2025/08/18

Ratones mecánicos (Eric Frank Rusell)


Título original: The Mechanical Mice
Año: 1941


Relacionarse con lo desconocido es buscar problemas seguros. ¡Burman lo hizo! Ahora hay un montón de personas que odian con todas sus fuerzas todo aquello que emita, clics, tics, sonidos rítmicos o cualquier otra cosa que actúe como un despertador asmático. Tienen mecanofobia y Dan Burman es el responsable.
¿Quién no ha oído hablar de la Batería Burman? ¡Otro de sus inventos! Nos dejó a todos completamente perplejos, y por si esto fuera poco se superó con el eslogan que ahora es mundialmente famoso: Energía en su bolsillo. A nadie se le habría ocurrido confeccionar un artefacto del tamaño de un paquete de cigarrillos que produjera un centenar de veces más energía que la de su más eficiente competidor. Pero Burman era diferente de todos los demás.

Burman me estudió con cuidado y luego dijo:
—Cuando esa revista técnica te envió a entrevistarme hace doce años, me escuchaste con atención. No me trataste como si fuera un visionario o un idiota congénito. Escribiste un buen artículo sobre mí y empezaste la campaña publicitaria que después me proporcionaría mucho dinero.
—No fue porque te apreciara —le aseguré—, sino porque estaba honestamente convencido de que tu batería era buena.
—Tal vez —me estudió de una manera que me hizo pensar que estaba ansioso por quitarse un gran peso de encima—. Hemos sido muy buenos amigos desde entonces. Hemos pasado algunos malos ratos juntos, y creo que eres uno de mis pocos amigos a los que puedo hacer una confesión aparentemente estrafalaria.
—Adelante —le animé.
Tal como había dicho, hemos sido buenos amigos. Simplemente, simpatizábamos y congeniábamos. Burman era un tipo listo, pero no tenía nada de pedante. Cuarentón, normal, pulcro, podía haber sido un dentista de éxito a juzgar por las apariencias.
—Bill —dijo muy seriamente—. Yo no inventé esa maldita batería.
—¿No?
—¡No! —confirmó—. Robé la idea. Lo que me vuelve loco es que no sabía qué era lo que estaba robando y, todavía peor, no sé de donde la robé.
—Está claro como el agua —comenté.
—Eso no es nada. Después de doce años de trabajo preciso y cuidadoso, he construido algo más. Debe ser la cosa más complicada de la creación —se golpeó la rodilla con un puño y alzó la voz, quejándose—. Y ahora que lo conseguí, no sé qué es lo que hice.
—Pero un inventor, cuando experimenta algo, ¿acaso no sabe lo que está haciendo?
—¡Yo no! —Burman estaba cómicamente lúgubre—. Sólo he inventado una cosa en mi vida, y fue más por accidente que por mis propios méritos —alzó la vista—. Pero aquello fue la pista hacia un millón de ideas. Me dio la batería. Casi llegó a darme cosas de mayor importancia. En varias ocasiones casi me ha puesto en las manos y en la mente planes que alterarían este mundo más allá de tu entendimiento
Se inclinó hacia adelante para dar más énfasis a su discurso.
—Ahora me ha dado un misterio que me costó doce años de trabajo y una buena cantidad de dinero. Lo terminé anoche. No sé qué demonios es.
—Tal vez si le echo un vistazo...
—Eso es lo que me gustarla que hicieras —rápidamente, su tono adquirió un súbito entusiasmo—. Es un trabajo magnífico, aunque está mal que yo lo diga. Apuesto a que no puedes decir qué es, o para qué se supone que sirve.
—Suponiendo que pueda servir para algo —añadí yo.
—Sí —coincidió él—. Pero estoy seguro de que tiene alguna función específica. Se levantó y abrió la puerta.
—Vamos.

Era sorprendente: Se trataba de una caja de metal con una brillante superficie plateada. Por su aspecto y tamaño general parecía un ataúd vertical, y tenía el mismo aire ominoso del ataúd que espera a que su propietario entregue el alma.
Había un par de ventanitas de cristal en su parte delantera, a través de las cuales podían verse multitud de engranajes tan maravillosamente acabados como los de un reloj de primera clase. Por todas partes había lentes diminutas que parecían mirar con la indiferencia propia de las esfinges. Había tres pequeñas portillas en un lado, dos en otro, y una más grande delante. En lo alto, dos varas de metal retorcidas se alzaban como los cuernos de una cabra, añadiendo un toque satánico al ligero aspecto macabro de aquella cosa.
—Es un empaquetador automático —sugerí, observando la máquina con franca repulsión. Señalé una de las portillas—. Metes la mortaja por aquí y el cadáver sale por el otro lado reverentemente compuesto y envuelto.
—Así que tampoco te gusta su aspecto —comentó Burman. Abrió un cajón cercano y sacó un puñado de dibujos—. Así es por dentro. Tiene un circuito eléctrico, válvulas, condensadores y algo que no puedo identificar del todo, pero sospecho que es un diminuto y extremadamente eficaz horno eléctrico. Tiene partes que parecen ser rodillos y engranajes. Lleva incorporados varios martinetes múltiples a pequeña escala, que aparentemente se unen a unas planchas de metal. Hay vagas sugerencias de que contiene una línea ensambladora que termina en este compartimento escudado por la puerta delantera. Echa tú mismo un vistazo a los dibujos. Puedes ver que es un instrumento extremadamente complejo para manufacturar algo que es más simple.
Los dibujos demostraban que tenía razón. Pero no lo mostraban todo. Un diseñador de máquinas eficiente podría haber deducido correctamente la funcionalidad del aparato si se le hubiesen dado detalles completos. Burman lo admitió, diciendo que diseñó algunas partes "llevado por un impulso momentáneo", mientras que  fue "obligado a dibujar" otras. Reduciendo la máquina a sus piezas, había suficientes razones para despertar la curiosidad, pero no lo bastantes como para satisfacerla.
—Conecta la maldita máquina y veamos qué es lo que hace.


—Lo he intentado —dijo Burman—. No funciona. No hay manivela para ponerla en marcha, nada que indique que puede conectarse. Lo he intentado todo, sin resultado. El circuito eléctrico termina en esas antenas superiores, e incluso he hecho pasar corriente por ellas, pero no sucedió nada.
—Tal vez arranca sola —aventuré. Y al observar la máquina se me ocurrió una idea. Añadí—: A su debido tiempo.
—¿Eh?
—Puede estar preparada para un momento concreto. Cuando llegue la hora fatídica, estallará como una bomba.
—No seas tan melodramático —dijo Burman, incómodo. Se agachó y se asomó a una de las lentes.
—¡Bz-z-z! —murmuró la máquina con un tono tan débil que era casi inaudible.
Burman dio un respingo. Entonces retrocedió, observó a aquella cosa y luego me miró.
—¿Has oído eso?
—¡Claro!
Cogí los dibujos y los esparcí sobre la mesa. Me costó trabajo encontrar las lentes, pero allí estaban. Detrás tenían una célula de selenio.
—Un ojo —dije—. Te vio, y reaccionó. Así que no está muerta aunque la tengamos ahí plantada sin hacer nada.
Coloqué un pañuelo blanco ante la lente.
—¡Bz-z-z! —repitió enfáticamente el ataúd.
Burman cogió el pañuelo y lo colocó delante de las otras lentes. No pasó nada. No se oyó nada, ni siquiera una nota fúnebre. Absolutamente nada.
—Que me registren —confesó.
Yo estaba ya harto. Si aquella loca cosa hubiera funcionado, me habría puesto a escribir e iniciado otra campaña financiera para beneficio de Burman. Pero no se puede hacer nada con una máquina que zumba cada vez que le apetece. Decidí que hacía falta un tratamiento en firme.
—Has sido muy misterioso acerca de cómo conseguiste este engendro —dije—. ¿Por qué no pides información sobre lo que es allí donde lo obtuviste?
—Te lo diré… O mejor, te lo demostraré.
Burman sacó un estuche de su caja fuerte y de éste un aparato. Era mucho más simple que el inútil montón de chatarra que había junto a la pared. Parecía uno de esos televisores de cristal, excepto que el cristal era muy grande, muy brillante, y estaba dispuesto en un tubo de vacío horizontal. También tenía un mismo dial único, y una antena. En un lado tenía algo parecido a unos auriculares, excepto que en lugar de auriculares había un par de círculos de cobre pulido para colgar de las orejas y colocar alrededor del cráneo.
—Mi único invento —dijo Burman, con un indiscutible tono de orgullo.
—¿Qué es?
—Una máquina para viajar en el tiempo.
—¡Ja, ja! —Mi risa sonó muy amarga.
Yo había leído algo sobre esas cosas. Es más, había escrito algo sobre ellas. Eran pura basura. Nadie podía viajar a través del tiempo, ni hacia adelante ni hacia atrás.
—Déjame ver cómo te desvaneces en el futuro.
—Te lo demostraré muy pronto —dijo Burman, con una seguridad que no me gustó.
Lo dijo con el tono del hombre que sabe perfectamente que puede hacer algo que todo el mundo da por supuesto que no puede hacerse.
—No la descubrí al primer intento —dijo, señalando la pantalla de cristal—. Miles de personas deben haberlo intentado y fallado. Yo fui el afortunado. Debe ser por el cristal particularmente especial que escogí; porque aún no sé cómo hace lo que hace. Nunca he podido lograr este resultado ni siquiera con un cristal aparentemente idéntico.
—¿Y eso te permite viajar en el tiempo?
—Sólo hacia adelante. No funciona hacia atrás, ni siquiera un día. Pero me puede llevar hacia adelante a una tremenda distancia, quizá hasta los mismísimos confines del mundo, quizá hasta el infinito.
¡Ahora sí que lo había pillado! Le había dejado liarse en sus propias y absurdas ideas. No pude contener la risa.
—Puedes viajar hacia adelante, no hacia atrás, ni siquiera un día. ¿Entonces cómo demonios puedes regresar al presente una vez que has llegado al futuro?
—Porque nunca dejo el presente —replicó él tranquilamente—. Yo no viajo al futuro. Simplemente lo observo desde el presente. Eso también es viajar en el tiempo en el sentido correcto del término —se sentó—. Mira, Bill, ¿quién eres tú?
—¿Quién, yo?
—Sí, quién eres tú —y contestando él mismo a su pregunta, prosiguió—. Tu nombre es Bill. Tienes un cuerpo y una mente. ¿Cuál de los dos es Bill?
—Los dos —dije yo, con toda seguridad.
—Cierto... pero son partes distintas de ti. No son la misma cosa aunque vayan juntas como hermanos siameses. 
Su voz se tornó seria.
—Tu cuerpo se mueve siempre en el presente, que es la línea divisoria entre el pasado y el futuro. Pero tu mente es más libre. Puede pensar, y está en el presente. Puede recordar, y de inmediato está en el pasado. Puede imaginar, y de pronto está en el futuro, en su propia elección de todos los futuros posibles. ¡Tu mente puede viajar en el tiempo!
Me había ganado. Podía encontrar argumentos para rebatirlo, pero sabía que en lo fundamental tenía razón. Jamás lo había visto antes bajo aquella perspectiva, pero acertaba al decir que cualquiera podía viajar en el tiempo dentro de los límites de su propia memoria e imaginación. En ese mismo instante pude retroceder doce años y verle con los ojos de mi mente como un hombre más joven, más pálido, más delgado, más excitable, no tan frío y convencido. La imagen fue perfecta, ya que mi memoria era excelente. Durante ese breve momento, retrocedí doce años en todo excepto en lo físico.
—Llamo a este aparato mi psicófono —continuó Burman—. Cuando imaginas cómo será el futuro, haces una elección característica de todas las posibilidades lógicas, escoges tu favorito de entre una multitud de probables futuros. De alguna manera, el psicófono, sabe Dios cómo, te sintoniza con el futuro de verdad. Te hace ver el futuro mentalmente tal como será en realidad, eliminando todas las alternativas que no sucederán.


