2023/12/11

La fiesta de la inmortalidad (Aleksandr Aleksándrovich Bogdánov)


Título original: Prazdnik bessmiertia
Año: 1914


I
Habían transcurrido ya mil años desde que el genial físico Fride descubriera la inmunidad fisiológica, cuya activación permitía renovar los tejidos del organismo y mantener a la gente en un estado de eterna juventud. El sueño de filósofos, poetas, reyes y alquimistas medievales se había cumplido…
Ya no existían ciudades como antiguamente. Gracias a la facilidad y universalidad del transporte aéreo, la gente no temía las distancias y se instalaba por todo el planeta en lujosas villas rodeadas de flores y vegetación. Cada villa tenía un espectroteléfono, que las mantenía en contacto con teatros, periódicos e instituciones públicas. Cualquiera podía disfrutar en su propia casa con la actuación de sus cantantes favoritos, ver en su pantalla de cristal pulido una representación teatral, escuchar los discursos de distintos oradores, charlar con sus conocidos… 
En el lugar que antes ocupaban las ciudades, seguían funcionando los centros de la administración comunista, en cuyo perímetro se concentraban enormes rascacielos que albergaban tiendas, escuelas, museos y otras instituciones públicas. La Tierra se había convertido en un inmenso bosque de árboles frutales. Había también silvicultores dedicados a la cría de diversos animales salvajes en parques especializados. No se tenía nunca escasez de agua, pues se obtenía al unir oxígeno e hidrógeno por medio de la electricidad. Las zonas sombrías de los parques estaban iluminadas con fuentes que formaban cascadas. Abundaban los estanques, que despedían reflejos plateados a la luz del sol y en cuyas aguas vivían peces de todas las especies imaginables, creando un hermoso paisaje. En los polos se usaban sales radiactivas artificiales para derretir los hielos y por la noche surgían lunas eléctricas que proporcionaban una suave y acogedora iluminación.
Solo una amenaza pesaba sobre la Tierra: La superpoblación, ya que nadie moría. La asamblea legislativa popular había aprobado la propuesta de ley del gobierno por la que a cada mujer se le permitía, en su interminable vida, procrear no más de treinta vástagos. Los que sobrepasaran esa cifra deberían, al alcanzar su madurez de quinientos años, trasladarse a otros planetas en naves selladas herméticamente. La longevidad humana daba ocasión a realizar largos viajes y, aparte de la Tierra, se habían colonizado todos los planetas próximos del sistema solar.

