2024/07/01

Lázaro II (Richard Matheson)


Título original: Lazarus II
Año: 1953


—Pero estoy muerto —dijo.
Su padre lo miró sin hablar. Su rostro tampoco revelaba nada. Se inclinó sobre la cama y… ¿O no era una cama?
Apartó los ojos de la cara de su padre, los bajó y vio que no estaba en una cama, sino en una mesa de operaciones. En el laboratorio.
Volvió a mirar a su padre. Se sentía muy pesado, muy rígido.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Y de pronto se dio cuenta de que su voz era distinta. Dicen que nadie sabe de cierto cómo suena la propia voz, pero cuando cambia de manera tan radical sí que se nota. Se nota si la voz deja de ser humana.
—Peter —dijo su padre al fin—, sé que me odiarás por lo que he hecho. Yo ya me odio.
Pero Peter no lo escuchaba; trataba de pensar. ¿Por qué pesaba tanto? ¿Por qué no podía levantar la cabeza?
—Tráeme un espejo —dijo.
Aquella voz, aquella voz sibilante… Le pareció que temblaba.
Su padre no se movió.
—Peter, quiero que sepas que no fue idea mía, sino de tu…
—Quiero un espejo.
Su padre le sostuvo la mirada un poco más antes de darle la espalda y cruzar el suelo de baldosas oscuras del laboratorio.
Peter intentó sentarse. Al principio no pudo. Después le pareció que la habitación se movía y supo que se había sentado, aunque no notaba nada. ¿Qué pasaba? ¿Por qué no sentía nada en los músculos? Se miró.
Su padre cogió un espejo que tenía en la mesa, pero Peter ya no lo necesitaba porque se había visto las manos.
Eran de metal.
Manos de metal, brazos de metal, hombros de metal, pecho de metal, tronco de metal, piernas de metal, pies de metal…
¡Un hombre de metal!
La idea le dio escalofríos, pero el cuerpo de metal no se movió un ápice.
¿Su cuerpo?
Intentó cerrar los ojos y no pudo; no eran sus ojos. Nada era suyo. Peter era un robot.
Su padre se le acercó aprisa.
—Peter, yo no quería —dijo con voz apagada—. No sé qué me pasó… Fue tu madre.
—Mamá —dijo la máquina con voz cavernosa.
—Me dijo que no podría vivir sin ti. Ya sabes que te adora.
—Me adora —repitió Peter.
Peter volvió la cabeza. Oía el lento y acompasado mecanismo de relojería que tenía en su interior. Oía como se engranaba su cuerpo con los tejidos de su cerebro.
—Me has traído de vuelta —acusó a su padre.
Notaba que su cerebro también era mecánico. La idea de que hubieran sustituido su organismo físico por aquella cosa era insoportable, inconcebible. No podía pensar.
—He vuelto —dijo, intentando asimilarlo—. ¿Por qué? 
Su padre hizo caso omiso de la pregunta.
Peter intentó bajar de la mesa y levantar los brazos. Al principio le colgaban inertes, pero después oyó un chasquido en los hombros y los alzó. Sus ojos de vidrio lo vieron y su cerebro interpretó que los había levantado.
De repente, la realidad se impuso con toda su fuerza.
—¡Pero estoy muerto! —gritó.
No, no gritó. La voz que transmitía su angustia era suave y chirriante. Una voz sin inflexiones.
—Sólo murió tu cuerpo —dijo su padre, que intentaba convencerse de ello.
—¡Pero estoy muerto! —chilló Peter.
No, no chilló. La máquina habló de modo sosegado y metódico. Habló como hablaría una máquina. Y eso lo encolerizó.
"¿Esto ha sido idea de mi madre?", pensó, y le horrorizó comprobar que la voz cavernosa de la máquina repetía su pensamiento.
Su padre no contestó. Estaba junto a la mesa, con la cara triste, demacrada y arrugada por el cansancio, pensando en que todo aquel esfuerzo agotador no había servido para nada y preguntándose, un poco asustado, si no había acabado por poner más interés en lo que hacía que en el motivo por el cual lo hacía.
