2023/04/24

Treinta días tenía septiembre (Robert F. Young)


Título original: Thirty days had September
Año: 1957


El letrero en el escaparate decía:
 
Maestra de Escuela en Venta
Baratísima
 
Y en letras más pequeñas:
 
Puede cocinar, coser y sabe desenvolverse en el hogar.
 
Al verla, Danby pensó en pupitres, borradores y hojas de otoño; en libros, sueños y risas. El dueño de aquel pequeño almacén de segunda mano la había ataviado con un vestido de alegres colores y unas minúsculas sandalias rojas. Permanecía en una caja, colocada en posición vertical en el escaparate, igual que una muñeca de tamaño natural, esperando que alguien la volviese a la vida.
Danby intentó descender de la calle hacia el estacionamiento donde tenía su Baby Buick. Probablemente, Laura tenía ya una cena automatizada dispuesta en la mesa y se pondría furiosa si llegaba tarde. Sin embargo, continuó donde se hallaba, alto y delgado, con su juventud aún cercana, refugiada en sus pardos y ávidos ojos, mostrándose débilmente en la suavidad de sus mejillas.
Su inercia lo molestó. Había pasado mil veces junto al almacén en su camino desde el estacionamiento a la oficina y viceversa, pero aquella era la primera vez que se detuvo para mirar el escaparate.
Pero..., ¿no era ésta la primera vez que el escaparate exhibía algo que le interesara?
Danby intentó afrontar la pregunta. ¿Le interesaba una maestra de escuela? No mucho. Sin embargo, Laura precisaba de alguien que le ayudase en las faenas domésticas, mientras no pudieran hacer frente al gasto de una criada automática y Billy, sin duda, sacaría provecho de algunas lecciones particulares, además de la televisión, ahora que se aproximaban los exámenes más difíciles.
Su cabello lo hizo pensar en la luz del sol de septiembre, y su rostro en un día de septiembre. Una neblina otoñal lo envolvió y, de súbito, su inercia lo abandonó por completo y empezó a caminar, pero no en la dirección que antes pensó.
—¿Cuánto vale la maestra de escuela del escaparate? —preguntó.
Antigüedades de toda clase se hallaban esparcidas por el interior del almacén. El dueño era un hombre viejo y menudo, con espeso cabello blanco y ojos de color del pan de jengibre. También tenía aspecto de antigüedad.
—¿Le gusta, señor? Es muy hermosa —fulguró ante la pregunta de Danby.
 Danby se sonrojó.
—¿Cuánto? —repitió.
—Cuarenta y nueve dólares con noventa y cinco centavos, más cinco dólares por la caja.
Danby apenas podía creerlo. Ante la escasez de maestras, lo lógico sería que el precio aumentara y no disminuyera. Un año antes, cuando pensó comprar una maestra de tercer grado reconstruida para que ayudase a Billy en su trabajo teleescolar, el precio más bajo que pudo encontrar sobrepasó los cien dólares. Sin embargo, la habría comprado de no haberle disuadido Laura. Su mujer nunca fue a una verdadera escuela y no lo comprendía.
¡Pero cuarenta y nueve dólares con noventa y cinco centavos! ¡Y también podía cocinar y coser! Seguro que Laura no tendría inconveniente. No lo habría, desde luego, a menos que él le diese oportunidad.
—¿Está... está en buen estado?
El rostro del dueño se oscureció.
—Ha sido completamente restaurada, señor. Nuevas baterías, nuevos motores. Sus cintas magnetofónicas pueden funcionar aún otros diez años y sus memorizadores, probablemente, durarán para siempre. Pase por aquí. La entraré y se la mostraré.
La caja estaba montada sobre ruedas, pero resultaba difícil de manejar.  Danby ayudó al viejo a empujarla fuera del escaparate y dentro del almacén. Permanecieron junto a la puerta, donde la luz era más clara.
El viejo retrocedió admirativamente.
—Quizás soy anticuado —dijo—, pero aún creo que los telemaestros jamás podrán compararse con los de verdad. Usted fue a una verdadera escuela, ¿no es cierto, señor?
Danby efectuó un gesto afirmativo.
—Lo pensé. Es curioso que nunca deje de advertirse.
—Póngala en funcionamiento, por favor —rogó Danby.
El activador era un pequeño botón, oculto detrás del lóbulo de la oreja izquierda. El dueño buscó a tientas durante un momento antes de encontrarlo; luego se escuchó un pequeño «clic», seguido de un suave y casi inaudible ronroneo. Al punto, el rubor se insinuó en sus mejillas, el pecho comenzó a elevarse y descender, los azules ojos se abrieron.
Las uñas de Danby se clavaron en las palmas de sus manos.
—Hágala decir algo.
—Puede responder casi todo, señor —afirmó el viejo—. Palabras, escenas, situaciones... Si decide tomarla y no queda satisfecho, devuélvala y tendré sumo gusto en restituirle su dinero. —Se colocó frente a la caja—. ¿Cuál es su nombre? —preguntó a la maestra.
—Señorita Jones. —Su voz era una brisa de septiembre.
—¿Su ocupación?
—Soy maestra de cuarto grado, señor, pero puedo desempeñar además los grados primero, segundo, tercero, quinto, sexto, séptimo y octavo, y tengo amplia formación humanística. Soy también hábil en las tareas domésticas, buena cocinera y puedo efectuar trabajos sencillos, tales como coser botones, zurcir calcetines, remendar descosidos y rasgaduras en la ropa.
—Pusieron muchos alicientes a los últimos modelos —explicó el viejo a  Danby—. Cuando al fin comprendieron que la teleeducación se implantaría, empezaron a hacer todo lo posible para derrotar a las compañías de cereales. Pero no lograron nada... Salga fuera de su caja, señorita Jones. Muéstrenos lo bien que sabe caminar.
Cruzó la pardusca habitación, con sus pequeñas sandalias rojas que centelleaban sobre el polvoriento suelo, con su vestido que era como un alegre chaparrón de colores. Permaneció en espera junto a la puerta.
A Danby se le hizo difícil hablar.
—Perfectamente —dijo por fin—. Póngala de nuevo en su caja; me la llevo.


