Título original: Adam and No Eve
Año: 1941
Año: 1941
Crane sabía que ésta debía ser la costa del mar. El instinto se lo dijo; pero algo más que el instinto, los pocos jirones de conocimiento que colgaban de su cerebro desgarrado; las estrellas habían aparecido esa noche a través de las raras aberturas de las nubes, y la brújula apuntaba aún trémulamente hacia el norte. Esto era lo más extraño de todo, pensó Crane. La tierra convertida en escombros aún retenía su polaridad.
Ya no había algo tan extenso como una costa, no había nada tan extenso como un mar. Sólo una delgada línea de lo que había sido un acantilado se extendía al norte y al sur a lo largo de incontables millas. Era una línea de ceniza gris; la misma ceniza gris y escoria que se encontraba tras él. Légamo chirle, donde las rodillas se hundían profundamente, que se arremolinaba a cada movimiento y lo ahogaba; escoria que se deslizaba en las densas nubes de la noche cuando soplaban vientos alocados; polvo negro que se removía, convirtiéndose en fango cuando caían las frecuentes lluvias.
El cielo huía sobre su cabeza. Las pesadas nubes giraban en lo alto y eran horadadas por destellos de luz solar, que se movían con rapidez sobre la Tierra. Cuando la luz golpeaba sobre un torbellino de escoria, todo se llenaba de bocanadas de partículas que danzaban y brillaban. Cuando se movía entre la lluvia provocaba innumerables arcos iris. La lluvia caía, las tormentas de escoria soplaban; la luz traspasaba sumándose a todo, alternativa y continuamente, como una sierra de violencia negra y blanca. Así había sido por meses. Así sucedía en cada milla de la vasta Tierra.
Crane pasó el borde de los acantilados de cenizas y comenzó a arrastrarse sobre el mismo declive que una vez había sido el lecho del océano. Había estado viajando mucho tiempo y el dolor se había hecho parte de él. Braceó con los codos y arrastró su cuerpo hacia adelante. Luego dobló la rodilla derecha debajo de sí y volvió a estirarse otra vez hacia adelante con los codos. Codos, rodilla, codos, rodilla... había olvidado lo que era caminar.
"La vida", pensó aturdidamente, "es milagrosa. Se adapta a cualquier cosa". Si debía arrastrarse, se arrastraba. Formas callosas sobre los codos y rodillas. El cuello y los hombros endurecidos. Las fosas nasales aprendían a estornudar las cenizas antes de respirarlas. La pierna mala, hinchada y supurante, estaba entumecida y pronto se pudriría y caería.
—¿Cómo? —dijo Crane—. Yo no tuve nada que ver.
Miró hacia arriba a la alta figura que estaba ante él y trató de comprender las palabras. Era Hallmyer. Llevaba una sucia chaqueta de laboratorio y su pelo era desparejo. Hallmyer estaba delicadamente de pie sobre las cenizas, y Crane se preguntó por qué podía ver las deslizantes nubes de escoria a través de su cuerpo.
—¿Cómo encuentras a tu mundo, Steven? —preguntó Hallmyer.
Crane sacudió la cabeza miserablemente.
—No muy bonito, ¿eh? —dijo Hallmyer—. Mira a tu alrededor. Polvo, eso es todo; polvo y cenizas. Arrástrate, Steven, arrástrate. No encontrarás otra cosa que polvo y cenizas.
Hallmyer extrajo una copa de agua de algún lado. Era clara y fresca. Crane podía ver la delgada película de rocío sobre la superficie de cristal y su boca se llenó súbitamente de arena.
—¡Hallmyer! —gritó.
Trató de ponerse de pie y alcanzar el agua, pero un ramalazo de dolor en su pierna derecha lo abatió. Cayó hacia atrás.
Hallmyer bebió un sorbo y luego escupió sobre su rostro. El agua estaba tibia.
—Continúa arrastrándote —dijo Hallmyer con amargura—. Arrástrate alrededor de la Tierra. No encontrarás otra cosa que polvo y cenizas.
—No muy bonito, ¿eh? —dijo Hallmyer—. Mira a tu alrededor. Polvo, eso es todo; polvo y cenizas. Arrástrate, Steven, arrástrate. No encontrarás otra cosa que polvo y cenizas.
Hallmyer extrajo una copa de agua de algún lado. Era clara y fresca. Crane podía ver la delgada película de rocío sobre la superficie de cristal y su boca se llenó súbitamente de arena.
—¡Hallmyer! —gritó.
Trató de ponerse de pie y alcanzar el agua, pero un ramalazo de dolor en su pierna derecha lo abatió. Cayó hacia atrás.
Hallmyer bebió un sorbo y luego escupió sobre su rostro. El agua estaba tibia.
—Continúa arrastrándote —dijo Hallmyer con amargura—. Arrástrate alrededor de la Tierra. No encontrarás otra cosa que polvo y cenizas.
Vació la copa en el suelo ante Crane.
—Continúa arrastrándote. ¿Cuántas millas? Imagínatelo tú mismo. Pi veces D. El diámetro es ocho mil o algo así...
Había desaparecido con chaqueta y copa. Crane advirtió que la lluvia estaba cayendo otra vez. Apretó el rostro contra la cálida escoria húmeda, abrió la boca y trató de chupar la mezcla. Pronto comenzó a arrastrarse otra vez.
Era el instinto lo que lo conducía. Tenía que ir hacia algún lado.
Estaba asociado, lo sabía, con el mar; con el borde del mar. En la costa del mar algo lo esperaba. Algo que lo ayudaría a comprender todo esto. Tenía que llegar al mar, eso es, si es que aún había mar.
La relampagueante lluvia golpeaba su espalda como pesados maderos. Crane hizo una pausa y tiró de la mochila arrastrándola a un costado, donde pudo revisarla con una mano. Contenía exactamente una pistola, una barra de chocolate y una lata de melocotón en almíbar. Era todo lo que quedaba de dos meses de provisiones. El chocolate estaba blando y mohoso. Crane sabía que era mejor comérselo ahora antes de que perdiera todo su valor energético. Otro día podría carecer de fuerzas para abrir la lata. La sacó y la atacó con un abridor. Cuando pudo perforar y apartar un borde de lata, la lluvia ya había dejado de caer.