Observó como caminaba la máquina, o más bien como tintineaba, hacia la ventana, con el cerebro de su hijo dentro de aquel caparazón metálico.
Peter miró por la ventana y vio el campus. ¿Lo vio? Los ojos de cristal rojo captaban la imagen, los ojos insertados en el cráneo de acero que contenía su cerebro. Los ojos registraban, el cerebro traducía… No tenía ojos propios.
—¿Qué día es? —preguntó.
—Sábado, 10 de marzo —oyó responder a su padre en voz baja—. Son las diez en punto de la noche.
Sábado, un sábado que nunca había deseado ver. Aquel pensamiento lo enfureció y tuvo deseos de girarse y enfrentar a su padre con palabras despiadadas. Sin embargo, la gran estructura de acero siguió con sus ruidos mecánicos y se volvió despacio con un crujido.
—Llevo trabajando en esto desde el lunes por la mañana, cuando…
—Cuando me suicidé —dijo la máquina.
Su padre contuvo el aliento y lo miró con ojos apagados. Siempre había estado tan seguro de sí mismo, siempre había tenido tanto aplomo… Y Peter siempre había odiado aquella seguridad, porque nunca la había poseído.
Nunca.
Lo recordó todo. ¿Seguía siendo él mismo? ¿Era la mente lo único que hacía a un hombre? Lo había afirmado en multitud de ocasiones, en las tranquilas veladas, después de cenar, cuando los demás profesores se pasaban por casa y se sentaban en el salón con él y sus padres. Con su madre al lado, sonriente y orgullosa, él afirmaba que un hombre no era más que su mente.
¿Por qué le había hecho eso su madre?
Volvió a sentir aquella indefensión que lo encadenaba, aquella sensación de estar atrapado. Lo estaba, de hecho. Estaba preso en una gran trampa con mandíbulas de acero, en el cuerpo que le había fabricado su padre.
Llevaba seis meses sintiendo aquel terror paralizante, la impresión de que ningún callejón tenía salida. Nunca lograría huir de la cárcel que era su vida; las pesadas cadenas de la rutina le apresaban las extremidades. Muchas veces había tenido ganas de gritar.
En aquel momento deseaba gritar, gritar más fuerte que nunca. Había escogido la única salida que le quedaba, y también se la habían bloqueado. El lunes por la mañana se cortó las venas y un manto de oscuridad lo cubrió.
Y había regresado, pero su cuerpo no existía. No tenía venas que cortar, ni corazón que detener o apuñalar, ni pulmones que ahogar. No quedaba nada más que su cerebro, pobre y doliente. Y pese a todo, había regresado.
Volvió a mirar por la ventana el campus de la Universidad de Fort. A lo lejos vio (las lentes de cristal rojo vieron) el edificio donde impartía la asignatura de Estudios Sociológicos.
—¿Está intacto mi cerebro? —preguntó.
Era extraño cómo se había apaciguado. De desear gritar con unos pulmones que ya no tenía había pasado a sentirse nada más que apático.
—Que yo sepa, sí —contestó su padre.
—Estupendo —dijo Peter y dijo la máquina—. Perfecto.
—Peter, quiero que entiendas que no fue idea mía.
La máquina se movió, los engranajes de la voz rechinaron, pero no salió ninguna palabra. Los ojos rojos brillaron en la ventana.
—Se lo prometí a tu madre —le dijo su padre—. Tenía que hacerlo Peter, estaba histérica. Estaba… No me quedó otra opción.
—Y, además, era un experimento de lo más interesante —dijo la voz de la máquina, su hijo.
Silencio.
—Peter Dearfield —dijo Peter, dijeron los engranajes que giraban y centelleaban en la garganta de acero—. ¡Peter Dearfield ha resucitado!
