2025/07/21

El bailarín en el cristal (Francis Flagg)


Título original: The Dancer in the Crystal
Año: 1929


1
Aquellos que vivieron esa época terrible nunca la olvidarán: Hace veinticinco años, cuando se apagaron las luces.
Fue en el año 1956.
En todo el mundo, a la misma hora y prácticamente en el mismo minuto, las máquinas eléctricas dejaron de funcionar.
Los jóvenes de hoy difícilmente pueden comprender el terrible desastre que eso significó para la gente de mediados del siglo XX. Inglaterra y Estados Unidos, así como las principales naciones de Europa, acababan de electrificar sus ferrocarriles y de desmantelar las pesadas máquinas de vapor que funcionaron en algunas líneas hasta el verano de 1954. Un método práctico de aprovechar las mareas y utilizar su energía para desarrollar electricidad, junto con la construcción de presas y la generación de energía barata mediante el trabajo de ríos caudalosos y cascadas gigantes, y la invención de un dispositivo para transmitirla por radio a un costo tan bajo como el de su generación, habían acelerado esta electrificación. El perfeccionamiento de un nuevo tubo de vacío por parte de la General Electric Company en Schenectady, en los Estados Unidos, había hecho que el gas fuera económicamente indeseable. El nuevo método, por el cual era posible transmitir calor para todos los propósitos a un tercio del costo del gas de iluminación, barrió a las diversas compañías de gas al olvido. Incluso los barcos de vapor que surcaban los siete mares y los aviones gigantes que surcaban el aire recibían la energía que hacía girar sus hélices, calentaba sus camarotes y cocinaba sus alimentos, de la misma manera que lo hacían las fábricas, los ferrocarriles, las casas particulares y los hoteles en tierra. Por lo tanto, cuando la electricidad dejó de mover las máquinas, el mundo se detuvo. El telégrafo, el teléfono y la comunicación inalámbrica cesaron. Los países quedaron aislados, las ciudades de las ciudades y los barrios de los barrios. Los automóviles se estropearon; los tranvías y los trenes eléctricos se negaron a funcionar; las centrales eléctricas quedaron fuera de servicio; y por la noche, salvo por la luz parpadeante de las linternas, velas y lámparas de aceite que pudieron resucitarse, las ciudades, los pueblos y las aldeas quedaron sumidos en la oscuridad.
Tengo ante mí los registros de aquella época. Eran las once y diez de la noche en Londres, París, Berlín y otras ciudades del continente cuando ocurrió. Restaurantes, teatros, hospitales y casas particulares quedaron sumidos en la oscuridad. Las imponentes avenidas que un momento antes brillaban y resplandecían con miles de luces y carteles rodantes se convirtieron en lúgubres cañones por donde la gente primero se detenía, preguntaba y luego se lanzaba a través de ellas en un clamor aterrorizado. Varios hombres que más tarde escribieron sus impresiones para periódicos y revistas dicen que lo que más les estremeció los nervios fue el repentino silencio que reinó cuando cesó todo el tráfico; eso, y cinco minutos después los gritos enloquecidos, los gemidos y las maldiciones de hombres y mujeres que luchaban como bestias salvajes por escapar de los restaurantes y teatros abarrotados.
La gente corría por las calles gritándose que las centrales eléctricas habían volado por los aires, que un terremoto las había derribado. Se hacían declaraciones absurdas, que pasaban de boca en boca, y que aumentaban el desconcierto y el pánico general. En las esquinas de las calles surgían de repente fanáticos religiosos que proclamaban que había llegado el fin del mundo y que los pecadores debían arrepentirse de sus pecados antes de que fuera demasiado tarde. En los hospitales, las enfermeras y los médicos se encontraban trabajando con una terrible desventaja. Se cuentan historias espantosas de médicos atrapados en medio de operaciones de emergencia. Debido a la oscuridad era imposible atender adecuadamente a los enfermos. Siempre que había velas, lámparas de aceite y faroles, se utilizaban; pero había lamentablemente pocas de ellas y no había dónde ir para conseguir más. Los cables telefónicos estaban muertos y los automóviles, coches y autobuses , parados. Para aumentar el horror, se produjeron incendios en varios lugares. No había forma de dar la alarma y, aunque la hubiera, los bomberos no habrían podido responder. Así que los incendios se propagaron y los habitantes de los barrios donde las llamas se elevaban al cielo por fin tenían luz: La luz de sus casas en llamas.
Y entonces, en medio de todo este horror y tumulto, los habitantes de los lugares oscuros y purulentos de la ciudad aparecieron sigilosamente. Salieron en tropel de los sucios callejones y de los tugurios de los criminales profesionales, de mirada furtiva y depredadores; se robaron casas, se mató a hombres y se agredió a mujeres. La policía no pudo hacer nada; su movilidad había desaparecido; las alarmas antirrobo no avisaban; y la ciudad yacía como un gigantesco Sansón despojado de su fuerza.
¡Y así pasó aquella noche, no para una sola ciudad, sino para cientos de ciudades!


2
Mientras todo esto ocurría en el viejo mundo, el caos se apoderó del nuevo.
Al otro lado del Atlántico, en las ciudades orientales de Estados Unidos y Canadá, y tan al oeste como Montreal y Chicago, las ruedas dejaron de funcionar a la hora en que los trabajadores empezaron a salir en tropel de las fábricas y los comercios, y las multitudes que iban de compras a última hora abarrotaban los trenes y los subterráneos. En los vagones de la superficie y en las calles no hubo, por supuesto, ninguna alarma inmediata. Los cines y los teatros de vodevil abrieron de par en par sus puertas, levantaron las persianas de sus ventanas y evacuaron a sus clientes en orden. Pero bajo tierra, en los diversos tubos y subterráneos, la cosa era distinta. Cientos de vagones que transportaban a miles de pasajeros estaban detenidos en una oscuridad sofocante. Los guardias trabajaron heroicamente para calmar la histeria y el pánico crecientes. Durante unos quince o veinte minutos, en algunos casos hasta media hora, lograron mantener una especie de orden. Pero las grandes bombas y ventiladores que normalmente hacían circular aire fresco por los túneles ya no funcionaban. Cuando el aire viciado empañaba los pulmones, los pasajeros enloquecían. Sollozando, maldiciendo y rezando, luchaban por escapar de los vagones, al mismo tiempo que la gente de Berlín, París y Londres luchaba por escapar de los restaurantes y teatros. Rompieron las ventanas de los vagones y, al pasar por ellas, se clavaron la carne de sus cuerpos, sus manos y sus caras en astillas de vidrio. Se pisotearon unos a otros y se dispersaron en turbas aterrorizadas por la vía, buscando desesperadamente una salida. Sólo en Nueva York perecieron diez mil de ellos. Se desangraron, fueron aplastados o murieron de insuficiencia cardíaca y asfixia.
En la superficie, las calles y avenidas estaban abarrotadas de millones de seres humanos que intentaban llegar a sus hogares a pie. Durante horas, densas multitudes de trabajadores, compradores y hombres de negocios llenaron las carreteras y caminos. Una vez más, el pánico se debió a los accidentes aéreos. En Montreal, el avión de pasajeros Edward VII de la Royal Dominion , que realizaba un vuelo sin escalas de Halifax a Vancouver con cuatrocientos pasajeros, cayó desde una altura de tres mil pies sobre la estación de Windsor, matando a sus propios pasajeros y tripulantes, y borrando las vidas de cientos de personas que se encontraban en la estación en ese momento. En Nueva York, Boston y Chicago, donde estaban haciendo su primera aparición los nuevos transbordadores magnéticos, cientos de aviones se precipitaron al suelo, matando y mutilando no sólo a sus pasajeros, sino también a los hombres, mujeres y niños sobre los que cayeron. "Fue", afirma un testigo ocular en un libro que escribió posteriormente, llamado La gran debacle, "un espectáculo capaz de horrorizar al corazón más valiente. Las salidas del metro estaban arrojando hordas espantosas de gente que arañaba; un avión que se estrellaba había convertido una calle cercana en un caos; la multitud corría de un lado a otro, gritando, rezando. Por todas partes reinaba el pánico".
¡Pánico, en efecto! Sin embargo, los registros muestran que la policía y los bomberos hicieron lo que pudieron. Se utilizaron policías montados para llevar velas y lámparas de aceite a los hospitales, para recorrer el campo en busca de todos los caballos disponibles y para recorrer la ciudad en un intento de calmar a la gente. Se envió a los bomberos a diversos puntos estratégicos con hachas y contenedores de productos químicos para combatir cualquier incendio que pudiera estallar. Pero en conjunto, estas precauciones no sirvieron de nada. Hospitales enteros pasaron la noche a oscuras; los pacientes murieron por centenares; las llamas de innumerables incendios iluminaron el cielo; y los rumores corrieron de boca en boca, lo que aumentó el terror y el caos. Las multitudes gritaban:
-¡Estados Unidos está siendo atacada por una potencia extranjera!
Un poderoso imán había inutilizado las centrales eléctricas. Había habido una terrible tormenta en el sur; toda Sudamérica se hundía; Norteamérica sería la siguiente en hundirse. Nadie sabía nada; todo el mundo sabía algo. Nada era demasiado descabellado o absurdo para que millones de personas lo creyeran. Privados de sus fuentes de información habituales, los habitantes se convirtieron en presa de sus propias fantasías y de las desordenadas fantasías de los demás. Los fanáticos religiosos, a la luz de enormes hogueras, predicaban la segunda venida de Cristo y la destrucción del mundo. Miles de personas histéricas se postraban en las duras aceras de las calles, parloteando, llorando, rezando. Miles de otras personas saqueaban vino y bebidas fuertes de los sótanos de los hoteles y cafés y se tambaleaban borrachos por las calles, aumentando el estruendo y el pánico. La luz del día tampoco trajo mucho alivio. Por alguna oscura razón, en toda Europa, Asia y América, durante las horas de luz, el cielo estaba extrañamente opaco. El sol parecía brillar con todo su esplendor habitual, pero el aire estaba perceptiblemente oscurecido. Ni siquiera los científicos podían explicar por qué era así. Sin embargo, incluso bajo la luz de lo que millones de personas en la Tierra creían que era su último día, los lobos humanos salieron de sus guaridas y merodearon por las ciudades, saqueando tiendas y casas particulares, abriendo cajas fuertes y matando y robando con impunidad. El día que siguió a la noche fue más horrible que la noche que precedió al día, porque cientos de miles de personas que habían dormido durante las horas de oscuridad se despertaron y se unieron a sus compañeros en las calles, y porque hay algo terrible en una gran ciudad en la que no circulan automóviles ni suenan silbatos en las fábricas, en la que la máquina ha muerto.
Y mientras las ciudades y sus habitantes se entregaban a la locura y la destrucción, la tragedia se cobraba su tributo en los cielos y acechaba los mares. Los aviones del mundo fueron prácticamente aniquilados. Sólo sobrevivieron los que estaban en sus hangares o los que, por algún milagro de la navegación, lograron aterrizar sanos y salvos. Casi no pasa un año sin que en algún pico de montaña salvaje, en un cañón sombrío o en el corazón del Sahara, se encuentren fragmentos de esas aeronaves. Y los buques oceánicos tampoco sufrieron menos. En el espacio de veinte horas, dos mil barcos de todas las clases y tonelajes sufrieron un desastre, un desastre que acabó con la gran firma Lloyds, de Londres, y con una multitud de compañías de seguros menores. Mil quinientos vapores desaparecieron y nunca más se supo de ellos, treinta y cinco de ellos eran barcos de pasajeros gigantes que transportaban más de veinte mil pasajeros. De los otros quinientos barcos, algunos se hicieron añicos en costas inhóspitas, otros llegaron a la costa y se rompieron, y el resto fue abandonado en el mar. El destino de los vapores desaparecidos se puede inferir en parte de lo que sucedió con el Olympia y el Oranta . Esto se desprende del relato del segundo oficial del primer barco:


-La noche era clara y estrellada, el mar estaba agitado. Íbamos a toda velocidad a unas doscientas millas de la costa irlandesa. Sin embargo, gracias a nuestro giroscopio controlado eléctricamente, el barco estaba firme como una roca . Se estaba dando un baile en los salones de primera y segunda clase, con la música de la orquesta de baile Metropolitan de Londres. En el teatro de tercera clase se estaba proyectando una película de televisión. Había parejas caminando o sentadas en las cubiertas de paseo, ya que, aunque soplaba una fuerte brisa, la noche era cálida. Desde el puente pude ver el Orania acercándose a nosotros. Ofrecía un espectáculo maravilloso, sus ojos de buey brillaban uno tras otro y las luces de cubierta brillaban y parpadeaban, parecía una luciérnaga gigante o un fabuloso trirreme. Sin duda, para los observadores en el puente y las cubiertas, ofrecíamos el mismo espectáculo glorioso, porque éramos barcos hermanos, pertenecientes a la misma línea y del mismo tonelaje y construcción. Durante todo el tiempo que se acercaba, conversé con el primer oficial en su puente por medio de nuestro teléfono inalámbrico; y fue mientras estábamos en medio de esta conversación, y mientras todavía estábamos a una milla de distancia y él se preparaba (así dijo) para girar el timón para llevar al Orania a estribor de nosotros que, sin previo aviso, sus luces se apagaron.
»Sin dar crédito a mis ojos, miré el lugar donde había estado ella un momento antes. 
-¿Qué le pasa?
Llamé por mi teléfono, pero no hubo respuesta; y cuando me di cuenta de que el teléfono se había apagado, me invadió la certeza de que mi propio barco estaba sumido en la oscuridad. Las cubiertas debajo de mí estaban negras. Podía escuchar las voces de los pasajeros gritando, algunos en broma y otros con creciente alarma, preguntándose qué había sucedido. 
-No puedo llegar a la sala de máquinas; el barco no responde a su timón -dije, enfrentándome al capitán, que había trepado al puente. 
-¡Rápido, señor Crowley! -gritó-. Baje y saque a la tripulación. Coloque hombres en cada puerta de camarote y escalera y mantenga a los pasajeros fuera de las cubiertas.
Su voz retumbó en el micrófono, que repetía sus palabras a través de dispositivos de altoparlantes en cada salón, camarote y en cada cubierta del barco, o debería haberlas repetido si los instrumentos hubieran estado funcionando. 
-No hay necesidad de alarmarse. Un pequeño problema en los motores, y de paso en las dinamos, ha hecho que se apaguen las luces. Les ruego que mantengan la calma. En media hora todo estará arreglado. 
Pero mientras me apresuraba a obedecer sus órdenes, mientras su voz nítida resonaba en el aire nocturno, vi la enorme masa oscura que se acercaba a nosotros y el corazón me dio un vuelco en la garganta. Era el Orania , indefenso, sin guía, como nosotros, avanzando a toda velocidad bajo el impulso adquirido por sus motores ahora parados.
»Nos golpeó de proa hacia un lado, cortando las placas de acero como si fueran queso. Con ese terrible impacto, en la oscuridad y la penumbra, todo orden y disciplina se esfumaron. Algo les había pasado a los giroscopios, y los barcos se balanceaban y se sacudían, rechinaban y chocaban entre sí, nuestro propio barco se inclinó por la proa, la popa se elevó.
»Siguió entonces una época terrible. La noche se volvió espantosa con el clamor de voces aterrorizadas. Los pasajeros enloquecidos lucharon para llegar a las cubiertas y a los botes. Los botes abarrotados se hundieron en las olas agitadas, de proa o de popa, derramando su carga humana en el mar. Cientos de pasajeros, creyendo que los vapores se hundirían en cualquier momento, saltaron por la borda con salvavidas y en casi todos los casos se ahogaron. Todo esto en los primeros treinta minutos. Después de eso, el pánico disminuyó; se convirtió en una desesperación sorda. Las tripulaciones de ambos vapores, lo que se pudo reunir de ellas, comenzaron a controlar la situación.
»La mañana encontró al Orania prácticamente intacto, solo haciendo agua en el compartimiento número uno. Los compartimientos delanteros del Olympia estaban todos inundados, hundiéndolo por la proa, pero los ocho traseros todavía se mantenían intactos, y mientras así fuera no podría hundirse. Si los pasajeros hubieran permanecido tranquilos y dóciles desde el principio, no habría habido ninguna pérdida de vidas.
El segundo oficial del Olympia continúa señalando que ambos trasatlánticos gigantes habían sido equipados con los dispositivos electromecánicos más modernos para su uso en caso de emergencia; que llevaban dos motores que recibían energía; que eran gobernados eléctricamente; y que desde la cabina del piloto y el puente se podían establecer comunicaciones y dar órdenes e instrucciones a la tripulación y los pasajeros en todas partes de los barcos. Fue, señala, el repentino y sorprendente apagado de las luces y la avería totalmente inesperada de toda la maquinaria lo que precipitó la tragedia, y no la negligencia de los oficiales y las tripulaciones.
Ésta es la historia de un desastre marítimo; pero los registros están llenos de relatos similares, cientos de ellos, que no es necesario mencionar aquí.


3
En la costa del Pacífico, especialmente en las ciudades de Los Ángeles y San Francisco, se mantuvo un orden mejor que en las grandes ciudades del Medio Oeste y del Este. Allí cundió el pánico, que provocó pérdidas de vidas y daños materiales, tanto por incendios como por robos, pero no en una escala tan colosal. Esto se debió al hecho de que las autoridades tenían varias horas de luz para prepararse para la oscuridad y a que en las dos ciudades mencionadas no había trenes subterráneos dignos de mención. En los distritos del centro se aconsejó a los empleados y comerciantes que se quedaran en sus oficinas y tiendas. Se enviaron policías, a caballo y a pie, a los distritos residenciales y a las fábricas. En lugar de permitir que los trabajadores se dispersaran, los formaron en grupos de veinte, los designaron agentes, los armaron y, en la medida de lo posible, los pusieron a patrullar las calles de los barrios en los que vivían. Estas medidas rápidas contribuyeron mucho a evitar los peores rasgos de los horrores que asolaron Nueva York y Chicago y las ciudades de Europa y Asia. Pero a pesar de ellos, los hospitales sufrieron padecimientos indecibles, manzanas enteras de la ciudad fueron destruidas por las llamas, el frenesí religioso se desató y millones de personas pasaron las horas de oscuridad con miedo y temblores.
Yo tenía veintidós años en aquel momento, vivía en Altadena, un suburbio de Pasadena, a unos treinta kilómetros de Los Ángeles, y estaba intentando escribir. Aquella mañana había cogido un libro y un almuerzo y había subido por Old Pole Road hasta la cima del monte Echo, con la intención de volver en el teleférico que durante años ha funcionado desde las profundidades purpúreas del cañón Rubio hasta la imponente cima. Llegué a la cima de la montaña tras una empinada subida, comí mi almuerzo en el emplazamiento del antiguo observatorio Lowe y después me absorbió la lectura.
El primer indicio que tuve de que algo no iba bien fue cuando la luz se oscureció. "Se está nublando", pensé mientras miraba hacia arriba, pero el cielo estaba perfectamente despejado y el sol brillaba especialmente.
No poco perturbado mentalmente y pensando, debo admitirlo, en terremotos, caminé hacia donde un grupo de trabajadores de la sección mexicana, bajo la supervisión de un jefe blanco, había estado reparando algunas vías. Los mexicanos gesticulaban y señalaban las ciudades y el campo que se extendía muy por debajo de nosotros. Ahora bien, por lo general, en un día claro y soleado hay una neblina en el valle y uno no puede ver a muchos kilómetros en ninguna dirección. Pero ese día había una claridad inusitada en el aire. Todo lo que mirábamos estaba nítido, sin borrones. Las casas se destacaban claramente; lo mismo ocurría con las torres de las iglesias y las cúpulas de los edificios públicos. Aunque estaba a kilómetros de distancia hacia el oeste, se podía ver claramente la poderosa torre del Ayuntamiento de Los Ángeles. La luz se había oscurecido, sí; pero el efecto era el de mirar a través de lentes ligeramente tintados.
-¿Qué crees que significa? -le pregunté al jefe de la pista. Pero antes de que pudiera responder, un mexicano gritó con voz voluble, señalando con una mano temblorosa hacia la empinada cresta que se alzaba detrás de nosotros y santiguándose rápidamente con la otra.
Fue una vista imponente la que contemplamos. Sobre el monte Lowe crecía una luz luminosa y danzante. Yo no lo sabía entonces, pero los hombres vieron esa luz en lugares tan lejanos como Denver y Omaha, y en lugares tan apartados como San Luis y Galveston, al sur. Vista desde las ciudades occidentales de Calgary y Edmonton, en Canadá, era una columna de llama azul que surgía de la tierra y, a medida que pasaban las horas, se elevaba cada vez más hacia los cielos. Millones de ojos de todos los Estados Unidos y del Dominio se volvieron temerosos y supersticiosamente hacia ese resplandor. A medida que la noche se hacía más profunda en la costa del Pacífico, los habitantes del sur de California vieron el cielo al norte de ellos hendido en dos por una espada que saltaba. No es de extrañar que millones de personas pensaran que los cielos se habían abierto y que Cristo venía.
Pero antes de que anocheciera, ya había descendido la empinada ladera del monte Echo y había recorrido el sendero que conducía a Altadena. Hombres y mujeres me llamaban desde las puertas de sus casas y querían saber si había un incendio forestal más allá, en las colinas. No pude darles respuesta. En Lake Avenue vi los automóviles, tranvías y autobuses varados.
-¿Qué pasa? -le pregunté al conductor.
-No lo sé -dijo-. No hay electricidad. Dicen que todas las plantas eléctricas y la maquinaria están paradas. Un hombre que vino en bicicleta desde el centro hace unos minutos nos lo dijo.
Seguí caminando hasta Pasadena. Todo estaba abarrotado de gente y de coches. Gracias a la ordenanza estatal que penalizaba el sobrevuelo de aviones sobre cualquier ciudad de California (las rutas aéreas estaban organizadas de esa manera y las estaciones de aterrizaje y los campos situados fuera de las ciudades se podían alcanzar mediante rápidos trenes eléctricos), se evitó por completo el horror de que los dirigibles cayeran sobre las calles abarrotadas de la ciudad y sobre las viviendas. Sin embargo, la gente hablaba de haber visto un enorme avión de pasajeros y algunas avionetas de recreo más pequeñas cayendo a tierra al oeste de ellos, dando vueltas y vueltas; y después me enteré de que el especial Nueva York-Los Ángeles, que acababa de despegar, se había estrellado en un huerto con una terrible pérdida de vidas.
No pasé de Madison Street, en Colorado Boulevard, y me di la vuelta. Era un mal augurio mirar desde las ventanas y los porches de la gran casa esa noche y ver la ciudad negra e informe debajo de nosotros. Normalmente, el horizonte hacia el oeste y el sur estaba iluminado en treinta millas a la redonda. Ahora, salvo por el resplandor apagado de varios incendios, la oscuridad era ininterrumpida.
Todo lo que ocurrió aquella noche quedó grabado indeleblemente en mi memoria. A lo lejos, como el sonido de las olas al batir contra una orilla rocosa, podíamos oír la voz de la multitud. Subía y bajaba, subía y bajaba. Y una vez oímos el crepitar de lo que creímos que eran disparos de ametralladora. En el distrito de Flintridge, según me enteré más tarde, saquearon y saquearon casas. Algunos hombres que defendían sus hogares fueron asesinados y varias mujeres fueron maltratadas. Pero en Altadena, en las colinas, nadie sufrió violencia alguna. Sólo una vez nos alarmó una procesión que marchaba por Lake Avenue, portando antorchas y cantando himnos. Era un grupo de fanáticos religiosos, Holy Rollers, hombres, mujeres y niños, que se dirigían al monte Wilson para esperar mejor la llegada de Jesús. Podíamos oírlos gritar y cantar, y a la luz parpadeante de las antorchas, verlos echar espuma por la boca. Pasaron y después de eso, a excepción de una patrulla de la oficina del sheriff, no vimos a nadie hasta la mañana.
Llegó el amanecer, pero la tensión y el terror aumentaron. Durante toda la noche, la amenazante cimitarra de luz sobre las montañas había crecido cada vez más (se podía ver cómo crecía literalmente) y su siniestro brillo irradiaba como acero fundido, y la llegada de la luz del día no atenuó su resplandor.


