2023/09/11

Misión secreta (Lester del Rey)


Título original: Dark mission
Año: 1940


Los rayos del sol atravesaron las copas de los árboles para iluminar el claro del bosquecillo, revelando una escena de caos y destrucción. El día anterior había habido allí una casa de campo construida de troncos toscamente cortados, pero ahora sólo quedaban restos informes y chamuscados. Una de las paredes se había derrumbado, como si hubiera sufrido los efectos de una tremenda explosión, y yacía esparcida en el suelo, rota en mil fragmentos. El techo estaba hundido como si algún gigante lo hubiese pisoteado para continuar su camino. 
La causa de toda aquella destrucción seguía aún allí, en medio de las ruinas de la casa. Una confusa masa de vigas metálicas retorcidas y planchas destrozadas, aparecía mezclada con los restos del equipo de laboratorio que antes estuvo cuidadosamente ordenado en una de las piezas de aquella casa y los restos de un extraño motor se veían en uno de los lados. Más allá aparecía un enorme tubo que, sin duda, perteneció a un cohete-nave. El enorme objeto de metal que ahora atravesaba el destrozado techo sólo daba una idea del esbelto cilindro plateado que antes fue, pero un observador perspicaz podía adivinar que todo aquello no era más que los restos del choque de una nave espacial. Surgiendo de lo que había sido el laboratorio, las llamas lamían la cáscara metálica y se extendían lentamente hacia el resto de la casa. 
En el claro, dos figuras yacían tendidas en el suelo, de tamaño y constitución similar, pero diferentes en todo lo demás. Una era la de un hombre atezado de mediana edad, completamente desnudo y con el rostro tan destrozado que era imposible reconocerle. El extraño ángulo que mostraba su cabeza era prueba irrefutable de que tenía el cuello roto. El otro hombre podía haber sido un poderoso vikingo de los tiempos pasados, a juzgar por su tamaño y aspecto, pero su rostro revelaba algo mucho más delicado perteneciente a una cultura superior. Iba completamente vestido, y el lento movimiento de su pecho mostraba que aún había restos de vida en él. A su lado, aparecía una viga rota caída del techo, con unas manchas de sangre. Había también sangre en la cabeza del hombre, pero la herida no tenía mucha importancia y aquel individuo sólo estaba inconsciente. 
En aquel momento se agitó convulsivamente, y se incorporó vacilante mientras agitaba la cabeza y se palpaba la herida del cuero cabelludo. Sus ojos recorrieron lentamente el claro y se fijaron en las ruinas que seguían ardiendo alegremente. El cadáver que yacía a su lado reclamó su atención a continuación, y se dirigió hacia él para examinar el cuello del hombre. El extraño frunció el ceño y movió la cabeza vigorosamente, tratando de recobrar la memoria que se burlaba de él. 
Sus recuerdos no querían regresar. Podía reconocer lo que sus ojos contemplaban, pero su mente no contenía palabras para describirlas y el pasado estaba ausente de su mente. Su primer recuerdo era el de despertar mientras la cabeza le latía con un dolor que era casi insoportable. Sin experimentar ninguna sorpresa, estudió la nave, y se dio cuenta de que había caído sobre la casa sin control, pero aquello no despertó ningún recuerdo en su mente y lo dejó por el momento. Él pudo haber estado en la nave o en la casa en el momento del choque; no le era posible decir en cual de los dos sitios. Probablemente el hombre desnudo había estado durmiendo en la casa en aquella ocasión. 
Algo aleteó suavemente en el fondo de su subconsciente, haciéndose más y más fuerte e impulsándole a realizar algo que no comprendía. Sabía que no podía perder tiempo allí, ya que debía realizar una importante misión. ¿Qué misión era la suya? Por un instante casi la recordó y luego la memoria volvió a le eludirlo dejando sólo la urgencia del impulso que debía obedecer. El hombre se encogió de hombros y se alejó de las ruinas en dirección al sendero que aparecía entre los árboles. 
Luego, otro impulso le hizo regresar junto al cadáver, y él obedeció porque no sabía qué otra cosa hacer. Actuando sin voluntad consciente, arrastró el cadáver, hallándolo extrañamente pesado, y lo llevó hacia la casa. Las llamas lo envolvían todo ahora, pero halló un lugar donde el calor no era demasiado grande y lanzó el cadáver encima de un montón de materia en combustión. Luego que el impulso secundario quedó satisfecho, la urgencia del primero volvió a su mente y empezó a caminar por el sendero, moviéndose lentamente. Los zapatos le apretaban los pies, y sus piernas parecían de plomo, pero siguió caminando con obstinación, mientras una serie de preguntas bullían en círculos en su mente. ¿Quién era él, dónde estaba y por qué? 
Quien fuera que hubiese vivido en la casa, ya fuese él o el cadáver, había sin duda escogido aquel lugar deseando soledad; el sendero parecía extenderse sin fin a través del bosque y no pudo encontrar rastros de habitación humana a su lado. El hombre siguió caminando en forma mecánica, preguntándose si alguna vez llegaría al fin, hasta que una hilera de estacas clavadas en el suelo sosteniendo tres filas de alambres llamaron su atención; distinguió una ancha carretera, y pudo ver varios vehículos que corrían a toda velocidad en ambas direcciones. El hombre se apresuró hacia allí, esperando encontrar a alguien que le ayudase en su problema. 
La suerte le acompañaba. Detenido al lado de la carretera había uno de aquellos vehículos y un hombre estaba realizando alguna confusa operación en el extremo delantero del coche. Duras palabras llegaron hasta él sugiriendo cólera. Sonrió suavemente y se acercó al coche con los ojos clavados en la cabeza del hombre. Una sensación dura y tensa atravesó su cerebro, abandonándolo en el instante en que llegaba junto a la máquina. 
-¿Necesita ayuda? -Las palabras se escaparon de su boca inconscientemente, y ahora otras llenaban su mente junto con ideas y conocimientos. Aquello parecía un poco extraño. El urgente impulso que le obligaba a seguir adelante era aún algo inexplicable. 


