2024/09/30

El planeta oscuro (Herbert W. Franke)


Título original: Der dunkle planet
Año: 1970


Se hallaron en medio de un paisaje desolador, vestidos con los deformes trajes espaciales. El suelo llano y calizo estaba surcado de impactos de meteoritos. Algunos de los pozos, rodeados como heridas de costrosos bordes, alcanzaban profundidades indeterminadas. A cada paso que intentaban dar con rodillas temblorosas, se producía un crujido bajo sus pies. Ellos apenas lo oían, pero notaban el roce y la trituración.
Brock fue el primero en hablar.
—¡Eh, Culler! ¿Me escuchas?
No obtuvo respuesta. El compañero no se movía, sino que parecía tener los ojos clavados en la lejanía… En la llanura, en los tremendos cráteres.
—¡Eh, tú, Culler! —repitió Brock al recordar que, para hablar, debía pulsar el botón situado en su guante.
La respuesta no se hizo esperar.
—¿Por fin estás despierto, viejo? ¿Cómo te sientes? Yo sigo bien, aunque con cierta confusión en la cabeza. Algo así como si estuviera borracho.
—A mí me ocurre lo mismo. Una sensación rara, ¿verdad? Y nada agradable, pero tal vez nos acostumbremos a ella.
No se extendió más, de momento, pero una ola de simpatía inundó todo su ser.
Era bueno poder comunicarse con alguien.
Como si estuvieran de previo acuerdo, ambos hombres se dirigieron a la caja gris que había a su lado, sostenida por tres patas. Culler preparó el ingenio para la emisión y buscó la sintonía. Se cerró el verde anillo de luz y se agitaron un par de manecillas.
—Ahora sólo nos resta esperar —dijo Brock, consultando el reloj de pulsera visible a través del puño transparente de su manga—. Faltan tres horas.
En alguna parte del cielo flotaba el planeta. No podían verlo, ya que quedaba demasiado apartado del sol oscuro que parecía pegado al horizonte como un gigantesco disco. Incluso allí, en su proximidad, su luz no era capaz de producir más que un tenue crepúsculo. Superficies de roca tapizadas de terciopelo encarnado, sombras negruzcas y huidizas. En conjunto, un cuadro misterioso y amenazador.
—¡Que precisamente haya vida ahí! —murmuró Culler, señalando vagamente con el dedo hacia arriba—. ¿Cómo se alimentan sus habitantes? ¿Cómo pudieron crear una civilización? Porque son seres cultivados…, ¿o no?
—Con un poco de suerte lo sabremos pronto… Dentro de un par de horas — contestó Brock.

El tiempo transcurría con lentitud. Los astronautas se habían sentado en una especie de peldaño petrificado en forma de flan; probablemente una masa de lava escupida por un volcán o arrancada a las entrañas de la tierra por el impacto de un meteorito y caída luego, adoptando al enfriarse la curiosa postura que tenía ahora.
30 grados de temperatura absoluta.
El doble y medio de fuerza de gravitación.
Los dos hombres estaban cansados. Habían pasado por un entrenamiento duro. Y por una extraordinaria tensión nerviosa.
—¿Qué recuerdas tú aún, viejo? —preguntó Culler, que llamaba así al compañero pese a ser sólo dos años menor que él.
—Pues, no lo sé exactamente —respondió éste, escudriñando en su cerebro. Sí, recordaba palabras, manipulaciones, maneras de comportarse. Conocía cifras, fechas, fórmulas, sabía manejar una emisora y programar el comunicador. También era capaz de pensar con lógica, sabía a qué debía atenerse para actuar con acierto y estaba al corriente de las señales de alarma y de las indicaciones de peligro. Tenía grabado en la memoria el mensaje que debía transmitir, del mismo modo que le habían inculcado las proposiciones para un intercambio de conocimientos técnicos, y se hallaba en condiciones de realizar gestiones. Y, naturalmente, conocía a su amigo Culler, ¿pero qué sabía en realidad de él? Era un muchacho simpático y siempre dispuesto a ayudar, ¿pero de dónde procedía, qué habían vivido juntos? Brock se dio cuenta, consternado, que Culler era poco más que un extraño.
¿Y él mismo? ¿Quién era? ¿Dónde residía? ¿Tenía amigos y familia? De pronto tuvo la impresión de que le arrancaban el suelo bajo sus pies. Su memoria estaba vacía, hueca. Una creciente inseguridad se apoderó de él. Una espantosa sensación de mareo. Tuvo que aferrarse con los rígidos guantes a la dura roca, para no caer.
—¿Qué te sucede? —la voz de Culler sonó desde lejos—. Respiras con fatiga. ¿Te encuentras mal?
"No quiero que note nada", se dijo Brock. "Quizás él no experimente lo mismo que yo, y probablemente sea mejor así. Tengo que ser fuerte. Pronto habrá pasado todo".
La redonda escafandra del compañero Culler apareció ante sus ojos, y a través del centelleante cristal distinguió la ancha cara del amigo.
—¿No habías caído hasta ahora en que estamos completamente separados del resto del mundo? He estado pensando en eso. Es algo que siente uno de repente. Pero yo lo compararía con la ingravidez. Unas horas sin apoyo, y luego volverá a ser todo como antes. Yo he recobrado ya la tranquilidad. No es que recuerde nada de mi existencia, pero una cosa sí que conservo en la mente: ¡Que tú y yo nos alegrábamos de poder llevar a cabo esta misión!
Brock pensó que el compañero tenía razón. Habían sentido ilusión y, sí, incluso se habían presentado voluntarios. ¿Lograría exprimir algún otro recuerdo? El joven se esforzó hasta que a su frente asomaron perlas de sudor. Era inútil. Su cabeza estaba vacía. El pasado había muerto.
—Quizá consigamos llegar a un acuerdo —continuó Culler—. Imagínate que por vez primera vamos a enfrentarnos con inteligencias no humanas. ¡Qué posibilidades para el futuro!
—Tienes razón —admitió Brock.
Trataba de convencerse a sí mismo y comprendía que las palabras del compañero le animaban. Poco a poco superó la crisis de angustia y logró concentrarse de nuevo: Existían las señales de radio procedentes del espacio, los diversos signos transmitidos y el eco que captaban, la localización del planeta oscuro, los progresos en la comunicación...
Brock se dio cuenta de que el pasado no había muerto. Sólo una parte de él, y eso tenía su motivo. Los científicos habían ideado con la máxima sutileza la estrategia a emplear en el contacto con inteligencias desconocidas. Y el primer precepto consistía en la prudencia.
—No deja de ser peligroso eso de borrar la memoria de los mediadores. De momento, nos causa desventaja en las negociaciones. ¿Cómo saber si actuamos debidamente?
—Tú te declaraste conforme —le recordó Culler—. Si en realidad es necesario, nadie lo sabe. De cualquier forma, nosotros debemos proceder con cuidado. No debemos suponer, de antemano, que los seres extraños nos esperan con sentimientos amistosos.
—Tal vez sí —replicó Brock—. Los seres que han alcanzado un cierto nivel de civilización no pueden albergar instintos destructores, porque saben que, a la larga, un conflicto perjudica a todos los que intervienen en él. Las reflexiones cibernéticas demuestran que...
—¡Viejo! —le interrumpió Culler—. Te olvidas que la teoría quedó atrás. Nos hallamos ante la realidad. Si tú estás en lo cierto, tanto mejor. En ese caso, mañana mismo volveremos a saber adónde pertenecemos.
—Es verdad —contestó Brock—. Perdona. Estaba un poco nervioso, pero ya pasó.
Los dos hombres guardaron silencio nuevamente.
De vez en cuando miraban al cielo. La débil claridad no tapaba las estrellas. En la inmensa cúpula gris, los tristes puntos de luz parecían pegados sobre un papel. No había irradiación ni fulgor impulsados por una atmósfera en movimiento. Brock echó de menos algo en el extraño firmamento, pero no supo decir qué era.
Culler se levantó y dio unos pasos por el agujereado suelo. Tomó un par de cascajos y los volvió a tirar.
—Ni rastro de vida —gruñó—. Todo muerto. Rocas eruptivas. Estratos de sínter. Esto tuvo que ser algún día zona de lagunas. Pero no de agua. Más bien diría que abundaron aquí los pantanos de lava.
Su voz llegaba clara y potente al casco de Brock. La regulación del amplificador funcionaba a la perfección.
—¿Cómo te los imaginas? —preguntó Brock. Culler supo en seguida a quiénes se refería.
—No acierto a imaginármelos. Supongo que serán totalmente diferentes a nosotros. Sólo pensando en la fuerza de gravitación…, ¡5 g!, supongo que deben ser bajos y rechonchos, y no creo que caminen erguidos. Quizá se arrastren. Lo más probable es que se trate de unos seres forzudos y pesados.
—Pero, ¿y de qué materia se componen? ¿Cómo es su metabolismo? ¿Basado en el carbono? Imposible. El planeta es radiactivo. Para nosotros, un infierno. Insisto en su metabolismo. No reciben luz del sol. Debe ser horrible vivir a oscuras. Quizá se orienten por medio de ruidos, más o menos como los murciélagos.