Ninguno de nosotros había dormido durante la noche; ninguno de nosotros había pensado en dormir. Con el rostro demacrado saludamos al amanecer y con desesperación en nuestros corazones nos dimos cuenta de que la luz del día era perceptiblemente más tenue que el día anterior. ¿Podría ser realmente este el fin del mundo? ¿Tenían razón aquellos pobres fanáticos que habían pasado por allí durante la noche y se estaban abriendo los cielos, como decían? Estos y otros pensamientos pasaron por mi mente. Entonces... ¡Llegó el fin!
Eran las seis de la tarde en Londres, la una de la tarde en Nueva York y las diez de la mañana en la costa cuando ocurrió. Millones de personas vieron oscilar la columna de luz. Por un instante se puso al rojo vivo, con el rojo carmesí del hierro al rojo vivo. Desde su elevada cima, rayos dentados saltaron por los cielos y cegaron la vista de quienes la observaban. Luego desapareció, se fue; y unos minutos después de su desaparición, las luces de la calle se encendieron, el día iluminó, sonaron los timbres del teléfono, las ruedas giraron y las veinte horas de terror y anarquía terminaron.

4
¿Cuál había sido la causa de todo aquello? Nadie lo sabía. Los hombres eruditos se devanaban los sesos pensando en el problema. Los científicos no sabían qué responder. Se ofrecieron muchas explicaciones, por supuesto, pero ninguna de ellas era válida. Durante un tiempo, los distintos gobiernos tendieron a sospechar unos de otros de haber inventado y utilizado una máquina diabólica para la ruina de naciones rivales. Sin embargo, esta sospecha se abandonó rápidamente cuando se comprendió que el desastre había tenido una naturaleza mundial. El doctor LeMont, de la Liga Astronómica de París, propuso la teoría de que las manchas del sol tenían algo que ver con el fenómeno; Doolittle, de la Real Academia de Ciencias de Londres, opinaba que el responsable era el rayo cósmico descubierto por Millikan en 1928; mientras que otros, que no ocupaban un lugar tan destacado en el mundo de la ciencia como estas dos celebridades sobresalientes, sugirieron cualquier cosa, desde un cometa oscuro hasta un meteorito que caía, o perturbaciones en los centros magnéticos de la Tierra. La Enciclopedia Británica, veintiún años después del desastre que casi destruyó la civilización y tal vez el mundo, cita las teorías anteriores en detalle, y muchas más, pero termina con la afirmación de que nunca se ha presentado nada auténtico sobre la causa de la tragedia de 1956. Esta afirmación no es cierta. En el otoño de 1963 se presentaron ante la Real Academia de Ciencias de Canadá pruebas suficientes sobre el origen de la gran catástrofe como para exigir una investigación exhaustiva por parte de ese organismo.
Aunque han pasado dieciocho años desde entonces, los resultados de esa investigación nunca se han hecho públicos. No voy a especular sobre el motivo. Mientras tanto, se elaboró un informe sobre el asunto para el Instituto Smithsoniano en Washington, para la Real Academia de Ciencias de Londres y para la Liga Astronómica de París en Francia, un informe que estas instituciones académicas decidieron ignorar. ¿Y cuáles fueron las pruebas que investigó la Real Academia de Ciencias de Canadá?
Como ya he dicho, estuve en California en 1956 y viví una fase del gran desastre. Tres años después, en el verano de 1959, tras haber aparecido en las páginas de algunas de las mejores revistas con mis relatos, hice un viaje al oeste de Canadá con el propósito de escribir una serie de relatos para una revista del Oeste. Fue allí, a kilómetros de cualquier ciudad y en las estribaciones de las Montañas Rocosas, donde conocí y escuché la historia del recluso moribundo. Era un hombre joven, pensé, no un poco mayor que yo, pero en las últimas etapas de la tuberculosis.
Llegué a la casa del rancho —una cabaña de cuatro habitaciones construida con troncos partidos y piedra sin labrar— después de un duro día de cabalgata. Instalé mi tienda en la orilla de un torrente de montaña a unos cuatrocientos metros de la casa y acepté con gusto la invitación de la atractiva joven dueña del lugar para cenar con ellos esa noche. Ella era, según deduje, la hermana del hombre enfermo. Su esposo, ahora ausente arreando ganado, estaba haciendo la prueba en una sección vecina, después de haberlo hecho ya en otras dos a nombre de su esposa y su cuñado.
Después de cenar, me senté en la amplia terraza con el enfermo (supuse que era el porche donde dormía), hablando con él y fumando mi pipa.
-Los visitantes son raros por aquí -dijo-, y un hombre educado es una bendición.
Me sorprendió descubrir que era un hombre con no poca educación.
-¿Fue a la universidad? -me aventuré a preguntar.
-Sí, McGill. Me licencié y después estudié dos años de medicina.
Sobre las llanuras, el sol se había hundido en un esplendor rojizo bajo el horizonte y el cielo estaba en llamas con su gloria reflejada. Más cerca vi una mancha negra irregular sobre la tierra ondulante, que parecía quemada, carbonizada.
-Un incendio en la pradera -más que cuestionarlo, afirmé.
El inválido, apoyado en su diván, siguió mi dedo con sus cavernosos ojos negros.
-No -dijo-. No. Allí es donde ... estaba eso.
-¿Eso? -pregunté.
-Sí -respondió-; lo que los periódicos llaman la columna de fuego.
Entonces recordé, por supuesto. La mancha quemada era el lugar de donde provenía el terrible resplandor luminoso, la espada cortante que había visto sobre el monte Lowe. Me quedé mirando, fascinado.
-Nada crecerá allí -dijo el hombre del sofá-. Desde entonces. El suelo no tiene vida, no tiene vida. Es -dijo débilmente- como cenizas, cenizas negras.
Durante varios minutos reinó el silencio entre nosotros. Las sombras se alargaron y el crepúsculo se hizo más profundo. Sentarse allí, en la penumbra creciente, fue una experiencia triste, y me sentí aliviado cuando la mujer encendió la luz de la sala de estar y sus alegres rayos inundaron las ventanas abiertas y la puerta. Finalmente, el inválido dijo:
-Yo estaba aquí en ese momento. Mi hermana y su marido estaban de visita en Calgary, visitando a sus padres.
-Debe haber sido un espectáculo estupendo -comenté a falta de algo mejor que decir.
-Fue un infierno -dijo-. Así es como me contagié de esto.
Se dio un golpecito en el pecho y le dio un ataque de tos. 
-El aire -jadeó-; era duro para los pulmones.
Su hermana salió y le dio un medicamento de una botella negra.
-No debes hablar tanto, Peter; no es bueno para ti -le advirtió.
Hizo un gesto con la mano impaciente y dijo: 
-¡Déjalo! ¡Déjalo! ¿Qué diferencia hay? En otro día, en otra semana ...
Su voz se fue apagando y luego volvió a retomarse en una nueva frase.
-¡Oh, no me tengas lástima! ¡No malgastes tu compasión con gente como yo! Si alguna vez un desgraciado mereció su destino, yo merezco el mío. Hace ya tres años que sufro las torturas de los condenados. No sólo de carne, sino de mente. Cuando todavía podía caminar, no era tan malo; pero desde que estoy encadenado a esta cama no he hecho nada más que pensar, pensar... Pienso en el gran desastre; en las horas de terror y desesperación que conocen millones de personas. Pienso en los miles y miles de hombres, mujeres y niños atrapados en el metro y en los teatros, pisoteados, masacrados, asesinados. Visualizo los hospitales llenos de enfermos y moribundos, los gigantescos transatlánticos del aire y del océano estrellándose, chocando, hundiéndose en el mar; y me parece oír los gritos y las tristes plegarias de ayuda de los enloquecidos pasajeros. Dime, ¿qué destino le espera al demonio que desatara tal dolor, desesperación y miseria en un mundo desprevenido?


-Tranquilo, tranquilo -dije con voz tranquilizadora, pensando que estaba delirando y que su mente estaba trastornada por tanta cavilación mórbida-. Fue espantoso, por supuesto, pero nadie pudo evitar lo que pasó, nadie.
Pero mis palabras no lo calmaron, sino que, por el contrario, aumentaron su excitación. 
-No es verdad -jadeó-. No es verdad. No, no, hermana, no me quedaré quieto, no estoy delirando. Dame un trago de coñac... Así, y tráeme la cajita de cedro del armario de allí.
Ella cumplió con su petición.
-Está todo escrito y guardado aquí -dijo, dando un golpecito a la caja-. Está guardado aquí, junto con el tercer cristal que llegó a casa en la alforja del caballo desbocado de John.
Sus ojos eran como dos carbones negros clavados en mi cara.
-No se lo he dicho a nadie -dijo tenso-, pero ya no puedo permanecer en silencio. ¡Debo hablar! ¡Debo!
Una de sus manos febriles agarró la mía. 
-¿No lo entiendes? -gritó-. Soy el demonio que causó el gran desastre mundial. ¡Dios, ayúdame! ¡Yo y otro más!
-No, no -dijo, interpretando correctamente la expresión de mi rostro-. No estoy loco, no estoy delirando. Te estoy diciendo la verdad de Dios, y la prueba de ello está en esta caja de cedro. Todo empezó en Montreal, cuando iba a la Universidad McGill. El profesor adjunto de física allí era un joven francocanadiense llamado John Cabot. Él...
Un ataque de tos le impidió hablar. Su hermana le dio un sorbo de agua.
-Peter -le suplicó-, déjalo así por esta noche. Mañana...
Pero él negó con la cabeza. 
-Puede que mañana esté muerto. Déjame hablar ahora. 
Sus ojos buscaron los míos.
-¿Has oído hablar del meteorito que cayó en Manitoba en 1954?
-No.
-¿Y de los siete cristales que se encontraron en él?
-No lo recuerdo.
-Bueno, los encontraron -dijo-. Siete de ellos eran tan grandes como pomelos. No hay nada extraordinario en encontrar cristales en un meteorito. Eso ya se ha hecho antes y después. Pero esos siete cristales no eran comunes. Estaban perfectamente redondeados y pulidos, como si se hubieran hecho a mano. Y eso no era todo: En el centro de cada uno de ellos había un fluido vibrante, y en ese fluido había una mancha negra ...
Un espasmo de tos ahogó su habla, y esta vez me uní a su hermana para instarlo a descansar, pero desistí cuando vi que tal consejo, y cualquier esfuerzo de mi parte para retirarme, solo lograron aumentar su dolorosa excitación.
-Un punto negro -jadeó-, que bailaba y giraba y nunca se quedaba quieto. ¡No intentes detenerme! ¡Debo contártelo! Los científicos del mundo estaban todos fascinados por ellos. ¿De dónde, preguntaban, había venido el meteoro y qué eran el fluido y el punto en el centro de cada cristal? Con el tiempo, los cristales fueron enviados a varios lugares para su observación y estudio. Uno fue a Inglaterra, otro a Francia, dos a Washington, mientras que los tres restantes se quedaron en Canadá, y finalmente fueron a parar al Museo de Ciencias Naturales de Montreal, que ahora está bajo la jurisdicción de la Universidad McGill.
»Fue durante mi primer año en la facultad de medicina cuando entré al museo una tarde, casi por accidente. La vista de los cristales, recién expuestos, me fascinó. Apenas pude levantarme a tiempo para una conferencia.
»La tarde siguiente volví. Observé las manchas negras bailando en su fluido vibrante. A veces giraban en el centro del líquido con una regularidad monótona. Luego, de repente, se lanzaban contra las paredes que las contenían y las rodeaban con una velocidad inconcebible. ¿Era mi imaginación o las manchas adquirían forma? ¿Eran prisioneros que se golpeaban la cabeza contra los barrotes de una celda para liberarse? Absorto en esos pensamientos, no supe que otra persona había entrado en el museo hasta que una voz se dirigió a mí.
-Así que tú también has caído bajo su hechizo, Ross.
»Levanté la vista sobresaltado y reconocí a John Cabot. Nos conocíamos, por supuesto, porque había estudiado con él durante dos años.
-Parecen tan reales, señor -le respondí-. ¿No lo ha notado?
-Tal vez -dijo en voz baja- sean vida.
»El pensamiento despertó mi imaginación.
-Ya sabes -continuó-, que hay científicos que afirman que la vida llegó originalmente a la Tierra desde alguna otra estrella, tal vez desde fuera del universo. Tal vez llegó como llegaron estos cristales, en un meteorito.
El enfermo hizo una pausa y se humedeció los labios con agua.
-Ése -dijo- fue el comienzo de la intimidad que surgió entre John Cabot y yo. A menudo Cabot podía llevarse uno de los cristales a su habitación y luego nos reuníamos allí para reflexionar sobre el misterio. Cabot era un sólido profesor de física, pero era más que eso. Era un científico que también era un filósofo especulativo, lo que significaba ser algo así como un místico. ¿Ha estudiado alguna vez el misticismo? ¿No? Entonces no puedo hablarle de eso. Sólo de él y sus especulaciones encendí el fuego. ¿Cómo puedo describirlo? Tal vez mirar el cristal nos hipnotizó a ambos. No lo sé. Sólo de noche y de día nos devoró a los dos una curiosidad abrumadora.
-¿Qué dicen los científicos que hay dentro de los cristales? -le pregunté a Cabot.
-No lo dicen -respondió-. No lo saben. Un mensaje de Marte, quizás, o de más allá de la Vía Láctea.
-De más allá de la Vía Láctea -susurró el enfermo-. ¿No ves lo que eso significaría para nuestra imaginación?
Golpeó con la mano la colcha que lo cubría.
-Significaba -dijo-, lo prohibido. Soñábamos con hacer lo que los científicos de América y Europa decían que dudaban en hacer por miedo a las consecuencias... o por miedo a destruir objetos valiosos para la ciencia. Soñábamos con romper el cristal.
Una gran polilla revoloteó en el radio de luz y el hombre moribundo la siguió con la mirada. 
-Eso es lo que éramos, Cabot y yo, aunque no lo supiéramos: Polillas, tratando de alcanzar una llama abrasadora.
A estas alturas ya estaba absorto en su historia. 
-¿Y entonces qué? -pregunté.
-¡Robamos los cristales! ¿Quizá leíste sobre eso en ese momento?
Negué con la cabeza.
-Bueno, salió en todos los periódicos.
Le expliqué que en aquellos días rara vez había visto un periódico de un fin de semana a otro. Él asintió débilmente.
-Eso lo explica todo. El robo causó sensación en los círculos universitarios, y tanto a Cabot como a mí nos interrogaron y registraron a fondo. ¡Pero habíamos sido demasiado listos! -El enfermo rió sin alegría-. ¡Dios nos ayude! ¡Demasiado listos! ¡Qué no daría ahora por habernos descubierto! Pero un destino maligno decretó otra cosa. Tuvimos éxito. Durante las vacaciones me llevé el cristal a casa, a casa, a estas colinas y llanuras. Más tarde, Cabot se unió a mí.


Se interrumpió por un momento como si estuviera exhausto.
-Me pregunto -dijo después de unos minutos- si puedo explicarle con claridad lo que sentíamos y pensábamos. No era una simple curiosidad lo que nos impulsaba. ¡No! Era algo más que eso. De lo desconocido había surgido un meteorito con un mensaje para la humanidad. Algo estupendo se escondía en el núcleo de esos cristales. Sin embargo, ¿qué habían hecho los científicos del mundo? ¡Se habían contentado con pesar los cristales, mirarlos bajo un microscopio, fotografiarlos, escribir artículos eruditos sobre ellos y luego guardarlos en los estantes de los museos! Ninguno de ellos, ni uno -o eso nos parecía a nosotros- había tenido el coraje de abrir un cristal. Sus razones -gérmenes mortales, formas virulentas de vida, explosiones terribles- las descartamos como vaporizaciones cobardes. Había llegado el momento, dijimos, de investigar más a fondo. ¡Dios nos ayude, nos cegamos a las posibles consecuencias de nuestro experimento temerario! Tranquilizamos nuestras conciencias con la reflexión de que estábamos salvaguardando a la humanidad de cualquier peligro al llevarlo a cabo en el desierto, a kilómetros de cualquier ciudad o asentamiento humano. Si había que sufrir algún mártir, pensábamos egoístamente, seríamos nosotros solos. Por supuesto, no teníamos ni la menor idea de la terrible fuerza que estábamos a punto de desatar.
»Temprano en la mañana del día del desastre, partimos desde este lugar hasta las llanuras, hacia donde se vio esa mancha carbonizada. Llevábamos con nosotros un equipo portátil de instrumentos químicos. Nuestra intención era romper uno de los cristales, atrapar el fluido en nuestros tubos de ensayo, aislar la mancha negra y hacer un análisis de la misma y del líquido más tarde. Pero nunca lo hicimos, nunca lo hicimos.
Una tos le resonó en la garganta.
-Fue Cabot quien rompió el cristal. Fue antes del mediodía, pero no estoy seguro de la hora. Sabía cómo hacerlo; tenía todas las herramientas necesarias. El cristal estaba dentro de un recipiente de metal. ¡Te aseguro que había algo extraño en su brillo al sol! La mancha negra giraba locamente, estrellándose con violencia contra las paredes que la contenían, como si sintiera que la libertad estaba cerca.
-Míralo -dijo Cabot tenso-. Míralo saltando y dando patadas. ¡Qué bailarín! ¡Qué... en un minuto se habrá ido!
»Quizá fue la frase; quizá fue el pronombre masculino utilizado en relación con el punto negro; pero de repente tuve miedo de lo que haríamos. Temibles posibilidades pasaron por mi mente.
-¡John! -grité, retrocediendo varios pasos-. ¡John, no!
»Pero Cabot no me escuchó. Levantó la mano con el pesado martillo. ¡Pobre John! ¡Nada lo advirtió, nada lo detuvo!
»El golpe cayó. Oí el tintineo del estruendo; luego...
-¡Ay dios mío!
»Era la voz de Cabot en un grito agudo de horror y agonía inefables. Su figura encorvada se enderezó, y de su pelo y de sus brazos extendidos chisporrotearon y se derramaron luces azules, y alrededor de su cuerpo una columna de algo brilló, se movió y creció. Así que por un momento se puso en postura; luego comenzó a bailar. Te digo que comenzó a bailar, no por ninguna fuerza o poder que residiera en sus propios miembros, sino como si un agente externo lo sacudiera o retorciera. Vi qué era ese agente. ¡Era el punto negro! De la tierra se elevó como un genio maligno y tomó la forma y figura de algo monstruoso, inhumano, horrible. Saltó y giró; y sí, aunque no podía oírlo, cantó y gritó. Era el núcleo de un cuerpo de luz cada vez mayor. Sentí un calor abrasador que me quemaba las mejillas y la garganta con cada respiración que tomaba. ¡Más! Sentí que dedos de luz que fluían se extendían hacia mí, agarrándome.
»Con un sollozo de miedo, me di la vuelta y eché a correr. El caballo de Cabot se había soltado y corría desenfrenadamente por las llanuras. El mío se precipitaba como un loco al final de la cuerda de su estaca. De algún modo, monté y huí, pero después de varias millas de esa huida, mi caballo metió la pezuña en un agujero de perrito de las praderas y se rompió una pata, arrojándome por encima de su cabeza.
»No sé cuánto tiempo estuve muerto para el mundo, pero las largas sombras se dirigían hacia el este cuando recuperé la conciencia. El aire era acre y amargo. Con ojos temerosos vi que el día era inexplicablemente oscuro y que la columna de fuego en las llanuras había crecido hasta alcanzar proporciones inmensas. Incluso mientras la miraba, crecía. Hora tras hora crecía, aumentando su circunferencia y altura. Desde los cuatro rincones del horizonte, en poderosos arcos que se inclinaban hacia un centro común, fluían partículas infinitesimales de lo que parecía polvo dorado. Ahora sé que toda la electricidad estaba siendo absorbida por el aire, oscureciendo el día, ennegreciendo la noche e inutilizando toda la maquinaria. Pero entonces solo sabía que la columna de fuego, el centro al que se unían esas partículas, se acercaba cada vez más a donde yo yacía. Porque apenas podía moverme, mis pies parecían de plomo y había una banda apretada alrededor de mi pecho.
»Tal vez estaba delirando, fuera de mí; no lo sé, pero me puse de pie y caminé y caminé, y cuando no podía caminar, me arrastré. Horas y horas me arrastré, impulsado hacia adelante por un creciente horror de la pesadilla que me perseguía; sin embargo, cuando me detuve, exhausto, todavía estaba lejos de las colinas y la columna de fuego estaba más cerca que nunca. Podía ver la monstruosa cosa negra dentro de ella bailando y girando. ¡Dios mío! Estaba extendiendo oscuras serpentinas de fuego detrás de mí; estaba gritando que me quería, que me tendría, que nada de este lado del cielo o del infierno podría alejarlo de mí; y mientras lanzaba este mensaje implacable a mis sentidos, se hizo más grande, bailó más rápido y se acercó.
»Me levanté tambaleándome y eché a correr. La noche me encontró varias millas más abajo, saciando mi sed en un manantial de agua que brota de la ladera de una roca. Miré hacia atrás y la columna de fuego era ahora tan alta que se perdía en los cielos. A mi alrededor brillaba una luz lívida, una luz que proyectaba la forma de un gigantesco horror danzante de un lado a otro. ¿Te dije que esa luz era como una columna? Sí, era como una columna cuyo centro se hinchaba formando un gran arco; y supe que estaba condenado, que no podía escapar, y un horror desmayado me invadió y caí al suelo y hundí la cara en las manos.
»Pasaron horas... ¿O fueron sólo minutos? No lo sé. Sentía que mi cuerpo se retorcía, se retorcía. Cada átomo de mi carne vibraba a un ritmo antinatural. Estaba loca, sí, fuera de mí, delirando, pero te juro que oí a John Cabot gritar, implorando: 
-¡Por el amor de Dios, rompe el cristal, rompe el cristal! -y yo lloraba de nuevo en mis brazos, sin hablar, pero gritando: 
-¡Rompimos el cristal! ¡Dios, ayúdanos! ¡Rompimos el cristal!
»De pronto se me ocurrió que se refería al segundo cristal. Sí, sí, lo entendí. La cosa diabólica que estaba ahí afuera en la llanura no me buscaba a mí, sino a su contraparte.