—¿Algo para mí, papito? —gritó Billy—. ¿Algo para mí?
—Claro —confirmó Danby mientras empujaba la caja por el sendero de acceso para levantarla sobre el diminuto porche de entrada—. Y también para tu madre.
—Esperemos que valga la pena —cortó Laura, con los brazos cruzados en la puerta—. La cena está como una piedra.
—Puedes calentarla —repuso Danby—. ¡Mira, Billy!
Levantó la caja sobre el umbral, respirando con alguna dificultad, y la hizo entrar por el corto vestíbulo hasta la sala de estar. Ésta se hallaba invadida por un joven con chaqueta de color rosa que se había invitado a sí mismo a través de la pantalla de 120 pulgadas, desde donde se proclamaba ruidosamente la superioridad del nuevo Lincolnette 2061 convertible.
—¡Ten cuidado con la alfombra! —advirtió Laura.
—No te preocupes, no estropearé tu alfombra —aseguró Danby—. ¿Querría alguien, por favor, apagar la televisión para que tengamos un momento de tranquilidad?
—Yo la apagaré, papito. —Con sus zancadas de niño de nueve años, Billy cruzó la habitación y silenció al joven de la chaqueta rosa.
Danby hurgó en la cubierta de la caja, notando la respiración de Laura sobre la parte posterior de su cuello.
—¡Una maestra de escuela! —silbó la mujer con voz entrecortada al descubrir el contenido—. ¡Con todas las cosas que un hombre adulto podría traer al hogar para su esposa y apareces con esto!
—No es una maestra de escuela corriente —dijo  Danby—. Puede cocinar, coser, puede... Puede hacerlo exactamente todo. Siempre andas lamentándote que necesitas una criada. Bien, ahora ya la tienes. Y Billy tiene alguien que lo ayude en sus telelecciones.
—¿Cuánto? —Danby se dio cuenta por primera vez de lo afilado que era el rostro de su esposa.
—¡Cuarenta y nueve dólares con noventa y cinco centavos!
—¡Cuarenta y nueve dólares con noventa y cinco centavos! ¿Estás loco? Estuve ahorrando para cambiar nuestro Baby Buick por un nuevo Cadillette y tú lo malgastas en una vieja y estropeada maestra de escuela. ¿Qué sabe de teleeducación? ¡Si está anticuada en cincuenta años!
—¡No quiero que me ayude en mis telelecciones! —gritó Billy, mirando hoscamente hacia la caja—. Mi telemaestro dice que esas viejas maestras de forma humana no servían para nada. ¡Y les pegaban a los niños!
—¡No es verdad! —repuso Danby—. Sé lo que digo porque fui a una verdadera escuela todo el tiempo hasta el octavo grado. —Se volvió hacia Laura—. ¡Funciona bien, no está anticuada y sabe más acerca de la auténtica educación de lo que jamás sabrán tus telemaestros! Puede coser, puede cocinar.
—¡Entonces dile que caliente nuestra cena!
—¡Lo haré!
Introdujo la mano en la caja, bajó el pequeño interruptor del activador y, cuando se abrieron los ojos azules, dijo:
—Venga conmigo, señorita Jones —y la condujo al interior de la cocina.
Quedó sumamente complacido de la forma como ella respondió a sus instrucciones. La cena fue retirada de la mesa en un santiamén y puesta de nuevo en un abrir y cerrar de ojos, caliente, humeante y deliciosa.
Laura se ablandó.
—Bien.
—¡Claro que bien! —exclamó Danby—. Dije que podía cocinar, ¿no es cierto? Ahora ya no tendrás que quejarte de interruptores trabados, de uñas rotas, de...
—Está bien, George. No insistas.
Su rostro había vuelto a la normalidad, si bien aún parecía un poco afilado, pero ello habitualmente formaba parte de su atractivo, al igual que sus oscuros y cariñosos ojos y su boca de forma tan exquisita.
 Acababa de hacerse reforzar los pechos de nuevo y, en verdad, tenía un aspecto formidable con su nuevo negligé oro y escarlata. Puso un dedo bajo la barbilla de ella y la besó.
—Bueno, comamos —dijo.
Por alguna razón se había olvidado de Billy. Desde la mesa, vio a su hijo en el umbral de la puerta, mirando fija y tristemente a la señorita Jones, ocupada en preparar el café.
—¡No me pegará! —afirmó Billy, sosteniendo la mirada de su padre.
Danby rio. Se sentía mejor, ahora que la mitad de la batalla estaba ganada. La otra mitad podía ser atendida más tarde.
—Por supuesto que no va a pegarte —aseguró—. Ahora ven y sírvete la cena como un niño bueno.
—Sí —asintió Laura—, y date prisa. Dan  Romeo y Julieta en La Hora del Oeste y no quiero perdérmela.
Billy cedió.
—Bueno, está bien —dijo.
Sin embargo, evitó a la señorita Jones mientras entraba en la cocina y ocupaba su asiento en la mesa.


Romeo Montesco lió un cigarrillo con hábiles dedos, lo puso entre sus labios oscurecidos por el sombrero de ala ancha y lo encendió con un fósforo de cocina. Después condujo a su lustroso caballo hacia la ladera iluminada por la luna en dirección al rancho de los Capuletos.
—Me conviene mostrarme prudente —soliloquió—. Los altivos Capuletos, pastores y enemigos hereditarios de mi familia, descendiente de nobles ganaderos, me abatirán de un disparo sin contemplaciones, de presentarse la oportunidad. Pero esa muchacha que encontré esta noche en el calvero bien merece el riesgo.
Danby frunció el entrecejo. Nada tenía en contra de las readaptaciones de los clásicos, pero a su entender, quienes las escribían, se extralimitaban con sus eternos conflictos entre ganaderos y ovejeros. Con todo, Laura y  Billy no parecían hacer el menor caso. Inclinados hacia adelante en sus sillones especiales, miraban fija y extasiadamente la pantalla de 120 pulgadas. Tal vez los especialistas que escribían las obras tenían razón.
Hasta la señorita Jones parecía interesada..., pero eso resultaba imposible, recordó Danby. No podía estar interesada. Nada significaba el hecho que sus ojos azules estuviesen enfocados sobre la pantalla; lo único que hacía realmente era estar sentada allí, consumiendo sus baterías. Debería haber seguido el consejo de Laura y desconectarla.
El caso es que no tuvieron corazón para hacerlo. Era una crueldad privarla de la vida, aun temporalmente.
Danby experimentó una sensación de ridículo. Se movió irritado en su sillón al darse cuenta que había perdido el hilo de la obra. Cuando lo recuperó, Romeo había escalado el muro del rancho Capuleto y, tras deslizarse a través del huerto, se hallaba en un florido jardín.
Julieta Capuleto salió al balcón cruzando un par de antiguas puertas francesas. Llevaba un traje blanco de vaquera —o de ovejera—, con una falda de la longitud del muslo, y un sombrero de ala ancha coronaba sus abundantes y descoloridos cabellos rubios. Se asomó a la baranda del balcón y escrutó el interior del jardín.
—¿Dónde estás, Romeo? —dijo, arrastrando las palabras.
—¡Esto es ridículo! —exclamó bruscamente la señorita Jones—. ¡Las palabras, los trajes, la acción, el lugar..., todo es incorrecto!
Danby quedó atónito. Recordó entonces lo que el dueño del baratillo había dicho acerca de su respuesta a escenas y situaciones tanto como a palabras. En realidad, había entendido que el viejo se refería a las escenas y situaciones inherentes a sus obligaciones como maestra, no  todas las escenas y situaciones.
Una molesta prevención cruzó por la mente de Danby. Advirtió que tanto Laura como Billy se habían apartado de su alimento visual y observaban a la señorita Jones con ojos incrédulos. El momento era crítico.
Se aclaró la garganta.
—La obra no es realmente incorrecta, señorita Jones —explicó—. Sólo ha sido escrita de nuevo. ¿No lo comprende? Nadie le prestaría atención en su estado original. Sin público, sin patrocinadores, ¿cuál sería su sentido?
—¿Pero tenían que convertirla en un western?
Danby miró con aprensión a su esposa. La incredulidad había sido reemplazada por un furioso resentimiento. Con precipitación se volvió hacia la señorita Jones.
—Los westerns están ahora de moda, señorita Jones —explicó—. Es una especie de renacimiento de los primeros días de la televisión. Como gustan a la gente, los patrocinadores los auspician y los escritores buscan nuevo material para ellos.
—¡Pero vestir a Julieta con traje de vaquera! Está por debajo del nivel de los espectáculos más ínfimos.
—George, ya basta —la voz de Laura era glacial—. Te dije que estaba cincuenta años anticuada. ¡O la desconectas o me voy a dormir!
Danby suspiró y se puso en pie. Se sintió avergonzado al aproximarse a la señorita Jones y buscar a tientas el pequeño botón detrás de su oreja izquierda. Ella le observó con sosiego, con sus manos reposando inmóviles sobre su regazo, su respiración yendo y viniendo rítmicamente a través de sus sintéticas fosas nasales.
Fue como cometer un asesinato. Danby se estremeció mientras regresaba a su sillón.
—¡Tú y tus maestras de escuela! —le reprochó Laura.
—¡Cállate! —cortó Danby.
Miró la pantalla e intentó interesarse por la emisión. No lo consiguió. El siguiente programa presentó una historia policíaca titulada Macbeth. Tampoco le agradó. Echó una mirada subrepticia a la señorita Jones. Su pecho estaba ahora inmóvil, sus ojos cerrados. La estancia parecía horriblemente vacía.
Al final no pudo soportarlo más. Se levantó.
—Voy a dar un paseo en coche —informó a Laura, y salió.