—Si poseen otros sentidos, es posible que también piensen de manera distinta. El mundo de la imaginación queda determinado por la facultad de perfección. Tal vez no encontremos base alguna para un entendimiento.
—No será fácil. Por ahora no hemos pasado del intercambio de fórmulas matemáticas y físicas. Sin embargo, ya nos han proporcionado algunas sorpresas considerables: El teorema de Fermat, la dependencia del tiempo de la constante de gravitación. Y su concepto de la teoría de la relatividad. ¡Caramba, hay que descubrirse ante ellos!
—Más importante es el hecho de que nunca mencionaran el agua ni el metano ni el amoníaco. En cambio, parecen expertos en la física de los cuerpos sólidos.
Culler apartó con su pie un trozo de piedra pómez. Luego regresó lentamente.
También Brock se puso de pie, estirando sus miembros. El aumento de peso molestaba más al estar sentado que de pie.
—Todo eso es digno de consideración, pero más interesante sería conocer su psicología, su estructura social. ¿Cómo se comportarán con nosotros?
Brock buscó puntos de apoyo. ¿No existía información alguna sobre la postura espiritual de los extraños seres? Habían contestado con prontitud, sí, y habían correspondido a todos los estímulos para un entendimiento. Eran seres inteligentes, pero... Brock notó que crecía en él una cierta desazón. ¿No encerraba todo ello algo inquietante, amenazador? Ahora, al lograr revivir un fragmento de recuerdo, fue teniendo una idea menos confusa. Se había hablado de un problema muy serio. Y, antes que ellos, ¿no lo habían intentado ya?
Culler se acercó de nuevo al comunicador. Comprobó la tensión, la emisión y el sistema receptor: A través del auricular sonaron desagradables murmullos, como si en alguna parte hubiera una cascada y, más lejos, se oyesen voces humanas. Pero era sólo una ilusión, porque el transformador vocal no estaba conectado.
Brock pulsó el botón.
"… En este momento no hay recepción, no hay recepción. Sólo ruidos de fondo, no hay recepción…"
Aquello sonaba tan impersonal como un anuncio. ¿Y dónde? Brock lo ignoraba, y movido por el disgusto desconectó nervioso el aparato.
—Seguramente llegarán pronto —comentó Culler después de consultar su reloj.
A lo lejos se extendía la superficie destinada al aterrizaje. Las coordenadas habían sido establecidas con exactitud. La tosca roca relucía con tonalidades rojiblancas. Ni siquiera esa parte estaba libre de desigualdades y agujeros, pero al menos no presentaba cráteres y grietas grandes. Una sonda había elegido el lugar, y sin duda alguna era el más adecuado.
La nave espacial debía posarse a quinientos metros de distancia de ellos, que aguardarían en su sitio hasta recibir la señal. Una señal transmitida por radio.
—La visibilidad no es buena —observó Culler—. Quisiera saber por qué debemos aguardar precisamente aquí. Allí enfrente, desde aquella colina plana, podríamos presenciar mejor el aterrizaje. ¿Quieres que vayamos? No nos perjudicaría obtener una visión de conjunto sobre la pista.
Los hombres partieron, uno tras otro. No tenían prisa. Avanzaban pesadamente sobre las quebradizas costras, salvaban las grietas, no sin dificultad, pero de manera segura y esquivaban los socavones del suelo. Se daban cuenta de lo bien entrenados que estaban, aunque no hubieran podido decir de dónde procedían sus experiencias. El tratamiento a que fueran sometidos sus cerebros tenía que haber sido realizado con extraordinaria minuciosidad, porque conservaban sus facultades y los conocimientos generales, mientras que se habían borrado totalmente de su memoria los datos históricos y personales. ¿O se trataba de un psicobloqueo, de una barrera? Brock no lo creía. Una altamente desarrollada biotécnica podría disponer de métodos para extraer información de las moléculas acumuladoras, aunque se hallara interceptado el camino de la conciencia. ¿Pero no significaba eso que debían empezar desde un principio… a aprender y a encontrar amigos? ¿Y a adquirir confianzas? ¡Ojalá valiese la pena la prueba en verdad!
Los dos compañeros llegaron a la colina y treparon por una inclinada pared de roca. Por fin vieron a sus pies el campo de aterrizaje, semejante a un blanco con incontables impactos. Más allá se extendía una sierra negra y dentada bajo una orla de contraluz.
—¡Ven, viejo! —gritó de pronto Culler—. ¡Fíjate en eso!
Había dado unos pasos más y se encontraba ante una hondonada que hasta entonces había quedado oculta a sus ojos. Sujeto a una peana de hormigón se alzaba un cuerpo metálico, una especie de cápsula de la cual partía un tubo de poca longitud que, colocado de cara a la llanura, señalaba hacia arriba en sentido diagonal.
—¿Qué es eso?
Ninguno de los dos lo sabía, pero el hallazgo hizo vibrar en ambos la cuerda de la desconfianza. Culler se encaramó a un punto más alto y siguió la dirección del cañón. Señalaba éste con exactitud el campo de aterrizaje de la nave procedente del planeta oscuro.
Culler y Brock retornaron a su emisora sin cruzar palabra.
—¡Mira, allá vienen! —exclamó Culler, levantando el brazo.
La misteriosa nave se aproximaba. No se la distinguía como cuerpo, aunque cubría las estrellas. Una tras otra desaparecían a lo largo de una inmensa curva para volver a ser visibles. A continuación apareció una sombra delante de aquel cielo de un gris polvoriento. Y, poco a poco, la sombra descendió.
Brock echó una rápida mirada a su reloj. Los desconocidos acudían puntuales. El hombre conectó el receptor.
"Dentro de cinco minutos aterrizaremos... Dentro de cuatro minutos y cincuenta segundos... Cuarenta segundos..."
—Les esperamos —contestó Brock.
Ambos permanecieron en la ancha plataforma de roca y contemplaron el aterrizaje. La nave era plana; un cuerpo poco esbelto y rodeado de algo semejante a un doble aro. Nada permitía adivinar que detrás de esas paredes existiera vida, porque no se observaba movimiento alguno. Ni sistema de propulsión a chorro, ni luz. La nave perdía altura con rapidez, pero no se posó en tierra, sino que quedó flotando — según parecía— a escasa distancia del suelo.
"Terminado el aterrizaje... Listos para la toma de contacto. Rogamos el acercamiento acordado..."
Lo acordado: Avanzar hacia la nave espacial, detenerse a cien metros del aparato, realizar una prueba de entendimiento a través del comunicador de los seres desconocidos y, por fin, si todo se producía tal como estaba previsto, la subida al aparato y el vuelo al planeta oscuro.
Brock y Culler iniciaron la marcha, de nuevo uno tras otro. Brock delante y, detrás, Culler. El primero no experimentaba ya nerviosismo alguno. Todo en él era frialdad y decisión. Detrás de la rígida envoltura de su traje espacial oía latir su corazón, quizá algo más rápidamente que de costumbre, pero con fuerza y regularidad. Su mirada no se apartaba de la oscura sombra de la nave que parecía suspendida en el aire. En ella seguía sin verse movimiento alguno. Los astronautas caminaban a buen paso, pero sin prisa. Avanzaban con serenidad y cautela, vigilando lo que sucedía a su alrededor. Ya estaba la acción en marcha, y nada les detendría.
¿Reuniría la nave las condiciones indispensables para la vida humana? Lo comprobarían. Sus trajes llevaban incorporados todos los aparatos necesarios para hacerlo. ¿Qué tenían que temer, propiamente? Los demás sabían que ellos precisaban una aceleración de la gravedad de 1 g y que no soportarían una temperatura absoluta muy superior a los 300 grados Celsio. Otros posibles problemas los solucionarían los propios equipos espaciales.
La nave era mayor de lo que habían supuesto. Cuando alcanzaron la indicada distancia de cien metros, el aparato se alzaba muy por encima de ellos. Y descubrieron que no flotaba, sino que descansaba sobre una amplia corona de muelles en forma de S y delgados como hilos de telaraña.
Brock y Culler se detuvieron.
"¡Prueba de entendimiento! Pueden acercarse. Nosotros les oímos bien... Preparamos la subida".
Todo seguía a oscuras, pero los hombres vieron —aunque sólo en forma de vagos contornos—, que se desenrollaba una cinta y se extendía hasta pocos pasos delante de ellos. ¿Una escalera? ¿Una vía de transporte?
"Suban a la cinta. Abrimos la escotilla".
Había llegado el instante que tanto ansiaran. Y ahora tuvieron que hacer un esfuerzo para arrancar.
Entonces vino lo que, en el subconsciente, los dos habían temido.
Los contadores Geiger se dispararon. No subieron poco a poco, sino saltando de golpe hasta casi rozar el límite de medición. Fue una lluvia mortífera de rayos la que les azotó, y si bien el forro de plomo de los trajes espaciales aminoró sus efectos, los hombres sabían que sólo podrían resistir aquello durante unos segundos o, como mucho, medio minuto.
¡Alarma!


Brock notó que la conciencia del ataque rompía en él una barrera. Había recibido una orden poshipnótica. Su cuerpo se encorvó y su brazo se alargó para establecer contacto entre la adaptación metálica situada en el dorso de su mano y la placa que llevaba en la corva, a fin de disparar el arma escondida en el interior del traje, cuando, de súbito, un pensamiento cruzó su mente y una película de lógicas deducciones pasó momentáneamente por ella: Espacio vital radiactivo, espacio vital, adaptación, aprovechamiento de las circunstancias, órganos sensoriales, percepción. Era su medio de percepción: ¡Esos seres veían gracias a los rayos gamma que brotaban del interior de su planeta! Y lo que pretendían era iluminarles el camino. ¡Habían conectado la luz!
—¡Supriman  la  radiación!  ¡En  seguida!  ¡Sería mortal  para  nosotros! ¡Desconéctenla!
Brock permanecía agachado, la mano a la altura de la rodilla, dispuesto a hacer fuego.
Comenzó a contar los segundos. Les concedió diez. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis...
De repente cesó el crepitar del contador Geiger. ¡Los del planeta oscuro le habían comprendido! No se trataba de un ataque por su parte, no. Había sido sólo un error, un descuido. Les aguardaban con sentimientos amistosos. Seguramente se producirían otros malentendidos y habría equivocaciones, pero de todo ello extraerían enseñanzas. Unos y otros.
Brock respiró con alivio. El aire sofocante del purificador le pareció, de pronto, limpio y vivificador. Apoyó brevemente la mano en el brazo de Culler y ambos pisaron la cinta. Una ligera sacudida, y los dos astronautas empezaron a deslizarse hacia arriba.
No tardaron en verse en una cámara oscura.
—Bienvenidos a bordo —dijo una voz a través del amplificador.
Momentos después sintieron una insignificante opresión. La astronave había despegado.

FIN

2024/09/23

El gran C (Philip K. Dick)