Se giró y miró a su padre. Su mente sabía que un corazón vivo le habría martilleado con fuerza, pero las ruedecitas giraban de forma metódica. Las manos no le temblaban, sino que las tenía caídas y tranquilas junto a los costados metálicos. No tenía corazón capaz de latir ni aliento que recuperar porque no era un ser vivo, sino una máquina.
—Quítame el cerebro —le dijo a su padre, que se abotonaba el chaleco con lentitud—. No puedes dejarme así.
—Peter, no… No me queda más remedio.
—¿Por el experimento?
—Por tu madre.
—¡La odias a ella y me odias a mí! —Su padre negó con la cabeza—. Entonces me lo quitaré yo —dijo la máquina con voz monótona, y levantó las manos de metal.
—No puedes —le dijo su padre—. No puedes hacerte daño.
—¡Maldito seas!
No hubo ningún grito de rabia. ¿Sabía su padre que Peter estaba chillando mentalmente? Pero su voz era apacible y no podía expresar cólera. ¿Quién haría caso de las peticiones bien moduladas de una máquina?
Las piernas se movieron pesadamente y el cuerpo ruidoso avanzó hacia el doctor Dearfield, que levantó la mirada.
—¿Me has suprimido la capacidad de matar? —preguntó la máquina.
El anciano miró la máquina que tenía delante, la máquina que era su único hijo.
—No —dijo, cansado—. Puedes matarme.
La máquina pareció dudar. Los engranajes se detuvieron e invirtieron el sentido de la marcha.
—El experimento ha tenido éxito —dijo la monótona voz—. Has convertido a tu hijo en una máquina.
—¿De verdad? —preguntó su padre con rostro exhausto.
Peter se volvió con un tintineo de engranajes sin intención de hablar y se acercó al espejo de la pared.


—¿No quieres ver a tu madre? —le preguntó su padre.
Peter no respondió. Se detuvo delante del espejo y se miró a los ojillos de cristal. Deseaba arrancarse el cerebro del contenedor de acero y lanzarlo bien lejos. No tenía boca ni nariz; sólo un reluciente ojo rojo a la derecha y un reluciente ojo rojo a la izquierda, y un cubo por cabeza, con pequeños remaches parecidos a diminutos chichones en su nueva piel de metal.
—Y todo esto lo has hecho por ella. —Se volvió en sus bien engrasadas articulaciones. Los ojos rojos no expresaban el odio que latía detrás de ellos—. Mentiroso. Lo has hecho por ti, por el placer de experimentar.
Si hubiera podido correr hacia su padre y abalanzarse sobre él, si hubiera podido mover los brazos a voluntad, gritar hasta que el laboratorio retumbara… ¿Pero cómo? La voz le salió igual que antes: Un susurro de ruedas aceitadas que giraban como los engranajes de un reloj.
Pero tampoco el cerebro dejaba de funcionar.
—Creías que así la harías feliz, ¿verdad? —prosiguió Peter—. Creías que correría a abrazarme, que me besaría la piel suave y cálida. Creías que me miraría a los ojos azules y me diría lo guapo que…
—Peter, esto no sirve de…
—… lo guapo que soy. Que me besaría en la boca.
Dio un paso hacia el viejo doctor con sus lentas piernas de acero. Los ojos titilaron a la luz fluorescente del pequeño laboratorio.
—¿Me dará un beso en la boca? —preguntó Peter—. No me has puesto boca. —Su padre estaba pálido y le temblaban las manos—. Lo has hecho por ti —dijo la máquina—. Nunca te hemos importado. Ni ella ni yo.
—Tu madre te espera —insistió su padre en voz baja mientras se ponía el abrigo.
—No voy a ir.
—Peter, está esperándote.
La idea hizo que a Peter la mente se le llenara de angustia; le dolía y le palpitaba dentro de la dura caja metálica.
"Madre, ¿cómo voy a mirarte ahora, después de lo que he hecho? Aunque estos no sean mis ojos, ¿cómo voy a mirarte?"
—No puede verme así —insistió la máquina.
—Está esperando para verte.
—¡No! —No fue un grito, sino un educado giro de ruedas.
—Te necesita, Peter.
