncio. Era una oferta de servicios de J. F. Donovan.
"¡Víctimas!", proclamaba con enormes letras, "¿por qué correr riesgos? Utilicen los servicios de nuestros Rastreadores acreditados. Nosotros nos encargaremos de localizar al homicida que le ha sido asignado. ¡Usted no pagará nada hasta después de haber dado cuenta del Cazador!"
"Por cierto", pensó Frelaine, "tengo que llamar a Ed Morrow apenas llegue".
Apresuró el paso. Se sentía terriblemente nervioso. Ardía en deseos de estar ya en su casa para abrir el sobre y conocer el nombre de su Víctima. ¿Sería alguien diabólicamente astuto o un simple estúpido? ¿Alguien rico como su cuarta presa, o pobre como la primera y la segunda? ¿Estaría rodeado de un equipo de rastreo organizado, o se las arreglaría por sus propios medios?
La excitación de la caza era algo maravilloso, que hacía hervir la sangre en las venas y aceleraba los latidos del corazón. De repente oyó el resonar de unas lejanas detonaciones. Dos disparos rápidos y luego, tras una pausa, el tercero. El último.


-Ese ha terminado con el suyo -se dijo a sí mismo Frelaine, en voz alta-. ¡Felicidades!
¡Era tan maravilloso sentirse vivir de nuevo!
Lo primero que hizo al entrar en su casa fue llamar a Ed Morrow, su rastreador. Morrow trabajaba en un garaje en sus horas libres.
-¿Ed? Aquí Frelaine.
-Oh, buenos días, señor Frelaine.
Frelaine observó en la pantalla el rostro de su interlocutor: Un rostro obtuso, manchado de grasa, de protuberantes labios casi pegados al aparato.
-Me voy de caza, Ed.
-Buena suerte, señor Frelaine. Supongo que desea usted que esté preparado.
-Exacto, Ed. No creo estar fuera más de una o dos semanas. Probablemente recibiré mi designación como Víctima dentro de los tres meses siguientes a mi regreso.
-Puede usted contar conmigo, señor Frelaine. Le deseo buena caza.
-Gracias, Ed. Hasta pronto.
Colgó. Garantizarse los servicios de un rastreador de primera clase era una buena medida. Cuando hubiera cometido su homicidio, Frelaine pasaría a ser a su vez Víctima y entonces, una vez más, Ed Morrow sería su seguro de vida.
Era un magnífico rastreador. De acuerdo, de hecho, Morrow era un ignorante, un idiota; pero tenía ojo clínico. Descubría a los extraños al primer golpe de vista. Tenía una habilidad diabólica para preparar una emboscada. Era un hombre indispensable.
Echándose a reír ante el recuerdo de algunos de los retorcidos trucos que Morrow había inventado para sus clientes, Frelaine sacó el sobre de su bolsillo, hizo saltar el sello, lo abrió, y examinó los documentos que contenía.
Janet-Marie Patzig.
Su Víctima era una mujer.
Se levantó, y paseó arriba y abajo por la habitación. Volvió a tomar la carta. Leyó: Janet-Marie Patzig. No había ningún error: Se trataba de una mujer. Los documentos anexos contenían tres fotografías, el domicilio del sujeto y los informes habituales que permitían identificarlo.
Frelaine frunció el ceño. Nunca había matado a una mujer.
Tras vacilar unos instantes, tomó el teléfono y marcó el número de la O.C.P.
-Aquí la Oficina de Catarsis Pasional -dijo una voz masculina-. ¿Dígame?
-Acabo de recibir mi notificación -dijo Frelaine-. Me ha correspondido una mujer. ¿Es eso normal? -Dio al empleado el nombre de la Víctima.
El hombre verificó sus archivos microfilmados.
-Todo está en regla -dijo tras unos instantes-. Esta persona nos presentó una solicitud, actuando con pleno conocimiento de causa. En términos legales, goza de los mismos derechos y los mismos privilegios que un hombre.
-¿Puede decirme cuántas muertes tiene en su activo?
-Lo lamento, señor, pero las únicas informaciones que está usted autorizado a obtener son la situación legal de la Víctima y la información descriptiva que le han sido remitidas.
-Comprendo. 
Frelaine reflexionó unos instantes, y luego preguntó: 
-¿Puedo solicitar me sea adjudicada otra Víctima?
-Naturalmente, dispone usted de la posibilidad legal de rechazar la caza que le ha sido propuesta, pero no le será adjudicada otra Víctima hasta después de que lo haya sido designado usted mismo. ¿Desea declinar la oferta que se le ha hecho?
-Oh, no, por supuesto -se apresuró a responder Frelaine-. Le he preguntado esto tan sólo por pura curiosidad. Muchas gracias.
Colgó, se hundió en el más mullido de sus sillones, y se soltó el cinturón. Aquello precisaba un poco de reflexión.
-¿Qué buscan esas malditas mujeres queriendo inmiscuirse siempre en los asuntos de los hombres? -rezongó para sí mismo-. ¿Por qué diablos no pueden quedarse tranquilamente en sus casas?
Pero eran también ciudadanos libres. Aunque Frelaine encontrara aquello demasiado poco femenino. De hecho, la Oficina de Catarsis Personal había sido creada originalmente para los hombres, y exclusivamente para ellos. Había nacido al término de la Cuarta Guerra Mundial o de la Sexta, según la cuenta de un cierto número de historiadores.
Por aquella época, se hacía sentir imperiosamente la necesidad de una paz duradera, de una paz permanente. Por una razón práctica. Una razón tan práctica como la inspiración de los hombres que crearon las bases de la prolongada paz.
Una razón muy sencilla: El mundo estaba al borde de la aniquilación.
En el transcurso de las guerras anteriores, la amplitud, la eficacia y la potencia destructiva de las armas empleadas habían ido en aumento. Los soldados, que se habían acostumbrado a ellas, vacilaban cada vez menos en utilizarlas.
Hasta que alcanzaron el punto de saturación.
Un nuevo conflicto bélico pondría definitivamente fin a todas las guerras, y esta vez de una forma absoluta; no quedaría nadie para poder iniciar la siguiente.
Era preciso pues que aquella paz fuera una paz eterna. Pero los hombres que la organizaron no eran soñadores. Eran conscientes de que siempre existen tensiones, desequilibrios, que son el caldero donde bullen las guerras futuras. Y se preguntaron por qué hasta entonces nunca había existido una paz duradera.
-Porque a los hombres les gusta luchar -fue la respuesta.
-¡Oh, no! -exclamaron los idealistas.
Pero aquellos que establecieron la paz se vieron obligados, muy a pesar suyo, a tener en cuenta el postulado según el cual una fracción importante de la humanidad es movida por la violencia.
Los hombres no son seres celestiales. Tampoco son monstruos infernales. Sencillamente, son seres humanos que manifiestan un elevado grado de agresividad, de combatividad.
Con los conocimientos científicos y los medios de que disponían en aquellos momentos, los hombres con mentalidad práctica hubieran podido eliminar esta característica de la raza humana. De hecho, ahí es donde muchos pensaban que residía la solución.
Pero los hombres con mentalidad práctica no eran de esta opinión. Consideraban que la competencia, el amor a la lucha, el valor frente al adversario, eran valores positivos. Creían incluso que representaban virtudes admirables y la garantía de la perpetuación de la especie. Sin ellos, la raza terminaría fatalmente degenerando.
El gusto por la violencia, descubrieron, estaba inextricablemente unido a la ingeniosidad, a la adaptabilidad, al dinamismo humanos.
Los datos del problema, pues, eran los siguientes:
A) organizar la paz, una paz que les sobreviviera, y B) impedir a la raza humana que se destruyera a sí misma, sin amputar por ello las características que hacían de los hombres unos seres responsables.
Para ello, se decidió que era necesario canalizar la violencia, proporcionarle una válvula de escape, una posibilidad de exteriorizarse.
El primer paso fue la autorización legal de los combates de gladiadores, combates reales, donde la sangre era derramada. Pero aún era insuficiente. La sublimación es válida sólo hasta cierto punto. La gente quería otra cosa más que derivativos.
No existe ningún derivativo para el homicidio.
Así pues, el homicidio fue institucionalizado, sobre una base estrictamente individual, y únicamente para aquellos que realmente desearan matar. Los gobiernos fueron invitados a crear sus respectivas Oficinas de Catarsis Pasional.
Tras un período de ensayo, se instauró una reglamentación única: Cualquier ciudadano deseoso de cometer un homicidio tenía la posibilidad de inscribirse en su O.C.P. Tras aceptar y firmar un dossier que comportaba un cierto número de advertencias y compromisos, se le garantizaba una Víctima.
La persona que presentaba legalmente una solicitud de asesinato debía a su vez aceptar el papel de Víctima unos meses más tarde si sobrevivía.


