2025/09/08

El ingeniero y el verdugo (Brian Stableford)


Título original: The Engineer and the Executioner
Año: 1975


—Mi vida —dijo el ingeniero— es mía. ¿Lo entienden?
—Yo lo entiendo —replicó con calma el verdugo.
—Yo lo he creado —persistió el hombrecito de anteojos y mirada poco firme—. Yo lo hice, con mis propias manos. No fue todo creación de mi propia imaginación. Otros hombres pueden atribuirse el plan, y la teoría que les permitió hacer el plan. Pero yo lo hice. Yo fui quien juntó los genes, esculpió los cromosomas, armó la célula inicial. El trabajo que yo hice fue el verdadero trabajo. Yo puse el tiempo, la concentración, la determinación. Los otros jugaban con ideas, pero yo realmente construí su sistema de vida. Convertí el sueño en realidad. Pero no pueden comprender lo que sentía.
—Yo entiendo —repitió el robot. Sus ojos rojos brillaban sin parpadear en la cabeza angulosa. Realmente entendía.
—Míralo —dijo el hombrecito, tendiendo el brazo hacia la gran ventana cóncava que era una pared de la habitación—. Míralo y dime si no vale algo. Es mío, recuérdalo. Se formó a partir de lo que yo construí. Se desarrolló a partir de las células creadas por mí. Ahora va por su propio camino. Hace años que va por su propio camino. Yo lo puse en ese camino.
El hombre y el robot miraron por el vidrio. Del otro lado de la ventana estaba el interior hueco del Asteroide Lamarck. Desde el espacio, el Lamarck parecía igual a cualquier otro asteroide. Tenía marcas de cráteres y piedras y montones de polvo. Pero era hueco, y dentro de él había un entorno herméticamente sellado, cuidadosamente controlado, de simulación de la Tierra. Tenía aire, y agua —cuidadosamente transportados desde la Tierra— y luz de las grandes baterías que atrapaban la energía solar en el exterior del planetoide y lo liberaban nuevamente en su interior.
La luz era pálida y perlada. Tomaba color de cera y palidecía a medida que el asteroide giraba sobre su eje. En ese momento en particular era brillante y clara... en el mediodía del interior del Lamarck.
Mostraba el borde de un gran bosque de plata, objetos brillantes como los hilos de una telaraña. Los objetos eran tan leves y transparentes que parecía que podía verse a gran distancia, pero en realidad la visión clara se perdía a los cien metros de la ventana de observación.
Medio escondidos junto a las telarañas plateadas había otros crecimientos de diferentes colores y especies. Algunos eran rojos como anémonas de mar y movían sus tentáculos en una danza lenta y rítmica, como si trataran de atrapar una presa demasiado pequeña como para ser vista por ojos humanos. Había pálidas esferas de color amarillo limón moteadas de colores más oscuros, suspendidas dentro del marco de los filamentos plateados. Había varas rectas de colores diversos que crecían en manojos geométricamente regulares a intervalos al azar.
Había objetos que se movían, también pompones que volaban por el aire y seres diminutos como peces tropicales que flotaban en el gigantesco recipiente de aire. No parecía haber vida que se arrastrara, ni que caminara. Todos los objetos móviles volaban o flotaban. La cubierta externa del asteroide era tan delgada que prácticamente no había fuerza de gravedad en la vasta cámara. No había arriba ni abajo. Sólo había superficie y lumen.
—El sistema de vida está entre la comunidad, el organismo y la célula —dijo el ingeniero—. Posee ciertas características de cada uno. El método de reproducción empleado por el sistema de vida es tan único como para hacer imposible una clasificación estricta por medio de los términos que aplicamos a los tipos de material orgánico de la Tierra. Es completamente cerrado. La luz es lo único que viene desde afuera, que proporciona la energía que mantiene funcionando al sistema. El agua, el aire, los minerales, todos se reciclan. No hay más materia orgánica allí que la que hubo siempre. Todo se usa y vuelve a usarse a medida que el sistema de vida funciona y mejora. A medida que crece, cambia y evoluciona día a día. Fue diseñado para evolucionar, para mutar y para adaptarse a increíble velocidad. El ciclo de sus elementos es una espiral, no un círculo. Nada vuelve jamás a un estado anterior. Cada generación es una nueva especie, nada se reproduce jamás a sí mismo. Lo que he construido aquí es la ultraevolución, la evolución que no es causada por la selección natural. Mi sistema de vida exhibe una verdadera evolución lamarckiana. Mi vida es mejor que la vida que surgió en la Tierra. ¿No se dan cuenta de por qué es tan importante, tan maravilloso?