Mientras masticaba la fruta y sorbía el jugo, miró como el muro de lluvia marchaba ante él y bajaba el declive del lecho oceánico. Torrentes de agua brotaban a través del fango. Pequeños canales habían sido horadados, canales que serían nuevos ríos algún día; un día que no habría nadie con vida para verlo. Mientras arrojaba la lata vacía a un lado, Crane pensó: "El último ser vivo de la Tierra come su última comida. El metabolismo inicia su último acto".
El viento seguiría a la lluvia. En las interminables semanas que había estado arrastrándose, aprendió eso. El viento llegaría en pocos minutos y lo azotaría con sus nubes de escoria y cenizas. Se arrastró hacia adelante, los ojos turbios buscando las chatas y grises millas a recorrer.
Evelyn le dio un golpecito en el hombro.
Crane supo que era ella antes de volver la cabeza. Estaba de pie a un costado, fresca y elegante con su vestido reluciente, pero su encantador rostro estaba contraído con alarma.
—¡Steven, tienes que apresurarte! —dijo.
Él sólo pudo admirar la forma en que el suave cabello se ondulaba sobre sus hombros.
—¡Oh, querido! —dijo ella—. ¡Estás herido!
Sus manos delicadas tocaron sus piernas y espalda. Crane asintió con la cabeza.
—Fue al aterrizar —dijo él—. Yo nunca había utilizado un paracaídas. Siempre pensé que uno bajaría suavemente, como si cayera sobre una cama. Pero la tierra me golpeó como un puño... Y Umber estaba luchando en mis brazos. No podía dejarlo caer, ¿no?
—Por supuesto que no, querido —dijo Evelyn.
—De modo que traté de sujetarlo y de colocar mis piernas debajo de mí —dijo Crane—. Entonces algo me golpeó las piernas y un costado.
Vaciló, preguntándose cuánto sabría ella de lo que en verdad había sucedido. No quería asustarla.
—Evelyn, querida —dijo, tratando de estirar sus brazos hacia arriba.
—No, querido —dijo ella. Le devolvía la mirada con miedo—. Tienes que apresurarte. ¡Tienes que mirar hacia atrás!
—¿Las tormentas de escoria? —Hizo una mueca—. Las he soportado antes.
—¡Las tormentas, no! —gritó Evelyn—. Es otra cosa. Oh, Steven...
Había desaparecido con chaqueta y copa. Crane advirtió que la lluvia estaba cayendo otra vez. Apretó el rostro contra la cálida escoria húmeda, abrió la boca y trató de chupar la mezcla. Pronto comenzó a arrastrarse otra vez.
Era el instinto lo que lo conducía. Tenía que ir hacia algún lado.
Estaba asociado, lo sabía, con el mar; con el borde del mar. En la costa del mar algo lo esperaba. Algo que lo ayudaría a comprender todo esto. Tenía que llegar al mar, eso es, si es que aún había mar.
La relampagueante lluvia golpeaba su espalda como pesados maderos. Crane hizo una pausa y tiró de la mochila arrastrándola a un costado, donde pudo revisarla con una mano. Contenía exactamente una pistola, una barra de chocolate y una lata de melocotón en almíbar. Era todo lo que quedaba de dos meses de provisiones. El chocolate estaba blando y mohoso. Crane sabía que era mejor comérselo ahora antes de que perdiera todo su valor energético. Otro día podría carecer de fuerzas para abrir la lata. La sacó y la atacó con un abridor. Cuando pudo perforar y apartar un borde de lata, la lluvia ya había dejado de caer.
Mientras masticaba la fruta y sorbía el jugo, miró como el muro de lluvia marchaba ante él y bajaba el declive del lecho oceánico. Torrentes de agua brotaban a través del fango. Pequeños canales habían sido horadados, canales que serían nuevos ríos algún día; un día que no habría nadie con vida para verlo. Mientras arrojaba la lata vacía a un lado, Crane pensó: "El último ser vivo de la Tierra come su última comida. El metabolismo inicia su último acto".
El viento seguiría a la lluvia. En las interminables semanas que había estado arrastrándose, aprendió eso. El viento llegaría en pocos minutos y lo azotaría con sus nubes de escoria y cenizas. Se arrastró hacia adelante, los ojos turbios buscando las chatas y grises millas a recorrer.
Evelyn le dio un golpecito en el hombro.
Crane supo que era ella antes de volver la cabeza. Estaba de pie a un costado, fresca y elegante con su vestido reluciente, pero su encantador rostro estaba contraído con alarma.
—¡Steven, tienes que apresurarte! —dijo.
Él sólo pudo admirar la forma en que el suave cabello se ondulaba sobre sus hombros.
—¡Oh, querido! —dijo ella—. ¡Estás herido!
Sus manos delicadas tocaron sus piernas y espalda. Crane asintió con la cabeza.
—Fue al aterrizar —dijo él—. Yo nunca había utilizado un paracaídas. Siempre pensé que uno bajaría suavemente, como si cayera sobre una cama. Pero la tierra me golpeó como un puño... Y Umber estaba luchando en mis brazos. No podía dejarlo caer, ¿no?
—Por supuesto que no, querido —dijo Evelyn.
—De modo que traté de sujetarlo y de colocar mis piernas debajo de mí —dijo Crane—. Entonces algo me golpeó las piernas y un costado.
Vaciló, preguntándose cuánto sabría ella de lo que en verdad había sucedido. No quería asustarla.
—Evelyn, querida —dijo, tratando de estirar sus brazos hacia arriba.
—No, querido —dijo ella. Le devolvía la mirada con miedo—. Tienes que apresurarte. ¡Tienes que mirar hacia atrás!
—¿Las tormentas de escoria? —Hizo una mueca—. Las he soportado antes.
—¡Las tormentas, no! —gritó Evelyn—. Es otra cosa. Oh, Steven...
Entonces se marchó, pero Crane sabía que ella había dicho la verdad. Había algo detrás, algo que lo había estado siguiendo. En algún rincón de su mente había una sensación de amenaza. Se cerraba sobre él como una mortaja. Sacudió la cabeza. Algo así era imposible. Él era el único ser vivo sobre la Tierra. ¿Cómo podía existir una amenaza?