Hizo salir al Baby Buick fuera de la pequeña calzada para coches y se dirigió por la calle suburbana en dirección a la avenida, mientras se preguntaba una y otra vez por qué una antigua maestra de escuela lo había afectado de esta manera. No se trataba simplemente de nostalgia, aunque algo también había en sus sentimientos: Nostalgia de septiembre, de la escuela, de la entrada a clases en las mañanas de septiembre, de ver como la maestra salía del pequeño cuarto junto a la pizarra al sonar la campana y decía: Buenos días, niños. ¿No es un hermoso día para estudiar?»
Pero nunca le gustó la escuela más que a los otros chicos. Septiembre tenía aún importancia para él por algo más que los libros y los sueños de otoño. Era algo que perdió en alguna parte a lo largo de su vida, algo indefinible, intangible, algo que ahora necesitaba con desesperación.
Danby hizo girar el Baby Buick avenida abajo, virando entre los fugaces automóviles. Al dar vuelta para entrar en la calle lateral que conducía a Friendly Fred's, vio un nuevo puesto en la esquina con un gran letrero que rezaba:
 
¡HOT DOGS GIGANTES A LAS BRASAS!
¡Pruebe un auténtico hot dog a la parrilla!
¡Próxima apertura!
 
Pasó de largo y entró en el estacionamiento cercano a Friendly Fred's. Salió del coche hacia la noche estrellada de primavera y se acercó al local. Pese a hallarse atestado, se las arregló para encontrar un compartimiento vacío. Introdujo una moneda de 25 centavos en el distribuidor y marcó una cerveza.
La sorbió pensativamente en su vaso de papel parafinado. El compartimiento estaba mal ventilado y olía a su último ocupante, un bebedor de vino, supuso Danby. Pensó en los viejos tiempos, cuando el aislamiento en los bares era desconocido y había que permanecer mezclado con los restantes clientes con el desagradable resultado que cada uno sabía lo que los demás bebían y el grado de borrachera que alcanzaban. Su pensamiento volvió luego a la señorita Jones.
Una pequeña pantalla de televisión sobre el distribuidor de bebidas anunciaba: ¿Tiene problemas? Sintonice a Friendly Fred, que escuchará sus penas (sólo 25 centavos por tres minutos). Danby deslizó una moneda de un cuarto de dólar en la ranura correspondiente. Se escuchó un chasquido y la moneda repiqueteó en el recipiente de devoluciones, al mismo tiempo que la voz grabada de Friendly Fred decía:
—Ocupado en este momento, compañero. Estaré con usted dentro de un minuto.
Después de un minuto y otra cerveza, Danby efectuó un nuevo intento. Esta vez, la pantalla se iluminó y el rostro de Friendly Fred adquirió progresiva nitidez.
—Hola, George. ¿Cómo va?
—No demasiado mal, Fred. No demasiado mal.
—Podría ser mejor, ¿eh?
Danby hizo un gesto afirmativo con la cabeza:
—Lo adivinó, Fred. Lo adivinó. —Miró al pequeño mostrador con su solitaria cerveza—. Yo... compré una maestra de escuela —confesó.
—¡Una maestra de escuela!
—Admito que es extraño, pero pensé que quizás el niño necesitaría un poco de ayuda en sus lecciones..., los exámenes más difíciles llegarán pronto y ya sabe como se sienten los niños cuando no envían las respuestas correctas y no pueden ganar un premio. Y luego creí..., es una maestra de escuela especial, ¿comprende, Fred?..., pensé que ayudaría a Laura en las faenas de la casa. Cosas como ésas.
Su voz se apagó poco a poco mientras levantaba su vista hacia la pantalla.  Friendly Fred movía su amistoso rostro con solemnidad. Sus carrillos temblaron ligeramente.
—George,  escúcheme. Deshágase de esa maestra. ¿Me oye, George? Deshágase de ella. Esas maestras androides son tan perjudiciales como las auténticas..., las de carne y hueso, quiero decir. ¿Sabe por qué, George? No lo creerá, pero yo lo sé. Acostumbraban pegar a los niños. Es cierto, les pegan... — Se oyó un zumbido y la pantalla se hizo borrosa—. Ha terminado el tiempo, George. ¿Desea el importe de otro cuarto de dólar?
—No, gracias —repuso Danby. Acabó su cerveza y se marchó.


¿Odiaban todos realmente a las maestras de escuela? Y si era así, ¿por qué no odiaban todos también a los telemaestros?
Danby consideró esta paradoja durante todo el día siguiente, en el trabajo. Cincuenta años atrás pareció que los maestros androides iban a resolver el problema educativo tan eficazmente como la reducción de tamaño y precio de los automóviles había resuelto el problema económico. Con el cambio de siglo, no obstante, aunque los androides remediaron el déficit de maestros, sólo lograron poner en relieve el otro aspecto del problema, el déficit de escuelas. ¿Para qué servía disponer de suficientes maestros cuando no existía el número de aulas indispensable para la enseñanza? ¿Cómo se hallaría el dinero para construir nuevas escuelas, cuando el país tenía la necesidad constante de más nuevas y mejores autopistas?
Era absurdo decretar que la construcción de escuelas públicas debería tener prioridad sobre la de carreteras ya que, de descuidarse éstas, automáticamente disminuía la tendencia del ciudadano medio a comprar nuevos automóviles, debilitando de este modo la economía y precipitando una depresión. Esto hacía la construcción de nuevas escuelas algo más difícil de lo que era antes.
Aceptado esto, había que descubrirse ante las compañías de cereales. Al introducir los telemaestros y la teleeducación, habían salvado la situación. Un simple maestro en una habitación, con una pizarra a un lado y una pantalla de cine al otro, era capaz de impartir clases a cincuenta millones de alumnos. Si alguno de ellos se sentía molesto por el sistema de enseñanza, no tenía más que cambiar de canal para sintonizar otro de los programas teleeducativos patrocinados por las numerosas compañías de cereales. (Por supuesto, era responsabilidad de los padres del alumno que éste no se saltase las clases o sintonizara el grado siguiente antes de aprobar los exámenes correspondientes.)
Pero la mejor característica de tan ingenioso sistema era el feliz hecho que las compañías de cereales sufragaban todos los gastos, dispensando de este modo al contribuyente de una de sus más onerosas obligaciones y dejando sus bolsillos más preparado para afrontar los impuestos sobre las ventas, impuestos de gasolina, peajes y pagos de automóvil. Y todo lo que las compañías de cereales pedían, a cambio de este admirable servicio público, era que los alumnos —y, preferiblemente, también los padres— consumiesen sus productos.
Por lo tanto, no existía tal paradoja después de todo. Una maestra de escuela era un anatema, porque simbolizaba gasto; una  telemaestra era una respetable servidora pública, porque simbolizaba una gran concentración económica. Aunque la diferencia, Danby la sabía, iba mucho más allá.
El odio hacia las maestras de escuela era en parte atávico a consecuencia de las campañas de propaganda que las compañías de cereales lanzaron al poner su idea en práctica. Eran responsables del mito, ampliamente  difundido, que las maestras androides pegaban a sus alumnos y con frecuencia reactualizado en precisión por si alguien lo dudase aún.
La cuestión radicaba en que la mayor parte de los ciudadanos eran  teleeducados y, por lo tanto, no conocían la verdad. Danby era una excepción. Nació en una pequeña ciudad cuya localización montañosa hizo imposible la recepción de la televisión; antes que su familia emigrase asistió a una verdadera escuela. Por eso sabía que las maestras de escuela no pegaban a sus alumnos.
A menos que Androides Inc. hubiera distribuido por error uno o dos modelos deficientes. Y eso no era probable. Androides Inc. era una sociedad muy eficiente. Crearon excelentes mozos de estación de servicio, sin contar la reconocida calidad de sus taquígrafas, camareras y criadas.
Naturalmente, no estaban al alcance del negociante medio ni del padre de familia tipo... Pero, ¿no constituía todo eso una razón de más por la que Laura debería sentirse satisfecha con una sirvienta eficiente?
Pero no se sentía satisfecha. Cuando Danby llegó a casa aquella noche y la miró al rostro supo, sin asomo de dudas, que no se sentía satisfecha.
Jamás había visto sus mejillas tan contraídas, sus labios tan delgados.
—¿Dónde está la señorita Jones? —preguntó.
—En su caja —respondió Laura—. ¡Y mañana por la mañana la devolverás a quien la compraste y harás que te restituyan nuestros cuarenta y nueve dólares con noventa y cinco centavos!
—¡No me pegará otra vez! —gritó Billy, sentado en cuclillas frente a la pantalla del televisor.
Danby palideció.
—¿Le pegó?
—Bueno, no exactamente —dijo Laura.
—¿Lo hizo o no lo hizo? —insistió Danby.
—¡Explícale lo que dijo de mi telemaestra! —gritó Billy.
—Dijo que la maestra de Billy no estaba capacitada para enseñar ni a caballos.
—¡Y cuéntale lo que dijo de Héctor y Aquiles!
—Dijo que era una vergüenza sacar un melodrama de vaqueros e indios de una obra clásica como la Ilíada y llamarlo educación.
La historia salió gradualmente. La señorita Jones mostró, al parecer, una gran inquietud intelectual desde el mismo momento en que Laura la conectó por la mañana. Según la señorita Jones, todo en la casa de Danby era malo, desde los programas de teleeducación que Billy miraba en el pequeño televisor rojo de su habitación, y los programas matutinos y vespertinos que Laura contemplaba en el gran televisor de la sala de estar, hasta el diseño del papel para las paredes del vestíbulo (pequeños cadilletes rojos, retozando a lo largo de entrelazadas cintas de carretera), la ventana en forma de parabrisas de la cocina y la escasez de libros.
—¿Te das cuenta? —dijo Laura—. ¡Cree que aún se editan libros!
—Todo lo que deseo saber —manifestó Danby—, es si le pegó.
—Te lo estoy explicando.
Alrededor de las tres, la señorita Jones quitaba el polvo en el cuarto de Billy, que miraba obedientemente sus lecciones, sentado en su pequeño pupitre, absorto en los esfuerzos de los vaqueros por conquistar el poblado indio de Troya. De repente, la señorita Jones cruzó la habitación como una loca, enunció sacrílegos comentarios acerca de la alteración de la Ilíada, y apagó el aparato justamente en medio de la clase. Entonces fue cuando Billy comenzó a gritar; al irrumpir Laura en la habitación, encontró a la señorita Jones asiendo su brazo con una mano y levantando la otra para dar el golpe.
—Llegué a tiempo —concluyó Laura—. No sabes lo que pudo haber hecho. ¡Pudo haberlo matado!
—Lo dudo —cortó Danby—. ¿Qué sucedió luego?
—Tomé a Billy para apartarlo de ella y le ordené que se retirase a su caja. Después cerré la tapa. ¡Y te juro, George Danby, que permanecerá cerrada! ¡Mañana por la mañana la devolverás, si quieres que Billy y yo continuemos viviendo en esta casa.
 
