2023/05/22

Circuito compasivo (John Wyndham)


Titulo original: Compassion circuit
Año: 1954


A los cinco días de su ingreso en el hospital, Janet cambió de parecer acerca de los robots domésticos. Necesitó dos para descubrir que la enfermera James lo era; uno para reponerse de la sorpresa, y otros dos para darse cuenta de lo cómodo que podía ser un sirviente robot.  
Aquel cambio fue un alivio. En todas las casas que había visitado tenían uno, que ocupaba el segundo o tercer lugar entre las cosas más apreciables de la familia; las mujeres lo valoraban un poco más que el automóvil y los hombres un poco menos. 
Desde hacía tiempo, Janet sabía que sus amistades la consideraban como una persona de pocos alcances o peor aún, porque se fatigaba en cuidar la casa, que cualquier robot mantendría limpia con cinco horas de trabajo al día. También sabía que a George le enojaba regresar del trabajo y encontrarse cada noche con una esposa reventada de cansancio por un trabajo inútil. Pero el prejuicio estaba firmemente arraigado. No era la intransigente actitud de quienes se negaban a que los sirviera un camarero robot, o a viajar en coches conducidos por chóferes robots (que, por cierto, eran más de fiar), o a que las atendiese un dependiente robot o asistir a un desfile de modelos con maniquíes también robots. Era, simplemente, que se sentía incómoda con ellos o al estar a solas con uno, y una profunda aversión a experimentar tal incomodidad en su propio hogar.


Ella lo atribuía, en gran parte, al espíritu conservador del hogar de sus padres, en el que nunca hubo robots domésticos. Otras personas, criadas en casas donde los empleaban, incluso los primitivos modelos de una generación atrás, no parecían compartir sus sentimientos. La hería que su esposo creyera que les temía de un modo pueril. No era éste el caso, según le había explicado varias veces a George, ni tampoco lo más importante. Lo que de veras la molestaba era que alguien se entremetiese en su vida particular y familiar, lo que un criado robot acabaría por hacer. 
La enfermera robot llamada James era, por tanto, el primero con quién había tenido contacto, personal e íntimo, y resultó como una revelación.
Habló al doctor de su descubrimiento, lo que a éste pareció satisfacerle mucho. Asimismo se lo dijo a George cuando fue a visitarla por la tarde, y éste se regocijó. Los dos hombres trataron del asunto antes de que el último se marchara. 
-¡Estupendo! -convino el doctor-. A decir verdad, temí que se nos hubiese presentado un caso de neurosis muy fuerte; la faena casera la ha agotado en el transcurso de unos pocos años. 
-Lo sé -respondió George-. Traté de persuadirla por todos los medios durante los dos primeros años de matrimonio; pero sólo me acarreó sinsabores, y tuve que desistir. Esto es realmente un triunfo; se sobresaltó bastante al averiguar que el motivo de su ingreso aquí se debía en parte a no tener un robot que le ayudase en casa. 
-Pero una cosa es cierta; no puede seguir como hasta ahora. Si lo intenta, deberá pasarse aquí un par de meses -dijo el doctor. 
-Después de esto, no querrá. Ha cambiado totalmente de parecer -aseguró George-. En parte se negaba por no haber encontrado un modelo realmente moderno, excepto de modo casual. El más moderno que tienen unos amigos nuestros es de hace diez años, por lo menos, y la mayor parte de los otros son todavía más viejos. Nunca pudo pensar en algo tan avanzado como la enfermera James. El asunto se reduce a cuál elegir. 
El doctor meditó un poco. 
-Francamente, señor Shand, creo que su esposa necesita mucho reposo y cuidados. Por ello, le aconsejaría elegir uno parecido al que tienen aquí. Ese modelo de enfermera James es bastante moderno; es un trabajo de alta precisión muy adelantado, con un original circuito de compasión y protección equilibrados; un trabajo muy ingenioso. Cualquier orden directa, que un robot corriente obedecería en seguida, es inmediatamente valorada por dicho circuito; mide el beneficio o perjuicio que pueda reportar al paciente, y no obedece si no es útil o inofensivo a éste. Ha dado sorprendentes resultados en la crianza y cuidado de niños; por eso están muy solicitados y resultan caros. 
-¿Cuánto? -preguntó George. 
El elevado precio que indicó el doctor le obligó a fruncir el entrecejo un instante. Luego, prosiguió:
-Esto supone un desembolso considerable; pero, al fin y al cabo, los ahorros de que disponemos son mayormente producto de lo economizado por Janet y de su vida austera. ¿Dónde adquirirlo? 
-No es tan fácil -contestó el doctor-. Deberé insistir un poco en la cuestión de preferencia, pero, dadas las circunstancias, lo conseguiré sin dificultades. Ahora, vaya y hable con su esposa acerca de los detalles exteriores y demás. Dígame cómo lo quiere ella, y pondré manos a la obra. 

