Título original: The Mechanical Mice
Año: 1941
Relacionarse con lo desconocido es buscar problemas seguros. ¡Burman lo hizo! Ahora hay un montón de personas que odian con todas sus fuerzas todo aquello que emita, clics, tics, sonidos rítmicos o cualquier otra cosa que actúe como un despertador asmático. Tienen mecanofobia y Dan Burman es el responsable.
¿Quién no ha oído hablar de la Batería Burman? ¡Otro de sus inventos! Nos dejó a todos completamente perplejos, y por si esto fuera poco se superó con el eslogan que ahora es mundialmente famoso: Energía en su bolsillo. A nadie se le habría ocurrido confeccionar un artefacto del tamaño de un paquete de cigarrillos que produjera un centenar de veces más energía que la de su más eficiente competidor. Pero Burman era diferente de todos los demás.
Burman me estudió con cuidado y luego dijo:
—Cuando esa revista técnica te envió a entrevistarme hace doce años, me escuchaste con atención. No me trataste como si fuera un visionario o un idiota congénito. Escribiste un buen artículo sobre mí y empezaste la campaña publicitaria que después me proporcionaría mucho dinero.
—No fue porque te apreciara —le aseguré—, sino porque estaba honestamente convencido de que tu batería era buena.
—Tal vez —me estudió de una manera que me hizo pensar que estaba ansioso por quitarse un gran peso de encima—. Hemos sido muy buenos amigos desde entonces. Hemos pasado algunos malos ratos juntos, y creo que eres uno de mis pocos amigos a los que puedo hacer una confesión aparentemente estrafalaria.
—Adelante —le animé.
Tal como había dicho, hemos sido buenos amigos. Simplemente, simpatizábamos y congeniábamos. Burman era un tipo listo, pero no tenía nada de pedante. Cuarentón, normal, pulcro, podía haber sido un dentista de éxito a juzgar por las apariencias.
—Bill —dijo muy seriamente—. Yo no inventé esa maldita batería.
—¿No?
—¡No! —confirmó—. Robé la idea. Lo que me vuelve loco es que no sabía qué era lo que estaba robando y, todavía peor, no sé de donde la robé.
—Está claro como el agua —comenté.
—Eso no es nada. Después de doce años de trabajo preciso y cuidadoso, he construido algo más. Debe ser la cosa más complicada de la creación —se golpeó la rodilla con un puño y alzó la voz, quejándose—. Y ahora que lo conseguí, no sé qué es lo que hice.
—Pero un inventor, cuando experimenta algo, ¿acaso no sabe lo que está haciendo?
—¡Yo no! —Burman estaba cómicamente lúgubre—. Sólo he inventado una cosa en mi vida, y fue más por accidente que por mis propios méritos —alzó la vista—. Pero aquello fue la pista hacia un millón de ideas. Me dio la batería. Casi llegó a darme cosas de mayor importancia. En varias ocasiones casi me ha puesto en las manos y en la mente planes que alterarían este mundo más allá de tu entendimiento
Se inclinó hacia adelante para dar más énfasis a su discurso.
—Ahora me ha dado un misterio que me costó doce años de trabajo y una buena cantidad de dinero. Lo terminé anoche. No sé qué demonios es.
—Tal vez si le echo un vistazo...
—Eso es lo que me gustarla que hicieras —rápidamente, su tono adquirió un súbito entusiasmo—. Es un trabajo magnífico, aunque está mal que yo lo diga. Apuesto a que no puedes decir qué es, o para qué se supone que sirve.
—Suponiendo que pueda servir para algo —añadí yo.
—Sí —coincidió él—. Pero estoy seguro de que tiene alguna función específica. Se levantó y abrió la puerta.
—Vamos.
Era sorprendente: Se trataba de una caja de metal con una brillante superficie plateada. Por su aspecto y tamaño general parecía un ataúd vertical, y tenía el mismo aire ominoso del ataúd que espera a que su propietario entregue el alma.
Había un par de ventanitas de cristal en su parte delantera, a través de las cuales podían verse multitud de engranajes tan maravillosamente acabados como los de un reloj de primera clase. Por todas partes había lentes diminutas que parecían mirar con la indiferencia propia de las esfinges. Había tres pequeñas portillas en un lado, dos en otro, y una más grande delante. En lo alto, dos varas de metal retorcidas se alzaban como los cuernos de una cabra, añadiendo un toque satánico al ligero aspecto macabro de aquella cosa.
—Es un empaquetador automático —sugerí, observando la máquina con franca repulsión. Señalé una de las portillas—. Metes la mortaja por aquí y el cadáver sale por el otro lado reverentemente compuesto y envuelto.
—Así que tampoco te gusta su aspecto —comentó Burman. Abrió un cajón cercano y sacó un puñado de dibujos—. Así es por dentro. Tiene un circuito eléctrico, válvulas, condensadores y algo que no puedo identificar del todo, pero sospecho que es un diminuto y extremadamente eficaz horno eléctrico. Tiene partes que parecen ser rodillos y engranajes. Lleva incorporados varios martinetes múltiples a pequeña escala, que aparentemente se unen a unas planchas de metal. Hay vagas sugerencias de que contiene una línea ensambladora que termina en este compartimento escudado por la puerta delantera. Echa tú mismo un vistazo a los dibujos. Puedes ver que es un instrumento extremadamente complejo para manufacturar algo que es más simple.
Los dibujos demostraban que tenía razón. Pero no lo mostraban todo. Un diseñador de máquinas eficiente podría haber deducido correctamente la funcionalidad del aparato si se le hubiesen dado detalles completos. Burman lo admitió, diciendo que diseñó algunas partes "llevado por un impulso momentáneo", mientras que fue "obligado a dibujar" otras. Reduciendo la máquina a sus piezas, había suficientes razones para despertar la curiosidad, pero no lo bastantes como para satisfacerla.
—Conecta la maldita máquina y veamos qué es lo que hace.
—Lo he intentado —dijo Burman—. No funciona. No hay manivela para ponerla en marcha, nada que indique que puede conectarse. Lo he intentado todo, sin resultado. El circuito eléctrico termina en esas antenas superiores, e incluso he hecho pasar corriente por ellas, pero no sucedió nada.
—Tal vez arranca sola —aventuré. Y al observar la máquina se me ocurrió una idea. Añadí—: A su debido tiempo.
—¿Eh?
—Puede estar preparada para un momento concreto. Cuando llegue la hora fatídica, estallará como una bomba.
—No seas tan melodramático —dijo Burman, incómodo. Se agachó y se asomó a una de las lentes.
—¡Bz-z-z! —murmuró la máquina con un tono tan débil que era casi inaudible.
Burman dio un respingo. Entonces retrocedió, observó a aquella cosa y luego me miró.
—¿Has oído eso?
—¡Claro!
Cogí los dibujos y los esparcí sobre la mesa. Me costó trabajo encontrar las lentes, pero allí estaban. Detrás tenían una célula de selenio.
—Un ojo —dije—. Te vio, y reaccionó. Así que no está muerta aunque la tengamos ahí plantada sin hacer nada.
Coloqué un pañuelo blanco ante la lente.
—¡Bz-z-z! —repitió enfáticamente el ataúd.
Burman cogió el pañuelo y lo colocó delante de las otras lentes. No pasó nada. No se oyó nada, ni siquiera una nota fúnebre. Absolutamente nada.
—Que me registren —confesó.