El hombre del coche levantó la cabeza al oír su pregunta, y una expresión de alivio se extendió por su ardoroso rostro. 
-Ayuda es precisamente lo que necesito -replicó con gratitud-. He estado trabajando en esta maldita máquina más de una hora, y nadie se ha detenido a ayudarme hasta este momento. ¿Sabe algo de coches? 
El extraño, como él mismo se llamaba a falta de otro nombre mejor, se inclinó sobre el motor y probó los alambres del circuito eléctrico, vagamente asombrado ante la sencillez de la máquina. Se incorporó y pasó al otro lado, levantando la cubierta metálica e inspeccionando la disposición de las piezas de metal. Entonces tuvo la certeza de que sabía cuál era la avería mientras su mano se extendía hacia la caja de herramientas. 
-Probablemente se trata de las válvulas... fuera de tiempo -dijo. 
En efecto, aquello era la causa de la avería. Unos minutos más tarde el motor cobró vida y empezó a funcionar suavemente mientras el conductor se volvía hacia el extraño. 
-Creo que ya está arreglado. Ha sido una suerte que usted llegase; este es el peor lugar de la carretera, y no hubiese encontrado a un mecánico en muchas millas. ¿Hacia dónde se dirige? 
-Yo... -el extraño se contuvo con prontitud-. Hacia la gran ciudad -contestó a falta de poder expresar con certeza su destino. 
-Entonces suba conmigo. Yo me dirijo a Elisabeth, justo en su misma dirección. Estoy muy satisfecho de haberle encontrado; muchas veces un hombre llega a hablar solo en estos largos viajes, a menos de que tenga algo que hacer. ¿Un cigarrillo? 
-Muchas gracias, no. Nunca fumo. 
El extraño contempló cómo el otro encendía su cigarrillo y se sintió incómodo. El olor del tabaco, cuando llegó a su olfato, le produjo náuseas, igual que el olor de la gasolina y el efluvio personal del otro hombre, pero trató de apartar aquellos pensamientos de su mente tanto como le fue posible. 
-¿Ha oído hablar algo respecto a una nave espacial? 
-Desde luego. ¿Se refiere sin duda a la nave de Oglethorpe? He leído en los periódicos todo lo referente a este asunto -el viajante apartó la vista de la carretera por un instante, y sus pequeños y negros ojos brillaron de interés-. Hace mucho tiempo que me pregunto por qué esos financieros cargados de dinero no quieren apoyar a los cohetes, y finalmente veo que ese Oglethorpe lo ha hecho. Ahora, quizá por fin, nos enteremos de lo que hay de cierto respecto a ese asunto de Marte. 
El extraño sonrió mecánicamente.
-¿Qué tal es su nave? 
-Hay una fotografía de ella en el Scoop, en la primera página. Lo encontrará detrás del asiento trasero. Ésa es. ¿Se ha preguntado a que se parecerán los marcianos?
-Es algo difícil de decir -contestó el extraño. Hasta la tosca fotografía del periódico le demostraba que aquélla no era la nave que había caído sobre la casa, sino otra completamente diferente-. ¿No hay noticias de otra nave espacial? 
-No, por lo menos que yo sepa, excepto los cohetes de prueba del ejército. ¿No lo sabe? Muchas veces pienso que los marcianos se parecerán a nosotros -El viajante pensó que el otro era tan escéptico como él sin detenerse a mirar la expresión de su rostro-. Una vez escribí una novela respecto a eso, para una de esas revistas de fantasía científica, pero me la devolvieron. En ella decía que quizás hace mucho tiempo existió una civilización en la tierra, la Atlántida tal vez, y que atravesaron el espacio para colonizar Marte. Sólo que la Atlántida se hundió y tuvieron que quedarse allí sin poder regresar. En mi novela decía que un día regresaron, después de haber permanecido perdidos durante muchos siglos, pero volvieron a la madre Tierra para iniciar de nuevo la civilización. No era un mal argumento, ¿eh?
-Muy interesante -admitió el extraño-. Pero me parece ligeramente familiar. Supongamos que hubo una guerra entre la madre Tierra y Marte que destruyó ambas civilizaciones en vez de que se hundiera el continente de la Atlántida. ¿No le parece eso más lógico? 
-Es posible, no lo sé. Quizás algún día trate de escribir ese argumento, aunque parece ser que estas revistas sólo quieren monstruos interplanetarios... ¡Maldito estúpido, adelantarnos en una colina! -Sacó el brazo por la ventanilla para agitar un puño regordete, y luego volvió a su conversación-. El otro día leí una historia que trataba de dos razas distintas, una parecida a los pulpos, mientras la otra tenía veinte pies de alto y era toda azul. 
El recuerdo le sacudió sin acabar de hacerse claro, y por un instante el extraño creyó recordar. Azul... luego el recuerdo desapareció, dejándole sólo una confusa sensación. El extraño arrugó el ceño y se acomodó en el asiento, contestando sólo con monosílabos al monólogo del otro, mientras contemplaba la sucesión de campos y ciudades que se deslizaban a su lado. 
-Ya estamos en Elisabeth. ¿Quiere que le deje en algún sitio? 
El extraño se despertó del sopor producido por el agudo dolor que sentía en la cabeza y miró a su alrededor. 
-Déjeme en cualquier lugar -contestó. Luego, el impulso subconsciente en el fondo de su cerebro se apoderó de nuevo de él y continuó-. Quiero ir a ver a un médico. 
Aquello era lo que debía hacer. Quizás el impulso no era más que el deseo lógico de buscar la ayuda de un médico. Pero aún sentía la vibrante orden en su mente, buscando una expresión, y el extraño dudó de la lógica de cualquier cosa que estuviera conectada con todo aquello. Su necesidad de ayuda no podía explicar la sensación de desastre que la acompañaba. Mientras el coche se detenía frente a una casa en cuya puerta estaba la placa de un doctor, su pulso latía con una urgencia enloquecida. 
-Ya estamos -el viajante se inclinó para alcanzar la manivela de la puerta, casi rozando las manos del otro. El extraño las retiró bruscamente, evitando el contacto por unos escasos centímetros, y un frío estremecimiento recorrió su espslda dejándolo confuso. Si aquella mano le hubiese tocado... la puerta medio abierta se cerró de nuevo, pero dejó un hecho grabado en su conciencia. Bajo ningún concepto debía permitir que cualquier otro estableciese contacto con su cuerpo, ya que de lo contrario sucedería algo horrible. Era otro de aquellos absurdos pensamientos, disociados con todo el resto, pero demasiado fuertes para ser desobedecidos. 
El extraño salió del coche murmurando unas palabras de agradecimiento, y avanzó por el pequeño camino que conducía hacia el gabinete del doctor Lanahan, visita de 12:00 a 04:00. 