-Uno idóneo -dijo Janet-; quiero decir, uno que tenga buen aspecto en casa. No podría acostumbrarme a una de esas cajas de plástico y palancas de mando que tienen mala traza y miran fijamente a través de sus lentes. Como se trata de quehaceres domésticos, elijámoslo con aspecto de doncella de servicio. 
-¿No prefieres un criado? 
Negó con la cabeza: 
-No; puesto que ha de cuidarme, prefiero una sirvienta, con vestido de seda negra y cofia y delantal blancos, de pelo rubio oscuro y de 1,67 metros de altura, que sea agraciada, pero no demasiado bella. No quiero tenerle celos. 

El doctor retuvo a Janet diez días más en el hospital mientras se arreglaba el asunto. Hubo suerte de que se cancelase un pedido, pero no pudo evitarse cierta demora para adaptarlo a los detalles exigidos por Janet; también requería que le acondicionasen la pseudomemoria para las faenas domésticas. 
La entregaron al día siguiente del alta de Janet. Dos robots estrictamente funcionales la cargaron a través del jardín y preguntaron si debían desembalarla. Janet no lo creyó conveniente, y les indicó que la dejasen en la puerta. 
A su regreso, George quiso abrirla en seguida; pero Janet negó con la cabeza. 
-Primero, cenaremos -decidió-. Un robot puede esperar. 
No obstante, cenaron con prontitud. Cuando hubieron terminado, George recogió la vajilla y la amontonó en el fregadero. 
-Ya no tenemos que fregar -comentó con satisfacción. 


George fue a casa del vecino y le pidió que le prestase su robot para ayudarle a entrar la caja. Pero, al encontrarse con que no podía levantar el extremo que le tocaba sostener, tuvo que pedir prestado el del vecino de enfrente. En seguida, los dos robots la cargaron, trasladándola hasta el suelo de la cocina, como si fuera un pluma, y se retiraron. 
George cogió un destornillador y sacó los seis largos tornillos que aseguraban la tapa. Dentro había un montón de virutas; las tiró al suelo. Janet protestó, y él repuso, contento: 
-¿Qué ocurre? Nosotros no vamos a recogerlas. 
Apareció una caja interior, hecha de pulpa de madera, y bajo cuya tapa había una alfombra de nívea guata. George la apartó y apareció tendido un robot con vestido negro y delantal blanco. Los dos lo contemplaron sin hablar, por espacio de unos segundos. 
Parecía verdaderamente vivo. Por alguna causa, Janet experimentó cierta repugnancia en creer que era su robot; cierta excitación y culpabilidad... 
-La bella durmiente -comentó George, mientras buscaba el libro de instrucciones en la pechera del vestido del robot. 
En verdad, no era una belleza. Se había tenido en cuenta la preferencia de Janet. Tenía un aspecto agradable y vistoso, sin ser llamativo; pero sus detalles eran adecuados. El intenso dorado de sus cabellos causaba envidia, no obstante saber que eran probablemente hilos de plástico con ondas que nunca se desharían. El cutis -otra forma de plástico que cubría el cuidadosamente construido perfil- se distinguía del verdadero sólo por su perfección. 
Janet se puso de rodillas junto a la caja y osó tocar con el índice aquella tez intachable. Estaba fría, muy fría. 
Se incorporó manteniendo la mirada fija en el robot. "No es más que una muñeca grande", se dijo. Un mecanismo; un admirable mecanismo de metal, plástico y circuitos electrónicos; pero tenía este aspecto tan sólo porque la gente, incluida Janet, lo encontrarían desagradable o grotesco si hubiera tenido cualquier otro. Y, sin embargo, verlo tal como era causaba cierto desconcierto. En primer lugar, había que hacerse la idea de que era "ella" y no "él", fuese o no del agrado de uno. Como tal tendría un nombre y así se parecería más a una persona. 
-"Un modelo accionado por una batería -leyó en alta voz George- que habrá de ser normalmente cambiada cada cuatro días. Otros modelos, no obstante, están diseñados de forma que conducen su propia reivindicación de los conductores principales como y cuando sea necesario". 
Y dijo: 
-Saquémoslo. 
Puso las manos debajo de las espaldas del robot e intentó levantarlo. 
-¡Vaya! Debe de pesar tres veces más que yo -exclamó, y volvió a intentarlo-: ¡Diablo! 
Tras esto, consultó nuevamente el libro, y leyó:
-"Los interruptores de mando están situados en la parte trasera, en el arranque de la cintura". Bueno; quizá podamos darle vuelta. 
Con un esfuerzo, logró poner de costado la figura y empezó a desabrocharle los botones de la espalda del vestido. 
De pronto, Janet lo consideró indecoroso, y dijo: 
-Lo haré yo. 
Su esposo la miró con curiosidad: 
-Está bien; es tuyo. 
-No es él sino ella. Le llamaré Hester. 
Janet le desabrochó los botones y palpó el interior del vestido. 
-No encuentro ni pulsadores ni nada -advirtió.  
-Al parecer, hay un pequeño cuadro que se abre -respondió él. 
-¡Eso no! -objetó ella, con un tono ligeramente disgustado. 
El hombre la volvió a mirar: 
-Querida, esto es un robot; un mecanismo. 
-Ya sé -repuso la mujer, al instante. 
Volvió a palpar; halló el cuadro, y lo abrió. 
-"Al pulsador de arriba hay que darle media vuelta a la derecha; luego, se cierra el cuadro de distribución para completar el circuito" -advirtió George, leyendo el libro de instrucciones. 
Janet lo hizo así y se incorporó prontamente mirando con atención. El robot se animó y mudó de postura. Se incorporó; se puso en pie, les contempló y, con aire de doncella de teatro, dijo: 
-Buenos días, señora; buenos días, señor. Me complace estar al servicio de ustedes. 