—Un estimulador de la imaginación, una máquina de sueños —dije con desdén, sin sentirme tan seguro de mí mismo como pretendía—. ¿Cómo sabes que no te está engañando?
—Por su lógica —contestó él gravemente—. Repite las mismas características y los mismos hechos demasiado a menudo para que el fenómeno pueda explicarse como simple coincidencia. Además —agitó una mano persuasora—, inventé la batería del futuro. Funciona, ¿no?
—Sí, por supuesto —concedí, reluctante. Señalé el psicófono—. Yo también podría viajar en el tiempo. ¿Por qué no me dejas intentarlo? Tal vez resuelva el misterio por ti.
—Puedes intentarlo si quieres —replicó él, bastante dispuesto. Colocó una silla en posición—. Siéntate aquí y te dejaré que te asomes al futuro.
Después de colocarme el casco en la cabeza y poner los anillos de cobre contra mis oídos, Burman conectó su psicófono a la red y lo puso en marcha; más bien, hizo algunos ajustes que yo supuse que era una manera de ponerlo en marcha.
—Todo lo que tienes que hacer es cerrar los ojos, concentrarte, intentarlo y permitir que tu imaginación se dirija al futuro.
Jugueteó con las antenas. Dijo "¡Ah!" un par de veces y cada vez que lo decía noté una sensación peculiar en mis desafortunados oídos. Después de hacer esto durante unos segundos, dejó escapar un "¡A-a-a-ah!". Hice trampas y entreabrí los ojos. El cristal brillaba como los ojos de una rata en una bodega oscura. Color escarlata furtivo.
Cerré los ojos y dejé vagar mi mente. Algo fluía entre aquellos electrodos de cobre, algo extraño e indescifrable, como si fueran dedos tamborileando en algún lugar secreto de mi cerebro. Tuve la impresión de que eran los diestros dedos de un mago aún por nacer y que iba a gritar "¡Presto!" y sacar mi cabeza de un sombrero del siglo treinta…, suponiendo que en el siglo treinta usaran sombreros.
¿Cómo era, o más bien, cómo sería el siglo treinta? ¿Habría una regresión?
¿Estaría la humanidad formada por criaturas peludas y ceñudas que habitaban en cuevas? ¿O habría continuado el progreso… quizás hasta el punto de equiparar a los hombres a la altura de los dioses?
¡Entonces sucedió! ¡Lo juro! Bastante involuntariamente, divisé a un salvaje, y entonces un individuo grande con ojos brillantes, mi versión de la fealdad que esperábamos evitar. Justo en medio de este sueño errático, aquellos extraños dedos se aferraron a mi cerebro, disolvieron mis fantasmas y los reemplazaron por una imagen dictada, que observé con toda la claridad e impotencia de una pesadilla.
Vi a un hombre gordo hablando. Era un tipo bastante común. De hecho, era tan normal que parecía anodino. Sólo que iba vestido con una toga romana, y llevaba una pequeña caja negra en lugar de una corona de laurel. Su audiencia estaba vestida de la misma forma, y todos sacudían sus cajas como si fueran una convención de pescadores. Lo que el Gordito estaba diciendo me sonaba a chino, pero lo decía como si supiera de qué hablaba.
La multitud se encontraba al aire libre, y había grandes filas de asientos bien visibles al fondo. Al parecer, era una especie de auditorio. A juzgar por la distancia de las últimas filas, su tamaño tenía que ser descomunal. Detrás de él, un gran edificio se alzaba hasta el cielo como una erección cúbica con las paredes compuestas de cuadrados brillantes, como una inmensa casa de cristal.
—¿F’wot? —preguntó el Gordito, con clara pasión—. ¡Wuk, wuk, mor, noon’n’ni! Bok onned, ord esto, ord lo otro.
Dirigió un dedo indignado hacia el misterioso objeto que había sobre su cráneo.
—Bok onned, wuk, wuk, wuk. ¿F’wot? —Miró a su alrededor—. ¡F’nix!
La multitud murmuró su aprobación de una manera un poco tímida. Pero fue suficiente para el Gordito. Decidido, alzó el puño y gritó:
—¡C’bmos nllos!
Entonces se arrancó la caja.
Nadie dijo nada, nadie se movió. Mudos y con los ojos muy abiertos, los demás se le quedaron mirando, como si estuvieran paralizados por la imagen de un ser humano sin su caja. Algo que tenía un cuerpo largo y flexible y amplias alas surcó graciosamente las alturas, sobre el auditorio, pero la multitud siguió sin moverse ni emitir ningún sonido.
Una sonrisa de triunfo iluminó la cara del Gordito.
—¡M’stremsles mos cpes! ¡M’strems…!
No continuó. Con una sacudida de su cola, pero en perfecto silencio, la cosa voladora se acercó y descargó una lanza de luz plateada. La luz tocó al Gordito. Éste se pudrió in situ, como si fuera víctima de una lepra ultrarrápida. Se pudrió, se desmoronó, se hizo migajas dentro de sus ropas y se convirtió en polvo de inmediato. Fue horrible.
El público no salió corriendo despavorido. Ni una sola expresión de miedo, odio o disgusto surgió de sus labios, fuertemente apretados. Se quedaron allí en perfecto silencio, mirando, sólo mirando, como un destacamento de soldados de plomo. La cosa del cielo voló en círculos para inspeccionar su trabajo, y luego se zambulló hacia la multitud. Una antena tubular en su proa se sacudió furiosa. Como un solo hombre, la multitud giró a la izquierda y comenzó a marchar, izquierda, derecha, izquierda, derecha...
Me quité el casco y le dije a Burman lo que había visto, o más bien lo que aquella cosa me había hecho pensar que había visto.
—¿Qué demonios significaba eso?
—Autómatas —murmuró—. Casas de cristal y naves a reacción. 
Se puso a ojear un grueso diario lleno de anotaciones hechas de su puño y letra.
—¡Ah, sí!, parece que estuviste a principios del siglo treinta. El desasosiego fue común durante los veinte años anteriores a la Rebelión Anticaja.
—¿Qué rebelión?
—La Anticaja..., la revuelta de los autómatas contra los tecnócratas del siglo treinta y uno. Jackson-Dkj-997917, un astuto estratega con una caja defectuosa, estropeó en secreto cientos de otras cajas, y eventualmente condujo a los rebeldes a la victoria en el 3047. Su tataranieto, un individuo avaro y egoísta, causó la rebelión de los Hombres Libres sin Caja contra su propio grupo de Jacksócratas.
Ese discurso me dejó boquiabierto.
—Por la forma en que lo cuentas, parece historia —dije.
Por supuesto que es historia —aseguró él—. Algún día será historia —guardó silencio un momento—. Estudiar el futuro puede que te parezca un proceso extraño, pero a mí me parece un procedimiento bastante normal. Lo he estado haciendo durante años, y tal vez la familiaridad me ha vuelto desdeñoso. El problema es que es difícil ser selectivo. Puedes encontrar la misma época veinte veces seguidas, pero nunca te encuentras en el mismo mes, o incluso en el mismo año. En realidad, te puedes considerar afortunado si das dos veces con la misma década. Como resultado, mis datos son muy difusos.
—Me lo imagino. Un buen observador puede calcular el tiempo correcto en un minuto o dos, pero nunca en diez o incluso en cincuenta segundos.
—¡Exacto! —respondió Burman—. Por eso mi infierno particular ha sido tener el privilegio de observar el panorama del futuro, pero de una manera tan reducida que apenas es posible ensamblar sus piezas. Una vez fui lo suficientemente afortunado para ver cómo montaban, de principio a fin, una batería del siglo veinticinco. Recogí todos los detalles antes de perder el escenario, que nunca he podido localizar de nuevo. Pero hice aquella batería... y ya conoces el resultado.
—¡Así es cómo creaste tu famosa batería!
—¡Eso es! Pero la mía, por buena que pueda ser, no lo es tanto como la que vi. Falta algún factor —su voz se tensó súbitamente cuando añadió—: ¡Perdí algo porque tenía que perderlo!
—¿Por qué? —pregunté, totalmente perplejo.
—Porque la historia, pasada o futura, no permite paradojas. Porque al haber robado ésa batería del siglo veinticinco, estoy registrado en esa época como el que la inventó en el siglo veinte. La han mejorado un poco en esos cinco siglos, pero esas mejoras se me escapan automáticamente. La historia futura es tan fija e inalterable para los del presente como la historia pasada.


—Entonces explícame lo de esa complicada máquina que no hace nada más que decir bz-z-z —pregunté.
—Maldición —dijo con ira—. ¡Eso es precisamente lo que me está volviendo loco! No puede ser una paradoja, simplemente no puede ser.
Luego con más cautela, añadió:
—Entonces debe tratarse de una paradoja aparente.
—De acuerdo. Pero explícame cómo se puede lanzar al mercado una paradoja aparente con sus usos comerciales, y te daré un artículo de primera clase.
Él ignoró mi sarcasmo y continuó:
—Intenté explorar el futuro hasta donde la mente humana puede investigar. No vi nada, sólo la vastedad de un suelo estéril sobre el que se alzaba una extraña máquina, que brillaba en silenciosa y solitaria majestad. De alguna manera, pareció consciente de mi observación a través del golfo de incontables eras. Llamó mi atención con un poder casi hipnótico. Durante más de un día, durante treinta horas, conservé aquella visión sin perderla...; es la vez que más tiempo he observado una escena futura.
—¿Y bien?
—La dibujé. Hice dibujos completos de ella dedicándome a la tarea con toda la confianza de un experto diseñador de máquinas. No podía ver su interior, pero de alguna manera vino a mí, de alguna manera supe cómo era. Perdí la escena a las cuatro de la madrugada y me encontré rodeado por montones de dibujos complicadísimos, con la cabeza embotada, los ojos enrojecidos y lleno de temor.
Guardó silencio un instante.
—Un año después, hice acopio de valor y empecé a construir aquella cosa que había visto. Me costó un montón de tiempo y dinero. Pero lo hice; está acabada.
—Y todo lo que hace es zumbar —recalqué, con sincera simpatía.
—Sí —suspiró él, dubitativo.
No había nada más que decir. Burman miró melancólicamente a la pared, con la mente muy, muy lejos. Jugueteé ausente con los auriculares de cobre del psicófono. Reconocía que mi imaginación era tan buena como la del que más, pero por mi vida que no podía imaginar ni sugerir ningún mercado donde colocar un ataúd de metal relleno de chatarra. No, aunque hiciera ruiditos curiosos.
Un suave y débil whir surgió del ataúd. Era un sonido nuevo que nos hizo dar la vuelta y mirarlo con los ojos abiertos como platos. ¡Whir-r-r!, hizo otra vez. Vi unos engranajes finamente engarzados girar tras la ventana delantera.
—¡Santo cielo! —exclamó Burman.
¡Bz-z-z! ¡Whir-r-r! ¡Clic! El aparato de repente se deslizó hacia un lado.
El diablo conocido no es ni la mitad de temible que el diablo por conocer. No quiero decir que esta súbita demostración de vida y movimiento nos asustara, pero ciertamente hizo que nuestros corazones latieran una docena de veces más por minuto. Esa cosa en forma de ataúd era, o podía ser, un diablo al que no conocíamos. Así que allí estábamos, uno al lado del otro, observándola fascinados, con un sentimiento de aprensión ante lo desconocido.
El movimiento se detuvo después de que la cosa hubiera deslizado dos patas. Se quedó allí plantada, silenciosa, imperturbable, con sus lentes delanteras observándonos con una carencia de expresión vidriosa. Entonces movió otras dos patas. Se paró otra vez. Más contemplación sin sentido. Después de eso, se movió más rápida y suavemente hasta llegar junto a la mesa del laboratorio. Al llegar ahí dejó de moverse, empezó a emitir variados pero sincronizados tics como los del reloj del abuelo.
—¡Va a pasar algo! —susurró Burman.
Si la máquina hubiera podido hablar, le habría quitado las palabras de la boca. No había acabado la frase cuando una portilla de la máquina se abrió y un brazo metálico articulado salió cautelosamente por la abertura y agarró un cronómetro marino que había sobre la mesa.
Con un juramento de sorpresa, Burman se abalanzó hacia adelante para recuperar el cronómetro. Demasiado tarde. El brazo lo agarró, lo introdujo en la máquina y la portilla se cerró con un sonido metálico, como el tañido de una trampa para osos. Simultáneamente, otra portilla se abrió en la parte delantera y otro brazo articulado salió y entró, moviéndose demasiado rápidamente para que pudiéramos seguirlo. Esta segunda portilla también se cerró, dejando a Burman boquiabierto porque le había arrancado su valioso reloj con su igualmente inapreciable cadena de oro.
—¡Por todos los diablos! —dijo Burman, regresando.
Nos quedamos mirando a la máquina un rato. No volvió a moverse, sino que permaneció tictaqueando como si rumiara su comida recién conseguida. Sus lentes nos miraron con la tranquila falta de interés de una vaca bien alimentada. Tuve la estúpida idea de que estaba haciendo felizmente la digestión de un puñado de engranajes, ruedecillas y piñones.
Como su sutil aire de amenaza parecía haberse desvanecido, o tal vez porque sentíamos que estaba completamente absorta, dedicándose a lo suyo, hicimos un esfuerzo por recuperar el valioso reloj de Burman. Burman golpeó con fuerza la portilla por la que éste había desaparecido, pero no consiguió abrirla. Le ayudé, sin resultado. Estaba cerrada como si estuviera soldada. No conseguimos abrirla con un gran destornillador. Una palanca, o un buen gato habrían servido, pero en este punto Burman decidió que no quería dañar la máquina que le había costado más que el reloj.
¡Tic-tic-tic!, continuó el ataúd, impertérrito. Estábamos como al principio, sin saber más que antes. No había nada que hacer, y me dio la impresión de que la maldita máquina lo sabía. Allí se quedó, mirándonos a través de sus lentes, haciendo tic-tic-tic. Su vientre, o lo que hubiera sido su vientre si hubiese tenido uno, irradiaba calor. Según los dibujos de Burman, allí era donde estaba el pequeño horno eléctrico.
La cosa funcionaba; de eso no había duda. Si Burman sentía lo mismo que yo, tenía que sentirse bastante mal. Allí estábamos, como un par de bobos, sin saber qué nos iba a deparar la máquina, y todo el tiempo haciendo ante nuestros propios ojos aquello para lo que había sido diseñada, fuera lo que fuese.


