2024/05/20

Transbordador a la Luna (Kurt Mahr)


Título original: Die Mondfähre
Año: 1974


—¡Eh, Dick! Tienes aún veinte minutos —dijo la seca voz del amplificador.
—Entendido —repuso Dick sin interés.
"Los últimos veinte minutos son siempre los peores", pensó luego. Miró a través del grueso vidrio de la ventana y vio las extremidades de la estación espacial, semejantes a patas de araña y de un blanco cegador a la luz del Sol, en contraste con la oscuridad del vacío. Escondido entre la maraña de metálica filigrana se hallaba el vehículo que debería ocupar veinte minutos más tarde.
Richard McHenry, jefe de los pilotos de pruebas de United Aerospace Industries, nacido el 24 de junio de 1963 en Spokane, estado de Washington, de treinta y seis años de edad y poseedor de diversas condecoraciones y diplomas por su valor civil y por sus esfuerzos en favor del progreso, así como de una serie de marcas de velocidad en diferentes aparatos de la navegación aérea y espacial, el hombre al que nada podía asustar, como creían sus colaboradores, tenía miedo.
Y ese miedo no era nada nuevo para él. Lo sentía cada vez que le esperaba un despegue difícil. Tenía entonces la impresión de que unas mariposas revoloteaban en su estómago, según la frase empleada con frecuencia por los de su profesión. Era algo así como fiebre de candilejas. Hoy, más fuerte que nunca. Richard McHenry trató de vencer el nerviosismo revisando una vez más todo el equipo. El traje espacial, compuesto de varias capas entre las que había aceite, era perfecto. Funcionaba el acondicionamiento de aire. El sudor y la humedad producida por el aliento eran eliminados sistemáticamente. Las conexiones con el dispositivo de radio, que transmitían datos como presión arterial, temperatura del cuerpo, pulso y demás, se encontraban firmes en sus cajas. Sólo necesitaba establecer el contacto y ponerse el casco, con lo que estaría a punto.
El cronómetro indicó que todavía le quedaban doce minutos. Flotó a través de la pequeña estancia que durante las últimas horas le había servido de cabina de adaptación y se sentó frente al escritorio en el que se hallaban sujetos los papeles que contenían los principales datos referentes al vuelo de prueba. McHenry repasó de nuevo los números, que prácticamente sabía de memoria, e intentó imaginarse la importancia y envergadura de la empresa.
El nuevo transbordador, pequeño vehículo muy comercial, debía dar renovado impulso a la selenología, que por falta de dinero, había estado paralizada durante más de dos decenios. El transbordador a la Luna, una veloz nave para la que la distancia entre la estación y el satélite era sólo una excursión insignificante, un producto de la más moderna tecnología, provisto de un propulsor nuclear que, bajo una carga normal, hacía posibles aceleraciones continuas de hasta 10 g… Ingenio que, desde luego, podía emplearse una y otra vez, que disponía de un mecanismo de dirección totalmente automático, accionado por una calculadora; con vuelo ininterrumpido a la Luna, sin pérdida de tiempo a causa de las molestas órbitas lunares, etcétera, etcétera… Era un aparato que aquel día proporcionaría a Richard McHenry una nueva marca: La marca de velocidad absoluta. En el punto de conmutación —allí donde el vector del mecanismo impulsor giraba ciento ochenta grados y el vehículo empezaba a frenar— la velocidad alcanzaría más de ciento noventa kilómetros por segundo, unas ocho veces más de lo conseguido en vuelo por el hombre más rápido del mundo, que era el propio Richard McHenry.
Naturalmente, a Dick le entusiasmaban estas cosas. Además, conocía el transbordador de memoria, tanto por dentro como por fuera. Al fin y al cabo, los hombres de UAI no ponían en manos de cualquiera una astronave nuevecita y le decían: "Anda, aquí tienes esto. ¡A ver qué sacas del aparato!"
No, él había efectuado muchas pruebas con el transbordador; salidas por los alrededores de la estación interplanetaria, alcanzando en ellas velocidades de hasta veinte kilómetros por segundo.
Pero nada más. El gran día era hoy. El día en que se iba a demostrar a la humanidad que, en caso necesario —y por un precio económico—, podía llegarse en setenta minutos desde la base hasta la Luna.
—Dos minutos todavía, Dick —dijo la voz del amplificador—. Creo que ya debieras ponerte en camino.
El vuelo de prueba era una empresa de la industria privada. En consecuencia, no había comité de despedida, cámaras de televisión ni aglomeraciones. Sólo habían acudido al lugar del despegue varios miembros de la casa, compañeros de profesión que lo hacían por amistad. Éstos pasaron flotando junto a Dick por el largo túnel flexible que unía la estación interplanetaria con el transbordador. El túnel carecía de ventanas, y Dick ya no volvió a ver su vehículo por fuera.