Yo estaba ya harto. Si aquella loca cosa hubiera funcionado, me habría puesto a escribir e iniciado otra campaña financiera para beneficio de Burman. Pero no se puede hacer nada con una máquina que zumba cada vez que le apetece. Decidí que hacía falta un tratamiento en firme.
—Has sido muy misterioso acerca de cómo conseguiste este engendro —dije—. ¿Por qué no pides información sobre lo que es allí donde lo obtuviste?
—Te lo diré… O mejor, te lo demostraré.
Burman sacó un estuche de su caja fuerte y de éste un aparato. Era mucho más simple que el inútil montón de chatarra que había junto a la pared. Parecía uno de esos televisores de cristal, excepto que el cristal era muy grande, muy brillante, y estaba dispuesto en un tubo de vacío horizontal. También tenía un mismo dial único, y una antena. En un lado tenía algo parecido a unos auriculares, excepto que en lugar de auriculares había un par de círculos de cobre pulido para colgar de las orejas y colocar alrededor del cráneo.
—Mi único invento —dijo Burman, con un indiscutible tono de orgullo.
—¿Qué es?
—Una máquina para viajar en el tiempo.
—¡Ja, ja! —Mi risa sonó muy amarga.
Yo había leído algo sobre esas cosas. Es más, había escrito algo sobre ellas. Eran pura basura. Nadie podía viajar a través del tiempo, ni hacia adelante ni hacia atrás.
—Déjame ver cómo te desvaneces en el futuro.
—Te lo demostraré muy pronto —dijo Burman, con una seguridad que no me gustó.
Lo dijo con el tono del hombre que sabe perfectamente que puede hacer algo que todo el mundo da por supuesto que no puede hacerse.
—No la descubrí al primer intento —dijo, señalando la pantalla de cristal—. Miles de personas deben haberlo intentado y fallado. Yo fui el afortunado. Debe ser por el cristal particularmente especial que escogí; porque aún no sé cómo hace lo que hace. Nunca he podido lograr este resultado ni siquiera con un cristal aparentemente idéntico.
—¿Y eso te permite viajar en el tiempo?
—Sólo hacia adelante. No funciona hacia atrás, ni siquiera un día. Pero me puede llevar hacia adelante a una tremenda distancia, quizá hasta los mismísimos confines del mundo, quizá hasta el infinito.
¡Ahora sí que lo había pillado! Le había dejado liarse en sus propias y absurdas ideas. No pude contener la risa.
—Puedes viajar hacia adelante, no hacia atrás, ni siquiera un día. ¿Entonces cómo demonios puedes regresar al presente una vez que has llegado al futuro?
—Porque nunca dejo el presente —replicó él tranquilamente—. Yo no viajo al futuro. Simplemente lo observo desde el presente. Eso también es viajar en el tiempo en el sentido correcto del término —se sentó—. Mira, Bill, ¿quién eres tú?
—¿Quién, yo?
—Sí, quién eres tú —y contestando él mismo a su pregunta, prosiguió—. Tu nombre es Bill. Tienes un cuerpo y una mente. ¿Cuál de los dos es Bill?
—Los dos —dije yo, con toda seguridad.
—Cierto... pero son partes distintas de ti. No son la misma cosa aunque vayan juntas como hermanos siameses.
Su voz se tornó seria.
—Tu cuerpo se mueve siempre en el presente, que es la línea divisoria entre el pasado y el futuro. Pero tu mente es más libre. Puede pensar, y está en el presente. Puede recordar, y de inmediato está en el pasado. Puede imaginar, y de pronto está en el futuro, en su propia elección de todos los futuros posibles. ¡Tu mente puede viajar en el tiempo!
Me había ganado. Podía encontrar argumentos para rebatirlo, pero sabía que en lo fundamental tenía razón. Jamás lo había visto antes bajo aquella perspectiva, pero acertaba al decir que cualquiera podía viajar en el tiempo dentro de los límites de su propia memoria e imaginación. En ese mismo instante pude retroceder doce años y verle con los ojos de mi mente como un hombre más joven, más pálido, más delgado, más excitable, no tan frío y convencido. La imagen fue perfecta, ya que mi memoria era excelente. Durante ese breve momento, retrocedí doce años en todo excepto en lo físico.
—Llamo a este aparato mi psicófono —continuó Burman—. Cuando imaginas cómo será el futuro, haces una elección característica de todas las posibilidades lógicas, escoges tu favorito de entre una multitud de probables futuros. De alguna manera, el psicófono, sabe Dios cómo, te sintoniza con el futuro de verdad. Te hace ver el futuro mentalmente tal como será en realidad, eliminando todas las alternativas que no sucederán.
—Un estimulador de la imaginación, una máquina de sueños —dije con desdén, sin sentirme tan seguro de mí mismo como pretendía—. ¿Cómo sabes que no te está engañando?
—Por su lógica —contestó él gravemente—. Repite las mismas características y los mismos hechos demasiado a menudo para que el fenómeno pueda explicarse como simple coincidencia. Además —agitó una mano persuasora—, inventé la batería del futuro. Funciona, ¿no?
—Sí, por supuesto —concedí, reluctante. Señalé el psicófono—. Yo también podría viajar en el tiempo. ¿Por qué no me dejas intentarlo? Tal vez resuelva el misterio por ti.
—Puedes intentarlo si quieres —replicó él, bastante dispuesto. Colocó una silla en posición—. Siéntate aquí y te dejaré que te asomes al futuro.
Después de colocarme el casco en la cabeza y poner los anillos de cobre contra mis oídos, Burman conectó su psicófono a la red y lo puso en marcha; más bien, hizo algunos ajustes que yo supuse que era una manera de ponerlo en marcha.
—Todo lo que tienes que hacer es cerrar los ojos, concentrarte, intentarlo y permitir que tu imaginación se dirija al futuro.
Jugueteó con las antenas. Dijo "¡Ah!" un par de veces y cada vez que lo decía noté una sensación peculiar en mis desafortunados oídos. Después de hacer esto durante unos segundos, dejó escapar un "¡A-a-a-ah!". Hice trampas y entreabrí los ojos. El cristal brillaba como los ojos de una rata en una bodega oscura. Color escarlata furtivo.
Cerré los ojos y dejé vagar mi mente. Algo fluía entre aquellos electrodos de cobre, algo extraño e indescifrable, como si fueran dedos tamborileando en algún lugar secreto de mi cerebro. Tuve la impresión de que eran los diestros dedos de un mago aún por nacer y que iba a gritar "¡Presto!" y sacar mi cabeza de un sombrero del siglo treinta…, suponiendo que en el siglo treinta usaran sombreros.
¿Cómo era, o más bien, cómo sería el siglo treinta? ¿Habría una regresión?
¿Estaría la humanidad formada por criaturas peludas y ceñudas que habitaban en cuevas? ¿O habría continuado el progreso… quizás hasta el punto de equiparar a los hombres a la altura de los dioses?
¡Entonces sucedió! ¡Lo juro! Bastante involuntariamente, divisé a un salvaje, y entonces un individuo grande con ojos brillantes, mi versión de la fealdad que esperábamos evitar. Justo en medio de este sueño errático, aquellos extraños dedos se aferraron a mi cerebro, disolvieron mis fantasmas y los reemplazaron por una imagen dictada, que observé con toda la claridad e impotencia de una pesadilla.