¿De dónde sacaba la energía? ¿Aquellas antenas que sobresalían de su cabeza como cuernos se dedicaban a absorber corriente de la atmósfera? ¿O estaba absorbiendo ondas de radio? ¿O tenía energía interna propia? Era evidente que estaba haciendo algo, alumbrando algo, pero ¿alumbrando qué?
¡Tic-tic-tic!, fue la única respuesta.
Nuestras preguntas seguían sin respuesta, nuestra curiosidad continuaba insatisfecha, y la máquina aún tictaqueaba laboriosamente a estas horas de la madrugada. Pospusimos el problema hasta la mañana siguiente. Burman cerró su laboratorio con llave antes de marcharnos.

El trabajo del oficial de policía Burke era muy simple. Todo lo que tenía que hacer era dar vueltas a la manzana, echando un ojo avizor a los almacenes en general y al gran depósito de joyas en particular, telefoneando a la comisaría una vez cada hora desde la cabina de la esquina.
El trabajo nocturno iba bien con el carácter taciturno de Burke. Podía caminar a solas, sin nada que lo molestara o le apartara de sus meditaciones. En aquel barrio en particular, nunca pasaba nada de noche, nada.
Se detuvo ante el escaparate lleno de joyas y miró a través del cristal y de la pesada reja tras la que había una bombilla que iluminaba tenuemente la enorme caja fuerte. Allí dentro estaba el rescate de un rajá. El guardia, la reja, las alarmas automáticas y las ingeniosas trampas ocultas lo mantenían fuera del alcance de los dedos de cualquiera que lo ambicionara. Nadie había hecho el menor intento en veinte años. Nadie había intentado siquiera acercarse al contenido del escaparate protegido por la reja.
Alzó la cabeza y observó un puñado de nubes brillantes tras las cuales se ocultaba la luna. Se dio la vuelta y continuó caminando. Un gato se cruzó en su camino, cauteloso, en silencio, pegado a la pared. Sus agudos ojos detectaron su tenue sombra incluso bajo la leve luz de la noche, pero lo ignoró y continuó caminando hacia la esquina.
Detrás de él, el gato se colocó bajo el escaparate al que acababa de asomarse. Se detuvo, con una pata delantera medio alzada, las orejas tensas. Entonces pegó la panza al asfalto, con los ojos brillantes muy abiertos, atentos, intensos. Su cola se agitó suavemente de un lado a otro.
Algo pequeño y brillante se acercó a él rodando, moviéndose pegado a la pared con la velocidad y la agilidad de un ratón. El gato se puso tenso a medida que el objeto se acercaba. De repente, la cosa quedó a su alcance, y el gato saltó hacia adelante ansiosamente. Sus zarpas hambrientas excavaron una superficie que no era suave y peluda, sino dura, brillante y resbaladiza. La cosa saltó como un juguete mecánico mientras el gato trataba en vano de agarrarla. Finalmente, con un bufido de furia, el gato la golpeó maliciosamente, despidiéndola a una docena de metros, donde se quedó boca abajo emitiendo una serie de suaves clics de protesta y unos estímulos urgentes que su felino atacante no pudo sentir.
Cruzando la acera de un solo salto, el gato atacó de nuevo. Algo más se acercaba. El felino tensó los músculos, sus ojos brillaban. Era otro objeto ligeramente similar a la extraña cosa que acababa de capturar, pero un poco más grande, un poco más ruidoso, y de una forma muy distinta. Parecía un pequeño cilindro doradoplateado con un frente cónico del que sobresalía una fina hoja y que se movía gracias a unas ruedecillas invisibles.
Una vez más, el gato saltó. Desde la esquina, Burke oyó su maullido. El sonido no le molestó; oía a los gatos, las ratas y otras criaturas hacer todo tipo de extraños ruidos todas las noches. Flemáticamente, continuó con su ronda.
Tres cuartos de hora después, el oficial de policía Burke había dado la vuelta y estaba de nuevo en el mismo punto fatal. Iluminó el cuerpo con su linterna y le dio la vuelta al animal con su pie. Tenía la garganta cortada. Lo habían hecho con una saña tan salvaje que casi le habían separado la cabeza del cuerpo. Burke frunció el ceño. ¡No le gustaban los gatos, pero le costaba imaginar que alguien los odiara tanto como para hacer esto!
—Alguien quiere que lo despellejen vivo —murmuró.
Empujó con el pie al gato muerto hasta el bordillo de la acera, donde los basureros lo recogerían por la mañana. Volvió su atención hacia el escaparate y vio la luz aún brillando bajo la caja fuerte, intacta; su mente aún estaba centrada en el gato mientras sus ojos la miraban y le decían que algo iba mal. Entonces volvió a enfocar su atención en su trabajo, vio qué era, y sudó por todos los poros de su piel. No era la caja fuerte, era el escaparate.
En el escaparate, las colecciones de valiosos anillos aún brillaban impertérritas. A la derecha, la plata todavía resplandecía intacta. Pero a la izquierda había habido un pequeño grupito de relojes extremadamente caros. Recordó que justo delante había un hermoso cronómetro que valía el salario de un año. También había desaparecido.
El rayo de su linterna tembló cuando enfocó la verja y la descubrió rápidamente segura. La puerta tras ella estaba firmemente cerrada. El travesaño estaba echado, su pesado metal aún firme. Se asomó al escaparate y descubrió un agujerito de unas dos pulgadas de diámetro en una esquinita al lado del más cercano de los objetos robados. La maldición de Burke fue explosiva. Se dio la vuelta y corrió hacia la esquina.
Su mano temblaba de indignación cuando agarró el teléfono. Se puso a hablar con la comisaría y recitó su historia. Pensaba que tenía una buena idea de lo que había sucedido, pues había leído en una ocasión un robo similar en alguna parte.
—Al parecer, cortaron un círculo con un diamante, lo sacaron con una ventosa y luego pescaron los relojes con una varilla telescópica a través del agujero —esperó un momento y después añadió—. Sí, sí. Eso es lo que me extraña. Los anillos valen diez veces más.
Observó la calle con los ojos desorbitados mientras prestaba atención a la voz al otro lado de la línea. Sus ojos recorrieron la calle lentamente, descendieron, encontraron el bordillo, permanecieron fijos en la oscura forma que yacía en ella.
¡Otro gato muerto! Aún aferrado al teléfono, Burke se aproximó todo lo que el cable le permitía, extendió un pie y le dio la vuelta al gato. Lo iluminó con la linterna. Igual que el otro... ¡de oreja a oreja!


—Y escucha —gritó al teléfono—. Hay un maníaco suelto que va por ahí degollando gatos.
Colgó el teléfono y corrió de regreso junto al escaparate forzado, y se plantó delante montando guardia hasta que llegó el coche patrulla. Cuatro hombres salieron de su interior.
—¡Gatos! —dijo el primero—. ¡Parece que alguien la ha tomado con los gatos! Hemos encontrado otros dos a un par de manzanas de distancia. Estaban tendidos en mitad de la calle, delante de las luces, y casi habían sido guillotinados. Sus cuerpos estaban aún calientes.
El segundo gruñó, se aproximó al escaparate, miró al pequeño agujero y dijo:
—Los tipos que hicieron esto fueron demasiado listos para haber dejado huellas.
—No fueron tan listos si dejaron los anillos —gruñó Burke.
—Tal vez esto sea una pista —concedió el otro—. Si dejaron una cosa, puede que hayan dejado la otra. Buscaremos las huellas de todas formas.
Un taxi apareció en la calle oscura y aparcó detrás del coche patrulla. Un individuo elegantemente vestido, despeinado y muy agitado salió de él y corrió hacia el grupo. Las llaves tintineaban en su mano pálida y húmeda.
—Soy Maley, el encargado —explicó sin aliento—. Me llamaron ustedes. Caballeros, ¡esto es terrible, terrible! ¡El escaparate vale miles de dólares, miles! ¡Qué pérdida, qué pérdida!
—¿Qué le parece si nos deja entrar? —preguntó tranquilamente uno de los policías.
—Por supuesto, por supuesto.
Temblando, abrió la verja y descorrió el cerrojo de la puerta usando media docena de llaves. Entraron. Maley encendió las luces y metió la cabeza entre los estantes de cristal, verificando la vitrina saqueada.
—Mis relojes, mis relojes —gimió.
—¡Es horrible, horrible! —dijo uno de los policías con solemnidad. Dirigió a sus compañeros un guiño pícaro.
Maley se inclinó aún más para inspeccionar mejor una esquina vacía.
—¡Todo perdido, todo! —gimió—. ¡Mi colección de relojes más apreciados de…! ¡Yeowww!
Su alarido les hizo dar un respingo. Maley saltó agarrándose la muñeca cuando intentó introducirse entre los estantes hacia la verja y el escaparate.
—¡Mi reloj! ¡Mi propio reloj!
Los otros se le acercaron de puntillas y vieron el reflejo dorado de una correa de terciopelo negro salir por el agujero del escaparate. Burke fue el primero en correr a la calle e inspeccionó con la linterna el asfalto. Entonces localizó el reloj. Se movía rápidamente, pegado a la pared, pero se quedó quieto cuando la luz lo iluminó. Sorprendido, vio otra cosa más, igualmente brillante y metálica, que se agazapó rápidamente en la oscuridad más allá del círculo de luz.
Burke recogió el reloj y escuchó. El ruido que hacían los otros al acercarse le impidió oír con claridad, pero podría jurar que había oído un pequeño ruidito metálico y un cliqueteo rápido que no provenía del instrumento que tenía en la mano. Tuvo que haber sido su propia imaginación. Con el ceño profundamente fruncido, regresó junto a sus compañeros.
—No había nadie —aseguró—. Debe de habérsele caído del bolsillo y ha echado a rodar.
"Maldición —pensó—, ¿podía un reloj rodar tanto? ¿Qué demonios estaba pasando esta noche?". 
A lo lejos, en la calle, algo gimió, luego burbujeó. Burke se encogió de hombros. ¡Quién sabía! Miró a los otros, pero aparentemente no habían oído el ruido.

Los periódicos lo publicaron por la mañana. Los leí mientras me dirigía a casa de Burman. La suma total eran sesenta relojes y ocho gatos, y también algunos instrumentos del almacén de un fabricante de artilugios científicos. Los detalles eran bastante profusos, pero no completos. Supe lo que significaban por fin cuando descubrimos más tarde el sentido auténtico de lo que había ocurrido.
Burman me estaba esperando cuando llegué. Parecía a la vez sorprendido y molesto. El ataúd tictaqueaba firmemente en una esquina, haciendo un ruido muchísimo más fuerte que el día anterior. Parecía terriblemente atareado.
—¿Bien? —pregunté.
—Se ha movido mucho durante la noche —dijo Burman—. Ha roto un par de termómetros y les ha sacado el mercurio. Encontré algunos cajones cerrados y otros abiertos, pero tengo la desagradable impresión de que ha hecho una búsqueda exhaustiva por la habitación. Un paquete de chapas de níquel ha desaparecido, y un cable de cobre —señaló enfadado al fondo de la puerta por la que yo acababa de entrar—. Y además la hago responsable de hacer estos agujeros. No estaban aquí ayer.
En efecto, había un par de agujeros al pie de la puerta. Pero ninguna rata sería capaz de hacerlos; eran limpios, suaves y redondos, casi como los que un carpintero haría con una sierra.
—¿Qué sentido tiene que se ponga a hacer eso? —pregunté—. No puede salir por unas aberturas tan pequeñas.
—¿Qué sentido tiene toda esta historia? —respondió Burman.
Miró a la atareada máquina que le devolvió la mirada con sus lentes inexpresivas y siguió rumiando firmemente. ¡Tic-tic-tic!, persistió la maldita cosa. Y luego hizo ¡whir-thump-clic!
Abrí la boca intentando hacer algún comentario sarcástico a costa de la máquina, cuando ésta emitió un gemidito muy sutil y extremadamente agudo. Algo pequeño, metálico y brillante salió disparado por uno de los agujeros y se dirigió hacia la monstruosidad que se agitaba. Una portilla se abrió y lo engulló con tanta rapidez que desapareció antes de que pudiéramos darnos cuenta de lo que habíamos visto. La cosa era un objeto pulido y cilíndrico que parecía la lanzadera de una máquina de coser, pero unas cuatro veces más grande. Y llevaba consigo algo que también era pequeño y metálico.
Burman me miró; yo miré a Burman. Entonces rebuscó por todo el laboratorio y encontró un tubo de metal de noventa centímetros de largo y 13 milímetros de diámetro. Plantó una silla en el suelo y se sentó, agarrando el tubo como si fuera una maza y contempló las ratoneras. Imperturbable, la máquina le miró y continuó haciendo tic-tic-tic.
Diez minutos más tarde, emitió un repentino clic y otro pequeño gemido. No hubo nada que saliera corriendo de los agujeros, pero el curioso objeto que habíamos visto (o uno exactamente igual), salió de la portilla y corrió hacia la puerta junto a la que estábamos esperando. Cogió a Burman por sorpresa. Hizo un loco barrido con la barra mientras la cosa se introducía entre sus pies y atravesaba uno de los agujeros. Cuando el arma golpeó el suelo, ya había desaparecido.
—¡Maldición! —exclamó apasionadamente Burman. Aflojó la presión de la barra mientras contemplaba el atareado ataúd—. La haría pedazos si no fuera porque me gustaría agarrar uno de esos aparatitos primero.