El interior del transbordador estaba lleno de aceite, igual que los espacios entre las diversas capas de su traje. Era ése el nuevo sistema. Todo —el piloto, los instrumentos, el lastre y la carga útil— iba envuelto en aceite. Con ello se pretendía reducir el tremendo efecto de la presión que se originaba en aceleraciones de hasta 10 g. El principio funcionaba bien. Había sido probado con suficiente frecuencia en centrífugas y también a bordo del aparato. Tanto la carga orgánica como la inorgánica soportaba más fácilmente una presión de 10 g, gracias al aceite, que una tercera parte de ese valor en la atmósfera artificial de la nave espacial corriente.
El casco de Dick fue cerrado cuidadosamente, y el piloto penetró en la esclusa. El mamparo se cerró tras él. Pronto empezó a fluir el aceite y a subir a su alrededor. En cuanto estuvo llena la esclusa, la escotilla interior se abrió de manera automática. Dick fue avanzando en medio de aquella masa viscosa y densa. Tenía ya alguna práctica en ello y sabía cómo actuar. Llegó por fin al asiento y se sujetó. En el cuadro de mandos se encendieron, como de costumbre, las luces de control. Todo estaba a punto. Los instrumentos, listos para su puesta en marcha, y el aceite del transbordador no formaba ni una sola burbuja.
—Todo en orden —dijo Richard McHenry a través del micrófono instalado en su casco.
—Todo menos tú —repuso una voz amable, la del médico Bob Phillips—. ¿Qué te ocurre? ¿Estás nervioso? ¡Tienes ciento treinta pulsaciones!
Dick soltó una risa forzada.
—¿Viajaste alguna vez con un cubo de fuego debajo del trasero? —bromeó.
—Bueno, muchacho, no te pongas agresivo. Si tú te encuentras bien, no tenemos por qué preocuparnos.
—¡Claro que estoy bien! —confirmó Dick.
—En tal caso, ¡adelante!
Entonces se oyó otra voz. La de Karl Wetzstein, el jefe de vuelos. Hablaba éste un inglés duro, con acento alemán.
—¡Treinta segundos!
Dick comprobó la movilidad de sus brazos y muñecas. El transbordador iba dirigido de forma completamente automática. Sólo era necesaria la intervención del piloto si uno de los componentes fallaba. McHenry llevaba unos extraños guantes cuyos dedos eran tan anchos como media mano. También los interruptores y botones del tablero de mandos eran de tamaño muy superior al normal. Si Dick apretaba los dedos unos contra otros y movía la mano hacia delante como una palanca, ofreciendo así al pegajoso aceite un mínimo radio de acción, podía valerse bastante bien.
—¡Faltan quince! —dijo Wetzstein.
Dick levantó la vista. Encima de él flotaba una gran pantalla en el aceite, y en ella apareció en el acto el revestimiento exterior de la estación con sus numerosos miembros. El aceite estaba perfectamente limpio de residuos y formaba un líquido cristalino y transparente. Dick vio la pantalla con tanta claridad como si estuviera sentado delante del televisor en su propia casa.
Wetzstein contó los segundos que pasaban. Cuando llegó al número cero se produjo una fuerte sacudida. El piloto se sintió apretado contra el respaldo de su sillón, igualmente relleno de aceite. La imagen de la estación interplanetaria desapareció como si la hubiesen borrado, y la pantalla mostró el fondo negro del vacío, salpicado de estrellas.


—Buen despegue —comentó la voz de Karl Wetzstein, cuya serena objetividad resultaba tranquilizante por dar la sensación de que no había nada de particular en el vuelo.
—Aceleración y vectores, todo normal. ¡Magnífica salida, Dick!
—Bien —contestó Richard McHenry, sin dejar de observar el acelerómetro.
De momento, los motores luchaban todavía contra casi 1 g de aumento de la aceleración de la gravedad. Sin embargo, a medida que el transbordador se alejaba de la estación en dirección a la Luna, se aflojaba la garra con que la Tierra intentaba sujetar el vehículo. La aceleración que Dick vio marcada en el instrumento de medición era un valor manipulado: Aceleración según rendimiento del mecanismo propulsor, menos la aceleración de la gravedad. Es decir, el verdadero aumento de su velocidad con respecto a la Luna.
—Más treinta segundos —se hizo oír Wetzstein de nuevo—. R apenas llega a cuarenta y dos mil. R punto está en nueve-dos-ocho-cero. ¡Formidable, muchacho!
El nudo que parecía haberse formado en el estómago de Richard McHenry empezó a aflojarse. Todo marchaba a las mil maravillas. Ya no tenía por qué preocuparse. La máquina calculadora pilotaba la pequeña nave espacial con fantástica seguridad. Dick se permitió descansar. En algo menos de una hora, el transbordador se posaría sobre la superficie lunar con la suavidad de una hoja de árbol.
Pasaban los segundos —tic-tac, tic-tac— y eran como cadenitas que constituían un minuto y otro… McHenry, acostumbrado ya a la presión, no sentía molestia. Su velocidad aumentaba en cien metros por segundo, aproximadamente. Era el hombre más rápido en el espacio. Echó una mirada a la pantalla. Por la derecha comenzaba a penetrar en el área visual el perfecto disco de la Luna. ¡Ya era hora! Tendría que ocupar aproximadamente el centro de la pantalla y sobresalir por los bordes cuando él se dispusiera a alunizar.