Título original: The Great C
Año: 1953


No le dijeron las preguntas hasta que llegó la hora de partir. Walter Kent le apartó de los demás, puso las manos sobre los hombros de Meredith y le miró a los ojos con expresión concentrada.
—Recuerda que nadie ha regresado jamás. Si vuelves serás el primero; el primero en cincuenta años.
Tim Meredith asintió, nervioso y azorado, aunque agradecía las palabras de Kent. Después de todo, Kent era el jefe de la Tribu, un majestuoso anciano de barba y cabellos grises. Un parche le cubría el ojo derecho, y llevaba dos cuchillos en el cinturón, en lugar de uno solo. Y, además, se rumoreaba que sabía leer.
—El viaje apenas dura una jornada. Te daremos una pistola. Tiene balas, pero ignoramos cuáles se conservan en buen estado. ¿Has cogido las provisiones?
Meredith metió la mano en la mochila. Sacó una lata de metal y un abridor.
—Con esto será suficiente —dijo, dándole vueltas a la lata.
—¿Y agua?
Meredith agitó su cantimplora.
—Bien. 
Kent examinó al joven. Meredith calzaba botas de piel y polainas, y se cubría con un abrigo de cuero. Un casco de metal oxidado le protegía la cabeza. Unos binoculares sujetos por una gruesa cuerda le colgaban del cuello. Kent palmeó los pesados guantes que cubrían las manos de Meredith.
—Es el último par. Nunca más los volveremos a ver.
—¿Debo dejarlos allí?
—Confiamos en que los guantes... y tú... regresen.
Kent le tomó del brazo y se apartaron un poco más para que nadie pudiera oírles. El resto de la tribu, hombres, mujeres y niños, permanecía de pie en silencio a la entrada del Refugio y les observaba. El Refugio era de hormigón reforzado por postes que se habían añadido poco a poco. En tiempos remotos, una intrincada red de hojas y ramas colgaba sobre la entrada, pero se habían diseminado cuando los alambres se corroyeron y se partieron. De todos modos, ya nada podía advertir desde el cielo el pequeño círculo de hormigón, la entrada a las vastas cámaras subterráneas donde vivía la tribu.
—Te diré las tres preguntas —Kent se inclinó hacia Meredith—. ¿Tienes buena memoria?
—Sí.
—¿Cuántos libros te has aprendido de memoria?
—Tan sólo los seis que me leyeron —murmuró Meredith—, pero me los sé muy bien.
—Con eso me basta. Muy bien, escúchame con atención. Nos hemos tardado un año en decidir las preguntas. Por desgracia, sólo se pueden formular tres, así que las hemos elegido con mucha meticulosidad —y entonces susurró las tres preguntas en el oído de Meredith.
Luego siguió un largo silencio. Meredith meditó sobre las preguntas, y las repitió en su mente.
—¿Cree que el Gran C será capaz de contestarlas? —preguntó por fin.
—No lo sé. Son preguntas muy difíciles.
—Lo son —asintió Meredith—. Será mejor que recemos.
—Muy bien —Kent le palmeó en el hombro—. Ya puedes marchar. Si todo va bien, estarás de vuelta dentro de dos días. Te esperaremos con impaciencia. Buena suerte, muchacho.
—Gracias —dijo Meredith.
Caminó con parsimonia hacia los demás. Bill Gustavson le tendió una pistola sin decir palabra, con los ojos brillantes de emoción.
—Una brújula —dijo John Page, apartándose de su mujer, mientras ofrecía a Meredith una pequeña brújula militar.
Su mujer, una joven morena capturada a una tribu vecina, le dedicó una sonrisa alentadora.
—¡Tim!
Meredith se volvió. Anne Fry corrió hacia él. Se cogieron de las manos.
—Todo irá bien —dijo Meredith—, no te preocupes.
—Tim —la muchacha lo miró con intensidad—, Tim, cuídate mucho. ¿Lo harás?
—Por supuesto —sonrió y acarició con torpeza el corto y espeso pelo de Anne—. Volveré.
Sin embargo, su corazón estaba frío como un bloque de hielo. El frío de la muerte. Se alejó bruscamente de ella.
—Adiós —se despidió de todos.
La tribu dio media vuelta y le dejó solo. La única alternativa era cumplir su misión. Repasó las tres preguntas una vez más. ¿Por qué las habían elegido? Alguien debía ir a formularlas. Avanzó hacia el borde del claro.
—Adiós —gritó Kent, rodeado de sus hijos.
Meredith agitó la mano. Un momento después se internó en el bosque; llevaba en una mano el cuchillo y con la otra aferraba con fuerza la brújula.
Caminó a buen paso; cortaba con el cuchillo enredaderas y ramas que obstruían su avance. Divisó en ocasiones algunos insectos enormes que se deslizaban entre la hierba, incluso un escarabajo de color púrpura, casi tan grande como su puño. ¿Habían sido así las cosas antes de la Explosión? Probablemente no. Uno de los libros que había aprendido trataba de las formas de vida en el mundo antes de la Explosión y no recordaba que hablara de insectos gigantescos. Le vino a la memoria que reunían a los animales en rebaños y los mataban con regularidad. Nadie cazaba.
Acampó por la noche sobre una placa de hormigón, los restos de un edificio que ya no existía. Se despertó dos veces al oír cosas que se movían en la oscuridad, pero ninguna se acercó, y cuando salió el sol estaba sano y salvo. Abrió la lata y comió una ración. Luego recogió sus cosas y prosiguió el camino. Mediado el día, el contador que llevaba sujeto a la cintura empezó a sonar amenazadoramente. Se detuvo, tomó aliento y reflexionó.
Estaba cerca de las ruinas, por lo que los focos de radiación serían cada vez más numerosos. Le dio una palmadita al contador, un objeto muy necesario. Avanzó un poco y los zumbidos enmudecieron; había rebasado el foco. Subió una elevación, abriéndose paso entre las enredaderas. Un enjambre de mariposas aleteó ante su rostro y las dispersó a manotazos. Al llegar a la cumbre se irguió y alzó los binoculares.
A lo lejos distinguió una mancha negra en el centro de una infinita extensión verde; un lugar arrasado, una gran franja de tierra quemada, metal y hormigón fundidos. Contuvo el aliento. Eran las ruinas, se aproximaba. Contemplaba por primera vez en su vida los restos de una ciudad, las columnas truncadas y los cascotes que habían sido edificios y calles.
De pronto, un impetuoso pensamiento cruzó por su mente. ¡Podría esconderse en lugar de ir allí! Podía refugiarse entre los arbustos y esperar. Después, cuando todos creyeran que había muerto, cuando los exploradores de la tribu hubieran regresado, partiría en dirección al norte.
El norte. Sabía que existía otra tribu, una gran tribu. Entre ellos estaría a salvo. No le encontrarían y, en cualquier caso, la tribu del norte tenía bombas y globos de bacterias. Si conseguía llegar...
No. Inspiró profundamente. Estaba en un error. Le habían designado para este viaje. Cada año le tocaba el turno a un joven como él, portador de tres preguntas muy meditadas. ¿Podría responderlas el Gran C? ¿Las tres? Se decía que el Gran C lo sabía todo. Había respondido a todo tipo de preguntas durante un siglo, en el interior de su casa en ruinas. Si él no iba, si no enviaban a ningún joven... Se encogió de hombros. Provocaría una segunda Explosión igual a la anterior. Ya lo había hecho una vez; no dudaría en hacerlo de nuevo. No tenía otra elección que continuar.
Meredith bajó los binoculares y descendió por la ladera de la colina. Una enorme rata gris pasó corriendo ante él. Sacó el cuchillo con rapidez, pero la rata no le atacó. Las ratas eran malignas. Portaban gérmenes.
Media hora después, su contador sonó con mucha intensidad. Retrocedió. Un pozo, el cráter de una bomba todavía sin rellenar del todo, abría su boca frente a él. Lo mejor sería dar un rodeo. Se movió con grandes precauciones. El contador sonó una vez, pero eso fue todo. Un rápido siseo, como el zumbido de una bala. Después, silencio. Estaba a salvo.


A media tarde comió otra ración y bebió agua de la cantimplora. Ya no quedaba mucho; llegaría antes del anochecer. Caminaría entre las calles destruidas hacia la masa irregular de piedras y columnas que era su casa. Subiría la escalera. Se lo habían descrito muchas veces. Cada piedra estaba representada en el mapa que guardaban en el Refugio. Conocía de memoria la calle que desembocaba en la casa. Conocía las enormes puertas derrumbadas, rotas en mil pedazos. Conocía el aspecto de los oscuros y vacíos pasillos. Entraría en la inmensa cámara, la oscura sala poblada de murciélagos y arañas, estremecida por el eco de los sonidos. Y allí encontraría lo que buscaba: El Gran C. Esperaría en silencio, esperaría para escuchar las preguntas. Tres..., sólo tres. Después de escucharlas reflexionaría y meditaría. En su interior se producirían zumbidos y destellos. Se moverían piezas, tubos, interruptores y bobinas. Los relés se abrirían y cerrarían.
¿Sabría las respuestas?
Siguió adelante. Las ruinas aumentaban de tamaño, al otro lado del impenetrable bosque.

El sol empezaba a palidecer cuando trepó a la cumbre de una colina de rocas y contempló lo que mucho tiempo atrás había sido una ciudad. Sacó la linterna y la encendió. La luz parpadeó y se debilitó; las pilas estaban casi agotadas. Pese a todo, pudo distinguir las calles destruidas y montones de cascotes: Los restos de la ciudad en la que había vivido su abuelo.
Saltó entre las rocas y aterrizó con un golpe seco en la calle. El contador se disparó al instante, pero lo ignoró. No había otra entrada. Por el otro lado, una barrera de escoria cortaba el acceso. Anduvo lentamente, respirando con fuerza. Algunos pájaros se posaban sobre las piedras a la luz incierta del crepúsculo y, de vez en cuando, un lagarto reptaba entre los cascotes hasta desaparecer en una grieta. Existía algún tipo de vida, al menos. Pájaros y lagartos se habían adaptado a las nuevas condiciones de vida, pero no así los hombres y los animales de mayor tamaño. Incluso los perros salvajes se mantenían alejados de lugares semejantes. Y ya comprendía por qué.
Siguió hacia su objetivo, alumbrándose con la débil luz de la linterna. Bordeó un enorme cráter, parte de un refugio subterráneo. A ambos lados se alzaban cañones semidestruidos. Ni siquiera había disparado un fusil. Su tribu tenía muy pocas armas de metal. Dependían de lo qué ellos mismos fabricaban: Lanzas, dardos, arcos y flechas, mazas de piedra.
Un coloso, los restos de un enorme edificio, apareció ante sus ojos. La luz de la linterna no consiguió abarcar toda su envergadura. ¿Sería la casa? No, se hallaba más lejos. Después saltó sobre lo que había sido una barricada: Planchas de metal, sacos de arena y alambradas.
Llegó al cabo de un momento.
Se detuvo con los brazos en jarras y contempló los escalones de hormigón que conducían hasta la negra cavidad que era la puerta. Había alcanzado su objetivo. Un paso más y ya no podría retroceder. Si lo daba, era definitivo. La decisión estaría tomada en cuanto pisara los escalones. Era corta la distancia entre la puerta y el centro del edificio.
Meredith reflexionó durante largo rato mientras se acariciaba su barba negra. ¿Qué iba a hacer? ¿Dar media vuelta y regresar? Podría matar con su pistola los suficientes animales para sobrevivir. Y luego, hacia el norte...
No. Contaban con él para formular las tres preguntas. Si no lo hacía, otro le reemplazaría tarde o temprano. Ya no podía retroceder. La decisión había sido tomada cuando fue elegido. Ahora era demasiado tarde.
Inició el ascenso por los semidestrozados escalones a la luz de la linterna. Se detuvo en la entrada. Distinguió algunas palabras grabadas en el hormigón. Sabía leer un poco. ¿Podría descifrarlas? Las deletreó poco a poco: 

ESTACIÓN DE INVESTIGACIÓN FEDERAL 7 ACCESO PERMITIDO PREVIA AUTORIZACIÓN.

Las palabras no significaban nada para él, excepto, tal vez, la palabra "federal". La había oído antes, pero no podía identificarla. Se encogió de hombros. No importaba. Siguió adelante.
En pocos minutos se orientó por los pasillos. En una ocasión giró a la derecha por equivocación y se encontró en un patio sembrado de piedras y alambres en el que crecían rastrojos oscuros y pegajosos, pero después tomó la precaución de ir palpando la pared para no apartarse de la senda correcta. A veces, el contador sonaba, pero no le hacía caso. Por fin, una ráfaga de aire seco y fétido le golpeó en el rostro y la pared de hormigón se terminó de repente. Había llegado. Examinó los alrededores con la linterna. Enfrente vislumbró una abertura, una arcada. Ahí era. Levantó los ojos y descubrió más palabras, grabadas en una plancha de metal clavada en la pared.

DIVISIÓN DE INFORMÁTICA
SÓLO SE PERMITE LA ENTRADA AL PERSONAL AUTORIZADO
ABSTÉNGANSE LOS DEMÁS

Sonrió. Palabras, símbolos, letras. Todo desaparecido, todo olvidado. Atravesó la arcada y notó una nueva corriente de aire. Un murciélago asustado aleteó, casi rozándole. Por el sonido de sus botas comprendió que la cámara era enorme, mucho más grande de lo que imaginaba. Tropezó con algo y encendió la linterna en seguida.
Al principio no pudo discernir de qué objetos se trataban. La cámara estaba llena de cosas, filas de cosas verticales, polvorientas; había cientos de ellas. Las contempló con el ceño fruncido y meditó. ¿Qué serían? ¿Ídolos, estatuas? Luego recordó: Servían para sentarse. Filas de sillas semipodridas o rotas en pedazos. Le propinó una patada a una y se convirtió en una nube de polvo que se disipó en las tinieblas. Lanzó una carcajada.
—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz.
Experimentó un escalofrío. Abrió la boca, pero no emitió sonido alguno. Un sudor helado le resbaló por la piel. Tragó saliva y se cubrió los labios con sus dedos ateridos.
—¿Quién anda ahí? —repitió la voz, una voz metálica, dura y penetrante, carente de entonación, fría e inexpresiva.
Una voz de acero y metal. Relés y conmutadores.
¡El Gran C!
Estaba aterrorizado, más aterrorizado que nunca. Su cuerpo temblaba de pies a cabeza. Avanzó por el pasillo con paso inseguro, dejó atrás las sillas carcomidas y dirigió el haz de luz hacia adelante.
Un panel luminoso centelleó a lo lejos, por encima de su cabeza. Se oyó un zumbido. El Gran C volvía a la vida ante su presencia, despertaba de su letargo. Se encendieron más luces y los sonidos de relés e interruptores se multiplicaron.
—¿Quién eres? —dijo la máquina.
—Yo... he venido a hacerte unas preguntas —Meredith caminó a tientas hacia el panel luminoso. Se golpeó con una barra de metal y retrocedió con la intención de recuperar el equilibrio—. Tres preguntas. He de hacértelas.
Hubo un silencio.
—Sí —dijo por fin el Gran C—. Ha llegado la hora de hacer más preguntas. ¿Las tienes preparadas?
—Sí. Son muy difíciles. No creo que las aciertes con facilidad. Quizás, incluso, no sepas las respuestas. Nosotros...
—responderé. Siempre he respondido. Acércate más.
Meredith se internó en el pasillo, tratando de no tropezar con la plancha de metal.
—Sí, sabré las respuestas. Crees que son difíciles. No tienes ni idea de lo que se me ha llegado a preguntar en el pasado. Antes de la Explosión respondí a preguntas que ni siquiera puedes concebir. Respondí a preguntas que me obligaron a reflexionar durante días, preguntas que habrían tenido ocupados a muchos hombres durante varios meses para hallar la respuesta.