—¡Cuidado! —chillé.
Burman reaccionó demasiado tarde. Desvió su atención del ataúd hacia las ratoneras, alzando el tubo, y con una expresión molesta en la cara. Pero su reacción fue demasiado lenta. Tres de aquellas misteriosas cosas salieron por los agujeros y se plantaron en medio de la habitación antes de que su arma estuviera lista para golpear. El ataúd las tragó por una de las portillas con un tañido.
El trío invasor había hecho su aparición en fila india, y esta vez las pude ver mejor. Las dos primeras eran lanzaderas doradas, similares a la que ya habíamos visto. La tercera era más grande, más rápida, y me dio la impresión de que podía moverse más diestramente. Tenía una proyección larga y aguda delante, una cosa perversa y ominosa como el bisturí de un cirujano. Su velocidad me impidió verlo bien, pero me pareció que la punta del escalpelo estaba teñida de rojo. Sentí un escalofrío por toda la espalda.
Algo arañó irritado al otro lado de la puerta y una zarpa blanca se asomó tentativa por uno de los agujeros. El gato retrocedió cuando Burman abrió la puerta, pero miró ansiosamente el interior del laboratorio. Su presencia no necesitaba explicaciones: El atento animal habría visto una de aquellas cosas infernales. A los dos se nos ocurrió lo mismo: Los gatos son rápidos de reflejos, muy rápidos. Si le dábamos una oportunidad, tal vez éste podría capturarnos una de aquellas cosas.
Llamamos su atención con palabras agradables y sonidos tranquilizadores. Su ansia pudo más que su natural recelo hacia los extraños y entró. Cerramos la puerta tras él. Burman cogió su barra, se sentó junto a la puerta y trató de echar un ojo a los agujeros y el otro al gato. No pudo hacer las dos cosas, pero lo intentó. El gato olisqueó y deambuló por la habitación, y maulló desafiante. Su conducta sugería que se guiaba por la vista más que por el olfato. No había ningún olor.
Con perseverancia felina, el animal rebuscó por todo el laboratorio. Pasó junto al zumbante ataúd un par de veces, pero lo ignoró por completo. Al final, el gato se rindió, se sentó en un rincón y empezó a lavarse la cara.
La enorme máquina hizo ¡tic-tic-tic!, y luego ¡whir-thump! Una portilla se abrió y de ella cayó la lanzadera que corrió hacia la puerta. Una segunda la siguió. La primera fue demasiado rápida incluso para el gato, igual que para el sorprendido Burman. ¡Bang! El tubo de acero golpeó el suelo mientras la primera lanzadera escapaba triunfante por uno de los agujeros.
Pero el gato agarró a la segunda. Dando un poderoso salto, con las zarpas extendidas y las uñas fuera, cogió a su víctima a un palmo de la puerta. Intentó agarrar aquella cosa brillante, no lo consiguió y la perdió por un instante. La lanzadera se revolvió en un loco salto. El gato la agarró otra vez, la volvió a perder, emitiendo un gruñido de furia, y de un manotazo la arrojó contra el rodapié. La lanzadera se quedó allí, boca arriba. Cuatro ruedecillas diminutas en su interior giraban locamente con un gemido agudo y casi inaudible.
Con los ojos brillantes de excitación, Burman soltó su arma y se acercó a recoger la lanzadera. Al mismo tiempo, el gato se dispuso a juguetear con ella. La lanzadera se quedó allí, boca arriba, funcionando indefensa. Antes de que ninguno de los dos pudiera alcanzarla, la máquina al otro lado de la habitación hizo ¡clunk!, abrió una trampilla y expulsó otro aparato.
Con sorprendente rapidez, el gato se volvió y saltó hacia el recién llegado. Entonces se armó la marimorena. La lanzadera viró hábilmente con un destello dorado; el gato viró con ella, maulló y mostró las uñas. Se enzarzaron en un remolino blanco y negro en el que a veces destellaba una mancha dorada; los maullidos y siseos del gato apagaban un rumor persistente que subía y bajaba de la misma forma que aceleran y deceleran las marchas de un aparato mecánico.
El gato emitió un jadeo peculiar y la sangre manchó el suelo. El animal sacó las garras salvajemente, emitió otro maullido al que siguió un gorgoteo. Se echó a temblar y resbaló. Un torrente escarlata surgió de la gran herida abierta en su vientre.
Apenas tuvimos tiempo de apreciar el significado completo de aquella terrible escena cuando el vencedor se dirigió hacia Burman, que estaba junto al rodapié, con la lanzadera aún zumbante en la mano. Sus ojos se abrieron de par en par llenos de horror, pero conservó la suficiente presencia de ánimo como para dar un frenético salto un segundo antes que la rápida máquina alcanzara sus talones.
Aterrizó al otro lado de la cosa, pero ésta dio la vuelta y se dirigió nuevamente hacia él. Vi el brillo cristalino de su escalpelo mientras cogía velocidad, y que el filo de la hoja estaba manchado de sangre. Burman saltó otra vez, llegó junto a la mesa del laboratorio y se subió en ella.
—¡Dios! —exclamó.
Cogí entonces la barra que él había soltado. La alcé, sintiendo su peso reconfortante, e hice todo lo posible para aplastar aquel perverso montón de chatarra. Era demasiado ágil para mí. Chirrió, aceleró, esquivó la punta de la barra de acero y dio dos vueltas a la mesa sobre la que se había refugiado Burman. Me ignoró por completo. De alguna manera, sentí que respondía enteramente a alguna misteriosa llamada de la lanzadera que Burman había capturado.
La ataqué desesperadamente y volví a fallar, aunque juro que sólo por un milímetro. Algo entró corriendo por los agujeros de la puerta, pasó junto a mí y se dirigió a la gran máquina. Atontado, oí las portillas abrirse y cerrarse y sobre todo aquel firme y persistente tic-tic-tic. Descargué otro furioso golpe que no consiguió más que hacer una muesca en el suelo y sacudirme el brazo hasta el hombro.
Inesperada e increíblemente, la maldición dorada dejó de dar locas vueltas en torno a la mesa. Con un sonoro clic y un zumbido mucho más fuerte que antes, se encaramó rápidamente por una de las patas de la mesa y llegó hasta lo alto.
Burman dejó de un salto su santuario. Aún tenía agarrada la lanzadera. Nunca le había visto tan pálido.
—¡La máquina! —dijo roncamente—. ¡Mándala al infierno!
¡Thunk!, hizo la máquina. Una trampilla se abrió y soltó otro demonio armado con un escalpelo. ¡Tzz-z-z!, un tercero entró a través de los agujeros de la puerta. Cuatro lanzaderas corrieron tras él, se dirigieron a la máquina y la alcanzaron felizmente. Una quinta entró más lentamente. Agarraba la válvula de un automóvil. Le di una patada que la envió contra la pared mientras lanzaba otro vano golpe a una de las que llevaban un escalpelo.


Burman dio otro saltó y esquivó a un nuevo atacante. Un segundo se dirigió al tacón de su zapato derecho en cuanto aterrizó. Una vez más, Burman se subió a la mesa de la que ya había marchado su primer enemigo. Las tres cosas armadas con escalpelos se dirigieron a la mesa con una rapidez preocupante.
—¡Suelta esa maldita lanzadera! —aullé.
No la soltó. Mientras el trío subía por las patas, arrojó la lanzadera con todas sus fuerzas contra el ataúd que la había dado a luz. La lanzadera chocó contra la máquina, la abolló y cayó al suelo. Burman saltó otra vez de la mesa. La lanzadera permaneció tirada en el suelo, aplastada y silenciosa, con las ruedecitas inmóviles.
Las cosas armadas que recorrían la mesa parecieron cambiar su rumbo a la vez que la lanzadera capturada quedaba aplastada. Juntas, se bajaron de la mesa y salieron corriendo por los agujeros de la puerta. Una cuarta salió de la máquina, escoltando dos lanzaderas, y éstas también se desvanecieron al otro lado de la puerta. Un segundo o dos después, una nueva cosa diferente de las demás salió por uno de los agujeros. Era larga, redonda, chata, aproximadamente como la mitad de la porra de un policía, tenía seis ruedas y una doble fila de dientes de sierra delante. Casi atravesó la habitación mientras la observábamos fascinados. Vi que las sierras giraban y cambiaban cuando subía hacia la portilla de la máquina. ¡Eran ruedas de oruga en miniatura!
Burman había tenido ya suficiente. Se decidió. Recogió la barra de acero, la agarró firmemente y se acercó al ataúd. Sus lentes parecieron mirarle cuando se plantó ante él. Doce años de trabajo intensivo iban a ser destruidos de un golpe. Interminables días y noches de esfuerzos iban a ser deshechos de un plumazo. Pero a Burman no le importaba. Con un feroz mamporro rompió el cristal, con otro fiero golpe aplastó el conjunto de ruedecillas y engranajes que había dentro.
El ataúd tembló y se resintió ante sus golpes cada vez más furiosos. Las portillas se abrieron y escupieron muestras sin vida del nido metálico de la cosa. Salieron tambaleándose y resonando del maldito objeto mientras Burman lo hacía pedazos. Entonces guardó silencio, convertido en una masa informe, inútil, de partes rotas y retorcidas.
Recogí la forma dentada del objeto que había entrado. Era pesado, increíblemente pesado, y a pesar de su destrucción parcial su acabado parecía magnífico. Tenía un ojo minúsculo y casi imperceptible delante, pero la lente en miniatura estaba rota.
¿Había regresado para que lo repararan y lo pusieran a punto?
—¡Eso es! —exclamó Burman, respirando pesadamente.
Abrí la puerta para ver si el ruido había atraído la atención. No lo había hecho.
Había una lanzadera sin vida al otro lado de la puerta, y una segunda a un metro de ella. La primera tenía una pequeña cadena de latón sujeta a un pequeño gancho que salía de su parte trasera. La nariz del segundo se había abierto como un abanico, como un diafragma iris, y dentro había plegados un par de brazos de metal articulados que sujetaban un diamante de tamaño medio. Parecía que habían estado a punto de entrar cuando Burman destruyó la máquina.
Los recogí y los metí dentro de la habitación. Su completa inactividad, aunque no habían sufrido daños, sugería que habían estado controlados por la gran máquina y que era de ella de quien sacaban su poder locomotor. Si era así, habíamos resuelto nuestro problema con facilidad, y al destruir la máquina habíamos destruido a todos los aparatitos.
Burman recobró el aliento y empezó a hablar.
—¡La madre robot! —dijo—. Eso es lo que he hecho; un duplicado de la madre robot. No me di cuenta, pero estaba construyendo pacientemente la cosa más peligrosa de la creación, una amenaza terrible, porque comparte con la raza humana la habilidad de propagarse. ¡Gracias al cielo que la hemos detenido a tiempo!
—Así que nos encontramos ante el dueño eventual, o la dueña, de la Tierra — recalqué yo, recordando que había dicho que la obtuvo del lejano futuro—. No es una perspectiva muy agradable para la humanidad, ¿eh?
—No necesariamente. No sé hasta dónde llegué, pero tengo la impresión de que se trataba de un futuro tan distante que la Tierra se había vuelto estéril desde el punto de vista de la humanidad. Tal vez hayamos emigrado a algún lugar del cosmos, dejando nuestras máquinas esclavas semiinteligentes luchar por su existencia o morir. Lucharon… y sobrevivieron.
—Y entonces se las arreglaron para alterar el pasado a su favor —sugerí.
—No, no lo creo —Burman ya estaba mucho más calmado—. No creo que fuera un intento maligno, sino un experimento. Todo el asunto estaba condenado de antemano porque el éxito habría entrañado una paradoja imposible. No hay robots en el siglo que viene, ni conocimiento de ellos. Por tanto, los intrusos en este tiempo deben haber sido exterminados y olvidados.
—Lo que significa —señalé yo—, que no sólo debes destruir la máquina, sino también todos tus dibujos, todas tus notas, así como el psicófono, dejando nada más que unos cuantos sucesos extraños y una historia para que yo la cuente.
—Exactamente; lo destruiré todo. He estado pensando en este asunto, y hasta ahora comprendo que el psicófono no me puede ser de ninguna utilidad. Me permite descubrir o inventar sólo aquellas cosas que la historia ha decretado que yo invente, y que, por lo tanto, descubriré con o sin su ayuda. No puedo hacer trucos con la historia, pasada o futura.
—¡Hum! —No pude encontrarle ninguna pega a su razonamiento—. ¿Te has dado cuenta de la psicología de abeja que tenían nuestros antagonistas? —continué—. Construiste el nido, y de ella salieron obreras, guerreros y… —indiqué el incursor muerto—, un zángano.
—Sí —dijo él, lúgubremente—. Y estoy pensando en la miel. ¡Ocho relojes! Por no mencionar los otros artículos de que puedan informar los periódicos, más los gatos degollados. Menos mal que tengo dinero.
—Nadie sabe que tienes relación con esos incidentes. Puedes mantenerlo en secreto si quieres.
—Eso haré.
—Bueno —continué diciendo, alegremente—, bien está lo que bien acaba. Gracias al cielo que nos hemos desembarazado de la carga que nosotros mismos nos habíamos colocado.