—Yo sí —dijo el robot.
—Es lo más maravilloso que hemos hecho —continuó el hombrecito con expresión soñadora—. Es el más grande de nuestros logros. Yo lo construí. Es mío.
—Lo sé —dijo el verdugo, sin necesidad.
—No lo sabes —repuso el hombrecito—. ¿Qué puedes saber tú? Eres de metal. De metal duro y frío. No te reproduces. Tu especie no tiene evolución. ¿Qué sabes tú sobre los sistemas de vida? No puedes saber cómo es vivir y cambiar, soñar y construir. ¿Cómo puedes pretender saber lo que quiero decir?
—Trato de comprender.
—¡Viniste a destruirlo todo! Viniste a lanzar al Lamarck hacia el sol, a incendiar mi mundo y a convertir mi vida en cenizas. Te enviaron a cometer un asesinato. ¿Cómo puede un asesino sostener que comprende la vida? La vida es sagrada.
—Yo no soy el asesino —respondió el robot con calma—. Los asesinos son quienes me enviaron, los que tomaron la decisión. Gente real, viva. Ellos deben de haber comprendido, pero tomaron la decisión. El metal no toma decisión. El metal no asesina. Sólo vine a hacer lo que me ordenaron.
—No pueden ordenarte que me mates —dijo el hombre de anteojos, en voz baja y petulante—. No pueden hacerte destruir mi trabajo. No pueden arrojarme al sol. Cometer un asesinato está en contra de la ley. Un robot no puede actuar en contra de la ley.
—A veces la ley debe ser ignorada —replicó el robot—. Consideraron que era demasiado peligroso permitir que existiera el Asteroide Lamarck. Sostenían que el experimento peligroso comenzado aquí debía ser obliterado lo más rápidamente posible, y que no se toleraría ninguna posibilidad de contaminación. Se sostuvo que el Asteroide Lamarck contenía un peligro que amenaza la existencia de la vida en la Tierra. Se consideró que había peligro de que liberaran esporas desde el interior del planetoide que pudieran cruzar el espacio. Se señaló que si eso ocurría, no había absolutamente ninguna forma de impedir que el sistema de vida del Lamarck destruyera toda la vida en la Tierra. Se llegó a la conclusión que, por más pequeña que fuera la probabilidad de que esto ocurriera, la pérdida potencial era demasiado grande como para correr cualquier riesgo. Por lo tanto se ordenó que el Asteroide Lamarck fuera arrojado hacia el Sol, y que no se permitiera que nada que hubiese estado en contacto con el Asteroide volviera a la Tierra.


En realidad el hombrecito no escuchaba. Ya había oído eso antes. Miraba atentamente por la ventana, al bosque plateado. Sus ojos de mirada poco firme dejaron caer pequeñas lágrimas por las comisuras. No lloraba por sí mismo, sino por la vida que había creado en Lamarck.
—Pero ¿por qué? —protestó—. Mi vida... es maravillosa, hermosa. Significa más para la ciencia que cualquier cosa que hayamos hecho o descubierto. ¿Quién tomó esta decisión? ¿Quién quiere destruirme?
—Es peligroso —declaró el verdugo, obstinadamente—. Debe ser destruido.
—A ti te han programado para que guardes el secreto —dijo el ingeniero—. Tienen miedo. Incluso tienen miedo de decirme quiénes son. Ésta no es obra de hombres honestos... de hombres responsables. Los que te enviaron eran políticos, no científicos.
»¿De qué tienen miedo, realmente? ¿Miedo de que mi vida pueda desarrollar inteligencia? ¿De que pueda tornarse más inteligente, mejor en todo sentido que la de un hombre? Pero eso es una tontería.
—No sé nada de miedo —dijo el robot—. Sé lo que me han contado, y sé lo que tú piensas de ello. Pero los hechos son inalterables. Hay peligro de infección del Asteroide Lamarck. Las consecuencias de este peligro son tan terribles que no puede permitirse que ese peligro exista un momento más de lo inevitable.
—Mi vida nunca podría llegar a la Tierra.
—Se piensa que hay peligro de evolución de las esporas de Arrhenius.
—¿Las esporas de Arrhenius? —repitió el hombrecito con tono burlón—. ¿Qué podría saber Arrhenius? Murió hace cientos de años. Sus especulaciones carecen de sentido. Su concepto de las esporas vitales que pueden plantarse en nuevos planetas era ingenua y ridícula. No hay evidencia de que tales esporas puedan existir alguna vez. Si los hombres que te enviaron usaron esporas de Arrhenius como excusa, son unos tontos.