El doctor era un hombre de avanzada edad, con el buen humor y la afable expresión de un médico de familia, y su gabinete revelaba su carácter. Había una estantería llena de libros apoyada contra una pared, un pequeño armario con las puertas encristaladas conteniendo varios medicamentos y cierto número de desordenados instrumentos médicos. Escuchó en silencio el relato del extraño, intercalando su sonrisa para animarlo a continuar, mientras golpeaba rítmicamente su mesa de consulta con un lápiz que mantenía en la mano derecha. 


-Me parece un caso claro de amnesia -anunció por fin-. Bastante extraña en algunos aspectos, pero la mayor parte de estos casos son bastante difíciles. Cuando el cerebro sufre alguna herida, los efectos son generalmente imprevisibles. ¿Ha pensado en la posibilidad de alucinaciones con respecto a estos impulsos de que me habla? 
-Sí -había pensado en ello desde todos los puntos de vista y rechazado las soluciones que encontró como falta de fundamento-. Si se tratase de impulsos ordinarios, estaría de acuerdo con usted, pero son mucho más profundos y fuertes que éstos, y en alguna parte existe una razón lógica para ellos. Me siento seguro de ello. 
-Hum -el doctor detuvo el rítmico golpeteo de su lápiz y reflexionó. El extraño quedó un instante inmóvil contemplando la base del cuello del médico, y la extraña sensación de tensión volvió a atravesar su cerebro, igual que le había sucedido al encontrar al viajante por primera vez. Algo se despertó en su mente y luego se tranquilizó. 
-¿No lleva nada consigo que permita identificarlo? 
-¿Qué? -exclamó el extraño, sintiéndose un poco incómodo por no haber pensado en ello antes, y empezó a buscar en sus bolsillos-. No caí en ello -extrajo un paquete de cigarrillos, un pañuelo manchado, unas gafas, y varios objetos más que no significaban nada para él, y por fin una cartera llena de billetes. El doctor se apoderó de ella y examinó su contenido. 
-Evidentemente llevaba bastante dinero consigo... Hum, no hay tarjeta de identificación, excepto por las letras L. H. ¡Ah! Aquí está; una tarjeta de visita -se la entregó junto con la cartera y sonrió con satisfacción-. Es evidente que es usted un colega mío, doctor Lurton Haines. ¿Recuerda ahora? 
-Nada. 
De todas maneras era agradable poseer un nombre, pero aquella era la única sensación que experimentaba a la vista de la tarjeta. ¿Y por qué razón debía llevar consigo gafas graduadas y cigarrillos que nunca había usado?
El doctor estaba buscando algo en la estantería de libros y finalmente regresó a la mesa con un volumen encuadernado en piel roja. 
-Este es el Quién es Quién -explicó-. Vamos a ver. Aquí está. Lurton R. Haines, M. D. Es extraño, pensé que era mucho más joven de lo que dice aquí. Se dedica a la investigación del cáncer. No se menciona ningún pariente. La dirección es sin duda la de la casa de su primer recuerdo: Surrey Road, Danesville. ¿Quiere leer lo que dice de usted? 
Le entregó el volumen y el extraño cuyo nombre era aparentemente Haines, le echó un vistazo, pero no recibió más información que la que el otro ya le había dado, excepto el hecho de que contaba 42. Puso el libro sobre el escritorio, abrió su cartera y dejó un billete de banco encima del libro, donde el otro pudiera alcanzarlo. 
-Muchas gracias, doctor Lanahan -sin duda no había nada más que el doctor pudiera hacer por él, y el olor de la pequeña sala de consulta y el que despedía el cuerpo del médico le estaban casi ahogando; sin duda padecía alergia al olor de otros hombres. 
-No se preocupe por la herida de la cabeza, no es más que un corte superficial. 
-Pero... 
Haines se encogió de hombros y se esforzó en sonreír, mientras llegaba hasta la puerta y salía al exterior. El impulso de urgencia había ahora desaparecido, para ser reemplazado por una vasta sensación de fracaso y comprendió que su misión había terminado sin éxito. 