El viento rugía tras él, y en un instante estuvo envuelto en las densas nubes de escoria y cenizas. Lo azotaron, mordiendo su piel. Con ojos turbios, vio como cubrían el fango y lo cubrían todo como una delgada alfombra seca. Crane recogió las rodillas bajo él y se cubrió la cabeza con los brazos. Con la mochila como almohada, se preparó esperar el fin de la tormenta. Pasaría tan rápidamente como la lluvia.
La tormenta azotó con gran saña su cabeza enferma. Como un niño acomodó las piezas de su memoria, tratando de que se ensamblaran. ¿Por qué Hallmyer se había enojado tanto con él? No pudo haber sido por ese argumento, ¿no?
¿Qué argumento?
¿O fue antes de que sucediera todo esto?
¡Oh, eso!
Abruptamente las piezas se ensamblaron.
Crane estaba de pie al lado de las pulidas líneas de su nave y las admiró profundamente. El techo de la cabina había sido quitado y la proa de la nave se elevaba, apoyada sobre una rampa, apuntando al cielo. Un operario estaba soldando cuidadosamente las superficies internas con un soplete.
El sonido apagado de una maldición salió de adentro de la nave y luego se escuchó un pesado ruido metálico. Crane subió corriendo la corta escalerilla de hierro que iba a la escotilla e introdujo la cabeza dentro. Un poco más abajo de él, dos hombres habían dejado caer los grandes tanques de solución ferrosa en su lugar.
—Tengan cuidado —vociferó Crane—. ¿Quieren romper la nave?
Uno miró hacia arriba e hizo una mueca. Crane sabía lo que estaba pensando. Que la nave se rompería sola. Todos decían eso. Todos excepto Evelyn. Ella tenía fe en él. Hallmyer pensaba que él estaba loco de otra forma. Mientras descendía la escalerilla, Crane vio que Hallmyer entraba en el cobertizo, con su chaqueta de laboratorio ondeando al viento.
—¡Hablando del rey de Roma! —murmuró Crane.
Hallmyer comenzó a gritar tan pronto como vio a Crane.
—Ahora, escucha...
—No, todo otra vez no, ¿eh? —dijo Crane.
Hallmyer extrajo unas hojas de papel de su bolsillo y las sacudió bajo la nariz de Crane.
—He estado levantado casi toda la noche —dijo—, trabajando sobre esto otra vez. Te digo que tengo razón. Por completo.
Crane miró las apretadas ecuaciones escritas y luego los ojos inyectados en sangre de Hallmyer. El hombre estaba casi loco de miedo.
—Por última vez —continuó Hallmyer—. Estás utilizando tu nueva catálisis sobre una solución de hierro. De acuerdo. Estoy de acuerdo que es un descubrimiento milagroso. Te doy todo el crédito por ello.
Milagroso era una palabra poco apropiada. Crane lo sabía sin vanidad, pues había tropezado con eso por casualidad. Cualquiera se podía tropezar con una catálisis que inducía a la desintegración del hierro y producía 10·1010 librapiés de energía por cada gramo de combustible. Ningún hombre era lo suficientemente listo para pensar eso por sí mismo.
—¿No crees que lo lograré? —preguntó Crane.
—¿A la Luna? ¿Alrededor de la Luna? Tienes sólo el cincuenta por ciento de posibilidades.
—Ahora, escucha...
—No, todo otra vez no, ¿eh? —dijo Crane.
Hallmyer extrajo unas hojas de papel de su bolsillo y las sacudió bajo la nariz de Crane.
—He estado levantado casi toda la noche —dijo—, trabajando sobre esto otra vez. Te digo que tengo razón. Por completo.
Crane miró las apretadas ecuaciones escritas y luego los ojos inyectados en sangre de Hallmyer. El hombre estaba casi loco de miedo.
—Por última vez —continuó Hallmyer—. Estás utilizando tu nueva catálisis sobre una solución de hierro. De acuerdo. Estoy de acuerdo que es un descubrimiento milagroso. Te doy todo el crédito por ello.
Milagroso era una palabra poco apropiada. Crane lo sabía sin vanidad, pues había tropezado con eso por casualidad. Cualquiera se podía tropezar con una catálisis que inducía a la desintegración del hierro y producía 10·1010 librapiés de energía por cada gramo de combustible. Ningún hombre era lo suficientemente listo para pensar eso por sí mismo.
—¿No crees que lo lograré? —preguntó Crane.
—¿A la Luna? ¿Alrededor de la Luna? Tienes sólo el cincuenta por ciento de posibilidades.
Hallmyer hizo correr los dedos a través de su lacio cabello.
—Pero por el amor de Dios, Steven, no estoy preocupado por ti, es por el asunto en sí. Es por la Tierra por la que estoy preocupado...
—Tonterías. Vete a casa y duérmete.
—Mira —Hallmyer señaló las hojas de papel con mano temblorosa—. No importa como tú realices la alimentación y la mezcla del sistema, no puedes obtener el ciento por ciento de eficiencia en la mezcla y descarga.
—Eso es lo que produce el cincuenta por ciento de oportunidad —dijo Crane—. ¿Qué es entonces lo que te preocupa?
—La catálisis que escapará a través de los tubos del cohete. ¿Te das cuenta lo que producirá cuando caiga sobre la Tierra? Iniciará una desintegración en cadena que envolverá todo el globo. Alcanzará a cada átomo de hierro... y hay hierro por todas partes. La Tierra podría no existir cuando retornes...
—Escucha —dijo Crane con cansancio—, ya hemos visto todo eso antes.
Llevó a Hallmyer a la base de la escalerilla del cohete. Debajo del armazón de hierro había un pozo de unos sesenta metros de profundidad y quince de ancho, protegido con ladrillos refractarios.
—Esto es para el descargue inicial de las llamas. Si cualquier partícula de la catálisis escapa será atrapada en este pozo y evitará las reacciones secundarias. ¿Satisfecho ahora?
—Pero mientras te encuentres en pleno vuelo —insistió Hallmyer— estarás poniendo en peligro la Tierra hasta que estés más allá del límite de Roche. Cada gota de catálisis no activada podría eventualmente caer sobre el suelo y...