Este era el principio fundamental. Un individuo dado podía cometer tantos homicidios como quisiera, pero, entre cada uno de sus homicidios, era designado a su vez obligatoriamente como Víctima. Si la Víctima conseguía matar a su Cazador, podía o retirarse de la competición, o proponer su candidatura para un nuevo homicidio.
Al cabo de diez años, se calculaba que un tercio de la población civilizada del mundo había solicitado cometer al menos un homicidio. Más tarde, la proporción se estabilizó en un veinticinco por ciento.
Los filósofos clamaban al cielo, pero los hombres con mentalidad práctica estaban satisfechos. La guerra había dejado de ser un problema colectivo, ahora era un asunto individual, tal como convenía.
Por supuesto, la institucionalización del homicidio se ramificó y se complicó. Una vez autorizado, como sucede con todas las cosas, el homicidio se convirtió en un negocio y una fuente de beneficios. Inmediatamente se crearon organizaciones, tanto para ofrecer sus servicios a las Víctimas como a los Cazadores.
La Oficina de Catarsis Pasional elegía el nombre de las Víctimas al azar. El Cazador disponía de dos semanas para cometer su homicidio, y debía actuar solo y sin ayuda. Se le proporcionaban el nombre, el domicilio y la descripción de su Víctima; tenía derecho a utilizar una pistola de calibre standard; le estaba prohibido llevar ningún tipo de protección corporal.
La Víctima era avisada una semana antes que el Cazador. Simplemente, se le comunicaba su designación. Ignoraba el nombre de su Cazador. Estaba autorizada a utilizar cualquier tipo de protección corporal, así como los servicios de los rastreadores que creyera necesarios. Un rastreador no podía matar, ya que el homicidio era privilegio de la Víctima y del Cazador. Pero un rastreador podía detectar la presencia de un extraño en el círculo de la Víctima, o descubrir a un tirador nervioso.
La Víctima podía planear todas las emboscadas que deseara con el fin de abatir a su Cazador. Matar o herir a alguien por error -cualquier otro tipo de muerte estaba prohibido- era sancionado con una gravosa indemnización; el homicidio pasional estaba castigado con la pena de muerte, al igual que el homicidio por interés.
Lo más admirable de aquel sistema era que la gente que sentía deseos de matar podía hacerlo, y aquellos que no sentían el menor deseo -de hecho representaban la mayor parte de la población- no se veían obligados a convertirse en homicidas. Por fin ya no había ninguna guerra, ni siquiera la amenaza de una guerra. Tan sólo pequeñas, muy pequeñas guerras, centenares de miles de guerras individuales.
La idea de matar a una mujer no cautivaba en absoluto a Frelaine. Pero había firmado. No podía hacer nada. Y no sentía el menor deseo de renunciar a su séptima caza.
Consagró el resto de la mañana a aprenderse de memoria los datos que le había proporcionado la O.C.P. acerca de su Víctima, y luego archivó la carta. Janet Patzig vivía en Nueva York. Frelaine se sentía feliz por ello: Le gustaba cazar en una gran ciudad, y siempre había sentido deseos de visitar Nueva York. No le precisaban la edad de su Víctima, pero, a juzgar por las fotos, no debía tener mucho más de veinte años.
Reservó por teléfono una plaza en el avión, se duchó, se vistió su protector especial cortado especialmente para aquella ocasión, eligió una pistola de su arsenal, la limpió escrupulosamente, la engrasó, la deslizó en el bolsillo especial del traje, y luego preparó su equipaje.
Se sentía tan excitado que parecía que su corazón quisiera saltársela del pecho. "Es extraño", pensó. "Cada nuevo homicidio me produce un estremecimiento distinto. Es algo de lo que uno no se cansa nunca, como la repostería francesa, las mujeres, las buenas bebidas... Es algo siempre nuevo y siempre distinto".
Cuando estuvo listo, examinó su biblioteca para elegir los libros que se llevaría consigo. Poseía todas las mejores obras que trataban del tema. No iba a necesitar aquellas destinadas a las Víctimas, como La táctica de la Víctima de Fred Tracy, que insistía en la necesidad de un medio ambiente rigurosamente controlado, o ¡No piense usted como Víctima!, del doctor Frish. Aquellos manuales le interesarían dentro de unos meses, cuando le llegara su turno de ser, una vez más, la presa. Por ahora necesitaba libros de Cazador.
La obra clásica y definitiva era Estrategia de la caza del hombre, pero se la sabía ya casi de memoria. El acecho y la emboscada no era muy adecuado para las actuales circunstancias.
Escogió La Caza en las grandes ciudades de Mitwell y Clark, Rastrear al Rastreador de Algreen, y La táctica de grupo de la víctima del mismo autor.
Todo estaba a punto. Dejó unas líneas al lechero, cerró su apartamento y tomó un taxi hacia el aeropuerto.
En Nueva York, escogió un hotel céntrico no muy lejos del barrio donde vivía su víctima. El trato sonriente y lleno de atenciones del personal del hotel le puso nervioso: Le intranquilizaba ser reconocido tan fácilmente como un homicida recién llegado a la ciudad.
Lo primero que vio al penetrar en su habitación fue, cuidadosamente colocado en su mesilla de noche, junto con la bienvenida de la dirección, un folleto titulado Cómo sacarle el máximo partido a la Catarsis Pasional. Frelaine sonrió mientras lo hojeaba.
Puesto que se trataba de la primera vez que venía a Nueva York, ocupó el resto de la tarde en pasear por el barrio de su Víctima y en contemplar escaparates.
Martinson & Black le fascinó.
Visitó el Salón de la Caza, donde se exhibían chalecos antibalas ultraligeros y sombreros blindados para uso de las Víctimas. Se interesó en la vitrina donde se presentaban los últimos modelos calibre 38. Un cartel publicitario proclamaba:

¡Empleen el Malvern de tiro directo, aprobado por la O.C.P.! Cargador de doce balas. Desviación garantizada inferior a 0,02 milímetros en un blanco situado a trescientos metros. ¡Acierte a su Víctima! ¡No arriesgue su vida teniendo a su alcance la mejor arma! ¡Malvern es seguridad!