Vi a un hombre gordo hablando. Era un tipo bastante común. De hecho, era tan normal que parecía anodino. Sólo que iba vestido con una toga romana, y llevaba una pequeña caja negra en lugar de una corona de laurel. Su audiencia estaba vestida de la misma forma, y todos sacudían sus cajas como si fueran una convención de pescadores. Lo que el Gordito estaba diciendo me sonaba a chino, pero lo decía como si supiera de qué hablaba.
La multitud se encontraba al aire libre, y había grandes filas de asientos bien visibles al fondo. Al parecer, era una especie de auditorio. A juzgar por la distancia de las últimas filas, su tamaño tenía que ser descomunal. Detrás de él, un gran edificio se alzaba hasta el cielo como una erección cúbica con las paredes compuestas de cuadrados brillantes, como una inmensa casa de cristal.
—¿F’wot? —preguntó el Gordito, con clara pasión—. ¡Wuk, wuk, mor, noon’n’ni! Bok onned, ord esto, ord lo otro.
Dirigió un dedo indignado hacia el misterioso objeto que había sobre su cráneo.
—Bok onned, wuk, wuk, wuk. ¿F’wot? —Miró a su alrededor—. ¡F’nix!
La multitud murmuró su aprobación de una manera un poco tímida. Pero fue suficiente para el Gordito. Decidido, alzó el puño y gritó:
—¡C’bmos nllos!
Entonces se arrancó la caja.
Nadie dijo nada, nadie se movió. Mudos y con los ojos muy abiertos, los demás se le quedaron mirando, como si estuvieran paralizados por la imagen de un ser humano sin su caja. Algo que tenía un cuerpo largo y flexible y amplias alas surcó graciosamente las alturas, sobre el auditorio, pero la multitud siguió sin moverse ni emitir ningún sonido.
Una sonrisa de triunfo iluminó la cara del Gordito.
—¡M’stremsles mos cpes! ¡M’strems…!
No continuó. Con una sacudida de su cola, pero en perfecto silencio, la cosa voladora se acercó y descargó una lanza de luz plateada. La luz tocó al Gordito. Éste se pudrió in situ, como si fuera víctima de una lepra ultrarrápida. Se pudrió, se desmoronó, se hizo migajas dentro de sus ropas y se convirtió en polvo de inmediato. Fue horrible.
El público no salió corriendo despavorido. Ni una sola expresión de miedo, odio o disgusto surgió de sus labios, fuertemente apretados. Se quedaron allí en perfecto silencio, mirando, sólo mirando, como un destacamento de soldados de plomo. La cosa del cielo voló en círculos para inspeccionar su trabajo, y luego se zambulló hacia la multitud. Una antena tubular en su proa se sacudió furiosa. Como un solo hombre, la multitud giró a la izquierda y comenzó a marchar, izquierda, derecha, izquierda, derecha...
Me quité el casco y le dije a Burman lo que había visto, o más bien lo que aquella cosa me había hecho pensar que había visto.
—¿Qué demonios significaba eso?
—Autómatas —murmuró—. Casas de cristal y naves a reacción.
Se puso a ojear un grueso diario lleno de anotaciones hechas de su puño y letra.
—¡Ah, sí!, parece que estuviste a principios del siglo treinta. El desasosiego fue común durante los veinte años anteriores a la Rebelión Anticaja.
—¿Qué rebelión?
—La Anticaja..., la revuelta de los autómatas contra los tecnócratas del siglo treinta y uno. Jackson-Dkj-997917, un astuto estratega con una caja defectuosa, estropeó en secreto cientos de otras cajas, y eventualmente condujo a los rebeldes a la victoria en el 3047. Su tataranieto, un individuo avaro y egoísta, causó la rebelión de los Hombres Libres sin Caja contra su propio grupo de Jacksócratas.
Ese discurso me dejó boquiabierto.
—Por la forma en que lo cuentas, parece historia —dije.
Por supuesto que es historia —aseguró él—. Algún día será historia —guardó silencio un momento—. Estudiar el futuro puede que te parezca un proceso extraño, pero a mí me parece un procedimiento bastante normal. Lo he estado haciendo durante años, y tal vez la familiaridad me ha vuelto desdeñoso. El problema es que es difícil ser selectivo. Puedes encontrar la misma época veinte veces seguidas, pero nunca te encuentras en el mismo mes, o incluso en el mismo año. En realidad, te puedes considerar afortunado si das dos veces con la misma década. Como resultado, mis datos son muy difusos.
—Me lo imagino. Un buen observador puede calcular el tiempo correcto en un minuto o dos, pero nunca en diez o incluso en cincuenta segundos.
—¡Exacto! —respondió Burman—. Por eso mi infierno particular ha sido tener el privilegio de observar el panorama del futuro, pero de una manera tan reducida que apenas es posible ensamblar sus piezas. Una vez fui lo suficientemente afortunado para ver cómo montaban, de principio a fin, una batería del siglo veinticinco. Recogí todos los detalles antes de perder el escenario, que nunca he podido localizar de nuevo. Pero hice aquella batería... y ya conoces el resultado.
—¡Así es cómo creaste tu famosa batería!
—¡Eso es! Pero la mía, por buena que pueda ser, no lo es tanto como la que vi. Falta algún factor —su voz se tensó súbitamente cuando añadió—: ¡Perdí algo porque tenía que perderlo!
—¿Por qué? —pregunté, totalmente perplejo.
—Porque la historia, pasada o futura, no permite paradojas. Porque al haber robado ésa batería del siglo veinticinco, estoy registrado en esa época como el que la inventó en el siglo veinte. La han mejorado un poco en esos cinco siglos, pero esas mejoras se me escapan automáticamente. La historia futura es tan fija e inalterable para los del presente como la historia pasada.
—Entonces explícame lo de esa complicada máquina que no hace nada más que decir bz-z-z —pregunté.
—Maldición —dijo con ira—. ¡Eso es precisamente lo que me está volviendo loco! No puede ser una paradoja, simplemente no puede ser.
Luego con más cautela, añadió:
—Entonces debe tratarse de una paradoja aparente.
—De acuerdo. Pero explícame cómo se puede lanzar al mercado una paradoja aparente con sus usos comerciales, y te daré un artículo de primera clase.
Él ignoró mi sarcasmo y continuó:
—Intenté explorar el futuro hasta donde la mente humana puede investigar. No vi nada, sólo la vastedad de un suelo estéril sobre el que se alzaba una extraña máquina, que brillaba en silenciosa y solitaria majestad. De alguna manera, pareció consciente de mi observación a través del golfo de incontables eras. Llamó mi atención con un poder casi hipnótico. Durante más de un día, durante treinta horas, conservé aquella visión sin perderla...; es la vez que más tiempo he observado una escena futura.
—¿Y bien?
—La dibujé. Hice dibujos completos de ella dedicándome a la tarea con toda la confianza de un experto diseñador de máquinas. No podía ver su interior, pero de alguna manera vino a mí, de alguna manera supe cómo era. Perdí la escena a las cuatro de la madrugada y me encontré rodeado por montones de dibujos complicadísimos, con la cabeza embotada, los ojos enrojecidos y lleno de temor.
Guardó silencio un instante.
—Un año después, hice acopio de valor y empecé a construir aquella cosa que había visto. Me costó un montón de tiempo y dinero. Pero lo hice; está acabada.
—Y todo lo que hace es zumbar —recalqué, con sincera simpatía.
—Sí —suspiró él, dubitativo.
No había nada más que decir. Burman miró melancólicamente a la pared, con la mente muy, muy lejos. Jugueteé ausente con los auriculares de cobre del psicófono. Reconocía que mi imaginación era tan buena como la del que más, pero por mi vida que no podía imaginar ni sugerir ningún mercado donde colocar un ataúd de metal relleno de chatarra. No, aunque hiciera ruiditos curiosos.