Danby se sintió mal toda la noche. Apenas probó la cena y languideció durante La Hora del Oeste, echando vistazos fugaces, cuando Laura no lo miraba, hacia la caja que permanecía silenciosa junto a la puerta. La heroína de La Hora del Oeste era una bailarina, una rubia que medía 98-60-95, llamada Antígona. Por lo visto, sus dos hermanos se habían matado el uno al otro en un tiroteo y el sheriff del lugar, un personaje llamado Creón, sólo permitió a uno de ellos un entierro decente en Boot Hill, insistiendo de modo ilógico en que el otro fuese abandonado en el desierto como pasto para buitres. Antígona mantenía otro punto de vista ante su hermana Ismenia; si un hermano merecía una tumba respetable, el otro también. Antígona iba a remediar esta situación. ¿Querría Ismenia ayudarla? Pero Ismenia era cobarde, por lo que Antígona decidió solucionar el problema por sí misma. Luego, un viejo explorador llamado Tiresias se dirigía hacia el pueblo y...
Danby se levantó sin ruido, se deslizó al interior de la cocina, y salió por la puerta de la cocina. Subió al automóvil y condujo hacia la avenida, con todas las ventanillas abiertas y el aire cálido golpeando su rostro.
El puesto de hot dogs de la esquina estaba casi concluido. Le echó una perezosa ojeada mientras giraba por la calle lateral. Había cierto número de compartimientos vacíos en Friendly Fred's y escogió uno al azar. Tomó varias cervezas, de pie en el pequeño mostrador solitario, y pensó durante largo rato. Seguro que su esposa e hijo se habían ido a dormir, volvió a su hogar, abrió la caja de la señorita Jones, y la conectó.


—¿Iba a pegar a Billy esta tarde? —preguntó.
Los ojos azules lo miraron con firmeza, mientras las pestañas temblaban a rítmicos intervalos y las pupilas se ajustaban gradualmente a la lámpara de la sala de estar, que Laura dejó encendida.
—Soy incapaz de golpear a un ser humano, señor. Creo que la cláusula está en mi garantía.
—Me temo que su garantía caducó hace algún tiempo, señorita Jones —repuso Danby. Su voz era espesa y sus palabras se confundían—. Pero no importa. Le tomó del brazo de todas formas, ¿no es cierto?
—Tuve que hacerlo, señor.
Danby frunció el entrecejo. Volvió a la sala de estar, caminando como si sus piernas fuesen de goma.
—Venga y siéntese. Explíquemelo todo, señ... señorita Jones —dijo.
La vio salir desde su caja y cruzar la habitación. Había algo extraño en su modo de andar. Su paso ya no era ligero, su cuerpo ya no parecía delicadamente equilibrado. Con sobresalto, se dio cuenta que cojeaba.
Se sentó en el canapé y se acomodó junto a ella.
—Le pegó patadas, ¿verdad? —inquirió.
—Sí, señor. Tuve que retenerle o hubiera continuado.
Una luz rojiza llenó la estancia. Luego, sutilmente, ésta se disipó ante la naciente comprensión que en sus manos se hallaba el arma psicológica con la cual podría reprimir en lo sucesivo toda objeción a la señorita Jones.
—Lo siento mucho, señorita Jones. Me temo que Billy es demasiado agresivo.
—Lo extraño sería lo contrario, señor. Quedé horrorizada hoy cuando supe que esos horribles programas constituyen todo su alimento educativo. Su telemaestro es poco más que un viajante encargado de vender la particular marca de copos de maíz de su compañía. Comprendo ahora por qué sus escritores han de volver a los clásicos para conseguir ideas. Su facultad creadora fue sofocada por los tópicos, ya desde su etapa embrionaria.
Danby estaba encantado. Jamás había oído a nadie hablar de ese modo hasta entonces. No eran las palabras. Era la manera con que las decía, la convicción que mostraba su voz, pese a tratarse de un altavoz hábilmente construido, conectado a unas cintas magnetofónicas, conectadas a su vez a inimaginablemente intrincados memorizadores.
Sentado allí junto a ella, viendo moverse sus labios, descender sus pestañas, siempre tan suavemente sobre aquellos ojos tan azules, era como si septiembre hubiese entrado a la habitación. De súbito, un sentimiento de paz lo envolvió. Los dulces y suaves días de septiembre desfilaron otra vez ante su mirada, y comprendió porqué eran distintos a los demás días. Eran diferentes porque tenían profundidad, belleza y quietud; porque sus cielos azules contenían promesas de días más dulces y suaves por venir.
Eran diferentes porque tenían significado.
Aquel momento se hacía grato de modo tan intenso que Danby deseó que jamás terminase. El mero hecho de pensar en ello le torturaba con insoportable agonía e, instintivamente, efectuó el único gesto físico a su alcance para prolongarlo.
Pasó un brazo alrededor de los hombros de la señorita Jones.
Ella no se movió. Seguía allí sosegadamente, con su pecho que se alzaba y descendía a intervalos regulares, sus largas pestañas que se movían hacia abajo de vez en cuando como oscuros y apacibles pájaros aleteando sobre azules y límpidas aguas.
—El programa que vimos la noche pasada —dijo Danby—. Romeo y Julieta. ¿Por qué no le gustó?
—Era más bien horrible, señor. Una parodia barata y despreciable, la belleza de los versos corrompida y oscurecida.
—¿Conoce usted los versos?
—Algunos de ellos.
—Dígalos, por favor.
—Sí, señor. Al terminar la escena del balcón, cuando los dos enamorados están despidiéndose, dice Julieta: ¡Buenas noches, buenas noches! Despedirse es tan dulce aflicción, que diré buenas noches hasta que sea mañana. Y contesta Romeo: ¡El sueño more sobre tus ojos, la paz en tu pecho! ¡Quisiera yo fuesen el sueño y la paz, tan dulces para descansar! ¿Por qué omitieron eso, señor? ¿Por qué?
—Porque estamos viviendo en un mundo despreciable —dijo Danby, sorprendido ante su súbita percepción—, y en un mundo despreciable las cosas preciosas son inútiles. Dig... diga los versos de nuevo, por favor, señorita Jones.
—¡Buenas noches, buenas noches! Despedirse es tan dulce aflicción, que diré buenas noches hasta que sea mañana.
—Déjeme terminar —Danby se concentró—. El sueño more sobre tus ojos, la paz...
—...en tu pecho...
—Quisiera yo fuesen el sueño y la paz, tan...
—...dulces...
—¡...tan dulces para descansar!
Bruscamente la señorita Jones se puso en pie.
—Buenas noches, señora —dijo.
Danby no se molestó en levantarse. No habría servido de nada. De cualquier modo, podía ver bastante bien a Laura desde donde se hallaba. Su mujer, que permanecía en el umbral de la sala de estar con su nuevo pijama «Cadillete» y sus pies desnudos silenciosos en su subrepticio descenso de la escalera. Los automóviles bidimensionales que adornaban el pijama eran de un vivo bermellón y parecían correr sobre su cuerpo yacente, rampando por encima de sus pechos, su vientre y sus piernas.
Vio su afilado rostro y sus fríos y despiadados ojos y supo que serían inútiles las explicaciones, que no comprendería, no podría comprender. Y descubrió con súbita y horrible claridad que en el mundo en que vivía, septiembre estuvo muerto durante décadas, y se vio a sí mismo cargando la caja por la mañana en el Baby Buick y descendiendo las relucientes calles de la ciudad en dirección al pequeño almacén de objetos para pedir al dueño que le devolviese su dinero. Miró a la señorita Jones permaneciendo incongruentemente en la poco acogedora sala de estar y la oyó decir, una y otra vez, como un disco rayado:
—¿Algo está mal, señora? ¿Algo está mal?