Frelaine sonrió. Era una buena publicidad, y el pequeño revólver pavonado daba una impresión de eficacia total. Pero el Cazador estaba contento con su propia pistola.
Existían también en el mercado falsos bastones que albergaban cuatro balas listas para ser disparadas. La publicidad los anunciaba como algo disimulado, práctico y seguro. Cuando era joven, Frelaine se había sentido apasionado por todas aquellas novedades que se sucedían de año en año, pero ahora estimaba que los viejos métodos tradicionales eran generalmente los que prestaban un mejor servicio.
Cuando salió del Salón, cuatro empleados del servicio de limpieza se alejaban con un cadáver aún caliente. Suspirando, Frelaine lamentó no haber estado allí para contemplar el espectáculo.
Cenó en un buen restaurante, y se acostó temprano.
A la mañana siguiente se paseó por los alrededores del domicilio de su Víctima, cuyos rasgos estaban profundamente grabados en su memoria. No miraba a nadie, y avanzaba a paso rápido, como si se dirigiera a un lugar muy concreto. Era así como actuaban los Cazadores experimentados.
Entró en un bar a beber algo, y reanudó su camino en dirección a Lexington Avenue.
La vio al pasar ante la terraza de un café. Era imposible equivocarse: Se trataba de Janet. Sentada ante una mesa, con los ojos perdidos en el vacío, ni siquiera levantó la cabeza cuando él pasó cerca de ella.
Frelaine continuó hasta la esquina, sin detenerse. Allí, se detuvo y dio media vuelta. Sus manos temblaban. Exponerse así, sin ninguna protección... ¡Aquella chica estaba loca! ¿Acaso creía que gozaba de una protección sobrenatural?
Detuvo un taxi, y ordenó al conductor que diera la vuelta a la manzana. Cuando volvió a pasar por delante ella seguía en el mismo lugar. Frelaine la examinó atentamente. Parecía más joven que en las fotografías, pero era difícil hacerse una idea precisa de su edad. De todos modos, no tendría mucho más de veinte años. Su negro cabello, peinado con raya en medio y enrollado a cada lado formando como una concha sobre sus orejas, le daban el aspecto de una monja. Frelaine se estremeció al darse cuenta de que su expresión era de tristeza y resignación. Se preguntó si estaba dispuesta a hacer algún gesto para defender su vida.