Sabían muy poco de la ciencia de curar, aunque se esforzaban desesperadamente por conocer las causas de las enfermedades. Todos los conocimientos humanos de medicina pasaban ahora a través de la mente de Haines, junto con sus sorprendentes éxitos y sus negros fracasos. Haines comprendió que su propio problema estaba aún más allá de la capacidad humana. Y aquella comprensión, igual que el repentino regreso del lenguaje humano, era un misterio para él; le había invadido mientras contemplaba al doctor, junto a una sensación de aguda tensión en el cerebro; después sólo quedó el acre sabor del fracaso que le acompañaba. Aún más extraño le parecía el hecho de que sus recién recobrados conocimientos de medicina no eran los de un especialista en investigaciones del cáncer, sino las teorías generales que podían ser conocidas por un médico corriente. 
Una solución a este misterio se ofreció ante sus ojos pero era demasiado fantástica para creer en ella. Desde tiempo inmemorial se venía sospechando la existencia de telépatas, pero nunca se supo de nadie que pudiera captar campos enteros del conocimiento humano obteniéndolos de la mente de otra persona, simplemente mirándole a los ojos. No, aquello era aún más ilógico que el súbito despertar de partes aisladas de su memoria frente a aquellos dos hombres. 
Haines se detuvo en una esquina, sintiéndose cansado por la carga de desesperación que pesaba sobre él, y trató de reflexionar. Un muchacho vendedor de periódicos se le acercó con una última edición en la mano. 
-Times y News -ofreció el muchacho con un tono agudo-. Scoop y Journal. ¡Las últimas noticias de la catástrofe de trenes! ¿Diario, señor? 
Haines se encogió de hombros sin comprenderle claramente. 
-No, gracias. 
-¡Rubia hallada muerta en el cuarto de baño! -insinuó el muchacho incansable-. Las últimas noticias del cohete de Marte -Aquel hombre debía tener un punto débil en algún lugar. 
Pero las ofertas del vendedor sólo consiguieron atravesar a medias los oídos de Haines. Empezó a cruzar la calle, apretándose las sienes con la palma de las manos, antes de que el impulso secundario se apoderase de su mente y lo hiciese regresar hacia el vendedor de periódicos. Halló algunas monedas en su bolsillo, dejó caer un níquel encima del montón de diarios, ignorando la mano que el chico le tendía, y recogió un ejemplar del Scoop
-Debe estar loco -decidió el muchacho en voz baja mientras se metía la moneda en el bolsillo. 
La fotografía del cohete terrestre no aparecía en la página delantera del diario, pero Haines pudo localizar el reportaje sin dificultad: Cohete a la Luna despega el miércoles, decían los titulares con chillona tipografía, seguida por una columna que comprendía la información:

El primer vuelo del hombre hacia Marte ya no tardará, según ha declarado James Oglethorpe a los informadores esta mañana. Sin desanimarse ante el escepticismo de los científicos, el financiero continúa con sus planes y espera que su tripulación salga para Marte el próximo miércoles 8 de junio según tenía anunciado. La construcción de la máquina ha sido terminada, y está ahora en período de pruebas. 

Haines leyó rápidamente el reportaje, fijándose en los hechos más importantes. El periodista no parecía muy convencido, pero bajo sus vagamente burlonas palabras, Haines pudo encontrar la información que necesitaba. Aquel cohete podía funcionar. El hombre estaba por fin sobre el camino que le llevaría a la conquista de los planetas. El diario no hablaba de ningún otro cohete. Era obvio por lo tanto que el aparato que se estrelló en su casa había sido construido en secreto en un inútil esfuerzo de adelantarse al modelo de Oglethorpe. 
Aquello no tenía mucha importancia. Lo que el impulso que sentía en su mente consideraba como verdadera importancia era que él debía detener aquel viaje. Por encima de todo lo demás, el hombre no debía realizar aquel primer vuelo a Marte. Haines comprendió que aquello era absurdo, pero a pesar de todo sabía que existía una razón válida para sus en apariencia enloquecidos pensamientos. Era su deber sagrado el impedir aquel viaje y un deber que debía llevar a cabo. 
Volvió rápidamente junto al vendedor de periódicos tendiendo una mano para tocarle en el hombro, pero sintió cómo sus músculos retrocedían para evitar el contacto. A pesar de ello el muchacho pareció sentir su presencia, porque se volvió rápidamente. 
-¿Diario? -empezó a decir antes de que lo reconociese-. ¡Oh! Es usted, ¿qué quiere? 
-¿Dónde puedo hallar un tren para Nueva York? -Haines sacó una moneda de 25 centavos de su bolsillo y la tiró encima de la pila de papeles. Los ojos del muchacho se iluminaron de nuevo. 
-Cuatro calles más abajo, gire a la derecha y siga recto hasta que llegue a la estación. No puede equivocarse. Gracias, señor. 

El descubrimiento de la Guía Telefónica como fuente de información fue uno de los mayores éxitos de Haines y el hecho de que el primer Oglethorpe con quien trató de hablar era un barrendero de color no hizo que se sintiera menos satisfecho por ello. Ahora se dirigía hacia el centro de la ciudad, mientras iba contando el número de las calles, que no le parecían muy lógicos. Aparentemente el único sistema era de progresión aritmética, sin tener en cuenta la situación de las calles. 
Sus hombros se caían con un gesto de cansancio, y las líneas de dolor que se marcaban alrededor de sus ojos habían conseguido fruncir apretadamente su ceño. Accesos intermitentes de tos le torturaban durante largos minutos para luego dejarle tranquilo algún rato. Aquello era un nuevo síntoma, igual que la presión que sentía sobre el corazón. Y por todas partes le envolvía el irritante aroma de los hombres, la gasolina y el tabaco, una rancia mezcla de la que no podía escapar. Hundió sus manos profundamente en los bolsillos para evitar el contacto casual con alguien en la calle y cruzó hacia el edificio que llevaba el número que iba buscando. 
Otro hombre entraba en aquel momento en el ascensor y Haines le siguió mecánicamente, agradecido de no tener que ascender las escaleras. 
-¿El señor Oglethorpe? -preguntó al ascensorista con cierta vacilación. 
-Cuarto piso, habitación 405. 
El muchacho abrió la puerta, señalando con un dedo, y Haines salió del ascensor hacia el hall brillantemente iluminado del cuarto piso. Se veían una media docena de puertas, pero se dirigió sin vacilar hacia la que estaba marcada "James H. Oglethorpe. Particular". 
-¿Tiene usted hora para la entrevista? -La muchacha le miró al rostro mientras mantenía la mano en la puerta que cerraba su camino. El rostro de la secretaria era un verdadero estudio sobre los efectos de la frustración, lo cual probablemente explicaba lo agudo de su tono. Ella continuó con el tono empleado por los fieles empleados que defienden los intereses de su principal-. El señor Oglethorpe se encuentra muy ocupado. 
-Tengo una cita para el almuerzo -contestó Haines brevemente. Se había dado cuenta de que los hombres hablaban con más libertad cuando estaban comiendo. 
La muchacha hojeó un pequeño cuaderno y volvió a mirarle. 
-No tengo anotada ninguna entrevista con usted, señor... 
-Haines. Doctor Lurton Haines -sonrió con sequedad mientras movía casualmente un billete de 20 dólares en una mano. El dinero era, al parecer, una enfermedad a la que nadie resultaba inmune. Los ojos de la joven se fijaron en el billete y cierta duda apareció en su rostro mientras consultaba de nuevo el cuaderno. 
-Desde luego, es posible que el señor Oglethorpe hubiese convenido esa entrevista hace algún tiempo y se olvidase de decírmelo -ella captó su ligero gesto y siguió el movimiento del billete hacia la esquina de su escritorio-. Haga el favor de sentarse y hablaré con el señor Oglethorpe. 
La muchacha regresó al cabo de unos minutos y le hizo un guiño.
-Se había olvidado de usted -le dijo a Haines-. Pero todo está arreglado. Vendrá dentro de unos minutos, doctor Haines. Es una suerte que aún no hubiese salido para almorzar. 