—No vale la pena correr ningún riesgo, por más leve que sea —insistió el robot.
—No hay peligro —declaró enfáticamente el ingeniero genético—. Estamos separados de mi forma de vida por una pared de vidrio. En todos los años que he trabajado aquí, mi vida nunca ha atravesado esa pared. Lo que sugieres implica pasar a través de la corteza de un planetoide, doscientos setenta millones de kilómetros de espacio, luego encontrar un mundo relativamente pequeño y establecerse allí. 
La voz del hombrecito se había agudizado notablemente, y hablaba en forma entrecortada.
—Lo siento —dijo el robot.
—¡Lo sientes! ¿Cómo puedes sentirlo? Tú no estás vivo. ¿Cómo puedes saber lo que significa la vida, y menos aún sentir como yo siento?
—Estoy vivo —contradijo el verdugo—. Estoy tan vivo como tú, o como el mundo más allá de tu ventana.
—No puedes sentir pena —saltó el hombrecito—. No eres más que metal. No puedes comprender.
—Tu apasionada determinación de demostrar mi falta de comprensión es equivocada —dijo el robot, con cierta amargura metálica—. Sé exactamente cuál es tu sistema de vida. Sé exactamente lo que eres. Sé exactamente lo que sientes.
—Pero no puedes sentirlo tú mismo.
—No.
—Entonces no comprendes. 
El hombrecito estaba tranquilo otra vez, su furia se disolvía al encontrarse con la frialdad del verdugo.
—Entiendo exactamente lo que has hecho, y por qué —dijo pacientemente el robot.
—Entonces sabes que no hay peligro —respondió el ingeniero.
—Tu sistema de vida, si alguna vez llegara a la Tierra, destruiría el planeta. Tu sistema de vida no se reproduce por réplica. Cada organismo es único, y tiene dos cromosomas, cada uno de los cuales tiene un genoma completo. Un cromosoma determina el organismo, el otro, una partícula de virus. Este segundo cromosoma permanece inactivo hasta que el organismo llega a la senilidad, entonces se apropia del control de la síntesis de proteínas del cromosoma-organismo. Se producen billones y billones de partículas de virus y el organismo muere por su enfermedad intrínseca. Las partículas de virus se liberan y son universalmente infecciosas. Cualquier sistema de síntesis de proteínas está abierto a su ataque. Con la infección, el cromosoma-organismo y el cromosoma-organismo del huésped se fusionan y se co-adaptan, desarrollándose por un proceso de cambio dirigido. Entonces el nuevo cromosoma induce la metamorfosis del cuerpo huésped y lo transforma en un ser que es al principio parásito, pero que más tarde puede adquirir vida independiente. El nuevo ser lleva el cromosoma virus inactivo en sus propias células. El aspecto importante del sistema de vida es el hecho de que el virus puede infectar a absolutamente cualquier ser vivo, independientemente de que ya sea parte del sistema de vida o no. No hay inmunización posible. Por lo tanto, eventualmente, toda vida en cualquier continuo debe convertirse inevitablemente en parte del sistema de vida. Y la incorporación significa inevitablemente una pérdida total de identidad.
El hombrecito asintió.
—Entonces lo sabes todo —anunció—. Sabes lo que es y cómo funciona. Sin embargo, aun conociendo todos los hechos puedes plantarte ahí y acusarme de crear una especie de monstruo de Frankenstein que sólo espera destruirme y conquistar la Tierra. ¿No ves qué infantil y ridículo es esto?
—Existe un peligro —insistió obstinadamente el robot.
—¡Eso es una absoluta estupidez! El sistema de vida está absolutamente ligado al interior del Asteroide Lamarck. No hay posibilidad de que alguna vez llegue al exterior. Si llegara, no podría vivir. Ni siquiera un sistema tan versátil como el mío podría vivir allí, sin aire ni agua. Sólo los robots pueden hacerlo. No hay forma de escapar de Lamarck.
—Si, como has dicho en tus informes, la evolución del sistema de vida Lamarck es directiva y beneficiosa, y seria un error limitarla a supuestas capacidades del sistema, hay una probabilidad finita de que el sistema obtenga acceso al Lamarck externo, y desarrolle un mecanismo de dispersión extraplanetaria.