Richard McHenry se entretuvo con cosas rutinarias, aunque sabía que carecían de importancia. De haberse producido una desviación digna de tener en cuenta, Wetzstein o Phillips se lo hubieran comunicado. Los hombres de la estación interplanetaria se preocupaban mucho más que él de su propio bienestar. Temperatura interior del traje: 23 grados. Presión interior del equipo: 3,8 atmósferas. Humedad relativa: 57 por ciento. Todo conforme. El traje protector funcionaba como debía. Un cuarto de hora después del despegue, el transbordador avanzaba hacia la Luna a una velocidad de casi noventa kilómetros por segundo, y ahora, transcurridos treinta minutos, había doblado sobradamente la marca. En el interior del vehículo todo seguía en orden. Richard esperaba el aviso del jefe de vuelo. Sólo unos segundos podían faltar para el punto de contacto. Entre las fases de aceleración y freno se intercalaban algunos instantes de vuelo por inercia. Ese período de tiempo era necesario para que el asiento del piloto pudiera girar ciento ochenta grados. Porque el transbordador llevaba motopropulsores de eyección en ambos extremos. Con ello se evitaba la complicada vuelta del fuselaje, que fuera tradición de la navegación espacial desde un principio. La fase de inercia tenía una duración exacta de 11,35 segundos. Así de minuciosos eran todos los cálculos efectuados para el vuelo a la Luna del transbordador, ya que la tremenda velocidad exigía que cada maniobra se efectuara en el momento previsto, con una tolerancia de no más de algunas centésimas de segundo. Cualquier error podía provocar una catástrofe.
—Punto de conmutación menos treinta segundos, Dick —anunció Karl Wetzstein—. ¿Cómo te encuentras?
—Mareado por la velocidad —intentó bromear McHenry.
—Así me gusta —rió el director de vuelo—. Faltan quince segundos.
Exactamente quince segundos después cesó la presión. Callaron los motores. El sillón empezó a girar y, en nueve segundos y medio, describió una rotación de 180 grados. La consola y el tablero de mandos iban sujetos al asiento y dieron también la vuelta.
—… Tres…, dos…, uno… —contó Karl Wetzstein.
Y, de pronto, una voz ahogada. Un grito. Richard McHenry supo en seguida lo que había ocurrido: Fallaba el sistema de freno. El transbordador seguía volando por inercia. En el receptor hubo crujidos y zumbidos. Dick se imaginó a los hombres de la estación espacial. Wetzstein habría desconectado el micrófono para que no llegaran hasta él las exclamaciones de angustia y le preocuparan todavía más. ¡Pobre Karl! Siempre pensaba en todo.
Entonces, como si le arrancaran un velo de los ojos, McHenry se dio cuenta del peligro que corría. El vehículo se acercaba a la Luna a una velocidad de más de 190 kilómetros por segundo. La redondez del satélite parecía hincharse y crecer continuamente en la pantalla, como si fuera a arrojarse sobre el pequeño e indefenso transbordador. De sobra sabía el piloto que, si no sucedía algo inmediatamente, en poco más de un cuarto de hora se estrellaría contra la superficie lunar.
El receptor cobró nueva vida con un crujido.
—Dick, tenemos un problema —explicó la voz serena de Wetzstein—, pero no hay motivo de temor. El diagnóstico indica que hay un relé defectuoso en la calculadora de a bordo —prosiguió Wetzstein—. El relé puede ser sustituido mediante una interrupción manual. Ahora te leeré una lista de posibilidades. Cada vez que…
—No creo que tengamos tanto tiempo —le cortó Richard—. ¿Qué te parece si activo las toberas de mando y paso de largo junto a la Luna?
—Eso significaría un fallo de la empresa —contestó Wetzstein en seguida—. Te digo que no es tan crítica la situación.
—Entendido —confirmó McHenry, si bien en el fondo de su conciencia surgió la duda de que el jefe de vuelo diera más importancia al riesgo de fracaso que a la seguridad del piloto.
—Así pues, conexión uno —dijo Wetzstein—. Acumulador nuclear, segundo sector, ¡fuera!
—Acumulador nuclear, segundo sector, ¡fuera! —repitió McHenry tras efectuar la maniobra.
—Posible la conexión manual. ¡Ahora!
—Posible la conexión manual. ¡Ahora!
Richard McHenry realizó seis operaciones en total. Entonces agregó Wetzstein:
—Recuéstate y descansa, chico. El resto lo haremos nosotros desde aquí. La presión resultará un poco más pesada de soportar. Para disminuir la endemoniada marcha que llevas, debemos subir provisionalmente hasta los veinte grados.
McHenry tensó los músculos en espera de los efectos de freno. Pasaron unos segundos. Como un relámpago surcó la mente del piloto una sospecha. ¿Y si no era el relé lo que fallaba…?