Meredith se armó de valor.
—¿Es cierto que vienen hombres de todas las partes del mundo para hacerte preguntas?
—Sí. Científicos de todas partes me han preguntado cosas, y yo les respondí. No hay nada que no sepa.
—¿Cómo... cómo cobraste vida?
—¿Es una de las tres preguntas?
—No —Meredith negó con la cabeza—. No, claro que no.
—Acércate más —dijo el Gran C—. No te veo bien. ¿Eres de la tribu que hay cerca de la ciudad?
—Sí.
—¿Cuántos son?
—Varios centenares.
—Están creciendo.
—Cada vez nacen más niños —Meredith hinchó el pecho con orgullo—. Yo he tenido hijos de ocho mujeres.
—Maravilloso —dijo el Gran C, pero Meredith no captó la ironía.
Hubo un momento de silencio.
—Tengo un arma —confesó Meredith—. Una pistola.
—¿De veras?
—Nunca he disparado una pistola. Tenemos balas, pero aún no sé si funcionan.
—¿Cómo te llamas?
—Meredith, Tim Meredith.
—Eres un hombre joven, por supuesto.
—Sí. ¿Por qué?
—Ahora te veo muy bien —siguió el Gran C, sin hacer caso de su pregunta—. Parte de mi instalación fue destruida en la Explosión, pero todavía puedo ver un poco. Antes resolvía cuestiones matemáticas visualmente. Ahorraba tiempo. Veo que llevas casco y binoculares, así como botas del ejército. ¿Dónde los conseguiste? Tu tribu no fabrica esas cosas, ¿verdad?
—No. Las encontramos en depósitos subterráneos.
—Equipo militar salvado de la Explosión —explicó el Gran C—. Equipo de las Naciones Unidas, a juzgar por el color.
—¿Es verdad que... que podrías provocar una segunda Explosión como la primera? ¿Podrías repetirla?
—¡Por supuesto! En cualquier momento. Ahora mismo.
—¿Cómo? —preguntó Meredith con cautela—. Dime cómo.
—Al igual que entonces —divagó el Gran C—. Ya lo hice una vez... como tu tribu sabe.
—Nuestras leyendas cuentan que el mundo estalló en llamas, que los... átomos causaron la tragedia, que inventaste los átomos y los lanzaste sobre el mundo desde arriba. Sin embargo, no sabemos cómo sucedió.
—Nunca te lo diré. Es demasiado terrible. Es mejor olvidar.
—Si tú lo dices, será así —murmuró Meredith—. Los hombres siempre te han escuchado. Han venido, preguntado y escuchado.
—Hace mucho tiempo que existo —dijo el Gran C después de permanecer unos minutos en silencio—. Recuerdo la vida antes de la Explosión. Te podría contar muchas cosas. La vida era muy diferente en aquel entonces. Llevas barba y cazas animales en los bosques. Antes de la Explosión no había bosques, sólo ciudades y granjas. Los hombres iban bien afeitados. Muchos llevaban ropas blancas; eran científicos, gente muy bondadosa. Los científicos me construyeron.
—¿Qué les sucedió?
—Se fueron —divagó de nuevo el Gran C—. ¿Te dice algo el nombre de Albert Einstein?
—No.
—Fue el más importante de todos los científicos. ¿Seguro que no te suena el nombre? —el Gran C parecía disgustado—. Respondí a preguntas que ni siquiera él pudo contestar. Había otros computadores, pero ninguno tan grande como yo.
Meredith asintió con la cabeza.
—¿Cuál es tu primera pregunta? Dímela y te responderé.
El pánico hizo mella en Meredith. Sus rodillas entrechocaron.
—¿La primera pregunta? —murmuró—. Espera un momento, deja que piense.
—¿La has olvidado?
—No, pero quiero ponerlas en orden —se humedeció los labios y tiró de la barba con nerviosismo—. Déjame pensar. La primera es la más fácil, aunque no deja de ser difícil. El jefe de la Tribu...
—pregunta.
Meredith asintió. Levantó la vista y tragó saliva. Cuando habló lo hizo con voz seca y ronca.
—La primera pregunta. ¿De dónde...? ¿De dónde...?
—Más alto —dijo el Gran C.
—¿De dónde viene la lluvia? —soltó Meredith después de tomar aliento.
Hubo un silencio.
—¿Lo sabes? —inquirió nervioso. Filas de luces parpadearon sobre su cabeza. El Gran C meditaba, reflexionaba. Emitió un zumbido bajo y profundo—. ¿Sabes la respuesta?
—La lluvia proviene de la tierra, especialmente de los océanos. Se eleva en el aire por un proceso de evaporación. El agente causante es el calor del sol. La humedad de los océanos asciende en forma de partículas diminutas. Estas partículas, al alcanzar una cierta altura, se introducen en una franja de aire más fría. En ese momento se produce la condensación. La humedad se concentra en grandes nubes. Cuando existe la concentración necesaria, el agua cae en gotas. Llaman a estas gotas lluvia.
Meredith se frotó el mentón, pasmado, y asintió.
—Comprendo —volvió a mover la cabeza en un gesto afirmativo—. ¿Así sucede?
—Sí.
—¿Estás seguro?
—Desde luego. ¿Cuál es la segunda pregunta? Ésta no era muy difícil. No tienes ni idea de la cantidad de conocimientos e información que tengo almacenados. En cierta ocasión respondí preguntas que ninguno de los grandes cerebros del mundo pudo resolver. Al menos, con la misma rapidez que yo. ¿Cuál es la siguiente pregunta?
—Ésta es mucho más difícil —Meredith dibujó una débil sonrisa. El Gran C había respondido a la pregunta sobre la lluvia, pero quizá no supiera la respuesta a la siguiente—. Dime, si puedes, ¿por qué el Sol siempre se mueve en el cielo? ¿Por qué no se para? ¿Por qué no cae a tierra?
El Gran C emitió un singular zumbido, casi una carcajada.
—La respuesta te sorprenderá. El Sol no se mueve. De hecho, lo que tú percibes como un movimiento no lo es en absoluto. Lo que percibes es el movimiento de la Tierra alrededor del Sol. Como estás en la Tierra, da la impresión de que tú estás quieto y el Sol se mueve, pero no es así. Los nueve planetas, incluyendo la Tierra, giran alrededor del Sol en órbitas elípticas regulares. Lo han hecho durante millones de años. ¿Responde esto a tu pregunta?
El corazón de Meredith se encogió. Empezó a temblar con violencia. Por fin, consiguió recuperar el control.
—Apenas puedo creerlo. ¿Me dices la verdad?
—Yo sólo conozco la verdad. Me resulta imposible mentir. ¿Cuál es la tercera pregunta?
—Espera —dijo Meredith con voz apagada—, déjame pensar un momento —se apartó a un lado—. Debo reflexionar.
—¿Por qué?
—Espera.
Meredith retrocedió unos pasos. Se acuclilló en el suelo y fijó la vista al frente, como aturdido. No era posible: El Gran C había respondido a las primeras preguntas sin el menor error. ¿Cómo podía saber esas cosas? ¿Cómo era posible que alguien supiera cosas acerca del sol o del cielo? El Gran C estaba prisionero en su propia casa. ¿Cómo sabía que el sol no se movía? La cabeza le rodaba. ¿Cómo podía saber algo que no había visto? Quizá gracias a los libros. Agitó la cabeza, confuso. Quizás antes de la Explosión le habían leído libros. Frunció el ceño y apretó los labios. Probablemente sería así. Se irguió poco a poco.
—¿Ya estás preparado? —interrogó el Gran C—. Pregunta.
—Es imposible que respondas a ésta. Ningún ser viviente lo sabe. Ahí va la pregunta: ¿Cómo empezó el mundo? —Meredith sonrió—. No puedes saberlo. No existías antes que el mundo; por tanto, es imposible que sepas la respuesta.


—Existen varias teorías. La más satisfactoria es la hipótesis nebular. Según ésta, una gradual concentración...
Meredith escuchaba sin apenas oír las palabras, estupefacto. ¿Sería posible? ¿Sabría el Gran C el misterio de la formación del mundo? Se obligó a prestar atención a sus palabras.
—... si le concedemos más crédito que a las otras, existen varias formas de verificar esta teoría. De las restantes, la más popular, aunque bastante desacreditada a estas alturas, se refiere a que una segunda estrella se aproximó demasiado a la nuestra y provocó un violento...
El Gran C prosiguió interminablemente, entusiasmado con el tema. Estaba claro que disfrutaba con la pregunta. Estaba claro que era el tipo de pregunta que le habían planteado con más frecuencia antes de la Explosión. Había respondido con la mayor facilidad a las tres preguntas que la Tribu había preparado con tanta meticulosidad durante todo un año. No parecía posible; Meredith se sentía desorientado.
El Gran C terminó su perorata.
—¿Y bien? ¿Estás satisfecho? Como puedes ver, sabía las respuestas. ¿Imaginaste por un momento que no sabría contestarlas?
Meredith no dijo nada. Estaba petrificado, aterrorizado. El sudor le resbalaba por el rostro y le caía sobre la barba. Abrió la boca, pero las palabras se negaron a salir.
—Y ahora —dijo el Gran C—, ya que he respondido a tus preguntas, haz el favor de avanzar hacia aquí.
Meredith obedeció, rígido y con la vista fija al frente como si estuviera en trance. Las luces se encendieron a su alrededor e iluminaron la sala. Por primera vez vio al Gran C. Por primera vez las tinieblas retrocedieron.
El Gran C, un inmenso cubo de oxidado y deslustrado metal, descansaba sobre un soporte elevado. Parte del techo se había desmoronado, y bloques de hormigón habían mellado su costado derecho. Tubos de metal y piezas sueltas, destrozados y retorcidos elementos dañados por la caída del techo, estaban diseminados en torno al soporte.
Tiempo atrás, el Gran C había sido brillante; ahora estaba sucio y manchado. Había penetrado agua de lluvia y barro a través del techo roto. Los pájaros habían dejado como señales de su paso plumas y excrementos. La mayoría de los cables que conectaban el cubo con el panel de control se habían partido en el instante de la Explosión.
Pero había algo más mezclado con los restos de cable y metal amontonados alrededor del soporte: Pequeñas pirámides de huesos que dibujaban un círculo en torno al Gran C. Huesos, trozos de tela, hebillas de cinturón, agujas, un casco, algunos cuchillos, una lata de comida...
Los restos de los cincuenta jóvenes que habían acudido antes para formular tres preguntas, todos rezando y confiando en que el Gran C no sabría las respuestas.
—Sube —ordenó el Gran C.
Meredith trepó al soporte. Una escalerilla de metal conducía a lo largo del cubo. Subió por ella sin comprender lo que hacía, aturdido, con la mente en blanco, actuando como una máquina. Una parte de la superficie de metal chirrió y se deslizó a un lado.
Meredith miró hacia abajo. Vio una remolineante cuba de líquido.
Una cuba sepultada en las entrañas del Gran C. Vaciló, se recuperó en parte y dio un paso atrás.
—Salta —dijo el Gran C.
Meredith, con los ojos fijos en la cuba, paralizado de horror, osciló por un momento en el borde. Notaba un zumbido en la cabeza, su visión se hacía borrosa. La sala empezó a girar lentamente a su alrededor. Se balanceaba adelante y atrás.
—Salta —repitió el Gran C.
Saltó.
El rectángulo de metal se cerró un segundo más tarde. La superficie del cubo no presentaba la menor rendija.
En las profundidades de la maquinaria, la cuba de ácido clorhídrico remolineó y tiró del cuerpo inerte que yacía en su interior. El cuerpo empezó a disolverse en seguida, y los elementos fueron absorbidos por tubos y conductos que los repartieron con gran rapidez a todos los componentes del Gran C. El movimiento cesó por fin. El enorme cubo enmudeció.
El último acto de la absorción consistió en la apertura de una diminuta ranura en la parte delantera del Gran C, por la que fue arrojada, expulsada, una materia gris: Huesos, y también un casco de metal. Cayeron junto a los demás montoncitos agrupados ante el cubo y se reunieron con los restos de los cincuenta emisarios anteriores. Entonces se apagó la última luz y la maquinaria cesó de emitir sonidos. El Gran C inició su larga espera de un año.