—¡Esporas de Arrhenius! —exclamó el hombrecito—. ¿Cómo? Dímelo, ¿cómo? ¿Cómo puede un sistema cerrado, dentro de un asteroide, enviar esporas a la Tierra, contra el viento solar? Sin duda hasta los idiotas que te enviaron deben comprender que las esporas de Arrhenius tienen que salir hacia afuera, apartándose de la Tierra, aunque hubiera una pequeñísima probabilidad de que esas esporas se formaran.


—Es imposible hacer predicciones sobre la forma del desplazamiento dentro del sistema solar —declaró el robot, implacable.
—¿Me tomas por tonto?
—No.
—Entonces, ¿por qué te niegas a admitir nada de lo que yo digo? Los robots son esencialmente seres lógicos. Sin duda tengo a la lógica de mi lado.
—No te salvará ninguna cantidad de lógica. El dispositivo ya está armado y activado. El Asteroide Lamarck está en camino al Sol. No hay apelación contra la decisión.
—No hay apelación —dijo el ingeniero genético con desprecio—. No hay apelación porque no se atrevieron a concederme una voz. No hay justicia en esta decisión. Hay solamente miedo.
—Hay miedo —admitió el robot.
—Tratas de convencerme de que ésa es la razón de esta sentencia de muerte. Hablas en términos fríos y exactos de la probabilidad y el peligro. Tratas de decírmelo a mí, de encubrir la verdad y la culpa. Sé honesto, si puedes. Dime la verdad; que he sido condenado a muerte por un miedo demente, irracional, el miedo a algún fantasma monstruoso que jamás podría surgir de mi sistema de vida. Eso es todo... un miedo chiflado, estúpido, patológico, a algo que no pueden comenzar a entender ni a apreciar. El miedo que puede engendrar miedo, contagiar a otros de miedo. El miedo que puede usarse como palanca para dictar sentencias de muerte. Dicen que mi virus infeccioso podría llegar a la Tierra. Ya está allí. El miedo contagia a todo. Y su segunda generación es el asesinato.
—El miedo es completamente natural —dijo el verdugo.
—¡Natural! —El hombrecito levantó la mirada detrás de los anteojos hasta el cielo raso y tendió los brazos—. ¿Qué clase de naturaleza tiene miedo a la naturaleza?
—La naturaleza humana —respondió el robot, con rapidez.
—Eso es lo que me condenó —dijo el hombre—. La naturaleza humana. No la razón... no las probabilidades finitas. La naturaleza humana, la vanidad humana y el miedo humano. Pero sólo tienen miedo de sí mismos. Los humanos diseñaron este virus. Los bioquímicos y los genetistas lo consiguieron. Los ingenieros genéticos y los cirujanos de reconstrucción lo armaron. Todo el sistema es producto de la inspiración humana, el ingenio humano, la capacidad. ¿Qué vas a citarme ahora? ¿Que hay cosas que el hombre no estaba destinado a conocer? ¿Qué la creación es la prerrogativa de la divinidad?
—No —respondió el verdugo—. Simplemente diré que por el solo hecho de poder hacer algo, no hay razón ipso facto de que un hombre deba hacerlo. Lo que has creado es potencialmente tan peligroso que no puede permitirse que siga existiendo.
—Ellos te ordenaron que hicieras esto.
—Éstas son mis palabras —insistió el robot—. Digo lo que me indican. Digo lo que me mandan decir. Pero lo creo. Soy de metal, pero estoy vivo. Creo en mí mismo. Sé lo que hago.
—Es una sentencia de muerte para ti también —dijo el ingeniero.
—Acepto la necesidad.
—¿Y se supone que por eso debo aceptarla yo también? Tú eres un robot. No das a a la vida el mismo valor que yo. Estás programado para morir. No importa lo que sea tu mente de metal, tú no puedes ser humano. No puedes aceptar valores humanos. No eres más que una máquina.
—Sí —respondió el robot delicadamente—. Soy una máquina.
El hombrecito miró por la pared de vidrio, obligándose a volver a las náuseas, la frustración y el miedo.
—No es sólo por mí —dijo el hombre—. Es mi vida. Es todo lo que he hecho; todo aquello en que creo. No quiero morir, pero tampoco quiero que todo esto muera. Es importante para mí. Yo lo hice. Tal vez puedas entender eso.
—Si tú lo dices —concedió el verdugo, cansadamente.
—Yo tampoco lo entiendo —confesó el hombrecito.
—No —replicó el robot—. No puedes comprenderlo. No es tu ciencia. Es tu hijo. 