Frelaine pagó al conductor y se metió en un drugstore. Había una cabina telefónica libre. Entró y llamó a la O.C.P.
-¿Están seguros de que una Víctima llamada Janet-Marie Patzig ha recibido su notificación? -preguntó.
-Un momento, por favor.
Frelaine tamborileó nerviosamente el cristal de la puerta mientras el funcionario buscaba la microficha correspondiente.
-Sí, señor. Tenemos su acuse de recibo. ¿Alguna impugnación?
-Oh, no. Tan sólo quería verificar.
Después de todo, se dijo, si aquella chica no quería defenderse, allá ella. Eso no era asunto suyo. El tan sólo estaba autorizado a matarla. Era su turno de caza. De todos modos, decidió aplazarlo todo hasta el día siguiente e irse al cine.
Cenó, regresó a su habitación, leyó el folleto de la O.C.P., y se acostó. Todo lo que tenía que hacer, pensó, con los ojos fijos en el techo, era meterle una bala en el cuerpo. Tomar un taxi, y disparar a través de la ventanilla.
-Pero así no es muy emocionante -se dijo tristemente antes de dormirse.
Al día siguiente, por la tarde, Frelaine regresó al mismo lugar. Llamó a un taxi y le dijo al conductor:
-Dé la vuelta a la manzana, pero muy lentamente.
-De acuerdo -respondió el hombre, con una sonrisa tan sardónica como perspicaz.
Desde su asiento, Frelaine se esforzó en descubrir algún rastreador. Aparentemente, no había ninguno. La joven tenía las manos ostensiblemente apoyadas sobre la mesa.
Un blanco fácil, inmóvil.
Frelaine rozó uno de los botones de su chaqueta cruzada. Una línea se abrió en la tela, y no tuvo que hacer más que cerrar su mano sobre la culata del revólver. La hizo bascular, comprobó el cargador, deslizó una bala en la recámara.
-Despacio -dijo al conductor.
El taxi pasó a velocidad de paseo ante el café. Frelaine apuntó cuidadosamente. Su dedo se crispó en el gatillo. Lanzó una maldición.
Un camarero acababa de interponerse entre la joven y el cañón del arma, y Frelaine no sentía el menor deseo de herir a nadie.
-Dé otra vuelta a la manzana -ordenó.
El conductor sonrió de nuevo y se retrepó en su asiento. "¿Se sentiría tan alegre si supiera que me dispongo a matar a una mujer?", se dijo Frelaine.
Esta vez no había ningún camarero en su campo de tiro. La chica estaba encendiendo un cigarrillo, con sus apagados ojos clavados en el encendedor. Frelaine apuntó a la frente de su víctima, exactamente entre los dos ojos, y retuvo el aliento.
Pero agitó la cabeza, bajó el arma y la metió de nuevo en su bolsillo para revólver.
¡Aquella idiota estaba impidiendo que extrajera todo el provecho de su catarsis! Pagó al conductor, bajó del taxi y echó a andar.
Es demasiado fácil, se dijo a sí mismo. Estaba acostumbrado a cazas auténticas. Sus seis homicidios anteriores habían sido complicados. Las Víctimas habían intentado todos los trucos posibles. Una de ellas había contratado al menos una docena de rastreadores. Pero Frelaine había ido modificando su táctica de acuerdo con las circunstancias, y los había descubierto a todos. Una vez se había disfrazado de lechero, otra de cobrador. Se había visto obligado a seguir a su sexta Víctima hasta Sierra Nevada. Había sudado con ella, pero al fin la había conseguido.
¿Qué satisfacción podía extraer de una Víctima que se le ofrecía? ¿Qué pensaría de ello el Club de los Diez?
Encajó los dientes ante la idea del Club de los Diez. Quería formar parte de él. Incluso si renunciaba a matar a aquella chica, debería enfrentarse obligatoriamente a un cazador. Y, si sobrevivía, necesitaría añadir aún cuatro Víctimas más a su palmarés. ¡A aquel ritmo, jamás podría presentar su candidatura al Club!
Se dio cuenta de que estaba pasando ante el café. Obedeciendo a un súbito impulso, se detuvo.
-Buenos días -dijo.
Janet Patzig lo miró con unos ojos desbordantes de tristeza, pero no respondió. Frelaine se sentó.
-Escuche -dijo-. Si la molesto, no tiene más que decirlo, y me iré. No soy de aquí. He venido a Nueva York para asistir a un Congreso. Y siento la necesidad de una presencia femenina junto a mí. Ahora bien, si la aburro, yo...
-No importa -dijo Janet Patzig con voz neutra.
Frelaine pidió un coñac. El vaso de su compañera estaba aún medio lleno.
La observó con el rabillo del ojo, y su corazón empezó a latir fuertemente. Tomar unas copas con su propia Víctima... ¡eso al menos era algo emocionante!
-Me llamo Stanton Frelaine -dijo, sabiendo que revelar su identidad no significaba nada.
-Yo, Janet.
-¿Janet qué?
-Janet Patzig.
-Encantado de conocerla -dijo él, con un tono perfectamente natural-. ¿Tiene algo especial que hacer esta noche?
-Seguramente esta noche estaré muerta -dijo ella con voz suave.
Frelaine la contempló atentamente. ¿Acaso no comprendía quién era él? Como menos, debería estarle apuntando con un revólver por debajo de la mesa. Apoyó un dedo en el botón que accionaba la extracción de su arma.
-¿Es usted una Víctima?
-Esa es la palabra exacta -dijo ella irónicamente-. En su lugar, yo no me quedaría aquí ni un segundo más. ¿De qué sirve recibir una bala perdida?
Frelaine no podía comprender cómo estaba tan tranquila. ¿Acaso pretendía suicidarse? Quizá se estaba burlando de todo. Quizás estaba deseando morir.
-¿No tiene usted rastreadores? -preguntó, con el tono justo de sorpresa en su voz.
-No -ella le miró directamente a los ojos, y Frelaine se dio cuenta de algo en lo que hasta entonces no se había fijado: Era muy hermosa. Hubo una pausa.
-Soy una estúpida -dijo finalmente ella, en tono intrascendente-. Un día me dije que me gustaría cometer un homicidio, y me inscribí en la O.C.P. Y luego... luego no pude hacerlo.
Frelaine asintió con simpatía.
-Sin embargo, el contrato es inflexible -continuó ella-. No he matado a nadie, pero pese a todo debo jugar mi papel de Víctima.
-¿Por qué no ha contratado usted a ningún rastreador?
-Soy incapaz de matar a nadie. Absolutamente incapaz. Ni siquiera tengo revólver.
-¡Y sin embargo, para salir así, como lo hace usted, se necesita una condenada dosis de valor! -en su fuero interno, Frelaine se sentía asombrado ante tanta estupidez.
-¿Y qué quiere usted que haga? -dijo ella con indiferencia-. Una no puede ocultarse cuando es perseguida por un Cazador... un auténtico Cazador. Y no soy lo suficientemente rica como para desaparecer.
-Yo, en su lugar... -comenzó Frelaine.
-No -le interrumpió ella-. He reflexionado mucho sobre ello. Todo esto es absurdo. El sistema entero es absurdo. Cuando tuve a mi Víctima ante mi punto de mira, cuando vi que podía tan fácilmente... que podía... -se interrumpió y sonrió-. ¡Bah! No hablemos más de ello.
Frelaine se sintió impresionado por su deslumbrante sonrisa.
Hablaron de muchas cosas. El le habló de su trabajo, y ella le habló de Nueva York. Tenía veintidós años. Era actriz. Una actriz que nunca se había visto favorecida por la suerte.
Cenaron juntos, y cuando ella aceptó su invitación a un combate de gladiadores, Frelaine se sintió inundado de absurda alegría.
Llamó a un taxi -tenía la impresión de que pasaba todo su tiempo en taxi desde que había llegado a aquella ciudad-, y le abrió la puerta. Tuvo un instante de vacilación mientras ella se sentaba. Le hubiera podido disparar una bala en el corazón. Hubiera sido tan fácil.
Pero no lo hizo. "Esperemos", pensó.
Los combates eran los mismos que podían verse en cualquier parte, y los gladiadores no exhibían un mayor talento que en cualquier otro lugar. Las reconstruciones históricas eran las habituales: El tridente contra la red, el sable contra la espada. Por supuesto, la mayor parte de los duelos eran a última sangre. Hubo combates de hombres contra toros, de hombres contra leones, de hombres contra rinocerontes, seguidos de escenas más modernas: Barricadas defendidas por arqueros, encuentros de esgrima sobre la cuerda floja.
Fue una agradable velada. Frelaine llevó a la joven a su casa. Las palmas de sus manos estaban húmedas por el sudor. Nunca había experimentado una tal atracción hacia una mujer. ¡Y debía matarla!
No sabía qué actitud tomar.
Ella le propuso que subiera a tomar una copa. Se sentaron en el diván. Ella encendió un cigarrillo con un enorme encendedor y se recostó en el mullido respaldo.


-¿Se quedará aún mucho tiempo en Nueva York? -preguntó ella.
-No lo creo -dijo él-. mi Congreso termina mañana. 
Hubo un largo silencio. Finalmente, Janet dijo:
-Lamento que tenga que irse.
Callaron de nuevo. Luego, la joven se levantó para preparar las bebidas. Frelaine la siguió con la mirada mientras se alejaba hacia la cocina. Este era el momento. Se irguió, apoyó la mano en el botón... Pero no, el momento había pasado irrevocablemente. Sabía que no iba a matarla. Uno no puede matar a quien ama. Y él la amaba.
Fue una revelación tan brusca como conmovedora. Había venido a Nueva York para matar, y en cambio...
Ella regresó con la bandeja y se sentó, con ojos ausentes.
-Te quiero, Janet -dijo él.
Ella se volvió a mirarle. Había lágrimas en las comisuras de sus ojos.
-No es posible -musitó-. Soy una Víctima. No voy a vivir mucho.
-Vivirás. Yo soy tu Cazador.
Ella le estudió unos instantes en silencio, luego se echó a reír nerviosamente.
-¿Vas a matarme?
-No digas tonterías. Quiero casarme contigo. 
Repentinamente, ella se refugió en sus brazos.
-¡Oh, Dios mío! -Sollozó-. Esta espera... Tenía tanto miedo...
-Todo ha terminado. Date cuenta de lo irónico de la situación: ¡Vengo para asesinarte, y regreso casado contigo! Es algo que habremos de contar a nuestros hijos.
Ella le besó. Luego se echó hacia atrás en el diván y encendió otro cigarrillo.
-Apresúrate a hacer tus maletas -dijo Frelaine-. Quiero...
-Un momento -interrumpió ella-. No me has preguntado si yo te amo a ti.
-¿Qué?
Ella seguía sonriendo, con el encendedor apuntando hacia él. Un encendedor en cuya base había un negro orificio... un orificio cuyo diámetro correspondía exactamente al calibre 38.
-No te burles de mí -dijo él levantándose.
-Estoy hablando en serio, querido.
Por una fracción de segundo, Frelaine se sorprendió de haberle calculado veinte años a Janet. Ahora que la veía bien -ahora que podía verla realmente-, se daba cuenta de que estaba rozando la treintena. Su rostro reflejaba una existencia febril, tensa.
-Yo no te amo, Stanton -dijo ella en voz muy baja, con el encendedor apuntando todavía hacia él.
Frelaine tragó saliva. Una parte de sí mismo permanecía aún fríamente objetiva y se maravillaba de las extraordinarias dotes de actriz de Janet Patzig. Ella lo había sabido desde un principio.
Apretó compulsivamente el botón, y el revólver saltó en su mano, listo para disparar.
El impacto le alcanzó en pleno pecho. Con aire de intenso asombro, se derrumbó sobre la mesa. El arma escapó de sus manos. Jadeando espasmódicamente, semiinconsciente, la vio apuntar cuidadosamente para el golpe de gracia.
-¡Por fin voy a poder entrar en el Club de los Diez! -dijo ella. Su voz reflejaba todo el éxtasis del mundo.