Transcurrieron varias semanas antes que Danby se sintiese lo suficientemente bien para volver a Friendly Fred's en busca de una cerveza. Para entonces, Laura había empezado a hablarle otra vez y el mundo, aun cuando no fuera el mismo de antes, recuperó algunos de sus aspectos anteriores. Hizo salir al Baby Buick de la pequeña calzada y se introdujo calle abajo en el multicolor tráfico de la avenida. Era una clara noche de junio y las estrellas aparecían como puntas de alfileres de cristal sobre el fuego fluorescente de la ciudad. El puesto de  hot dogs de la esquina estaba terminado y abierto al público. Varios clientes junto al resplandeciente mostrador cromado miraban como una camarera estaba dando vueltas unos panecillos de Viena sobre una también cromada parrilla. Había algo familiar en el alegre centelleo de su vestido, el modo en que se movía, la forma en que el suave nacimiento de su cabello enmarcaba su dulce rostro. El nuevo propietario se apoyaba sobre el mostrador a cierta distancia, charlando con un cliente.
Había una tensión en el pecho de Danby mientras estacionaba el Baby Buick, salía y se encaminaba a través del batiente de hormigón hacia el mostrador; una tensión en su pecho y un constante latido en sus sienes.
Había llegado a la parte del mostrador donde se hallaba el propietario y, cuando iba a inclinarse para abofetear su presumido y grueso rostro, vio un pequeño letrero de cartón apoyado contra un tarro de mostaza, letrero que decía:

SE NECESITA MOZO.

Un puesto de hot dogs estaba muy lejos de ser un aula de septiembre, y una maestra distribuyendo hot dogs jamás se podría comparar con una maestra dispensadora de sueños. Pero cuando se necesitaba algo con urgencia había que tomarlo sea como fuese y dar, además, las gracias.
—Podría trabajar por las noches —dijo  Danby al propietario—. Es decir, desde las seis hasta las doce.
—Sería estupendo —manifestó el propietario—. Aunque me temo que no podré pagarle mucho al principio. Comprenda, acabo de empezar y...
—No importa —replicó Danby—. ¿Cuando empiezo?
—Cuanto antes mejor.
Danby se acercó hasta donde una parte del mostrador se levantaba sobre ocultos goznes, entró en el interior y se quitó la chaqueta. Si a Laura no le gustaba la idea, podía irse al infierno, pero sabía que no le importaría, porque el dinero adicional que ganase haría realidad el sueño de su mujer, el Cadillete.
Se puso el delantal que le entregó el propietario y se unió a la señorita Jones frente a la parrilla.
—Buenas noches, señorita Jones —dijo.
Ella volvió la cabeza y sus ojos azules parecieron iluminarse y su cabello era como el sol surgiendo en una brumosa mañana de septiembre.
—Buenas noches, señor —respondió, y un aire de septiembre se levantó en la noche de junio y sopló a través del puesto y fue como volver a la escuela otra vez, después de un interminable y vacío verano.


FIN

2023/04/17

Todo el tiempo del mundo (Arthur C. Clarke)