El hombre trató de contenerse.
—¿Quién eres tú para juzgar? ¿Qué eres tú para juzgar? ¿Cómo puede un ser de metal decir cosas así? ¿Qué diferencia hay para mí? Ni ciencia ni hijo. Porque amo el sistema que he creado, ¿se desvaloriza mi razón? ¿No hay que atender a mis argumentos porque estoy personalmente involucrado en ellos?
—Tus argumentos no tienen ninguna importancia. En realidad la discusión ha terminado.
—Y la sentencia se ha dictado. ¿Quién habló a mi favor? ¿Quién presentó mis argumentos, mi desafío?
—Fueron presentados —respondió rígidamente el robot.
—Desestimados. Desalentados.
—Se tomó la decisión. Se consideraron todos los hechos. Se estudiaron todos los posibles cursos de acción. Pero no se podía correr ningún riesgo. El Asteroide Lamarck y todo lo que se ha puesto en contacto con él deben ser destruidos. Hay que elimina el peligro de infección.
—Deben de estar locos —dijo el hombrecito con expresión lejana—. El miedo irracional no puede extenderse tanto. Ni siquiera se contentan con adueñarse de mi vida. Además deben matarme. Deben asesinar además de destruir. Sin duda eso significa que tienen miedo de mí... de lo que yo podría decir. Qué tenues deben de ser sus argumentos, si se atreven a no permitir que se oiga mi voz...
—Tienen miedo de las esporas —repuso el robot—. Tú has estado en contacto personal con el sistema. Si te permitieran volver a la Tierra estarían dando lugar al peligro que quieren evitar.
—¿Estás seguro? ¿Crees eso también? ¿Por qué no dijeron, también, que mis conocimientos eran demasiado peligrosos? ¿No habría sido mucho más diplomático hacerme morir en un accidente? ¿O es eso lo que dirán? —agregó el ingeniero, como si acabara de ocurrírsele la idea.
—Es lo mismo —respondió el robot.
—¿Quién te envió? —preguntó el hombrecito, sabiendo perfectamente bien que no obtendría respuesta del verdugo—. ¿Quién comenzó a sembrar el miedo?
—¿Qué miedo? —se defendió el robot.
—Ese pánico. ¿Quién diseminó el miedo que hay detrás de esta decisión? No puede haber aparecido solo. No se formó en las mentes serias por generación espontánea. Alguien lo puso allí. Alguien se embarcó en una cruzada. Alguien necesitaba una palanca. Es obvio. No soy tan estúpido como para pensar que alguien me odia, o que algún lunático verdaderamente cree en el peligro de infección. Alguien necesitaba una plataforma. Alguien necesitaba explotar el miedo, para iniciar una cruzada que pudiera llevarlo a la cabeza. Es la política la que produjo tu lógica deformada. Es la política la que se comprometió a guardar silencio. Es la política la que usa el miedo como arma. Es así, ¿verdad?
—No lo sé.
—Yo sí lo sé. El miedo no aparece de pronto, totalmente formado. Es necesario extenderlo, como a un virus. Es necesario nutrirlo, inyectarlo. Es parte de la actividad política. Plantarlo, cultivarlo, comprarlo y venderlo.
 —Estás diciendo cosas sin sentido —dijo el robot con tono sensato.
—Dime que no entiendes —sugirió el hombrecito, y rió. El robot no rió.


—De nada vale —repuso el robot— tratar de hacerme cambiar de idea. Puedes desvalorizar mis argumentos, porque la decisión ya se ha tomado. La sentencia ya se ha cumplido.
El hombre se apartó de la pared de vidrio y fue hacia la puerta.
—Nada de lo que hagas te servirá —dijo el robot—. Si vas a buscar el arma que tienes en el escritorio, no te molestes. No puedes hacer nada. El aparato fue implantado y activado antes de que yo llegara aquí. Lamarck ya está muerto.
El hombrecito se detuvo y volvió la cabeza.
—No iba a buscar el arma —dijo. 
El robot no pudo sonreír.
—Sigue adelante, entonces —dijo el verdugo—. Ve a hacer lo que quieres.
El hombrecito salió, y el robot volvió sus ojos rojos a la pared de vidrio. Observó en silencio el bosque sedoso.
Más allá y dentro de los hilos plateados —que conformaban un organismo— había otros organismos, otras fracciones de organismos. El robot no trató de verlas. No le interesaban.
El Asteroide Lamarck comenzó a perder velocidad orbital, e inició una larga y lenta espiral hacia el Sol.