II
Por la mañana, tras levantarse de su lujosa cama hecha de aluminio y fibra de platino, Fride se dio una ducha fría, hizo sus ejercicios de gimnasia habituales, se enfundó su ligera vestimenta térmica —que refrescaba en verano y calentaba en invierno—, y desayunó las nutritivas tortitas químicas de siempre con extracto de madera refinada, que tanto recordaban por el gusto al vino de Besarabia. Todo eso le ocupó alrededor de una hora. Para no perder el tiempo mientras se aseaba, había instalado en el baño un micrófono que le conectaba con el servicio de prensa, para así poder escuchar las noticias. Todo su cuerpo rebosaba vitalidad e irradiaba energía positiva; era fuerte, atlético, como si estuviera hecho únicamente de músculos y huesos.
Fride recordó que, justo ese día a las doce de la noche, se celebraba el milenario de la inmortalidad… ¡Mil años! Y, sin querer, se puso a repasar mentalmente lo que había vivido hasta entonces… En la habitación de al lado estaba la biblioteca de sus propias obras, unos cuatro mil volúmenes escritos todos por él. Eso incluía su diario, interrumpido a sus ochocientos cincuenta años de vida y que constaba de sesenta enormes folios dobles en formato de libro, escritos con un sistema silábico que recordaba a la antigua estenografía. Detrás del despacho, se encontraba su taller de pintura y, junto a éste, el de escultura. A continuación había una sala al estilo de un decadente nocturno, en la que Fride componía sus poemas. Finalmente, la sala sinfónica, con sus instrumentos de cuerda para orquesta, que tocaba con artilugios mecánicos de todo tipo con los que obtenía una intensidad y potencia sin parangón.
En la parte de arriba, encima de la casa, estaba el laboratorio. Fride era un hombre de genialidad polifacética, al igual que uno de sus antepasados por parte de madre, Bacon, que fue no sólo un gran científico sino también dramaturgo, cuyas obras durante mucho tiempo se atribuyeron a Shakespeare. A lo largo de todo el milenio, Fride había mostrado su talento en prácticamente todas las esferas de la ciencia y el arte. De la química, que había consumido buena parte de sus energías intelectuales, pasó a la escultura. Durante ochenta años fue un famosísimo escultor, que legó al mundo numerosas obras magníficas. De ahí pasó a la literatura; en cien años escribió cerca de doscientos dramas y unos quince mil poemas y sonetos. Después se dejó seducir por la pintura, campo en el que no destacó especialmente; en cualquier caso, dominaba a la perfección la técnica artística y, con una práctica de más de cincuenta años, los críticos coincidían en pronosticarle un brillante futuro. Cuando ya era una persona en la que van decayendo los ánimos, aún trabajó otros cincuenta años, para después dedicarse a la música. Compuso varias óperas que tuvieron cierto éxito. Y así, en diversos momentos de su vida, fue pasando por la astronomía, la mecánica, la historia y, finalmente, la filosofía. 
Después cayó en un estado en el que ya no sabía qué hacer… Su prodigiosa mente absorbía como una esponja todo lo que producía su cultura contemporánea y decidió volver entonces a la química. Se dedicó a experimentar en su laboratorio y resolvió el único problema que aún le quedaba por superar a la raza humana desde los tiempos de Helmholtz: La autorregeneración de los órganos y la reanimación de la materia muerta. No había más problemas aparte de éste. Fride trabajaba por las mañanas; desde su dormitorio se iba directamente arriba, al laboratorio. Mientras ponía los matraces en el calentador eléctrico y repasaba mentalmente las fórmulas que tan bien conocía sin necesidad siquiera de apuntarlas, le invadía un extraño sentimiento, que en los últimos tiempos se había hecho recurrente. Los experimentos ya no le interesaban ni atraían. Hacía mucho que en sus estudios ya no sentía el entusiasmo de antaño, en el que se vaciaba su alma y que le inspiraba al tiempo que le llenaba de felicidad. Las ideas fluían por los mismos canales que ya se sabía de memoria; cientos de fórmulas llegaban y se iban con las aburridas combinaciones de siempre.
Ese día, con una penosa y abrumadora sensación de vacío en el alma, de pronto se detuvo a pensar: "El hombre material se ha convertido en un dios… Puede reinar sobre el mundo y el espacio. ¿Pero realmente aquella idea, que los hombres de la antigua era cristiana consideraban inabarcable, podía tener límites? ¿Es posible que el cerebro, formado nada más que por un conjunto de neuronas, sea capaz de producir un número limitado de ideas, imágenes y sentimientos… y nada más? Si eso es así…" Y entonces el miedo al futuro se apoderó de él. Con gran alivio por su parte, en aquella ocasión —al contrario de lo que solía ocurrirle mientras estudiaba—, se le escapó un profundo suspiro al oír la melodía del reloj automático que indicaba el final de la jornada laboral.


III
A las dos de la tarde Fride se dirigió al comedor público, que frecuentaba a diario solo por el hecho de verse con su ingente descendencia, a la mayoría de la cual ni siquiera conocía. Tenía alrededor de cincuenta de sus hijos en edad madura, dos mil nietos y varias decenas de miles de bisnietos y tataranietos. Su descendencia estaba dispersa por distintos países e incluso distintos mundos, y perfectamente habría bastado para poblar alguna de las ciudades de la antigüedad. Fride no experimentaba por sus hijos o nietos sentimiento familiar alguno, como el que se daba entre los seres humanos del pasado. Su familia era demasiado grande para dar cabida en su corazón a todos y cada uno de sus miembros. Él los quería con ese mismo amor noble y abstracto que se tiene por la humanidad en general. En el comedor recibió las habituales muestras de respeto y luego se presentó un hombre aún muy joven, de unos doscientos cincuenta años. Era su bisnieto Margo, que había hecho importantes hallazgos en el campo de la astronomía. Acababa de regresar después de una ausencia de veinticinco años motivada por una expedición a Marte, y ahora estaba relatando con entusiasmo su viaje:
—Los habitantes de Marte —contaba— son súper hombres: Adoptaron con rapidez todas las grandes conquistas del ser humano. Tenían la intención de enviar instructores a la Tierra, pero su enorme estatura supone un obstáculo para llevarlo a cabo y ahora están centrados en la construcción de grandes naves voladoras.
Fride escuchaba distraído lo que se contaba sobre la flora y fauna de Marte, sobre sus canales, sobre las ciclópeas construcciones marcianas… Y todo lo que decía Margo con tanto ardor realmente le traía sin cuidado. Trescientos años antes él fue uno de los primeros que voló a Marte y residió allí cerca de siete años. Después hizo dos o tres viajes menores al mismo destino. Conocía cada palmo de la superficie de Marte mejor que la de la propia Tierra. Sin embargo, para que su bisnieto no se ofendiera ante la falta de atención, preguntó:
—Dime, mi joven colega, ¿no te habrás encontrado allí por casualidad con mi amigo Levionah? ¿Qué ha sido de él?
—Pues claro que le he visto —respondió vivamente Margo—. Ahora anda ocupado en la construcción de una formidable torre tan grande como el Elbrus.
—Ya lo suponía… —dijo Fride con una intrigante sonrisa—. Yo mismo predije que llegaría un día en que los marcianos serían auténticos apasionados de las grandes construcciones. Pero ahora, por favor, discúlpame, y hasta pronto. Tengo que atender cierto asunto urgente. Te deseo mucho éxito.