-Muchas gracias, Hester -dijo Janet, mientras se recostaba en el cojín del asiento. No es que fuese necesario dar las gracias a un robot; pero entendía que si no se practicaba la cortesía con los robots, pronto se dejaría de hacerlo con las personas. 


Sin embargo, Hester no era un robot común. Ya que ni siquiera vestía como una doncella. En cuatro meses, se había convertido en una infatigable y solícita amiga. Al principio, Janet no podía creer que se tratase simplemente de un mecanismo, y conforme pasaban los días, la fue aceptando como a una persona. El hecho de que consumiese electricidad en vez de alimentos, llegó a parecerle una simple debilidad. Que en cierta ocasión estuviera andando en forma de círculo sin poderse detener y que en otra se le alterase la vista, de modo que hacía las cosas un pie más, a la derecha de donde debía hacerlas, eran achaques que cualquiera puede tener, y el mecánico de robots que vino a repararla se comportó como un médico. Hester no era sólo una persona; era una acompañante preferible a muchas personas. 
-Sospecho -dijo Janet, recostándose en su asiento- que me consideras un ser lastimoso y débil, ¿no es así? 
Lo que no podía esperarse de Hester era la mentira. 
-Sí -contestó con toda claridad. Luego, agregó-: Considero que todos los mortales son seres lastimosos y débiles. Esto se debe a su constitución. Hay que compadecerse de ellos. 
Hacía tiempo que Janet había renunciado a reflexiones, como "Esto debe ser el circuito compasivo que habla", o a imaginar la computación, selección, asociación y exclusión que se producía para obtener tal respuesta. La aceptó como si se tratase, por ejemplo, de un extranjero. Dijo: 
-Supongo que debemos serlo si se nos compara con los robots. Ustedes son fuertes e infatigables, Hester. Si supieras cómo te envidio... 
Hester respondió con sencillez: 
-Nosotros fuimos diseñados y ustedes son accidentales; esto es una desgracia, no un defecto. 
-¿Prefieres ser tú a ser yo? -inquirió Janet. 
-Naturalmente. Nosotros somos más fuertes; no tenemos necesidad del sueño para recuperar fuerzas, ni llevamos en nuestro interior un inestable laboratorio químico, ni envejecemos ni nos desmejoramos. Los mortales son tan débiles y tan torpes y enferman con tanta frecuencia; siempre hay algo que no funciona debidamente. En cambio, si a nosotros se nos estropea o quiebra algo, no duele y se sustituye fácilmente. Ustedes tienen toda suerte de palabras, como dolor, sufrimiento, desdicha y fatiga, que hemos aprendido para comprenderles, pero que para nosotros no tienen significado alguno. Me entristece que padezcan esos inconvenientes y que sean tan endebles e irresolutos. Eso altera mi circuito compasivo. 
-Endebles e irresolutos -repitió Janet-. En efecto, eso es lo que experimento. 
-Los humanos están condenados a vivir de modo tan precario... -prosiguió Hester-. Cuando se me quiebra un brazo o una pierna, me ponen otro nuevo a los pocos minutos; si esto le ocurre a un ser humano, tiene que sufrir un tiempo considerable, al cabo del cual no le ponen uno nuevo; en el mejor de los casos, tendrá uno muy defectuoso. En esto sí han progresado, pues al diseñarnos aprendieron a fabricar buenos brazos y piernas, mucho más sólidos que los comunes. La gente haría bien, si pudiese, en sustituir un miembro inválido por otro útil; sin embargo, no parece desearlo cuando tiene posibilidad de conservar el viejo. 
-¿Quiere decir esto que son injertables? -inquirió Janet-. No lo sabía. Quisiera no tener más problema que los brazos y las piernas inútiles. No creo que yo titubease... -suspiró-. Hester, el doctor no parecía muy animado esta mañana. ¿Oíste lo que dijo? He perdido fuerzas, por lo que necesito más reposo. Dudo que espere que me reponga. Lo dijo sólo para animarme antes de... Después de haberme reconocido, parecía muy extraño. Me aconsejó únicamente mucho reposo. ¿De qué sirve vivir si sólo se puede descansar, descansar y descansar? Y pensar en el pobre George. Qué vida lleva, y es tan paciente y cariñoso conmigo... Prefiero cualquier cosa antes que continuar así. Preferiría morir... 