El hombrecito sostenía el arma con ambas manos. Tenía manos pequeñas, delicadas, y brazos delgados. La pistola era pesada.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó el robot con calma.
El hombrecito miró por encima de sus anteojos de armazón fino el objeto poco conocido que tenía en las manos.
—De nada te servirá disparar contra mí —dijo el robot.
—¿Qué te importa si disparo o no? —preguntó el hombrecito. Su voz era aguda y emotiva—. Eres de metal. No comprendes la vida. Matas, pero no sabes lo que estás haciendo realmente.
—Sé lo que es vivir —respondió el robot.
—Tú existes —replicó el ingeniero con desprecio—. No sabes lo que significa una vida humana. No sabes lo que eso significa... —señaló la ventana en la pared— para mí, para la ciencia. Tú solo quieres matar. Matar la vida, matar el conocimiento, matar la ciencia. Por miedo.
—Todo eso ya lo hemos discutido.
—¿Qué otra cosa podemos hacer, excepto volver a pasar por todo? ¿Qué otra cosa queda excepto hablar, hasta que Lamarck caiga en el Sol y tú y yo nos convirtamos en cenizas? ¿Qué quieres hacer tú?
—De nada sirve discutir.
—Nada sirve de nada. Soy un hombre condenado. Cualquier cosa que haga será una pérdida de tiempo. Soy un hombre muerto. Tú eres un robot muerto. Pero no te importa.
El verdugo guardó silencio.
El hombrecito levantó el arma, y apuntó a uno de los ojos rojos del robot. Por unos momentos, el hombre y el metal se miraron. El robot vio un dedo delgado, vacilante, que apretaba el gatillo del arma.
Las manos que sostenían el arma se sacudieron y también se sacudió el ingeniero genético con el disparo. Hubo un fuerte BANG. La bala chocó contra el cielo raso de metal, y de allí saltó a la ventana, pero el vidrio no se rompió.
—No tiene sentido —dijo el robot con suavidad. De alguna manera, después del disparo, su tranquilidad parecía melancólica.
El hombrecito volvió a hacer fuego, entrecerrando los ojos y apretando los labios, luchando por mantener quietas las manos. La bala rompió el ojo electrónico del robot convirtiéndolo en pequeños fragmentos rojos. El hombre de metal gimió, y cayó hacia atrás. Hubo un momento en que logró conservar el equilibrio con sus rodillas de doble articulación, compensando el impacto, y el robot quedó de rodillas, echado hacia atrás. Luego el gemido terminó en un fuerte jadeo, y el ingeniero retrocedió mientras el robot caía al suelo cuan largo era.
El robot muerto dejó escapar una risa burlona, que salía en ronca sacudida del aparato vocal en ese momento sin coordinación. El ingeniero miró ese montón de metal torcido. Sólo era una parodia de una forma humana. Era sólo metal. Y estaba muerto.
El hombrecito caminó lentamente hasta la gran ventana. Disparó desde la cintura, como un delincuente. La bala rebotó en el vidrio y lo alcanzó en el muslo. Su rostro palideció, y retrocedió, pero sin caer. Disparó tres veces más, y la tercera vez el vidrio se partió. Pero de todas maneras no había brecha en la pared de vidrio.
El ingeniero sintió las lágrimas que brotaban de sus ojos y la sangre que le corría de la pierna. Golpeó el vidrio con la culata una y otra vez. Las grietas se extendieron, y finalmente la ventana abandonó la lucha y se hizo pedazos.
Una vez que apareció la brecha fue fácil agrandarla. El hombrecito dejó que la gravedad artificial del laboratorio lo hiciera caer al suelo, para hacer descansar la pierna herida, mientras seguía golpeando en el borde inferior del agujero hasta lograr un hueco del tamaño de una puerta en la pared.
Se arrastró por allí, entrando en el mundo de su sistema de vida. Una vez allí, más allá de la atracción de la gravedad, la pierna dejó de molestarle, y su cuerpo se llenó de un alegre bienestar.
Inspiró el aire e imaginó que era más limpio y más fresco que el aire frío y estéril de su propio mundo dentro del Lamarck. No sentía nada, pero sabía que en el aire que respiraba, y a través de la herida de la pierna, el virus invadía su cuerpo.