—Por última vez —dijo Crane inflexiblemente—, la llama de la descarga del cohete se cuidará de eso. Envolverá a cualquier partícula escapada y la destruirá. Ahora lárgate. Tengo trabajo que hacer.
Mientras Crane lo empujaba hacia la puerta, Hallmyer gritaba y agitaba los brazos.
—¡No te dejaré hacerlo! —Repetía una y otra vez—. No dejaré que arriesgues...
¿Trabajo? No, el trabajo de la nave había sido una verdadera intoxicación. Tenía la belleza elegante de las cosas bien hechas. La belleza de una armadura lustrada, de la bien balanceada y limpia empuñadura de un estoque, de un par de pistolas gemelas. No había pensamientos de peligro y muerte en la cabeza de Crane, mientras limpiaba sus manos con estopa después de realizar los últimos retoques.
La nave se encontraba en la rampa, lista para perforar los cielos. Quince metros de esbelto acero, las cabezas de los remaches brillando como joyas. Nueve metros conteniendo el combustible y el catalizador. La mayor parte de los compartimientos delanteros tenían la hamaca elástica que Crane había diseñado para absorber el impacto de la aceleración. El morro de la nave tenía un ojo de buey de cristal natural que apuntaba hacia arriba como el ojo de un cíclope.
—Tonterías. Vete a casa y duérmete.
—Mira —Hallmyer señaló las hojas de papel con mano temblorosa—. No importa como tú realices la alimentación y la mezcla del sistema, no puedes obtener el ciento por ciento de eficiencia en la mezcla y descarga.
—Eso es lo que produce el cincuenta por ciento de oportunidad —dijo Crane—. ¿Qué es entonces lo que te preocupa?
—La catálisis que escapará a través de los tubos del cohete. ¿Te das cuenta lo que producirá cuando caiga sobre la Tierra? Iniciará una desintegración en cadena que envolverá todo el globo. Alcanzará a cada átomo de hierro... y hay hierro por todas partes. La Tierra podría no existir cuando retornes...
—Escucha —dijo Crane con cansancio—, ya hemos visto todo eso antes.
Llevó a Hallmyer a la base de la escalerilla del cohete. Debajo del armazón de hierro había un pozo de unos sesenta metros de profundidad y quince de ancho, protegido con ladrillos refractarios.
—Esto es para el descargue inicial de las llamas. Si cualquier partícula de la catálisis escapa será atrapada en este pozo y evitará las reacciones secundarias. ¿Satisfecho ahora?
—Pero mientras te encuentres en pleno vuelo —insistió Hallmyer— estarás poniendo en peligro la Tierra hasta que estés más allá del límite de Roche. Cada gota de catálisis no activada podría eventualmente caer sobre el suelo y...
—Por última vez —dijo Crane inflexiblemente—, la llama de la descarga del cohete se cuidará de eso. Envolverá a cualquier partícula escapada y la destruirá. Ahora lárgate. Tengo trabajo que hacer.
Mientras Crane lo empujaba hacia la puerta, Hallmyer gritaba y agitaba los brazos.
—¡No te dejaré hacerlo! —Repetía una y otra vez—. No dejaré que arriesgues...
¿Trabajo? No, el trabajo de la nave había sido una verdadera intoxicación. Tenía la belleza elegante de las cosas bien hechas. La belleza de una armadura lustrada, de la bien balanceada y limpia empuñadura de un estoque, de un par de pistolas gemelas. No había pensamientos de peligro y muerte en la cabeza de Crane, mientras limpiaba sus manos con estopa después de realizar los últimos retoques.
La nave se encontraba en la rampa, lista para perforar los cielos. Quince metros de esbelto acero, las cabezas de los remaches brillando como joyas. Nueve metros conteniendo el combustible y el catalizador. La mayor parte de los compartimientos delanteros tenían la hamaca elástica que Crane había diseñado para absorber el impacto de la aceleración. El morro de la nave tenía un ojo de buey de cristal natural que apuntaba hacia arriba como el ojo de un cíclope.
Mientras echaba la llave a la puerta del taller, Crane oyó a Hallmyer vociferar desde el cottage que se encontraba en medio de los campos. A pesar de la penumbra del atardecer pudo verlo hacer señas de urgencia. Trotó a través del quebradizo rastrojo, respirando profundamente el aire punzante, agradecido de estar vivo.
—Es Evelyn al teléfono —dijo Hallmyer.
Crane lo miró con fijeza. Hallmyer rehusó encontrar sus ojos.
—¿Cuál es la idea? —preguntó Crane—. Creo que estuvimos de acuerdo en que ella no llamaría, que no se pondría en contacto hasta que yo estuviera listo para partir. ¿Le has estado metiendo ideas en la cabeza? ¿Ésta es la forma en que vas a detenerme?
—No… —dijo Hallmyer, y examinó analíticamente el oscurecido horizonte. Crane fue a su despacho y levantó el receptor.
—Ahora, escúchame, querida —dijo sin ningún preámbulo—, no hay razón para alarmarse. Te expliqué todo muy cuidadosamente. Justo antes de que la nave se estrelle, saltaré en paracaídas. Te amo mucho y te veré el miércoles cuando parta. Hasta...
—Adiós, cariño —dijo la diáfana voz de Evelyn—, ¿es por esto que me has llamado?
—¡Que yo te he llamado!
Un pesado cuerpo castaño se sacudió al escuchar el rugido y se incorporó sobre sus fuertes patas. Umber, el mastín de Crane, olfateó y levantó una oreja. Luego gimoteó.
—¿Dijiste que yo te llamé? —repitió Crane.
La garganta de Umber súbitamente lanzó un bramido. Alcanzó a Crane de un solo salto, lo miró a la cara y gimoteó y ladró al mismo tiempo.
—Es Evelyn al teléfono —dijo Hallmyer.
Crane lo miró con fijeza. Hallmyer rehusó encontrar sus ojos.
—¿Cuál es la idea? —preguntó Crane—. Creo que estuvimos de acuerdo en que ella no llamaría, que no se pondría en contacto hasta que yo estuviera listo para partir. ¿Le has estado metiendo ideas en la cabeza? ¿Ésta es la forma en que vas a detenerme?