Voces agitadas en el receptor. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde las manipulaciones? ¿Cuántos minutos había perdido inútilmente? ¿A qué distancia se hallaba aún de la Luna? La gigantesca bola grisácea parecía mirarle burlona desde la pantalla. Alguien gritó:
—¡Eso no puede continuar, porque se va a…!
El resto fue un murmullo. Una mano debió tapar la boca al imprudente.
Inmediatamente se oyó la voz de Karl Wetzstein:
—Activamos las toberas de mando, Dick. Verás que la nave pasa de largo junto a la Luna. Desde donde tú estás, a la derecha… Luego volveremos a hablar.
Ni una palabra sobre el relé defectuoso que, aparentemente, había sido superado con ayuda de las seis operaciones a mano. Ni una palabra, tampoco, sobre el hecho de que la maniobra de desviación llegaba demasiado tarde. El transbordador no estaba preparado para efectuar rápidos cambios de ruta. Sus especialidades eran la aceleración y el freno, pero nadie había hablado jamás de cambios de rumbo. Esta capacidad no necesitaba estar muy desarrollada mientras el aparato volara con arreglo a un plan. Además, existía un proyecto para vender el transbordador a instituciones oficiales y científicas, y en semejante caso se hablaba de las ventajas del ingenio; no de sus posibles puntos flacos.


El miedo se apoderó de Richard McHenry. Con los ojos clavados en la pantalla, intentó captar el movimiento que debía hacerse visible en cuanto comenzaran a trabajar las toberas de mando. La Luna ya no era un disco. Ahora llenaba por completo la pantalla y se había convertido en un infernal paisaje de roca gris, blanca luz y negras sombras. La mirada del piloto se posó en un prominente cráter y creyó comprobar que el vehículo se movía hacia un lado. Pero lo hacía demasiado despacio. La circunferencia de la enorme boca aumentaba con mayor rapidez que aquella con la que se producía su cambio de posición.
Las ideas se confundieron en la mente de Richard McHenry. Con frecuencia se había visto cerca de la muerte, pero nunca de modo tan irremediable. El conocimiento le fallaba. El miedo a morir parecía hacer un nudo en su cerebro. El hombre no supo ya qué veía, y perdió la noción del paso del tiempo. La desgarrada superficie lunar se le antojó una horrible mueca de la parca. Su interior se rebelaba contra la despiadada suerte que le condenaba a estrellarse contra aquel cuerpo celeste sin vida… y a la máxima velocidad alcanzada jamás por una astronave tripulada. McHenry empezó a gritar. Chillaba con tanta fuerza, que los oídos le retumbaban en la estrechez del casco. Vio cómo se desparramaban los detalles del suelo de la Luna, escurriéndose hacia todos lados como si tuvieran prisa en abandonar el lugar del choque. El piloto se mordió la lengua y notó el sabor salado de la sangre…
En aquel instante de supremo terror saltó una chispa en alguna parte del martirizado cerebro de McHenry. Acababa de romperse un puente sobre el que hasta entonces se habían movido ordenadamente sus pensamientos e impresiones.
Y de súbito se produjo en la existencia de Richard McHenry una drástica transformación.
Estaba apoyado en el mostrador de un pequeño bar. No conocía el establecimiento ni a la gente que había en él. Tenía un vaso delante. Lo tomó asombrado y bebió un trago. Whisky de centeno con jengibre, como siempre. Estaba tan atónito que fue incapaz de formular pensamiento alguno durante unos instantes. Simplemente permaneció sentado, con la mirada fija que no veía nada.
Se había estrellado contra la Luna, ¿no? El transbordador no había podido ser frenado. Vehículo y cadáver se encontrarían en cualquier parte entre Lassell y Guericke, al nordeste del Mare Nubium. ¿Era aquello el reino de los muertos? ¿El bar y su dueño, un hombre en mangas de camisa? ¿Con el televisor al fondo? ¿Y con todos los demás clientes?
¿O había sido sólo un sueño? Quizá todavía estaba soñando… ¿Pudo ser producto de su calenturienta fantasía ese vuelo de prueba en el transbordador? O tal vez se había realizado un milagro. Una fuerza desconocida le había arrancado del aparato en el último momento, trasladándole al bar… Que justamente fuera esta idea la que le pareció más admisible, demuestra cuál era el estado mental de Richard McHenry. Sí, el destino le había hecho un regalo. La vida. Pero no debía hablar sobre ello. Ni siquiera pensar en semejante misterio. De otro modo, el destino se cansaría de él y le arrebataría lo que con tan imponente generosidad le había concedido. Era como el niño del cuento, al que un hada regaló una jarra de leche que nunca se vaciaría, mientras no contara cómo se había convertido en dueño de tan maravillosa vasija. El pequeño resistió la tentación durante un par de días, pero luego fue incapaz de negar la respuesta a las curiosas preguntas. Explicó la historia y, cuando de nuevo quiso servirse leche de la jarra, la halló vacía.