IV
Margarita Anch, una lozana mujer de unos setecientos cincuenta años, que era la última esposa de Fride y de cuya relación ya empezaba éste a cansarse, presidía el círculo de amantes de la filosofía. Varios kilómetros antes de llegar a la villa de Margarita, Fride avisaba de su presencia con un fonograma; aunque estaban casados, vivían separados, para tener cierto margen de autonomía mutuo. Margarita esperaba a su marido en la alcoba llamada "de los secretos y las maravillas", un increíble pabellón en el que todo aparecía cubierto de un suave color ultracromático, el octavo del espectro, desconocido por la gente de la antigüedad con un sentido de la vista poco desarrollado, al igual que los salvajes desconocían lo que era el color verde. Una preciosa túnica de seda hasta las rodillas, para mayor libertad de movimiento, realzaba su esbelta figura. Su alborotada melena negra le caía por la espalda en largos mechones ondulados. Un delicado perfume flotaba a su alrededor.
—Me alegro mucho de verte, mi querido Fride —dijo, tras darle un beso en su prominente y marmórea frente—. Te necesito para un asunto muy importante.
—Lo intuí la última vez que hablamos por el telefonoscopio —respondió Fride—. Reconozco que entonces me sorprendió tu tono misterioso. Bueno, ¿de qué se trata? ¿A qué viene tanta urgencia?
—No podía evitarlo, mi amor —dijo ella con una coqueta sonrisa—. Dirás que es un capricho, pero a veces surge un deseo al que es muy difícil negarse. Por cierto, ¿dónde celebraremos esta noche la Fiesta de la Inmortalidad? Además, justo hoy, por si no te acordabas, se cumplen ochenta y tres años de la celebración de nuestra boda.
"¡Vaya!", pensó para sí, y respondió con desgana:
—No lo sé. Todavía no lo he pensado.
—Pero lo celebraremos juntos, ¿verdad? —preguntó Margarita con algo de inquietud.
—Sí, por descontado —respondió él con cierta desazón, mientras improvisaba un rápido cambio de tema—. ¿Cuál es ese asunto tan importante?
—Ahora mismo te lo diré, cariño mío… Quisiera preparar una sorpresa para el nuevo milenio. La idea que estás a punto de conocer me ronda la cabeza desde hace ya varias décadas y, por fin, ha adquirido su forma definitiva.
—Mmm… ¿es algo salido de tu irracional pragmatismo? —bromeó su marido.
—¡No, claro que no! —respondió ella con una enorme sonrisa.
—¿Entonces algo relacionado con política? Las mujeres en eso siempre quieren ir por delante de nosotros…
Ella se echó a reír.
—Eres un estupendo adivino, querido. Sí, me dispongo a formar un grupo con el que podamos dar un golpe de Estado civil en todo el planeta. Y ahí es donde necesito tu ayuda. Tienes que unirte a nosotros para difundir mis ideas. Te será muy fácil, con la cantidad de relaciones e influencias que tienes.
—Bueno, depende del carácter de tus planes —respondió Fride después de pensárselo un momento—. De antemano no puedo prometerte nada.
Ella frunció ligeramente el ceño y continuó:
—Mi plan es derribar las últimas trabas legales que aún tienen a la gente atada de pies y manos, aquí en la Tierra. Que cada individuo por separado aspire a tener lo que en la Antigüedad se llamaba su propio gobierno, su autonomía. Que nadie se atreva a ponerle cadena alguna. Sólo la economía debería obedecer a un poder centralizado…
—Pero ¿no es así como están organizadas ya las cosas? —objetó él—. Dime, ¿cuándo y cómo ve el ciudadano coartada su voluntad? 
Su mujer explotó y se dirigió a él acaloradamente:
—¿Y la ley que restringe a treinta el número de nacidos que puede considerar una mujer como hijos suyos? ¿Es que eso no es una restricción? ¿Acaso no estamos ante una violenta represión de la personalidad de la mujer? Claro que ustedes, como hombres, no se ven en absoluto reprimidos por esta medida.
—Pero se trata de una ley que responde a necesidades económicas…
—Entonces, deben ofrecerse soluciones basadas en la sabiduría del intelecto y no en los avatares de la naturaleza. ¿Por qué debo renunciar a mi trigésimo quinto hijo, al cuadragésimo y así sucesivamente, y en cambio puedo quedarme con el que haga el número treinta? Puede que este último resulte penosamente mediocre y el que desechamos llegue a ser un genio. Que se queden en la Tierra los más fuertes y dotados, y se envíen a otros planetas a los más débiles. La Tierra debería ser una reserva de genios.
Fride refutó el argumento con frialdad.
—Todo esto no es más que una fantasía irrealizable y, por lo demás, nada original. Hace ciento cincuenta años el biólogo Madlen ya se expresaba con ideas similares. No se puede romper el orden de las cosas que parece más razonable. Además, puedo asegurarte que las mujeres de la Antigüedad no opinaban así; tenían lo que se llama compasión maternal: Querían más a los hijos más débiles y desafortunados que a los fuertes y hermosos. No, me niego a colaborar contigo en esto. Es más, como miembro del gobierno y en nombre del Consejo de los Cien, ejerzo mi derecho de veto sobre tus actos.
—Pero tú, como genio que eres, ¡no debes temer un golpe!
—Sí, claro… pero, como genio que soy, presiento el caos que se adueñará de la Tierra tan pronto como la cuestión de la segregación por nacimiento quede sujeta al libre albedrío de los ciudadanos. Se desatará tal lucha por la dominación del planeta que la propia raza humana perecerá. Es verdad que de todas formas desaparecerá irremediablemente al sufrir un colapso por estancamiento —concluyó Fride como si hablara consigo mismo—, pero eso no quiere decir que tengamos que acelerar ese momento fatal.
Margarita guardó silencio. No se esperaba una reacción así. Después se volvió con frialdad, adoptó una pose clásica de perfil, y dijo ofendida:
—¡Haz lo que quieras! Ya me he dado cuenta de que últimamente algo no va bien en nuestras relaciones. No sé, tal vez te has cansado de mí.
—Es posible —respondió él secamente—. Hay que hacerse a la idea de que el amor en la Tierra no es algo eterno. En el transcurso de mi vida, tú eres la décimo octava mujer con la que he contraído matrimonio, y la nonagésimo segunda a la que he amado.
—¡Faltaría más! —exclamó ella con ira, al tiempo que se mordía los labios y el rubor teñía su rostro ligeramente bronceado—. Ustedes exigen a la mujer que les rinda fidelidad eterna, mientras se reservan el derecho a engañarlas.
Fride se encogió de hombros.
—La ley del más fuerte, en eso sustentas toda tu teoría.
La mujer temblaba de consternación, pero supo dominarse y, con tanto aplomo como orgullo, declaró:
—Muy bien, nos separaremos. No hay más que hablar. Le deseo mucha suerte de aquí en adelante.
—¡Y yo le deseo lo mismo, de todo corazón! —respondió Fride, en un tono que no resultara incisivo.
El único sentimiento que él experimentaba en ese momento era el de una insufrible angustia. Treinta y una veces había tenido que escuchar esas mismas palabras en las discusiones con las mujeres, soportando esa misma expresión en su rostro, el mismo tono, los mismos ojos.
"¡La misma historia de siempre! Y ¡qué harto estoy de todo esto!", pensó, mientras se acomodaba en su elegante, como de juguete, aeronave.