James Oglethorpe era un hombre más joven de lo que esperaba Haines, aunque tal vez su interés en las naves espaciales era una de las cosas que podían habérselo hecho sospechar. Salió con paso ágil de su oficina mientras se colocaba el sombrero sobre su negro cabello rizado y examinaba brevemente al otro con los ojos. 
-¿El doctor Haines? -preguntó mientras extendía una fuerte y atezada mano-. Parece ser que tenemos una cita para almorzar juntos. 


Haines se levantó con rapidez e hizo una corta inclinación antes de que el otro tuviera la oportunidad de cogerle la mano. Al parecer Oglethorpe no captó su maniobra, porque continuó hablando afablemente. 
-Es fácil olvidarse de esas entrevistas concertadas por teléfono. ¿No es usted el investigador del cáncer? Uno de sus amigos estuvo aquí hace unos cuantos meses buscando un donativo para sostener su la obra. 
Se encontraban ahora en el ascensor y Haines esperó hasta que la puerta se abrió y se dirigieron hacia el restaurante que existía en el mismo edificio antes de contestar. 
-Sin embargo, esta vez no he venido buscando dinero. Lo que me interesa es la nave espacial que usted financia. Creo que puede tener éxito. 
-Yo también lo creo así, aunque usted es uno de los pocos que piensan de este modo -la precaución, duda y el interés aparecían claros en el rostro de Oglethorpe. Encargó el almuerzo al camarero antes de volverse de nuevo hacia Haines-. ¿Quiere hacer este viaje? Si es así aún tenemos lugar para un médico en la tripulación. 
-No, nada de eso. Tostadas y leche sola, por favor... 
Haines no sabía cómo exponer su idea sin tener nada concreto en qué fundar sus argumentos. Contemplando la forma cuadrada de la mandíbula del otro y la actitud general obstinada de aquel hombre, abandonó toda esperanza y sólo continuó hablando porque era, indudablemente, su deber. Dejó volar su imaginación mientras hablaba, preguntándose a sí mismo cuanto de todo aquello podía ser cierto. 
-Otro cohete ha hecho ese viaje, Mr. Oglethorpe, y ha podido regresar. Pero el piloto estaba agonizante antes de llegar a la Tierra. Puedo enseñarle los restos de su máquina, aunque no quedará mucho después del incendio, quizás ni siquiera lo suficiente para demostrar que se trataba de una nave espacial. En alguna parte de Marte existe algo que el hombre nunca debe hallar, se trata...
-¿Fantasmas? -sugirió Oglethorpe, con brusquedad. 
-¡La muerte! Y ahora le pido... 
De nuevo Oglethorpe le interrumpió. 
-No lo haga. Ayer vino otro hombre a verme, quien también decía que había estado allí... me ofreció mostrarme, así mismo, los restos de su máquina. Esta mañana recibí una carta que me explicaba que los marcianos habían visitado a su autor y que amenazaban con toda clase de represalia si emprendía ese viaje. No intento llamarle embustero, doctor Haines, pero ya he oído demasiadas de esas historias; quien fuera que le contase a usted eso, no era más que un loco o alguien que busca publicidad. Puedo mostrarle a usted un cajón lleno de cartas cuyos temas comprenden desde la astrología hasta los zombis, todas dándome instrucciones para que no emprenda el viaje a Marte, y algunas hasta incluyen fotografías. 
-Supongamos que le dijese que yo mismo he hecho el viaje en aquel cohete -Las tarjetas dentro de su cartera decían que él era Haynes, y la cartera estaba en el traje usado por él, pero también estaban allí las gafas y los cigarrillos que no le servían de nada. 
Oglethorpe torció sus labios en una mueca que no se sabía si era de disgusto o de sorpresa. 
-Doctor Haines, usted es un hombre inteligente y admitamos que yo también lo soy. Quizás esto le parecerá ridículo, pero la única razón por la que me dediqué a reunir la fortuna que dicen que poseo fue para construir esa nave, y puedo asegurarle que necesité para ello más trabajo y tiempo de lo que muchos creen. Así que emprendería ese viaje incluso si una hormiga verde de cuatro metros de alto entrase en mi despacho y me amenazase con las iras del infierno. 
El imposible impulso que existía detrás de su mente reconoció lo que era igualmente imposible. Oglethorpe era el tipo de hombre que actuaba primero y se preocupaba de los resultados de sus acciones después. La conversación se desvió hacia cuestiones sin importancia y Haines dejó que el otro llevase el peso del diálogo, que fue haciéndose más espaciado hasta finalmente convertirse en silencio. 