FIN

2024/07/15

La estrella (H. G. Wells)


Título original: The star
Año: 1897


El día de Año Nuevo tres observatorios distintos señalaron casi simultáneamente una perturbación en los movimientos del planeta Neptuno, el más lejano de los que giran en torno del Sol.
Ya en el mes de diciembre el astrónomo Ogilvy había llamado la atención del mundo científico sobre una sospechosa disminución de la velocidad del planeta, noticia que apenas si conmovió a una docena de sabios de esos que se pasan la vida con el telescopio asestado al firmamento. Y es natural que así fuese, por cuanto a buena parte de los habitantes de la Tierra no les interesa gran cosa lo que ocurre en un planeta cuya existencia les es poco menos que desconocida.
Las gentes se preocuparon aún menos de las nuevas observaciones de Ogilvy respecto a la aparición de un cuerpo celeste, animado y lejanísimo, que había podido descubrir el referido astrónomo poco tiempo después de comprobarse la disminución de velocidad del planeta Neptuno.
Los astrónomos dieron desde luego al asunto la importancia que merecía, aumentando su intranquilidad cuando advirtieron que la masa recientemente descubierta aumentaba cada día más de dimensiones, que se hacía mas brillante, que sus movimientos eran por completo diferentes de la revolución normal de los planetas y que la desviación de Neptuno y de su satélite adquiría proporciones sin precedentes.
Sin tener cierto grado de cultura científica no puede uno darse exacta idea del enorme aislamiento del sistema solar. El Sol, con sus planetas, planetoides y cometas, flota en un vacío inmenso, que la imaginación concibe difícilmente. Más allá de la órbita de Neptuno está el vacío sin calor, luz ni sonido, el vacío incoloro y triste, prolongándose treinta millones de veces un millón de kilómetros. Y téngase presente que esa cifra abrumadora es la menor evaluación de la distancia que sería preciso atravesar antes de llegar a la mas próxima de las estrellas.
Pues bien, excepto algunos cometas menos densos que la llama del alcohol, no se tenía memoria de ningún cuerpo celeste que hubiera atravesado ese abismo espantoso. Júzguese ahora cuánta no sería al comenzar el siglo XX la zozobra de los sabios, viendo precipitarse inopinadamente en el sistema solar el extraño vagabundo señalado por Ogilvy, cuerpo sólido y enorme sin duda, a juzgar por las perturbaciones que originaba; temible intruso que llegaba del tenebroso misterio de los cielos con aviesas intenciones…
El día 2 de enero todos los telescopios de algún fuste pudieron ver al desconocido viajero sideral cerca de Régulo, en la constelación del León. Su aspecto era el de un punto, de diámetro apenas sensible. En pocas horas fue divisado con la ayuda de simples gemelos de teatro.
Aquellas personas amigas de leer periódicos en ambos hemisferios pudieron enterarse el día 3 de que, en realidad, tenía inmensa importancia la insólita aparición celeste. Un diario de Londres tituló la noticia: Una colisión de planetas, y publicó la opinión de Duchaine, según la cual este recién aparecido planeta chocaría probablemente con Neptuno.
Los escritores profesionales trataron el asunto con la extensión merecida; los cronistas y gacetilleros se encargaron luego de familiarizar a los más legos en materias astronómicas con las ideas vertidas por los sabios; la tinta de imprenta corrió a mares, y veinticuatro horas después la mayor parte de las grandes capitales del mundo se hallaban en la expectativa, aunque vaga desagradable, de un inminente fenómeno astronómico.
Durante la noche del 5 de enero millones de ojos se fijaban en el cielo… para no ver otra cosa que las antiguas y familiares estrellas, tan brillantes y tranquilas como siempre lo habían estado.
El astro apareció en el cielo de Londres un poco antes, en esos momentos en que Pólux desaparece y las estrellas comienzan a palidecer. Fue aquélla una aurora tristísima de invierno londinense; aurora fría, sin arreboles, silenciosa, de luz malsana que luchaba desventajosamente con los mecheros de gas y los grandes focos eléctricos de los muelles del Támesis.
Los soñolientos policías distinguieron la estrella; las gentes de los mercados, a pesar de no impresionarles extraordinariamente las cosas de allá arriba, se pararon y permanecieron buen rato mirando el astro; los obreros camino de la obra, los repartidores de leche, los cocheros de los furgones de correos, los trasnochadores que regresaban a sus casas fatigados y pálidos, los vagabundos sin hogar, los centinelas en sus garitas, el labrador en la campiña, los cazadores furtivos, los vigías marinos, todo el mundo, en fin, que vive de noche, pudo admirar la hermosa estrella que acababa de aparecer en el occidente.
La estrella era, sin duda, la más brillante del cielo, mucho más refulgente que la admirable Estrella del Sur. Una hora después de salir el Sol aún seguía despidiendo el maravilloso astro blanquísima luz.
Aquello fue considerado por el vulgo como anuncio de calamidades sin cuento. Los astrónomos, cada vez mas preocupados, no abandonaban sus observaciones. En éstos se trocó pronto la primera sobreexcitación en verdadero terror, al advertir que los dos lejanos astros, en su vertiginosa carrera, parecían perseguirse. Requiriéronse los aparatos fotográficos, los espectroscopios, todos los instrumentos necesarios para estudiar el nuevo y sorprendente fenómeno de la destrucción de un mundo. Porque era un mundo, un planeta hermano del nuestro, mucho mayor que la Tierra, ciertamente, el que de modo tan repentino se lanzaba hacia la muerte. Neptuno debía haber sido herido de lleno por el astro extraño llegado de las profundidades del espacio, y a consecuencia del choque, sus dos globos sólidos se habían convertido en una inmensa masa incandescente.
El día 6, dos horas antes del alba, la estrella blanca y pálida describió su órbita en el cielo y desapareció por el oeste.
Los mas maravillados eran los marinos, esos habituales contempladores de las estrellas, a quienes no habían llegado aún las recientes observaciones de los sabios. En sus peregrinaciones a través del océano habían advertido la presencia del nuevo astro que, como una Luna minúscula, subía, subía, hasta llegar al cénit, pasaba por encima de sus cabezas, e iba, por último, a hundirse en el mar por el oeste con las últimas sombras de la noche
Cuando la estrella hizo su aparición en la noche del 7, multitudes ansiosas espiaban su llegada en las pendientes de las colinas, en las llanuras, en los tejados de los edificios. El astro surgía precedido de un resplandor blanco parecido al brillo de un incendio. Los que lo habían visto aparecer la noche antes exclamaban; "¡Hoy es mayor! ¡Hoy es más deslumbrador!…" Efectivamente, la Luna misma, próxima a desaparecer mas allá del horizonte occidental, era mucho mas pequeña que la nueva estrella, comparando sus dimensiones aparentes, y desde luego mucho menos brillante, a pesar de hallarse casi en plenilunio.
—¡Mírenla! —decía la gente aglomerada en las calles—. ¡Qué hermosa! ¡Qué brillante!