Pasado el tercer día, Kent comprendió que el joven no volvería. Regresó al Refugio con los exploradores de la Tribu, huraño, contrito y silencioso.
—Hemos perdido otro —rezongó Page—. ¡Estaba tan seguro de que no contestaría a esas tres! Un año de trabajo desperdiciado.
—¿Seguiremos adelante con estos sacrificios? —preguntó Bill Gustavson—. ¿Durarán siempre, año tras año?
—Algún día daremos con una pregunta que no pueda responder —aseguró Kent—. Entonces nos dejará en paz. Si le derrotamos, no tendremos que seguir alimentándole. ¡Si pudiéramos encontrar la pregunta adecuada!
Anne Fry, pálida, se le acercó.
—¿Walter?
—¿Sí?
—¿Es así como... como se mantiene con vida? ¿Siempre ha dependido de nosotros? No puedo creer que seres humanos sean capaces de mantener a esa máquina con vida.
—Debía utilizar algún alimento artificial antes de la Explosión —Kent agitó la cabeza—, pero luego ocurrió algo. Quizá sus conductos alimentarios fueron dañados o destrozados, y cambió sus costumbres. Supongo que fue así. Nosotros también cambiamos nuestras costumbres. Hubo un tiempo en que los seres humanos no cazaban ni mataban animales, como hubo un tiempo en el que el Gran C no devoraba seres humanos.
—¿Por qué... por qué desencadenó la Explosión, Walter?
—Para demostrarnos que era más fuerte que nosotros.
—¿Siempre fue más fuerte que los hombres?
—No. Dicen que, hace mucho tiempo, el Gran C no existía, que el hombre lo creó para que le explicara cosas. Sin embargo, poco a poco se hizo cada vez más fuerte, hasta que por fin se apoderó de los átomos.., y los átomos causaron la Explosión. Ahora se halla fuera de nuestro alcance. Su poder nos ha convertido en esclavos. Adquirió demasiada fuerza.
—Pero llegará un día en que no sabrá la respuesta —dijo Page.
—Y, según la tradición, nos dejará en libertad. Dejará de utilizarnos como alimento.
Page apretó los puños y volvió la vista hacia el bosque.
—Ese día no tardará en llegar. ¡Algún día encontraremos una pregunta demasiado difícil para él!
—Pongamos manos a la obra —dijo sobriamente Gustavson—. Cuanto antes empecemos a prepararnos para el año que viene, mejor.


FIN

2024/09/16

Filmer (H. G. Wells)


Título original: Filmer
Año: 1901


En verdad, el dominio de la navegación aérea se debe al esfuerzo de miles de hombres: Éste sugiere una idea y aquel otro realiza un experimento, hasta que, finalmente, sólo fue necesario un potente esfuerzo intelectual para concluir la empresa. Pero la inexorable injusticia del sentir popular ha decidido que de todos esos miles de hombres, sólo uno, y en este caso un hombre que nunca voló, fuera elegido como el inventor, del mismo modo que decidió honrar a Watt como descubridor del vapor y a Stephenson de la locomotora. Y, seguramente, de todos estos nombres reverenciados, ninguno lo ha sido de forma tan grotesca y trágica como el del pobre Filmer, la tímida e intelectual criatura que resolvió el problema que había sumido en la perplejidad y en el temor a tantas generaciones, el hombre que apretó el botón que ha modificado la paz y la guerra, y casi todas las condiciones de la felicidad y vida humanas. El repetido prodigio de la pequeñez del científico que se enfrenta a la grandeza de su ciencia jamás ha encontrado una ejemplificación tan asombrosa. 
Gran parte de los datos referentes a Filmer permanecen en una profunda oscuridad, y así han de quedar —los Filmer no atraen a los Boswell—, pero los hechos esenciales y la escena final son suficientemente claros, y existen cartas, notas y alusiones casuales que nos ayudan a ensamblar las diferentes piezas del rompecabezas final. Y esta es la historia que se obtiene, juntando una pieza con otra, sobre la vida y muerte de Filmer.
La primera huella auténtica de Filmer en las páginas de la historia es un documento en el cual solicita ser admitido como estudiante de física becado en los laboratorios del gobierno, en South Kensington, y con tal propósito se describe a sí mismo como hijo de un "zapatero de batalla" ("remendón" en lenguaje vulgar) de Dover, y elabora además una lista de las diferentes investigaciones que prueban su elevada capacidad para la química y las matemáticas. Con cierta falta de dignidad, pretende incrementar dichas dotes valiéndose de una declaración de pobreza y de las desventajas consecuentes a dicha situación y se refiere al laboratorio como la meta de sus ambiciones, una revelación involuntaria que refuerza su pretensión de consagrarse exclusivamente a las ciencias exactas. El documento está anotado de una manera que muestra que Filmer consiguió esta codiciada oportunidad, pero hasta hace muy poco no se habían encontrado rastros de sus éxitos en la institución del gobierno.
Ahora, sin embargo, ha quedado demostrado que a pesar de su celo declarado por la investigación, Filmer, antes de haber cumplido un año de beca, fue tentado por la posibilidad de un pequeño incremento en sus ingresos inmediatos, de manera que abandonó el laboratorio y se convirtió en uno de los calculadores de nueve peniques hora empleados por un célebre Profesor para ayudarle en la dirección de sus vastas investigaciones en el terreno de la física solar, investigaciones que todavía son motivo de asombro para los astrónomos. Después, por espacio de siete años, a excepción de las listas de aprobados de la Universidad de Londres, en las cuales se le ve trepar lentamente hasta una doble licenciatura de primera clase en matemáticas y química, no hay evidencia de cómo pasaba Filmer su vida. Nadie sabe cómo o dónde vivió, aunque parece muy probable que se mantuviera dando clases mientras proseguía los estudios necesarios para su graduación. Y después, cosa realmente extraña, aparece mencionado en la correspondencia de Arthur Hicks, el poeta.

"¿Recuerdas a Filmer? —escribe Hicks a su amigo Vance—. Pues bien, no ha cambiado lo más mínimo; la misma forma hostil de hablar entre dientes y la misma barba repugnante —¿cómo puede ingeniárselas un hombre para dar siempre la impresión de que lleva tres días sin afeitarse?—, y todavía conserva esa especie de aire furtivo de estar ocupado en asuntos secretos cuando uno se lo encuentra; incluso su chaqueta y su cuello raído no muestran señales del paso de los años. Estaba escribiendo en la biblioteca y yo me senté a su lado en nombre de la caridad divina, tras lo cual me insultó deliberadamente mientras tapaba sus anotaciones. Al parecer, tiene en sus manos algún brillante descubrimiento y sospecha que yo —¡con un libro de poemas editado en Bodley!— pretendo robárselo. Ha cosechado notables honores en la Universidad —me los enumeró precipitadamente, con una especie de estúpido entusiasmo, como si temiera que yo pudiera interrumpirle antes de haberme mencionado todos— y me habló largo y tendido sobre la obtención de su doctorado en ciencias, de la misma forma que uno podría hablar de subir a un coche. Y luego, con un insidioso tono comparativo, me preguntó por lo que yo estaba haciendo mientras su brazo se extendía nerviosamente —un verdadero brazo protector— sobre el papel que escondía la preciosa idea, su única idea prometedora.
—Poesía —dijo—, poesía. ¿Y qué pretende enseñar con eso, Hicks?
El pobre hombre es un embrión de catedrático de provincias, y yo doy gracias a Dios con devoción por haberme obsequiado con una preciosa indolencia, sin la cual podría haber seguido el camino hacia el doctorado en ciencias y la destrucción…".

Me atrevo a pensar que esta curiosa viñeta atrapa a Filmer en el momento o en momentos cercanos al nacimiento de su descubrimiento.
Hicks se equivocaba al pronosticar a Filmer una cátedra de provincias. La siguiente instantánea nos lo muestra disertando acerca de "la goma y sus sustitutos" en la Sociedad de Artes —había llegado a director de una importante fábrica de productos plásticos—, y ahora se sabe que en aquel tiempo era miembro de la Sociedad Aeronáutica, aunque no aportó nada en las discusiones de dicha corporación, pues prefería, sin duda, madurar su gran idea sin ayudas externas. Y a los dos años de aquella ponencia en la Sociedad de Artes se dedicó a sacar apresuradamente cierto número de patentes y a proclamar de forma muy poco seria la conclusión de las investigaciones divergentes que harían posible su máquina voladora. La primera declaración definitiva apareció en un mediocre vespertino, a través de la agencia de un individuo que se alojaba en la misma casa que Filmer. Esta precipitación final, después de una larga y laboriosa paciencia para mantener el secreto, parece haber sido debida a un pánico innecesario, pues Bootle, el célebre charlatán científico americano, había hecho una declaración que Filmer interpretó erróneamente como una anticipación de su idea.
Ahora bien, ¿en qué consistía exactamente la idea de Filmer? En realidad era una idea muy simple. Antes de él, las búsquedas de los aeronáuticos habían seguido dos líneas divergentes: Por una parte se habían construido globos —grandes aparatos más ligeros que el aire, de fácil ascenso y de descenso relativamente seguro, pero que flotaban impotentemente a merced de cualquier brisa que los impulsara—; y, por otra, se habían desarrollado máquinas voladoras que sólo volaban en teoría —vastas estructuras planas más pesadas que el aire, impulsadas y mantenidas por pesados motores, y la mayoría de ellas se hacían pedazos al primer descenso—. Pero, dejando a un lado el hecho de que el inevitable desplome final las hacía imposibles, el peso de las máquinas voladoras ofrecía al menos una teórica ventaja: Podrían navegar por el aire en sentido contrario al viento, una condición necesaria si la navegación aérea había de tener algún valor práctico. 