Se sintió indefenso de nuevo, atrapado. Había vuelto. Su madre lo esperaba.
Las piernas lo movieron. Su padre abrió la puerta y él salió al encuentro de su madre.
Ella se levantó de un salto del banco con una mano en la garganta y aferrando con la otra un bolso de cuero oscuro. Clavó los ojos en el robot y se puso pálida.
—Peter… —dijo en un susurro.
Él la miró. El pelo gris, la piel suave, la dulzura de su boca y sus ojos, la espalda encorvada, el viejo abrigo que llevaba desde hacía tantos años porque quería que él se quedara con los ahorros para comprarse ropa. Miró a la madre que lo necesitaba tanto que ni siquiera había dejado que la muerte lo alejara de ella.
—Mamá —dijo la máquina, que lo había olvidado todo momentáneamente.
Entonces vio el temblor en la cara de su madre y recordó en qué se había convertido. Inmóvil, miró a su padre, que estaba a su lado, y leyó lo que decían los ojos de su madre: "¿Por qué así?"
Quería dar media vuelta y salir corriendo, quería morir. Cuando se había suicidado sintió una desesperación tranquila, sin expectativas, no el dolor cegador que sufría en aquellos momentos. Su vida se había alejado en silencio y en paz, mientras que en aquel momento deseaba destruirse repentina y violentamente.
—Peter —dijo ella, pero no lo cubrió de besos.
"¿Cómo va a hacerlo?", se torturaba su cerebro. "¿Besaría alguien una armadura?"
¿Cuánto tiempo pasaría su madre allí, observándolo? Peter sentía que la rabia se apoderaba de su mente.
—¿Es que no estás contenta? —le preguntó. Sin embargo, algo se torció en su interior y las palabras le salieron convertidas en un graznido metálico.
A su madre le temblaron los labios y volvió a mirar a su padre, y después a la máquina, con expresión culpable.
—¿Cómo… estás, Peter?
No se oyó una carcajada cavernosa, aunque su cerebro deseaba soltarla; en lugar de eso, los engranajes rechinaron y la fricción de los dientes entre sí fue lo único que resonó. Su madre intentó sonreír, pero no logró ocultar su expresión de horror enfermizo.
—Peter… —gimió.
—Lo desmontaré —oyó pronunciar a su padre con voz ronca—, lo destruiré. Peter sintió renacer la esperanza, pero su madre, cuyos labios dejaron de temblar, se apartó de su marido.
—No —dijo, y Peter percibió la voluntad de hierro en su voz, la firmeza que él conocía tan bien—. Me recuperaré enseguida —añadió, y se le acercó sin vacilar con una sonrisa—. No pasa nada, Peter.
—¿Soy guapo, mamá? —le preguntó.
—Peter, eres…
—¿No me das un beso, mamá? —preguntó la máquina.
Peter vio que su madre tragaba saliva, vio lágrimas en sus mejillas. Después, cuando se inclinó a besarlo, no notó los labios contra el frío acero, lo único que oyó fue un chasquido en la piel de metal.
—Peter —le dijo—, perdónanos por lo que hemos hecho.
Pero lo único que podía pensar él era: "¿Una máquina puede perdonar?"
Lo sacaron por la puerta trasera del Centro de Ciencias Físicas y lo condujeron al coche deprisa y corriendo, pero a mitad de camino notó un pinchazo en el cerebro y todo le dio vueltas cuando su nuevo cuerpo cayó a plomo en el asfalto. Su madre contuvo el aliento y lo miró asustada. Su padre se agachó, y Peter vio que le manipulaba la articulación de la rodilla derecha.
—¿Cómo tienes el cerebro? —le preguntó. La voz sonó amortiguada. Peter no respondió. Los ojos rojos le centellearon.
—Peter —lo apremió su padre, pero él siguió sin hablar y se quedó mirando los árboles oscuros que flanqueaban la Calle Once—. Ya puedes levantarte.
—No.
—Peter, no puedes quedarte aquí.