»El segundo cristal estaba en la mochila que todavía colgaba de mi espalda. Con una furia insana lo saqué de su funda acolchada y protegida y lo hice girar sobre mi cabeza. Lleno de aversión por esa cosa terrible, lo arrojé lejos de mí tan lejos como la fuerza de mi brazo me lo permitió. A unos veinte metros de distancia se estrelló contra una roca y se hizo añicos. Vi cómo sus astillas brillaban y centelleaban; luego, del lugar donde había caído se alzó una columna de luz, y en la columna de luz había una mota que giraba. Como su predecesora, creció y creció, y mientras crecía, se alejó de mí en dirección a la columna más poderosa que giraba y llamaba. ¿Cómo puedo contarte la extraña danza de los malvados? Cantaban entre ellos, y sé la canción que cantaban, pero no te la puedo contar porque no estaba cantada con palabras.
»A qué hora se juntaron, si era de día o de noche, no lo sé. Sólo yo los vi fusionarse. Con su unión, el terrible poder que absorbía las fuerzas eléctricas del mundo hacia un centro gigantesco se neutralizó. Los cielos se abrieron mientras los rayos devastaban el firmamento. A través del firmamento desgarrado vi una forma negra abrirse paso. Lo que había estado en los dos cristales estaba abandonando la Tierra, se estaba hundiendo a través de la Vía Láctea, a través de los espacios incalculables más allá del alcance de nuestros telescopios más poderosos, de regreso... 

Dos días después, en una tumba junto al torrente de la montaña, su cuñado y yo enterramos todo lo que era mortal de Peter Ross. Sobre su lugar de descanso apilamos un gran montón de piedras para que las inundaciones de primavera no arrastraran su cuerpo ni los coyotes molestaran la tumba del muerto. Cuando me despedí de la afligida hermana, ella me presionó para que aceptara la caja de cedro.
-¡Pobre Peter! -dijo-. Hacia el final, tenía fiebre todo el tiempo y deliraba, pero quería que usted se quedara con la caja, así que debe aceptarla.
Vi que ella no le daba ninguna importancia a su historia.
-Nunca lo había mencionado antes -dijo-. Estaba loco.
Y así me sentía inclinado a creer hasta que examiné el contenido de la caja. Entonces cambié de opinión. Si lo que nos había contado no había sido más que el resultado de una cavilación morbosa y de un delirio, entonces debía haber estado morboso y delirando durante los años anteriores a su muerte, porque la versión escrita de su historia empezaba simplemente: "Ha pasado casi un año", y era una simple enumeración de hechos, escrita con claridad y a la manera de un hombre sin un don especial para expresarse con palabras. Y eso no era todo. Además del manuscrito mencionado, se revelaron varias cartas que leí con atención, cartas de Cabot a Ross, de Ross a Cabot, que abarcaban un período de años y contaban sus ideas y planes y el robo de los cristales. Toda la historia, salvo su desenlace, podía reconstruirse a partir de esas cartas.
Por increíble que pareciera la historia de Peter Ross al contarla, por descabellada e incoherente que fuera, y teñida de fiebre y delirio, no por ello dejaba de ser cierta. Y, como para disipar cualquier incredulidad que pudiera estar todavía acechando en mi mente, vi lo que finalmente me llevó a presentar todo el asunto ante la Real Academia de Ciencias de Canadá y ante varios otros organismos científicos, como he registrado; y que en estos últimos días, para que la humanidad pueda estar alerta contra la amenaza aprisionada en los cristales, me ha hecho poner todo aquí: La evidencia suprema de todo. Porque en el fondo de la caja había un objeto redondo; y cuando lo recogí, mis ojos fascinados se vieron atraídos por una burbuja transparente del tamaño de una naranja con una mancha negra en el centro, bailando, bailando...


FIN

2025/07/14

Por sus propios medios (Robert A. Heinlein)


Título original: By His Bootstraps
Año: 1941


Bob Wilson no vio crecer el círculo.
Y, en realidad, tampoco vio al desconocido que salió de él y se quedó inmóvil, con los ojos clavados en la nuca de Wilson, mirándolo y respirando pesadamente, como si se encontrara bajo el peso de una impresión muy fuerte y fuera de lo normal.
Wilson no tenía razón alguna para sospechar que hubiera nadie más en su habitación; de hecho, tenía todas las razones del mundo para esperar justamente lo contrario. Se había encerrado en su habitación con el propósito de terminar su tesis de una sola sentada. Tenía que hacerlo: Mañana era el último día del plazo y ayer la tesis no era todavía más que un título, Una investigación sobre ciertos aspectos matemáticos del rigor metafísico.
Cincuenta y dos cigarrillos, cuatro cafeteras y trece horas de trabajo sin parar habían añadido siete mil palabras al título. En cuanto a la validez de su tesis, estaba demasiado aturdido por el cansancio como para que eso le importara lo más mínimo. Lo único que pensaba era: "Acaba con ella, escríbela, entrégala, tómate tres copas llenas hasta el borde y duerme durante una semana entera".
Alzó los ojos y los dejó vagar sobre la puerta de su armario, tras la cual había escondido una botella de ginebra, casi llena. "No", se amonestó en silencio, "un trago más y nunca terminarás tu tesis, viejo amigo".
El desconocido que había a su espalda no dijo nada.
Wilson siguió escribiendo a máquina: 

… tampoco es válido asumir que una proposición concebible es, necesariamente, una proposición posible, incluso cuando es posible formular matemáticamente una descripción exacta de tal proposición. Un caso al que se aplica esto es el concepto "Viaje en el tiempo". El viaje en el tiempo puede ser imaginado y se pueden llegar a formular sus exigencias bajo una teoría temporal determinada o bajo todas ellas, con fórmulas que resuelvan las paradojas de cada teoría. Sin embargo, sabemos ciertas cosas sobre la naturaleza empírica del tiempo que excluyen la posibilidad de la proposición concebible. La duración es un atributo de la conciencia y no del plenum. No posee Ding an Sicht. Por lo tanto...

Se le atascó una tecla de la máquina y en seguida otras tres teclas golpearon sobre ella. Wilson lanzó una maldición con voz cansada y alargó la mano para entendérselas con el caprichoso artefacto.
—No hace falta que se moleste —oyó decir a una voz detrás suyo—. De todos modos, eso no es más que un montón de sandeces.
Wilson se irguió en su asiento con una sacudida y luego volvió la cabeza muy lentamente. Tenía la fervorosa esperanza de que hubiera alguien a su espalda. De lo contrario…
Cuando vio al desconocido sintió un gran alivio.
"Gracias a Dios", pensó. "Por un instante temí que se me hubieran aflojado los tornillos". 
Un instante después su alivio se convirtió en una extrema irritación.
—¿Qué diablos está haciendo usted en mi habitación? —preguntó.
Echó hacia atrás su silla de un empujón, se puso en pie y fue hacia la única puerta que tenía el cuarto. Seguía estando cerrada, y desde el interior.
Las ventanas no podían servirle de ayuda; se encontraban al lado de su escritorio y tres pisos por encima de una calle con mucho tráfico.
—¿Cómo ha logrado entrar? —añadió.
—Por ahí —respondió el desconocido, señalando con un pulgar hacia el círculo.
Wilson se dio cuenta de él por primera vez, parpadeó y volvió a mirarlo con mayor atención. El disco se hallaba suspendido entre ellos y la pared: Una gran lámina de nada, con ese color que uno ve cuando cierra los ojos apretando con fuerza los párpados.
Wilson meneó la cabeza vigorosamente. El disco siguió ahí.
"Diablos", pensó, "estaba en lo cierto la primera vez. Me pregunto qué habrá hecho descarrilar mi tranvía". 
Avanzó hacia el disco y alargó una mano para tocarlo.
—¡No! —le dijo secamente el desconocido.
—¿Por qué no? —dijo Wilson con cierta irritación. Sin embargo, se detuvo.
—Ya se lo explicaré. Pero antes, tomemos un trago.
Fue directamente hacia el armario, lo abrió y sacó la botella de ginebra sin apenas mirar en su interior.
—¡Eh! —chilló Wilson—. ¿Qué está haciendo? Ésa es mi botella.
—Su botella… —El desconocido se quedó callado durante unos instantes—. Lo siento. No le importará que me tome una copa, ¿verdad?
—Supongo que no —acabó concediendo Bob Wilson, algo malhumorado—. Ya que está en ello, póngame una a mí también.
—De acuerdo —accedió el desconocido—, y luego se lo explicaré.
—Será mejor que la explicación valga la pena —dijo Wilson con voz ominosa, pese a lo cual aceptó su copa y examinó al desconocido de la cabeza a los pies.
Vio a un tipo que tendría su misma talla y más o menos la misma edad, quizás un poco más viejo, aunque era posible que tal impresión tuviera algo que ver con su barba de tres días. El desconocido lucía un ojo amoratado que ya estaba volviéndose negro, así como una herida recién hecha en la cara y una buena hinchazón en el labio superior. Wilson pensó que no le gustaba la cara de ese tipo. Con todo, seguía habiendo en ella algo familiar y tuvo la sensación de que debería ser capaz de reconocerla, de que la había visto antes un montón de veces en diferentes circunstancias.
—¿Quién es usted? —le preguntó de repente.
—¿Yo? —dijo su huésped—. ¿No me reconoce?
—No estoy seguro —admitió Wilson—. ¿Le he visto anteriormente?
—Bueno… no exactamente —dijo al desconocido con voz conciliadora—. Bah, olvídelo… no podría entenderlo.
—¿Cómo se llama?
—¿Mi nombre? Este... Bastará con que me llame Joe. 
Wilson dejó su vaso sobre el escritorio.
—De acuerdo, Joe Sea-cual-sea-tu-apellido, marchando esa explicación y que sea breve.
—Lo será —dijo Joe—. Ese trasto por el que vine —señaló hacia el círculo—, es una Puerta del Tiempo.
—¿Una qué?
—Una Puerta del Tiempo. El tiempo fluye a cada lado de la Puerta pero se divide en dos corrientes cada una de las cuales está separada por varios miles de años..., no sé exactamente cuántos. Pero durante el siguiente par de horas esa Puerta seguirá abierta. Puede ir al futuro con sólo entrar en ese círculo.
El desconocido hizo una pausa. Bob tamborileó sobre el escritorio con los dedos.
—Adelante. Estoy escuchando. Es una historia estupenda.
—No me cree, ¿verdad? Se lo demostraré.
Joe se puso en pie, fue nuevamente hacia el armario y extrajo de su interior el sombrero de Bob, su apreciado y único sombrero, al cual había ido maltratando hasta reducirlo a su desastroso estado actual después de seis años de vida estudiantil. Joe lo arrojó dentro del disco impalpable.
El sombrero golpeó la superficie, atravesándola sin que al parecer hallara resistencia alguna, y se esfumó.


Wilson se levantó, dio la vuelta cautelosamente alrededor del círculo y examinó el suelo.
—Buen truco —admitió—. Ahora, le agradecería mucho que me devolviera el sombrero.
El desconocido meneó la cabeza.
—Podrá recuperarlo usted mismo cuando lo haya cruzado.
—¿Cómo?
—Lo que le he dicho. Escuche...
Y, brevemente, el desconocido repitió su explicación sobre la Puerta del Tiempo. Wilson, insistió, tenía ahora una ocasión de las que sólo se presentan una vez cada milenio... si se daba algo de prisa y cruzaba ese círculo. Además, aunque Joe no pudiera explicárselo detalladamente en ese momento, era muy importante que Wilson cruzara el círculo.
Bob Wilson se sirvió una segunda copa de ginebra y luego una tercera. Estaba empezando a encontrarse francamente a gusto y tenía ganas de discutir.
—¿Por qué? —se limitó a decir. 
Joe puso cara de exasperación.
—Maldita sea, con que la cruces una vez no harían falta tantas explicaciones. Bueno, de acuerdo.
Según Joe, al otro lado había un viejo que necesitaba la ayuda de Wilson. Con la ayuda de Wilson los tres podrían gobernar el país. Joe no podía o no quería ser más preciso en cuanto a la naturaleza exacta de su ayuda y prefería recalcar una y otra vez las incomparables posibilidades aventureras que el círculo le ofrecía
—No querrás pasarte la vida como un esclavo intentando enseñar a cabezas de chorlito en alguna universidad de tercera categoría —insistía—. Ésta es tu ocasión. ¡Aprovéchala!
Bob Wilson admitió para sí mismo que un doctorado en filosofía y un puesto de enseñanza no eran su ideal de existencia. De todos modos, eso era mejor que verse obligado a trabajar para ganarse la vida. Sus ojos se posaron en la botella de ginebra, cuyo nivel había bajado lamentablemente. Eso lo explicaba todo. Se puso en pie con cierta dificultad.
—No, mi querido amigo —dijo solemnemente—, no pienso subir a ese tiovivo tuyo. ¿Sabes por qué?
—¿Por qué?
—Porque estoy borracho, ése es el porqué. No estás aquí. Eso es, no estás aquí.
Agitó vagamente la mano hacia el círculo.
—Aquí no hay nadie más que yo y estoy borracho. He estado demasiado tiempo trabajando —añadió como disculpándose—. Me voy a la cama.—No estás borracho.
—Estoy borracho. Tres tristes tigres comían trigo de un trigal. 
Avanzó hacia su cama. Joe le cogió del brazo.
—No puedes hacer eso —dijo.
—¡Suéltalo!
Los dos se volvieron en redondo. Ante ellos, justo delante del círculo, se hallaba un tercer hombre. Bob miró al recién llegado, miró nuevamente a Joe, parpadeó e intentó enfocar sus pupilas. Pensó que los dos se parecían mucho, lo bastante como para ser hermanos. O quizás estaba viendo doble. Mala cosa, la ginebra. Tendría que haber cambiado al ron hacía mucho tiempo. El ron era soberbio. Podías bebértelo o podías darte un baño con él. No, quizá fuera con la ginebra..., bueno, en el fondo se refería a Joe.
¡Claro, qué estúpido! Joe era el que tenía el ojo negro. Se preguntó cómo había podido confundirse.
Entonces, ¿quién era ese otro tipo? ¿Acaso un par de amigos no podían tomarse unos tragos en paz sin que la gente viniera a entrometerse?
—¿Quién eres? —dijo con tranquila dignidad.
El recién llegado volvió su cabeza hacia él y luego miró a Joe.
—Él me conoce —dijo con una voz cargada de sobreentendidos. Joe le examinó lentamente.
—Sí —dijo—, sí, supongo que te conozco. ¿Pero a qué demonios has venido aquí? ¿Y por qué estás intentando destrozar el plan?
—No hay tiempo para largas explicaciones. Sé más sobre ello que tú, tendrás que admitirlo, ¿no? Y, por lo tanto, puedo juzgar el asunto mucho mejor que tú. No va a cruzar la Puerta.
—No pienso admitir nada semejante, y...
Sonó el teléfono.
—¡Contesta! —dijo secamente el recién llegado.
Bob iba a protestar ante lo perentorio del tono pero acabó no haciéndolo. En su temperamento no había la flema suficiente como para hacer caso omiso de un teléfono que sonaba.
—¿Diga?
—Oiga, ¿es Bob Wilson? —le preguntaron.
—Sí, ¿quién habla?
—No se preocupe por ello. Sólo quería estar seguro de que estaba usted ahí. Pensaba que estaría ahí. Va por buen camino, chico, va por buen camino.
Wilson oyó una risita y luego el chasquido del auricular al ser colgado.
—Oiga —dijo—, ¡oiga!
Apretó un par de veces la tecla y luego colgó.
—¿Quién era? —le preguntó Joe.
—Nadie. Algún chalado con un extraño sentido del humor. 
El teléfono volvió a sonar y Wilson añadió:
—Ahí está de nuevo. 
Cogió el auricular. 
¡Oiga, sesos de mono chalado! Soy un hombre ocupado y esto no es un teléfono público.
—¡Pero Bob! —dijo una dolida voz femenina en el auricular.
—¿Qué? Oh, Genevieve, eres tú. Mira… lo siento. Me disculpo…
—¡Bueno, desde luego creo que deberías hacerlo!
—No me entiendes, cariño. Hay un tipo que me ha estado molestando con sus llamadas y pensé que era él. Cariño, sabes muy bien que jamás se me ocurriría hablarte de ese modo...
—Bueno, más vale que no se te ocurra. En especial después de todo lo que me dijiste esta tarde y todo lo que significamos el uno para el otro.
—¿Cómo? ¿Esta tarde? ¿Has dicho esta tarde?
—Por supuesto. Pero te llamaba por otra cosa: Te has dejado el sombrero en mi apartamento. Me di cuenta de que estaba ahí unos minutos después de que te fueras y se me ocurrió llamar para decirte dónde se encuentra. Además —añadió con una mezcla de timidez y coquetería—, eso me da una excusa para oír de nuevo tu voz.
—Claro. Estupendo —dijo él mecánicamente—. Oye, cariño, estoy algo confuso. He tenido un día muy complicado y ahora se está complicando todavía más. Te veré esta noche y lo aclararemos todo. Pero sé que no me he dejado tu sombrero en mi apartamento...
—¡Tu sombrero, tonto!
—¿Eh? ¡Oh, claro! Bueno, de todos modos te veré esta noche. Hasta luego.
Colgó rápidamente el auricular. 
"Cielos", pensó, "esta mujer va a convertirse en un auténtico problema". 
Alucinaciones. Se volvió hacia sus dos compañeros.
—Muy bien, Joe. Estoy listo para ir si tú también lo estás.
No estaba demasiado seguro de cuándo o por qué había decidido cruzar por ese artefacto temporal, pero lo había decidido. Y, además, ¿quién creía ser ese otro tipo, intentando meterse con el libre albedrío de un hombre?
—¡Estupendo! —dijo Joe, aliviado—. Lo único que debes hacer es cruzar el círculo, no hace falta nada más.
—¡No, nada de eso!
Era el desconocido, siempre metiéndose en todo. Dio un paso adelante y se interpuso entre Wilson y la Puerta.
Bob Wilson se encaró con él.
—¡Oye, desde que has aparecido aquí te comportas como si yo fuera un don nadie! Si esto no te gusta, por mí te puedes tirar de cabeza al lago. Y si no quieres hacerlo, ¡soy perfectamente capaz de tirarte yo! ¿A ver, quién me lo va a impedir, tú y cuántos más?


El desconocido alargó la mano e intentó cogerle por el cuello. Wilson lanzó un golpe pero no resultó demasiado bueno. Su puñetazo fue tan lento como el correo repartido por un paralítico. El desconocido lo esquivó sin problemas y luego le sirvió una buena ración de nudillos, unos nudillos muy grandes y duros. Joe vino rápidamente en ayuda de Bob. Empezaron a intercambiarse puñetazos con entusiasmo, tarea a la cual Bob se añadió con alegría pero sin demasiada eficacia. El único golpe que logró dar tuvo como blanco a Joe, teóricamente su aliado. De todos modos, él había tenido intención de darle al otro.
Este feux pas le dio al desconocido la oportunidad de conectar limpiamente su izquierda con la mandíbula de Wilson. El golpe dio un poco alto pero dado el estado de Bob fue suficiente como para hacer que dejara de tomar parte en la actividad.

Bob Wilson fue dándose cuenta paulatinamente de lo que le rodeaba. Estaba sentado sobre un suelo que parecía algo inestable. Alguien se inclinaba sobre él.
—¿Te encuentras bien? —preguntó la figura.
—Supongo que sí —respondió Bob con voz pastosa. Le dolía la boca; se llevó la mano a los labios y la retiró cubierta de sangre—. Me duele la cabeza.
—Ya me lo imaginaba. Cruzaste de forma algo confusa y creo que al aterrizar te diste un golpe en la cabeza.
Los pensamientos de Wilson, aunque confusos, estaban empezando a recobrar cierta claridad. ¿Cruzar? Examinó más atentamente a quien le estaba ayudando. Vio a un hombre de mediana edad con una revuelta cabellera grisácea y una barba perfectamente recortada. Iba vestido con lo que Wilson tomó por una especie de pijama color púrpura para fiestas.
Pero la habitación en la cual se hallaba le resultó todavía más inquietante. Tenía forma circular y el techo se curvaba con tal suavidad que resultaba difícil decir cuál era su altura. En la habitación reinaba una claridad sin sombras ni fuentes visibles de luz. No había en ella mueble alguno salvo una especie de estrado o púlpito situado junto a la pared que tenía delante.
—¿Cruzar? ¿Cruzar el qué?
—La Puerta, naturalmente.
En el acento de aquel hombre había algo extraño que Wilson no logró localizar con precisión, salvo por tener la impresión de que no estaba hablándole en el idioma que acostumbraba a utilizar.
Wilson miró por encima de su hombro hacia donde estaba mirando el otro, y vio el círculo.
Eso hizo que la cabeza le doliera todavía más. Pensó:
"Oh, Dios, ahora sí que me he vuelto realmente loco. ¿Por qué no me despierto?". Meneó la cabeza, intentando aclararla.
Fue un error. No es que se le desprendiera la tapa de los sesos..., al menos, no del todo. Y el círculo siguió donde estaba, colgando sencillamente del aire, su pulida profundidad llena por los amorfos colores y siluetas de la no-visión.
—¿Aparecí a través de eso?
—Sí.
—¿Dónde estoy?
—En el Salón de la Puerta del Gran Palacio de Norkaal. Pero, más importante que eso, es cuándo estás. Has avanzado algo más de treinta mil años.
"Ahora sé que estoy loco", pensó Wilson. Se puso en pie con cierta dificultad y caminó hacia la Puerta.
Su interlocutor le puso la mano en el hombro.
—¿Adónde vas?
—¡Voy a regresar!
—No tan rápido. Regresarás, desde luego, te doy mi palabra. Pero antes, deja que cuide tus heridas. Y deberías descansar un poco. Tengo ciertas explicaciones que darte y, cuando vuelvas, hay algo que podrías hacer, algo que redundaría en beneficio de los dos. Muchacho, nos aguarda un gran futuro a los dos..., ¡un gran futuro!
Wilson se detuvo, sin saber qué hacer. La insistencia de aquel hombre le resultaba vagamente preocupante.
—Esto no me gusta.
El otro le contempló entrecerrando los ojos.
—¿Te gustaría beber algo antes de irte?
Desde luego que le gustaría. En ese mismo instante un buen trago de licor le parecía lo más deseable que podía encontrar en toda la Tierra... o en todo el tiempo.
—De acuerdo.
—Ven conmigo.
Le condujo hasta el objeto que estaba junto a la pared y luego, a través de una puerta, a lo largo de un pasillo. Andaba con rapidez; Wilson tuvo que apretar el paso para mantenerse a su altura.
—Por cierto —le preguntó mientras recorrían el largo pasillo—, ¿cómo te llamas?
—¿Mi nombre? Puedes llamarme Diktor, todos lo hacen.
—De acuerdo, Diktor. ¿Quieres saber cuál es mi nombre?
—¿Tu nombre? —Diktor lanzó una breve risita—. Ya conozco tu nombre: Te llamas Bob Wilson.
—¿Qué? Oh... supongo que Joe te lo dijo.
—¿Joe? No conozco a nadie que se llame así.
—¿No? Él parecía conocerte. Oye..., quizá no eres el tipo al que yo debía ver.
—Sí que lo soy. En cierto modo... bueno, te estaba esperando. Joe... Joe... ¡Oh! —Diktor volvió a reír—. Se me había ido de la cabeza por un segundo. Te dijo que le llamaras Joe, ¿verdad?—¿No se llama así?
—Es un nombre tan bueno como cualquier otro. Ya hemos llegado. 
Hizo entrar a Wilson en una habitación pequeña pero clara y alegre. No tenía muebles de ninguna clase pero el suelo era blando y tan cálido como si estuviera hecho de carne viva.
—Siéntate. Volveré dentro de unos segundos.
Bob miró a su alrededor buscando algo para sentarse y luego se volvió hacia Diktor, para pedirle una silla. Pero Diktor se había ido. Peor aún, la puerta por la cual habían entrado ya no estaba. Bob se instaló en el cómodo suelo y trató de no preocuparse.
Diktor no tardó en regresar. Wilson vio cómo la puerta se dilataba para dejarle entrar pero no logró comprender cómo sucedía todo aquello. Diktor llevaba una botella de cristal tallado en cuyo interior había un líquido que se agitaba con un agradable gorgoteo, y un vaso.
—A tu salud —dijo con voz alegre, sirviéndole cuatro dedos de líquido en el vaso—. Bebe.
Bob lo tomó.
—¿No vas a beber?
—Luego. Primero quiero ocuparme de tus heridas.
—De acuerdo.
Wilson engulló el líquido con una premura casi indecente (acabó decidiendo que no estaba mal, algo parecido al escocés, pero más suave y no tan seco como éste), mientras Diktor trabajaba diestramente sobre sus heridas con unos ungüentos que primero le escocieron bastante y luego calmaron casi todo el dolor.
—¿Te importa si me tomo otro?
—Sírvete tú mismo.
Bob engulló su segundo vaso con más lentitud. No llegó a terminarlo: El vaso resbaló de entre sus fláccidos dedos, dejando en el suelo una mancha de un marrón rojizo. Se puso a roncar.