Con un suspiro de alivio, me encaminé hacia la puerta. Un agudo gemido de motores en miniatura llamó mi atención. Mientras Burman y yo conteníamos boquiabiertos la respiración, una lanzadera dorada se deslizó rápidamente por una de las ratoneras, sintió la muerte de la madre robot, dio media vuelta y salió por el otro agujero antes de que pudiéramos detenerla.
Si Burman había quedado sorprendido antes, ahora lo estaba doblemente. Se acercó a la puerta, miró incrédulo la pequeña salida que acababa de usar la lanzadera y luego al otro par de lanzaderas sin vida pero enteras que estaban desparramadas por la habitación.
—Bill —murmuró—, tu analogía sobre las abejas era perfecta. ¿No lo comprendes? ¡Hay otro enjambre! ¡Una reina se ha escapado!
Había otro enjambre, claro está. Durante las siguientes cuarenta y ocho horas nos las hizo pasar moradas. Burman pasó todo el tiempo en la comisaría intentando convencerlos de que su evidencia no era simplemente una historia fantástica, pero lo que le ayudó a persuadir a los policías fueron las denuncias igualmente fantásticas que empezaron a sucederse.
Para empezar, el viejo Gildersome oyó un estruendo en su tienda a medianoche, pensó en su valioso contenido de cámaras y proyectores en miniatura, se puso los pantalones y bajó rápidamente. Un instrumento afilado como una navaja le apuñaló en el pie derecho cuando estaba a medio camino, y bajó rodando el resto. Se quedó allí, tendido, malherido y parcialmente conmocionado, mientras en la oscuridad algo cliqueteaba, zumbaba y crujía a su alrededor. Pieza a pieza, el contenido de su caja de valiosas lentes desapareció a través de un agujero en la puerta. Gran cantidad de piezas de proyectores y engranajes les siguieron.
Otras diez personas se quejaron de que por la noche les habían robado relojes y despertadores. Dos de ellas estaban histéricas. Una juraba que el ladrón era "una cucaracha de seis pulgadas" que ronroneaba como un motor de juguete. Al levantarse de la cama, lo pisó y sintió su fría dureza rebullirse bajo él. Lleno de repulsión, retiró el pie de regreso a la cama "justo cuando otra cucaracha se dirigía hacia él". Burman no le dijo a aquel agitado denunciante lo cerca que había estado de perder el pie.
Al día siguiente hubo otras treinta denuncias. Una docena de casas y cuatro tiendas habían sido saqueadas por cosas que tenían la agilidad y la habilidad furtiva de las ratas…, excepto que emitían ruiditos y zumbidos. Un trabajador del metro vio a una corriendo junto a la vía cuando regresaba a casa. Intentó cogerla, y perdió el pulgar y el índice y se quedó allí quejándose hasta que se lo llevó una ambulancia.
Las presas de aquellos sonoros saqueadores eran metales raros y piezas de valor. No podía entender cómo Burman o nadie más podría acabar con ellos de una vez por todas, pero lo hizo. Lo hizo combatiéndolas como si fuesen ratas. Fui con él, ayudándole a hacer el trabajo, mientras él consultaba un mapa.
—Todos los informes conducen a esta calle —dijo Burman—. Un despertador que sonó de repente fue abandonado cerca de aquí. Y dos pequeñas piezas de coches fueron robadas por esta zona. Las lanzaderas han sido vistas entrando o saliendo por aquí. Cinco gatos fueron despellejados con toda pericia en este punto. Todos los demás incidentes han tenido lugar en este radio.
—Lo que significa —supuse yo—, que la reina está escondida en algún lugar cercano.
—Sí.
Recorrió con la mirada la calle vacía sobre la luna creciente, que arrojaba una luz enfermiza. Eran las dos de la madrugada.
—¡Acabaremos muy pronto con este asunto!
Ató al extremo de un hilo de algodón firme una cadenita de plata, clavó el hilo a la pared y dejó caer la cadena sobre el asfalto. Hice lo mismo con un reloj roto. Distribuimos varias ruedecillas, material de cámaras y algunos montoncitos de alambres de cobre y otras curiosidades atractivas.
Tres horas más tarde, regresamos acompañados por la policía. Los agentes llevaban mazas y martillos. Todos íbamos ataviados con refuerzos de metal que nos cubrían hasta media pierna y que habían sido fabricados en poco tiempo por un diestro herrero.
¡La trampa había funcionado! Varios hilos de algodón estaban rotos después de haber sido desenrollados un poco, pero otros estaban intactos. Todos ellos conducían o señalaban a una rejilla de acero, que daba al sótano de un almacén abandonado. Al asomarnos a una ventana, pudimos ver unos cuantos hilos delatores.
—¡Ahora! —dijo Burman, y entramos rápidamente.
Las cerraduras oxidadas reventaron, las puertas podridas cayeron e irrumpimos en el almacén y bajamos al sótano.
Había una cosa pequeña con forma de ataúd en una pared, una cosa que cliqueaba firmemente mientras sus lentes nos miraban con una total falta de emoción. Era muy similar a la madre robot, pero sólo tenía un cuarto de su tamaño. Bajo la luz de las linternas de la policía, era una cosa siniestra y ominosa de terrible significado. A su alrededor, un activo clan pululaba por el suelo, zumbando y cliqueando con furia metálica.
Nos abrimos paso entre los furiosos zumbidos y craqueos de los escalpelos al rozar el acero. Burman llegó primero al ataúd, lo aplastó con un poderoso golpe de su martillo de cinco kilos, y luego lo dejó convertido en un amasijo con una rápida sucesión de golpes. Acabó exhausto. La hija de la madre robot había dejado de existir, y su extraña prole no se movía.
Burman se sentó en una caja de madera, se secó el sudor de la frente y exclamó:
—¡Gracias a Dios que ya ha acabado!
¡Tic-tic-tic!
Se puso en pie de un salto y blandió el martillo. En sus ojos había una expresión salvaje.
—Es sólo mi reloj —se disculpó uno de los policías—. Es de los baratos, y hace mucho ruido.
Se lo quitó para mostrárselo al preocupado Burman.
—¡Tic! ¡Tic! —dijo el reloj, con mecánico aplomo.


FIN

2025/08/11

El balancín (A. E. van Vogt)


Título original: The Seesaw
Año: 1941


¡MAGO HIPNOTIZA A LA MULTITUD!
11 de junio, 1941—. La policía y los periodistas piensan que Middle City será pronto anunciada como la próxima parada de un maestro mago, y están preparados para darle una sonora bienvenida si accede a explicar exactamente cómo engañó a cientos de personas para que creyeran que habían visto un extraño edificio, aparentemente una especie de armería.
Parece ser que el edificio surgió en el espacio ocupado anteriormente por Tía Sally’s Lunch y Sastres Paterson. Sólo los empleados se encontraban en el interior de las dos tiendas mencionadas, y ninguno advirtió nada fuera de lo común. Un cartel grande y resplandeciente apareció delante de la armería, que había sido conjurada milagrosamente de la nada; y el cartel constituyó la primera evidencia de que toda la escena no era más que una soberana ilusión. Cualquiera que fuera el ángulo en que se mirase, uno creía estar mirando directamente a las palabras que decían:

BUENAS ARMAS
EL DERECHO A COMPRAR ARMAS ES EL DERECHO A SER LIBRE

La vitrina estaba compuesta de un surtido de pistolas, rifles y armas pequeñas de forma curiosa; y un brillante cartel anunciaba:

LAS MEJORES ARMAS DE ENERGÍA DEL UNIVERSO CONOCIDO

El inspector Clayton de la Oficina de Investigación intentó entrar en la tienda, pero la puerta parecía cerrada; unos momentos después, C. J. (Chris) McAllister, reportero del Gazette-Bulletin se dirigió a la puerta, la encontró abierta, y entró.
El inspector Clayton intentó seguirle, pero descubrió que la puerta volvía a estar cerrada. McAllister salió después de un rato, y estaba bastante aturdido. Aparentemente no recordaba nada de lo sucedido, como si lo hubieran hipnotizado, pues no pudo contestar a las preguntas de la policía y de los espectadores.
Después de su reaparición, el extraño edificio se desvaneció tan bruscamente como había aparecido.
La policía confirmó que no comprendía cómo el maestro mago había podido crear una ilusión tan detallada durante tanto tiempo ante una multitud tan grande. Estaban dispuestos a recomendar su show, sin reserva, cuando volviera a aparecer.
Nota del autor: La reseña anterior no menciona que la policía, insatisfecha con el asunto, intentó contactar con McAllister para hacerle nuevas preguntas, pero fueron incapaces de encontrarle. Han pasado semanas y aún no le han encontrado.

Aquí se narra la historia de lo que le sucedió a McAllister desde el instante en que encontró abierta la puerta de la armería.
La puerta de la tienda tenía una cualidad curiosa. No era tanto que se abriera ante su primer contacto sino que, al hacerlo, era como si no tuviera peso. Durante un instante, McAllister tuvo la impresión de que el pomo se había liberado en su palma.
Se quedó quieto, sorprendido. El pensamiento que acudió finalmente a su mente tuvo que ver con el inspector Clayton, quien un minuto antes había encontrado la puerta cerrada.
Aquel pensamiento fue como una señal. Tras él sonó la voz del inspector:
—Ah, McAllister, yo me encargaré de esto ahora mismo.
El interior de la tienda, tras la puerta, estaba demasiado oscuro como para ver algo, y de alguna manera sus ojos no pudieron acostumbrarse a la intensa penumbra.
El puro instinto periodístico le hizo dar un paso hacia la oscuridad que emergía más allá del rectángulo de la puerta. Por el rabillo del ojo vio la mano del inspector Clayton dirigiéndose hacia el pomo de la puerta que sus propios dedos habían soltado un momento antes; y supo claramente que si el oficial de policía pudiera impedirlo, ningún periodista podría entrar en aquel edificio.
Aún tenía la cabeza vuelta, mirando más al inspector de policía que a la oscuridad que tenía delante, y cuando empezaba a dar otro paso fue cuando sucedió algo notable.
El pomo de la puerta no permitió que el inspector Clayton lo tocara. Se torció dé una forma extraña y enérgica, y permaneció allí con esa forma rara y difusa. La puerta en sí, sin ningún movimiento visible y con gran rapidez, tocó de repente los talones de McAllister.
El contacto fue ligero, casi sin peso; y antes de que pudiera pensar o reaccionar ante lo que había sucedido, su propia inercia le llevó hacia dentro.
Mientras se adentraba en la oscuridad, sus nervios experimentaron una tensión súbita y enorme. Entonces la puerta se cerró, y el breve instante de agonía desapareció. Ante él había una tienda brillantemente iluminada; más allá… ¡había cosas increíbles!
Para McAllister, el momento siguiente fue de muda contemplación. Se quedó de pie, con el cuerpo extrañamente retorcido, y sólo vagamente consciente de estar en el interior de la tienda, aunque muy consciente, en el breve momento que transcurrió antes de que fuera interrumpido, de lo que había tras los paneles transparentes a través de los cuales acababa de aparecer.
No había ninguna oscuridad inexorable, ningún inspector Clayton, ninguna multitud de espectadores boquiabiertos, ninguna hilera de tiendas al otro lado de la calle.
Ni siquiera era la misma calle. No había ninguna calle.
En cambio, un tranquilo parque se extendía ante él. Detrás, brillando bajo la luz del sol, resplandecía una ciudad de minaretes y altas torres.
Tras él, una voz de mujer, fuerte y musical, dijo:
—¿Quiere un arma?
McAllister se dio la vuelta. No es que estuviera dispuesto a dejar de maravillarse ante la visión de la ciudad. El movimiento fue una reacción automática ante el sonido. Y como todo el asunto era como un sueño, la escena de la ciudad se desvaneció casi instantáneamente, y su mente se concentró en la joven que avanzaba hacia él desde el fondo de la tienda.
Por un momento, su mente se oscureció. La convicción de que tenía que decir algo se mezcló con las primeras impresiones ante la aparición de la muchacha. Tenía un cuerpo esbelto y bien formado, y su cara lucía una sonrisa agradable. Sus ojos eran marrones, y el cabello castaño y ondulado. Su sencillo vestido y sus sandalias parecían tan normales a primera vista que no volvió a pensar en ellos.