V
Fride pasó la velada en la nave restaurante, a una altura de cinco mil metros, en compañía de la multitud de jóvenes reunidos con motivo de la llegada de Margo. Se sentaron a una gran mesa giratoria, cuya tabla superior rodaba sobre unos railes flotantes, gracias a lo cual traía y se llevaba flores, frutas y un tipo de bebida espirituosa con un aroma peculiar y muy agradable al paladar. Abajo, brillaba la Tierra con sus cegadores fuegos fatuos. Por la red de carreteras, perfectamente apisonadas, circulaban los vehículos de algunos deportistas, que de vez en cuando se permitían el lujo de desplazarse con este antiguo medio de transporte. Las lunas eléctricas, con su resplandor fosforescente, teñían de una suave luz azulada jardines, villas, canales y lagos; la Tierra, en ese juego de luces y sombras, parecía una redecilla bordada con hilos de plata transparentes. Los jóvenes presentes se deleitaban en la contemplación de esa hermosa panorámica, especialmente Margo, que llevaba veinticinco años sin pisar la Tierra… Hizo girar una palanca y el sillón en el que estaba se elevó sobre la altura de la mesa, de modo que todos podían ver al que se disponía a hablarles.
—¡Amigos míos! ¡Propongo un brindis y cantar nuestro himno en honor del Cosmos!
—¡Magnífico! —se sumaron con alegría los congregados—. ¡Un brindis, un himno!
En estas celebraciones solían cantarse los himnos nacionales, compuestos por los grandes patriarcas. De ahí que a la primera propuesta de Margo le siguiera una segunda:
—¡Amigos! Ya que esta noche nos hace el honor de acompañarnos nuestro querido patriarca Fride, propongo que cantemos su himno Inmortal.
Todas las miradas se dirigieron a Fride. Él seguía sumido en sus pensamientos y, cuando oyó su nombre, hizo una inclinación con la cabeza en señal de asentimiento. Con el acompañamiento de la gran orquesta sinfónica, las preeminentes voces masculinas y femeninas entonaron el himno, escrito en un tono eufórico y valiente que producía un efecto grandilocuente: 