Janet siguió hablando más para sí misma que para la paciente Hester, que estaba de pie a su lado. Tenía los ojos llorosos. A poco, levantó la mirada: 
-¡Ay, Hester! Si fueras un ser humano, no podría soportarte; me parece que te odiaría por tu fortaleza y paciencia; pero no puedo hacerlo, Hester. Eres amable y atenta, mientras yo no hago más que tonterías. Imagino que incluso llorarías conmigo, en caso que pudieses hacerlo. 
-Lo haría si pudiera -respondió el robot, y agregó-: Mi circuito compasivo... 
-¡Eso no! -interrumpió Janet-. No puede ser eso. Debes tener un corazón en alguna parte. Debes tenerlo. 
-Creo que es más seguro que un corazón -respondió Hester. Se acercó un poco más; inclinó el cuerpo, y tomó a Janet en brazos como si no pesase nada-. Está fatigada, querida. La llevaré arriba. Necesita un poco de descanso antes de que él regrese. 
Janet sintió los fríos brazos del robot a través de su vestido; pero esto ya no la alteraba, porque se daba cuenta de que eran fuertes y protectores. Dijo: 
-¡Oh, Hester, no sabes cómo me ayudas! ¿Sabes lo que debería hacer? -Guardó silencio; después agregó, angustiosamente-: Sé lo que él piensa, me refiero al doctor; piensa que continuaré desmejorando hasta marchitarme por entero y morir. Te dije que preferiría morirme, pero no es cierto, Hester. No quiero morir. 
El robot la meció un poco como si fuera una niña:
-¡Vamos, vamos, que no es para tanto! No debe pensar en la muerte, ni llorar más; esto no le conviene. Además, no querrá que él se dé cuenta. 
-Procuraré contenerme -respondió Janet, sumisa, mientras el robot la llevaba arriba. 


El robot-recepcionista del hospital apartó la vista de la mesa escritorio. 
-Mi mujer -dijo George-. Llamé por teléfono hace una hora aproximadamente. 
En el rostro del robot se dibujó una impecable expresión de simpatía profesional: 
-Sí, señor Shand; siento mucho haberle causado un sobresalto, mas, como le he dicho, su robot doméstico ha obrado acertadamente al ingresarla en seguida aquí. 
-He tratado de ver al doctor, y está fuera -dijo George.  
-Eso no debe preocuparle, señor. Shand. Se le ha hecho un reconocimiento, y hemos pedido sus antecedentes al hospital donde estuvo antes. La operación ha sido fijada provisionalmente para mañana, si bien necesitamos el consentimiento de usted, por supuesto. 
George vaciló: 
-¿Podría ver al doctor que la intervendrá?  
-Lo siento; no se encuentra en el hospital. 
-¿Es necesario? -inquirió George, tras una pausa.
El robot le miró fijamente y asintió con la cabeza: 
-Debe de haber estado perdiendo fuerzas durante meses. 
George asintió con otro movimiento de la cabeza.
-La única alternativa es continuar perdiéndolas y padecer hasta morir -prosiguió el robot. 
George fijó la vista en la pared por espacio de unos segundos. Por fin, dijo secamente: 
-¡Bien! 
Cogió una pluma y, temblándole la mano, firmó en una hoja, que la recepcionista le había puesto delante; miró el contenido, pero no vio nada. 
-¿Tiene.... tiene ella probabilidad de...? -inquirió.  
-Sí -contestó el robot-. Aunque no se descarta totalmente el peligro, hay un setenta por ciento de probabilidades de éxito. 
George suspiró y movió la cabeza: 
-Quisiera verla. 
-Puede hacerlo; sin embargo, debo pedirle que no la inquiete. Duerme, y no conviene despertarla.
George tuvo que contentarse con esto, pero abandonó el hospital muy aliviado tras haber visto la sonrisa dibujada en los labios de Janet mientras dormía. 