—Lo que no comprendo es por qué el policía que intentó seguirme no pudo entrar —consiguió decir—. ¿Y dónde está ahora?
Para su sorpresa, la sonrisa de la muchacha se volvió ligeramente suplicante.
—Sabemos que la gente considera tonto por nuestra parte que sigamos machacando con la antigua pugna.
Su voz se hizo más firme.
—Incluso sabemos lo inteligente que es la propaganda que acentúa la estupidez de nuestra postura. Mientras tanto, no podemos permitir que ninguno de los hombres de ella entre aquí. Continuamos cumpliendo muy en serio con nuestros principios.
Se detuvo como si esperara que él comprendiera, pero McAllister vio, por el lento asombro que asomaba en sus ojos, que su cara tenía que estar mostrando claramente cuáles eran sus pensamientos.
¡Los hombres de ella! La muchacha lo había dicho como si se estuviera refiriendo a algún personaje, y como respuesta directa a su mención al oficial de policía. Eso significaba que sus hombres, fuera quien fuese ella, eran policías; y que no podían entrar en esta armería. La puerta era hostil y no les permitía la entrada.
Una extraña sensación de vacío golpeó la mente de McAllister, emparejándose con el vacío que empezaba a notar en la boca de su estómago, una sensación de profundidad insondable, la primera convicción vertiginosa de que nada era como tenía que ser.
La muchacha siguió hablando en tono brusco.
—Quiere decir que no sabe nada de todo esto, que durante generaciones el gremio de fabricantes de armas ha existido, en esta época de devastadoras energías, como la única protección del hombre común contra la esclavitud. El derecho a comprar armas...
Se detuvo nuevamente; sus ojos le escrutaron.
—Ahora que lo pienso —continuó diciendo—, hay algo muy ilógico con respecto a usted. Sus extrañas ropas..., no son de las granjas del norte, ¿verdad?
Él meneó la cabeza, mudo, cada vez más molesto con sus propias reacciones. Pero no podía evitarlo. Se estaba envarando, volviéndose más insoportable a cada instante, como si en alguna parte un muelle vital hubiera sido forzado hasta el punto de rotura.
La muchacha continuó hablando rápidamente.
—Y ahora que lo pienso, es sorprendente que un policía intentara abrir la puerta y no sonara ninguna alarma.
Movió la mano; el metal destelló en ella, tan brillante como el acero bajo el sol.
No había ni el más mínimo tono de disculpa en su voz cuando dijo:
—Permanezca donde está, señor, hasta que haya llamado a mi padre. En nuestro negocio, con nuestra responsabilidad, nunca corremos riesgos. Aquí está pasando algo muy extraño.
Curiosamente, fue en ese punto donde la mente de McAllister empezó a funcionar con claridad; el pensamiento fue paralelo al de ella: ¿Cómo había aparecido aquella armería en una calle de 1941? ¿Cómo había aparecido en aquel mundo fantástico?
¡Algo muy extraño estaba pasando realmente!
Fue el arma lo que llamó su atención. Era una cosa pequeña, con forma de pistola, pero con tres cubos que se proyectaban en un pequeño semicírculo en lo alto de una cámara ligeramente abultada.
Mientras lo miraba, su mente empezó a recuperarse; aquel pequeño instrumento retorcido que brillaba entre los dedos oscuros de la muchacha era tan real como ella misma.
—¡Santo cielo! —exclamó—. ¿Qué clase de arma es ésa? Bájela y tratemos de averiguar qué demonios pasa.
Ella parecía no estar escuchando; bruscamente, él advirtió que su mirada se dirigía a un punto de la pared un poco a su izquierda. Siguió su mirada... a tiempo para ver destellar siete luces blancas en miniatura. ¡Curiosas luces! Quedó brevemente fascinado por el juego de luces y sombras, el crecer y decrecer de un diminuto globo al siguiente, un movimiento infinito de aumentos y reducciones, un efecto increíblemente delicado de reacción instantánea a algún barómetro supersensitivo.
Las luces se fijaron. Su mirada volvió a centrarse en la muchacha. Para su sorpresa, ella estaba retirando el arma. Debía de haber advertido su expresión.
—Está bien —dijo ella fríamente—. Las automáticas están ahora encima de usted. Si nos equivocamos acerca de usted, nos disculparemos. Mientras tanto, si aún está interesado en comprar un arma, me sentiré feliz de mostrarle algunas.
Así que las automáticas estaban sobre él, pensó McAllister irónicamente. No sintió ningún alivio ante tal información. Fueran lo que fuesen las automáticas, no estarían trabajando a su favor; y el hecho de que la muchacha retirara su arma a pesar de su recelo mostraba claramente la eficiencia de sus nuevos perros guardianes.
No podía hacer absolutamente nada más que seguir representando esta farsa cada vez más sombría e inexplicable. O estaba loco, o ya no se encontraba en la Tierra, al menos no en la Tierra de 1941..., lo que resultaba completamente absurdo.
Tendría que salir de este lugar, naturalmente. Mientras tanto, la muchacha suponía que un hombre que entraba en esta tienda, bajo circunstancias normales, era para comprar un arma.
Le sorprendió pensar que, de todas las cosas que podía imaginar, lo que más quería era ver una de aquellas extrañas armas. Había implicaciones de cosas increíbles en la forma misma de los instrumentos.
—Sí —dijo en voz alta—. Naturalmente, enséñemelas. 
Se le ocurrió otra cosa.
—Sin duda su padre está en alguna parte haciendo alguna especie de estudio sobre mí —añadió.
La mujer no hizo ningún movimiento por dirigirle a ninguna parte. Sus ojos eran oscuras lagunas de asombro que le miraban.
—Puede que no se dé cuenta —dijo por fin, lentamente—, pero ya ha revuelto todas nuestras cosas. Las luces de las automáticas deberían haberse apagado en el momento en que mi padre pulsó los botones, como hizo cuando le llamé. ¡Y no lo hicieron! Esto es antinatural. Es muy extraño.


»Y sin embargo… —frunció el ceño—, si fuera usted uno de ellos, ¿cómo podría haber atravesado esa puerta? ¿Es posible que sus científicos hayan descubierto seres humanos que no afecten las energías sensitivas, y que sea usted uno de los muchos enviados como experimento para determinar si podía ganarse la entrada o no?
»Sin embargo, eso tampoco tiene lógica.
»Si tuvieran una sola esperanza de tener éxito, no se arriesgarían tan a la ligera confiando sólo en el factor sorpresa. Al contrario, sería la avanzadilla de un ataque a gran escala. Ella es despiadada, brillante; y anhela todo el poder durante su vida gracias a pobres peones como usted, que no tienen más sentido que adorar su sorprendente belleza y el esplendor de la corte imperial.
La muchacha hizo una pausa con una leve sonrisa.
—Ya estoy haciendo otra vez un discurso político. Pero puede ver que al menos hay unas cuantas razones por las que debemos tener cuidado con usted.
Había una silla en un rincón; McAllister se dirigió hacia ella. Su mente estaba más tranquila, más fría.
—Mire —empezó a decir—. No sé de lo que está hablando. Ni siquiera sé cómo he llegado a esta tienda. Estoy de acuerdo con usted en que todo este asunto requiere una explicación, pero lo veo de modo diferente. En realidad...
Se interrumpió. Estaba medio sentándose en la silla, pero se enderezó como un viejo. Sus ojos se fijaron en el letrero que brillaba sobre una vitrina llena de armas.
—¿Eso es... un calendario? —preguntó roncamente.
Ella siguió su mirada, sorprendida.
—Sí. Estamos a tres de junio. ¿Qué pasa?
—No me refiero a eso. Me refiero... —Se recuperó haciendo un esfuerzo terrible—. Me refiero a esos números que hay encima... Quiero decir, ¿en qué año estamos?
La muchacha parecía sorprendida. Empezó a decir algo, se interrumpió y retrocedió.
—¡No ponga esa cara! No hay ningún error. Estamos en el año cuatro mil setecientos ochenta y cuatro de la casa imperial de Isher. Todo está bien.
No sentía ningún sentimiento de realidad. Se sentó deliberadamente, y se preguntó conscientemente cómo debería sentirse.
Ni siquiera la sorpresa vino en su ayuda. Simplemente, todo el cúmulo de sucesos empezó a adquirir una especie de lógica distorsionada.
Los edificios superpuestos sobre aquellas dos tiendas de 1941; la manera en que había actuado la puerta; el gran cartel exterior con su extraña ligazón de la libertad con el derecho a comprar armas; las armas que estaban en la vitrina; ¡las mejores armas del universo conocido!
Se dio cuenta de que habían pasado varios minutos mientras permanecía allí sentado, pensando en silencio. Y que la muchacha hablaba con mucha seriedad con un hombre alto y de pelo gris, que se encontraba en el umbral de una puerta abierta por la que había aparecido.
Había una tensión extraña y forzada en la forma en que hablaban. Sus palabras, pronunciadas en voz baja, sonaban en sus oídos como un curioso murmullo, extrañamente incómodo. McAllister no pudo analizar el significado de aquellas palabras hasta que la muchacha se dio la vuelta y le dijo con voz ensombrecida por la urgencia:
—¡Señor McAllister, mi padre quiere saber de qué año viene usted!
El sentido de la frase quedó oscurecido por aquella sensación de urgencia.
—¡Oh! —dijo McAllister—. ¿Insinúa que es responsable de...? ¿Y cómo demonios sabía mi nombre?
El viejo sacudió la cabeza.
—No, no somos responsables —empezó a hablar más rápidamente, pero su voz no perdió su tono grave—. No hay tiempo para explicaciones. Ha sucedido lo que los fabricantes de armas hemos temido durante generaciones: Que tarde o temprano apareciera alguien que ansiara un poder ilimitado y que, para perpetuar la tiranía, intentara destruirnos a toda costa.
»Su presencia aquí es una manifestación de la energía que ella ha vuelto contra nosotros, algo tan nuevo que ni siquiera sospechábamos que estaba siendo usado en contra nuestra. Pero ahora no tengo tiempo que perder. Dale toda la información que puedas, Lystra, y adviértele del peligro personal que corre.
El hombre se dio la vuelta. La puerta se cerró sin hacer ningún ruido tras su alta figura.
—¿Qué quiso decir? —preguntó McAllister—. ¿Peligro personal? 
Vio que los ojos marrones de la muchacha le observaban intranquilos.
—Es difícil de explicar —empezó a decir con incomodidad—. Antes que nada, acérquese a la ventana e intentaré aclarárselo todo. Supongo que todo esto es muy confuso para usted.
McAllister inspiró profundamente.
—Al menos estamos llegando a algo.
Su intranquilidad había desaparecido. El viejo parecía saber qué pasaba; eso significaba que no habría dificultades para devolverle a casa. Y en cuanto al peligro que corría el gremio de fabricantes de armas, aquel era problema de ellos, no suyo. Mientras tanto...
Dio un paso hacia adelante, acercándose a la muchacha. Pero para su sorpresa, ella se retiró como si la hubiera golpeado.
Mientras la miraba de arriba abajo, ella se dio la vuelta y se rió sin humor, insegura. Finalmente, suspiró.
—No crea que me estoy comportando como una tonta, no se ofenda..., pero por su propio bien no toque a ningún cuerpo humano con el que pueda entrar en contacto.
McAllister sintió un escalofrío. Notó con repentina agonía que la expresión de inquietud que se reflejaba en la cara de la muchacha era... ¡miedo!
Su propio temor retrocedió ante la impaciencia. Se controló con un gran esfuerzo.
—Mire —empezó a decir—. Quiero aclarar las cosas. Podemos hablar aquí sin peligro, suponiendo que no la toque ni me acerque a usted, ¿no es así?
Ella asintió.
—El suelo, las paredes, todos los muebles, en realidad la tienda entera están hechos de material no conductor.
McAllister tuvo la sensación de que estaba haciendo equilibrios sobre una cuerda floja suspendida sobre un abismo sin fondo. La manera en que esta muchacha hablaba del peligro sin aclarar de qué peligro se trataba, casi le petrificaba.
Se obligó a calmarse.
—Empecemos por el principio —dijo—. ¿Cómo sabían su padre y usted cuál era mi nombre y que no era... —Hizo una pausa antes de pronunciar la extraña frase— de este tiempo?
—Mi padre le observó con rayos X —contestó la muchacha, su voz estaba tan tensa como su cuerpo—. Observó con rayos X el contenido de sus bolsillos. Así fue cómo supimos lo que pasaba. Verá, los rayos X se convirtieron en conductor de la misma energía con la que usted está cargado. Ése era el tema; por eso las automáticas no funcionaron con usted y...