Entre tanto, en los oscuros observatorios, los sabios que seguían el curso del fenómeno contenían la respiración y se interrogaban con su mirada.
—¡Se aproxima! ¡Está más cerca! —Tales eran las terribles palabras de la ciencia a cada nueva observación.
—Está más cerca —repetía el telégrafo, transmitiendo la alarmante nueva a millares de ciudades.
—Está más cerca —decía la gente, sugestionada por la idea de una posible catástrofe. Los empleados en los escritorios suspendían el trabajo para pensar en las fatídicas profecías de los astrónomos; los transeúntes se detenían en las calles para interrogarse sobre el significado inimaginable del amenazador "Está más cerca". Y esta intranquilidad, esta preocupación, se extendía desde la ciudad a las aldeas, desde las aldeas a los campos. Los que habían leído la noticia sobre las azules cintas del telégrafo se apresuraban a comunicarla a todo el que encontraban al paso. Las damas aristocráticas supieron la nada tranquilizadora nueva entre un vals y un rigodón. Sus bellas boquitas sonrientes y frescas formularon, poco más o menos, esta pregunta:
—¿Es cierto que se acerca? ¡Es curioso! ¡Esos astrónomos deben ser muy hábiles cuando descubren horrores semejantes!
Y las hermosas seguían sonriendo y bailando, sin importarles, después de todo, que la estrella se aproximase o se alejase.
La gente sin casa ni hogar, obligada a ir de un lado para otro durante la noche glacial, con objeto de no morir de frío, se consolaba mirando al cielo, y decía:
—¡Qué bien haces en acercarte! ¡La noche es tan fría como la caridad! ¡Ven, si has de traer contigo calor bastante para reconfortar nuestros miembros ateridos!
Una pobre mujer, arrodillada al lado de un cadáver y deshecha en amarguísimo llanto, exclamaba:
—¡Y a mí qué puede ya importarme el que haya una estrella más!
El estudiante, levantado con la aurora para repasar el programa de exámenes, se distrajo de sus labores, y planteando un problema de física astronómica, empezó a hacer cálculos y más cálculos, mientras que la gran estrella blanca enviaba sobre la mesa de trabajo la pálida caricia de su luz azulada.
—¡Centrífuga!.. ¡Centrípeta!… ¡Esto es!… —decía el estudiante, apoyando la cabeza en la palma de la mano—. Detenido un planeta en su camino y suprimida instantáneamente su fuerza centrífuga, ¿qué ocurriría? Sin duda, obedeciendo el planeta a su fuerza centrípeta, se precipitaría en el Sol… y en ese caso... ¿Nos encontramos nosotros en su camino?
El día siguiente fue como los anteriores. Con los últimos jirones de las tinieblas glaciales se elevó sobre el horizonte el extraño astro. Despedía tanto brillo, que la Luna, en su cuarto creciente, parecía no ser sino un pálido y amarillento espectro de la nueva estrella flotando inmensa en su vaguedad del crepúsculo.
El matemático se hallaba delante de un pupitre atestado de papelotes. Acababa en aquel momento sus cálculos. En un diminuto pomo veíanse aún algunos gramos de la droga que le había sostenido despierto durante cuatro eternas noches. Durante el día, el matemático daba sus clases reglamentarias con la misma paciencia, con la misma sabiduría que de costumbre. Luego, terminados los penosos deberes profesionales, volvía a sus cálculos y a sus trabajos de sabio solitario. Su grave fisonomía hallábase fatigada y exangüe a consecuencia de la prolongadísima vigilia… Aquella noche el matemático se levantó de su pupitre con aire de triunfo, llegóse a la ventana y contempló la estrella como se mira a los ojos de un enemigo valeroso.
—¡Puedes darme la muerte —dijo el sabio—, pero ya te tengo como a todo el universo dentro de estos estrechos límites de mi cerebro! Y ahora —añadió dirigiendo una mirada desdeñosa al pomo de la droga—, eres inútil, sustancia maldita. ¡En verdad que ya no es necesario dormir ni estar despierto!
Al día siguiente, el matemático entró en su cátedra con la puntualidad acostumbrada. Colocó el sombrero encima de la mesa, según costumbre, y cogió un pedazo de tiza. Era ésta una manía singularísima del maestro. ¡Imposible explicar sin aquel trocito de yeso entre los dedos! Los muchachos se burlaban donosamente de la curiosísima chifladura. El matemático dirigió a sus discípulos una mirada tristísima. ¡Pobres niños, tan frescos, tan sonrientes!… ¡Daba pena decirles nada! Pero era su deber de maestro y de sabio.
—Hijos míos —murmuró—, circunstancias especiales, ajenas por completo a mi voluntad, van a impedirme acabar este curso… ¡Hablando claramente, voy a decirles que el hombre ha vivido en vano!
Los muchachos empezaron a comprender.
Aquella noche la estrella hizo su aparición más tarde, porque su propio movimiento hacia el este la había arrastrado un poco, desde la constelación del León hacia la de la Virgen. Su brillo era tan intenso que el cielo, a medida que aquélla se elevaba, fue adquiriendo una coloración luminosa. Las estrellas, a excepción de Júpiter, Capella, Aldebarán, Sirio y los Perros de la Osa, palidecieron cada vez más borrándose del firmamento. En muchos países del mundo pudo observarse que el nuevo astro presentaba aquella noche un rabo grandísimo. A simple vista se notaba ya el aumento de volumen. Contemplando la estrella desde los puntos inmediatos a los trópicos, parecía tener la cuarta parte de las dimensiones de la Luna.
Lo más extraño era que, no obstante la pequeñez de aquella segunda Luna, su luz era tan viva que podía leerse, sin gran esfuerzo, en plena calle un periódico o un libro.
La noche del 10 de enero no durmió nadie en la Tierra. De las campiñas, como de las grandes ciudades, subía un sordo murmullo, semejante al zumbido de una colmena. El lento tañir de millares de campanas recordaba al hombre en toda la cristiandad que había llegado el momento de pedir a Dios misericordia. Ajena a estas angustias humanas, la estrella blanca y pálida seguía inmutable su carrera desesperada a través del espacio, inundando de claridad terrorífica este pobre mundo sublunar. Los mares que rodean a los países civilizados eran surcados por enjambres de barcos, llevando a bordo centenares de pasajeros. Los barcos huían hacia el norte. Porque el aviso del matemático famoso había sido ya telegrafiado a todo el mundo y traducido a todos los idiomas.
El nuevo planeta y Neptuno, confundidos en un abrazo de fuego, avanzaban vertiginosamente con dirección al Sol. A cada segundo, la enorme masa incandescente franqueaba centenas de kilómetros.
Acaso el peligro no debía ser tan inmediato como aseguraba la ciencia. Según los cálculos de los astrónomos, el nuevo planeta debía pasar a 150 millones de kilómetros de la Tierra; de modo que su influencia debía ser escasa. Pero cerca de su camino previsto, hasta entonces nada perturbado, se encontraban el enorme planeta Júpiter y sus lunas girando espléndidamente en torno del Sol La atracción entre la estrella deslumbradora y el mayor de los planetas crecía ya por momentos. ¿Y cuál iba a ser el resultado de esa atracción? Sin duda, Júpiter se desviaría de su órbita haciendo una curva elíptica, y la estrella ardiente, separada por atracción de su marcha hacia el Sol, describiría una curva y quizá chocaría con la Tierra o, al menos, pasaría muy cerca de ella.