Los del hospital llamaron a su oficina la tarde siguiente. 
Su tono era tranquilizador. La intervención quirúrgica había sido un éxito total. Todos estaban seguros del resultado. 
No había por qué preocuparse. Los médicos se mostraban muy satisfechos. Pero no se permitirían visitas durante unos días. El podía estar tranquilo. 
Cada mañana, George llamaba por teléfono antes de salir de casa con la esperanza de que le permitiesen ver a su esposa; los del hospital eran amables e infundían aliento; pero intransigentes en cuanto a visitas. 
De improviso, al quinto día, le comunicaron que a su esposa la habían dado de alta y se dirigía a su casa. George quedó estupefacto, pues se había hecho el ánimo de que el asunto duraría unas semanas. 
Salió precipitadamente; compró un ramo de rosas, e infringió seis veces el reglamento de la circulación. 
-¿Dónde está? -preguntó a Hester, cuando ésta abrió la puerta. 
-En la cama. Pensé que sería mejor si... -empezó el robot, pero se le cortó el discurso mientras él subía la escalera dando respingos. 
Janet estaba acostada. Por el borde de la sábana le asomaba la cabeza y el vendaje del cuello.


George puso las flores en la mesita de noche; se acercó a ella, y la besó dulcemente. La mujer fijó en él la inquieta mirada de sus ojos.
-George, querido. ¿Te lo ha dicho? 
-¿Quién debe decirme qué? -preguntó él, sentándose en el borde de la cama. 
-Hester dijo que lo haría. ¡George, no quería hacerlo; al menos, no fue mi intención! Ella me envió. Estaba tan enferma y me sentía tan triste. Necesitaba estar fuerte. Supongo que no la entendí bien. Hester dijo... 
-Tranquilízate, querida, tranquilízate -sugirió George, sonriente-. ¿Qué importancia tiene todo eso? 
Metió la mano debajo de la colcha y cogió la mano de su mujer. 
-Pero, George... -empezó a decir Janet. 
Él la interrumpió: 
-Querida, tienes las manos muy frías. Casi tanto como... 
Deslizó los dedos por su brazo y la miró con los ojos desorbitados. Se incorporó súbitamente, y apartó la colcha. Puso la mano sobre la fina camisa de dormir a la altura del corazón; de inmediato la retiró, como si se le hubieran pinchado. 
-¡Dios mío! ¡No! -exclamó George, sin apartar la vista de su mujer. 
-Pero, George, querido... -dijo la cabeza de Janet, recostada en la almohada. 
-¡No! ¡No! -gritó él, casi histérico. 
Obcecado, volvió la espalda y salió corriendo de la habitación. En la oscuridad del rellano, no acertó a poner el pie en el peldaño superior y rodó precipitadamente escalera abajo. 

Hester lo encontró inerte en el suelo del vestíbulo. Se inclinó sobre él, y examinó cuidadosamente las lesiones. La importancia de éstas, así como la debilidad de quien las sufría, le alteró sensiblemente el circuito de compasión. No intentó moverlo, sino que llamó por teléfono: 
-¿Hospital de urgencias? -Preguntó, y dio el nombre y las señas-. Sí; en seguida -les dijo-. Puede que no haya mucho tiempo. Sufre diversas fracturas, y sospecho que se ha roto la columna, pobre hombre. No; no parece tener lesiones en la cabeza. Sí; es preferible. Quedaría inválido para toda la vida. Será mejor que manden la orden de consentimiento con la ambulancia, para que pueda ser firmada en seguida... Será lo más conveniente. Su esposa lo firmará.


FIN

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