Título original: All the Time in the World
Año: 1952


Cuando se oyó la llamada apagada a la puerta, Robert Ashton examinó la habitación con un movimiento rápido y automático. Su aburrida respetabilidad le resultó satisfactoria y debería tranquilizar al visitante. No es que tuviese ninguna razón para esperar la llegada de la policía, pero no tenía sentido arriesgarse.
—Pase —dijo, deteniéndose sólo para coger los Diálogos de Platón de un estante que tenía al lado. Quizás el gesto fuese un pelín demasiado ostentoso, pero siempre impresionaba a los clientes.
La puerta se abrió despacio. Al principio, Ashton siguió leyendo con concentración, sin molestarse en alzar la mirada. El corazón se le aceleró ligeramente, una leve y emocionante opresión en el pecho. Evidentemente, no era posible que fuese un piesplanos, alguien le hubiese advertido. Aun así, un visitante que llegaba sin avisar era un acontecimiento extraño y por tanto potencialmente peligroso.
Ashton dejó el libro, miró hacia la puerta y comentó en un tono que no le comprometía:
—¿Qué puedo hacer por usted? 
No se puso en pie; tales cortesías pertenecían al pasado y hacía tiempo que estaban enterradas. Además, se trataba de una mujer. En los círculos que ahora frecuentaba, las mujeres estaban acostumbradas a recibir joyas, ropa y dinero; jamás respeto.
Sin embargo, había algo en la visitante que le obligó a levantarse lentamente. No se trataba sólo de que fuese hermosa, sino que poseía un aire de fácil autoridad que la situaba en un mundo diferente al de las llamativas fulanas con las que se encontraba durante sus negocios habituales. Había cerebro y determinación tras esos ojos tranquilos y valorativos, un cerebro, sospechó Ashton, igual al suyo.
No supo hasta qué medida la había infravalorado.—Señor Ashton —dijo—, no malgastemos el tiempo. Sé qué es usted y tengo un trabajo. Aquí están mis credenciales.
Abrió un bolso grande y elegante y sacó un grueso fajo de billetes.
—Puede considerarlo —dijo— como una muestra.
Ashton cogió el fajo cuando ella se lo lanzó despreocupadamente. Era la mayor suma de dinero que jamás había sostenido en su vida: Al menos cien billetes de cinco, todos nuevos y numerados consecutivamente. Los palpó entre los dedos. Si no eran auténticos, eran falsificaciones tan buenas que, en la práctica, no había ninguna diferencia.
Pasó el pulgar de un lado a otro siguiendo el borde del fajo como si examinase un mazo en busca de la carta marcada, y dijo pensativo:
—Me gustaría saber de dónde los ha sacado. Si no son falsificaciones, deben de estar calientes y costará pasarlos.
—Son auténticos. Hace muy poco tiempo se encontraban en el Banco de Inglaterra. Pero si no le valen de nada, arrójelos al fuego. Se los he dado simplemente para demostrarle que voy en serio.
—Siga —Indicó el único asiento y él mismo se acomodó en el borde de la mesa.
Ella sacó unos papeles del espacioso bolso y se los pasó.
—Estoy dispuesta a pagarle cualquier suma que desee si me consigue estos elementos y me los entrega, en un momento y lugar que acordaremos. Es más, puedo garantizarle que podrá realizar el robo sin ningún peligro personal.
Ashton miró la lista y lanzó un suspiro. La mujer era una demente. Aun así, sería mejor seguirle la corriente. Podría haber más dinero de donde había salido ese fajo.
—Veo —dijo sin comprometerse— que estos elementos se encuentran todos en el Museo Británico, y que muchos de ellos, literalmente, no tienen precio. Con ello quiero decir que no podría ni comprarlos ni venderlos.
—No deseo venderlos. Soy una coleccionista.
—Eso parece. ¿Cuánto está dispuesta apagar por esas adquisiciones?
—Diga una cifra.
Se produjo un corto silencio. Ashton sopesó las posibilidades. Sentía cierto orgullo profesional por su trabajo, pero había algunas cosas que ninguna cantidad de dinero podían conseguir. En cualquier caso, sería divertido ver hasta dónde podía llegar la puja.
Volvió a mirar la lista.
—Creo que un millón redondo sería una cifra razonable para este lote —dijo irónico.
—Me temo que no me está tomando muy en serio. Con sus contactos, debería poder pasar esto.
Se produjo un destello de luz y algo relució a través del aire. Ashton atrapó el collar antes de que golpease en el suelo, y a pesar de sí mismo fue incapaz de evitar un grito de asombro. Entre sus dedos brillaba una fortuna. El diamante central era el más grande que había visto nunca; debía ser una de las joyas más famosas del mundo.
Su visitante pareció totalmente indiferente al ver que Ashton se metía el collar en el bolsillo. Ashton se sentía muy alterado; sabía que la mujer no actuaba. Para ella, esa gema fabulosa no tenía más valor que un terrón de azúcar. Era una locura a una escala inimaginable.
—Dando por supuesto que puede pagar el dinero —dijo—, ¿cómo imagina que es físicamente posible hacer lo que pide? Uno podría robar un único elemento de esta lista pero, en unas horas, el Museo estaría lleno de policías.
Con una fortuna ya en el bolsillo, podía permitirse el lujo de ser sincero. Además, sentía curiosidad por esa fantástica visitante.
Ella sonrió, con bastante tristeza, como si le siguiese la corriente a un niño retrasado.
—Si le muestro el método —dijo en voz baja—, ¿lo hará?
—Sí… por un millón.
—¿No ha percibido nada extraño desde que llegué aquí? ¿No hay… demasiado silencio?
Ashton prestó atención. ¡Por Dios, tenía razón! La sala nunca estaba en silencio total, ni siquiera de noche. Antes el viento soplaba sobre los tejados; ¿dónde estaba ahora? El distante murmullo del tráfico había cesado; cinco minutos antes había estado maldiciendo a los motores cambiando en la estación clasificadora al final de la calle. ¿Que les había pasado?
—Vaya a la ventana.
Obedeció la orden y apartó las mugrientas cortinas de encaje con dedos que se estremecían ligeramente a pesar de sus intentos por controlarlos.
Después se relajó. La calle estaba vacía, como era habitual a esa hora de la mañana. No había tráfico, y por tanto ninguna razón para que hubiese sonido. A continuación miró a la fila de casas sórdidas en dirección a la estación clasificadora.
Su visitante sonrió cuando Ashton se envaró por la sorpresa.
—Dígame qué ve, señor Ashton.
Se volvió lentamente, con el rostro pálido y los músculos de la garganta moviéndose.
—¿Qué es usted? —jadeó—. ¿Una bruja?
—No sea tonto. Hay una explicación muy simple. No ha cambiado el mundo, sino usted.
Ashton miró una vez más ese increíble sistema de tracción, la voluta de vapor congelada inmóvil encima como si estuviese formada por algodón. Ahora comprobó que las nubes estaban igual de inmóviles; deberían haber estado corriendo por el cielo. Por todas partes le rodeaba la quietud sobrenatural de una fotografía de alta velocidad, la irrealidad palpable de una escena entrevista durante el destello de un rayo.
—Es lo suficientemente inteligente para comprender lo que está sucediendo, aunque no pueda comprender cómo se ha hecho. Se ha alterado su escala temporal: Un minuto en el mundo exterior podría ser un año en esta sala.
Una vez más abrió el bolso, y en esta ocasión sacó lo que parecía un brazalete fabricado con algún metal plateado, con una serie de indicadores e interruptores engarzados en él.
—Puede considerarlo como un generador personal —dijo—. Con esto alrededor del brazo será invencible. Puede ir y venir sin problemas. Puede robar todo lo que hay en la lista y traérmelo antes de que uno solo de los guardias del museo haya parpadeado. Cuando haya terminado, puede estar a varias millas antes de que desactive el campo y vuelva al mundo normal.
»Ahora escuche cuidadosamente, y haga exactamente lo que le digo. El campo tiene un radio de unos dos metros, así que debe mantenerse al menos a esa distancia de cualquier otra persona. Segundo, no debe desactivarlo hasta no haber completado la tarea y yo haya hecho efectivo el pago. Eso es muy importante. Ahora, el plan que he trazado es...