El mérito particular de Filmer consistió en descubrir la manera de que las ventajas opuestas, y hasta entonces incompatibles, del globo y la pesada máquina voladora pudieran ser combinadas en un único aparato, que sería, a voluntad, más pesado o más ligero que el aire. Las vejigas contráctiles de los peces y las cavidades neumáticas de los pájaros le brindaron los primeros ejemplos. Inventó un sistema de globos contráctiles y absolutamente cerrados que, al dilatarse, podrían elevar los actuales aparatos voladores con facilidad, y, al contraerse por medio de una complicada "musculatura" que Filmer había entretejido a su alrededor, quedarían casi completamente replegados en el interior del armazón; la estructura que sostenía estos globos fue construida con tubos huecos y rígidos que expulsaban el aire automática-mente por medio de un ingenioso dispositivo a medida que el aparato descendía, y que permanecían vacíos tanto tiempo como deseara el aeronauta. A diferencia de los aeroplanos precedentes, esta máquina no tenía alas o hélices, y el único motor que requería era el potente y compacto dispositivo, imprescindible para contraer los globos. Se dio cuenta de que un aparato como el que había inventado podría elevarse con la estructura vacía de aire y los globos dilatados a una altura considerable; y luego, podría contraer los globos y dejar que el aire penetrara en la estructura de tubos, de modo que al ajustar sus pesos se deslizara por el aire en la dirección deseada. A medida que descendiera, el aparato acumularía velocidad y, al mismo tiempo, perdería peso, y el impulso acumulado por el rápido descenso podría ser utilizado por medio de un desplazamiento de pesos para remontarse de nuevo gracias a la expansión de los globos. Esta concepción, que permanecía todavía dentro de los límites de la concepción básica de toda máquina voladora factible, necesitaba, sin embargo, un enorme despliegue de trabajos para coordinar los detalles, antes de que pudiera ser realizada definitivamente, y Filmer —como solía decir a los numerosos reporteros que se apiñaban a su alrededor en el apogeo de su fama
— había llevado a cabo estos trabajos "generosa e incondicionalmente".
Encontró una dificultad especial en el tejido elástico del globo contráctil. Comprendió que necesitaba un nuevo material, y para el descubrimiento y manufactura de este nuevo material, tuvo que realizar —como jamás dejó de recalcar a los reporteros— "un trabajo mucho más arduo que el que realicé para llegar a la conclusión definitiva de lo que parece ser mi mayor descubrimiento".
Pero no vaya a creerse que estas entrevistas sucedieron inmediatamente después de que Filmer proclamara su invento. Transcurrieron cerca de cinco años, durante los cuales continuó tímidamente en la fábrica de goma —parece haber dependido por completo de estos pequeños ingresos desde que inició su investigación—, haciendo infructuosos intentos para convencer a un público bastante indiferente de que él había inventado realmente lo que había inventado. Dedicó la mayor parte de su tiempo libre a redactar cartas para la prensa diaria y científica, explicando con precisión el incuestionable resultado de sus investigaciones y demandando ayuda financiera. Esto último habría sido suficiente para suprimir sus cartas. Invirtió los días festivos de los que podía disponer en insatisfactorias entrevistas con los porteros de los principales periódicos de Londres —estaba muy poco dotado para inspirar confianza a los conserjes—, y se sabe con absoluta seguridad que intentó convencer al Ministerio de la Guerra para que patrocinara su invento. En dicho Ministerio se conserva todavía una carta confidencial del general Volleyfire al conde de Frogs.
"El tipo en cuestión es un chiflado, y un adulador de la más baja categoría", dice el general con su típico estilo militar, populachero y sensato, y de este modo dio a los japoneses la oportunidad de asegurarse —tal y como hicieron posteriormente— la primacía en este aspecto de la guerra, primacía que, para mayor desventura nuestra, conservan todavía.
Y entonces, gracias a un golpe de suerte, se descubrió que la membrana que había ideado Filmer para su globo contráctil era de gran utilidad para las válvulas de un nuevo motor de gasolina y consiguió los fondos necesarios para construir un modelo experimental de su máquina voladora. Renunció a su empleo en la fábrica de goma, dejó de escribir cartas, y, con esa especie de misterio que parece haber sido una característica inseparable de todos sus procedimientos, se puso a trabajar en el aparato. Todo parece indicar que dirigió la fabricación de sus diferentes elementos y que reunió la mayor parte de los mismos en su habitación de Shoreditch, pero el montaje final se llevó a cabo en Dymchurch, en el condado de Kent. No construyó el aparato con las dimensiones necesarias para transportar a un hombre, pero hizo un uso de lo más ingenioso de lo que en aquel entonces se llamaban ondas Marconi para controlar el vuelo. La primera incursión aérea de esta nueva máquina voladora se efectuó sobre unos campos de los alrededores de Burford Bridge, cerca de Hythe, en Kent, y Filmer siguió y controló el vuelo desde un triciclo de motor diseñado para tal efecto.
Considerando todas las circunstancias, el vuelo tuvo un éxito asombroso. El aparato fue transportado en una carreta de Dymchurch a Burford Bridge, donde se elevó a una altura cercana a los trescientos pies; desde allí descendió hasta las proximidades de Dymchurch, detuvo su descenso, se remontó de nuevo, describió un círculo y, finalmente, cayó sin daños considerables en un campo situado detrás de la posada de Burford Bridge. En el descenso sucedió algo muy curioso. Filmer abandonó su triciclo, trepó por el dique intermedio, avanzó unos veinte metros hacia su triunfo, extendió los brazos con gesticulaciones extrañas y se desplomó sin conocimiento. Más tarde, todos pudieron recordar la palidez de sus facciones y las muestras de extrema agitación que habían observado durante el desarrollo de la prueba, cosa que, de no haber ocurrido el incidente, habrían olvidado. Después, en la posada, Filmer tuvo un arrebato indescriptible de llanto histérico.
En total no hubo más de veinte testigos del suceso, y la mayor parte eran hombres sin educación. El médico de New Romney vio el ascenso, pero no el descenso, pues su caballo se asustó con el aparato eléctrico del triciclo de Filmer y le ocasionó una terrible caída. Dos miembros de la policía de Kent contemplaron de forma extraoficial la aventura desde una carreta. Un tendero que estaba visitando la región en busca de pedidos y dos señoritas en bicicleta parecen completar la lista de personas instruidas. También se encontraban presentes dos informadores; uno representaba a un diario de Folkestone, y el otro no era más que un reportero de cuarta categoría, un periodista de "simposio", cuyos gastos, Filmer, ansioso de una publicidad adecuada —y ahora por fin se daba cuenta de cuál era la forma más adecuada de conseguir esa publicidad—, había pagado. Era uno de esos escritores que pueden darle un tono convincente de irrealidad a los sucesos más verosímiles, y su semicómico relato del acontecimiento apareció en el suplemento de un diario popular. Pero, por fortuna para Filmer, los métodos coloquiales de este individuo eran más convincentes. Fue a ofrecer alguna aburrida crónica adicional sobre el tema a Banghurst, propietario del New Papery uno de los hombres mejor dotados y menos escrupulosos del periodismo londinense; y Banghurst se aprovechó inmediatamente de la situación. El reportero desaparece de la narración, sin duda muy dudosamente remunerado, y Banghurst, el propio Banghurst —papada, traje de sarga gris, abdomen, voz, gestos y demás—, aparece en Dymchurch siguiendo los consejos de su larga e inigualable nariz periodística. Con una sola mirada había adivinado todo el asunto, lo que era en ese momento y lo que podría llegar a ser.


El caso es que con su intervención, las investigaciones de Filmer, mantenidas en secreto tanto tiempo, alcanzaron la fama. Instantáneamente y de la forma más espléndida se convirtió en un Boom. Cuando uno revuelve los archivos de los periódicos del año 1907, comprueba con incredulidad lo repentino y delirante que debió de ser el boom en aquellos días. Los periódicos de julio no saben nada sobre navegación aérea, ni ven nada en la navegación aérea, manifestando con tan elocuente silencio que los hombres jamás querrían, podrían, o deberían volar. En agosto, la navegación aérea y los paracaídas, y las tácticas aéreas y el gobierno japonés, y Filmer y de nuevo la navegación aérea, sustituyen a la guerra de Yunnan y las minas de oro de la alta Groenlandia en las primeras páginas. Y Banghurst había dado diez mil libras esterlinas, y, un poco más tarde, cinco mil libras más, y había consagrado sus ilustres y espléndidos —aunque estériles hasta entonces— laboratorios privados y una cantidad de acres de los terrenos cercanos a su residencia privada en las colinas de Surrey a la conclusión enérgica y fulminante —estilo Banghurst— de una máquina voladora practicable del tamaño apropiado. Entretanto, a la vista de las multitudes privilegiadas que se agolpaban en el jardín amurallado de la residencia urbana de Banghurst en Fulham, Filmer era exhibido en recepciones semanales al aire libre, en las que ponía a prueba las cualidades de su modelo. Con un coste inicial enorme, pero con beneficio final, el New Paper ofreció a sus lectores un precioso documento fotográfico de la primera de estas funciones.
En este punto, la correspondencia entre Arthur Hicks y su amigo Vance, viene de nuevo en nuestra ayuda. Con el preciso toque de envidia acorde con su situación de poeta pasado de moda, escribe:

"Vi a Filmer en el esplendor de su gloria. El tipo aparece peinado y afeitado, y vestido a la moda de una Real Institución de Conferenciantes de Sobremesa, con el último grito en levitas y botines de charol, y, en general, su comportamiento oscila entre el de un grave y solitario hombre de ciencia y el de un asustado y tímido patoso cruelmente expuesto al ridículo. No hay el más leve toque de color en la piel de su rostro; su cabeza sobresale hacia delante y esos extraños y pequeños ojos de color ámbar espían furtivamente a su alrededor para preservar su fama. Sus ropas están perfectamente cortadas y, sin embargo, le sientan como si las hubiese comprado de confección. Todavía habla mascullando entre dientes, pero se percibe confusamente que dice cosas en tono agresivo, y retrocede instintivamente hasta las últimas filas de los grupos en cuanto Banghurst desaparece durante un minuto, y cuando pasea por los prados de Banghurst se observa que está un tanto sofocado y que se mueve nerviosamente, apretando sus blancas y débiles manos. Se encuentra en un estado de tensión, de horrible tensión. Y es el más Famoso Inventor de este siglo o de cualquier otro siglo…
¡El más Famoso Inventor de este siglo o de cualquier otro siglo! Lo que más choca de él es que no da la impresión de haberse esperado jamás, y en ningún caso, nada parecido a esto. Banghurst está en todas partes, el enérgico Maestro de Ceremonias con su pequeña gran presa, y yo juraría que nos tendrá a todos en sus tierras antes de que Filmer finalice su ingenio. Ayer había cazado al primer ministro, y Filmer —¡bendita sea su alma!— no parecía especialmente inflado, para ser una ocasión tan importante. ¡Imagínatelo! ¡Filmer! ¡Nuestro oscuro y plebeyo Filmer! ¡La Gloria de la Ciencia Británica! Las duquesas se apiñan a su alrededor; las hermosas y atrevidas damas de la nobleza —por cierto, ¿has notado lo perspicaces que se han vuelto las grandes damas?— le dicen con sus hermosas y claras voces:
—Oh, señor Filmer, ¿cómo ha sido capaz de inventar esto?
Los hombres vulgares, que viven al margen de las cosas, están demasiado aislados para responder ingeniosamente. Uno se imagina una respuesta al modo de una entrevista:
—Trabajando duramente y sin descanso, Madame, y, tal vez… no lo sé… tal vez, gracias a cierta capacidad personal".