—¡Espere  un  momento!  —dijo  McAllister;  la  cabeza  le  daba  vueltas—. ¿Cargado de energía? 
La muchacha le miró.
—¿No comprende? —jadeó—. Ha recorrido usted cinco mil años, y de todas las energías del universo, ésa es la más potente. Está usted cargado con trillones y trillones de unidades de tiempo-energía. Si sale de esta tienda, volará esta ciudad de los Isher y medio centenar de kilómetros a la redonda.
»Usted... ¡podría destruir la Tierra!
McAllister no había advertido el espejo antes; era curioso, porque era bastante grande, medía por lo menos tres metros, y estaba delante de él en la pared que un minuto antes (podría haberlo jurado), había sido de sólido metal.
—Mírese —decía la muchacha suavemente—. No hay nada tan seguro como la imagen de uno mismo. La verdad es que su cuerpo está aceptando muy bien el shock mental.
¡Desde luego! Miró sorprendido su propia imagen. La cara delgada que le miraba a su vez estaba pálida, pero el cuerpo no temblaba como había sugerido el remolino de su mente.
Nuevamente cobró conciencia de la presencia de la muchacha. Ésta se encontraba de pie con un dedo sobre uno de los interruptores de la pared. Bruscamente, se sintió mejor.
—Gracias —dijo suavemente—. La verdad es que lo necesitaba.
Ella sonrió animosamente; y él pudo sorprenderse ahora por su conflictiva personalidad. Por un lado, ella había sido completamente incapaz de explicar con palabras por qué estaba él en peligro unos minutos antes; sin embargo, era obvio que su acción con el espejo mostraba una aguda comprensión de la psicología humana.
—El problema ahora es —dijo él—, según su punto de vista llegar hasta esa mujer Isher y devolverme a 1941 antes de que vuele en pedazos la Tierra de... este año, sea cual sea.
La muchacha asintió.
—Mi padre dice que puede enviársele de vuelta, pero por el momento... ¡observe!
Él no tuvo tiempo para sentir alivio al saber que podría regresar a su propia época. Ella pulsó otro botón. Instantáneamente, el espejo desapareció en la pared metálica. Otro botón chasqueó y la pared se desvaneció.
Se desvaneció literalmente. Ante él se extendía un parque similar a aquel que había visto a través de la puerta delantera. Era claramente una extensión del mismo paisaje. Había árboles, y flores y hierba verde bajo el sol.
También podía ver la ciudad, más cerca desde este lado, pero no tan hermosa, inconmensurablemente más sombría.
Un enorme edificio, igual de ancho que largo, masivamente oscuro contra el cielo, dominaba todo el horizonte. Medía un cuarto de kilómetro largo, y aunque parecía increíble, tenía por lo menos la misma altura.
Ni en aquel monstruoso edificio ni en el parque había ninguna persona visible. Todo mostraba la evidencia de la dinámica labor del hombre, pero no había ningún hombre, ningún movimiento; incluso los árboles se alzaban inmóviles en aquel día extrañamente plácido y luminoso.
—¡Mire! —repitió la muchacha, más suavemente.
Esta vez no hubo ningún clic. Hizo un ajuste en uno de los botones y de repente la visión dejó de ser clara. No era que el cielo hubiera perdido su intensidad. No era ni siquiera que el cristal fuera visible donde un momento antes no había habido nada.
Seguía sin haber ninguna sustancia aparente entre ellos y aquel brillante parque.
Pero...
¡El parque ya no estaba desierto!
Docenas de hombres y máquinas pululaban por él. McAllister lo observó completamente sorprendido; y entonces la sensación de ilusión se desvaneció, y la oscura amenaza de aquellos hombres caló en él y su emoción se tornó en desmayo.
—Vaya —dijo por fin—. Esos hombres son soldados, y las máquinas son...
—¡Cañones de energía! —dijo ella—. Ése ha sido siempre su problema: Cómo hacer que sus armas se acerquen lo suficiente a nuestras tiendas para destruirnos. No es que los rifles no sean poderosos desde una gran distancia. Incluso los rifles que nosotros vendemos pueden matar a la vida sin protección a kilómetros de distancia; pero nuestras armerías están tan densamente fortificadas que, para destruirnos, ellos deben usar sus cañones más grandes en un blanco cercano.
»En el pasado, nunca pudieron hacerlo porque el parque era nuestro; y nuestro sistema de alarma era perfecto..., hasta ahora. La nueva energía que están usando no afecta a ninguno de nuestros instrumentos protectores; y, lo que es infinitamente peor, les permite un escudo perfecto contra nuestras propias armas. La invisibilidad, por supuesto, se conoce desde hace mucho; pero si no hubiera venido usted, habríamos sido destruidos sin que nunca supiéramos siquiera qué había pasado.
—Pero... —exclamó McAllister bruscamente—, ¿qué van a hacer ustedes? Aún están ahí afuera trabajando.
Los ojos marrones de la muchacha ardieron con una fiera llama amarilla.
—¿Dónde cree que está mi padre? Ha avisado al gremio; y todos los miembros han descubierto ahora que unos cañones invisibles similares a éstos han sido emplazados fuera de este lugar por hombres invisibles. Todos los miembros están trabajando a toda velocidad para encontrar una solución. No la han descubierto aún. Pensé que debería decírselo —acabó diciendo con suavidad.
McAllister se aclaró la garganta, abrió la boca para hablar... y entonces la cerró cuando se dio cuenta de que no encontraba palabras. Fascinado, observó a los soldados conectando lo que tendrían que haber sido cables invisibles que conducían al enorme edificio del fondo; gruesos cables que mostraban la titánica energía que iba a ser liberada sobre la pequeña armería.
La verdad era que no había nada que decir. La terrible realidad del exterior ensombrecía todas las frases posibles. De todas las personas que allí había, él era el más inútil, su opinión la menos valiosa.
Tuvo que haber dicho algo en voz alta sin darse cuenta ya que la voz familiar del padre de la muchacha sonó a su lado.


—Está usted muy equivocado, McAllister —dijo—. De todas las personas que hay aquí es usted la más valiosa. Gracias a usted hemos descubierto que los Isher nos estaban atacando. Es más, nuestros enemigos desconocen su existencia, por lo tanto no se han dado cuenta aún del posible efecto producido por la nueva energía camufladora que han utilizado.
»Usted, por tanto, constituye el factor desconocido, nuestra única esperanza, pues nos queda muy poco tiempo. ¡A menos que podamos hacer uso inmediato de la incógnita que usted representa, todo estará perdido!
El hombre parecía más viejo, pensó McAllister. Su cara delgada y lívida mostraba profundas arrugas mientras se volvía hacia su hija, y su voz, cuando habló, sonó ronca.
—¡Lystra, número siete!
Mientras los dedos de la muchacha pulsaban el séptimo botón, su padre lo explicó rápidamente a McAllister.
—El consejo supremo del gremio va a tener una sesión de emergencia inmediatamente. Debemos elegir el método más apropiado para enfrentarnos al problema y concentrarnos individual y colectivamente en ese método. Las conversaciones regionales ya están en progreso, pero sólo una idea importante ha sido llevada a cabo todavía... ¡ah, caballeros!
Habló a alguien más allá de McAllister, que se volvió con un respingo y luego se quedó inmóvil.
Unos hombres salieron de la sólida pared, con facilidad, como si estuvieran atravesando el umbral de una puerta. Uno, dos, tres... doce.
Los hombres tenían la cara seria, todos excepto uno que miró a McAllister, reemprendió la marcha y luego se detuvo con una sonrisa medio divertida.
—No ponga esa cara. ¿Cómo cree que podríamos haber sobrevivido todos estos años si no hubiésemos podido trasladar objetos materiales a través del espacio? La policía de Isher sólo ha conseguido bloquear nuestras fuentes de suministro. Por cierto, mi nombre es Cadron, Peter Cadron.
McAllister asintió de modo mecánico. Ya no estaba impresionado por la nuevas máquinas. Aquí había interminables productos de la edad de las máquinas; la ciencia y los inventos eran tan avanzados que los hombres apenas hacían un solo movimiento que no implicara a una máquina. Se dio cuenta de que un hombre de aspecto solemne que tenía al lado estaba a punto de hablar.
—Estamos reunidos aquí porque está claro que la fuente de la nueva energía es el gran edificio que está ahí fuera...
Se acercó a la pared donde sólo unos minutos antes había estado el espejo y la ventana a través de la cual McAllister había visto el edificio en cuestión.
—Hemos sabido —continuó diciendo el hombre—, desde que ese edificio fue terminado hace cinco años, que era un edificio de energía preparado en contra nuestra; y ahora una nueva energía ha surgido de él para englobar al mundo, una energía inmensamente potente, tan fuerte que rompió la misma tensión del tiempo, afortunadamente sólo en las inmediaciones de esta armería. Aparentemente se debilita cuando se la transmite a través de la distancia...
—¡Mira, Dresley! —interrumpió un hombre delgado y pequeño—, ¿qué sentido tiene todo este preámbulo? Has estado examinando los distintos planes sugeridos por los grupos regionales. ¿Hay o no uno decente entre ellos?
Dresley dudó. Para sorpresa de McAllister, los ojos del hombre se posaron dubitativamente sobre él. Su pesada cara se arrugó por un instante, luego se endureció.
—Sí, hay un método, sólo podemos obligar a nuestro amigo del pasado a que acepte correr un gran riesgo. Todos saben a lo que me refiero. Nos hará ganar el tiempo que necesitamos tan desesperadamente.
—¡Eh! —dijo McAllister, y se quedó de una pieza cuando todos los ojos se volvieron a mirarle.
Los segundos volaron; y McAllister sintió que volvía a necesitar el espejo, para convencerse de que su cuerpo proporcionaba un buen frente. Algo, pensó, algo que le diese confianza en sí mismo.
Paseó la mirada por las caras de aquellos hombres. Los fabricantes de armas componían un modelo confuso y curioso por la manera en que se sentaban, o estaban de pie, o se apoyaban contra las vitrinas rebosantes de brillantes armas; y parecía haber menos de los que había contado previamente. Uno, dos... diez, incluyendo a la muchacha. Podría haber jurado que había catorce.
Sus ojos siguieron moviéndose, justo a tiempo para ver que la puerta de la habitación trasera se cerraba. Cuatro de los hombres habían ido al laboratorio o a lo que fuera que hubiese más allá de aquella puerta. Satisfecho, los olvidó.
Sin embargo, seguía sintiéndose incómodo; y durante un breve instante la maravilla mecánica de esta tienda volvió a captar la atención de sus ojos. Aquí, en este enorme mundo futuro, una tienda era una intrincada máquina en sí misma, y...
Se dio cuenta de que estaba encendiendo un cigarrillo; y bruscamente advirtió que eso era lo que más necesitaba. La primera calada se extendió deliciosamente por sus nervios. Su mente se relajó; sus ojos recorrieron pensativos los rostros que tenía ante él.
—No comprendo cómo pueden ustedes pensar siquiera en obligarme —dijo—. Según ustedes, estoy cargado de energía. Puede que me equivoque, pero si alguno de ustedes intentase empujarme de vuelta, o incluso tocarme, esa energía que hay en mí lo devastaría todo.
—¡Tiene toda la razón! —exclamó un joven, que se volvió irritado hacia Dresley—. ¿Cómo demonios has podido meter la pata de esa forma? Sabes que McAllister tendrá que hacer lo que queremos para salvarse; ¡y tendrá que hacerlo rápido!
Dresley gruñó ante este brusco ataque.
—Demonios —dijo—, la verdad es que no tenemos tiempo que perder, y pensé que no había tiempo de explicaciones y que podría asustarse fácilmente. Veo, sin embargo, que estamos tratando con un hombre inteligente.
Los ojos de McAllister escrutaron al grupo. Había algo extraño allí. Estaban hablando demasiado, perdiendo el tiempo que necesitaban, como si paradójicamente lo estuvieran ganando, esperando que sucediera algo.