Tenía que procurar pasar desapercibido. Y sobre todo averiguar dónde había ido a parar. Una rápida mirada al calendario colgado junto al televisor le causó el primer susto. El 13 de septiembre de 1999. El día en que debía tener lugar el vuelo de prueba a la Luna. El reloj de su muñeca marcaba la una y cuarenta y cuatro. Pero no debía funcionar bien, ya que el de la pared señalaba las nueve y quince. McHenry dedicó su atención al televisor. Nada le aclaró el documental que proyectaban. Sólo un cuarto de hora más tarde hubo una interrupción del programa. Apareció en la pantalla el multicolor pavo real de la National Broadcasting Corporation, y la voz de un locutor invisible anunció:
"Aquí canal cinco, WFLC, Florence, Carolina del Sur. Son las veintiuna treinta". 
A continuación dio comienzo un nuevo programa, que no interesó a Richard McHenry. Éste vació su vaso y pagó. El hombre del bar dijo:
—¡Buen viaje, señor! ¿Está seguro de que podrá llegar esta misma noche a Florida?
Sin pensarlo apenas, Richard McHenry hizo un gesto con la mano.
—¡Claro que sí! —repuso con voz firme—. Sólo hay unos centenares de millas, y además estoy perfectamente sereno.
El camarero esbozó una risita. McHenry saludó y salió al exterior. Un aire húmedo y caliente le dio en la cara. De pronto, el piloto comprendió que la pregunta del hombre era más significativa de lo que de momento había creído. Sabía que él se dirigía a Florida. ¿Quién se lo había dicho? Hasta la hora de pagar, Richard no había cruzado palabra alguna con él. Además, ni él mismo sabía cuál era su destino. Recordó los primeros segundos de su… —¿cómo decirlo?—, de su aparición, cuando se encontró de repente en un taburete de bar, en vez de continuar en la cabina llena de aceite del transbordador. Nadie se había extrañado de verle allí. Al menos no recordaba que nadie hubiese mostrado sorpresa ¿Qué explicación tenía eso? Sólo una: Que durante todo el rato hubo seguramente un segundo Richard McHenry a su lado o, mejor dicho, en su lugar. Un segundo Richard que en algún momento había entrado en el bar como un cliente completamente normal, sentándose ante el mostrador.
Y ese hombre, el doble de McHenry, debió hablar con el encargado o propietario del local, y a lo largo de la conversación le habría dicho que aquella misma noche pensaba llegar a Florida. Hasta ese punto la cosa era bastante lógica. Pero había una dificultad. ¿Qué había sido del doble al presentarse el verdadero Richard McHenry?
Delante del bar se extendía un aparcamiento. Richard buscó en el bolsillo derecho de su pantalón y halló las llaves que allí solía llevar. Ford Motor Company, Lincoln. Continuó adelante y, ya desde lejos, descubrió su Mark 8 de color azul turquesa, modelo descapotable; el mismo automóvil que condujera hasta el momento de volar a la estación interplanetaria para entrenarse de cara al vuelo de prueba en el transbordador. Incluso el número de matrícula era exacto: 19 WW-23146, Florida, Sunshine State, 1999 a 2000.
McHenry entró en el coche. Las llaves encajaban. El motor se puso en marcha con un zumbido. Richard accionó la palanca que hacía subir la capota. Con cuidado abandonó el lugar de estacionamiento y enfiló la carretera. Minutos después vio un indicador: "Interstate 95, South". Siguió aquel camino y llegó a la autopista. Graduó el cruisomatic a 75 millas por hora y, en adelante, sólo tuvo que ocuparse del volante. Conectó la radio y dejó que una suave música ligera, interrumpida por anuncios, invadiera el vehículo. Tenía mucho en que pensar.
Los razonamientos que se hacía se acercaban de manera asombrosa, en muchos puntos, a las leyes naturales que, siglos más tarde, había de establecer e interpretar la cronosofía. Parte de estas reflexiones pasó a la posterioridad en forma de correspondencia mantenida meses después entre Richard McHenry y su más íntimo amigo, y constituyen hoy lectura obligada para todo estudiante de cronosofía.
El piloto pensó que no podía haber un solo nivel de existencia, sino varios. En sus cartas empleaba esta misma expresión. La cronosofía usa, por el contrario, el concepto de condiciones universales o, simplemente, universos. McHenry llegó a la conclusión de que, por lo general, la vida de una persona se desarrolla en una única esfera de existencia. No así en su caso. La tremenda presión psíquica de los momentos anteriores al choque del transbordador contra la superficie lunar le había arrancado, por lo visto, del nivel acostumbrado para lanzarle a otro muy distinto, aquel en que Richard, en vez de prepararse para el peligroso vuelo en la estación espacial, permanecía sentado en un bar de Florence, localidad de Carolina del Sur, con el propósito de trasladarse aquella misma noche a Florida.