Bob Wilson despertó sintiéndose estupendamente y sin una pizca de cansancio. Se encontraba bastante alegre aunque no sabía por qué. Siguió tendido con los ojos cerrados durante unos segundos y dejó que su alma volviera a instalarse dentro de su cuerpo. Tenía la sensación de que éste iba a ser un buen día. Oh, sí, había terminado esa condenada tesis. ¡No, no la había terminado! Se irguió bruscamente.
Al ver los extraños muros que le rodeaban le hizo cobrar conciencia de lo ocurrido. Pero, antes de que tuviera tiempo de empezar a preocuparse —de hecho, una fracción de segundo después de haberse erguido—, la puerta se dilató dejando entrar a Diktor.
—¿Te encuentras mejor?
—Bueno, sí, estoy mejor. Dime, ¿qué es todo esto?
—Ya llegaremos a eso. ¿Qué te parece desayunar algo?
En la escala de valores de Wilson el desayuno iba justo después de la vida y antes que la posibilidad de que existiera la inmortalidad. Diktor le llevó a otra habitación; la primera con ventanas de cuantas había visto. En realidad, media habitación terminaba en un balcón suspendido a gran altura que daba a un panorama cubierto de verdor. Una suave y cálida brisa veraniega soplaba perezosamente por la estancia. Desayunaron abundantemente al estilo de los antiguos romanos, mientras Diktor se explicaba.
Bob Wilson no siguió sus explicaciones tan atentamente como lo habría hecho en otras circunstancias pues le distrajeron bastante las sirvientas que trajeron el desayuno. La primera entró llevando una gran bandeja con frutas sobre su cabeza. Las frutas eran espléndidas y la chica también lo era. Por mucho que la examinó fue incapaz de hallar en su persona defecto alguno.
Y, desde luego, su atuendo facilitaba mucho tal inspección.
Fue primero hacia Diktor y con un gesto fluido y lleno de gracia puso una rodilla en tierra, quitándose la bandeja de la cabeza y ofreciéndosela. Diktor tomó solamente una pequeña fruta de color rojo y le indicó que se fuera con una seña. Luego le ofreció la bandeja a Bob de igual forma.
—Como estaba diciendo —continuó Diktor—, no sabemos con seguridad de qué tiempo vinieron los Grandes o a qué tiempo se fueron tras abandonar la Tierra. Yo me inclino a pensar que se perdieron en el Tiempo. En cualquier caso, gobernaron durante más de veinte mil años y borraron por completo la cultura humana, tal y como tú la conocías. Lo más importante para nosotros dos es el efecto que eso tuvo sobre el intelecto humano. Una persona acostumbrada al estilo de vida del siglo veinte puede hacer aquí cuanto le venga en gana... ¿Me estás escuchando?
—¿Eh? Oh sí, claro. Oye, esa chica es francamente guapa.
Sus ojos seguían clavados en la puerta por la cual había desaparecido.
—¿Quién? Oh, sí, supongo que sí. No es de una belleza excepcional teniendo en cuenta el promedio femenino de este lugar.
—Eso me resulta difícil de creer. No me costaría nada acostumbrarme a una chica semejante.
—¿Te gusta? Muy bien, es tuya.
—¿Qué?
—Es una esclava. No te indignes. Son esclavos por naturaleza. Si te gusta, te la regalo. Eso la hará feliz. 
La chica acababa de volver. Diktor se dirigió a ella en un lenguaje desconocido para Bob.
—Se llama Arma —le dijo a él en un aparte y luego habló con ella durante unos instantes.
Arma rió suavemente. Luego volvió a ponerse seria y, yendo hacia donde estaba reclinado Wilson, puso ambas rodillas en el suelo y bajó la cabeza, con las dos manos juntas ante su pecho.
—Toca su frente —le indicó Diktor.
Bob así lo hizo. La muchacha se puso en pie y se quedó inmóvil, esperando plácidamente junto a él. Diktor le dijo algo. Ella pareció sorprendida pero salió de la habitación.
—Le he explicado que, pese a su nueva posición, es tu deseo que siga sirviéndonos el desayuno.
Diktor siguió con sus explicaciones mientras continuaba el desfile de platos. El siguiente fue traído por Arma y otra muchacha. Cuando Bob vio a la segunda joven se le escapó un leve silbido. Se dio cuenta de que había actuado con cierta precipitación al dejar que Diktor le hiciera regalo de Arma. Acabó decidiendo que o el nivel medio de la belleza había subido de forma increíble, o Diktor se tomaba muchas molestias a la hora de seleccionar sus sirvientas.
—... por esa razón —estaba diciendo Diktor—, es necesario que vuelvas inmediatamente a través de la Puerta Temporal. Tu primer trabajo es traer de vuelta a ese otro tipo. Luego tengo otra cosa preparada para ti y, después de eso, podremos descansar. A partir de entonces iremos a partes iguales. Y hay mucho que repartir, yo... ¡No me estás escuchando!
—Claro que sí, jefe. He oído cada una de las palabras que has pronunciado. 
Se acarició el mentón.
—Oye, ¿podrías prestarme una navaja de afeitar? Me gustaría arreglarme.
Diktor lanzó unas cuantas maldiciones en dos lenguas distintas.
—¡Mantén tus ojos apartados de esas chicas y escúchame! Hay trabajo que hacer.
—Claro, claro. Ya lo he entendido... y soy tu hombre. ¿Cuándo empezamos?
Wilson había tomado su decisión hacía ya algún tiempo..., muy poco después de que Arma entrara con la bandeja de frutas, a decir verdad. Tenía la sensación de haberse metido en un sueño extremadamente agradable. Si el cooperar con Diktor servía para que ese sueño continuara, pues adelante. ¡Al diablo con su carrera académica!
De todos modos, cuanto quería Diktor de él era que volviera al sitio del que había salido y que convenciera a otro tipo para que cruzara la Puerta. Lo peor que podía ocurrirle era que se hallara de nuevo en el siglo veinte. ¿Qué podía perder?
Diktor se puso en pie.
—Vamos con ello antes de que te distraigas más —dijo secamente—. Sígueme. 
Y se puso en marcha andando rápidamente, con Wilson detrás de él.
Diktor le condujo hasta el Salón de la Puerta y se detuvo.
—Todo cuanto debes hacer es cruzar la Puerta —dijo—. Te encontrarás de vuelta en tu propia habitación y en tu propia época. Convence al hombre que encuentres allí para que cruce la Puerta. Le necesitamos. Luego puedes volver.
Bob levantó una mano formando un círculo con el dedo índice y el pulgar.
—Está en el saco, jefe. Considérelo hecho. 
Avanzó hacia la Puerta, dispuesto a entrar por ella.
—¡Espera! —le ordenó Diktor—. No estás acostumbrado al viaje temporal. Querría advertirte de que cuando cruces sufrirás una considerable impresión. Ese otro tipo... le reconocerás.
—¿Quién es?
—No te lo diré porque no lo entenderías. Pero ya lo entenderás cuando le veas. Limítate a recordar esto: Hay algunas paradojas muy extrañas relacionadas con el viaje temporal. No permitas que nada de cuanto veas te haga perder el control. Haz lo que te digo y todo irá bien.
—Las paradojas no me preocupan —dijo Bob con voz confiada—. ¿Eso es todo? Estoy preparado.
—Un momento. 
Diktor se colocó detrás del estrado y un instante después su cabeza asomó a un lado de éste.
—Ya he preparado los controles. Bien, ¡adelante!
Bob Wilson cruzó el espacio conocido como Puerta Temporal.


El paso a través de ella no le proporcionó ningún tipo de sensación particular. Era como atravesar una cortina y entrar en una habitación más oscura. Se detuvo por un instante al otro lado y esperó a que sus ojos se acostumbraran a esa luz más tenue. Se dio cuenta de que, ciertamente, se hallaba en su propia habitación.
En ella había un hombre, sentado ante su escritorio. Diktor había estado en lo cierto. Por lo tanto, éste era el tipo que debía mandar a través de la Puerta. Diktor había dicho que le reconocería. Bueno, veamos quién es.
Sintió un cierto resentimiento al encontrar alguien sentado ante su escritorio en su habitación, pero no tardó en pasársele. Después de todo, no era más que un cuarto alquilado; cuando desapareció no cabía duda de que habrían encontrado un nuevo inquilino. No tenía modo alguno de saber cuánto tiempo llevaba fuera... ¡Caramba, quizá hubiera llegado a mitad de la semana siguiente!
El tipo le parecía vagamente familiar aunque sólo podía ver su espalda. ¿Quién era? ¿Debería hablar con él, hacer que se diera la vuelta? Sentía una vaga reluctancia a obrar de ese modo hasta no saber quién era. Racionalizó esa sensación diciéndose que resultaba más deseable saber con quién estaba tratando antes de intentar algo tan extravagante como sería convencer a este hombre de que cruzara la Puerta.
El hombre del escritorio siguió dándole a la máquina y luego se detuvo para dejar un cigarrillo en un cenicero, apagándolo luego con un pisapapeles.
Bob Wilson conocía muy bien ese gesto. Sintió un escalofrío en la espalda.
"Si enciende el siguiente cigarrillo tal y como yo pienso que lo hará...", se dijo a sí mismo.
El hombre del escritorio cogió otro cigarrillo, le dio unos cuantos golpecitos en un extremo, lo hizo girar y luego repitió la operación en el otro extremo, arrugando por último cuidadosamente el papel sobre la uña de su pulgar izquierdo y poniéndose el extremo arrugado en la boca.
Wilson sintió latir fuertemente la sangre en su nuca. ¡Sentado ahí, dándole la espalda, estaba él mismo, Bob Wilson!
Le pareció que iba a desmayarse. Cerró los ojos y se apoyó en el respaldo de una silla. 
"Lo sabía", pensó. "Todo esto es absurdo. Estoy loco. Sé que estoy loco. Algún tipo de personalidad dividida. No tendría que haber trabajado tanto".
El ruido de la máquina de escribir seguía resonando en sus oídos.
Intentó recobrar la calma y examinó la situación. Diktor le había advertido de que iba a sufrir una gran impresión, algo que no podía explicarle antes de que ocurriera, porque no lo creería. "Está bien... Supongamos que no estoy loco. Si el viaje en el tiempo es posible, no hay razón alguna por la cual no pueda volver para contemplar cómo yo mismo hago algo que hice en el pasado. Si estoy cuerdo, eso es lo que estoy haciendo".
"¡Y, si estoy loco, no importa en lo más mínimo qué cuernos estoy haciendo! Y además, si estoy loco, ¡quizá pueda seguir estándolo y volver cruzando la Puerta! No, eso carece de sentido. Claro que nada de todo esto tiene sentido... ¡Al diablo con ello!".
Avanzó sin hacer ningún ruido y miró por encima del hombro de su doble. Leyó:

La duración es un atributo de la conciencia y no del plenum.

"Bueno, eso me deja justo allí donde había empezado, viendo cómo yo mismo escribo mi tesis".
Las teclas seguían moviéndose. 

No posee Ding an Sicht. Por lo tanto...

Una de las teclas se atascó y varias teclas más se encajaron sobre la primera. Su doble del escritorio lanzó una maldición y extendió la mano para colocarlas en su sitio.
—No hace falta que se moleste —dijo Wilson siguiendo un impulso repentino—.De todos modos, eso no son más que un montón de sandeces.
El otro Bob Wilson se irguió sobresaltado y luego volvió lentamente la cabeza. La expresión inicial de sorpresa fue sustituida por otra de fastidio.
—¿Qué diablos está haciendo usted en mi habitación? —preguntó. Sin esperar respuesta se puso en pie, fue rápidamente hacia la puerta y examinó la cerradura—. ¿Cómo ha logrado entrar?
"Esto va a ser difícil", pensó Wilson.
—Por ahí —respondió Wilson, señalando hacia la Puerta del Tiempo. Su doble miró hacia donde señalaba, parpadeó y luego avanzó cautelosamente hacia ella, disponiéndose a tocarla—. ¡No! —gritó Wilson.
El otro se detuvo.
—¿Por qué no? —preguntó.
Wilson no tenía muy claro por qué no debía permitir que su otro yo tocara la Puerta, pero sabía reconocer muy bien la sensación de un desastre inminente cuando la notaba en los huesos. Intentó ganar tiempo y dijo:
—Ya se lo explicaré. Pero antes, tomemos un trago.
Un trago siempre era buena idea. Nunca había necesitado uno más que ahora. De forma totalmente automática, fue hacia el armario, donde escondía habitualmente su licor, y sacó la botella que esperaba encontrar ahí.
—¡Eh! —protestó el otro—. ¿Qué está haciendo? Ésa es mi botella.
—Su botella...
¡Por las campanas del infierno! Era su botella. No, no lo era; era... la botella de ellos. ¡Oh, al diablo! Todo era demasiado complicado y no valía la pena intentar explicarlo.
—Lo siento. No le importará que me tome una copa, ¿verdad?
—Supongo que no —admitió su doble no de muy buena gana—. Ya que está en ello, póngame una a mí también.
—De acuerdo —asintió Wilson—, y luego se lo explicaré.
Tuvo la sensación de que iba a ser muy, muy difícil de explicar hasta que no se hubiera tomado un trago. En realidad, no podía explicarse ni a él mismo todo lo que había sucedido.
—Será mejor que la explicación valga la pena —le advirtió el otro hombre, observando atentamente a Wilson mientras empezaba a beber.
Wilson soportó el escrutinio de su yo más joven con una confusa y casi insoportable mezcla de emociones. ¿Acaso ese idiota era incapaz de reconocer su propio rostro cuando lo veía ante él? Si no lograba ver cuál era la situación, ¿entonces cómo demonios iba a conseguir aclarársela?
Se había olvidado de que, claro está, su rostro resultaba ahora bastante irreconocible, dado que no se había afeitado y se encontraba decididamente maltrecho. Tampoco pensó, y eso todavía era más importante, en que una persona jamás ve su rostro salvo en los espejos y que, cuando lo hace, no le dedica la misma atención que a los rostros de los demás. Ninguna persona cuerda espera ver su propia cara en la cabeza de otra persona.
Wilson se daba cuenta de que su compañero había quedado francamente asombrado ante su aparición, pero estaba igualmente claro que no le había reconocido.


 —¿Quién es usted? —le preguntó de repente el otro.
—¿Yo? —dijo Wilson—. ¿No me reconoce?
—No estoy seguro. ¿Le he visto anteriormente?
—Bueno..., no exactamente —dijo Wilson para ganar algo de tiempo. ¿Cómo se le dice a otra persona que entre ella y tú hay una relación todavía más estrecha que entre dos gemelos?—. Bah, olvídelo, no podría entenderlo.
—¿Cómo se llama?
—¿Mi nombre? Este... 
¡Oh, oh! ¡Esto iba a resultar francamente difícil! La situación era totalmente ridícula. Abrió la boca e intentó articular las palabras "Bob Wilson" pero dejó de intentarlo sintiendo que resultaría inútil. Como muchos hombres antes que él, se vio obligado a mentir porque la verdad, sencillamente, resultaba imposible de creer.
—Bastará con que me llame Joe —acabó diciendo con cierta vacilación.
De pronto sus palabras le dejaron atónito. En ese momento se dio cuenta de que en realidad él era "Joe", el Joe con el que se había encontrado antes. Ya había comprendido que su entrada en su propia habitación tuvo lugar justo cuando había dejado de trabajar en su tesis, pero no había tenido tiempo de pensar a fondo en todo el asunto. Ahora, al oír que él mismo se refería a él como Joe fue una bofetada en el rostro, y le hizo comprender que no se trataba simplemente de una escena similar, sino de la misma escena que había vivido antes..., aunque ahora la estaba viviendo desde un punto de vista diferente.
Al menos, él pensaba que era la misma escena. ¿Había alguna diferencia? No podía estar seguro pues era incapaz de recordar palabra por palabra tal y como había sido la conversación.
A cambio de una transcripción completa de la escena que yacía en el fondo de su memoria, estaba dispuesto a pagar veinticinco dólares en efectivo, más impuestos.
Y, un momento..., nada le obligaba, era libre. Estaba seguro de ello. Todo cuanto hacía y decía era el resultado de su libre albedrío. Aunque no pudiera recordar el guion, había ciertas cosas que sabía que "Joe" no había dicho entonces. Mary tenía un corderito, por ejemplo. Recitaría la cancioncilla infantil y así lograría escapar de esa maldita serie de repeticiones.
—De acuerdo, Joe Sea-cual-sea-tu-apellido —dijo entonces su alter ego, dejando la copa que, hasta hacía muy poco, había contenido sus buenos ciento cincuenta centilitros de ginebra—, marchando esa explicación y que sea breve.
Abrió nuevamente la boca para responder a su petición y volvió a cerrarla.
"Calma, hijo, calma", se dijo. "Eres libre. ¿Quieres recitar una cancioncilla infantil? Pues adelante con ello. No le respondas; sigue adelante y recítala... y rompe este círculo vicioso".
Pero bajo la mirada suspicaz del hombre que tenía delante se encontró repentinamente incapaz de recordar cualquier cancioncilla infantil. Sus procesos mentales parecían haberse atascado.
Se rindió.
—Lo será. Ese trasto por el que vine es una Puerta del Tiempo.
—¿Una qué?
—Una Puerta del Tiempo. El tiempo fluye a cada lado de... —A medida que hablaba notó que empezaba a sudar; estaba razonablemente seguro de que se estaba explicando exactamente en los mismos términos con que se le había ofrecido por primera vez esa explicación a él—... al futuro con sólo entrar en ese círculo.
Se quedó callado y se limpió la frente.
—Adelante —dijo el otro con voz implacable—. Estoy escuchando. Es una historia estupenda.
De repente Bob se preguntó si ese otro hombre podía ser él. El estúpido y arrogante dogmatismo con que se comportaba le enfureció. ¡De acuerdo, de acuerdo! Ya le enseñaría. Fue bruscamente hacia el armario, sacó su sombrero y lo arrojó a través de la Puerta.
Su doble vio cómo el sombrero se desvanecía de la existencia con una mirada inexpresiva y luego se puso en pie y dio la vuelta a la Puerta, andando con el cuidado de un hombre que se encuentra algo borracho pero que está decidido a no demostrarlo.
—Buen truco —le facilitó tras haberse convencido de que el sombrero ya no estaba—. Ahora, le agradecería mucho que me devolviera el sombrero.
Wilson menó la cabeza.
—Podrá recuperarlo usted mismo cuando la haya cruzado —le respondió distraídamente.
Estaba meditando en el problema de cuántos sombreros había al otro lado de la Puerta.
—¿Cómo?
—Lo que le he dicho. Escuche...
Wilson hizo cuanto pudo para explicarle persuasivamente a su antigua personalidad qué deseaba de ella. A decir verdad, intentó claramente engatusarla. Si tenía que ser honesto consigo mismo, en este asunto las explicaciones estaban fuera de lugar. Antes habría preferido explicarle el cálculo de tensores a un aborigen australiano, aunque ni tan siquiera él entendía tan esotéricas matemáticas.
El otro hombre no parecía muy dispuesto a echarle una mano. Parecía más interesado en tragar ginebra que en ir siguiendo las poco plausibles afirmaciones y protestas de Wilson.
—¿Por qué? —le interrumpió de pronto con expresión algo ceñuda.
—Maldita sea —respondió Wilson—, con que la cruces una vez no harían falta tantas explicaciones. Bueno, de acuerdo...
Siguió haciéndole una sinopsis de lo que le había propuesto Diktor. Se dio cuenta, con irritación, de que Diktor había sido considerablemente lacónico en cuanto a sus explicaciones. Se vio obligado a ser bastante breve con las partes lógicas de su argumento y acabó concentrándose en el atractivo emocional de éste. Ahí pisaba terreno seguro: Nadie mejor que él mismo sabía lo harto que se encontraba el antiguo Bob Wilson con la mezquindad y la asfixiante atmósfera de una carrera académica.
—No querrás pasarte la vida intentando enseñar a cabezas de chorlito en alguna universidad de tercera categoría —concluyó—. Ésta es tu oportunidad. ¡Aprovéchala!
Wilson observó atentamente a su compañero y creyó detectar en él una respuesta favorable. Decididamente, parecía interesado. Pero el otro Wilson dejó cuidadosamente su copa sobre la mesa, clavó los ojos en la botella de ginebra y, por último, acabó diciendo:
—No, mi querido amigo, no pienso subir a ese tiovivo tuyo. ¿Sabes por qué no?
—¿Por qué?
—Porque estoy borracho, ése es el porqué. No estás aquí. Eso es, no estás aquí.
Agitó la mano señalando hacia la Puerta, estuvo a punto de caerse y logró recobrar el equilibrio con un esfuerzo.
—Aquí no hay nadie más que yo y estoy borracho. He estado demasiado tiempo trabajando —farfulló—. Me voy a la cama.
—No está borracho —protestó Wilson sin demasiadas esperanzas de convencerlo.
"Maldita sea", pensó, "no debería beber si no es capaz de aguantar bien el licor".
—Estoy borracho. Tres tristes tigres comían trigo de un trigal. 