—No voy a levantarme —dijo la máquina.
—Peter, por favor —le suplicó su madre.
—No. No puedo, mamá, no puedo.
Habló como un horrible monstruo de metal.
—Peter, no puedes quedarte aquí.
El recuerdo de los años vividos se lo impedía; no se levantaría
—A ver si alguien me encuentra y me destruye por fin —dijo.
Su padre miró a su alrededor, preocupado. Peter se dio cuenta de golpe de que nadie estaba al tanto de aquello, salvo sus padres: Si el consejo lo descubría, pondrían a su padre en la picota. La idea le gustó.
Sin embargo, sus reflejos cableados eran demasiado lentos. No pudo evitar que su padre le pusiera las manos en el pecho y abriera una puertecita con bisagras. Antes de que le diera tiempo de mover el torpe brazo, su padre desactivó un mecanismo y, de repente, se interrumpió la conexión entre su voluntad y la maquinaria. El brazo se detuvo.
El doctor Dearfield apretó un botón y el robot se levantó y caminó rígidamente hacia el coche. Su padre lo seguía, intentando recuperar el aliento. No dejaba de pensar en el terrible error que había cometido haciéndole caso a su esposa. ¿Por qué siempre conseguía hacerlo cambiar de opinión? ¿Por qué le había permitido que controlara a su hijo cuando estaba vivo? ¿Por qué se había dejado convencer para traerlo de vuelta después de su último y desesperado intento por escapar?
Su hijo robot se sentó muy tieso en el asiento trasero. El doctor Dearfield se puso al volante, al lado de su mujer.
—Ahora es perfecto —dijo él—, ahora puedes llevarlo adonde quieras y cuando quieras. Qué pena que no se dejase manejar así en vida. Era dócil y obediente como una máquina, ¿verdad?, pero no lo bastante. No hizo absolutamente todo lo que tú quisiste que hiciera.
Ella miró sorprendida a su marido y después se volvió hacia el robot como si temiera que oyese la conversación. Era la mente de su hijo, y él siempre decía que un hombre era su mente. ¡La dulce e inmaculada mente de su hijo! La mente que siempre había protegido de la fea contaminación del mundo. Él era su vida, y no se sentía culpable por haberlo traído de vuelta, aunque ojalá no fuera tan…


—¿Estás contenta, Ruth? —le preguntó su marido—, ¡Oh, no te preocupes! No puede oír.
Pero sí que podía. Peter estaba allí sentado y escuchaba. Su cerebro oía.
—No me has respondido —dijo el doctor Dearfield mientras arrancaba el coche.
—No quiero hablar de esto.
—Pues tienes que hablar —insistió él—. ¿Qué planes has pensado para él? Antes siempre procurabas vivir su vida por él.
—Para ya, John.
—No. Me has hecho hablar, Ruth. No sé por qué te hice caso. He tenido que estar loco. He tenido que estar loco para interesarme por un proyecto tan…, tan horrendo: Devolverle la vida a tu hijo muerto.
—¿Es horrendo que quiera a mi hijo y que desee que esté conmigo?
—¡Es horrendo que desafíes su último deseo en esta vida! Morir, librarse de ti y estar en paz por fin.
—¡Librarse de mí! ¡Librarse de mí! —gritó ella, enfadada—. ¿Tan monstruosa soy?
—No —dijo él en voz baja—. Pero, con mi ayuda, está claro que has convertido a nuestro hijo en un monstruo.
La madre no dijo nada, y Peter vio que apretaba los labios hasta que se convirtieron en una fina línea.
—¿Qué va a hacer ahora? —le preguntó su marido—. ¿Volver a impartir clases? ¿Enseñar sociología?
—No lo sé —murmuró ella.
—No, claro que no lo sabes. Lo único que te importaba era que estuviese contigo.
El doctor Dearfield tomó una curva y subió por la avenida College.
—Ya sé: Lo utilizaremos de cenicero.
—¡John, déjalo ya!