Un suave y débil whir surgió del ataúd. Era un sonido nuevo que nos hizo dar la vuelta y mirarlo con los ojos abiertos como platos. ¡Whir-r-r!, hizo otra vez. Vi unos engranajes finamente engarzados girar tras la ventana delantera.
—¡Santo cielo! —exclamó Burman.
¡Bz-z-z! ¡Whir-r-r! ¡Clic! El aparato de repente se deslizó hacia un lado.
El diablo conocido no es ni la mitad de temible que el diablo por conocer. No quiero decir que esta súbita demostración de vida y movimiento nos asustara, pero ciertamente hizo que nuestros corazones latieran una docena de veces más por minuto. Esa cosa en forma de ataúd era, o podía ser, un diablo al que no conocíamos. Así que allí estábamos, uno al lado del otro, observándola fascinados, con un sentimiento de aprensión ante lo desconocido.
El movimiento se detuvo después de que la cosa hubiera deslizado dos patas. Se quedó allí plantada, silenciosa, imperturbable, con sus lentes delanteras observándonos con una carencia de expresión vidriosa. Entonces movió otras dos patas. Se paró otra vez. Más contemplación sin sentido. Después de eso, se movió más rápida y suavemente hasta llegar junto a la mesa del laboratorio. Al llegar ahí dejó de moverse, empezó a emitir variados pero sincronizados tics como los del reloj del abuelo.
—¡Va a pasar algo! —susurró Burman.
Si la máquina hubiera podido hablar, le habría quitado las palabras de la boca. No había acabado la frase cuando una portilla de la máquina se abrió y un brazo metálico articulado salió cautelosamente por la abertura y agarró un cronómetro marino que había sobre la mesa.
Con un juramento de sorpresa, Burman se abalanzó hacia adelante para recuperar el cronómetro. Demasiado tarde. El brazo lo agarró, lo introdujo en la máquina y la portilla se cerró con un sonido metálico, como el tañido de una trampa para osos. Simultáneamente, otra portilla se abrió en la parte delantera y otro brazo articulado salió y entró, moviéndose demasiado rápidamente para que pudiéramos seguirlo. Esta segunda portilla también se cerró, dejando a Burman boquiabierto porque le había arrancado su valioso reloj con su igualmente inapreciable cadena de oro.
—¡Por todos los diablos! —dijo Burman, regresando.
Nos quedamos mirando a la máquina un rato. No volvió a moverse, sino que permaneció tictaqueando como si rumiara su comida recién conseguida. Sus lentes nos miraron con la tranquila falta de interés de una vaca bien alimentada. Tuve la estúpida idea de que estaba haciendo felizmente la digestión de un puñado de engranajes, ruedecillas y piñones.
Como su sutil aire de amenaza parecía haberse desvanecido, o tal vez porque sentíamos que estaba completamente absorta, dedicándose a lo suyo, hicimos un esfuerzo por recuperar el valioso reloj de Burman. Burman golpeó con fuerza la portilla por la que éste había desaparecido, pero no consiguió abrirla. Le ayudé, sin resultado. Estaba cerrada como si estuviera soldada. No conseguimos abrirla con un gran destornillador. Una palanca, o un buen gato habrían servido, pero en este punto Burman decidió que no quería dañar la máquina que le había costado más que el reloj.
¡Tic-tic-tic!, continuó el ataúd, impertérrito. Estábamos como al principio, sin saber más que antes. No había nada que hacer, y me dio la impresión de que la maldita máquina lo sabía. Allí se quedó, mirándonos a través de sus lentes, haciendo tic-tic-tic. Su vientre, o lo que hubiera sido su vientre si hubiese tenido uno, irradiaba calor. Según los dibujos de Burman, allí era donde estaba el pequeño horno eléctrico.
La cosa funcionaba; de eso no había duda. Si Burman sentía lo mismo que yo, tenía que sentirse bastante mal. Allí estábamos, como un par de bobos, sin saber qué nos iba a deparar la máquina, y todo el tiempo haciendo ante nuestros propios ojos aquello para lo que había sido diseñada, fuera lo que fuese.
¿De dónde sacaba la energía? ¿Aquellas antenas que sobresalían de su cabeza como cuernos se dedicaban a absorber corriente de la atmósfera? ¿O estaba absorbiendo ondas de radio? ¿O tenía energía interna propia? Era evidente que estaba haciendo algo, alumbrando algo, pero ¿alumbrando qué?
¡Tic-tic-tic!, fue la única respuesta.
Nuestras preguntas seguían sin respuesta, nuestra curiosidad continuaba insatisfecha, y la máquina aún tictaqueaba laboriosamente a estas horas de la madrugada. Pospusimos el problema hasta la mañana siguiente. Burman cerró su laboratorio con llave antes de marcharnos.
El trabajo del oficial de policía Burke era muy simple. Todo lo que tenía que hacer era dar vueltas a la manzana, echando un ojo avizor a los almacenes en general y al gran depósito de joyas en particular, telefoneando a la comisaría una vez cada hora desde la cabina de la esquina.
El trabajo nocturno iba bien con el carácter taciturno de Burke. Podía caminar a solas, sin nada que lo molestara o le apartara de sus meditaciones. En aquel barrio en particular, nunca pasaba nada de noche, nada.
Se detuvo ante el escaparate lleno de joyas y miró a través del cristal y de la pesada reja tras la que había una bombilla que iluminaba tenuemente la enorme caja fuerte. Allí dentro estaba el rescate de un rajá. El guardia, la reja, las alarmas automáticas y las ingeniosas trampas ocultas lo mantenían fuera del alcance de los dedos de cualquiera que lo ambicionara. Nadie había hecho el menor intento en veinte años. Nadie había intentado siquiera acercarse al contenido del escaparate protegido por la reja.
Alzó la cabeza y observó un puñado de nubes brillantes tras las cuales se ocultaba la luna. Se dio la vuelta y continuó caminando. Un gato se cruzó en su camino, cauteloso, en silencio, pegado a la pared. Sus agudos ojos detectaron su tenue sombra incluso bajo la leve luz de la noche, pero lo ignoró y continuó caminando hacia la esquina.
Detrás de él, el gato se colocó bajo el escaparate al que acababa de asomarse. Se detuvo, con una pata delantera medio alzada, las orejas tensas. Entonces pegó la panza al asfalto, con los ojos brillantes muy abiertos, atentos, intensos. Su cola se agitó suavemente de un lado a otro.
Algo pequeño y brillante se acercó a él rodando, moviéndose pegado a la pared con la velocidad y la agilidad de un ratón. El gato se puso tenso a medida que el objeto se acercaba. De repente, la cosa quedó a su alcance, y el gato saltó hacia adelante ansiosamente. Sus zarpas hambrientas excavaron una superficie que no era suave y peluda, sino dura, brillante y resbaladiza. La cosa saltó como un juguete mecánico mientras el gato trataba en vano de agarrarla. Finalmente, con un bufido de furia, el gato la golpeó maliciosamente, despidiéndola a una docena de metros, donde se quedó boca abajo emitiendo una serie de suaves clics de protesta y unos estímulos urgentes que su felino atacante no pudo sentir.