Y avanzó torpemente hacia la cama.
Wilson le cogió del brazo.
—No puedes hacer eso.
—¡Suéltale!
Wilson giró en redondo, vio a otro hombre inmóvil ante la puerta... Y le reconoció, quedándose muy sorprendido. No tenía demasiado claro en el recuerdo toda la secuencia de acontecimientos, ya que se había encontrado un tanto intoxicado durante su transcurso —de hecho, admitió que se encontraba a punto de perder el conocimiento—, al experimentarla por primera vez durante lo que había sido una velada particularmente movida. Se dio cuenta de que debería haber previsto la llegada de una tercera presencia pero su recuerdo no le había preparado para enfrentarse a quien resultaría ser esa tercera presencia.
Se había reconocido: Otra copia de sí mismo.
Se quedó callado durante casi un minuto, intentando asimilar este nuevo hecho y hacerlo encajar en algún esquema razonable de las cosas. Acabó cerrando los ojos, sin saber qué hacer. Sencillamente, esto era demasiado. Tenía la sensación de que debería hablar muy claramente con Diktor.
—¿Quién eres?
Abrió los ojos para descubrir que su otro yo, el que estaba borracho, interpelaba a la última edición de sí mismo. El recién llegado se apartó de su interrogador y clavó la mirada en Wilson.
—Él me conoce.
Wilson se tomó su tiempo antes de contestar. El asunto se le estaba escapando de las manos.
—Sí —admitió—, sí, supongo que te conozco. Pero ¿a qué demonios has venido aquí? ¿Y por qué estás intentando destrozar el plan?
Su facsímil le interrumpió bruscamente.
—No hay tiempo para largas explicaciones. Sé más sobre ellos que tú, tendrás que admitirlo, ¿no? Y, por lo tanto, puedo juzgar el asunto mucho mejor que tú. No va a cruzar la Puerta.
La despreocupada arrogancia del otro hizo que Wilson se pusiera automáticamente en contra suya.
—No pienso admitir nada semejante y...
Le interrumpió el timbre del teléfono.
—¡Contesta! —dijo secamente el Número Tres.
El algo vacilante Número Uno pareció a punto de discutir pero cogió el auricular.
—¿Diga?… Sí, ¿quién habla?… Oiga… ¡Oiga!
Apretó la tecla del instrumento y luego dejó con un fuerte golpe el auricular encima de su soporte.
—¿Quién era? —le preguntó Wilson, algo disgustado al no haber tenido la oportunidad de contestar él.
—Nadie. Algún chalado con un extraño sentido del humor. 
El teléfono volvió a sonar en ese mismo instante.
—Ahí está de nuevo. 
Wilson intentó responder pero su doble alcoholizado llegó antes que él, apartándole a un lado.
—¡Oiga, sesos de mono chalado! Soy un hombre ocupado y esto no es un teléfono público... ¿Qué? Oh, Genevieve, eres tú. Mira, lo siento. Me disculpo... No me entiendes, cariño. Hay un tipo que me ha estado molestando con sus llamadas y pensé que eras él. Cariño, sabes muy bien que jamás se me ocurriría hablarte de ese modo... ¿Cómo? ¿Esta tarde? ¿Has dicho esta tarde? Claro. Estupendo. Oye, cariño, estoy algo confuso. He tenido un día muy complicado y ahora se está complicando todavía más. Te veré esta noche y lo aclararemos todo. Pero sé que no me he dejado tu sombrero en mi apartamento... ¿Eh? ¡Oh, claro! Bueno, de todos modos te veré esta noche. Hasta luego.
Wilson casi sintió náuseas al ver cómo su yo anterior atendía a las exigencias de esa hembra posesiva. ¿Por qué no se limitaba a colgarle el teléfono? El contraste con Arma..., ¡eso sí que era una chica! Bueno, el contraste era francamente agudo y le hizo sentirse más decidido que nunca a seguir adelante con el plan, pese a la advertencia del recién llegado.
Después de haber colgado el teléfono su primer yo se encaró con él, ignorando ostentosamente la presencia de la tercera copia.
—Muy bien, Joe —anunció—. Estoy listo para ir si tú también lo estás.
—¡Estupendo! —accedió Wilson, sintiéndose muy aliviado—. Lo único que debes hacer es cruzar el círculo, no hace falta nada más.
—¡No, nada de eso!
El Número Tres se interpuso en su camino.
Wilson empezó a discutir pero su algo desorientado camarada se le adelantó.
—¡Oye, desde que has aparecido aquí te comportas como si yo fuera un don nadie! Si esto no te gusta, por mí te puedes tirar de cabeza al lago, y si no quieres hacerlo, ¡soy perfectamente capaz de tirarte yo! ¿A ver quién me lo va a impedir, tú y cuántos más?
Y, casi de inmediato, empezaron a darse de puñetazos. Wilson se metió cautelosamente en la pelea, buscando la oportunidad de cargarse al Número Tres con un buen golpe.
Pero tendría que haber observado también a su ebrio aliado. Un golpe tan feroz como impreciso asestado por él dio en sus ya estropeados rasgos haciéndole sentir un dolor insoportable. Había recibido el golpe en el labio superior, que seguía hinchado y muy sensible por su anterior encuentro, y que ahora se había convertido en una pura agonía. Retrocedió unos pasos con el cuerpo encogido.
Un sonido se abrió paso por entre la neblina de su dolor, un ¡smack! apagado. Con un esfuerzo de voluntad, logró hacer que sus ojos siguieran los pies de un hombre que desaparecía a través de la Puerta. El Número Tres seguía ante ella.
—¡Ahora sí que la has hecho buena! —le dijo con voz amarga a Wilson, chupándose los nudillos de su mano izquierda.
La obvia injusticia de tal acusación llegaba para Wilson en un instante particularmente malo. Seguía teniendo la sensación de que su cara era el campo de experimentación de un sádico.
—¿Yo? —dijo enfadado—. Has sido tú quien le ha dado. Yo jamás llegué a ponerle la mano encima.
—Sí, pero es culpa tuya. Si no hubieras interferido no habría tenido que hacerlo.
—¿Yo interferir? Condenado hipócrita; fuiste tú el que se metió sin avisar para intentar salirse con la tuya. Y eso me recuerda algo..., me debes unas cuantas explicaciones y, maldita sea, pienso conseguirlas. ¿A qué viene eso de...?
Pero su doble le interrumpió.
—Olvídalo —dijo con expresión abatida—. Ahora ya es demasiado tarde. Ha cruzado.
—¿Demasiado tarde para qué? —quiso saber Wilson.
—Demasiado tarde para detener esta cadena de acontecimientos.
—¿Por qué deberíamos detenerla?
—Porque —dijo con amargura el Número Tres—, Diktor me ha utilizado..., quiero decir que te ha utilizado..., nos ha utilizado como si fuéramos dos estúpidos. Mira, te dijo que iba a conseguirte una buena posición allí, ¿no? —Y señaló hacia la Puerta.
—Sí —admitió Wilson.
—Bueno, pues todo eso no es más que un timo. Lo único que pretende es que nos enredemos de forma tan increíble con esa Puerta del Tiempo que nunca logremos salir del embrollo.
Wilson sintió un repentino cosquilleo de duda en su cerebro. Podía ser cierto. Desde luego, por ahora nada de lo ocurrido tenía mucha lógica. Después de todo, ¿por qué iba a desear Diktor su ayuda con tanta desesperación, llegando al extremo de hacer partes iguales de lo que, obviamente, era un botín muy considerable?
—¿Cómo lo sabes? —preguntó.
—¿Para qué entrar en explicaciones? —le respondió el otro con voz cansada—. ¿Por qué no aceptas sencillamente mi palabra?
—¿Por qué debería hacerlo?
Su compañero le miró, totalmente exasperado.
—Si no puedes aceptar mi palabra, entonces, ¿de quién te puedes fiar?
La ineludible lógica de su pregunta sólo consiguió irritar a Wilson. La intrusión de su doble le molestaba profundamente y el que le estuviera pidiendo que siguiera ciegamente sus instrucciones le molestaba todavía más.
—Soy de Missouri —dijo—, y en ese estado siempre hemos desconfiado de todos.
Avanzó hacia la Puerta.
—¿Adónde vas?
—Voy a cruzar, hablaré con Diktor y lo aclararé todo con él.
—¡No! —dijo el otro—. Quizás aún podamos romper esta cadena. 
Wilson le miró con el ceño fruncido, dispuesto a no dejarse convencer. El otro suspiró.
—Adelante —dijo, rindiéndose—. Es tu funeral. Yo me lavo las manos.
Wilson se detuvo un segundo antes de cruzar la Puerta.
—Lo es, ¿eh? Hmmmm..., ¿cómo puede ser mi funeral si no es también el tuyo?
El otro le contempló con expresión perpleja, sin haberle entendido, y luego sus ojos se llenaron de temor. Eso fue lo último que vio Wilson de él mientras cruzaba.


El Salón de la Puerta estaba vacío cuando Bob Wilson emergió al otro lado. Buscó su sombrero pero no lo encontró y luego dio la vuelta a la plataforma, buscando la salida que recordaba. Casi tropezó con Diktor.
—¡Ah, estás aquí! —le saludó éste—. ¡Estupendo! ¡Estupendo! Ahora sólo queda otro pequeño asunto del que ocuparse y luego todo habrá quedado solucionado y quedaremos en paz. Debo decir que estoy muy complacido contigo, Bob, realmente muy complacido.
—Oh, ¿lo estás? —dijo Bob, encarándose con él de bastante mal humor—. ¡Bueno, es una pena que yo no pueda decir lo mismo de ti! No estoy nada complacido, lo que se dice ni pizca. ¿A qué venía eso de meterme en esa... esa sucesión de estupideces sin advertirme? ¿Qué significan todas estas tonterías? ¿Por qué no me avisaste?
—Calma, calma —dijo Diktor—, no te pongas nervioso. Ahora, dime la verdad... Si te hubiera dicho que ibas a encontrarte cara a cara contigo mismo, ¿me habrías creído? Venga, confiesa.
Wilson admitió que no le habría creído.
—Bueno, entonces —siguió diciendo Diktor con un encogimiento de hombros—, carecía de sentido el que te lo dijera, ¿verdad? Si te lo hubiera dicho no me habrías creído, lo cual es otra forma de afirmar que habrías estado creyendo en datos falsos. ¿Acaso no es mejor hallarse en la ignorancia que no creer cosas falsas?
—Supongo que sí, pero...
—¡Espera! No te engañé intencionadamente; a decir verdad, no te engañé. Pero si te hubiera contado toda la verdad, entonces sí que te habría engañado porque habrías rechazado la verdad. Era mejor para ti que descubrieras la verdad con tus propios ojos. De lo contrario...
—¡Espera un momento, espera un momento! —le interrumpió Wilson—. Estás consiguiendo que me arme un lío. Estoy dispuesto a olvidar lo sucedido si decides portarte limpiamente conmigo. ¿Por qué me enviaste al pasado?
—Olvidar el pasado —repitió Diktor—. ¡Ah, si pudiéramos! Pero no podemos. Por eso te mandé hacia atrás..., para que pudieras aparecer antes por la Puerta.
—¿Eh? Espera un momento. Ya había aparecido por la Puerta. 
Diktor meneó la cabeza.
—¿De veras? Piénsalo un poco. Cuando volviste a tu propio tiempo y a tu propio lugar encontraste ahí a tu yo anterior, ¿no?
—Mmmmm..., sí.
—Él, tu yo anterior, todavía no había cruzado la Puerta, ¿verdad?
—No. Yo...
—¿Cómo podía haber cruzado la Puerta, a menos que tú le persuadieras para que entrara en ella?
A Bob Wilson le estaba empezando a dar vueltas la cabeza. Estaba empezando a preguntarse quién le hizo qué a quién y qué le ocurrió entonces.
—¡Pero eso es imposible! Me estás diciendo que hice algo porque iba a hacer algo.
—Bueno, ¿es que no lo hiciste? Estuviste aquí.
—No, yo no..., bueno, quizá lo hice pero no tuve la sensación de hacerlo.
—¿Por qué ibas a tenerla? Era algo totalmente nuevo para tu experiencia.
—Pero..., pero... —Wilson aspiró una buena bocanada de aire y logró controlarse. Después echó mano de sus conceptos de filosofía académica y extrajo de ellos la idea que había estado luchando por expresar—. Eso niega todas las teorías racionales de la causalidad. Me harías creer que la causalidad puede ser totalmente circular. Crucé la Puerta porque volví a cruzarla para convencerme de que la cruzara. Eso es ridículo.
—Bueno, ¿no lo hiciste acaso?
Wilson no tenía preparada una respuesta para eso. Diktor siguió hablando:
—No te preocupes por ello. La causalidad a la cual has estado acostumbrado es bastante válida dentro de su propio campo, pero no es más que un caso especial englobado en la regla general. La causalidad dentro de un plenum no tiene por qué estar y no está limitada a la percepción que un ser humano tenga de la duración.
Wilson pensó en ello durante unos segundos. Sonaba muy bonito pero había algo escurridizo en esa idea.
—Un momento —dijo—. ¿Qué hay de la entropía? No puedes pasar por alto la entropía.
—Oh, por todos los cielos —protestó Diktor—, ¿quieres callarte de una vez? Me recuerdas a ese matemático que demostró que los aeroplanos eran incapaces de volar.
Se dio la vuelta y fue hacia la entrada.
—Ven. Hay trabajo que hacer.
Wilson le siguió a toda prisa.
—Maldita sea, no puedes hacerme esto. ¿Qué fue de los otros dos?
—¿Los otros dos qué?
—Mis otros dos yo. ¿Dónde están? ¿Cómo voy a conseguir encontrar la salida de todo este lío?
—No estás metido en ningún lío. No tienes la sensación de ser más de una persona, ¿verdad?
—No, pero...
—Entonces, no te preocupes por ello.
—Pero debo hacerlo. ¿Qué fue del tipo que cruzó antes que yo?
—Te acuerdas de eso, ¿no? Sin embargo… —Diktor siguió caminando con cierta prisa, le hizo meterse en un pasillo y entró por la puerta que se dilató ante él—. Echa un vistazo —le indicó.
Wilson hizo lo que le decía. Se encontró contemplando una pequeña habitación sin ventanas ni mobiliario, una habitación que reconoció. Tendido en el suelo, roncando tranquilamente, había otra edición de sí mismo.
—Cuando cruzaste la Puerta por primera vez —le explicó Diktor, tan cerca que casi se rozaban—, te traje aquí para cuidar tus heridas y darte algo de beber. La bebida contenía un somnífero que te hará dormir aproximadamente unas treinta y seis horas, un sueño que te hacía muchísima falta, por cierto. Cuando despiertes te traeré el desayuno y te explicaré lo que debe hacerse.
Wilson sintió que empezaba a dolerle nuevamente la cabeza.
—No me hagas esto —suplicó—. No te refieras a ese tipo como si fuera yo. Yo soy éste, el que tienes delante.
—Como quieras —dijo Diktor—. Ése es el hombre que eras. Recuerdas lo que va a sucederle dentro de nada, ¿verdad?
—Sí, pero me confunde un poco pensar en ello. Cierra la puerta, por favor.
—De acuerdo —dijo Diktor, haciendo lo que le pedía—. Sea como sea, debemos darnos prisa. Cuando se establece una secuencia como ésta no hay tiempo que perder. Vamos. 
Y le precedió durante todo el camino de regreso al Salón de la Puerta.
—Quiero que vuelvas al siglo veinte y nos consigas unas cuantas cosas, cosas que no pueden encontrarse a este lado pero que nos serán muy útiles en el proceso de ir... eh... desarrollando, sí, ésa es la palabra, desarrollando este país.
—¿Qué tipo de cosas?
—Hay bastantes cosas. Te he preparado una lista: Ciertos libros, algunos artículos que puedes encontrar en los comercios... Discúlpame, por favor. Debo ajustar los controles de la Puerta.
Subió al estrado por la parte de atrás. Wilson le siguió y descubrió que la estructura tenía forma de caja, abierta por la parte superior, y que el suelo se encontraba algo más alto. Mirando por encima de los lados se podía ver la Puerta.
Los controles no se parecían a nada de cuanto había visto en su vida.
Cuatro esferas de colores tan grandes como canicas colgaban de unas varillas de cristal dispuestas formando los cuatro ejes principales de un tetraedro. Las tres esferas que formaban la base del tetraedro eran de color rojo, amarillo y azul: la cuarta, en el ápice, era blanca.
—Tres controles espaciales, un control temporal —explicó Diktor—. Es muy sencillo. Usando el aquí y el ahora como referencia cero, mover cualquier control alejándolo del centro hace que el otro extremo de la Puerta se aparte del aquí y del ahora. Adelante o atrás, derecha o izquierda, arriba o abajo, pasado o futuro..., todo eso es controlado haciendo mover la esfera adecuada en su varilla.
Wilson estudió el sistema.


—Sí —dijo—, pero ¿cómo sabes dónde se encuentra el otro extremo de la Puerta? ¿Y el cuándo? No veo ningún tipo de escala graduada.
—No la necesitas. Puedes ver dónde se encuentra. Mira.
Tocó un punto situado bajo los controles en el lado que daba a la Puerta. Se deslizó un panel y Wilson vio que detrás había una pequeña imagen de la Puerta. Diktor hizo otro ajuste y Wilson descubrió que podía ver a través de la imagen.
Estaba mirando en su propia habitación como a través de un telescopio invertido. Pudo distinguir dos figuras pero la escala era demasiado pequeña como para ver claramente lo que hacían, y tampoco pudo decir qué ediciones de sí mismo se hallaban ahí presentes..., ¡si es que en realidad eran él mismo! Descubrió que el espectáculo le resultaba profundamente inquietante.
—Ciérralo —dijo. Diktor así lo hizo.
—No debo olvidarme de darte la lista —dijo.
Rebuscó en el interior de su manga y sacó una tira de papel que le entregó a Wilson.
—Ten, cógela.
Wilson obedeció mecánicamente y se la metió en el bolsillo.
—Mira —dijo después—, vaya donde vaya tropiezo conmigo mismo. No me gusta nada. Es desconcertante. Me siento como si me hubiera convertido en una camada de conejillos de indias. No logro entender ni la mitad de este embrollo y ahora quieres que vuelva a meterme por la Puerta habiéndome dado un montón de excusas que no se tienen en pie. Juega limpio y dime qué es todo esto.
Por primera vez Diktor dejó que en su rostro apareciera cierta irritación.
—Eres un joven idiota, un estúpido y un ignorante. Ya te he dicho cuanto eres capaz de entender. Este período histórico se halla totalmente fuera de tu comprensión. Harían falta semanas antes de que pudieras empezar a entenderlo un poco. Te estoy ofreciendo la mitad de todo un mundo a cambio de unas pocas horas de cooperación y tú te quedas ahí plantado discutiendo. Créeme y haz lo que te pido, ya te lo he dicho. Ahora, veamos..., ¿dónde te dejamos caer?
Su mano fue hacia los controles.
—¡Apártate de esos controles! —le ordenó Wilson secamente. Estaba empezando a tener una idea—. Y, de todos modos, ¿quién eres tú?
—¿Yo? Soy Diktor.
—No me refería a eso y lo sabes. ¿Cómo aprendiste mi idioma?
Diktor no respondió. Su rostro se convirtió en una máscara inexpresiva.
—Adelante —insistió Wilson—. No lo aprendiste aquí; eso está claro. Eres del siglo veinte, ¿verdad?
Diktor sonrió con amargura.
—Me preguntaba cuánto tardarías en darte cuenta de eso. 
Wilson asintió.
—Puede que no sea un genio pero no soy tan idiota como tú piensas. Venga, suelta el resto de la historia.
Diktor meneó la cabeza.
—Eso carece de importancia. Además, estamos perdiendo el tiempo. 
Wilson se rió.
—Ya has intentado hacerme correr demasiadas veces con esa excusa. ¿Cómo podemos perder el tiempo cuando tenemos eso? —Señaló hacia los controles y la Puerta que se encontraba más allá de éstos—. A no ser que me hayas mentido, podemos usar en cualquier momento el segmento temporal que nos dé la gana. No, creo saber a qué vienen tantas prisas. O quieres quitarme de en medio en este tiempo o hay algo diabólicamente peligroso en el trabajo que deseas darme. Y sé cómo resolver ese problema: ¡Vendrás conmigo!
—No sabes lo que estás diciendo —le respondió Diktor con voz algo vacilante—. Eso es imposible. Tengo que permanecer aquí y ocuparme de los controles.
—Eso es justamente lo que no harás. Podrías enviarme al otro lado y luego olvidarte de mí. Prefiero tenerte bien a la vista.
—Eso es imposible —respondió Diktor—. Tendrás que confiar en mí. 
Se inclinó de nuevo sobre los controles.
—¡Apártate de ahí! —gritó Wilson—. Retrocede, antes de que te dé un buen golpe. 
Diktor se apartó del púlpito que albergaba los controles ante la amenaza que representaba el puño de Wilson.
—Ahí. Eso está mejor —añadió Wilson cuando los dos se encontraron una vez más en el suelo de la estancia.
La idea que había estado formándose en su mente ya estaba completa. Sabía que los controles seguían estando sintonizados con el cuarto de la pensión donde vivía — o había vivido—, en el siglo veinte. Por lo que había visto a través de la mirilla de los controles, la esfera temporal estaba ajustada para llevarle exactamente al día de 1952 en que había empezado todo.
—Quédate ahí —le ordenó a Diktor—, quiero ver una cosa.
Fue hacia la Puerta como si deseara inspeccionarla. Y, en vez de pararse ante ella, la cruzó.
Estaba mejor preparado para lo que halló al otro lado de lo que había estado en sus dos experiencias anteriores con la traslación temporal, siendo ese "anteriores", claro está, en referencia a sus recuerdos. Sin embargo, nunca resulta demasiado agradable para los nervios enfrentarse con uno mismo.
Porque lo había hecho de nuevo. Se encontraba de vuelta en su habitación, pero había otros dos Wilson ante él. Parecían estar muy ocupados el uno con el otro y tuvo unos pocos segundos para clasificarlos mentalmente. Uno de ellos tenía un magnífico ojo negro y una boca bastante maltratada. Además, le hacía mucha falta un afeitado. Eso le dio la pista. Había cruzado la Puerta por lo menos una vez. El otro, aunque tampoco le iría mal afeitarse, no mostraba ninguna huella de una pelea a puñetazos.
Ya los había clasificado y sabía cuándo y dónde se encontraba. La situación seguía siendo condenadamente embrollada pero después de sus anteriores —no, nada de anteriores, se corrigió mentalmente—... de sus otras experiencias con la traslación temporal sabía un poco mejor lo que debía esperar. Había vuelto al principio y esta vez le pondría el punto final a toda esa loca serie de absurdos.
Los otros dos estaban discutiendo. Uno de ellos avanzó torpemente, bastante borracho, hacia la cama. El otro le cogió del brazo.
—No puedes hacer eso —dijo.
—¡Suéltale! —ordenó Wilson.
Los otros dos se volvieron y le miraron. Wilson se dio cuenta de que el más sobrio de los dos cambiaba rápidamente su expresión de sorpresa por otra de aturdido reconocimiento. El otro, el primer Wilson, parecía tener bastantes problemas para enfocar sus pupilas en él. "Esto va a ser bastante difícil", pensó Wilson. "Este tipo apesta a licor". Se preguntó cómo alguien podía ser lo bastante loco para beber con el estómago vacío. No sólo era una idiotez, era malgastar buena bebida.
Se preguntó si le habrían dejado algo.
—¿Quién eres? —le interrogó su doble borracho. Wilson se volvió hacia "Joe".
—Él me conoce —dijo con voz cargada de sobreentendidos.
"Joe" le estudió durante unos segundos.
—Sí —acabó diciendo—, sí, supongo que te conozco. Pero ¿a qué demonios has venido aquí? ¿Y por qué estás intentando destrozar el plan?
Wilson le interrumpió.
—No hay tiempo para largas explicaciones. Sé más sobre ello que tú..., tendrías que admitirlo, ¿no? Y, por lo tanto, puedo juzgar el asunto mucho mejor que tú. No va a cruzar la Puerta.
—No pienso admitir nada semejante y...
El timbre del teléfono interrumpió su discusión. Wilson acogió esa pausa con alivio, pues se daba cuenta de que había empezado con mal pie. ¿Era posible que fuera realmente tan obtuso como daba la impresión de ser este tipo? ¿Era así como le veían los demás? Pero no tenía el tiempo suficiente para dedicarse a las dudas existenciales o a bucear en su alma.
—¡Contesta! —le ordenó a Bob (Borracho) Wilson.
Éste le miró con cara de pocos amigos, pero al ver que Bob ("Joe") Wilson se disponía a ganarle por la mano, hizo lo que le ordenaba.
—¿Diga?... Sí, ¿quién habla?... Oiga... ¡Oiga!