Pero la hipótesis de los diversos niveles de existencia no explicaba la presencia de otro McHenry, del doble que estuvo en el bar antes que el auténtico y conversó con el dueño. Más lógico era pensar que el doble debía ser trasladado a su vez a otra esfera, al presentarse el verdadero McHenry. Eso demostraría la existencia de una reacción en cadena según la cual, en cada nivel, un McHenry ya aparecido era, irremisiblemente, expulsado por otro. Y uno tenía que ser, por fin, el condenado a pilotar el transbordador y estrellarse contra la Luna.
Esta idea produjo remordimientos de conciencia a Richard McHenry. Si su teoría era cierta, él era responsable —voluntaria o involuntariamente— de que otro McHenry hubiese perdido la vida. Desde luego, Richard no se habría hecho semejantes reproches si hubiera conocido las leyes de la cronosofía. Porque su hipótesis era equivocada en ese punto. No existía ninguna reacción en cadena en cuyo transcurso los McHenry se arrojaran mutuamente de las esferas existenciales. Sólo tenemos un sinnúmero de posibles condiciones universales, en cuya totalidad se hallan realizados los acontecimientos y las circunstancias imaginables. Hay, pues, un gran número de universos en los que un McHenry se estrella en su transbordador contra la Luna. Y existe casi el mismo número de circunstancias en las que un Richard McHenry se encuentra de pronto sentado en un bar desconocido y recuerda que, segundos antes, estaba a punto de aplastarse contra la superficie del satélite. Según las leyes de la cronosofía, no debe preguntarse por el "antes". Para el hombre sólo resultan esenciales las condiciones universales que su razón le permite comprender. La investigación de otras circunstancias escapa incluso a la lógica más desarrollada.
Poco después de las once, la emisora que Richard McHenry había tenido puesta hasta entonces interrumpió su programa para dar paso a una voz masculina evidentemente impresionada:
—Estimados radioescuchas: Trasmitimos un boletín que acabamos de recibir. Como quizá ya sepan, se proyectaba probar en estos días, de manera ya definitiva, el nuevo transbordador lunar construido por el consorcio United Aerospace Industries. La estación espacial nos comunica que el primer vuelo de prueba ha dado comienzo hace media hora, aproximadamente. La nave lleva sólo un piloto a bordo y todo parece indicar que este hombre lucha con serias dificultades. Establecemos conexión con la estación interplanetaria.
Hubo una breve pausa. Desconcertado, McHenry observó que era exactamente la misma hora en que, después de la vuelta dada por el asiento del piloto, había esperado que los frenos empezaran a funcionar. Lo había olvidado. Las reflexiones sobre los niveles de existencia le distrajeron.
A través de la radio surgió ahora, envuelta en factores perturbadores, la voz de un técnico de la estación espacial:
—Habla Jeff Cooper en nombre de UAI. El transbordador despegó hoy, a las veintidós horas treinta y ocho minutos según el horario Este de verano, en dirección a la Luna en su primer vuelo de prueba. La distancia de aproximadamente ciento noventa mil kilómetros que separa la estación del punto de conmutación, es decir, del punto en que hay que pasar de la aceleración positiva a la negativa, fue cubierta en treinta y dos minutos. Un fallo impidió que se pusiera en marcha el dispositivo de freno y, en estos momentos, el vehículo avanza a gran velocidad, por inercia, contra nuestro satélite. El equipo dirigido por Karl Wetzstein, director de vuelo, trabaja febrilmente para descubrir el fallo y hacer posible el alunizaje seguro de la nave. Dentro de escasos minutos… ¡Un momento, señores, recibo más información!
Se oyeron unos murmullos. Al cabo de pocos segundos volvió a oírse la voz del locutor, ahora francamente dominada por la angustia.
—Acaban de comunicarme que el fallo no se debe a un relé defectuoso situado en la calculadora de a bordo. Dicho relé ha sido sustituido manualmente, pero los frenos siguen sin responder. Por desgracia, el tiempo perdido con los desesperados intentos es demasiado, por lo que, dada la velocidad del vehículo, existen pocas esperanzas de salvación para la nave. Hay que contar, pues, con que el transbordador se estrelle con su piloto Rich… ¡Un instante, señores, vuelven a interrumpirme!
Y, apartando el micrófono: 
-¿Qué hay ahora?
Un silencio, murmullos ahogados y luego, durante varios segundos, nada. Por último volvió la voz del locutor, solemne y patética:
-Damas y caballeros, debo tristemente informarles que la nave se ha estrellado hace unos momentos contra la superficie de la Luna. Les habla Jeff Cooper. Me despido de ustedes y devuelvo la conexión a la emisora.
El hombre de la radio había esperado que le dieran la entrada. Estaba preparado. Los oyentes no debían tener ocasión de reflexionar sobre el accidente. Era imprescindible que antes conocieran la opinión de los técnicos.