—No… —dijo Hallmyer, y examinó analíticamente el oscurecido horizonte. Crane fue a su despacho y levantó el receptor.
—Ahora, escúchame, querida —dijo sin ningún preámbulo—, no hay razón para alarmarse. Te expliqué todo muy cuidadosamente. Justo antes de que la nave se estrelle, saltaré en paracaídas. Te amo mucho y te veré el miércoles cuando parta. Hasta...
—Adiós, cariño —dijo la diáfana voz de Evelyn—, ¿es por esto que me has llamado?
—¡Que yo te he llamado!
Un pesado cuerpo castaño se sacudió al escuchar el rugido y se incorporó sobre sus fuertes patas. Umber, el mastín de Crane, olfateó y levantó una oreja. Luego gimoteó.
—¿Dijiste que yo te llamé? —repitió Crane.
La garganta de Umber súbitamente lanzó un bramido. Alcanzó a Crane de un solo salto, lo miró a la cara y gimoteó y ladró al mismo tiempo.
—¡Cállate, monstruo! —dijo Crane. Apartó a Umber con un pie.
—Dale a Umber una patada de mi parte —Evelyn rió—. Sí, querido. Alguien me llamó y dijo que tú querías hablar conmigo.
—Eso hicieron, ¿eh? Mira, cariño, te llamaré más tarde.
Crane colgó. Se incorporó dubitativamente y contempló las inquietas maniobras de Umber. A través de la ventana, el último fulgor de la tarde teñía de luz anaranjada las sombras. Umber miró la luz, olfateó y bramó de nuevo. Súbitamente sobresaltado, Crane brincó junto a la ventana.
A través de los campos una masa de fuego se alzaba en el aire, y dentro de ella estaban las desmoronadas paredes del taller. Delineadas contra el resplandor, las figuras de media docena de hombres se movieron y corrieron.
Crane salió disparado del cottage y, con Umber pisándole los talones, se dirigió corriendo hacia el cobertizo. Mientras corría pudo ver el gracioso morro de la espacionave dentro del fuego, aún fría e intocada. Si sólo pudiera alcanzar la nave antes de que las llamas ablandaran el metal y aflojaran los remaches.
Los trabajadores trotaban hacia él, sombríos y jadeantes. Crane se dirigió a ellos con una mezcla de furia y perplejidad.
—¡Hallmyer! —gritó—. ¡Hallmyer!
Hallmyer se abrió paso entre la gente. Sus ojos brillaban con triunfo.
—Es una lástima —dijo—. Lo siento, Steven.
—¡Hijo de puta! —vociferó Crane.
Agarró a Hallmyer por las solapas y lo sacudió al mismo tiempo. Luego lo soltó y se dirigió al cobertizo.
Hallmyer espetó algunas órdenes a los operarios y un instante después un cuerpo chocó contra las pantorrillas de Crane y lo derribó contra el suelo. Se puso de pie vacilante, sacudiendo los puños. Umber estaba a su lado, gruñendo por encima del crujir de las llamas. Crane golpeó a un hombre en el rostro, y vio cómo se desplomaba contra un segundo. Levantó una rodilla con un impulso violento que derribó, doblado en el suelo, al último operario. Luego agachó la cabeza y se zambulló en el taller.
No sintió el fuego al principio, pero cuando alcanzó la escalerilla y comenzó a trepar hasta la escotilla, gritó de agonía por las quemaduras. Umber estaba aullando al pie de la escalerilla, y Crane advirtió que el perro nunca podría escapar del estallido de los cohetes. Se estiró hacia abajo y subió a Umber a la nave.
Crane estaba bamboleante cuando cerró y aseguró la escotilla. Permaneció consciente lo bastante como para acomodarse en la litera elástica. Luego, sólo el instinto guió sus manos hacia el tablero de control; instintiva y frenéticamente rehusó dejar que su hermosa nave fuera pasto de las llamas. Fallaría, sí. Pero fallaría intentándolo.
Sus dedos recorrieron los interruptores. La nave se sacudió y rugió. Y la oscuridad descendió sobre él.
¿Cuánto tiempo permaneció inconsciente? No se podría decir. Crane despertó con una fría presión contra su rostro y cuerpo, y el sonido de gemidos asustados en sus oídos. Miró hacia arriba y vio a Umber enredado en los elásticos y correas de la litera. Su primer impulso fue reír, luego súbitamente lo advirtió; ¡estaba mirando hacia arriba! Estaba mirando hacia arriba, a la litera.
Yacía retorcido sobre el hueco de la nariz del cristal. Esa nave se había elevado a las alturas, quizá más allá de la zona de Roche, hasta el límite de la atracción gravitacional de la Tierra, pero entonces, sin manos que la guiaran y controlaran, había continuado su vuelo, había girado y estaba cayendo hacia atrás sobre la Tierra. Crane espió a través del cristal y se quedó sin aliento.
Por debajo de él estaba el globo terrestre. Se veía unas tres veces más grande que la Luna. Y ya no era más la Tierra. Era un globo de fuego moteado con nubes negras. En las regiones más extremas del polo había algún diminuto parche blanco, y mientras Crane miraba, súbitamente se emborronó con brumosos tonos de rojo, escarlata y carmesí. Hallmyer había tenido razón.
Crane permaneció helado en el hueco de la nariz mientras la nave descendía, mirando como las llamas gradualmente se disipaban, no dejando otra cosa que una densa alfombra negra alrededor de la Tierra. Yacía mudo de horror, incapaz de comprender, incapaz de creer que la gente se hubiera hecho humo, que un verde y hermoso planeta quedara reducido a cenizas y escoria. Todo lo que había sido querido y próximo a él había desaparecido. No podía pensar en Evelyn.
Crane colgó. Se incorporó dubitativamente y contempló las inquietas maniobras de Umber. A través de la ventana, el último fulgor de la tarde teñía de luz anaranjada las sombras. Umber miró la luz, olfateó y bramó de nuevo. Súbitamente sobresaltado, Crane brincó junto a la ventana.
A través de los campos una masa de fuego se alzaba en el aire, y dentro de ella estaban las desmoronadas paredes del taller. Delineadas contra el resplandor, las figuras de media docena de hombres se movieron y corrieron.