Se inclinó hacia delante. Peter la oyó sollozar y la observó con los ojos de cristal rojo de la máquina en la que vivía.
—¿Tenías que…? ¿Tenías que hacerlo tan…, tan…?
—¿Tan feo? —dijo su marido.
—Yo…
—Ruth, te dije qué aspecto tendría. Te negaste a escucharme. En lo único que pensabas era en volver a ponerle las garras encima.
—¡No, no! —sollozó ella.
—¿Alguna vez respetaste sus deseos? —le preguntó su marido—. ¿Eh? Cuando quería escribir, ¿le dejaste? ¡No! Te burlaste de él. "Sé práctico, cariño", le dijiste. "Es una idea muy bonita, pero tenemos que ser prácticos. Papá te conseguirá una buena plaza en la universidad". 
Ella negó con la cabeza, en silencio.
—Cuando quiso irse a vivir a Nueva York, ¿le dejaste? Cuando quiso casarse con Elizabeth, ¿le dejaste?
Peter contemplaba el campus a oscuras que se extendía a su derecha, y las palabras furiosas de su padre fueron desvaneciéndose. Estaba pensando, soñando con una bonita chica de pelo oscuro que había en su clase. Recordó el primer día que se acercó a él y le habló; lo paseos, los conciertos, los besos suaves y nerviosos, las caricias dulces y tímidas. Hubiese querido sollozar, gritar… Pero una máquina no puede llorar ni tiene un corazón que pueda romperse.
La voz de su padre regresó a él poco a poco.
—Año tras año fuiste convirtiéndolo en una máquina.
La mente de Peter visualizó el largo sendero elíptico que rodeaba el campus, el paseo que tantas veces había recorrido de camino a clase o de vuelta, agarrando con fuerza el maletín, tocado con el sombrero gris que le cubría la calva incipiente…
¡Estaba quedándose calvo a los veintiocho! El pesado abrigo en invierno, el traje de tweed gris en otoño y primavera, y el de lino a rayas en los meses cálidos, cuando daba los cursos de verano. No había más que días deprimentes que se sucedían hasta el infinito.
Hasta que terminó con ellos.
—Sigue siendo mi hijo —oyó decir a su madre.
—¿Estás segura? —se mofó su padre.
—Sigue siendo su mente, y la mente de un hombre lo es todo.
—¿Y qué pasa con su cuerpo? ¿Qué pasa con sus manos? No son más que dos pinzas con puntas, como ganchos. ¿Lo cogerás de la mano, como solías hacer? Esos brazos de metal con remaches… ¿Dejarás que te abrace?
—John, por favor…
—¿Qué harás con él? ¿Vas a meterlo en un armario? ¿Vas a esconderlo cuando tengamos invitados? ¿Qué harás…?
—¡No quiero hablar de eso!
—¡Tienes que hablar! ¿Y la cara? ¿Vas a besarlo en la cara?
Ella se estremeció y, de repente, su marido acercó el coche al bordillo y frenó de golpe.
—¡Míralo! ¿Serás capaz de besar esta cara de metal? ¿Es este tu hijo? ¿Es esto tu hijo?
No pudo mirarlo, y aquello fue el golpe de gracia para el cerebro de Peter, porque supo que su madre en realidad no amaba su mente, su personalidad, su carácter. Idolatraba al ser vivo, el cuerpo que ella podía dirigir, las manos que ella podía coger, las respuestas que ella podía controlar.
—Nunca lo has querido —le espetó su padre con crueldad— Era una propiedad tuya. Y lo destruiste.
—¡Que lo destruí…! —gimió ella, angustiada.
—Sí, me destruiste —dijo de repente la máquina. Los dos se volvieron horrorizados.
—Creía que… —musitó su padre.
—Ahora soy, de forma objetiva, lo que siempre he sido —dijo el robot—: Una máquina controlada. 
Los engranajes de la garganta se movieron.
—Mamá, llévate a tu pequeñín a casa —dijo la máquina.
Pero el doctor Dearfield ya había girado en redondo y regresaba al laboratorio.

FIN

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