Ningún criminal en toda la historia del mundo había poseído un poder semejante. Era embriagador; sin embargo, Ashton se preguntaba si llegaría a acostumbrarse. Había dejado de preocuparse por las explicaciones, al menos hasta haber completado el trabajo y recibido la recompensa. Luego, quizá, se iría de Inglaterra y disfrutaría de un retiro muy merecido.
La visitante se había ido minutos antes que él, pero cuando Ashton salió a la calle la escena no había cambiado en nada. Aunque se había preparado, la sensación seguía poniéndole nervioso. Ashton sintió el impulso de apresurarse, como si la condición no pudiese durar y tuviese que completar el trabajo antes de que al dispositivo se le acabase el combustible. Pero eso, le habían asegurado, era imposible.
En High Street se detuvo para observar el tráfico congelado, a los peatones paralizados. Tuvo cuidado, como le habían advertido, de no acercarse tanto a nadie de forma que penetrase en el campo. ¡Qué aspecto tan ridículo tenía la gente cuando uno la veía así, sustraída toda la gracia que otorgaba el movimiento, las bocas medio abiertas formando muecas estúpidas!
Tener que buscar ayuda iba contra su instinto, pero algunos aspectos del trabajo eran demasiado grandes para que los pudiese manejar solo. Además, podía pagar con generosidad y ni siquiera darse cuenta. La dificultad principal, comprendió Ashton, sería encontrar a alguien lo suficientemente inteligente para que no tuviese miedo, o tan estúpido que lo diese todo por supuesto. Se decidió por probar la primera posibilidad.
El sitio de Tony Marchetti estaba en una calle lateral tan cerca de la central de policía que uno sentía que estaba llevando la idea de camuflaje demasiado lejos. Al pasar junto a la entrada, Ashton entrevió al sargento de guardia tras la mesa y se resistió a la tentación de entrar y combinar los negocios con el placer. Esas cosas podían esperar hasta más tarde.
La puerta de Tony se abrió frente a su cara al acercarse. Fue una ocurrencia tan natural en un mundo en el que nada era normal, que pasó un momento antes de que Ashton comprendiese lo que implicaba. ¿Había fallado el generador? Miró apresurado al final de la calle y la naturaleza congelada que había a su espalda le tranquilizó.
—¡Vaya, si es Bob Ashton! —dijo una voz conocida—. Es curioso verte tan temprano. Llevas un extraño brazalete. Pensaba que yo tenía el único.
—Hola, Aram —contestó Ashton—. Parece que la cosa es más complicada de lo que sabemos los dos. ¿Ya has contratado a Tony o sigue libre?
—Lo lamento. Tenemos un trabajito que nos mantendrá ocupados durante un rato.
—No me lo digas. La Galería Nacional o la Tate.
Aram Albenkian se pasó los dedos por la perilla perfecta.
—¿Quién te lo ha contado? —preguntó.
—Nadie. Pero, después de todo, eres el marchante de arte más corrupto del negocio, y empiezo a adivinar qué está pasando. ¿Una morena alta y bien parecida te dio ese brazalete y una lista de la compra?
—No veo por qué debería responderte, pero la respuesta es no. Fue un hombre.
Ashton sintió una sorpresa momentánea. A continuación se encogió de hombros.
—Debería haber supuesto que habría más de uno. Me gustaría saber quién está detrás de todo esto.
—¿Tienes alguna teoría? —dijo Albenkian, cauteloso.
Ashton decidió que valdría la pena arriesgarse a un poco de pérdida de información para comprobar sus reacciones.
—Evidentemente no les interesa el dinero; tienen todo el que necesitan y pueden conseguir más con este dispositivo. La mujer que vino a verme me dijo que era coleccionista. Me lo tomé como una broma, pero parece que lo decía en serio.
—¿A qué venimos nosotros en todo esto? ¿Qué les impide hacer el trabajo ellos mismos? —preguntó Albenkian.
—Quizá tengan miedo. O quizá quieran nuestro... veamos... conocimiento especial. Algunos de los elementos en la lista están bien protegidos. Mi teoría es que son agentes de un millonario loco.
Hacía aguas por todas partes, y Ashton lo sabía. Pero quería ver qué escape intentaría taponar Albenkian.
—Mi querido Ashton —dijo el otro con impaciencia, levantando la muñeca—. ¿Cómo explicas este cacharrito? No sé nada de ciencia, pero incluso yo puedo decirte que esto está más allá de los más locos sueños de nuestra tecnología. Sólo se puede sacar una conclusión.
—Adelante.
—Esta gente viene... de algún otro sitio. Están saqueando sistemáticamente nuestro mundo llevándose sus tesoros. ¿Sabes todo eso que lees sobre cohetes y naves espaciales? Bien, alguien lo ha hecho primero.
Ashton no se rió. La teoría no era más fantástica que los hechos.
—Sean quienes sean —dijo—, parece que saben moverse muy bien por aquí. ¿Cuántos equipos tendrán?, me pregunto. Quizás estén recorriendo el Louvre y el Prado en este mismo momento. El mundo va a llevarse una sorpresa antes de que acabe el día.
Se despidieron amistosamente, sin que ninguno soltara ningún detalle realmente importante sobre su asunto. Durante un momento fugaz, Ashton consideró la posibilidad de ofertar más por Tony, pero no tenía sentido enfrentarse a Albenkian. Tendría que conformarse con Steve Regan. Eso implicaba caminar como kilómetro y medio, ya que, evidentemente, cualquier otra forma de transporte era imposible. Se moriría de viejo antes de que un bus completase el viaje. Ashton no tenía claro qué sucedería si intentaba conducir un coche cuando el campo estaba en funcionamiento, y le habían advertido que no hiciese experimentos.

A Ashton le resultó asombroso que incluso un idiota certificado como Steve pudiese tomarse el acelerador con tanta calma; quizá después de todo esos cómics, que probablemente eran su única lectura, tuviesen su utilidad.
Después de algunas palabras de simplificaciones groseras, Steve se puso el brazalete extra que, para sorpresa de Ashton, la visitante le había entregado sin hacer comentarios. Después iniciaron la larga caminata hasta el Museo.
Ashton, o su cliente, lo había considerado todo. Se detuvieron una vez en un banco para descansar, tomarse unos sándwiches y recuperar el aliento. Cuando llegaron finalmente al Museo, ninguno se sentía mal por el ejercicio poco habitual.
Atravesaron juntos las puertas del Museo —incapaces, a pesar de la lógica, de evitar hablar en susurros— y subieron los escalones de piedra hasta el vestíbulo. Ashton conocía el camino a la perfección. Haciendo gala de un humor caprichoso mostró su pase para la sala de lectura mientras pasaban, a una distancia respetuosa, junto a los asistentes hieráticos. Se le ocurrió que los ocupantes de la gran cámara, en su mayor parte, tenían el mismo aspecto que de costumbre, sin los beneficios del acelerador.
Fue un trabajo sencillo pero tedioso el reunir los libros que aparecían en la lista. Los habían elegido, o eso parecía, tanto por su belleza como obras de arte como por su contenido literario. La selección la había realizado alguien que conocía su trabajo. ¿La habían realizado ellos mismos, se preguntó Ashton, o habían sobornado a otros expertos de la misma forma que le pagaban a él? Se preguntó si algún día llegaría a entrever todas las ramificaciones de la trama.
Hubo que romper muchos paneles, pero Ashton tuvo cuidado de no dañar ningún libro, incluso los que no querían. Una vez que reunía volúmenes suficientes para formar una carga cómoda, Steve los llevaba al patio y los colocaba sobre la piedra hasta formar una pequeña pirámide.
No importaba si durante un breve periodo de tiempo quedaban fuera del campo del acelerador. Nadie notaría el parpadeo momentáneo de su existencia en el mundo normal.
Permanecieron en la biblioteca durante dos horas de su tiempo, e hicieron una pausa para comer antes de pasar al siguiente trabajo. De camino, Ashton se detuvo para un asuntillo privado. Se produjo un tintineo de vidrio cuando la pequeña vitrina, de pie en solitario esplendor, entregó su tesoro; a continuación el manuscrito de Alicia quedó protegido en el bolsillo de Ashton.