Comenzó  a  arrastrarse  apartándose  de  la  ventana,  apartándose  del  robot asesinado, y descubrió que podía hacerlo con increíble rapidez y con poco esfuerzo. Había gravedad suficiente como para que no se lastimara. El ingeniero dejó atrás la ventana, porque no era una ventana al mundo que había enviado un verdugo a quitarle la vida. Se internó cada vez más en el cuerpo del bosque plateado, y siguió internándose.
Encontró otro bosque, otro ser singular con muchos aspectos individuales. Era una conglomeración de formas de árboles que consistían en tallos retorcidos, con muchas ramas, cada una de las cuales parecía haber surgido por un proceso de bifurcación y deformación de espirales a partir de elementos de un punto único u origen. Cada una de las ramas terminaba en un pequeño esferoide parecido a un ojo.
Las ramas eran de igual grosor, y de suavidad y dureza de vidrio. A primera vista, todo el bosque parecía petrificado, pero había vida allí, y crecimiento. Nada se petrificaba en el sistema de vida de Lamarck. Dentro de los globos en los extremos de las ramas, el ingeniero percibía movimiento, y cuando se detuvo a mirar con más atención, vio una especie de humo móvil que sólo podía ser una corriente citoplasmática. Percibió regiones más oscuras que eran núcleos y organelas. Llegó a la conclusión de que los esferoides eran los elementos vivos de un ser o colmena colonial, que construía los tallos que los producían a partir de materia puramente inorgánica.
Luego siguió penetrando, volando por momentos a través del pequeño bosque, y luego entrando en otro bosque, y otro. Había perdido de vista la ventana hecha pedazos, y no veía la batería de células solares que eran la única evidencia de interferencia humana en el sistema de vida del Lamarck. Estaba solo. Un desconocido en el mundo que él había construido. Flotó hasta detenerse, y se hundió lentamente hasta la alfombra de diminutos organismos únicos. Quedó allí tendido, exhausto, escuchando los latidos de su corazón y admirando las maravillas que había producido su habilidad en ingeniería genética.


Vio una planta gigante, a no mucha distancia, que debía de haber cubierto un área mucho más grande de suelo que cualquiera de los llamados bosques. Era de tal complejidad que estaba construida en hileras en el aire.
La capa inferior consistía en un denso enredo de ramas retorcidas de color claro y continuidad pareja, bastante parecidas a los filamentos del bosque de seda. Los delgados hilos se entretejían para formar un almohadón de densidad variable.
Por encima de ese almohadón había una alfombra más floja, seriada, de elementos más gruesos y de color más oscuro, pero de textura pareja similar. Los hilos Se agitaban suavemente, y parecían muy flexibles.
Desde ese estrato aéreo se extendían torres de pequeños elementos esféricos, mantenidos en posición vertical por alguna fuerza adhesiva invisible. Esas células esféricas se producían continuamente por brotes en los filamentos. Las esferas de la parte superior perdían constantemente la misteriosa adhesión y flotaban a la deriva, cayendo muy lentamente, elevándose de tanto en tanto para volver a caer.
Eventualmente, explotaban en nubes de partículas de virus pequeñas hasta tornarse invisibles.
En dirección opuesta, el ingeniero veía otro vasto crecimiento, con el aspecto de un árbol con frutas que parecían piedras preciosas. Surgía de un profundo lecho de lodo, un extenso almohadón que habría parecido hostil a la vida si no hubiera sido parte del sistema de vida de Lamarck. Entrecerrando los ojos, el hombrecito percibía miles de cuerpos como varas que se movían al azar dentro del cuerpo de lodo.
El árbol mismo era esbelto y muy hermoso por la forma de sus curvas y sus ramas. Las ramas eran traslúcidas, pero no totalmente claras, porque en ciertos puntos contenían cuerpos como varas, encapsulados, encerrados como moscas en ámbar. El ingeniero imaginó que el ámbar estaba formado de lodo cristalino.
En el extremo de cada rama había una gran joya esférica o elíptica, encerrada dentro de una fina membrana. Había movimiento dentro de cada gema, y parecían los ojos multifacéticos de alguna extraña bestia.
El ingeniero miraba, maravillado, y enamorado de todo.

El Asteroide Lamarck entró en la órbita de Marte.
El ingeniero dormía, y durante el sueño murió.
El virus trabajaba dentro de él. Invadía las células, penetraba los núcleos. Se apoderaba de la producción de proteínas. Mataba. Y mientras todavía estaba matando, comenzaba a reconstruir y a regenerar. El segundo cromosoma de virus y los cuarenta y seis cromosomas humanos formaron un complejo, y el DNA dentro de ellos comenzó a sufrir metamorfosis químicas a medida que cambiaron las bases y los genes se remodelaban.