Cruzando la acera de un solo salto, el gato atacó de nuevo. Algo más se acercaba. El felino tensó los músculos, sus ojos brillaban. Era otro objeto ligeramente similar a la extraña cosa que acababa de capturar, pero un poco más grande, un poco más ruidoso, y de una forma muy distinta. Parecía un pequeño cilindro doradoplateado con un frente cónico del que sobresalía una fina hoja y que se movía gracias a unas ruedecillas invisibles.
Una vez más, el gato saltó. Desde la esquina, Burke oyó su maullido. El sonido no le molestó; oía a los gatos, las ratas y otras criaturas hacer todo tipo de extraños ruidos todas las noches. Flemáticamente, continuó con su ronda.
Tres cuartos de hora después, el oficial de policía Burke había dado la vuelta y estaba de nuevo en el mismo punto fatal. Iluminó el cuerpo con su linterna y le dio la vuelta al animal con su pie. Tenía la garganta cortada. Lo habían hecho con una saña tan salvaje que casi le habían separado la cabeza del cuerpo. Burke frunció el ceño. ¡No le gustaban los gatos, pero le costaba imaginar que alguien los odiara tanto como para hacer esto!
—Alguien quiere que lo despellejen vivo —murmuró.
Empujó con el pie al gato muerto hasta el bordillo de la acera, donde los basureros lo recogerían por la mañana. Volvió su atención hacia el escaparate y vio la luz aún brillando bajo la caja fuerte, intacta; su mente aún estaba centrada en el gato mientras sus ojos la miraban y le decían que algo iba mal. Entonces volvió a enfocar su atención en su trabajo, vio qué era, y sudó por todos los poros de su piel. No era la caja fuerte, era el escaparate.
En el escaparate, las colecciones de valiosos anillos aún brillaban impertérritas. A la derecha, la plata todavía resplandecía intacta. Pero a la izquierda había habido un pequeño grupito de relojes extremadamente caros. Recordó que justo delante había un hermoso cronómetro que valía el salario de un año. También había desaparecido.
El rayo de su linterna tembló cuando enfocó la verja y la descubrió rápidamente segura. La puerta tras ella estaba firmemente cerrada. El travesaño estaba echado, su pesado metal aún firme. Se asomó al escaparate y descubrió un agujerito de unas dos pulgadas de diámetro en una esquinita al lado del más cercano de los objetos robados. La maldición de Burke fue explosiva. Se dio la vuelta y corrió hacia la esquina.
Su mano temblaba de indignación cuando agarró el teléfono. Se puso a hablar con la comisaría y recitó su historia. Pensaba que tenía una buena idea de lo que había sucedido, pues había leído en una ocasión un robo similar en alguna parte.
—Al parecer, cortaron un círculo con un diamante, lo sacaron con una ventosa y luego pescaron los relojes con una varilla telescópica a través del agujero —esperó un momento y después añadió—. Sí, sí. Eso es lo que me extraña. Los anillos valen diez veces más.
Observó la calle con los ojos desorbitados mientras prestaba atención a la voz al otro lado de la línea. Sus ojos recorrieron la calle lentamente, descendieron, encontraron el bordillo, permanecieron fijos en la oscura forma que yacía en ella.
¡Otro gato muerto! Aún aferrado al teléfono, Burke se aproximó todo lo que el cable le permitía, extendió un pie y le dio la vuelta al gato. Lo iluminó con la linterna. Igual que el otro... ¡de oreja a oreja!
—Y escucha —gritó al teléfono—. Hay un maníaco suelto que va por ahí degollando gatos.
Colgó el teléfono y corrió de regreso junto al escaparate forzado, y se plantó delante montando guardia hasta que llegó el coche patrulla. Cuatro hombres salieron de su interior.
—¡Gatos! —dijo el primero—. ¡Parece que alguien la ha tomado con los gatos! Hemos encontrado otros dos a un par de manzanas de distancia. Estaban tendidos en mitad de la calle, delante de las luces, y casi habían sido guillotinados. Sus cuerpos estaban aún calientes.
El segundo gruñó, se aproximó al escaparate, miró al pequeño agujero y dijo:
—Los tipos que hicieron esto fueron demasiado listos para haber dejado huellas.
—No fueron tan listos si dejaron los anillos —gruñó Burke.
—Tal vez esto sea una pista —concedió el otro—. Si dejaron una cosa, puede que hayan dejado la otra. Buscaremos las huellas de todas formas.
Un taxi apareció en la calle oscura y aparcó detrás del coche patrulla. Un individuo elegantemente vestido, despeinado y muy agitado salió de él y corrió hacia el grupo. Las llaves tintineaban en su mano pálida y húmeda.
—Soy Maley, el encargado —explicó sin aliento—. Me llamaron ustedes. Caballeros, ¡esto es terrible, terrible! ¡El escaparate vale miles de dólares, miles! ¡Qué pérdida, qué pérdida!
—¿Qué le parece si nos deja entrar? —preguntó tranquilamente uno de los policías.
—Por supuesto, por supuesto.
Temblando, abrió la verja y descorrió el cerrojo de la puerta usando media docena de llaves. Entraron. Maley encendió las luces y metió la cabeza entre los estantes de cristal, verificando la vitrina saqueada.
—Mis relojes, mis relojes —gimió.
—¡Es horrible, horrible! —dijo uno de los policías con solemnidad. Dirigió a sus compañeros un guiño pícaro.
Maley se inclinó aún más para inspeccionar mejor una esquina vacía.
—¡Todo perdido, todo! —gimió—. ¡Mi colección de relojes más apreciados de…! ¡Yeowww!
Su alarido les hizo dar un respingo. Maley saltó agarrándose la muñeca cuando intentó introducirse entre los estantes hacia la verja y el escaparate.
—¡Mi reloj! ¡Mi propio reloj!
Los otros se le acercaron de puntillas y vieron el reflejo dorado de una correa de terciopelo negro salir por el agujero del escaparate. Burke fue el primero en correr a la calle e inspeccionó con la linterna el asfalto. Entonces localizó el reloj. Se movía rápidamente, pegado a la pared, pero se quedó quieto cuando la luz lo iluminó. Sorprendido, vio otra cosa más, igualmente brillante y metálica, que se agazapó rápidamente en la oscuridad más allá del círculo de luz.
Burke recogió el reloj y escuchó. El ruido que hacían los otros al acercarse le impidió oír con claridad, pero podría jurar que había oído un pequeño ruidito metálico y un cliqueteo rápido que no provenía del instrumento que tenía en la mano. Tuvo que haber sido su propia imaginación. Con el ceño profundamente fruncido, regresó junto a sus compañeros.
—No había nadie —aseguró—. Debe de habérsele caído del bolsillo y ha echado a rodar.
"Maldición —pensó—, ¿podía un reloj rodar tanto? ¿Qué demonios estaba pasando esta noche?".
A lo lejos, en la calle, algo gimió, luego burbujeó. Burke se encogió de hombros. ¡Quién sabía! Miró a los otros, pero aparentemente no habían oído el ruido.
Los periódicos lo publicaron por la mañana. Los leí mientras me dirigía a casa de Burman. La suma total eran sesenta relojes y ocho gatos, y también algunos instrumentos del almacén de un fabricante de artilugios científicos. Los detalles eran bastante profusos, pero no completos. Supe lo que significaban por fin cuando descubrimos más tarde el sentido auténtico de lo que había ocurrido.
Burman me estaba esperando cuando llegué. Parecía a la vez sorprendido y molesto. El ataúd tictaqueaba firmemente en una esquina, haciendo un ruido muchísimo más fuerte que el día anterior. Parecía terriblemente atareado.