-Aquí radio WBOR, Riceboro, Georgia. Estimados radioescuchas: La catástrofe que acaba de producirse en la Luna nos ha conmovido profundamente a todos. Intentamos imaginar lo sucedido, pero temo que ustedes, como yo, no posean conocimientos técnicos suficientes para explicarse la desgracia. Por lo tanto paso el micrófono a nuestro experto en vuelos espaciales, el doctor Milton Kuhn, quien…
Richard McHenry desconectó el aparato. Las palabras del locutor seguían sonando en sus oídos y confirmaban la sospecha que ya le había asaltado a bordo del transbordador: Que a los hombres encargados de preparar el viaje les importaba más el éxito de su cometido que la seguridad del piloto de pruebas.
Jeff Cooper había hablado de las pocas esperanzas de salvación para la nave. ¡No para el piloto sino para la nave! También había dicho que era de temer que el transbordador se estrellara con su piloto. ¡No que se estrellara el piloto con el transbordador! Y luego la noticia del choque del vehículo contra la superficie lunar. Ni una palabra más sobre el piloto de pruebas que forzosamente había perdido la vida.
El solitario automovilista sintió una ira incontenible. ¡Al diablo merecía ser enviada toda aquella camarilla maldita, que sólo pensaba en el triunfo de la técnica y no daba valor alguno a la vida del hombre a quien, a fin de cuentas, debían su éxito! Recordó perfectamente el miedo experimentado cuando intentaba suplir el relé estropeado, cuando transcurría minuto tras minuto y la Luna estaba cada vez más cerca.
La cólera pudo más que él y, bajo la carga emocional, volvió a producirse una chispa en su cerebro. Un nuevo puente se hundió en su conciencia.
Se hallaba atado a su sillón de la nave. La presión producida por la aceleración le comprimía duramente contra los almohadones rellenos de aceite. Con toda su energía trataba de vencer el pánico que se iba apoderando de él, porque el recuerdo del viaje nocturno por la autopista de Georgia estaba todavía fresco en su mente. La misma inexplicable fuerza que ya una vez le arrojara de un nivel de existencia a otro, acababa de jugar de nuevo con él.


A través del receptor instalado en el casco le llegó la voz de Karl Wetzstein con su acento alemán:
—Punto de conmutación menos treinta segundos, Dick —dijo tan tranquila—. ¿Cómo te encuentras?
—Mareado por la velocidad —respondió McHenry.
Era increíble, en otra ocasión había pronunciado ya las mismas palabras, y ahora acababa de repetirlas sin saber lo que decía. Wetzstein rió.
—Eso me gusta. ¡Faltan quince segundos!
Y de súbito, a los quince segundos, cesó la presión. Calló el grupo motopropulsor. El sillón empezó a girar. En nueve segundos y medio describió una rotación de ciento ochenta grados. También se movían la consola y el cuadro de mandos. Richard McHenry dominó el impulso de arrojarse sobre la consola y separar el acoplamiento que unía el grupo motopropulsor de la máquina calculadora. Pero todavía no era prudente. No sabía si la historia se repetiría.
—… Tres…, dos…, uno… —contó Wetzstein.
Una exclamación ahogada y un grito brotaron del receptor. Richard McHenry, ahora sin peso y sólo impedido en sus movimientos por el viscoso aceite, se levantó para inclinarse sobre la consola. El receptor llevaba un rato desconectado. Cuando volvió a cobrar vida, Karl Wetzstein dijo:
—Tenemos un problema, Dick. Pero no hay motivo de alarma.
—¡Sí que lo hay! —gritó McHenry, antes de que el científico pudiera continuar—. Y yo mismo estoy tratando de solucionarlo.
Pulsó un botón tras otro. En primer lugar, una tecla que decía Manual Override. Con ello tenía el vehículo en su poder. Los de la estación espacial ya no podían actuar sobre el aparato.
—¡Dick, escucha, hombre! —suplicó Wetzstein—. Sólo es un relé defectuoso, que desde aquí…
—¡Al diantre con tu relé! —bramó Richard McHenry, furioso—. No quiero estrellarme contra la Luna. ¡Además no es el relé lo que falla!
—¡Dick! —La voz de Karl Wetzstein adquirió de pronto un tono cortante e imperioso—. Reaccionas de manera irresponsable. Te ordeno que…
—¡Cierra el pico!
El técnico quedó un instante sin saber qué decir. Cuando habló de nuevo, lo hizo de otro modo. Evidentemente había llegado a la conclusión de que el piloto estaba a punto de perder el juicio y que sólo se le podría volver a la razón con palabras sensatas y reposadas.
—Dick, te ruego que desconectes el Manual Override.
—¡Un cuerno! —jadeó McHenry—. He puesto en marcha las toberas de mando e intento pasar por el borde de la Luna.
—¡Repito que la situación no es tan crítica! —insistió Karl Wetzstein—. Sólo hace falta salvar el relé y frenar luego con algo más de fuerza.
—¡No es el relé! —repuso de nuevo McHenry.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé de sobra, y además voy a decirte una cosa: Ustedes, los de abajo, piensan únicamente en el transbordador. Sólo les importa el resultado del vuelo. Mi seguridad no preocupa a nadie. ¡Allá ustedes con su conciencia! Pero entérate de que a mí sí que me interesa mi vida, ¿oyes? Si tengo suerte, pasaré con el vehículo por encima de la Luna. En otra ocasión podemos intentar el vuelo nuevamente, pero ahora…, ¡ahora déjame en paz!