Crane salió disparado del cottage y, con Umber pisándole los talones, se dirigió corriendo hacia el cobertizo. Mientras corría pudo ver el gracioso morro de la espacionave dentro del fuego, aún fría e intocada. Si sólo pudiera alcanzar la nave antes de que las llamas ablandaran el metal y aflojaran los remaches.
Los trabajadores trotaban hacia él, sombríos y jadeantes. Crane se dirigió a ellos con una mezcla de furia y perplejidad.
—¡Hallmyer! —gritó—. ¡Hallmyer!
Hallmyer se abrió paso entre la gente. Sus ojos brillaban con triunfo.
—Es una lástima —dijo—. Lo siento, Steven.
—¡Hijo de puta! —vociferó Crane.
Agarró a Hallmyer por las solapas y lo sacudió al mismo tiempo. Luego lo soltó y se dirigió al cobertizo.
Hallmyer espetó algunas órdenes a los operarios y un instante después un cuerpo chocó contra las pantorrillas de Crane y lo derribó contra el suelo. Se puso de pie vacilante, sacudiendo los puños. Umber estaba a su lado, gruñendo por encima del crujir de las llamas. Crane golpeó a un hombre en el rostro, y vio cómo se desplomaba contra un segundo. Levantó una rodilla con un impulso violento que derribó, doblado en el suelo, al último operario. Luego agachó la cabeza y se zambulló en el taller.
No sintió el fuego al principio, pero cuando alcanzó la escalerilla y comenzó a trepar hasta la escotilla, gritó de agonía por las quemaduras. Umber estaba aullando al pie de la escalerilla, y Crane advirtió que el perro nunca podría escapar del estallido de los cohetes. Se estiró hacia abajo y subió a Umber a la nave.
Crane estaba bamboleante cuando cerró y aseguró la escotilla. Permaneció consciente lo bastante como para acomodarse en la litera elástica. Luego, sólo el instinto guió sus manos hacia el tablero de control; instintiva y frenéticamente rehusó dejar que su hermosa nave fuera pasto de las llamas. Fallaría, sí. Pero fallaría intentándolo.
Sus dedos recorrieron los interruptores. La nave se sacudió y rugió. Y la oscuridad descendió sobre él.
¿Cuánto tiempo permaneció inconsciente? No se podría decir. Crane despertó con una fría presión contra su rostro y cuerpo, y el sonido de gemidos asustados en sus oídos. Miró hacia arriba y vio a Umber enredado en los elásticos y correas de la litera. Su primer impulso fue reír, luego súbitamente lo advirtió; ¡estaba mirando hacia arriba! Estaba mirando hacia arriba, a la litera.
Yacía retorcido sobre el hueco de la nariz del cristal. Esa nave se había elevado a las alturas, quizá más allá de la zona de Roche, hasta el límite de la atracción gravitacional de la Tierra, pero entonces, sin manos que la guiaran y controlaran, había continuado su vuelo, había girado y estaba cayendo hacia atrás sobre la Tierra. Crane espió a través del cristal y se quedó sin aliento.
Por debajo de él estaba el globo terrestre. Se veía unas tres veces más grande que la Luna. Y ya no era más la Tierra. Era un globo de fuego moteado con nubes negras. En las regiones más extremas del polo había algún diminuto parche blanco, y mientras Crane miraba, súbitamente se emborronó con brumosos tonos de rojo, escarlata y carmesí. Hallmyer había tenido razón.
Crane permaneció helado en el hueco de la nariz mientras la nave descendía, mirando como las llamas gradualmente se disipaban, no dejando otra cosa que una densa alfombra negra alrededor de la Tierra. Yacía mudo de horror, incapaz de comprender, incapaz de creer que la gente se hubiera hecho humo, que un verde y hermoso planeta quedara reducido a cenizas y escoria. Todo lo que había sido querido y próximo a él había desaparecido. No podía pensar en Evelyn.
El aire silbando afuera despertó algún instinto en él. Los pocos jirones de razón que aún le quedaban le dijeron cómo ir hacia abajo dentro de la nave y olvidarlo todo en medio de la tormenta y la destrucción; el instinto vital lo obligó a entrar en acción. Trepó hasta el cajón de almacenaje y se dispuso para aterrizar. Paracaídas, un pequeño tanque de oxígeno, una mochila con provisiones. Sólo medio consciente de lo que estaba haciendo, se vistió para el descenso, sujetó la cuerda en el automático del paracaídas y abrió la puerta. Umber gemía patéticamente; cogió el pesado perro en sus brazos y se arrojó al espacio. Pero el espacio no era tan espeso como lo estaba ahora. Era difícil respirar. Pero era porque el aire estaba enrarecido, no lleno con arena como ahora.
Cada aspiración estaba llena de cristal en el suelo... o cenizas... o escoria... Había retornado al sofocado presente, cuyo peso blando lo abrazaba con fuerza y hacía que tuviera que luchar para respirar. Crane fue asaltado por el pánico, luego se relajó.
Había sucedido antes. Hace ya mucho tiempo había estado enterrado profundamente bajo las cenizas cuando dejó de recordar. Hace semanas... o días... o meses. Crane arañó con sus manos, saliendo lentamente del monte de cenizas que el viento había acumulado sobre él. Pronto emergió a la luz otra vez. El viento se había disipado. Era hora de volver a arrastrarse una vez más.
Las vívidas imágenes de su memoria lo asaltaron otra vez ante la desolada vista que se extendía delante. Crane frunció el entrecejo. Recordaba demasiado y con demasiada frecuencia. Tenía la vaga esperanza de que si se esforzaba en recordar, podría cambiar las cosas que había hecho —sólo una cosa diminuta—, y luego todo esto no sería cierto. Pensó: "Me ayudaría saber que alguien recuerda y desea al mismo tiempo... pero no hay nadie. Soy el único. Soy el último recuerdo de la Tierra. Soy la última vida".
Se arrastró. Codos, rodilla, codos, rodilla... Y luego Hallmyer estaba arrastrándose a su lado y haciendo un gran juego del asunto. Se reía entre dientes y se zambullía en la escoria como un feliz león de mar.