—¿Quién era? —le preguntó "Joe".
—Nadie. Algún chalado con un extraño sentido del humor. 
El teléfono sonó otra vez.
—Ahí está de nuevo. 
El borracho cogió el auricular antes de que los otros pudieran intentarlo.
—¡Oiga, sesos de mono chalado! Soy un hombre ocupado y esto no es un teléfono público... ¿Qué? Oh, Genevieve, eres tú... 
Wilson no estaba prestando mucha atención a lo que se decía por el teléfono. Había oído demasiadas veces esa conversación y tenía demasiadas cosas en qué pensar. Se dio cuenta de que su personalidad anterior se hallaba demasiado bebida para ser razonable; debía concentrarse en algún argumento que resultara atractivo para "Joe". De lo contrario, los números estarían contra él.
—¿Eh? ¡Oh, claro! —La llamada estaba finalizando—. Bueno, de todos modos te veré esta noche. Hasta luego.
"Ahora es el momento", pensó Wilson, "antes de que este idiota borracho pueda abrir la boca". ¿Qué diría? ¿Qué sonaría más convincente?
Pero su copia bebida habló antes que él.
—Muy bien, Joe —afirmó—. Estoy listo para ir si tú también lo estás.
—¡Estupendo! —dijo "Joe"—. Lo único que debes hacer es cruzar el círculo, no hace falta nada más.
La cosa se le estaba escapando de las manos: Nada salía tal y como lo había planeado, desde luego.
—¡No, nada de eso! —ladró, interponiéndose de un salto en su camino hacia la puerta.
Tendría que hacerles comprender, y rápido.
Pero no tuvo ocasión de hacerlo. El borracho soltó un irritado discurso y luego se lanzó sobre él. Notó que se le encendía la sangre y con una repentina y feroz exultación supo que hacía ya bastante tiempo que deseaba darle un puñetazo a quien fuera. ¿Qué se habían creído ser, jugando de ese modo con su futuro?
El borracho se movía con torpeza; Wilson se deslizó bajo su guardia y le dio con fuerza en la cara. El puñetazo era lo bastante potente como para haber convencido a un hombre sobrio, pero su oponente se limitó a menear la cabeza y volvió a la carga.
"Joe" fue hacia ellos. Wilson decidió que lo mejor era terminar rápidamente con su primer adversario y concentrar su atención en "Joe", con mucho el más peligroso de los dos.
Una ligera confusión que tuvo lugar entre los dos aliados le proporcionó su ocasión. Dio un paso hacia atrás, apuntó cuidadosamente y lanzó un buen izquierdazo, uno de los golpes más potentes que había dado en toda su vida. El blanco de su puñetazo salió despedido.
Y justo en ese momento Wilson se dio cuenta de cuál era su posición con respecto a la Puerta y supo con amarga certeza que, una vez más, había interpretado toda la escena hasta su ineludible clímax.
Estaba a solas con "Joe"; su compañero había desaparecido a través de la Puerta. Su primer impulso fue sentir la ilógica pero muy humana emoción del mira-lo-que-me-has-obligado-a-hacer.
—¡Ahora sí que la has hecho buena! —dijo enfadado.
—¿Yo? —protestó "Joe"—. Has sido tú quien le ha dado. Yo jamás llegué a ponerle la mano encima.
—Sí —Wilson no tuvo más remedio que admitirlo, a pesar de lo cual se apresuró a añadir—: Pero es culpa tuya. Si no hubieras interferido no habría tenido que hacerlo.
—¿Yo interferir? Condenado hipócrita; fuiste tú el que se metió sin avisar para intentar salirse con la suya. Y eso me recuerda algo..., me debes unas cuantas explicaciones y, maldita sea, pienso conseguirlas. ¿A qué viene eso de...?
—Olvídalo —le interrumpió Wilson. Odiaba haberse equivocado y aún odiaba más verse obligado a confesarlo. Ahora se daba cuenta de que no había tenido ninguna esperanza de éxito, que todo había ido mal desde el principio. Abatido, sintió pesar sobre él la absoluta futilidad de todos sus actos—. Ahora ya es demasiado tarde. Ha cruzado.
—¿Demasiado tarde para qué?
—Demasiado tarde para detener esta cadena de acontecimientos.
Ahora se daba cuenta de que siempre había sido demasiado tarde, sin importar en qué época o año estuvieran o cuántas veces volviera atrás e intentara detenerla. Recordaba haber vuelto la primera vez, haberse visto a sí mismo dormido al otro lado. Los acontecimientos tendrían que seguir su lento camino.
—¿Por qué deberíamos detenerla?
No valía la pena que se lo explicara pero, aun así, sintió la necesidad de justificarse.
—Porque —dijo—, Diktor me ha utilizado..., quiero decir que te ha utilizado..., nos ha utilizado como si fuéramos dos estúpidos. Mira, te dijo que iba a conseguirte una buena posición ahí, ¿no?
—Sí.
—Bueno, pues todo eso no es más que un timo. Lo único que pretende es que nos enredemos de forma tan increíble con esa Puerta del Tiempo que nunca logremos salir del embrollo.
"Joe" le miró fijamente.
—¿Cómo lo sabes?
Al haber hablado guiado básicamente por la intuición, no se le ocurrió en ese momento ninguna explicación razonable.
—¿Para qué entrar en explicaciones? —dijo, escurriendo el bulto—. ¿Por qué no aceptas sencillamente mi palabra?
—¿Por qué debería hacerlo?
"¿Por qué deberías hacerlo? Caramba, cabeza de chorlito, ¿es que no lo ves? Soy tú mismo, más viejo y con más experiencia, debes creerme". Y, en voz alta, le dijo:
—Si no puedes aceptar mi palabra, entonces, ¿de quién te puedes fiar?
"Joe" lanzó un gruñido.
—Soy de Missouri —dijo—, y en ese estado siempre hemos desconfiado de todos.
Wilson fue repentinamente consciente de que "Joe" iba a cruzar la Puerta.
—¿Adónde vas?
—Voy a cruzar, hablaré con Diktor y lo aclararé todo con él.
—¡No! —le suplicó Wilson—. Quizás aún podamos romper esta cadena. 
Pero la tozuda expresión que había en el rostro de su interlocutor le hizo comprender lo fútil de su intento. Seguía enredado en la inevitabilidad; tenía que ocurrir.
—Adelante —añadió, encogiéndose de hombros—. Es tu funeral. Yo me lavo las manos.
"Joe" se detuvo ante la Puerta.
—Lo es, ¿eh? Hmmmm…, ¿cómo puede ser mi funeral si no es también el tuyo?

Wilson contempló cómo "Joe" cruzaba la Puerta, habiéndose quedado momentáneamente sin habla. ¿De quién era el funeral? La verdad era que no había pensado en el asunto de ese modo. Sintió el repentino impulso de cruzar corriendo la Puerta, atrapar a su otro yo y cuidar de él. Ese condenado imbécil podía hacer cualquier cosa. Supongamos que conseguía matarse, ¿dónde dejaría eso a Bob Wilson? Muerto, por supuesto.
¿O no? ¿Podía la muerte de un hombre a millares de años en el futuro acabar con él en 1952? De repente se dio cuenta de cuán absurda era la situación y sintió un gran alivio. Las acciones de "Joe" no podían ponerle en peligro; recordaba todo lo que "Joe" había hecho..., bueno, lo que haría. "Joe" se metería en una discusión con Diktor y, una vez hubiera ocurrido lo que debía ocurrir, volvería por la Puerta. No, había vuelto por la Puerta. Él era "Joe". Resultaba bastante difícil acordarse de ello.
Sí, era "Joe". Y también era el primer tipo. Seguirían sus rumbos respectivos, entrando y saliendo de la Puerta, dando las vueltas necesarias, y acabarían aquí, con él. Así debía ocurrir, ése era el final de los caminos.
Un momento..., en tal caso toda esa locura se había aclarado. Se había alejado de Diktor, había logrado desembarazarse de todas sus personalidades previas y se encontraba de vuelta donde había empezado, y no estaba en peor situación que antes, descontando un poco de barba y, posiblemente, una cicatriz en el labio. Bueno, sabía cuándo era mejor dar por terminado un asunto. Aféitate y vuelve al trabajo, chico.
Mientras se afeitaba contempló su rostro y se preguntó la razón de que no hubiera logrado reconocerse la primera vez. Debía admitir que antes nunca se había examinado de forma objetiva. Siempre se había dado por descontado, como algo que no hacía falta mirar.
Acabó consiguiendo que le doliera el cuello de tanto intentar verse el perfil por el rabillo de un ojo.
Al salir del cuarto de baño, naturalmente, sus ojos fueron hacia la Puerta. Sin saber muy bien por qué, había supuesto que ya no estaría. Pero seguía ahí. La inspeccionó, dio la vuelta a su alrededor y evitó cuidadosamente tocarla. ¿Es que ese maldito trasto no se iría nunca? Ya había desempeñado su propósito; ¿por qué no la desconectaba Diktor?
Se quedó inmóvil ante ella y de repente sintió el extraño impulso que hace saltar a los hombres desde una altura. ¿Qué ocurriría si la cruzaba? ¿Qué encontraría? Pensó en Arma. Y la otra..., ¿cuál era su nombre? Puede que Diktor no se lo hubiera llegado a decir. Bueno, la segunda sirvienta, la otra.
Pero logró contenerse y se obligó a tomar nuevamente asiento ante el escritorio. Si iba a quedarse aquí —y, por supuesto, eso era lo que había decidido hacer—, tenía que terminar su tesis. Tenía que comer; necesitaba el título de graduado para conseguir un trabajo decente. Bien, ¿dónde se había quedado?


Veinte minutos después había llegado a la conclusión de que su tesis debía ser escrita nuevamente de arriba abajo. Su tema principal, la aplicación del método empírico a los problemas de la metafísica especulativa y su expresión mediante fórmulas rigurosas, seguía siendo válido, acabó decidiendo, pero ahora poseía una masa de datos nuevos y aún no digeridos que incorporar a él. Al releer su tesis le sorprendió descubrir cuán dogmático había sido. Una y otra vez había caído en la falacia cartesiana, confundiendo el razonamiento claro con el razonamiento correcto.
Intentó hacer un esquema para una nueva versión de su tesis pero descubrió que existían dos problemas con los que se encontraba obligado a lidiar y que decididamente, no estaban nada claros en su mente: El problema del yo y el problema del libre albedrío. Cuando en la habitación estaban presentes sus tres yo, ¿cuál era él mismo? ¿Y por qué había sido incapaz de alterar el curso de los acontecimientos?
Se le ocurrió inmediatamente una respuesta tan obvia como absurda a la primera pregunta. El yo era el yo y él mismo era él mismo, lo cual era una afirmación carente de pruebas e imposible de probar que había experimentado directamente. Entonces, ¿qué pasaba con los otros dos? Debían estar igualmente seguros de que ellos eran él, eso lo recordaba. Intentó pensar en una forma de expresarlo: El yo es el punto de la conciencia, el último término en una serie que se expande continuamente a lo largo de la línea abarcada por la duración de la memoria. Sonaba bastante bien como afirmación general pero no estaba del todo seguro; tendría que probar a formularlo matemáticamente antes de que pudiera confiar en ello. Había tal cantidad de trampas en el lenguaje verbal.
Sonó el teléfono.
Cogió el auricular de forma maquinal, sin pensar.
—¿Sí?
—¿Eres tú, Bob?
—Sí. ¿Quién habla?
—Vaya, querido, pues Genevieve, naturalmente. ¿Qué te ocurre hoy? Es la segunda vez que no me has reconocido la voz.
Sintió removerse en su interior la frustración y la ira. Aquí tenía otro de los problemas que no había logrado resolver... bueno, ahora lo resolvería. Hizo caso omiso de sus quejas y le dijo:
—Mira, Genevieve, ya te he dicho que no me telefonees cuando estoy trabajando. ¡Adiós!
—Bueno, de todos los... Bob Wilson, ¡no puedes hablarme con ese tono! En primer lugar, hoy no has estado trabajando. En segundo lugar, ¿qué te hace creer que puedes ponerte todo meloso conmigo y, dos horas después, rugirme por teléfono? Ya no estoy nada segura de querer casarme contigo.
—¿Casarme contigo? ¿Quién te ha metido esa ridícula idea en la cabeza? —El teléfono chisporroteó durante varios segundos. Cuando la cosa se hubo calmado un poco, siguió hablando—: Tranquilízate, vamos. Mira, ya sabes que no nos encontramos en el siglo pasado, no puedes suponer que por salir unas cuantas veces con un tipo, éste tenga la intención de casarse contigo...
Hubo un breve silencio.
—Conque ése es el juego, ¿eh? —le respondió por fin una voz tan fría, dura y cargada de maligna astucia que al principio casi no logró reconocerla—. Bueno, hay un modo de manejar a los hombres como tú. ¡Una mujer no se encuentra totalmente indefensa en nuestro estado!
—Tú sabrás —le respondió él ferozmente—. Ya llevas el número suficiente de años rondando por el campus.
El auricular emitió un crujido en su oreja.
Se limpió el sudor de la frente. Sabía muy bien que la dama era capaz de causarle un montón de problemas. Le habían advertido antes de que empezara a rondarla, pero había estado tan seguro de su habilidad para cuidar de sí mismo. Tendría que haber andado con más cautela pero, claro, no había esperado encontrarse con nada de semejante calibre.
Intentó volver a trabajar en su tesis pero descubrió que era incapaz de concentrarse. El plazo final de mañana, a las diez, parecía lanzarse sobre él. Miró su reloj. Se había parado. Lo puso en hora con el del escritorio: Las cuatro y cuarto de la tarde. Aunque estuviera levantado toda la noche no podría terminar la tesis a tiempo.
Además, estaba Genevieve.
El teléfono sonó de nuevo. Dejó que sonara. Siguió sonando y, al final, descolgó el auricular. No pensaba hablar de nuevo con ella.
Pensó en Arma. Ésa sí que era la chica adecuada para él, la chica que sabría portarse perfectamente. Fue hacia la ventana y contempló la calle, ruidosa y polvorienta. De forma medio inconsciente, la comparó con el verde y plácido paisaje que había visto desde el balcón donde él y Diktor habían desayunado. Este mundo era un lugar miserable y estaba lleno de gente igualmente miserable. Deseó ardientemente que Diktor se hubiera portado mejor con él y hubiera sido sincero.
Una idea fue abriéndose paso en su cerebro y le hizo volverse rápidamente. La Puerta seguía abierta. ¡La Puerta seguía abierta! ¿Por qué preocuparse de Diktor? Era dueño de sus propios actos. Volver y hacer todo lo necesario para... Podía ganarlo todo y no tenía nada que perder.
Fue hacia la Puerta pero se detuvo, vacilante. ¿Sería inteligente hacer eso?
Después de todo, ¿cuánto sabía del futuro?
Oyó unos pasos que subían por la escalera y se acercaban por el pasillo, sí..., no, se pararon ante su puerta. De repente sintió la convicción de que era Genevieve y eso le decidió. Cruzó la Puerta.
Cuando llegó a él se encontró con que el Salón de la Puerta estaba vacío. Dio rápidamente la vuelta a los controles yendo hacia la puerta y llegó a ella con el tiempo justo para oír una voz que decía: "Ven. Hay trabajo que hacer". Dos figuras se alejaban por el pasillo. Reconoció a las dos y se detuvo en seco.
"Ha faltado muy poco", se dijo; "tendré que esperar hasta que se vayan". Miró a su alrededor buscando un sitio donde ocultarse pero no encontró nada salvo la caja de los controles. No le serviría de nada; era únicamente el camino de vuelta. Aun así...
Entró en la caja de los controles con un plan formándose ya en su mente. Si podía arreglar de alguna forma los controles, quizá la Puerta fuera capaz de proporcionarle toda la ventaja que necesitaba. Lo primero era conectar el truquito del espejo. Empezó a tantear más o menos por donde recordaba que se había movido Diktor para conectarlo y luego metió la mano en el bolsillo para coger un fósforo.
Y, en vez de eso, sacó un trozo de papel. Era la lista que le había dado Diktor, las cosas que debía conseguir en el siglo veinte. Hasta aquel momento habían estado ocurriendo demasiadas cosas para que pudiera echarle un vistazo.
Mientras iba leyendo sus cejas fueron alzándose en su frente. Acabó decidiendo que era una lista bastante rara. En su inconsciente había esperado una serie de libros técnicos, algunas muestras de artefactos modernos y armas, pero no había nada de eso. Con todo, en la lista parecía haber alguna especie de lógica enloquecida. Después de todo, Diktor conocía a esta gente mejor que él. Quizás era eso cuanto necesitaba.
Revisó sus planes, siempre sujetos a su capacidad de hacer funcionar la Puerta. Decidió que haría otro viaje hacia el pasado para encargarse de las compras relacionadas en la lista de Diktor..., pero lo haría en su propio beneficio y no en el de Diktor. Siguió tanteando en la semioscuridad de la cabina de control, buscando el interruptor de la imagen. Su mano encontró algo blando y suave. Lo cogió, sacándolo de la oscuridad.
Era su sombrero.
Se lo puso en la cabeza, suponiendo sin demasiado interés que Diktor lo habría metido ahí dentro, y empezó a hurgar por segunda vez. Encontró un pequeño cuaderno de notas. No estaba mal como hallazgo; era muy posible que fueran las notas hechas por Diktor sobre cómo funcionaban los controles. Lo abrió ansiosamente.
No era lo que había esperado aunque página tras página contenía unas anotaciones escritas a mano. En cada página había tres columnas: La primera estaba en su idioma, la segunda en símbolos de fonética internacional y la tercera en un alfabeto que le resultaba completamente extraño. No le hizo falta demasiada brillantez mental para identificarlo como un vocabulario. Se lo metió en el bolsillo con una gran sonrisa: A Diktor podían haberle hecho falta meses o incluso años para averiguar la relación existente entre los dos idiomas pero, en cuanto a él, ese trabajo se lo ahorraría el esfuerzo hecho antes por Diktor.