Bendita alma unitaria del cosmos, 
en cada grano de arena, en cada estrella. 
Bendita tu omnisciencia, 
porque es la fuente de la vida eterna. 
¡Bendita inmortalidad, 
que iguala a todas las personas ante los dioses!

El sonido de estas palabras se esparcía en el aire con la solemnidad que le infundía la coral, como si se tratase de un cántico del propio cielo al acercarse a la Tierra desde sus abismales y enigmáticas profundidades. Sólo Fride seguía impasible, ajeno a todo lo que sucedía a su alrededor. Y, cuando concluyó el himno, de nuevo todas las miradas se centraron en él. Uno de los nietos con quien tenía más familiaridad, el químico Lynch, se atrevió a preguntar:
—¡Estimado patriarca! ¿Qué le ocurre? ¡No ha participado en el canto de su propio himno!
Fride alzó la cabeza. Por un momento pensó que no merecía la pena estropear la velada a la juventud reunida sembrando en ella la duda, pero enseguida otro pensamiento ocupó su lugar: Tarde o temprano todos experimentarían inevitablemente lo mismo que él. Y entonces dijo:
—Este himno no es más que un desvarío de mi cabeza. La omnisciencia y la inmortalidad no merecen ser bendecidas, sino malditas. ¡Sí, malditas sean!
Todos se volvieron sorprendidos hacia el patriarca. Él hizo una pausa, dirigió una atormentada e intensa mirada a todos los que le rodeaban, y continuó:
—La vida eterna es una tortura insufrible. Todo se repite en este mundo, así de cruel es la ley de la naturaleza. Infinidad de mundos se forman a partir del caos, se ponen en marcha, se extinguen, chocan unos con otros, se dispersan y de nuevo se forman otros. Y así hasta el infinito. Se repiten las ideas, los sentimientos, los deseos, los actos e incluso la propia reflexión de que todo se sucede de nuevo nos viene a la cabeza más de mil veces. ¡Es horrible!
Fride se sujetó la cabeza con ambas manos. Creía estar perdiendo el juicio. Todos estaban perplejos por sus palabras. Al cabo de un momento, Fride volvió a hablar, con firmeza y severidad, como quien hace un llamamiento al combate:
—¡Qué gran tragedia en el devenir del ser humano! ¡Dios le da la vida y él se convierte en un autómata que, con la precisión de un reloj, se repite a sí mismo indefinidamente! ¡Saber de antemano lo que hará el marciano Levionah o lo que dirá la mujer amada! ¡Un cuerpo eternamente vivo, que encierra un alma para siempre muerta, fría e indiferente, como un sol moribundo!
Ninguno de los que escuchaban sabía qué responder. El único que pudo reaccionar, al salir de su estupor, fue el químico Lynch, que se dirigió a Fride con las siguientes palabras:
—¡Querido maestro! En mi opinión, hay una salida a esta situación. ¿Y si pudiéramos regenerar las células del cerebro, volvernos a crear a nosotros mismos, transmutarnos?
—Eso no es ninguna salida —replicó Fride con una sonrisa de amargura—. Incluso si ese renacimiento fuera posible, implicaría que mi actual yo, con todos mis pensamientos, sentimientos y deseos, desaparecería sin dejar rastro. Comenzaría a pensar y sentir otro ser, ajeno y desconocido para mí. En la Antigüedad, se tenía la creencia de que el alma entra en otro cuerpo después de la muerte y se olvida de su anterior existencia. ¿En qué se diferenciará mi regeneración y renacimiento, respecto a la muerte y reencarnación en que creían los  hombres primitivos? En nada. ¿Merece la pena que el hombre, una vez alcanzada la inmortalidad, desperdicie su genio en intentar resolver el viejo problema de la muerte?
Fride interrumpió repentinamente su discurso, se desplazó con su sillón hasta el andén exterior y, con un saludo de despedida, dijo:
—Disculpen, amigos, que me retire. Para vergüenza mía, veo que con mi discurso les he arruinado la fiesta.
Y, cuando ya se había subido a su aeronave para regresar a la Tierra, les dijo alzando la voz:
—En cualquier caso, ¡sólo la muerte puede poner el punto y final a los sufrimientos del alma!
Esta intrigante exclamación desconcertó a todos los presentes y despertó en su corazón el turbio presentimiento de una desgracia inminente. Margo, Lynch y después todos los demás hicieron rodar sus sillones por el andén al que estaba anclada la estructura flotante y, un tanto alarmados, se quedaron mirando un buen rato la aeronave de Fride, que en medio de la oscura noche se alejaba balanceándose con sus brillantes luces de señalización de color azul.