—¿Pero por qué tenemos que ir al mar? —dijo Crane. Hallmyer sopló una espuma de cenizas.
—Pregúntale a ella —dijo, señalando al otro lado de Crane.
Evelyn estaba allí, arrastrándose seria, intensamente, imitando cada una de las más pequeñas acciones de Crane.
—Es por nuestra casa —dijo ella—. ¿Recuerdas nuestra casa, cariño? Sobre el risco, íbamos a vivir allí para siempre jamás. Estaba allí cuando te fuiste. Ahora estás volviendo a la casa en el borde del mar. Tu maravilloso vuelo ha terminado, querido, y estás volviendo a mí. Viviremos juntos, sólo nosotros dos, como Adán y Eva.
—Es hermoso —dijo Crane.
Entonces Evelyn giró la cabeza y gritó:
—¡Oh, Steven! ¡Cuidado!
Crane sintió la amenaza cerrándose otra vez sobre él. Aún arrastrándose, miró fijamente hacia atrás a las vastas planicies de ceniza, y no vio nada. Cuando miró a Evelyn de nuevo vio sólo su propia sombra, delgada y negra. Pronto, también, ésta se desvaneció cuando pasaron los deslizantes rayos de luz solar.
Pero el sueño permanecía. Evelyn le había advertido dos veces, y ella siempre tenía razón. Crane se detuvo, giró, y se dispuso a vigilar. Si algo iba realmente a suceder, debería ver qué era lo que venía tras sus huellas.
Hubo un penoso momento de lucidez. Se clavaba a través de la fiebre y el aturdimiento, con el filo y la fuerza de un cuchillo.
"Estoy loco", pensó. "La corrupción de mi pierna se ha extendido a mi cerebro. No hay Evelyn, ni hay Hallmyer, ni amenaza. En toda esta tierra no hay vida salvo la mía y hasta los fantasmas y espíritus del mundo inferior deben haber perecido en el infierno que envolvió el planeta. No, no hay nadie excepto yo y mi malestar. Estoy agonizando, y cuando perezca, todo perecerá conmigo. Sólo quedará una masa de cenizas sin vida".
Pero hubo un movimiento.
El instinto otra vez. Crane dejó caer la cabeza y se mantuvo inmóvil. A través de las rendijas de los ojos contempló las planicies de ceniza, preguntándose si la muerte le estaría jugando una mala pasada a su vista. Otra cortina de lluvia se estaba moviendo hacia él y esperó que pudiera estar seguro antes de que toda su visión se borrara.
Sí. Allí.
A un cuarto de milla atrás, una forma marrongrisácea estaba moviéndose velozmente sobre la superficie gris. A pesar del zumbido de la lluvia distante, Crane pudo oír el murmullo de las cenizas pisoteadas y las pequeñas nubes producidas por los brincos. Extendió la mano con sigilo hacia el revólver en su mochila, mientras su mente buscaba débilmente las explicaciones y se espantaba de miedo.
La cosa se aproximaba, y súbitamente Crane entrecerró los ojos y comprendió. Recordó a Umber pataleando con miedo y saltando lejos de él cuando el paracaídas llegó con ellos a la cenicienta cara de la Tierra.
—Bueno, es Umber —murmuró.
Se levantó un poco. El perro se detuvo.
—¡Aquí, chico! —dijo Crane ronca y felizmente—. ¡Aquí, chico!
Estaba lleno de júbilo. Advirtió la soledad que había caído sobre él, una horrible sensación de entidad en el vacío. Ahora él no era la única vida. Había otra. Una vida amistosa que podía ofrecerle amor y compañerismo. La esperanza se encendió de nuevo.
—¡Aquí, chico! —repitió—. Ven, chico.
Después de un rato se detuvo, tratando de hacer chasquear los dedos. El mastín se echó hacia atrás, mostrando los colmillos y una lengua colgante. El perro estaba enflaquecido y sus ojos brillaban rojos en el atardecer. Mientras Crane lo llamaba una vez más, el perro gruñó. Rescoldos de cenizas brotaron de su nariz.
"Tiene hambre", pensó Crane, "eso es todo". Buscó en la mochila y, ante el gesto, el perro volvió a gruñir. Crane sacó la barra de chocolate y laboriosamente le quitó el envoltorio de papel y metal. La arrojó sin fuerzas hacia Umber. Cayó demasiado cerca. Después de un minuto de salvaje incertidumbre, el perro avanzó con lentitud y mordisqueó el alimento. Las cenizas le cubrieron el hocico. Lamió sus mandíbulas incesantemente y continuó avanzando hacia Crane.
El pánico lo atenazó. Una voz insistía: "Este no es un amigo. No tiene amor ni compañerismo hacia ti. El amor y el compañerismo se han desvanecido en la Tierra junto con la vida. Ahora no queda nada, salvo el hambre".
Estaba lleno de júbilo. Advirtió la soledad que había caído sobre él, una horrible sensación de entidad en el vacío. Ahora él no era la única vida. Había otra. Una vida amistosa que podía ofrecerle amor y compañerismo. La esperanza se encendió de nuevo.
—¡Aquí, chico! —repitió—. Ven, chico.
Después de un rato se detuvo, tratando de hacer chasquear los dedos. El mastín se echó hacia atrás, mostrando los colmillos y una lengua colgante. El perro estaba enflaquecido y sus ojos brillaban rojos en el atardecer. Mientras Crane lo llamaba una vez más, el perro gruñó. Rescoldos de cenizas brotaron de su nariz.
"Tiene hambre", pensó Crane, "eso es todo". Buscó en la mochila y, ante el gesto, el perro volvió a gruñir. Crane sacó la barra de chocolate y laboriosamente le quitó el envoltorio de papel y metal. La arrojó sin fuerzas hacia Umber. Cayó demasiado cerca. Después de un minuto de salvaje incertidumbre, el perro avanzó con lentitud y mordisqueó el alimento. Las cenizas le cubrieron el hocico. Lamió sus mandíbulas incesantemente y continuó avanzando hacia Crane.
El pánico lo atenazó. Una voz insistía: "Este no es un amigo. No tiene amor ni compañerismo hacia ti. El amor y el compañerismo se han desvanecido en la Tierra junto con la vida. Ahora no queda nada, salvo el hambre".