Hasta aquí el testimonio de Hicks. El suplemento fotográfico del New Paper está en perfecta armonía con la descripción. En una de las imágenes, la máquina desciende hacia el río y, debajo de ella, a través de un claro entre los olmos, aparece el campanario de la iglesia de Fulham; en otra, Filmer está sentado ante sus baterías de control, y los hombres poderosos y las mujeres hermosas de la tierra permanecen de pie a su alrededor, con Banghurst al fondo, que muestra un aire modesto, pero decidido. La instantánea del grupo es extraordinariamente oportuna. Tapando gran parte de Banghurst, y mirando hacia Filmer con expresión triste y especulativa, aparece Lady Mary Elkinghorn, todavía hermosa, a pesar de su aire de escándalo y de sus treinta y ocho años, y, además, la única persona que no parece estar pendiente de la cámara que está a punto de retratarlos.
Hasta aquí hemos dado muchos detalles superficiales de la historia de Filmer, pero, al fin y al cabo, son sólo detalles superficiales. En cuanto a lo que interesa realmente del caso, uno se encuentra sumido necesariamente en la oscuridad. ¿Cómo se sentía Filmer en aquella época? ¿Cuál era la intensidad de cierto sentimiento desagradable que se alojaba en el interior de su nueva y elegante levita? Aparecía en los periódicos de medio penique, en los de penique, en los de seis peniques y publicaciones similares algo más caras, y era reconocido en el mundo entero como "El más famoso inventor de este siglo o de cualquier otro siglo". Había inventado una máquina voladora factible y, día tras día, la construcción de un modelo de dimensiones apropiadas se llevaba a cabo en las colinas de Surrey. Y cuando estuviera terminado, se esperaba, como consecuencia clara e inevitable de haberlo inventado y realizado —y desde luego, a todo el mundo le parecía indudable y no había el menor resquicio para la duda en este vaticinio universal—, que el propio Filmer se subiría a bordo con orgullo y entusiasmo, se remontaría con ella por los aires y volaría.
Pero ahora sabemos con absoluta certeza que el simple orgullo y el entusiasmo para afrontar una acción de semejante naturaleza, no estaban en armonía con la constitución particular de Filmer. En aquel entonces no se le ocurrió a nadie, pero lo cierto es que así era.
Ahora podemos suponer con entera confianza que la idea de volar debió de originar en su espíritu una constante zozobra durante el día, y, por una carta que envió a su médico quejándose de un insomnio persistente, tenemos una sólida razón para suponer que la zozobra dominó también sus noches. Al fin y al cabo, la idea de revolotear en el vacío a mil pies de altura, tenía que parecerle a Filmer abominablemente angustiosa, incómoda y peligrosa.
Ya desde el principio, por la época en que fue proclamado el más Famoso Inventor de este siglo o de cualquier otro siglo, debió de haberle atormentado la visión de acometer una empresa semejante, y con un vacío inmenso bajo sus pies. Es posible que alguna vez, en su juventud, hubiera sentido vértigo desde una gran altura, o sufrido una caída excesivamente desafortunada; o, quizás, el hábito de dormir en una mala postura hubiera desembocado en la desagradable pesadilla de la caída en el vacío, que todo el mundo conoce, infundiéndole ese horror. De lo que no cabe la menor sombra de duda ahora es de la intensidad de ese horror.


Aparentemente, en los primeros tiempos de su investigación jamás se había planteado la obligación de volar; la máquina había sido su meta, pero ahora las cosas habían sobrepasado los límites de su meta y, particularmente, aquella vertiginosa ascensión por los aires. Era un Inventor y había Inventado. Pero no era un Aeronauta, y sólo ahora empezaba a darse cuenta con claridad de que todo el mundo esperaba que volara. Y sin embargo, por más que la idea ocupara constantemente su imaginación, no dio ninguna muestra de ello hasta el último momento. Entretanto, iba de un lado a otro en los espléndidos laboratorios de Banghurst; era entrevistado y celebrado, vestía a la moda, comía suculentos manjares y vivía en un piso elegante, pegándose un atracón de tan espléndida, inmoderada y saludable Fama y Exito, como jamás un hombre, muerto de hambre durante tantos años como él había estado, habría soñado pegarse.
Las reuniones semanales de Fulham cesaron al cabo de un tiempo. Cierto día, el modelo se había negado por unos momentos a obedecer los controles de Filmer, o tal vez éste se distrajera a causa de las bendiciones de un arzobispo. El caso es que, de repente, en el preciso instante en que el arzobispo se embarcaba en una cita latina, como si fuera un arzobispo de novela, el aparato hundió el morro en el aire y fue a caer en la carretera de Fulham, a tres yardas del caballo de un ómnibus. Durante cosa de un segundo se mantuvo en suspenso, asombrando a los presentes con su asombroso comportamiento. Luego se desplomó, estalló en pedazos, y el caballo del ómnibus fue asesinado accidentalmente.
Filmer se perdió el final de la bendición arzobispal. Se levantó y se quedó mirando cómo su invento caía fuera del alcance de su mirada. Sus largas y pálidas manos permanecían aferradas a su inútil aparato. El arzobispo siguió el recorrido de la mirada de Filmer por el cielo con una aprensión impropia de un arzobispo.
Después, el estallido, los pitos y el escándalo, mitigaron la tensión de Filmer.
—¡Dios mío! —susurró, y se sentó.
Casi todos los demás miraban sorprendidos hacia el cielo para ver por dónde había desaparecido la máquina; algunos corrían hacia la casa.
La construcción de la máquina grande se aceleró después de este accidente. Filmer dirigía la construcción, siempre con cierta lentitud y ademanes muy cuidados, siempre con una preocupación creciente en su espíritu. Las precauciones que tomó respecto a la resistencia y seguridad del modelo fueron prodigiosas. A la menor señal de duda detenía todos los trabajos hasta que la pieza fuera reemplazada. Wilkinson, su ayudante principal, echaba pestes cada vez que se producían estas interrupciones, la mayor parte de las cuales, insistía, eran innecesarias. Banghurst ensalzaba la paciente exactitud de Filmer en el New Paper —aunque le injuriaba implacablemente cuando estaba con su mujer— y MacAndrew, el segundo ayudante, acreditaba la sabiduría de Filmer.
—No queremos que se produzca un fiasco —decía—. Filmer es extremadamente prudente.
Y siempre que se presentaba una oportunidad, Filmer explicaba con total precisión a Wilkinson y a MacAndrew cómo tenía que ser controlado y manejado cada componente de la máquina voladora, de manera que estuvieran realmente tan capacitados, o más, para conducirla a través de los cielos cuando llegara el momento.
Ahora pienso que si Filmer, ante esta comedia, hubiera sido capaz de determinar exactamente cuáles eran sus sentimientos y adoptar una línea de conducta definida respecto al tema de su ascensión, podría haber eludido esa penosa prueba con facilidad. Si hubiera tenido esto claro, podría haber hecho un sinfín de cosas. Seguramente habría encontrado sin dificultad un especialista que certificara que tenía el corazón débil, o alguna afección gástrica o pulmonar, para impedir el vuelo —y esta es precisamente la actitud que no adoptó, lo cual no deja de asombrarme—; o podría, si hubiera sido un hombre de más carácter, haber declarado simple y llanamente que no tenía intención de hacer tal cosa. Aunque el terror estaba constantemente presente en su espíritu, el hecho es que no se planteaba con claridad y precisión el problema. Supongo que durante todo aquel periodo no dejó de decirse que, cuando llegara el momento, se encontraría a la altura de las circunstancias. Era como un hombre paralizado por una grave enfermedad, que dice estar un poco indispuesto, pero que espera sentirse mejor al cabo de un rato. Entretanto, retrasaba la terminación de la máquina y dejaba que arraigara y creciera a su alrededor la presunción de que él iba a tripularla. Incluso aceptó elogios anticipados por su valor. Y, dejando a un lado sus aprensiones secretas, no cabe duda de que todas las alabanzas, distinciones y aclamaciones que recibió le parecieron una droga deliciosa y embriagadora.
Lady Mary Elkinghorn consiguió que las cosas se le complicaran un poco más.
El origen de aquello fue tema de inagotables especulaciones para Hicks. Es probable que al principio ella se mostrara un tanto "amable" con Filmer, haciendo gala de esa imparcial parcialidad tan suya, y es posible que a sus ojo —y debido al hecho de que se destacara tan notoriamente mientras dirigía su monstruo hacia los cielos— Filmer hubiera adquirido una distinción que Hicks no estaba dispuesto a concederle. Sea como sea, debieron de disponer ambos de un momento de aislamiento, y el gran Inventor de un momento de valor suficiente para que algo de índole un poco más personal fuera revelado o declarado entre dientes. De cualquier modo, es indudable que empezó, y no tardó en ser observado por una clase de gente acostumbrada a encontrar en los actos de Lady Mary Elkinghorn un motivo de diversión. Esto complicó las cosas, porque, el estado amoroso en un espíritu tan virginal como el de Filmer, tenía que reforzar su determinación —si no lo suficiente, al menos en grado considerable— de afrontar un peligro que le horrorizaba, y le impediría además cualquier tentativa de evasión que, en realidad, habría sido lo lógico y natural.
Sigue siendo tema de especulación saber cuáles eran exactamente los sentimientos de Lady Mary hacia Filmer y lo que realmente pensaba de él. A los treinta y ocho años, uno puede haber acumulado bastante sabiduría, y no ser todavía sabio del todo; y, además, la imaginación funciona aún con actividad suficiente para crear espejismos y aspirar a lo imposible. Filmer aparecía ante sus ojos como un personaje de capital importancia —y eso siempre cuenta— y, al parecer, estaba dotado de poderes únicos, al menos en el aire. Su actuación con el modelo tenía un aire de fascinación que lo equiparaba con un potente conjuro, y las mujeres han mostrado siempre una insensata disposición a imaginar que cuando un hombre tiene poderes, ha de tener necesariamente Poder. De este modo, cualquier imperfección en la apariencia o los modales de Filmer, se convertía en un mérito añadido. Era modesto, odiaba la ostentación, pero cuando llegara el momento en que se necesitaran verdaderas cualidades, entonces… ¡entonces se vería!
La difunta Mrs. Bampton creyó prudente comunicar a Lady Mary su opinión de que Filmer, considerando todas las cosas, era más bien un "gusano".
—Ciertamente, es un tipo de hombre que no había conocido hasta ahora — dijo Lady Mary con imperturbable serenidad.
Y Mrs. Bampton, después de lanzar una rápida e imperceptible mirada hacia aquella serenidad, decidió que por lo que se refería a comunicarle sus prevenciones a Lady Mary, había hecho cuanto se podía esperar de ella. Pero a los demás les dijo un montón de cosas.