Entre las antigüedades, no se sentía muy cómodo. Había unos pocos ejemplos a retirar de todas las exposiciones, y en ocasiones era difícil comprender las razones de la elección. Era como si —y volvió a recordar las palabras de Albenkian— alguien con gustos totalmente alienígenas hubiese escogido esas obras de arte. En esta ocasión, con algunas pocas excepciones, no habían contado con la guía de expertos.
Por segunda vez en la historia, la vitrina del jarrón Portland quedó destrozada. En cinco segundos, pensó Ashton, se dispararían alarmas por todo el Museo y todo el edificio se convertiría en un clamor. Y en cinco segundos podía estar a millas de distancia. Era una idea embriagadora, y mientras trabajaba rápidamente para completar el contrato comenzó a lamentar el precio que había pedido. Aún así, no era demasiado tarde.
Sintió la tranquila satisfacción de un buen operario al observar cómo Steve se llevaba al patio la gran bandeja de plata del tesoro de Mildenhall y la colocaba junto al ahora impresionante montón.
—Esto es todo —dijo—. Esta noche estaré en casa. Ahora deja que te quite ese cacharro.
Caminaron hacia High Holborn y escogieron una calle lateral aislada en la que no había peatones. Ashton soltó el curioso cierre y se apartó de su compañero, observando cómo se quedaba congelado en la inmovilidad. Steve volvía a ser vulnerable, moviéndose una vez más con todos los demás hombres en la corriente del tiempo. Pero antes de que se disparase la alarma, se habría perdido entre las multitudes de Londres.
Cuando volvió a entrar en el patio del Museo el tesoro ya había desaparecido. De pie donde había estado se encontraba su visitante de... ¿cuánto tiempo hacía ya? Todavía conservaba el porte y la gracia pero, pensó Ashton, parecía un poco cansada. Él se acercó hasta que los campos se fundieron y ya no estuvieron separados por un golfo insuperable de silencio.
—Espero que esté satisfecha —dijo—. ¿Cómo se lo han llevado todo tan rápido?
Ella se tocó el brazalete que llevaba en la muñeca y le ofreció una sonrisa triste:
—Tenemos otros muchos poderes aparte de éste.
—Entonces, ¿para qué necesitaba mi ayuda?
—Había razones técnicas. Era necesario separar los objetos que queríamos de la presencia de otra materia. De esa forma, podíamos recoger sólo lo que necesitábamos sin malgastar nuestras limitadas, ¿cómo debo llamarlas?, capacidades de transporte. ¿Puede ahora devolverme el brazalete?
Ashton lentamente le entregó el que llevaba en la mano pero no hizo ningún esfuerzo por soltar el suyo. Lo que estaba haciendo podía ser peligroso, pero tenía la intención de retroceder a la menor señal de problemas.
—Estoy dispuesto a reducir mi prima —dijo—. De hecho, rechazaría todo pago... a cambio de esto. 
Se tocó la muñeca, donde la compleja banda de metal relució bajo la luz del sol.
Ella le observaba con una expresión tan impenetrable como la sonrisa de la Gioconda. ¿También ella, se preguntó Ashton, se habría reunido con los tesoros que él había recogido? ¿Cuánto se habían llevado del Louvre?
—Yo no lo consideraría reducir el pago. Todo el dinero del mundo no bastaría para comprar uno de esos brazaletes.
—O las cosas que le he entregado.
—Es usted avaricioso, señor Ashton. Sabe que con ese acelerador el mundo entero sería suyo.
—¿Y qué le importa eso? ¿Tiene algún interés en este planeta ahora que se ha llevado lo que quería?
Se produjo una pausa. A continuación, inesperadamente, la mujer sonrió.
—Lo ha adivinado. No pertenezco a este mundo.
—Sí. Y sé que tienen otros agentes aparte de mí. ¿Vienen de Marte, o no va a decírmelo?
—Estoy más que dispuesta a decírselo. Pero puede que no me lo agradezca si lo hago.
Ashton la miró cansado. ¿Qué quería decir con eso? Inconsciente de lo que hacía, se colocó la muñeca a la espalda, protegiendo el brazalete.
—No, no vengo de Marte, o de cualquier planeta del que haya oído hablar. No comprendería qué soy. Aun así voy a decírselo. Vengo del futuro.
—¡El futuro! ¡Eso es ridículo!
—¿Lo es? Me interesa saber por qué.
—Si ese tipo de cosas fuesen posibles, nuestra historia pasada estaría llena de viajeros temporales. Además, implicaría una reductio ad absurdum. Ir al pasado podría alterar el presente y producir todo tipo de paradojas.
—Buenos argumentos, aunque quizá no sean tan originales como usted cree. Pero sólo refutan la posibilidad del viaje en el tiempo en general, no del tipo muy especial que nos ocupa.
—¿Qué tiene de especial? —preguntó.
—En ocasiones muy especiales, y por medio de la emisión de grandes cantidades de energía, es posible producir una singularidad en el tiempo. Durante la fracción de segundo en la que se produce la singularidad, el pasado se vuelve accesible para el futuro, aunque sólo de una forma restringida. Podemos enviar nuestras mentes al pasado, pero no nuestros cuerpos.
—¿Quiere decir —dijo Ashton— que ha tomado prestado el cuerpo que veo?
—Oh, he pagado por él, como le pago a usted. La propietaria ha aceptado las condiciones. Somos muy concienzudos con esos asuntos.
Ashton pensaba con rapidez. Si la historia era cierta, le ofrecía una ventaja clara.
—¿Quiere decir —siguió diciendo— que no tienen control directo sobre la materia y deben trabajar por medio de agentes humanos?
—Sí. Incluso los brazaletes se fabricaron aquí, bajo nuestro control mental.
Estaba explicando demasiado con demasiada tranquilidad, revelando todas sus debilidades. Una señal de alarma se estaba disparando en el fondo de la mente de Ashton, pero ya se había metido demasiado para retirarse.
—Entonces me da la impresión —dijo lentamente— que no puede obligarme a devolverle el brazalete.
—Es perfectamente correcto.
—Eso era todo lo que quería saber.
Ahora la mujer le sonreía, y hubo algo en esa sonrisa que le heló hasta los huesos.
—No somos vengativos ni despiadados, señor Ashton—dijo tranquilamente—. Lo que voy a hacer ahora apela a mi sentido de la justicia. Ha pedido ese brazalete; puede quedárselo. Ahora le diré lo útil que va a serle.
Durante un momento, Ashton sintió el súbito impulso de devolver el acelerador. Ella debía haber adivinado lo que pensaba.
—No, es demasiado tarde. Insisto en que se lo quede. Y puedo darle garantías. No se agotará. Le durará —una vez más la sonrisa enigmática— el resto de su vida.
»¿Le importa si damos un paseo, señor Ashton? He terminado mi trabajo aquí y me gustaría dar un último vistazo al mundo antes de abandonarlo para siempre.
Se volvió hacia las verjas de hierro y no esperó a la respuesta. Consumido por la curiosidad, Ashton la siguió.
Caminaron en silencio hasta encontrarse entre el tráfico congelado de Tottenham Court Road. Durante un momento la mujer se quedó contemplando las multitudes atareadas pero inmóviles; después suspiró.
—No puedo evitar sentir pena por ellos, y por usted. Me pregunto qué hubiesen logrado por sí mismos.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Hace un momento, señor Ashton, ha dado a entender que el futuro no puede alcanzar el pasado porque eso alteraría la historia. Un comentario sagaz, pero, me temo, irrelevante. Compréndalo, a su mundo no le queda historia que alterar.
Señaló al otro lado de la calle y Ashton se volvió con rapidez sobre los talones. Allí no había nada excepto un repartidor de periódicos agachado sobre el montón de periódicos. Una pancarta formaba una curva imposible bajo la brisa que soplaba por entre ese mundo inmóvil. Ashton leyó con algo de dificultad las palabras torpemente escritas:
"HOY PRUEBA DE LA SUPER-BOMBA".
La voz en sus oídos parecía provenir de un lugar muy lejano.
—Le dije que el viaje en el tiempo, incluso de esta forma restringida, exige la liberación de una gran cantidad de energía, mucha más de la que puede liberar una única bomba, señor Ashton. Pero esa bomba no es más que un disparador.
Señaló el suelo duro bajo sus pies.
—¿Sabe algo sobre su propio planeta? Probablemente no; su especie ha aprendido tan poco... Pero incluso sus científicos han descubierto que, a dos mil millas de profundidad, la Tierra posee un núcleo denso y líquido. Ese núcleo está formado por materia comprimida, y puede existir en dos estados estables. Dado un cierto estímulo, puede cambiar de uno de esos estados al otro, de la misma forma que un balancín puede agitarse por el impulso de un dedo. Pero ese cambio, señor Ashton, liberará tanta energía como todos los terremotos desde el comienzo de su mundo. Los océanos y continentes saltarán al espacio; el sol ganará un segundo cinturón de asteroides.
»Ese cataclismo enviará su eco por el tiempo, y nos abrirá una fracción de segundo de su tiempo. Durante ese instante, intentamos salvar lo que podemos de los tesoros de su mundo. Es todo lo que podemos hacer; incluso si sus motivos eran totalmente egoístas y completamente fraudulentos, ha realizado para con su especie un servicio que no preveía.
»Y ahora, debo regresar a nuestra nave, donde aguarda junto a las ruinas de la Tierra casi cien mil años a partir de ahora. Puede quedarse con el brazalete.
La retirada fue instantánea. La mujer se quedo congelada de pronto, convirtiéndose en una estatua más, junto con las otras de la calle silenciosa. Estaba solo.
¡Solo! Ashton sostuvo frente a los ojos el reluciente brazalete, hipnotizado por la laboriosa elaboración y por los poderes que contenía. Había hecho un trato, y debía aceptarlo. Podía vivir todos los años de su vida normal, a cambio de una soledad como no había conocido ningún hombre. Si desactivaba el campo, los últimos segundos de la historia pasarían inevitablemente.
¿Segundos? En realidad, quedaba todavía menos tiempo. Porque sabía que la bomba ya debería haber explotado.
Se sentó en el borde de la acera y empezó a pensar. El pánico no era necesario; tenía que tomarse las cosas con calma, sin histeria. Después de todo, tenía tiempo de sobra.
Todo el tiempo del mundo.


FIN