Su tercer intento para localizar el control de la imagen dio en el blanco. Sintió nuevamente la curiosa inquietud de antes, pues estaba contemplando de nuevo su propia habitación y, de nuevo, en ésta había dos figuras. Desde luego, no deseaba aparecer otra vez en esa escena. Tocó precavidamente una de las esferas de colores.
La escena se desplazó a través de las paredes de la pensión para acabar inmovilizándose en pleno aire, tres pisos por encima del campus. Le complacía haber logrado sacar la Puerta del edificio pero tres pisos eran un salto excesivo. Jugó un poco con las otras dos esferas de colores y acabó confirmando que una de ellas hacía que la escena de la imagen se acercara o se alejara de él, en tanto que la otra se encargaba de hacerla subir o bajar.
Deseaba un lugar razonablemente discreto para colocar la Puerta, algún sitio donde no atrajera la atención de los curiosos. Eso le planteó un cierto problema: No había ningún sitio ideal pero acabó decidiéndose por un callejón sin salida formado por la central energética del campus y la pared trasera de la biblioteca. Fue maniobrando su ojo volador por encima del vecindario que deseaba escoger, con torpe cautela, y acabó haciéndolo bajar cuidadosamente entre los dos edificios. Luego reajustó su posición de tal manera que se encontró contemplando una pared. ¡No estaba mal!
Dejando los controles tal y como estaban se apresuró a salir de la cabina y, sin mayores ceremonias, volvió a su propia época.
Se dio de narices contra el muro de ladrillos.
"Un poquito demasiado cerca", pensó mientras se deslizaba cuidadosamente por entre la Puerta y la pared. La Puerta colgaba en el aire a unos cuarenta centímetros de la pared, más o menos en paralelo a ésta. Pensó que el espacio era suficiente, no hacía falta volver para ajustar de nuevo los controles. Una vez fuera del callejón atravesó el campus hacia la cooperativa estudiantil. Sin perder un segundo, entró en ella y fue hacia la ventanilla del cajero.
—Hola, Bob.
—Hola, Soupy. ¿Me puedes hacer efectivo un cheque?
—¿De cuánto?
—De veinte dólares.
—Bueno..., supongo que sí. ¿Es bueno?
—No mucho. Es mío.
—Bueno, siempre lo puedo guardar como curiosidad. 
Cogió un billete de diez, uno de cinco y cinco de uno.
—Hazlo —le aconsejó Wilson—. Mis autógrafos van a convertirse en piezas de coleccionismo muy raro.
Le entregó el cheque, cogió el dinero y se dirigió hacia la librería situada en el mismo edificio. La mayor parte de los libros que figuraban en la lista podía comprarlos allí. Diez minutos más tarde había adquirido los siguientes títulos:
El Príncipe, de Niccolò Machiavelli.
Detrás de los votos, de James Farley.
Mein Kampf (edición sin abreviar), de Adolf Schickelgruber.
Cómo hacer amigos e influir en la gente, de Dale Carnegie.
Los otros títulos que deseaba no figuraban en la librería y de allí fue a la biblioteca universitaria, sacando prestados El manual del agente inmobiliario, Historia de los instrumentos musicales y un volumen encuadernado en cuarto titulado Evolución de la moda en el vestir. Este último libro poseía unas bellas láminas y estaba clasificado como obra de referencia. Tuvo que discutir un poco para conseguir que se lo prestaran durante veinticuatro horas.
Para aquel entonces ya iba bastante cargado. Salió del campus, fue a una tienda de empeños y adquirió en ella dos maletas usadas pero resistentes, en una de las cuales guardó los libros. De ahí fue a la mayor tienda de música de toda la ciudad y pasó cuarenta y cinco minutos seleccionando discos, poniendo especial énfasis en la música ligera y las canciones de amor desgraciado. Música muy emotiva, pensó. No descuidó la música clásica y la que estaba a punto de serlo, pero aplicó la misma regla a esas dos categorías: La pieza de música escogida debía imponerse más a los sentimientos que al cerebro. Por lo tanto, su colección incluía temas tan dispares como La Marsellesa, el Bolero de Ravel, cuatro discos de Cole Porter y L’Aprés-midi
d’un faune.
Pese a lo mucho que insistió el empleado en que comprara un tocadiscos eléctrico, él insistió en comprar el mejor fonógrafo del mercado y acabó saliéndose con la suya. Pagó su compra con un cheque, lo metió todo en sus maletas e hizo que el empleado le llamara un taxi.
Cuando extendía el cheque pasó un mal momento. Era papel mojado, ya que el de la cooperativa de estudiantes le había dejado sin fondos. Instó al empleado de la tienda para que telefoneara al banco, aunque eso era justamente lo que no deseaba. Funcionó. Pensó que había establecido el mejor récord de todos los tiempos en cuanto a cheques incobrables... Tendrían que esperar treinta mil años para pillarle.
Cuando el taxi frenó ante el callejón donde había colocado la Puerta bajó de un salto y entró corriendo en él.
La Puerta había desaparecido.
Se quedó allí durante varios minutos, inmóvil, silbando muy bajito, y pasando revista a sus no muy favorables cualidades, procesos mentales y etcéteras. Las consecuencias de firmar cheques sin fondos ya no le parecían tan hipotéticas.
Sintió que alguien le tocaba en la manga.
—Oiga, jefe, ¿quiere usted mi cacharro o no? El taxímetro sigue corriendo.
—¿Eh? Oh, claro.
Siguió al taxista y se instaló nuevamente en el coche.
—¿Adónde?
Eso era un problema. Miró su reloj y comprendió que dicho instrumento, normalmente digno de toda confianza, había pasado por un proceso después del cual su examen resultaba irrelevante.
—¿Qué hora es?
—Las dos y quince.
Volvió a poner en hora su reloj.
Las dos y quince. En ese momento en su habitación se estaría celebrando una fiesta de lo más confuso. No quería ir allí..., todavía no. No hasta que sus hermanos de sangre hubieran terminado de divertirse jugando con la Puerta.
¡La Puerta!
Estaría en su habitación hasta algo después de las cuatro y cuarto. Si hacía bien sus cálculos...
—Conduzca hasta la esquina de la Cuarta con McKinley —le indicó al taxista, dando la situación del cruce más cercano a su pensión.
Una vez allí pagó al taxista y dejó sus maletas en la gasolinera que había en esa esquina, obteniendo el permiso del encargado y su seguridad de que estarían a salvo. Tenía casi dos horas por delante. No sentía grandes deseos de alejarse mucho de la casa, por miedo a que algún imprevisto estropeara sus cálculos.
Entonces pensó que muy cerca de allí tenía un asunto que resolver, y el tiempo suficiente para ocuparse de él. Se dirigió con rapidez a un punto situado dos calles más lejos, silbando animosamente, hasta llegar al portal de un edificio de apartamentos.
En respuesta a su llamada, la puerta del apartamento 211 se abrió unos centímetros, que no tardaron en crecer.
—¡Bob, cariño! Pensé que hoy trabajabas.
—Hola, Genevieve. En absoluto, tengo un poco de tiempo libre. 
Genevieve miró por encima de su hombro.
—No sé si debería dejarte entrar..., no te esperaba. No he lavado los platos y la cama está por hacer. Me estaba maquillando.
—No seas tímida.
Abrió la puerta con la mano y entró.
Al salir miró su reloj. Las tres y media, tiempo de sobra. Bajó por la calle con la misma expresión en el rostro que el gato después de haberse comido al canario.
Le agradeció su servicio al encargado de la gasolinera, dándole veinticinco centavos por las molestias, lo cual le dejó con una moneda de diez centavos por único capital. Contempló la moneda, sonrió para sí mismo y la metió en el teléfono público que había en la gasolinera. Marcó su propio número.
—¿Diga? —Oyó.
—Oiga, ¿es Bob Wilson? —replicó él.
—Sí, ¿quién habla?
—No se preocupe por ello. Sólo quería estar seguro de que estaba usted ahí. Pensaba que estaría ahí. Va por buen camino, chico, va por buen camino.
Lanzó una risita y colgó el auricular, todavía sonriendo.
A las cuatro y diez estaba demasiado nervioso para seguir esperando. Fue hacia la pensión luchando con sus pesadas maletas. Entró en el edificio y oyó sonar un teléfono en lo alto. Miró su reloj; las cuatro y cuarto. Esperó en el vestíbulo durante tres interminables minutos y luego subió por la escalera y recorrió el pasillo superior hasta su puerta. Abrió el cerrojo y entró.
La habitación estaba vacía y la Puerta seguía allí.
Sin detenerse para nada, temiendo que la Puerta empezara a parpadear y desapareciera mientras él cruzaba el cuarto, fue hacia ella, con las maletas firmemente agarradas, y la atravesó.


Para su gran alivio el Salón de la Puerta estaba vacío. 
"Qué ocasión", pensó agradecido. "Sólo cinco minutos, eso es cuanto pido. Cinco minutos sin interrupciones". Dejó las maletas cerca de la Puerta, preparándose para una rápida partida y, al hacerlo, se dio cuenta de que le faltaba un buen trozo a una de sus esquinas. Por la apertura asomaba la mitad de un libro, cortado en dos tan limpiamente como por la guillotina de un impresor. Identificó el libro como Mein Kampf.
La pérdida del libro no le importaba, pero sus implicaciones le hicieron sentir un ligero malestar. Suponiendo que no hubiera caído trazando una curva cuando el puñetazo lo impulsó por primera vez a través de la Puerta, suponiendo que hubiera chocado con el borde, mitad dentro y mitad fuera... El Hombre Partido en Dos... ¡Y no sería ninguna ilusión!
Se pasó la mano por el rostro y fue a la cabina de control. Siguiendo las sencillas instrucciones de Diktor, colocó las cuatro esferas juntas en el centro del tetraedro. Miró por encima del lado de la cabina y vio que la Puerta había desaparecido por completo. "¡Comprobado!", pensó. "Todo en cero... No hay Puerta". Desplazó levemente la esfera blanca. La Puerta reapareció. Haciendo girar los controles pudo ver la escena en miniatura mostrando el interior de la misma Sala de la Puerta. De momento iba bien, pero no tenía forma de saber el tiempo para el cual estaba ajustada la Puerta contemplando el Salón. Movió ligeramente un control espacial: La escena atravesó los muros del palacio para centrarse en el vacío. Colocando de nuevo el control temporal blanco en cero empezó a moverlo muy despacio. En su escena miniatura el sol se convirtió en un trazo brillante que cruzaba el cielo y los días parpadearon como la luz procedente de una fuente de iluminación de baja frecuencia. Movió un poco más el control y vio cómo el suelo se iba secando, volviéndose marrón para cubrirse luego de nieve y acabar nuevamente de color verde.
Trabajando cautelosamente, sosteniendo su mano derecha con la izquierda, hizo desfilar las estaciones. Había contado ya diez inviernos cuando se dio cuenta de que a lo lejos se oían voces. Se detuvo a escuchar y luego puso apresuradamente los controles espaciales en cero, dejando el control temporal tal y como estaba —dispuesto para diez años en el pasado—, y salió corriendo de la cabina.
Apenas si tuvo tiempo para coger sus maletas y pasar con ellas a través de la Puerta. Esta vez tuvo muchísimo cuidado de no tocar el borde del círculo.
Se encontró, tal y como había planeado, en el Salón de la Puerta sin haberse movido del sitio pero, si había interpretado correctamente los controles, alejado diez años de los acontecimientos en los que había tomado parte recientemente. Había tenido la intención de poner un poco más de tiempo entre él y Diktor pero le habían faltado los minutos necesarios para ello. Sin embargo, pensó que siendo Diktor, por afirmación propia y por lo que demostraba el cuadernillo de notas que Wilson le había quitado, un nativo del siglo veinte, era muy posible que diez años fueran suficientes. Quizá Diktor no se encontraba en ésta era. Y, si estaba ahí, siempre tenía la Puerta para huir. Pero, antes de dar más saltos, lo razonable era explorar la situación.
De repente se le ocurrió que Diktor podía estarle observando mediante la imagen de la Puerta. Sin detenerse a reflexionar en que la velocidad no resultaba gran protección —dado que con esa imagen se podía observar cualquier zona del tiempo—, cogió presuroso sus dos maletas y las arrastró hasta la cabina de los controles. Una vez dentro de esas paredes protectoras se calmó un poco. También él podía dedicarse a espiar. Halló los controles ajustados a cero y, usando el mismo proceso de antes, hizo adelantarse diez años la escena a observar para dedicarse luego a buscar cautelosamente con los controles espaciales a cero. Era una labor muy difícil: La escala de tiempo necesaria para hacer pasar varios meses en unos pocos minutos hacía que si una figura entraba en la imagen se desvaneciera a tal velocidad aparente que sus ojos no podían seguirla. Varias veces le pareció detectar sombras huidizas que podían ser humanas, pero nunca fue capaz de encontrarlas cuando dejó quieto el control temporal.
Bastante exasperado, se preguntó por qué razón el constructor de ese artefacto doblemente maldito no había logrado incorporarle alguna escala graduada y algún tipo de mecanismo más delicado para el control, un dial o algo parecido. No fue hasta haber pasado mucho tiempo que se le ocurrió la idea de que quizás el creador de la Puerta no tuviera necesidad de ayudas tan groseras para sus sentidos. Se habría rendido y, en realidad, estaba a punto de hacerlo cuando, por puro accidente, su última e infructuosa sesión de espionaje acabó con una figura en el campo de la imagen.
Era él mismo, llevando dos maletas. Se vio entrar en el campo de la imagen, aumentar de tamaño y desaparecer. Miró por encima de la pared, esperando verse salir de la Puerta.
Pero de la Puerta no salió nada. Eso le dejó confundido hasta recordar que era el ajuste en ese extremo, diez años en el futuro, el que controlaba el momento de la aparición. Pero ya tenía lo que deseaba; se dedicó a esperar. Casi inmediatamente después Diktor y otra versión de él mismo aparecieron en escena. Recordó la situación al verla representada en la imagen de la máquina. Era Bob Wilson número tres, a punto de discutir con Diktor y escapar de regreso al siglo veinte.
Eso era todo: Diktor no le había visto, no sabía que había utilizado la Puerta sin autorización y, no sabiendo que se ocultaba diez años en el "pasado", no le buscaría allí. Volvió los controles a cero y se olvidó del asunto.
Pero había otros problemas que requerían su atención, especialmente la comida. Pensándolo bien le parecía obvio que debía haber traído comida para subsistir, como mínimo, uno o dos días. Y quizá también una pistola del 45. Tuvo que admitir su falta de previsión. Pero no le costó mucho perdonarse: Resultaba bastante difícil ser previsor cuando el futuro no paraba de aparecer a espaldas de uno.
—De acuerdo, Bob, viejo amigo —se dijo en voz alta—, vamos a ver si los nativos son amistosos..., como decía la publicidad.
Un cauteloso reconocimiento de la pequeña porción del Palacio, con la cual estaba familiarizado, no dio con seres humanos ni con vida de ningún tipo, ni siquiera insectos. El lugar estaba muerto y estéril, tan inmóvil y falto de vida como un escaparate vacío. Se le ocurrió dar un grito para oír una voz. Los ecos le hicieron estremecerse y no volvió a repetirlo.
La arquitectura de aquel sitio le confundía. No sólo resultaba extraña a su experiencia —eso ya lo había esperado—, sino que el lugar, con pequeñas excepciones, no parecía en lo más mínimo adaptado a que lo utilizaran seres humanos. Grandes salones que habrían podido contener a diez mil personas a la vez..., si hubieran tenido suelo sobre el que sostenerse. Pues era muy frecuente que no hubiera suelos en el sentido habitual y aceptado de una superficie llana o razonablemente parecida a eso. Siguiendo un pasillo se encontró repentinamente con una de las grandes y misteriosas aberturas que había en el edificio, y estuvo a punto de caer dentro antes de comprender que su camino había terminado. Se arrastró precavidamente hacia adelante y miró por el borde. La boca del pasillo desembocaba en uno de los muros y, la parte de abajo de dicho muro había sido tallada del tal forma que no había ni tan siquiera una superficie vertical para que el ojo pudiera seguirla. Mucho más abajo el muro volvía a curvarse y se reunía con su compañero del otro lado, no decentemente, en un ángulo horizontal, sino en ángulo agudo.
Había otros orificios dispersos por las paredes, orificios tan inservibles para los seres humanos como aquel a cuyo final se había agazapado.
—Los Grandes —murmuró Wilson.
Todo su atrevimiento anterior le había abandonado. Siguió sus pasos marcados en la fina capa de polvo y llegó a la casi amistosa familiaridad del Salón de la Puerta.
En su segunda intentona probó sólo con los pasillos y estancias que aparecían obviamente adaptados para los humanos. Ya había decidido qué debían ser esas partes del Palacio: Las viviendas de la servidumbre, o, con mayor probabilidad, de los esclavos. Recobró su coraje no apartándose de tales zonas. Aunque estaban totalmente abandonadas, por contraste con el resto de la gran edificación una estancia o un pasillo que parecían haber sido construidos para seres humanos le resultaban amistosos y casi alegres. Todavía le molestaba un poco el silencio perpetuo y la luz que parecía estar en todos sitios y no venir de ningún lugar concreto, pero no le producían tanta inquietud como la causada por las gargantuescas y extrañamente dispuestas habitaciones de los "Grandes".


Ya casi desesperaba de hallar la salida del Palacio y estaba pensando en volver sobre sus pasos cuando el pasillo por el que estaba andando giró de pronto y se encontró bajo la luz del sol.
Estaba en lo alto de una gran rampa, bastante empinada, que se extendía en forma de abanico hasta la base del edificio. Por delante y por debajo de él se hallaba el pavimento de la rampa y, como mínimo a medio kilómetro de distancia, éste se mezclaba con el verdor de los arbustos, de la vegetación y de los árboles. Era la misma escena, apacible, fértil y ya familiar, que había contemplado mientras desayunaba con Diktor, apenas unas horas antes y a diez años en el futuro.
Se quedó inmóvil durante unos minutos, bebiendo la luz solar, dejándose empapar por la exaltante belleza de ese cálido día primaveral.
—Todo va a ir bien —dijo con voz alegre—. Este lugar es magnífico.
Bajó lentamente por la rampa, buscando continuamente seres humanos con la mirada. Se encontraba a medio camino cuando vio una pequeña silueta que salía de entre los árboles en un claro casi al pie de la rampa. Alegre y excitado, la llamó a gritos. El niño —si era eso lo que había visto—, alzó los ojos y le miró durante un segundo, huyendo después nuevamente a cobijarse entre los árboles.
"Eres un impetuoso, Robert, eso es lo que eres", se riñó a sí mismo. "No les asustes, tómatelo con calma". Pero el incidente no le desanimó. Donde había niños habría también padres, sociedad, oportunidades para un tipo joven y brillante con una visión amplia de las cosas. Siguió bajando por la rampa, con paso tranquilo.
Un hombre apareció de pronto allí donde había desaparecido el niño. Wilson se quedó quieto. El hombre le miró y, con expresión vacilante, dio un par de pasos hacia él.
—¡Ven! —le invitó Wilson con su tono más amistoso—. No te haré daño.
Resultaba bastante difícil que comprendiera sus palabras pero el hombre avanzó lentamente hacia él. Se detuvo allí donde empezaba la rampa, le miró con cautela y se quedó inmóvil.
Algo en su forma de comportarse hizo funcionar los engranajes del cerebro de Wilson: Todo eso encajaba con lo que había visto en el Palacio y con lo poco que Diktor le había explicado. "A no ser que haya estado perdiendo el tiempo durante todas mis clases de antropología", se dijo, "este Palacio es tabú, la rampa sobre la que me encuentro es tabú y, por contagio, yo soy tabú. ¡Juega tus cartas, hijo, juega tus cartas!".
Avanzó hasta el final de la rampa, teniendo mucho cuidado de no salir del pavimento. El hombre se dejó caer de rodillas y formó una copa con sus manos extendidas hacia él, la cabeza inclinada. Sin vacilar, Wilson le tocó en la frente. El hombre se puso en pie con el rostro radiante.
—Como deporte esto no es gran cosa —dijo Wilson—. Creo que me miraría igual si le hubiera pegado un tiro.
Su Viernes particular ladeó la cabeza con cara de asombro y le respondió con voz grave y melodiosa. Las palabras eran totalmente extrañas, más bien líquidas y parecían el compás de una canción.
—Tendrías que pensar en comercializar tu voz —dijo Wilson con admiración—. Hay estrellas de la canción que se las arreglan con menos. Bueno... Anda, tráeme algo de comer. Comida.
Señaló su boca.
El hombre vaciló y dijo otra cosa. Bob Wilson metió la mano en su bolsillo y sacó el cuaderno de notas robado. Buscó la palabra "comer" y luego buscó "comida". La palabra era la misma.
—Blellan —dijo articulando cuidadosamente.
—¿Blellaaaan?
—Blellaaaaaaan —le confirmó Wilson—. Tendrás que disculpar mi acento. Date prisa.
Intentó encontrar "prisa" en su vocabulario pero no estaba ahí. O el lenguaje no contenía esa idea o Diktor no había pensado que valiera la pena consignarla ahí.
"Pero eso lo arreglaremos pronto, si no existe tal palabra, ya se la daré yo".
El hombre se fue.
Wilson tomó asiento sobre la rampa a la manera turca y mató el tiempo estudiando su cuaderno de notas. Acabó decidiendo que la velocidad de su ascensión social en este sitio sólo quedaría limitada por el tiempo que le hiciera falta para comunicarse plenamente con los nativos. Pero cuando su primer conocido en este lugar volvió, ahora acompañado, sólo había tenido tiempo de buscar algunos sustantivos de uso común.
El desfile iba encabezado por un hombre de extremada edad, con el cabello blanco y sin barba. Todos los hombres carecían de barba. Venía bajo un dosel transportado por cuatro jóvenes. De todo el grupo era el único que llevaba la ropa suficiente como para moverse por algún sitio que no fuera una playa. No daba la impresión de hallarse muy cómodo, ataviado con una toga que parecía haber comenzado su carrera como un parasol a rayas. Resultaba evidente que era el jefe.
Wilson buscó apresuradamente la palabra para "jefe". La palabra para jefe era "Diktor".
No tendría que haberle sorprendido pero le sorprendió. Por supuesto, era una probabilidad bastante lógica que la palabra "Diktor" fuera un título más que un nombre propio. Sencillamente, no se le había ocurrido.
Diktor —el Diktor—, había añadido una nota bajo esa palabra. Wilson leyó:

Una de las pocas palabras que es probable deriven de las lenguas muertas. Esta palabra, unas cuantas docenas más y la misma estructura gramatical del lenguaje parecen ser el único eslabón entre el idioma de los Olvidados y el inglés.

El jefe se detuvo ante Wilson, sin pisar el suelo de la rampa.
—Vale, Diktor —le ordenó Wilson—, arrodíllate. No estás exento de ello. 
Señaló hacia el suelo. El jefe se arrodilló. Wilson le tocó la frente.
Le habían traído comida en abundancia y toda era muy sabrosa. Wilson comió lentamente y con dignidad, recordándose continuamente lo importante que era mantener las apariencias. Mientras comía el grupo le dio una serenata. Se vio obligado a reconocer que cantaban de forma excelente. Sus ideas en cuanto a la armonía musical le resultaron algo extrañas, y el conjunto de la función resultaba más bien primitivo pero todos tenían voces límpidas y suaves y cantaban como si disfrutaran haciéndolo.
El concierto le dio una idea. Tras haber satisfecho su apetito le hizo entender al jefe, con la ayuda de su indispensable cuadernillo, que él y su rebaño debían esperar donde estaban. Volvió al Salón de la Puerta y cogió el fonógrafo y una docena de discos variados, dándoles luego un concierto grabado de música "moderna".
La reacción superó todas sus esperanzas. Beguin the beguine hizo que el viejo rostro del jefe se llenara de lágrimas. El primer movimiento del Concierto Número Uno en Re, de Tchaikovski, estuvo a punto de provocar una estampida en el grupo. Sus cuerpos temblaban espasmódicamente, se cogían la cabeza con las manos y no paraban de gemir. Aplaudieron y gritaron. Wilson se abstuvo de obsequiarles con el segundo movimiento y en vez de ello les calmó con la irresistible monotonía del Bolero.
—Diktor —dijo, y no estaba pensando en el viejo jefe—, Diktor, amigo mío, desde luego cuando me enviaste de compras tenías bien dominada a esta gente. Para cuando aparezcas —si es que lo haces—, yo seré el amo del lugar.
La ascensión al poder de Wilson se pareció más a una marcha triunfal que a una lucha por la supremacía, y en ella poco hubo de dramático. Fuera lo que fuese lo que los Grandes habían hecho con la raza humana habían logrado que sólo perdurara el parecido físico: El temperamento había cambiado enormemente. Los niños dóciles y amistosos con quienes trataba Wilson poco tenían en común con los enjambres chillones, vulgares, dinámicos y pendencieros que en tiempos se habían llamado a sí mismos pueblo de los Estados Unidos.
La relación era algo así como la que podía haber entre unas vacas Jersey y un cornilargo o unos cocker spaniel con un lobo. No conservaban ningún impulso combativo. No es que les faltara inteligencia pues poseían artes civilizadas, pero el espíritu de competición y el anhelo de poder habían desaparecido.
Sobre eso, Wilson tenía el monopolio.