Por lo menos había aprendido una cosa: Conocía la situación del campo de despegue de la nave, y las disposiciones de vigilancia y defensa que la protegían. Información que los periodistas no pudieron conseguir, ya que Haines la obtuvo directamente del cerebro de Oglethorpe. Ahora ya no podía dudar de su habilidad de obtener la información que desease por medio de algún extraño proceso telepático. O bien él era un fenómeno psíquico, o el accidente le había causado un efecto que debía sorprenderle, pero que ahora le parecía muy natural. 
Haines había detenido un taxi a la salida del aeropuerto, y las instrucciones que dio hicieron que el chófer le mirase con asombro. Pero el dinero seguía siendo un medio poderoso para convencer a cualquiera. Ahora atravesaban unos campos aún más desolados que los bosques alrededor de la casa de Haines y por fin llegaron al final de la carretera, donde ésta se unía con un pequeño sendero lleno de barro marcado profundamente por las roderas de los camiones que Oglethorpe había usado para transportar sus materiales. El taxi se detuvo en aquel lugar. 
-¿Es éste el lugar donde quería ir? -preguntó el chófer, indeciso. 
-Aquí es.
Haines añadió otro billete al precio que ya había sido convenido y pagado y despidió al chófer. Luego caminó pesadamente hacia el sendero y echó a andar con un esfuerzo de voluntad, deteniéndose con frecuencia para descansar. Los oídos le zumbaban con fuerza, y todas las vértebras de su columna dorsal protestaban agudamente a cada nuevo paso. Pero no le era posible regresar ni detenerse; ya lo había intentado en el aeropuerto, descubriendo que el impulso que le obligaba a continuar era lo bastante fuerte para dominar a su tambaleante voluntad. 
-Si sólo pudiera descansar... -murmuró en voz baja, pero la fuerza que reinaba en su cerebro le hizo levantar de nuevo los pies, que le pesaban como si fuesen de plomo, y lo empujó a caminar en dirección al campo de despegue. Por encima de él las grises nubes cubrieron la luna y Haines miró hacia Marte, que brillaba con un rojizo fulgor en el firmamento. Unas cuantas palabras de la parte más ruda y baja del vocabulario del viajante acudieron a sus labios, pero el esfuerzo de pronunciarlas era más de lo que el rojo planeta merecía. Haines continuó su camino en silencio. 
Marte se había movido varios grados en el cielo cuando vio por primera vez la pista de despegue, tendida en un valle largo y estrecho. En uno de los extremos se alzaban las barracas de los obreros, y en el otro una gigantesca estructura que protegía la nave de miradas indiscretas. Haines se detuvo de nuevo para soportar un terrible acceso de tos, mientras sentía que sus pulmones se deshacían lentamente. Su respiración era entrecortada y violenta mientras empezaba el descenso hacia el valle.
Los guardias debían estar dispuestos a intervalos regulares en todo el perímetro del campo de despegue. Oglethorpe no quería correr riesgos con aquellos fanáticos que le habían escrito cartas amenazadoras denunciándole como un loco que conducía a sus hombres hacia la muerte. Las naves espaciales son cosas muy frágiles y sólo se necesitaban unos cuantos hombres decididos a destrozarla una vez la hubiesen descubierto. Haines contempló las posiciones de los guardias y se escondió entre la maleza, esperando los períodos en que la luna quedaba cubierta por las nubes, para seguir avanzando. Una vez casi hizo sonar la alarma general al tropezar con un alambre tendido en el suelo, aunque pudo evitarlo a tiempo. 
Un poco más adelante toda la maleza había sido cuidadosamente cortada, mas su traje era casi del mismo color del suelo bajo la luz de la luna y manteniéndose quieto entre los períodos de obscuridad, pudo arrastrarse hacia el hangar de la nave sin que nadie advirtiese su presencia. Observó la distancia que separaba a los guardias y las casas de la nave y asintió en silencio, pensando que estarían seguros de cualquier explosión. 
El campo parecía despejado. Entonces, bajo las sombras de la estructura que guardaba a la nave espacial, una pequeña chispa roja brilló un instante para apagarse luego; allí había un hombre, fumando un cigarrillo. Esforzando sus ojos Haines pudo distinguir el largo cañón de un rifle apoyado contra la pared. Aquel guardia debía ser una precaución extra, desconocida aún por el mismo Oglethorpe. 