—¿Bien? —pregunté.
—Se ha movido mucho durante la noche —dijo Burman—. Ha roto un par de termómetros y les ha sacado el mercurio. Encontré algunos cajones cerrados y otros abiertos, pero tengo la desagradable impresión de que ha hecho una búsqueda exhaustiva por la habitación. Un paquete de chapas de níquel ha desaparecido, y un cable de cobre —señaló enfadado al fondo de la puerta por la que yo acababa de entrar—. Y además la hago responsable de hacer estos agujeros. No estaban aquí ayer.
En efecto, había un par de agujeros al pie de la puerta. Pero ninguna rata sería capaz de hacerlos; eran limpios, suaves y redondos, casi como los que un carpintero haría con una sierra.
—¿Qué sentido tiene que se ponga a hacer eso? —pregunté—. No puede salir por unas aberturas tan pequeñas.
—¿Qué sentido tiene toda esta historia? —respondió Burman.
Miró a la atareada máquina que le devolvió la mirada con sus lentes inexpresivas y siguió rumiando firmemente. ¡Tic-tic-tic!, persistió la maldita cosa. Y luego hizo ¡whir-thump-clic!
Abrí la boca intentando hacer algún comentario sarcástico a costa de la máquina, cuando ésta emitió un gemidito muy sutil y extremadamente agudo. Algo pequeño, metálico y brillante salió disparado por uno de los agujeros y se dirigió hacia la monstruosidad que se agitaba. Una portilla se abrió y lo engulló con tanta rapidez que desapareció antes de que pudiéramos darnos cuenta de lo que habíamos visto. La cosa era un objeto pulido y cilíndrico que parecía la lanzadera de una máquina de coser, pero unas cuatro veces más grande. Y llevaba consigo algo que también era pequeño y metálico.
Burman me miró; yo miré a Burman. Entonces rebuscó por todo el laboratorio y encontró un tubo de metal de noventa centímetros de largo y 13 milímetros de diámetro. Plantó una silla en el suelo y se sentó, agarrando el tubo como si fuera una maza y contempló las ratoneras. Imperturbable, la máquina le miró y continuó haciendo tic-tic-tic.
Diez minutos más tarde, emitió un repentino clic y otro pequeño gemido. No hubo nada que saliera corriendo de los agujeros, pero el curioso objeto que habíamos visto (o uno exactamente igual), salió de la portilla y corrió hacia la puerta junto a la que estábamos esperando. Cogió a Burman por sorpresa. Hizo un loco barrido con la barra mientras la cosa se introducía entre sus pies y atravesaba uno de los agujeros. Cuando el arma golpeó el suelo, ya había desaparecido.
—¡Maldición! —exclamó apasionadamente Burman. Aflojó la presión de la barra mientras contemplaba el atareado ataúd—. La haría pedazos si no fuera porque me gustaría agarrar uno de esos aparatitos primero.
—¡Cuidado! —chillé.
Burman reaccionó demasiado tarde. Desvió su atención del ataúd hacia las ratoneras, alzando el tubo, y con una expresión molesta en la cara. Pero su reacción fue demasiado lenta. Tres de aquellas misteriosas cosas salieron por los agujeros y se plantaron en medio de la habitación antes de que su arma estuviera lista para golpear. El ataúd las tragó por una de las portillas con un tañido.
El trío invasor había hecho su aparición en fila india, y esta vez las pude ver mejor. Las dos primeras eran lanzaderas doradas, similares a la que ya habíamos visto. La tercera era más grande, más rápida, y me dio la impresión de que podía moverse más diestramente. Tenía una proyección larga y aguda delante, una cosa perversa y ominosa como el bisturí de un cirujano. Su velocidad me impidió verlo bien, pero me pareció que la punta del escalpelo estaba teñida de rojo. Sentí un escalofrío por toda la espalda.
Algo arañó irritado al otro lado de la puerta y una zarpa blanca se asomó tentativa por uno de los agujeros. El gato retrocedió cuando Burman abrió la puerta, pero miró ansiosamente el interior del laboratorio. Su presencia no necesitaba explicaciones: El atento animal habría visto una de aquellas cosas infernales. A los dos se nos ocurrió lo mismo: Los gatos son rápidos de reflejos, muy rápidos. Si le dábamos una oportunidad, tal vez éste podría capturarnos una de aquellas cosas.
Llamamos su atención con palabras agradables y sonidos tranquilizadores. Su ansia pudo más que su natural recelo hacia los extraños y entró. Cerramos la puerta tras él. Burman cogió su barra, se sentó junto a la puerta y trató de echar un ojo a los agujeros y el otro al gato. No pudo hacer las dos cosas, pero lo intentó. El gato olisqueó y deambuló por la habitación, y maulló desafiante. Su conducta sugería que se guiaba por la vista más que por el olfato. No había ningún olor.
Con perseverancia felina, el animal rebuscó por todo el laboratorio. Pasó junto al zumbante ataúd un par de veces, pero lo ignoró por completo. Al final, el gato se rindió, se sentó en un rincón y empezó a lavarse la cara.
La enorme máquina hizo ¡tic-tic-tic!, y luego ¡whir-thump! Una portilla se abrió y de ella cayó la lanzadera que corrió hacia la puerta. Una segunda la siguió. La primera fue demasiado rápida incluso para el gato, igual que para el sorprendido Burman. ¡Bang! El tubo de acero golpeó el suelo mientras la primera lanzadera escapaba triunfante por uno de los agujeros.
Pero el gato agarró a la segunda. Dando un poderoso salto, con las zarpas extendidas y las uñas fuera, cogió a su víctima a un palmo de la puerta. Intentó agarrar aquella cosa brillante, no lo consiguió y la perdió por un instante. La lanzadera se revolvió en un loco salto. El gato la agarró otra vez, la volvió a perder, emitiendo un gruñido de furia, y de un manotazo la arrojó contra el rodapié. La lanzadera se quedó allí, boca arriba. Cuatro ruedecillas diminutas en su interior giraban locamente con un gemido agudo y casi inaudible.
Con los ojos brillantes de excitación, Burman soltó su arma y se acercó a recoger la lanzadera. Al mismo tiempo, el gato se dispuso a juguetear con ella. La lanzadera se quedó allí, boca arriba, funcionando indefensa. Antes de que ninguno de los dos pudiera alcanzarla, la máquina al otro lado de la habitación hizo ¡clunk!, abrió una trampilla y expulsó otro aparato.
Con sorprendente rapidez, el gato se volvió y saltó hacia el recién llegado. Entonces se armó la marimorena. La lanzadera viró hábilmente con un destello dorado; el gato viró con ella, maulló y mostró las uñas. Se enzarzaron en un remolino blanco y negro en el que a veces destellaba una mancha dorada; los maullidos y siseos del gato apagaban un rumor persistente que subía y bajaba de la misma forma que aceleran y deceleran las marchas de un aparato mecánico.
El gato emitió un jadeo peculiar y la sangre manchó el suelo. El animal sacó las garras salvajemente, emitió otro maullido al que siguió un gorgoteo. Se echó a temblar y resbaló. Un torrente escarlata surgió de la gran herida abierta en su vientre.
Apenas tuvimos tiempo de apreciar el significado completo de aquella terrible escena cuando el vencedor se dirigió hacia Burman, que estaba junto al rodapié, con la lanzadera aún zumbante en la mano. Sus ojos se abrieron de par en par llenos de horror, pero conservó la suficiente presencia de ánimo como para dar un frenético salto un segundo antes que la rápida máquina alcanzara sus talones.