Mientras se creaba el nuevo genotipo, el virus esculpía, estimulaba y respondía. Mutaba y hacía pruebas. El sendero de la generación del nuevo ser se corregía continuamente.
En conjunción con la metamorfosis química llegó el cambio físico. El cuerpo del ingeniero comenzó a fluir y a distorsionarse. Un nuevo ser nacía y crecía dentro de él, alimentándose de él. El virus probó la viabilidad de lo que estaba construyendo su segundo conjunto de cromosomas, y el ser que surgía estaba perfectamente diseñado para cumplir su tarea. El proceso que tenía lugar dentro del cadáver del hombrecito estaba mucho más allá del proceso elemental que había construido el ingeniero. La rapidez de evolución del sistema de vida Lamarck había aumentado mucho la velocidad, la agilidad y la eficiencia de la metamorfosis.
El nuevo ser absorbió al ingeniero, y avanzó lentamente hacia la madurez.
 
El Asteroide Lamarck cruzó la órbita de la Tierra.
El cuerpo del hombrecito había perdido la mayor parte de su sustancia. El rostro se había ensanchado en una sonrisa de calavera, y el ridículo par de anteojos estaba ladeado sobre el brillante puente blanco de la nariz. El cerebro había desaparecido totalmente del cráneo, y también había desaparecido toda la parte inferior del abdomen. Las piernas eran finas cuerdas de músculos atrofiados. Las costillas estaban reducidas a diminutas varitas fijadas a lo que alguna vez había sido la columna vertebral. Sólo había polvo donde antes se encontraban los órganos internos.
Por encima del cadáver volaba algo alado, como un murciélago, probando sus fuerzas. Tenía cuerpo pequeño, pero cráneo grande. Y un diminuto rostro, extrañamente humano y arrugado, sin ojos. El rostro se movía continuamente como si expresara emociones desconocidas, y el ser produjo un pequeño sonido, agudo como una risita.
Se apartó de los restos de su padre, y voló velozmente por los extraños bosques del interior de Lamarck en grandes círculos. Finalmente, encontró el bosque de plata, y se posó en una rama muy cerca de la pared de vidrio destrozada. Quedó inmóvil. Nunca había comido. No estaba equipado para comer. Había nacido sólo para realizar una pequeña tarea para el sistema de vida Lamarck, y luego morir otra vez.
Entretanto, las plantas del Lamarck interno habían pasado por el hueco que el ingeniero había abierto para ellas. Habían explorado sus laboratorios, sus bibliotecas, su dormitorio, su oficina. Se habían deslizado debajo de las puertas y por los agujeros de las cerraduras. Sólo había un lugar a donde no podían llegar, que era el mundo del Lamarck externo, más allá de la gran zona de hierro a prueba de aire que no tenía grietas ni llave.
Las plantas morían, y luego renacían. Se formaban nuevos tipos de plantas alrededor de la puerta de hierro y sobre la puerta... plantas que construían sus paredes similares de hierro puro. Con eficiencia vegetal, comenzaban a disolver la zona hermética a prueba de aire.
La criatura alada comenzó a esparcir pequeños objetos que llevaba en el abdomen. Un esfínter pulsaba y pulsaba, centenares de contracciones por minuto, y cada pulso liberaba otra partícula. Las partículas flotaban en el aire, demasiado livianas para la escasa gravedad que las atraía al suelo. El aire del bosque de plata se llenó de ellas.

El Asteroide Lamarck cruzó la órbita de Venus.
Se formaron agujeros en la puerta externa de la zona hermética. La puerta interna había desaparecido totalmente. Comenzaba a escaparse el aire, pero antes de que la situación se tornara dramática, los agujeros ya eran grandes como puños. Como todos los otros miembros del sistema de vida Lamarck, los consumidores de hierro eran rápidos y eficientes. El filtrado se convirtió en una inundación. Junto con él, el aire recibía las pequeñas partículas producidas en cientos de millones por la criatura alada.
Lamarck era demasiado pequeño como para contener la atmósfera que inundaba la desolación de sus superficie externa. Se perdía el aire y con él las partículas. Mientras el Lamarck avanzaba velozmente hacia el Sol, en una espiral siempre decreciente, dejaba tras él una larga huella de esporas Arrhenius, que comenzaban a flotar perezosamente a la deriva en el viento solar.
Lentamente, hacia afuera, hacia la órbita de la Tierra.


FIN

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