Un repentino claro entre las espesas nubes iluminó el suelo con la luz lunar, y Haines se apretó contra este mientras trataba de resolver las nuevas complicaciones que aparecían ante él. Durante un instante pensó en la retirada, pero comprendió que aquello no le era posible; su camino estaba ahora firmemente marcado y no tenía otro remedio sino seguirlo. Cuando la luna volvió a esconderse, se levantó en silencio y se dirigió hacia la figura que aguardaba al pie de la estructura metálica. 
-¡Hola, amigo! -su voz era de un tono bajo, calculado para alcanzar al hombre que estaba de guardia al lado del hangar, pero sin que le oyesen los guardias estacionados en el perímetro del campo-. ¡Hola, ahí! -continuó-. ¿Puedo acercarme? Soy un inspector especial enviado por Oglethorpe. 
Un rayo de luz surgió de la sombra, cegándole, y siguió caminando hacia delante, con el paso más tranquilo que pudo. La luz haría revelar su presencia a los otros guardias, aunque lo dudaba; su atención se dirigía hacia afuera, lejos del hangar. 
-Acérquese -llegó la respuesta por fin-, ¿cómo pudo pasar la otra línea de vigilancia? -La voz tenía un tono de sospecha, aunque no en extremo. El rifle, observó Haines, estaba apuntando hacia su vientre y se detuvo a unos pasos de distancia, en un lugar en que el otro pudiera contemplarle. 
-Jimmy Durham sabía que yo iba a venir -dijo al guardia. De acuerdo con la información que había robado de la mente de Oglethorpe, Durham era el jefe de los servicios de vigilancia-. Me dijo que no tuvo tiempo de avisarle a usted, pero me arriesgué de todos modos para venir a echar un vistazo por aquí. 
-Hum. Creo que todo debe estar conforme, ya que los otros le dejaron pasar; pero no podrá marcharse hasta que alguien lo identifique. Mantenga las manos levantadas -el guarda se le acercó con precaución y pasó las manos por encima de sus bolsillos en busca de armas escondidas. Haines mantuvo sus manos bien lejos del alcance del otro, de modo que no hubiese peligro de un contacto dérmico directo-. Bien, todo va bien. ¿Qué es lo que quiere ver? 
-Estoy de inspección general. El Jefe tuvo noticias de que es posible que tengamos dificultades y me envió aquí para asegurarme de que se mantenía la vigilancia y para avisar a todos. ¿Todo está bien guardado? 
-No. Las cerraduras no servirían de mucho en estos hangares. Por eso estoy aquí. ¿Quiere que llame a Jimmy para que lo identifique y pueda marcharse? 
-No se preocupe. -No había duda que las condiciones se presentaban ideales, excepto por una cosa. ¡Sin duda habría un medio para cumplir su misión sin tener que matar al guardia! Haines no sentía ningún deseo de añadir aquella nueva tarea al trabajo que se veía obligado a realizar-. No tengo prisa ahora que ya lo he visto todo. ¿Quiere fumar? 
-No, gracias. Acabo de tirar el último. ¿Qué sucede, no tiene fósforos? Tome los míos. 
Haines frotó uno de los fósforos contra, la superficie áspera de la cajita y encendió el cigarrillo con dedos vacilantes. El humo le hirió en la garganta, pero pudo dominar la tos y exhaló una bocanada azul; en la obscuridad, el guardia no pudo darse cuenta de que sus ojos se llenaban de lágrimas y que un espasmo de dolor cortaba su rostro. Haines estaba luchando contra el impulso que había ordenado el cigarrillo para distraer la atención del guardia y sabía que una vez más se vería vencida su voluntad consciente. -Muchas gracias. 
Una de las manos del guardia rozó por accidente la suya mientras la tendía para recobrar la cajita. Un instante después la garganta del hombre estaba entre las manos del extraño y los dos se tambaleaban mientras el guardia luchaba para zafarse del mortal abrazo y dar la alarma general. Pero el sorpresivo ataque confundió sus esfuerzos por una fracción de segundo y la mano de Haines se levantó para caer fuertemente contra el cuello del guarda con un golpe seco. Se escuchó un sordo gemido y la figura se desplomó al suelo. 
¡El poderoso impulso había vencido de nuevo! El guarda estaba muerto, su cuello roto por el fuerte golpe. Haines se inclinó contra el edificio, luchando para recobrar el aliento y conteniendo el deseo de vomitar. Cuando consiguió dominarse, levantó la lámpara eléctrica del guardia y se dirigió hacia el hangar. En la oscuridad, la silueta de la gran nave era apenas perceptible. 
Con pasos vacilantes, Haines siguió su camino hacia la nave, y luego encendió un fósforo y lo escondió entre sus manos hasta que pudo distinguir la compuerta de entrada que permanecía abierta. Demasiada luz podía ser vista a través de una ventana y llamar la atención de los otros guardias. 
Una vez dentro, encendió la lámpara eléctrica y caminó hacia delante descendiendo por la escalera central en dirección a la parte inferior, donde debían estar instalados los motores de propulsión. Después de todo, había sido simple el llegar hasta allí y ahora sólo le quedaba el rápido trabajo de la destrucción. 
Examinó con facilidad las válvulas de control echando un vistazo encima de las paredes metálicas mientras buscaba las tuberías que partían de los grandes depósitos de combustible. Por los mecanismos que pudo ver, aquella nave era sin duda muy inferior a la que se había estrellado, y sin embargo se necesitaron años para construirla y en ella estaban invertidos hasta el límite todos los capitales de Oglethorpe. Una vez destruida, era posible que los hombres tardasen otros diez años en reemplazarla; por lo menos dos, y en aquellos dos años... 
La idea se escapó de su mente, pero el recuerdo de lo sucedido volvía lentamente. Pudo verse a sí mismo en la compacta sala de mandos de su nave espacial, luchando contra los depósitos de combustible exhaustos y vencido en la lucha inexorable. Hubo un impulso final de los tubos de propulsión mientras la nave caía en picada a través de la atmósfera. Sólo tuvo el tiempo justo de llegar a las compuertas automáticas antes del choque. Milagrosamente, la caída de la nave fue amortiguada por la casa situada en el bosque, y él fue lanzado sobre las ramas de un árbol sin sufrir mayores daños cuando cayó al suelo. 
El hombre que habitaba en aquella casa sufrió peor suerte. Fue despedido por la explosión junto con una de las paredes, ya muerto. Vagamente, el extraño recordaba el rápido cambio de ropas con el cadáver, y luego como la viga había caído sobre él, envolviendo su mente en la oscuridad. De manera que después de todo él no era Haines, sino el piloto del cohete, y su historia a Oglethorpe era básicamente cierta. 
Haines, todavía se llamaba a sí mismo con aquel nombre, se agarró a la pared cuando sus rodillas se doblaron debajo de él y continuó su camino ayudándose con las manos. Tenía aún su trabajo para realizar. Después, lo que sucediera a su débil cuerpo era un asunto sin importancia. Le parecía ahora que desde que despertó en el bosque había esperado encontrar la muerte de un instante a otro y que nunca dio importancia a aquel hecho. 