Aterrizó al otro lado de la cosa, pero ésta dio la vuelta y se dirigió nuevamente hacia él. Vi el brillo cristalino de su escalpelo mientras cogía velocidad, y que el filo de la hoja estaba manchado de sangre. Burman saltó otra vez, llegó junto a la mesa del laboratorio y se subió en ella.
—¡Dios! —exclamó.
Cogí entonces la barra que él había soltado. La alcé, sintiendo su peso reconfortante, e hice todo lo posible para aplastar aquel perverso montón de chatarra. Era demasiado ágil para mí. Chirrió, aceleró, esquivó la punta de la barra de acero y dio dos vueltas a la mesa sobre la que se había refugiado Burman. Me ignoró por completo. De alguna manera, sentí que respondía enteramente a alguna misteriosa llamada de la lanzadera que Burman había capturado.
La ataqué desesperadamente y volví a fallar, aunque juro que sólo por un milímetro. Algo entró corriendo por los agujeros de la puerta, pasó junto a mí y se dirigió a la gran máquina. Atontado, oí las portillas abrirse y cerrarse y sobre todo aquel firme y persistente tic-tic-tic. Descargué otro furioso golpe que no consiguió más que hacer una muesca en el suelo y sacudirme el brazo hasta el hombro.
Inesperada e increíblemente, la maldición dorada dejó de dar locas vueltas en torno a la mesa. Con un sonoro clic y un zumbido mucho más fuerte que antes, se encaramó rápidamente por una de las patas de la mesa y llegó hasta lo alto.
Burman dejó de un salto su santuario. Aún tenía agarrada la lanzadera. Nunca le había visto tan pálido.
—¡La máquina! —dijo roncamente—. ¡Mándala al infierno!
¡Thunk!, hizo la máquina. Una trampilla se abrió y soltó otro demonio armado con un escalpelo. ¡Tzz-z-z!, un tercero entró a través de los agujeros de la puerta. Cuatro lanzaderas corrieron tras él, se dirigieron a la máquina y la alcanzaron felizmente. Una quinta entró más lentamente. Agarraba la válvula de un automóvil. Le di una patada que la envió contra la pared mientras lanzaba otro vano golpe a una de las que llevaban un escalpelo.
Burman dio otro saltó y esquivó a un nuevo atacante. Un segundo se dirigió al tacón de su zapato derecho en cuanto aterrizó. Una vez más, Burman se subió a la mesa de la que ya había marchado su primer enemigo. Las tres cosas armadas con escalpelos se dirigieron a la mesa con una rapidez preocupante.
—¡Suelta esa maldita lanzadera! —aullé.
No la soltó. Mientras el trío subía por las patas, arrojó la lanzadera con todas sus fuerzas contra el ataúd que la había dado a luz. La lanzadera chocó contra la máquina, la abolló y cayó al suelo. Burman saltó otra vez de la mesa. La lanzadera permaneció tirada en el suelo, aplastada y silenciosa, con las ruedecitas inmóviles.
Las cosas armadas que recorrían la mesa parecieron cambiar su rumbo a la vez que la lanzadera capturada quedaba aplastada. Juntas, se bajaron de la mesa y salieron corriendo por los agujeros de la puerta. Una cuarta salió de la máquina, escoltando dos lanzaderas, y éstas también se desvanecieron al otro lado de la puerta. Un segundo o dos después, una nueva cosa diferente de las demás salió por uno de los agujeros. Era larga, redonda, chata, aproximadamente como la mitad de la porra de un policía, tenía seis ruedas y una doble fila de dientes de sierra delante. Casi atravesó la habitación mientras la observábamos fascinados. Vi que las sierras giraban y cambiaban cuando subía hacia la portilla de la máquina. ¡Eran ruedas de oruga en miniatura!
Burman había tenido ya suficiente. Se decidió. Recogió la barra de acero, la agarró firmemente y se acercó al ataúd. Sus lentes parecieron mirarle cuando se plantó ante él. Doce años de trabajo intensivo iban a ser destruidos de un golpe. Interminables días y noches de esfuerzos iban a ser deshechos de un plumazo. Pero a Burman no le importaba. Con un feroz mamporro rompió el cristal, con otro fiero golpe aplastó el conjunto de ruedecillas y engranajes que había dentro.
El ataúd tembló y se resintió ante sus golpes cada vez más furiosos. Las portillas se abrieron y escupieron muestras sin vida del nido metálico de la cosa. Salieron tambaleándose y resonando del maldito objeto mientras Burman lo hacía pedazos. Entonces guardó silencio, convertido en una masa informe, inútil, de partes rotas y retorcidas.
Recogí la forma dentada del objeto que había entrado. Era pesado, increíblemente pesado, y a pesar de su destrucción parcial su acabado parecía magnífico. Tenía un ojo minúsculo y casi imperceptible delante, pero la lente en miniatura estaba rota.
¿Había regresado para que lo repararan y lo pusieran a punto?
—¡Eso es! —exclamó Burman, respirando pesadamente.
Abrí la puerta para ver si el ruido había atraído la atención. No lo había hecho.
Había una lanzadera sin vida al otro lado de la puerta, y una segunda a un metro de ella. La primera tenía una pequeña cadena de latón sujeta a un pequeño gancho que salía de su parte trasera. La nariz del segundo se había abierto como un abanico, como un diafragma iris, y dentro había plegados un par de brazos de metal articulados que sujetaban un diamante de tamaño medio. Parecía que habían estado a punto de entrar cuando Burman destruyó la máquina.
Los recogí y los metí dentro de la habitación. Su completa inactividad, aunque no habían sufrido daños, sugería que habían estado controlados por la gran máquina y que era de ella de quien sacaban su poder locomotor. Si era así, habíamos resuelto nuestro problema con facilidad, y al destruir la máquina habíamos destruido a todos los aparatitos.
Burman recobró el aliento y empezó a hablar.
—¡La madre robot! —dijo—. Eso es lo que he hecho; un duplicado de la madre robot. No me di cuenta, pero estaba construyendo pacientemente la cosa más peligrosa de la creación, una amenaza terrible, porque comparte con la raza humana la habilidad de propagarse. ¡Gracias al cielo que la hemos detenido a tiempo!
—Así que nos encontramos ante el dueño eventual, o la dueña, de la Tierra — recalqué yo, recordando que había dicho que la obtuvo del lejano futuro—. No es una perspectiva muy agradable para la humanidad, ¿eh?
—No necesariamente. No sé hasta dónde llegué, pero tengo la impresión de que se trataba de un futuro tan distante que la Tierra se había vuelto estéril desde el punto de vista de la humanidad. Tal vez hayamos emigrado a algún lugar del cosmos, dejando nuestras máquinas esclavas semiinteligentes luchar por su existencia o morir. Lucharon… y sobrevivieron.
—Y entonces se las arreglaron para alterar el pasado a su favor —sugerí.
—No, no lo creo —Burman ya estaba mucho más calmado—. No creo que fuera un intento maligno, sino un experimento. Todo el asunto estaba condenado de antemano porque el éxito habría entrañado una paradoja imposible. No hay robots en el siglo que viene, ni conocimiento de ellos. Por tanto, los intrusos en este tiempo deben haber sido exterminados y olvidados.
—Lo que significa —señalé yo—, que no sólo debes destruir la máquina, sino también todos tus dibujos, todas tus notas, así como el psicófono, dejando nada más que unos cuantos sucesos extraños y una historia para que yo la cuente.