Wetzstein se tomó muy a pecho las palabras de McHenry. El contacto con el transbordador se mantuvo, pero no se cruzaron más palabras. A los pocos minutos se demostró el éxito de las operaciones realizadas por el piloto. Las toberas de mando habían entrado en acción y, poco a poco, la nave fue empujada hacia arriba. "Arriba" significaba en este caso, dada la falta de peso de McHenry, la dirección en que se hallaba la pantalla. Paulatinamente, la Luna empezó a deslizarse hacia abajo. Muy pronto quedó confirmado que la maniobra no podía haberse retrasado ni en un segundo más. El transbordador pasó junto a la Luna sin sufrir daño alguno, pero en el punto de la distancia mínima la separaban del satélite veinte kilómetros escasos.
Richard McHenry volvió a ponerse en comunicación con el jefe de vuelo. El vehículo continuaba deslizándose por el espacio a la misma velocidad. Wetzstein y el piloto acordaron que McHenry debía accionar a mano el giroscopio que permitía al transbordador girar alrededor de su reducido eje. El proceso requirió más de media hora. Ése era el motivo por el cual Richard ya no había considerado antes tal posibilidad. Sólo después de haber dado la vuelta la nave pudo ser puesto nuevamente en funcionamiento el grupo motopropulsor de proa y utilizado para frenar el aparato. Mientras tanto en la estación interplanetaria habían preparado un plan de vuelo que permitiría a McHenry regresar a la base sin hacer escala en la Luna. En la media hora de vuelo sin impulsión hasta más allá de nuestro satélite, el vehículo había recorrido casi trescientos sesenta mil kilómetros. El retorno le llevaría a McHenry día y medio. La enorme capacidad del grupo motopropulsor de la nave podía aprovecharse únicamente en una décima parte, dado que su mecanismo de dirección era accionado principalmente a mano, aunque siguiendo las órdenes de la estación interplanetaria. Poco antes del término del viaje, Richard McHenry tendría que volver a girar el transbordador para poder frenar la marcha.
Si hasta entonces el pueblo apenas se había interesado por los ensayos de una empresa privada, las noticias transmitidas después del espectacular salvamento de McHenry cuando estaba a punto de estrellarse contra la Luna se refirieron a un solo tema: El nuevo transbordador. El piloto regresó a la base en condiciones bastante buenas, aunque un poco hambriento. De haber funcionado todo del modo previsto, tras el alunizaje hubiera ocupado durante un día la solitaria estación lunar automática, que contaba con suficientes provisiones.
Richard fue trasladado sin demora a la Tierra, donde la UAI le mantuvo alejado de toda publicidad durante un par de días. La importante agrupación industrial no había olvidado aún el informe del jefe de vuelo, según el cual McHenry, pese a ser un prestigioso piloto de pruebas, había fallado en el momento decisivo, negándose a obedecer las órdenes. Y eso no se podía tolerar, sobre todo por prevalecer la opinión de que el problema técnico de a bordo era causado simplemente por el defecto de un relé, cosa que habría podido superarse.
Pero luego se comprobó la sensacional realidad, si bien ésta no llegó nunca a oídos del gran público. El relé resultó ser inocente. Lo que había fallado era un elemento de control del sistema propulsor de proa. Y para complicarlo todo aún más, el programa diagnóstico de la potente máquina calculadora de la estación espacial había dado una indicación equivocada, por culpa de un error de programación, echando la culpa de todo al relé. En consecuencia, Richard McHenry se habría estrellado efectivamente contra la Luna si hubiera hecho caso a su jefe. Sólo su terquedad le había salvado de una muerte segura, evitando asimismo la destrucción del costoso prototipo de transbordador.
Los de la UAI se preguntaban cómo pudo averiguar Richard McHenry que no era el relé lo que fallaba, pese al diagnóstico de la calculadora. Nadie lo entendía y el piloto se negó a dar explicaciones, por lo que oficialmente se atribuyó la salvación, con palabras más o menos ampulosas, al "instinto del experto astronauta".
Pero había otra cuestión para la que McHenry hallaba tan poca respuesta como los hombres de United Aerospace Industries a su problema. ¿Dónde quedaba el mundo en que el otro McHenry se había estrellado realmente contra la Luna? ¿Dónde se hallaba el otro nivel de existencia en el que, de noche, un Mark 8 volaba por la autopista de Georgia, y qué había ocurrido después que la fuerza del destino arrancara de un segundo a otro a McHenry de su asiento al volante del coche para devolverlo al transbordador lunar?
¡Pobre Richard McHenry! Unos siglos más tarde, las leyes de la cronosofía hubieran podido aclarar sus dudas, pero así tuvo que arrastrarlas consigo. Sabemos, a través de su testamento, que ese misterio ocupó su mente hasta el final de sus días.


FIN

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