Pero incluso él acabó perdiendo el interés por un juego en el que siempre ganaba. Habiéndose establecido como jefe al adoptar el Palacio por residencia, haciéndose pasar por virrey de los Grandes que se habían marchado, se ocupó durante algún tiempo organizando ciertos proyectos que tenían por intención "poner al día" la cultura: Reinvención de instrumentos musicales, establecimiento de un correo sistemático, desarrollar de nuevo la idea de la moda en el vestir, con un tabú contra la misma moda para más de una temporada. Este último proyecto era bastante astuto. Wilson pensaba que despertando el interés de las mentes femeninas por la indumentaria haría que los hombres tuvieron que luchar para satisfacer sus deseos. A la cultura le faltaba impulso y se estaba deslizando lentamente cuesta abajo. Intentó darles ese impulso que a ellos les faltaba.
Sus súbditos cooperaron en todos sus deseos pero lo hicieron de forma absorta y maquinal, como el perro que ejecuta un truco no porque lo comprenda sino porque su amo y dios así lo desea.
Pronto se cansó de ello.
Pero aún existía el misterio de los Grandes y, en especial, el misterio de su Puerta del Tiempo, para distraer su mente. Wilson tenía dos naturalezas en su interior: Era mitad aventurero y mitad filósofo. Ahora le tocaba el turno al filósofo.
Le resultaba intelectualmente necesario ser capaz de construir en su mente un modelo fisiomatemático para los fenómenos que tenían lugar en la Puerta. Logró crear uno, quizá no muy bueno pero sí satisfactorio para sus necesidades. Piénsese en una superficie plana, una hoja de papel o, mejor aún, un pañuelo de seda; de seda porque carece de rigidez y se dobla fácilmente, en tanto que mantiene todos los atributos relaciónales de un continuo de dos dimensiones en la misma superficie de la seda. Que las hebras del tejido sean la dimensión —o dirección—, del tiempo; que la urdimbre represente a las tres dimensiones espaciales.
Una mancha de tinta en el pañuelo se convierte en la Puerta. Doblando el pañuelo ese punto puede superponerse a cualquier otro punto de la seda. Apriétense los dos puntos entre el índice y el pulgar: Los controles quedan ajustados, la Puerta del Tiempo se abre y un habitante microscópico de este trozo de seda puede arrastrarse de un pliegue al otro sin necesidad de atravesar ninguna parte de la tela.
El modelo resulta imperfecto y la imagen estática, pero una imagen física se halla necesariamente limitada por la experiencia sensorial de la persona que la visualiza.
No lograba decidir si el concepto de doblar el continuo tetradimensional —tres dimensiones espaciales, una temporal—, sobre sí mismo para que la Puerta se "abriera", requería el concepto de otras dimensiones a través de las cuales doblarlo. Daba la impresión de que sí, pero quizá fuera sencillamente un atajo intelectual para la mente humana. Para el "doblado" no hacía falta nada aparte del espacio vacío, pero en sí mismo, el término "espacio vacío" no tenía ningún significado: Sus conocimientos matemáticos eran los suficientes como para saber eso.
Si hacían falta más dimensiones para "contener" un continuo tetra dimensional, entonces el número de dimensiones del espacio y el tiempo era necesariamente infinito: Cada orden requiere otro que lo mantenga.
Pero "infinito" era otro término carente de significado. 'Series abiertas" era algo mejor, pero no mucho.
Otra idea le hizo concluir irremediablemente que era probable que existiera al menos una dimensión más aparte de las cuatro que podían percibir sus sentidos, y esa idea vino de la propia Puerta. Llegó a ser muy hábil manejando sus controles pero nunca consiguió hacerse ni la más vaga idea de cómo funcionaba o cómo había sido construida. Le parecía que sus constructores debían ser necesariamente capaces de situarse fuera de los límites que le confinaban a él para anclar la Puerta en la estructura del espacio-tiempo. El concepto se le escapaba.
Tenía la sospecha de que los controles que veía eran, sencillamente, la parte que asomaba en el espacio conocido por él. El propio Palacio podía no ser más que una sección tridimensional de una estructura más compleja, y ello ayudaría a explicar la naturaleza de su arquitectura, de otro modo inexplicable.
Acabó poseyéndole el incontenible deseo de saber algo más sobre esas extrañas criaturas, los Grandes, que habían llegado para gobernar a la raza humana construyendo este Palacio y esta Puerta, desapareciendo luego otra vez en la nada y por cuya causa, sin que ellos lo supieran o desearan, se había visto arrancado de su vida para acabar a unos treinta milenios de distancia. Para la raza humana no eran más que un mito sagrado, una masa contradictoria de tradiciones. No quedaba imagen alguna de ellos, ni una sola huella de su escritura, y de sus obras sólo perduraban el Gran Palacio de Norkaal y la Puerta. Y el sentimiento de una pérdida irreparable en los corazones de la raza que habían gobernado, un sentimiento expresado en el mismo término con que se designaban: Los Olvidados.
Usando los controles y la imagen de observación fue volviendo atrás en el tiempo, buscando a los Constructores. Como ya había descubierto antes era un trabajo lento. Una sombra fugitiva, una tediosa búsqueda de huellas..., y el fracaso.
Una vez estuvo seguro de que había visto una sombra como ésa en la imagen. Dispuso los controles lo bastante atrás como para estar seguro de que la había rebasado, se proveyó de comida y bebida y esperó.
Esperó tres semanas.
La sombra podía haber pasado durante las horas que se veía obligado a perder en el sueño. Pero estaba seguro de hallarse en el período correcto y continuó su vigilancia.
La vio.
Estaba avanzando hacia la Puerta.
Cuando logró recobrar el control de sí mismo ya se hallaba a medio camino del corredor que salía del Salón. Se dio cuenta de que había estado gritando. Todo su cuerpo temblaba todavía.
Un poco después se obligó a volver hasta ahí y, con los ojos cuidadosamente apartados de la imagen, entró en la cabina de control y puso las esferas nuevamente en el cero. Se marchó a toda prisa del Salón y fue a sus aposentos. No tocó los controles ni volvió a entrar en el Salón hasta transcurridos dos años.
Lo que había hecho vacilar su cordura no era el miedo a una amenaza física, ni el aspecto de la criatura: No podía recordar nada que se le pareciese. Había sido una sensación de infinita tristeza, que fluyó por todo su ser durante ese momento, la impresión de una tragedia y una pena imposibles de soportar y a las que no había forma de huir, un cansancio infinito. Había sido asaltado brevemente por emociones que eran demasiado intensas y fuertes para su fibra espiritual, y no estaba más preparado para tal experiencia que lo está una ostra para tocar el violín.
Otro problema le molestaba: Él mismo y sus vagabundeos a través del tiempo. Seguía preocupándole que se hubiera encontrado consigo mismo regresando, por así decirlo, que hubiera hablado y combatido con su propia persona.
¿Cuál de ellos era él?
Sabía que era todos ellos pues recordaba haber sido cada uno. ¿Pero y cuando había más de uno presente?
Por pura necesidad se vio obligado a expandir el concepto de la no identidad.


—"Nada es idéntico a las demás cosas, ni siquiera a sí mismo"—, incluyendo al yo dentro de él. En un continuo tetradimensional cada acontecimiento es absolutamente individual, poseyendo sus coordenadas espaciales y su propia fecha. El Bob Wilson que era en ese mismo instante no era el Bob Wilson que había sido diez minutos antes. Cada uno era una sección discreta de un proceso tetradimensional. El uno se parecía al otro en muchos aspectos, igual que una rebanada de pan se parece a la que tiene al lado. Pero no eran el mismo Bob Wilson, pues diferían por cierta longitud de tiempo.
Cuando se había encontrado consigo mismo la diferencia se había hecho muy clara, pues la separación tenía lugar entonces más bien dentro del espacio que del tiempo, y él se hallaba equipado para ver una longitud espacial, en tanto que sólo era capaz de recordar una diferencia temporal. Si pensaba en el ayer podía recordar a gran cantidad de Bob Wilson diferentes: El recién nacido, el niño, el adolescente, el hombre. Todos era distintos, eso lo sabía. Lo único que les unía en una sensación de identidad era que su memoria continuaba de uno a otro.
Y eso era lo mismo que unía a los tres..., no, a los cuatro Bob Wilson en una tarde particularmente concurrida: Una memoria que pasaba por todos ellos. Lo único que seguía siendo notable en todo el asunto era la misma idea del viaje temporal.
Y unas cuantas cosillas más..., la naturaleza del "libre albedrío", el problema de la entropía, la ley de conservación de la energía y la masa. Ahora comprendía que las dos últimas necesitaban ser extendidas o generalizadas para incluir los casos en que la Puerta, o algo como ella, permitía una fuga de masa, energía o entropía desde una parte del continuo a otra. Por lo demás, permanecían inmutables y válidas. El libre albedrío era otro asunto. No era algo de lo que pudiera reírse, pues le había sido posible experimentarlo directamente..., y, con todo, su propia y libre voluntad había trabajado para crear la misma escena una y otra vez. Al parecer la voluntad humana debía ser considerada como uno de los factores que creaban los procesos dentro del continuo: "Libre para el yo, mecánica para quienes la observaran desde fuera".
Y, con todo, su último acto al huir de Diktor había cambiado aparentemente el rumbo de los hechos. Estaba aquí y gobernaba el lugar, llevando ya muchos años en ello, pero Diktor no había aparecido. ¿Era posible que cada acto de "auténtico" libre albedrío creara un futuro nuevo y distinto? Muchos filósofos así lo habían pensado.
Este futuro parecía no tener dentro de él ninguna persona como Diktor —el Diktor—, en todos sus puntos espaciales o temporales.
A medida que se acercaba el final de su primera década en el futuro, empezó a ponerse más y más nervioso, estando cada vez menos seguro de lo que antes había creído. "Maldito sea", pensó, "si Diktor quiere aparecer ya es hora de que lo haga". Tenía muchas ganas de vérselas con él y establecer quién iba a ser el jefe.
Dispuso agentes por todo el país de los Olvidados con instrucciones de arrestar a cualquier hombre que tuviera vello en el rostro, y traerle inmediatamente al Palacio. En cuanto al Salón de la Puerta, se encargó personalmente de vigilarlo.
Intentó buscar a Diktor en el futuro pero no tuvo suerte. Por tres veces localizó una sombra y la siguió, con la eterna tentación de ver el otro extremo del proceso, y acabó intentando encontrar su hogar original, a treinta mil años en el pasado.
Fue un trabajo difícil y largo. Cuanto más se alejaba el control temporal del centro, más pobre era su dominio sobre él. Le hizo falta mucha paciencia y práctica para detener la imagen más o menos a un siglo del período que deseaba. Durante tal experimento descubrió lo que antes había estado buscando, un control de fracciones: Una especie de dial, a decir verdad. Era tan sencillo de manejar como el control principal, pero había que darle la vuelta, en lugar de mover directamente la esfera.
Fue llegando al siglo veinte, aproximándose al año buscado gracias a los modelos de coche, estilos arquitectónicos y otros detalles fáciles de notar, y se detuvo en lo que creía era 1952. Un cuidadoso desplazamiento de los controles espaciales le llevó hasta la universidad de donde había partido, para lo cual necesitó varios intentos. La imagen no le permitía leer los carteles de las carreteras.
Localizó su pensión y llevó la Puerta hasta su propio cuarto. Estaba vacío y sin muebles.
Se alejó de la habitación y lo intentó un año antes. Éxito: Su propia habitación y sus muebles, pero sin nadie en ella. Fue rápidamente hacia atrás, buscando sombras.
¡Ahí! Detuvo la imagen. Había tres figuras en el cuarto y la imagen era demasiado pequeña y no había luz suficiente para estar seguro de si alguna de ellas era él o no. Se inclinó hacia adelante y estudió atentamente la escena.
Oyó un golpe sordo fuera de la cabina. Irguió el cuerpo y miró por encima de sus lados.
Tendida en el suelo había una figura humana. Junto a ella se encontraba un sombrero en bastante mal estado.
Permaneció totalmente inmóvil durante un período de tiempo imposible de precisar, contemplando los dos objetos que no debían estar ahí, el sombrero y el hombre, mientras los vientos de la locura barrían su mente haciéndola vacilar. No le hacía falta examinar la silueta inconsciente para identificarla. Sabía..., sabía que era su yo más joven, impulsado de forma involuntaria a través de la Puerta.
No era el hecho en sí lo que le hacía estremecerse. No había esperado que ocurriera, pues poco a poco había ido llegando a la conclusión de que vivía en un futuro distinto, un futuro alternativo al otro en que había sido originalmente transmitido por la Puerta. Con todo, había sido consciente de que podía ocurrir y el que ocurriera no le sorprendía.
Y cuando ocurrió, ¡estaba él como único espectador! Él era Diktor. Era el Diktor. ¡Era el único Diktor!
Jamás encontraría a Diktor y no podría dejar las cosas claras con él. No debía temer su aparición. Jamás había existido y jamás existiría otra persona llamada Diktor, porque Diktor jamás había sido o sería nadie aparte de él mismo.
Pensando ahora en ello, parecía obvio que él debía ser Diktor, y había muchas evidencias que señalaban en tal dirección. Y, con todo, no había sido obvio. Recordó que todas las similitudes entre él mismo y el Diktor habían surgido de causas racionales, normalmente de su deseo por imitar las características más ostensibles del "otro" y con ello consolidar su propia posición de poder y autoridad antes de que el "otro" Diktor apareciera. Por esa razón se había instalado en los mismos aposentos que había utilizado ese "Diktor", para que así fueran "suyos" antes de su llegada.
Cierto que su pueblo le llamaba Diktor, pero eso no le había hecho pensar nada raro; llamaban con ese título a cualquiera que les gobernara, incluso a los pequeños jefes locales que tenía como administradores suyos.
Se había dejado crecer una barba igual a la que había llevado Diktor, imitando en parte el precedente del "otro" pero, en realidad, para distinguirse más de los lampiños varones Olvidados. Le daba prestigio y aumentaba su calidad de tabú. Se acarició el barbudo mentón. Con todo, parecía extraño que no se hubiera acordado de que su apariencia actual encajaba perfectamente con la de "Diktor". "Diktor" había sido entonces mayor que él. Él tenía treinta y dos años, diez aquí y veintidós ahí.
Diktor le había parecido tener unos cuarenta y cinco años. Quizás un testigo carente de prejuicios pensaría que él tenía esa misma edad. Había canas en su barba y su cabello, estaban ahí desde el año en que su intentona de espiar a los Grandes se había visto coronada con un éxito demasiado grande. Tenía arrugas en el rostro.
Inquieto es el sueño del que manda, decía el proverbio... Gobernar un país, aunque sea una pacífica Arcadia, es algo que preocupa a un hombre y le mantiene despierto algunas noches.
No es que se estuviera quejando; había sido una buena vida, su posición en ella no podía ser más alta, y superaba con mucho a cualquier cosa que pudiera ofrecerle el remoto pasado.
En cualquier caso, había estado buscando a un hombre camino de los cincuenta, cuyo rostro recordaba vagamente después de diez años y del que no tenía imagen alguna. Nunca se le había ocurrido conectar ese rostro borroso con su cara actual, naturalmente que no.


Pero había otras pequeñas cosas. Arma, por ejemplo. Hacía unos tres años seleccionó a una joven de aspecto agradable y la asignó al personal de su residencia, bautizándola de nuevo como Arma por un recuerdo sentimental de la joven con la cual en tiempos se encaprichó. Era lógicamente necesario que ambas fueran la misma chica y que no hubiera dos Armas, sino una.
Pero, tal y como la recordaba, la "primera" Arma había sido mucho más bonita.
Hmmm..., debía ser su punto de vista personal el que había cambiado. No tenía más remedio que admitir la gran cantidad de ocasiones que había tenido para hartarse de la más exquisita belleza femenina, comparado con su joven amigo tendido en el suelo. Recordó con una risita cómo había llegado a serle necesario rodearse con un complicado sistema de tabúes para mantener alejadas de su persona a las jóvenes hijas de sus súbditos..., al menos, durante casi todo el tiempo. Había reservado para su uso particular una lengua que había en el río adyacente al Palacio, pudiendo así nadar sin verse ahogado por tanta sirena.
El hombre del suelo lanzó un gemido pero no abrió los ojos.
Wilson, el Diktor, se inclinó sobre él pero no hizo esfuerzo alguno por revivirle. Tenía buenas razones para creer que ese hombre no había sufrido ninguna herida grave. No deseaba despertarle hasta que no hubiera podido poner orden en sus propias ideas.
Pues tenía trabajo que hacer, un trabajo que debía hacerse meticulosamente y sin errores. Todo el mundo hace planes para asegurar su futuro, pensó con una sonrisa sardónica.
Eso estaba a punto de hacer él.
Estaba el asunto de ajustar la Puerta para cuando llegara el momento de mandar nuevamente al pasado a su yo anterior. Cuando sintonizó su cuarto, hacía unos minutos, llegó en el instante inmediatamente anterior a la brusca expedición de ese yo a través de la Puerta. Al mandarle hacia atrás debía hacer un leve ajuste del control temporal colocándolo en un instante alrededor de las dos de esa tarde en particular. Eso sería bastante sencillo: Lo único que debía hacer era registrar un sector bastante corto hasta encontrar a su yo anterior, solo y trabajando en su escritorio.
Pero la Puerta había aparecido en ese cuarto una hora después; él mismo acababa de hacer que ocurriera. Se sintió confundido.
Un momento...; si cambiaba el ajuste del control temporal, la Puerta aparecería en su habitación por primera vez un poco antes, permanecería ahí y, sencillamente, se uniría a su "reaparición" aproximadamente una hora después, confundiéndose con ella. Sí, eso era. Para una persona que se encontrara en la habitación todo sería como si la Puerta hubiera estado allí todo el tiempo, desde las dos, más o menos.
Tal y como había estado. Él cuidaría de que así fuera.
Aún teniendo experiencia con los fenómenos causados por la Puerta le hacía falta un esfuerzo intelectual muy fuerte y sutil para pensar en términos distintos a los de la simple duración, adoptando un punto de vista eterno.
Y aquí estaba el sombrero. Lo cogió y se lo puso. No le iba demasiado bien, sin duda porque ahora llevaba el cabello más largo. El sombrero debía ser colocado allí donde lo encontraría... Oh, sí, en la cabina de control. Y el cuaderno de notas, también.
El cuaderno de notas, el cuaderno de notas... Mmmm... Ahí había algo raro. Cuando el cuaderno de notas que robó se fue deteriorando con el tiempo hasta quedar casi ilegible, y de eso hacía unos cuatro años, él transcribió cuidadosamente su contenido a un nuevo cuaderno, más bien para refrescar los recuerdos de su lengua original que por su posible necesidad como guía. El cuaderno viejo y gastado lo destruyó: Era el nuevo el que ahora tenía la intención de buscar y dejar allí para que fuera encontrado.
En tal caso, jamás existieron dos cuadernos de notas. El que tenía ahora se convertiría, tras haber sido llevado mediante la Puerta a un punto situado diez años en el pasado, en el cuaderno de notas del cual lo había copiado. Eran, sencillamente, segmentos distintos del mismo proceso físico, manipulados mediante la Puerta para que durante cierta longitud de tiempo corrieran paralelos uno al otro.
Como había hecho él mismo... una tarde.

Deseó no haber tirado el viejo cuaderno. Si lo tuviera a mano podría compararlos y convencerse a sí mismo de que eran idénticos, salvo por el desgaste de la creciente entropía sufrida.
¿Pero cuándo había aprendido el idioma para poder preparar tal vocabulario? Naturalmente, cuando lo copió conocía el idioma y, en realidad, no le hacía falta copiarlo.
Pero lo había copiado.
Había dejado claro el proceso físico en su mente, pero el proceso intelectual que representaba era totalmente circular. Su yo más anciano le había enseñado a su yo más joven un idioma que el más anciano conocía porque el más joven, después de haber sido enseñado, creció hasta convertirse en el yo más anciano, y fue, por lo tanto, capaz de enseñárselo.
¿Pero dónde había empezado todo?
¿Qué viene primero, la gallina o el huevo?
Le das de comer ratas a los gatos, despellejas a los gatos y los restos de los gatos se los das de comer a las ratas que, a su vez, sirven de comida a los gatos. La granja peletera del movimiento continuo.
Si Dios creó el mundo, ¿quién creó a Dios?
¿Quién escribió el cuaderno de notas? ¿Quién dio comienzo a la cadena?
Sintió la desesperación intelectual de todo filósofo honesto. Sabía que sus oportunidades de entender semejantes problemas eran las mismas, aproximadamente, que tiene un perro de entender cómo aparece su comida dentro de las latas. La psicología aplicada quedaba más a su alcance... y eso le hizo acordarse de que había ciertos libros que su yo encontraría muy útiles para aprender a vérselas con los asuntos políticos del país que iba a gobernar. Hizo una nota mental referente a esa lista.
El hombre del suelo volvió a removerse y acabó sentándose. Wilson sabía llegado el momento en que debía asegurar su pasado. No estaba preocupado; notaba la segura confianza del jugador que está "caliente", que sabe cuál va a ser la próxima tirada de los dados.
Se inclinó sobre su otro yo.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó.
—Supongo que sí —murmuró el joven con voz pastosa. Se llevó la mano a la cara, cubierta de sangre—. Me duele la cabeza.
—Ya me lo imaginaba —dijo Wilson—. Cruzaste de forma algo confusa y creo que al aterrizar te diste un golpe en la cabeza.
Su yo más joven no pareció entender del todo sus palabras en el primer momento. Miró a su alrededor con cara de confusión, como si intentara averiguar dónde se encontraba.
—¿Cruzar? —acabó diciendo—. ¿Cruzar el qué?
—La Puerta, naturalmente —le explicó Wilson.
Señaló con la cabeza hacia la Puerta, con la sensación de que el verla serviría para orientar al todavía mareado Bob joven.
El joven Wilson miró por encima del hombro en la dirección indicada, dio un respingo, se estremeció y cerró los ojos. Los abrió de nuevo tras lo que pareció ser una breve plegaria, volvió a mirar y dijo:
—¿Aparecí a través de eso?
—Sí —le confirmó Wilson.
—¿Dónde estoy?
—En el Salón de la Puerta del Gran Palacio de Norkaal. Pero, más importante que eso —añadió Wilson—, es cuándo estás. Has avanzado algo más de treinta mil años.
Saber eso no pareció tranquilizarle. Se puso en pie y avanzó tambaleándose hacia la Puerta. Wilson le puso la mano en el hombro, deteniéndole.
—¿Adónde vas?
—¡Voy a regresar!
—No tan rápido. 
No osaba correr el riesgo de permitírselo, no hasta haber ajustado nuevamente la puerta. Además, seguía borracho; le apestaba el aliento.
—Regresarás, desde luego, te doy mi palabra. Pero antes, deja que cuide tus heridas. Y deberías descansar un poco. Tengo ciertas explicaciones que darte y, cuando vuelvas, hay algo que podrías hacer, algo que redundaría en beneficio de los dos. Muchacho, nos aguarda un gran futuro a los dos... ¡Un gran futuro!
¡Un gran futuro!


FIN