Recorrió con la mirada la sala de máquinas de la nave espacial, hasta que sus ojos se posaron en una caja llena de herramientas que permanecía abierta con un gesto de invitación, ofreciéndole una gran llave inglesa. Aquello le serviría para abrir las válvulas. La lámpara eléctrica permanecía en el suelo donde la había dejado caer, y la hizo mover con el pie hasta que iluminó la pared, mientras se inclinaba para coger la llave. Sus dedos estaban rígidos mientras se doblaban sobre la herramienta. 
Y bajo la luz de la lámpara, se dio cuenta de sus manos por primera vez en muchas horas. Unas venas de azul puro se marcaban con fuerza bajo una piel que ya ostentaba un tinte azulado. Haines pensó vagamente en aquello durante un instante, levantando su otra mano para examinarla; allí también tenía el débil color azul y en sus palmas, cuando las volvió, aparecía el mismo color. ¡Azul! 
El último dique que contenía a su memoria se derrumbó con un ruido atronador, inundándole con una poderosa corriente de imágenes. Una parte de su mente seguía trabajando en las válvulas con ayuda de la llave inglesa, mientras la otra estudiaba el conocimiento y los recuerdos que habían vuelto a su mente. Pudo contemplar una vez más las calles de una delicada y extraña ciudad, medio abandonada, y mientras parecía mirarla, un hombre se tambaleó surgiendo de una de sus entradas, apretándose la garganta con manos azules, para caer al suelo en medio de dolorosas convulsiones. Las gentes pasaban por su lado con rapidez, evitando el contacto con el cadáver, llenos de miedo de tocarse uno al otro. 
Por todas partes, la muerte tendía sus garras para arrebatar la vida de su raza. El planeta estaba sujeto a una terrible plaga. La enfermedad permanecía sobre la piel de la persona infectada, para transferirse por medio del simple contacto y extenderse aún más. En el aire, sólo unos segundos eran suficientes para matar los gérmenes, pero otros nuevos virus crecían constantemente de los poros de la piel del enfermo, de modo que siempre existían causas de contagio sobre la epidermis. Tras el contacto directo, la enfermedad iniciaba su temible campaña, hasta que después de varios meses sin síntomas visibles, de repente atacaba al organismo que lo albergaba convirtiéndolo en azul, y entregándolo a la muerte luego de unas cortas y dolorosas horas. 
Algunos decían que aquello era el resultado de un experimento que escapó al control de sus inventores, mientras otros juraban que fue producido por una espora que cayó del espacio. Fuese lo que fuese, en Marte no se conocía cura posible. Sólo las leyendas que hablaban de una raza parecida a la suya en el mundo original de la Tierra, les ofrecían un destello de esperanza y todos se habían vuelto hacia él cuando no vieron otra posibilidad. 
Haines se vio a sí mismo, soportando con éxito sucesivos exámenes y reconocimientos que por fin dieron por resultado el que se le seleccionase para partir en la nave que estaban construyendo a toda prisa. Había sido escogido porque sus poderes telepáticos eran extraordinarios aún para la ciencia psíquica de Marte; y las pocas semanas que les quedaban habían sido utilizadas para desarrollar aquel poder en forma sistemática e implantar firmemente en su subconsciente los deberes de la misión que debía llevar a cabo mientras quedara un resto de vida en su cuerpo. 
Haines contempló como el chorro líquido de los tubos de combustible empezaban a surgir con fuerza y dejó caer la llave inglesa. El viejo Lean Dagh había dudado de su capacidad para obtener conocimientos por medio de la telepatía de una raza de cultura distinta, pensó vagamente. Era una lástima que su viejo profesor hubiese muerto sin conocer el éxito de sus métodos, aunque su misión había terminado en fracaso, debido a los escasos conocimientos que el hombre tenía de las ciencias curativas. Ahora sólo le quedaba la tarea de impedir que la raza de este mundo pudiese morir del mismo modo. 
Se puso en pie con un esfuerzo y volvió a salir por la escotilla mientras murmuraba palabras incoherentes. El color azul de su piel se iba haciendo más oscuro poco a poco, y tuvo que obligarse con un esfuerzo de voluntad para atravesar el espacio que separaba la nave de la puerta del hangar, forzando a sus cansados músculos a ceder hasta la última gota de energía, hasta que llegó al lado del cuerpo del guardia que yacía donde lo había dejado antes. 
Toda la fuerza que le quedaba era inútil contra la gravedad de aquel planeta mucho más pesado y debía dominar la tortura que cada movimiento le infligía. Trató de arrastrar el cuerpo tirando de él, y luego cayó al suelo él mismo arrastrándose de espaldas a la nave, mientras usaba un brazo y clavaba sus dientes en el cuello de la chaqueta del cadáver para arrastrarlo consigo. Se sentía flotar en un mundo que bordeaba la inconsciencia, y una vez su mente se vio envuelta por la negrura. Se despertó para encontrarse ya dentro de la nave espacial, aún arrastrando su carga; los impulsos implantados en su subconsciente eran mucho más fuertes que su propia voluntad. 
Poco a poco arrastró el cadáver consigo hasta la sala de motores y lo dejó caer en el suelo donde el combustible líquido alcanzaba ya unos centímetros de altura. El aire estaba lleno de gases y helado por la evaporación, pero sólo se sentía vagamente consciente de aquellos hechos. Ahora sólo se necesitaba una chispa, y su última tarea quedaría concluida. 
Era inevitable que unos pocos de los muertos en Marte quedarían sin ser incinerados, y allí donde los hombres encontrasen al último de aquella raza infortunada, los gérmenes fatales aún podrían vivir en su interior. Ellos debían salvar a los hombres de la Tierra de aquel terrible peligro. Hasta que llegase el momento de que el último marciano se hubiese convertido en polvo y dejado que el aire fresco eliminase a la plaga, la raza de la Tierra debía permanecer dentro de los confines de su propia atmósfera, donde se encontraba segura. 
Sólo existía él mismo y el cadáver que había tocado como posibles fuentes de infección y la nave que podía llevar a los hombres a otras causas de gérmenes. Todo aquello tenía fácil remedio. 
El hombre que había llegado de Marte buscó en su bolsillo los fósforos del guardia, sonriendo levemente. En el último instante antes de que la oscuridad final le envolviera, sacó uno de los fósforos de la cajita y lo frotó contra la áspera superficie. Una débil llama apareció en su mano y se extendió en un creciente círculo.


FIN

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