—No —susurró Crane—. No es cierto que tengamos que desgarrarnos el uno al otro y devorarnos.
Pero Umber estaba avanzando con un deslizar furtivo, y enseñaba los dientes, afilados y blancos. Y mientras Crane lo miraba con fijeza, el perro gruñó y acometió.
Crane metió un brazo bajo el hocico del perro, pero el peso de la carga lo arrastró hacia atrás. Gritó con agonía cuando su rota e hinchada pierna chocó contra el peso del perro. Con la mano libre golpeó débilmente, una y otra vez, apenas sintiendo el crujir de los dientes sobre el brazo izquierdo. Luego algo metálico estuvo bajo su mano y advirtió que se encontraba sobre el revólver que había dejado caer.
Lo aferró y rezó porque las cenizas no lo hubieran obturado. En el momento en que Umber soltó su brazo y mordía su garganta, Crane levantó el arma y hundió el cañón ciegamente contra el cuerpo del perro. Apretó y apretó el gatillo, hasta que los estruendos murieron y sólo se escuchó el sonido de los chasquidos. Umber se estremeció en las cenizas ante él; su cuerpo apenas tenía dos disparos. El espeso escarlata tiñó el gris.
Evelyn y Hallmyer miraban tristemente al derribado animal.
Evelyn estaba llorando, y Hallmyer se pasaba los dedos por el cabello con ese viejo gesto suyo.
—Esto es el fin, Steven —dijo—. Has matado a una parte de ti mismo. Oh, continuarás viviendo, pero no todo tú. Es mejor que entierres el cuerpo, Steven, es el cuerpo de tu alma.
—No puedo —dijo Crane—. El viento hará volar las cenizas.
—Entonces quémalo —ordenó Hallmyer con la lógica de los sueños.
Pareció que ellos lo ayudaban a meter el perro muerto en la mochila. Le ayudaron a quitarse las ropas y a hacer una pila debajo. Colocaron sus manos alrededor de las cerillas hasta que las ropas se encendieron, y soplaron la débil llama hasta que ésta chisporroteó y ardió limpiamente. Crane se acurrucó junto al fuego y lo alimentó. Luego se giró una vez más y comenzó a arrastrarse hacia el lecho oceánico. Estaba desnudo, ahora. No quedaba nada de aquello-que-había-sido, excepto su vacilante y pequeña vida.
Estaba demasiado abatido por la pena para advertir la furiosa lluvia que lo golpeaba y abofeteaba, o el dolor punzante que se extendía por su pierna y alcanzaba su cadera. Se arrastró. Codos, rodilla, codos, rodilla... Rígida, mecánicamente, indiferente a todo; a las celosías de los cielos, a las tristes planicies cenicientas y hasta al mortecino fulgor del agua que se encontraba más adelante.
Supo que era el mar, que ya era el viejo mar, o el nuevo mar de la humanidad. Pero estaría vacío, un mar sin vida que algún día golpearía contra una árida costa sin vida. Sería un planeta de piedra y polvo, de metal y nieve y hielo y agua, pero eso sería todo. No más vida. Él, solo, era inútil. Era Adán, pero sin Eva.
Evelyn le hizo señas alegremente desde la costa. Estaba de pie junto al blanco cottage con el viento remolineando su vestido para enseñar las esbeltas líneas de su figura. Y cuando Crane se acercó un poco, ella corrió hacia él y lo ayudó. No dijo nada, sólo colocó las manos sobre sus hombros y lo ayudó a mover el peso de su cuerpo, abatido y agobiado por el dolor. Y así, por último, él alcanzó el mar.
El mar era real. Eso lo comprendió. Pues después de que Evelyn y el cottage se hubieran desvanecido, sintió las frías aguas bañar su rostro.
"Aquí está el mar" pensó Crane, "y aquí estoy yo. Adán sin Eva. Es irremediable".
Avanzó un poco más en las aguas. Éstas lavaron su cuerpo desgarrado. Se encontraba con el rostro hacia el cielo, contemplando los cielos amenazantes, y la amargura estalló dentro de él.
—¡No es justo! —gritó—. ¡No es justo que todo esto haya pasado. La vida es demasiado maravillosa para perecer por el acto de una loca criatura!
Las tranquilas aguas lo lavaron. Tranquilas... calmas... El mar lo acunaba gentilmente, y hasta la muerte que se extendía hacia su corazón ya no tenía más las manos enguantadas. Súbitamente los cielos se abrieron —por primera vez en todos esos meses— y Crane contempló las estrellas.
Entonces lo supo. No era el fin de la vida. Nunca podría haber un fin de la vida. Dentro de su cuerpo, dentro de los putrefactos tejidos mecidos gentilmente por el mar estaba la fuente de diez millones de millones de vidas. Células, tejidos, bacterias, amebas; incontables vidas infinitas que enraizarían en las aguas y vivirían mucho después que él hubiera partido.
Vivirían de sus putrefactos restos. Se alimentarían una de otra. Se adaptarían por sí mismas al nuevo entorno y se alimentarían de minerales y sedimentos lavados por el nuevo mar. Crecerían, germinarían, se desarrollarían. La vida volvería a alcanzar las tierras una vez más. Comenzaría otra vez el mismo viejo y repetido ciclo que había comenzado quizá con el putrefacto cadáver del último sobreviviente de un viaje interestelar. Sucedería una y otra vez en las edades futuras.
Y entonces supo lo que había traído al mar. No había necesidad de Adán ni de Eva. Sólo el mar, la gran madre de la vida, era necesario. El mar lo había llamado a sus profundidades, de las cuales la vida pronto surgiría una vez más, y se sintió contento.
Las tranquilas aguas lo confortaron. Tranquilas, calmas. La madre de la vida mecía al último nacido del viejo ciclo que se transformaría en el primer nacido del nuevo. Y, con ojos brillantes, Steven Crane sonrió a las estrellas, las estrellas que aún parpadeaban a través del cielo. Las estrellas no habían formado aún las constelaciones familiares, y no lo harían hasta que hubieran pasado otros cientos de millones de siglos.
FIN
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