En cuanto a las consecuencias de esta aproximación, ya nos había profetizado así el terrible matemático: "Terremotos, erupciones volcánicas, ciclones, altas mareas, ríos desbordados y una elevación constante y regular de la temperatura hasta límites imposibles de calcular". La estrella seguía brillando con siniestros fulgores en la inmensidad del firmamento, como si tratara de confirmar los tristes vaticinios de la ciencia. Su luz fría y lívida era así como el anuncio inmutable del próximo cataclismo.
Muchas personas que hasta aquella noche no la habían mirado con atención, pararon mientes en ella y advirtieron que, en efecto, el fatídico astro se aproximaba a ojos vistas. Y aquella noche comenzaron ya a sentirse los efectos de la aproximación. El clima cambió bruscamente, convirtiéndose las ráfagas heladas de enero en brisas templadas de primavera. En toda la Europa central se inició el deshielo.
No vaya a imaginarse el lector que porque hayamos hablado antes de muchedumbres elevando al cielo sus plegarias durante la noche, o refugiándose a bordo de los buques o huyendo en dirección a las montañas, se encontraba ya el mundo presa del terror infundido por la estrella. Nada de eso. El uso y la costumbre seguían aún dirigiendo a los humanos. Aparte de que las conversaciones versaban casi siempre en los momentos de ocio sobre el amenazador fenómeno astronómico, el 90% de los hombres continuaba entregado a sus quehaceres habituales. Las tiendas y almacenes abrían y cerraban sus puertas a sus horas de costumbre, los médicos y las empresas funerarias proseguían su productiva industria, los obreros concurrían a las fábricas, los soldados hacían los ejercicios, los sabios estudiaban, los enamorados se buscaban, los ladrones realizaban sus fechorías, los políticos redactaban sus programas de gobierno, las rotativas de los grandes diarios funcionaban con febril actividad. Más de un párroco se negó obstinadamente a abrir las puertas de la casa de Dios a las gente atemorizada afirmando que el pánico de aquellos insensatos era absurdo e impío.
Los periódicos recordaban que en el año 1000 los pueblos habían sentido algo parecido, creyendo próximo el fin del mundo. No faltaba algún astrónomo que, con la autoridad de su saber, intentara tranquilizar a la humanidad, asegurando que, después de todo, la estrella tal vez no era un cuerpo sólido, sino una masa de gases inflamados, y que su choque con la Tierra, de verificarse éste, no podía tener las consecuencias desastrosas que alguien había vaticinado.
Aquella noche, precisamente según los avisos del Observatorio de Greenwich, la estrella iba a encontrarse en el punto más próximo a Júpiter. Los habitantes de la Tierra sabían desde aquel momento el giro que debían tomar las cosas. Los cálculos y profecías del gran matemático eran calificados por muchos escépticos de hábil y laborioso reclamo. Por último, el buen sentido, algo acalorado por las discusiones, evidenció sus convicciones inalterables yéndose a acostar. Y esto no ocurrió sólo en los países civilizados; también en las regiones del planeta donde domina la barbarie, las multitudes, cansadas de mirar al cielo, se entregaron al descanso, o se diseminaron por las selvas para entregarse a la caza o a las dulzuras del amor.
Al comenzar la noche del día inmediato, los europeos que seguían con interés el fenómeno, vieron elevarse la estrella una hora mas tarde que de costumbre, sin que aparentemente hubiera aumentado el tamaño. Sobra decir que los vaticinios fúnebres del gran matemático empezaron a servir de tema jocoso. Nadie tomaba ya la cosa en serio. Esta agradable incredulidad duró poco. La verdad era que la estrella crecía de nuevo, que crecía de hora en hora con una terrible persistencia, que cada minuto que pasaba eran más brillantes sus rayos, más inquietante su aspecto. Entonces dijo un periódico que si la estrella seguía su marcha hacia la Tierra en línea recta, si no ejercía sobre ella influencia la atracción de Júpiter, podría salvar la distancia intermedia en veinticuatro horas.
No fue así, sin embargo; la estrella empleó mas de cinco días en acercarse a nuestro planeta. Durante la noche inmediata su volumen aparente era el de una tercera parte de la Luna. Cuando apareció sobre el horizonte en América tenía el mismo tamaño que nuestro satélite, despidiendo una claridad cegadora y, si vale la palabra, quemante.
A medida que ascendía la estrella en el firmamento aumentaba la violencia del aire, un aire caliente como el que precede a las tempestades de verano. En Virginia, en Brasil y en el valle de San Lorenzo el astro brillaba de modo intermitente, a través de densas masas de nubes que corrían con velocidades y aspectos fantásticos, iluminadas a veces por relámpagos de color violeta oscuro, y que arrojaban de vez en cuando sobre la Tierra granizadas de una violencia desconocida. En Manitoba ocurrieron inundaciones terribles por la rápida fusión de los hielos. La nieve empezó a derretirse aquella noche en todas las montañas de la Tierra. Los grandes ríos que procedían del interior de los continentes empezaron a arrastrar en sus aguas enturbiadas cadáveres de personas y de animales, que quedaban luego depositados sobre las tierras bajas. Los desbordamientos se sucedían cada vez mayores, arrasando ciudades y devastando campiñas. Las muchedumbres huían del mortal abrazo de las aguas, escalando en confuso tropel las montañas.
En todo el litoral de América del Sur y en el Atlántico austral llegaron las mareas a un nivel jamás conocido. Las tempestades empujaron las aguas tierra adentro cuarenta y cincuenta kilómetros; muchas ciudades enteras quedaron por completo sumergidas.
El calor se hizo insoportable aquella noche; tanto que la aparición del Sol a la mañana siguiente pareció llevar consigo la frescura de las sombras de la noche.
Los terremotos eran ya violentísimos y numerosos, especialmente en toda América, desde el Círculo Ártico al cabo de Hornos. Ante aquel incesante trepidar de la tierra, abriéronse los flancos de las montañas, desaparecieron islas y promontorios, se desplomaron a millares edificios y muros, aplastando un número incalculable de gentes. Una vertiente del Cotopaxi se hundió tras una rápida y vasta convulsión, dejando paso a un mar de lava tan alto, tan ancho, tan rápido y tan fluido que sólo tardó un día en llegar al océano.
La estrella, escoltada por la oscurecida Luna, atravesó el Pacífico, llevando en pos de sí, como si fueran los paños flotantes de una túnica, el huracán y la ola gigantesca, espumosa y destructora; el huracán y la ola, inconscientes trabajadores de la muerte, ejecutando su siniestra obra sobre las islas, hasta no dejar rastro humano sobre ellas…
Hubo ya un momento en que la ola creció hasta convertirse en muralla líquida de veinte metros de altura y que, rugiendo con intensidad espantosa, rebasó las extensas costas de Asia, precipitándose en las vastas llanuras de China. La estrella, cada vez más fulgurante, mas enorme y más ardiente que el Sol en toda su fuerza, era contemplada por millones de hombres enloquecidos por el pánico, que huían, huían, sin derrotero fijo, mientras la muralla de agua salobre avanzaba sobre los campos, penetraba en las ciudades y sembraba por doquier la destrucción y la muerte.