VI
Fride ya había decidido suicidarse, pero le quedaba decidir el método. Su ciencia médica contemporánea era capaz de resucitar cadáveres y reponer diversos miembros del cuerpo humano. Todos los medios tradicionales para el suicidio —cianuro, morfina, carbono, ácido cianhídrico— eran inservibles. Podía volar su cuerpo en mil pedazos con un explosivo, o encerrarse en una cápsula proyectada al espacio y convertirse en satélite de algún lejano planeta. Pero finalmente se decidió por la incineración, además en su forma más bárbara y primitiva, la hoguera. Aunque la técnica de su tiempo permitía quemar con radiación una extensión enorme de materia en un instante, ¡la muerte en la hoguera! Eso sería al menos algo bonito. Dejó escrito en su testamento:

En los mil años de mi existencia, he llegado a la conclusión de que la vida eterna en la Tierra supone un círculo de repeticiones especialmente insoportable para un científico, que está en permanente búsqueda de cosas nuevas. Ésta es una de las contradicciones de la naturaleza, que yo voy a resolver con el suicidio.

Fue a la habitación de los secretos y maravillas y encendió una hoguera. Se ató con cadenas a una columna de hierro que previamente había rodeado de sustancias inflamables. Echó un último vistazo, pleno de inteligencia, a todo aquello que dejaba en la Tierra. ¡Ni un solo deseo, ni una sola ligadura! Una soledad tan terrible como no podían imaginar los habitantes de la Antigüedad se adueñó de él. Antes, en épocas lejanas, la gente se sentía sola porque no encontraba a su alrededor las respuestas que buscaba el alma. Ahora la soledad venía porque el alma ya no tenía qué buscar y, ante la falta de perspectiva, acababa por consumirse. Fride dejó la Tierra sin el menor sentimiento de dolor. En el último momento recordó el mito de Prometeo y pensó:
"El divino Prometeo robó el fuego de los dioses y se lo entregó a los humanos, haciéndolos inmortales. Ahora, ¡que ese mismo fuego dé a los inmortales lo que la sabia naturaleza dispuso: La muerte y el renacer del alma en la eterna materia existente!"
A las doce en punto de la noche se lanzaron los cohetes que anunciaban el principio del segundo milenio de la era de la inmortalidad. Fride pulsó un botón, se prendió la mecha y la hoguera ardió. Un dolor terrorífico, del que sólo conservaba vagos recuerdos de infancia, descompuso por completo su rostro. Se retorció entre convulsiones en un intento de escapar, mientras un grito desgarrador y casi inhumano retumbaba en las paredes de la alcoba. Pero las cadenas de hierro le amarraban con fuerza. Las lenguas de fuego serpenteaban por su cuerpo y le susurraban: "¡Todo se repite!"


FIN

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