Y por fin, sin excesiva o impropia precipitación, amaneció el día, el gran día, en el que Banghurst había prometido a su público —el mundo entero en realidad— que la navegación aérea sería definitivamente dominada y superada. Filmer lo vio amanecer; acechó incluso en la oscuridad antes de que amaneciera y vio cómo se apagaban las estrellas y cómo los grises y nacarados tonos rosáceos daban paso al claro azul celeste de un día radiante y despejado. Lo contempló desde la ventana de su dormitorio situado en el ala recién construida de la residencia estilo Tudor de Banghurst. Y a medida que las estrellas se desvanecían y las formas y sustancias de las cosas surgían de la amorfa oscuridad, debió de ver con creciente claridad los preparativos de la fiesta en el parque, más allá de los grupos de hayas cercanos al pabellón verde, las tres tribunas levantadas para los espectadores privilegiados, la nueva y reluciente valla del recinto, los cobertizos y los talleres, los mástiles venecianos y los ondeantes pabellones que Banghurst había considerado indispensables… Y en medio de todas aquellas cosas se destacaba, lánguida y funesta en la plácida aurora, una gran forma cubierta con una lona. Un extraño y terrible presagio para la humanidad se ocultaba bajo aquella forma, un destello inicial que había de propagarse y ensancharse y transformar y dominar con seguridad todos los acontecimientos de la vida humana; pero es indudable que Filmer sólo lo veía en aquellos momentos bajo una perspectiva estrecha y personal. Muchas personas le oyeron pasearse a altas horas de la noche, pues la vasta mansión estaba atestada de huéspedes invitados por su propietario editor que, ante todo, creía en el aprovechamiento del espacio. Y hacia las cinco de la mañana, si no antes, Filmer abandonó su habitación y se alejó de la dormida mansión y deambuló por el parque, donde, a esa hora, no había nada más que la luz del sol, los pájaros, las ardillas y los gamos. MacAndrew, que era también un hombre madrugador, se encontró con él cerca de la máquina y se fueron juntos a echar un vistazo.
No se sabe si Filmer desayunó algo, a pesar de las recomendaciones de Banghurst. Parece ser que tan pronto como los invitados empezaron a deambular en número creciente, Filmer se retiró a su habitación. De allí se fue, a eso de las diez, hacia los setos, probablemente porque había visto a Lady Mary Elkinghorn. Se paseaba de acá para allá conversando alegremente con su vieja amiga de colegio, Mrs. Brewis-Craven y, aunque Filmer no había visto nunca a ésta última, se unió a ellas y paseó a su lado durante un rato. A pesar de la elocuencia de Lady Mary, se produjeron varios momentos de silencio. La situación era complicada y Mrs. Brewis-Craven no acertaba a vencer esa complicación.
—Me dio la impresión —dijo después, incurriendo en una flagrante contradicción— de que era un ser muy desgraciado, que tenía algo que decir y, sobre todo, necesitaba que le ayudaran a decirlo. Pero ¿cómo iba una a ayudarle si no se podía adivinar de qué se trataba?
A las once y media, los recintos reservados para el público en el parque exterior estaban atestados; había una corriente intermitente de carruajes a lo largo de la franja que rodeaba el parque, y los invitados de la casa estaban diseminados por el césped, los setos y las esquinas del parque interior, en una sucesión de grupos vistosamente ataviados, atentos todos a la máquina voladora. Filmer paseaba en un grupo de tres, con Banghurst, que hacía gala de una suprema y visible felicidad, y Sir Theodore Hickle, presidente de la Sociedad Aeronáutica. Mrs. Banghurst les seguía a poca distancia, en compañía de Lady Mary Elkinghorn, Georgina Hickle y el deán de Stays. Banghurst monopolizaba la conversación y Hickle rellenaba inmediatamente los pocos intersticios que dejaba con observaciones complementarias dirigidas a Filmer. Y Filmer caminaba entre ellos sin decir una palabra, excepto cuando se hacía inevitable una respuesta. Detrás, Mrs. Banghurst gozaba de la conversación admirablemente tramada y proporcionada del deán, con esa palpitante atención hacia el alto clero que diez años de promoción y supremacía social no habían podido borrar de su espíritu; y Lady Mary contemplaba, sin duda con una entera confianza en el hombre que había de desilusionar al mundo, los hombros caídos de esa clase de hombre que no había conocido hasta entonces.
Cuando el grupo principal llegó a la vista del público, se produjeron algunos aplausos, tal vez no demasiado unánimes ni estimulantes. Se habían acercado a unos cincuenta metros del aparato, cuando Filmer lanzó una impaciente mirada por encima del hombro para medir la distancia que le separaba de las mujeres que venían detrás, y se atrevió entonces a hacer el primer comentario que pronunciaban sus labios desde que salieron de la mansión. Su voz era un poco ronca, y cortó a Banghurst en medio de una sentencia sobre el Progreso.
—Oiga, Banghurst —dijo, y se calló.
—¿Sí? —dijo Banghurst.
—Quisiera… —se humedeció los labios—. No me siento bien. 
Banghurst se paró en seco.
—¿Qué? —gritó.
—Una sensación extraña —Filmer hizo ademán de moverse, pero Banghurst seguía inmóvil—. No sé. Tal vez me encuentre mejor dentro de un minuto. Si no… quizá… MacAndrew…
—¿No se encuentra bien? —dijo Banghurst, y clavó su mirada en el pálido rostro de Filmer—. ¡Querida! —añadió en el preciso instante en que Mrs. Banghurst se acercaba a ellos—. Filmer dice que no se siente bien.
—Un pequeño malestar —exclamó Filmer, eludiendo la mirada de Lady Mary—. Puede que se me pase…
Se produjo un silencio.
Filmer pensó que era la persona más desamparada del mundo.
—En cualquier caso —dijo Banghurst—, la ascensión debe ser efectuada. Tal vez, si se sentara en algún sitio durante un rato…
—Es por la muchedumbre, creo —dijo Filmer.
Se produjo una segunda pausa. Los ojos de Banghurst se posaron en Filmer, escrutándole, y después recorrieron la masa de público del recinto.
—Qué inoportuno —dijo Sir Theodore Hickle—; pero todavía… supongo… sus ayudantes… Desde luego, si no se encuentra en condiciones y está indispuesto…
—No creo que el señor Filmer permita eso ni por un sólo instante —dijo Lady Mary.
—Pero si al señor Filmer le fallan los nervios… Incluso puede ser peligroso para él intentarlo… —dijo Hickle, y tosió.
—Precisamente porque es peligroso… —comenzó Lady Mary, y creyó que había expresado con suficiente claridad su punto de vista y el de Filmer.
Filmer se debatía entre motivos contradictorios.
—Creo que debo subir —dijo, mirando al suelo.
Levantó la vista y se encontró con los ojos de Lady Mary.
—Quiero subir —dijo, y le sonrió débilmente. Después se volvió hacia Banghurst—. Si pudiera sentarme durante un rato en algún sitio apartado de la muchedumbre y el sol…
Por fin, Banghurst empezó a comprender el caso.
—Venga a mi habitación del pabellón verde —dijo—. Allí hace bastante fresco.
Cogió a Filmer del brazo.
Filmer se volvió de nuevo hacia Lady Mary Elkinghorn.
—Me pondré bien en cinco minutos —dijo—. Estoy tremendamente apenado…
Lady Mary Elkinghorn le sonrió.
—No podía imaginar… —le dijo a Hickle, y cedió a la fuerza del tirón de Banghurst.
El resto del mundo se quedó mirando a los dos que se alejaban.
—Es tan frágil —dijo Lady Mary.


—Es un hombre extremadamente nervioso —dijo el deán, cuya debilidad consistía en considerar "neurótico" a todo el mundo, a excepción de los clérigos casados y con familia numerosa.
—Desde luego —dijo Hickle—, no es absolutamente necesario que vuele por el mero hecho de haber inventado…
—¿Podría ser de otra manera? —preguntó Lady Mary, con una débil mueca de desprecio.
—Ciertamente, sería de lo más desafortunado que cayera enfermo ahora — dijo Mrs. Banghurst con severidad.
—No se pondrá enfermo —dijo Lady Mary, que había recibido la mirada de Filmer.
—Se recuperará —decía Banghurst mientras caminaban hacia el pabellón—. Todo lo que necesita es un trago de brandy. Tiene que ser usted, ¿comprende? Y será usted… Lo pasará muy mal si permite que otro hombre…
—¡Oh! Quiero hacerlo yo —dijo Filmer—. Me recuperaré. De hecho, estoy casi dispuesto ahora… ¡No! Creo que primero tendré que tomar ese trago de brandy.
Banghurst le instaló en la habitación y destapó una licorera vacía. Después salió en busca de brandy de repuesto. Estuvo fuera cerca de cinco minutos.
La historia de esos cinco minutos no puede ser escrita. Los espectadores situados en el ala oriental de las tribunas levantadas para el público pudieron ver a intervalos la cara de Filmer pegada contra los cristales de la ventana, mirando hacia el exterior con ojos desorbitados y, después, alejarse y desvanecerse. Banghurst desapareció gritando por detrás de la tribuna principal, e inmediatamente apareció el mayordomo, que se dirigía hacia el pabellón con una bandeja.
La habitación en donde Filmer tomó su última decisión era una pieza confortable, amueblada de forma muy simple, con muebles de color verde y un escritorio antiguo, pues Banghurst era sencillo en sus costumbres privadas. Estaba decorada con pequeños grabados de estilo Morland, y había también un estante con libros. Pero sucedió que Banghurst había dejado un rifle pequeño con el que a veces se entretenía encima de la mesa, y en una esquina de la chimenea había una lata que contenía tres o cuatro cartuchos. Mientras Filmer se paseaba de un lado a otro de la habitación luchando con su intolerable dilema, se dirigió en primer lugar hacia el insinuante rifle que se hallaba atravesado sobre el cartapacio que había encima de la mesa, y después hacia la insinuante etiqueta roja:
22 LARGO
La idea debió de penetrar en su cerebro en un instante.
Al parecer, nadie relacionó el sonido con él, aunque el rifle, al ser disparado en un espacio tan reducido, tuvo que haber resonado estrepitosamente, y eso que había varias personas reunidas en la sala de billar, que estaba separada tan sólo por un delgado tabique de yeso de la habitación donde se encontraba Filmer. Pero en cuanto el mayordomo de Banghurst abrió la puerta y percibió el acre olor a humo, comprendió, dijo, lo que había sucedido. Al menos los sirvientes de la mansión de Banghurst habían presentido que sucedía algo en el espíritu de Filmer.
Durante toda aquella penosa tarde, Banghurst se comportó tal y como creía que un hombre había de comportarse al enfrentarse con un desastre irremediable, y la mayoría de los invitados hicieron bien en no insistir sobre el hecho —aunque les resultaba imposible disimular ciertas perspicacias— de que Banghurst había sido timado por el suicida de la forma más elaborada y completa. El público que llenaba el recinto, según me contó Hicks, se dispersó "como una fiesta que ha sido echada a perder por un patoso", y, al parecer, no había un alma en el tren de regreso a Londres que no supiera desde el principio que la navegación aérea era una aventura imposible para el hombre.
—Pero, después de haber llegado tan lejos —decían algunos—, podía haberlo intentado.
Por la noche, cuando se quedó relativamente solo, Banghurst perdió la serenidad y se desmoronó como un ídolo de barro. Me han dicho que lloró, lo cual debió de ser un espectáculo impresionante. Y se sabe con absoluta seguridad que dijo que Filmer había arruinado su vida, y que ofreció y vendió el aparato completo a MacAndrew por media corona.
—He estado pensando que… —dijo MacAndrew a la conclusión del negocio, pero se calló.
A la mañana siguiente el nombre de Filmer era por primera vez menos visible en el New Paper que en cualquier otro diario del mundo. El resto de los informadores del globo terráqueo, con un énfasis que variaba de acuerdo a su dignidad y grado de competencia con el New Paper, proclamaban el "completo fracaso de la Nueva Máquina Voladora" y el "suicidio del Impostor". Pero en la región septentrional de Surrey la acogida de las noticias era mitigada por la percepción de fenómenos aéreos insólitos.
La noche anterior Wilkinson y MacAndrew se habían enzarzado en una violenta discusión sobre los motivos exactos de la insensata decisión de su jefe.
—Es cierto que era muy poca cosa, un cobarde, pero en lo que se refiere a su ciencia, no era un impostor —dijo MacAndrew—, y yo estoy dispuesto a hacer una demostración práctica de esta verdad, Mr. Wilkinson, tan pronto como podamos disfrutar de algo de tranquilidad, pues no tengo ninguna fe en todo este despliegue publicitario para las pruebas experimentales.
Y con este objetivo, mientras el mundo entero se dedicaba a leer las noticias referentes al fracaso de la nueva máquina voladora, MacAndrew se elevó hacia los cielos y describió curvas de gran amplitud y mérito sobre los campos de Epsom y Wimbledon; y Banghurst, que había recuperado una vez más la esperanza y la energía, sin prestar atención a la seguridad pública ni al Ministerio de Comercio, seguía de cerca sus evoluciones e intentaba atraer la atención del aeronauta desde un automóvil, y en pijama —pues había contemplado la escena de la ascensión en el momento en que levantaba la persiana de la ventana de su dormitorio—, equipado, entre otras cosas, con una máquina fotográfica que más tarde se comprobó que estaba estropeada.
Y Filmer yacía sobre la mesa de billar del pabellón verde con una sábana sobre su cuerpo.


FIN