La gran estrella pasó como un globo de fuego por encima de Japón, de Java y de todas las islas del Asia oriental. Densas nubes producidas por el humo y la ceniza de los volcanes la ocultaban en ocasiones. Cuando reaparecía sobre el firmamento era para hacer brillar con mas fuerza los torrentes de lava que surgían de las entrañas de la tierra y los inmensos espacios de terrenos anegados por el mar. Las inmemoriales nieves del Tibet y del Himalaya, al fundirse, se precipitaron sobre las llanuras de Birmania y del Indostán a través de millones de canales. El rebaño humano huía a lo largo de los caminos, siguiendo las márgenes de los ríos, hacia el mar, última esperanza de salvación de los hombres en todos los grandes cataclismos terrestres.
El océano tropical había perdido su fosforescencia; torbellinos gaseosos se elevaban de la superficie de las aguas. Ocurrió entonces un prodigio. Los que esperaban en Europa la salida del astro creyeron que la Tierra había cesado de girar al advertir una noche la ausencia de la estrella. En medio de una incertidumbre espantosa transcurrieron horas y mas horas sin que apareciese en el horizonte el astro amenazador. Por primera vez desde hacía mucho tiempo pudieron contemplar los hombres la magnificencia del cielo estrellado. Diez horas después surgió la estrella. El Sol salió a los pocos minutos; su masa incandescente parecía un disco sombrío, recostándose sobre el fondo luminoso y blanco de la estrella.
Calamidades nunca vistas seguían afligiendo a la Tierra. En una noche se inundó toda la llanura del Indostán desde el Indo hasta las bocas del Ganges. De la extensa sábana líquida se elevaban los techos de los palacios, templos y casas hormigueantes de seres humanos. Cada minarete era una masa confusa de gente que caía en racimo sobre el negro abismo de sus aguas a medida que el calor y el pánico aumentaban. Del país entero partía un lamento ininterrumpido y penetrante. De improviso, una masa oscura empezó a ascender sobre el horizonte y pasó por delante de la estrella con una rapidez aterradora. Aquella masa opaca y sombría era la Luna. Muy pronto pudo observarse en Europa que el Sol y la estrella salían simultáneamente. Ambos astros parecían perseguirse al principio con furia; luego disminuían su carrera y se detenían en el cénit confundidos en flamígero abrazo. La Luna no eclipsaba ya a la estrella, y parecía alejarse en el esplendor de los cielos. Aunque la mayoría de los humanos que quedaban con vida contemplaban este grandioso espectáculo con la aturdidez que engendran el hambre, la fatiga, el calor y la desesperación, hubo alguien, sin embargo, que supo apreciar el significado de aquel aparente alejamiento de la Luna y aquella aparente persecución del Sol por el nuevo astro. Sí; la estrella y la Tierra, después de haberse encontrado cerca, comenzaban a separarse. El astro perturbador se alejaba con velocidad vertiginosa en la última fase de su caída hacia el Sol. Entonces cubrióse el cielo de nubes, el trueno y los relámpagos tejieron su malla terrorífica en torno del mundo, y un nuevo diluvio cayó sobre la Tierra. Allí donde los volcanes habían vomitado mares de lava, se extendían ahora mares de cieno. 
Muchos días transcurrieron así. El impetuoso desbordamiento de las aguas destruyó lo que había dejado en pie la reciente caricia hecha a la Tierra por la estrella. Algunos terremotos concluyeron la obra de destrucción. Pasaron semanas y meses. La estrella se habia ido para siempre. Los hombres, impulsados por el hambre, recobraron sus energías, entraron en las ruinosas ciudades y en los graneros incendiados y medio sumergidos, y se extendieron por las pantanosas llanuras. Los pocos barcos que habían logrado escapar de las tempestades arribaron desmantelados y lastimosos, después de sondear con precaución las entradas de sus puertos, para no encallar en los recién aparecidos arrecifes que ahora obstruían los antes despejados y profundos canales de ingreso.
Cuando se calmaron las tempestades, advirtieron los hombres en toda la extensión de la Tierra que los días eran más cálidos, que el Sol era mayor y que la Luna, que había disminuido en dos terceras partes, presentaba sus fases en ochenta y cuatro días.
La presente historia nada dice de la nueva fraternidad nacida entre los humanos, ni de cómo lograron conservarse las leyes, los libros y las máquinas, ni del extraño cambio operado en Islandia, en Groenlandia y en el litoral del mar de Baffin, países desolados y yermos con anterioridad al cataclismo y ahora alegres y abundantes de vegetación, cual pudieran comprobar los marinos en sus nuevas expediciones. Tampoco dice nada la presente historia acerca de un fenómeno curioso determinado por la catástrofe, y que consistía en haberse trasladado toda la actividad humana hacia el norte y el sur de la Tierra, abandonando por inhospitalarias y abrasadas aquellas regiones que antes del cataclismo fueron su residencia habitual. Nuestro papel de historiadores se limita a esto; a dar cuenta de la aparición y desaparición de la terrible estrella.
Ahora bien; los astrónomos de Marte —porque es cosa averiguada que en Marte existen astrónomos, si bien difieren en su conformación física de sus colegas terrestres— siguieron con especial interés el admirable fenómeno, y consignaron así, según parece, sus observaciones:

"Teniendo en cuenta la masa y la temperatura del proyectil lanzado a través de nuestro sistema solar, causa sorpresa el poco daño que ha sufrido la Tierra, no obstante haberse encontrado a tan escasa distancia del viajero sideral. Puede observarse, en efecto, que siguen inalterables todas las antiguas demarcaciones de continentes y las masas oscuras de los mares. La única diferencia perceptible es una disminución de las grandes manchas blancas que en un tiempo circundaban los polos, y que, según todas las probabilidades, eran agua congelada".

Estas palabras de los sabios marcianos demuestran sencillamente cuan poca cosa puede parecer la mayor de las catástrofes humanas contemplada a una distancia de algunos millones de kilómetros.


FIN