—No me dé coba diciendo que soy inteligente —dijo bruscamente—. Están ustedes sudando sangre. Serían capaces de matar a su abuela y echarme la culpa porque el mundo que creen justo está en peligro. ¿Cuál es ese plan en el que quieren obligarme a tomar parte?
Fue el joven el que replicó.
—Vamos a darle ropas aislantes y devolverle a su propia época...
Hizo una pausa.
—Hasta ahora eso parece magnífico —dijo McAllister—. ¿Dónde está la trampa?
—¡No hay ninguna trampa! 
McAllister le miró.
—Escuche, basta ya. Si es así de simple, ¿cómo demonios voy a ayudarles contra la energía de Isher?
El joven se volvió hacia Dresley con el ceño fruncido.
—Ya ves —le dijo al otro—. Le ha hecho sospechar al hablar de obligaciones. 
Se volvió de nuevo hacia McAllister.
—Lo que tenemos en mente es la aplicación de una especie de palanca de energía y del principio del punto de apoyo. Tiene que hacer usted de "peso" en el extremo más largo de una especie de "palanca" energética, que levante el "peso" mayor en el extremo más corto. Retrocederá cinco mil años en el tiempo; la máquina con la que está sincronizada su cuerpo, y que ha causado todo este problema, se moverá adelante en el tiempo unas dos semanas.
—De esa manera —interrumpió otro hombre antes de que McAllister pudiera hablar—, tendremos tiempo de encontrar un contraagente. Tiene que haber una solución, o de otro modo nuestros enemigos no habrían actuado tan en secreto. Bien, ¿qué piensa?
McAllister se acercó lentamente a la silla que había ocupado con anterioridad. Su mente giraba a toda velocidad, furiosamente, pero sabía con toda seguridad que no tenía ni una fracción del necesario conocimiento técnico para salvaguardar sus intereses.
—Tal como yo lo veo —dijo lentamente—, se supone que tiene que funcionar como una especie de manivela. El principio de la palanca, la vieja idea de que si uno posee una palanca suficientemente grande y un punto de apoyo adecuado, podrá mover el mundo.
—¡Exactamente! —Fue Dresley quien habló—. Sólo que esto funciona con el tiempo. Usted viaja cinco mil años y el edificio unas pocas sema...
Su voz se apagó, y su ansiedad le abandonó al ver la expresión de la cara de McAllister.
—¡Mire! —dijo McAllister—, no hay nada más penoso que un puñado de hombres honestos envueltos en su primera acción deshonesta. Son ustedes hombres fuertes, intelectuales, que se han pasado la vida apoyando un ideal. Siempre se han dicho que si la ocasión lo requiriese, no dudarían en hacer un sacrificio drástico. Pero no están engañando a nadie. ¿Cuál es el problema?
Fue bastante sorprendente ver que le arrojaban el traje. No se había dado cuenta de que los hombres habían salido de la habitación trasera; sufrió una especie de shock al advertir que habían ido en realidad en busca de trajes aislantes antes de que pudieran saber que los usaría.
McAllister miró sombríamente a Peter Cadron, que le tendía aquella cosa grisácea y flexible. Sintió que una llamarada de furia le invadía, pero antes de que pudiera hablar, Cadron dijo con voz tensa:
—¡Póngase esto, rápido! ¡Es cuestión de segundos! Cuando esas armas de ahí fuera empiecen a disparar energía, no querrá estar vivo para discutir sobre nuestra honestidad.
Siguió dudando; la habitación parecía insoportablemente caliente; y se sentía enfermo, enfermo de inseguridad. El sudor inundaba sus mejillas. Su mirada frenética se posó en la muchacha, que permanecía al fondo en silencio, junto a la puerta delantera.
Se dirigió hacia ella; y su mirada o su presencia resultó increíblemente asustadiza, pues ella retrocedió y se puso blanca como una sábana.
—¡Mire! ¡Estoy metido en esto hasta el cuello! ¿Cuál es el riesgo? Tengo la impresión de que existe alguna oportunidad. Dígame, ¿cuál es el problema?
La muchacha estaba ahora gris, casi tan gris y sombría como el traje que sostenía Peter Cadron.
—Es la fricción —murmuró por fin—. Puede que no llegue a 1941. Verá, será usted una especie de "peso" y...
McAllister se apartó de ella. Se colocó el traje encima de sus ropas.
—Me está un poco estrecho en la cabeza, ¿no?
—¡Sí! —Fue el padre de Lystra quien habló—. En cuanto pulse ese interruptor, el traje se volverá completamente invisible. Los de fuera creerán que lleva usted sólo sus ropas normales. El traje está completamente equipado. Podría vivir en la superficie de la Luna con él.
—Lo que no comprendo es por qué tengo que llevarlo. Llegué aquí sin necesidad de él.
Frunció el ceño. Sus palabras habían sido automáticas, pero la idea se le ocurrió bruscamente.
—Esperen un momento. ¿Qué pasa con la energía de la que estoy cargado cuando estoy dentro de este traje aislante?
Vio que la expresión de los que le rodeaban se envaraba cuando abordó el tema.
—¡De modo que es eso! —exclamó—. El aislamiento tiene como fin evitar que pierda esa energía. Es así como puedo hacer de "peso". No tengo duda de que hay una conexión entre este traje y esa otra máquina. Bien, no es demasiado tarde. Voy a...
Con un movimiento desesperado, trató de hacerse a un lado para evitar las manos de los cuatro hombres que saltaron hacia él. ¡Movimiento vano! Lo capturaron instantáneamente y lo sujetaron con una fuerza que no pudo vencer.
Los dedos de Peter Cadron pulsaron el interruptor.
—Lo siento —dijo Cadron—, pero cuando entramos en esa habitación de atrás, también nos vestimos con trajes aislantes. Por eso no pudo lastimarnos. Lo siento nuevamente. Y recuerde esto: No existe la certeza de que vaya a ser sacrificado. El hecho de que no haya ningún cráter en nuestra Tierra demuestra que usted no explotó en el pasado, y que resolvió el problema de alguna manera. Ahora, que alguien abra la puerta, ¡rápido!
Le llevaron irremediablemente hacia adelante. Y entonces...
—¡Esperen!
Era la muchacha. El color gris de su cara se volvía lívido. Sus ojos brillaban como joyas oscuras; y en sus dedos se encontraba la pistola resplandeciente con la que había apuntado a McAllister al principio.


El grupito que sujetaba a McAllister se detuvo como si los hubieran golpeado. Éste apenas se dio cuenta; para él sólo existía la muchacha, y la forma en que los músculos de sus labios actuaban y la manera en que súbitamente estalló su voz.
—¡Esto es completamente indigno! ¿Tan cobardes somos? ¿Es posible que el espíritu de la libertad pueda sobrevivir solamente a través de un asesinato y un burdo desafío a los derechos del individuo? ¡Yo digo que no! El señor McAllister debe tener la protección del tratamiento hipnótico, aunque todos muramos durante los minutos perdidos.
—¡Lystra! —Era su padre.
McAllister se dio cuenta por el rápido movimiento del anciano que poseía una mente muy brillante, y que comprendía todos los matices de la situación.
Dio un paso hacia adelante y le quitó a su hija el arma de las manos. Era el único hombre en la habitación, pensó McAllister, que se atrevía a acercarse a ella en aquel momento con la certeza de que no dispararía, pues la histeria aparecía en todas las arrugas de su cara, y las lágrimas que la siguieron mostraban lo peligrosamente cerca que había estado de ponerse en contra de los otros.
Lo extraño es que en ningún momento había sentido esperanza. Toda la acción parecía completamente disociada de su vida y de sus pensamientos; solamente observaba. Se quedó allí plantado durante lo que pareció una eternidad y, luego, por fin, le invadió una sensación; fue una sensación de sorpresa porque no le empujaban a su perdición. Con la sorpresa acudió la consciencia de que Peter Cadron había soltado su arma y se acercaba a él.
Los ojos del hombre estaban tranquilos, y mantenía la cabeza orgullosamente alta.
—Mi hija tiene razón, señor —dijo—. En este punto nos elevamos sobre nuestros débiles temores y le decimos a este infeliz: ¡Tenga coraje! ¡No será olvidado! No podemos garantizarle nada, ni siquiera podemos decirle exactamente qué le sucederá. Pero le decimos que si está en nuestro poder ayudarle, tendrá nuestra ayuda. Y ahora... debemos protegerle de las enormes presiones psicológicas que de otra manera le destruirían, simple pero efectivamente.
Pero ya era demasiado tarde, McAllister advirtió que los otros habían vuelto la cara de aquella extraordinaria pared, la pared que ya había mostrado tanta versatilidad. Ni siquiera pudo ver quién pulsó el botón activador que provocó lo que luego sucedió.
Hubo un destello de luz cegadora. Durante un instante sintió como si su mente hubiera sido desnudada; y contra aquella desnudez la voz de Peter Cadron presionaba como una marca indeleble:
—Para conservar su autocontrol y su cordura, ésta es su esperanza: ¡Esto es lo que hará a pesar de todo! Y, por su bien, hable de su experiencia sólo a los científicos o aquellos que estén al mando y que usted crea que lo comprenderán y ayudarán. ¡Buena suerte!
El efecto de aquel breve destello permaneció tan fuerte que sólo sintió vagamente el contacto de sus manos sobre él, empujándole. Tuvo que haberse caído, pero no sentía ningún dolor.
Se dio cuenta de que estaba tendido en la acera. La voz profunda y familiar del inspector Clayton tronó sobre él.
—¡Despejen la zona, nada de multitudes ahora!
McAllister se puso en pie. Un puñado de caras curiosas le observaban, y no había ningún parque, ninguna ciudad de ensueño. En cambio, una hilera de tiendas de un solo piso se extendía monótonamente a los dos lados de la calle.
Tenía que marcharse de allí. Esta gente no comprendería. En algún lugar de la Tierra tenía que haber un científico que pudiera ayudarle. Después de todo, no había explotado. Por tanto, en algún lugar, de alguna manera...
Murmuró las respuestas a las preguntas que le asediaban; y entonces la multitud le dejó en paz. Siguieron minutos indeterminados de penosa caminata; las calles se hacían más estrechas, más sucias.
Se detuvo, sorprendido. ¿Qué estaba pasando?
Era de noche en una ciudad resplandeciente. Estaba en una avenida que se extendía como una joya hasta muy lejos.
Una calle que vivía, ardiendo con una suave luz que manaba de su superficie, un camino de luz, como un río fluyendo bajo un sol que no iluminaba nada más, recto y suave y...
Siguió caminando durante unos minutos en los que no comprendió nada, observando los coches que corrían a su lado, ¡y entonces sintió una salvaje esperanza!
¿Estaba de nuevo en la era de los Isher y de los fabricantes de armas? Podría ser; eso parecía, lo que significaba que le habían traído de vuelta. Después de todo, no eran malvados, y le salvarían si pudieran. Por lo que sabía, habían pasado semanas en su tiempo y...
Bruscamente, se encontró en el centro de una cegadora tormenta de nieve. Retrocedió ante el primer golpe de viento, poderoso e inesperado, y luego, abrazándose a sí mismo, luchó para calmarse física y mentalmente.
La maravillosa ciudad nocturna había desaparecido; lo mismo había sucedido con la carretera brillante; todo se había desvanecido, transformándose en este mundo mortal y salvaje.
Escrutó la nieve. Era de día; y pudo divisar las oscuras sombras de los árboles que se alzaban a través de la bruma blanca de la tormenta, a menos de treinta metros de distancia.
Instintivamente, se dirigió a aquel refugio, y salió finalmente de aquel viento presionante.
"Un minuto en el distante futuro —pensó—. Al siguiente… ¿dónde?".
Ciertamente no había ninguna ciudad. Sólo árboles, un bosque deshabitado e invierno...
La tormenta desapareció. Y los árboles. Se encontraba en una playa arenosa; ante él se extendía el mar azul que se alzaba sobre unos edificios blancos devastados. Alrededor, esparcidos muy lejos en aquel mar encantador, muy lejos en las colinas recubiertas de hierba, se encontraban los restos de lo que una vez había sido una ciudad enorme. Un aura de increíble edad flotaba por todas partes. Y el silencio de lo muerto sólo era roto por el suave e intemporal rumor de las olas.
Una vez más hubo un cambio inesperado. Más preparado esta vez, se hundió dos veces bajo la superficie del vasto y rápido río, que le llevaba de un lado a otro. Era difícil nadar, pero el traje aislante funcionaba bien con el aire que creaba a cada segundo que pasaba; después de un momento, empezó a dirigirse hacia la orilla poblada de árboles que tenía a un centenar de metros a la derecha.
Le asaltó un pensamiento y dejó de nadar. "¿Qué sentido tiene?".
La verdad era tan sencilla como terrible. Estaba siendo balanceado del pasado al futuro; era el "peso" en el largo extremo de un columpio de energía; y de alguna manera cada vez se deslizaba más lejos. Sólo aquello podía explicar los catastróficos cambios de los que ya había sido testigo. Dentro de un minuto experimentaría otro cambio y...
¡Sucedió! Se encontraba boca abajo sobre la verde hierba, pero no sentía curiosidad ninguna. No alzó la vista, sino que se quedó así hora tras hora mientras el columpio continuaba meciéndose: Pasado... futuro... pasado... futuro...
Sin duda, los fabricantes de armas habían ganado su respeto: Pues al final de este mareante tiovivo estaba la máquina que había sido usada por los soldados de Isher como fuerza activadora; también se tambaleaba arriba y abajo en un loco vaivén.
La promesa de los fabricantes de ayudarle era ahora vana, pues no podían saber lo que había sucedido. No podrían encontrarle en este laberinto del tiempo.
La ley mecánica de que las fuerzas deben equilibrarse continuaba.
En algún lugar, en algún momento del tiempo, se alcanzaría el equilibrio, probablemente en el futuro, porque aún seguía el hecho de que no había explotado en el pasado. Sí, en algún lugar se conseguiría el equilibrio cuando encarara una vez más ese problema, pero ahora...
El balancín continuó y continuó; el mundo, por un lado, era joven y brillante, y por otro sombrío y viejo.
El infinito se extendía ante él.
De repente pensó que sabía dónde se detendría el columpio. Acabaría en el pasado remoto, con la liberación de la inmensa energía temporal que había estado acumulando con cada uno de aquellos monstruosos vaivenes.
No sería el testigo, sino la causa de la formación de los planetas.


FIN