—Exactamente; lo destruiré todo. He estado pensando en este asunto, y hasta ahora comprendo que el psicófono no me puede ser de ninguna utilidad. Me permite descubrir o inventar sólo aquellas cosas que la historia ha decretado que yo invente, y que, por lo tanto, descubriré con o sin su ayuda. No puedo hacer trucos con la historia, pasada o futura.
—¡Hum! —No pude encontrarle ninguna pega a su razonamiento—. ¿Te has dado cuenta de la psicología de abeja que tenían nuestros antagonistas? —continué—. Construiste el nido, y de ella salieron obreras, guerreros y… —indiqué el incursor muerto—, un zángano.
—Sí —dijo él, lúgubremente—. Y estoy pensando en la miel. ¡Ocho relojes! Por no mencionar los otros artículos de que puedan informar los periódicos, más los gatos degollados. Menos mal que tengo dinero.
—Nadie sabe que tienes relación con esos incidentes. Puedes mantenerlo en secreto si quieres.
—Eso haré.
—Bueno —continué diciendo, alegremente—, bien está lo que bien acaba. Gracias al cielo que nos hemos desembarazado de la carga que nosotros mismos nos habíamos colocado.
Con un suspiro de alivio, me encaminé hacia la puerta. Un agudo gemido de motores en miniatura llamó mi atención. Mientras Burman y yo conteníamos boquiabiertos la respiración, una lanzadera dorada se deslizó rápidamente por una de las ratoneras, sintió la muerte de la madre robot, dio media vuelta y salió por el otro agujero antes de que pudiéramos detenerla.
Si Burman había quedado sorprendido antes, ahora lo estaba doblemente. Se acercó a la puerta, miró incrédulo la pequeña salida que acababa de usar la lanzadera y luego al otro par de lanzaderas sin vida pero enteras que estaban desparramadas por la habitación.
—Bill —murmuró—, tu analogía sobre las abejas era perfecta. ¿No lo comprendes? ¡Hay otro enjambre! ¡Una reina se ha escapado!
Había otro enjambre, claro está. Durante las siguientes cuarenta y ocho horas nos las hizo pasar moradas. Burman pasó todo el tiempo en la comisaría intentando convencerlos de que su evidencia no era simplemente una historia fantástica, pero lo que le ayudó a persuadir a los policías fueron las denuncias igualmente fantásticas que empezaron a sucederse.
Para empezar, el viejo Gildersome oyó un estruendo en su tienda a medianoche, pensó en su valioso contenido de cámaras y proyectores en miniatura, se puso los pantalones y bajó rápidamente. Un instrumento afilado como una navaja le apuñaló en el pie derecho cuando estaba a medio camino, y bajó rodando el resto. Se quedó allí, tendido, malherido y parcialmente conmocionado, mientras en la oscuridad algo cliqueteaba, zumbaba y crujía a su alrededor. Pieza a pieza, el contenido de su caja de valiosas lentes desapareció a través de un agujero en la puerta. Gran cantidad de piezas de proyectores y engranajes les siguieron.
Otras diez personas se quejaron de que por la noche les habían robado relojes y despertadores. Dos de ellas estaban histéricas. Una juraba que el ladrón era "una cucaracha de seis pulgadas" que ronroneaba como un motor de juguete. Al levantarse de la cama, lo pisó y sintió su fría dureza rebullirse bajo él. Lleno de repulsión, retiró el pie de regreso a la cama "justo cuando otra cucaracha se dirigía hacia él". Burman no le dijo a aquel agitado denunciante lo cerca que había estado de perder el pie.
Al día siguiente hubo otras treinta denuncias. Una docena de casas y cuatro tiendas habían sido saqueadas por cosas que tenían la agilidad y la habilidad furtiva de las ratas…, excepto que emitían ruiditos y zumbidos. Un trabajador del metro vio a una corriendo junto a la vía cuando regresaba a casa. Intentó cogerla, y perdió el pulgar y el índice y se quedó allí quejándose hasta que se lo llevó una ambulancia.
Las presas de aquellos sonoros saqueadores eran metales raros y piezas de valor. No podía entender cómo Burman o nadie más podría acabar con ellos de una vez por todas, pero lo hizo. Lo hizo combatiéndolas como si fuesen ratas. Fui con él, ayudándole a hacer el trabajo, mientras él consultaba un mapa.
—Todos los informes conducen a esta calle —dijo Burman—. Un despertador que sonó de repente fue abandonado cerca de aquí. Y dos pequeñas piezas de coches fueron robadas por esta zona. Las lanzaderas han sido vistas entrando o saliendo por aquí. Cinco gatos fueron despellejados con toda pericia en este punto. Todos los demás incidentes han tenido lugar en este radio.
—Lo que significa —supuse yo—, que la reina está escondida en algún lugar cercano.
—Sí.
Recorrió con la mirada la calle vacía sobre la luna creciente, que arrojaba una luz enfermiza. Eran las dos de la madrugada.
—¡Acabaremos muy pronto con este asunto!
Ató al extremo de un hilo de algodón firme una cadenita de plata, clavó el hilo a la pared y dejó caer la cadena sobre el asfalto. Hice lo mismo con un reloj roto. Distribuimos varias ruedecillas, material de cámaras y algunos montoncitos de alambres de cobre y otras curiosidades atractivas.
Tres horas más tarde, regresamos acompañados por la policía. Los agentes llevaban mazas y martillos. Todos íbamos ataviados con refuerzos de metal que nos cubrían hasta media pierna y que habían sido fabricados en poco tiempo por un diestro herrero.
¡La trampa había funcionado! Varios hilos de algodón estaban rotos después de haber sido desenrollados un poco, pero otros estaban intactos. Todos ellos conducían o señalaban a una rejilla de acero, que daba al sótano de un almacén abandonado. Al asomarnos a una ventana, pudimos ver unos cuantos hilos delatores.
—¡Ahora! —dijo Burman, y entramos rápidamente.
Las cerraduras oxidadas reventaron, las puertas podridas cayeron e irrumpimos en el almacén y bajamos al sótano.
Había una cosa pequeña con forma de ataúd en una pared, una cosa que cliqueaba firmemente mientras sus lentes nos miraban con una total falta de emoción. Era muy similar a la madre robot, pero sólo tenía un cuarto de su tamaño. Bajo la luz de las linternas de la policía, era una cosa siniestra y ominosa de terrible significado. A su alrededor, un activo clan pululaba por el suelo, zumbando y cliqueando con furia metálica.
Nos abrimos paso entre los furiosos zumbidos y craqueos de los escalpelos al rozar el acero. Burman llegó primero al ataúd, lo aplastó con un poderoso golpe de su martillo de cinco kilos, y luego lo dejó convertido en un amasijo con una rápida sucesión de golpes. Acabó exhausto. La hija de la madre robot había dejado de existir, y su extraña prole no se movía.
Burman se sentó en una caja de madera, se secó el sudor de la frente y exclamó:
—¡Gracias a Dios que ya ha acabado!
¡Tic-tic-tic!
Se puso en pie de un salto y blandió el martillo. En sus ojos había una expresión salvaje.
—Es sólo mi reloj —se disculpó uno de los policías—. Es de los baratos, y hace mucho ruido.
Se lo quitó para mostrárselo al preocupado Burman.
—¡Tic! ¡Tic! —dijo el reloj, con mecánico aplomo.
FIN